–Suficiente sed para invitar a todos a una copa -replicó airoso Bomílcar, siguiéndole el juego.
El que parecía mandar empujó al que tenía al lado fuera de la banqueta y se la señaló con una palmada.
–Bien, si mis honorables colegas están de acuerdo, podemos nombraros socio honorario. Sentaos, amigo. Los que estén a favor de hacer miembro honorario a este caballero que digan sí -añadió volviendo la cabeza.
–¡Sí! – dijeron todos a coro.
Bomílcar buscó en vano con la mirada un dependiente y un mostrador, lanzó un leve suspiro y puso la bolsa en la mesa, dejando que se escaparan por el cuello un par de denarios de plata; o le asesinaban o le hacían miembro honorario.
–Permítid -dijo al que mandaba.
–Bromido, trae un buen jarro para el caballero y la compañía -dijo aquél al criado a quien había desalojado para hacerle sitio a Bomílcar-. Nos surtimos de vino en la bodega que hay al lado -añadió, a guisa de explicación.
–¿Es suficiente? – inquirió Bomílcar echando unos cuantos denarios más.
–Para pagar una ronda, amigo, de sobra.
–¿Y para varias rondas? – inquirió, largando más monedas. Todos lanzaron un suspiro, visiblemente relajados. El criado Bromido recogió las monedas y salió por la puerta seguido de tres voluntarios, mientras Bomílcar daba la mano al que mandaba.
–Mi nombre es Juba -dijo, presentándose.
–Lucio Decumio -respondió el otro, estrechándole la mano con fuerza-. ¡Juba! ¿Qué clase de nombre es ése? – inquirió.
–Moro. Soy de Mauritania.
–¿Mauri… qué? ¿Dónde está eso?
–En Africa.
–¿En Africa?
Era evidente que hubiera dado igual que al pobre Lucio Decumio le hubiese dicho del país de los hiperbóreos.
–Muy lejos de Roma -añadió el miembro honorario-. Un país al oeste de Cartago.
–¡Ah, Cartago! ¿Por qué no empezasteis por ahí? – replicó Lucio Decumio, volviéndose a mirar fijamente a su interlocutor-. Creía que Escipión Emiliano no dejó vivo a uno solo de los de allí.
–Y no los dejó. Pero Mauritania no es Cartago; está al oeste pero muy lejos. Lo único que tienen en común es que están en Africa -respondió Bomílcar pacientemente-. Lo que era Cartago es ahora la provincia romana de Africa; a donde va a ir el cónsul de este año, Espurio Postumio Albino.
–¡Cónsules! – exclamó Lucio Decumio, encogiéndose de hombros-. Los cónsules van y vienen, amigo; van y vienen. En el Subura nos da lo mismo, por aquí no moran; ya me entendéis. Pero con tal que admitáis que Roma es quien manda en el mundo, amigo, sois bien venido en Subura. Igual que los cónsules.
–Os aseguro que sé que Roma es quien manda en el mundo -dijo Bomílcar con entusiasmo-. Mi amo, el rey Boco de Mauritania, me ha enviado a Roma para solicitar del Senado que le nombren aliado del pueblo romano.
–Vaya, ¿qué te parece? – dijo Lucio Decumio, indolente. Bromido regresó, tambaleante bajo el peso de una jarra enorme, seguido de otros tres igual de cargados, y procedió a servir a todos. Comenzó por Decumio, que le dio un fuerte golpe en el muslo.
–Por aquí, imbécil, ¿no tienes modales? Sirve primero al caballero que nos ha invitado o te saco los hígados.
A los pocos segundos, Bomílcar tenía un vaso lleno, que alzó para brindar.
–Por el mejor lugar y los mejores amigos que he encontrado hasta ahora en Roma -dijo bebiendo el horrible vino con fingido deleite. ¡Por los dioses que debían tener tripas de hierro!
Aparecieron también cuencos con pepinillos en vinagre, cebollas y nueces, trozos de apio y rodajas de zanahoria y una mezcla hedionda de pescadítos en salazón que desaparecieron en menos que canta un gallo. Pero Bomílcar fue incapaz de probar nada.
–¡A vuestra salud, amigo Juba! – dijo Decumio.
–¡Juba! – corearon los demás, muy animados.
Al cabo de media hora, Bomílcar sabía más sobre la clase obrera romana de lo que habría podido imaginar, y le pareció fascinante, aunque no se le ocurrió pensar que sabía bien poco sobre la clase obrera de Numidia. Se enteró de que todos los socios de aquel local trabajaban, que cada día se reunían en él distintos miembros, y que la mayoría tenían un día libre cada ocho; aproximadamente la cuarta parte de los que allí estaban exhibían en la nuca un extraño cachivache cónico en señal de que eran libertos. Para su gran sorpresa, advirtió que algunos de los otros eran esclavos, pero no parecían estar discriminados respecto al resto, trabajaban en las mismas tareas con igual paga, los mismos días y las mismas horas; cosa que a él le parecía extraña, pero normal a los demás. Y, así, Bomílcar Comenzó a entender la verdadera diferencia entre un esclavo y un hombre libre; un hombre libre podía ir y venir a su antojo y elegir el trabajo que quisiera, mientras que un esclavo pertenecía al patrón, era propiedad del patrón y no podía decidir su propia vida. Muy distinto a la esclavitud en Numidia. Pero, claro, pensó objetivamente -porque él era objetivo- que cada nación tiene distintos reglamentos a propósito de los esclavos y no hay dos países iguales.
A diferencia de los socios ordinarios, Lucio Decumio era miembro permanente.
–Soy el vigilante del casino -dijo, tan despejado como antes del primer trago.
–¿Pero qué clase de asociación es exactamente? – inquirió Bomílcar, tratando de prolongar la bebida lo más posible.
–Me imagino que no podéis entenderlo -respondió Lucio Decumio-. Esto, amigo, es una asociación de encrucijada. Una hermandad y al mismo tiempo una especie de colegio, registrado ante los ediles y el pretor urbano y bendecido por el pontífice máximo. Las asociaciones de los cruces se remontan a la época de los reyes, antes de la república. Actualmente hay mucho poder en las encrucijadas de calles importantes. Me refiero a los compita auténticos, no a los pequeños meaderos de cruce de callejuelas y callejas. Sí, en los cruces hay mucho poder. Quiero decir… imaginaos que fueseis un dios y pasaseis por Roma; os veríais un tanto desconcertado si quisierais lanzar un rayo o una buena plaga, ¿no? Si subís al Capitolio, os haréis buena idea de lo que quiero decir, pues veréis un montón de tejados rojos, pegados unos a otros como las piezas de un mosaico. Pero si miráis con más detenímiento podréis ver los sitios de confluencia de las calles importantes, los compita que hay en la calle. Así que, si fueseis un dios, allí es donde lanzaríais el rayo o desencadenaríais la plaga, ¿verdad? Pero nosotros los romanos somos más listos, amigo. Muy listos. Los reyes estipularon que nosotros mismos nos protegiésemos en los cruces, y por ello los pusimos bajo la advocación de los lares con altares en su honor en todos ellos, que se construyeron incluso antes que las fuentes. ¿No os habéis fijado en el altar que hay en el muro, afuera? ¿Una especie de torrecilla?
–Sí -contestó Bomílcar, cada vez más confuso-. ¿Qué son exactamente los lares? ¿Más de un dios?
–Oh, hay lares por todas partes… cientos, miles -respondió Decumio sin precisar-. Roma está llena de lares. Dicen que toda Italia, aunque yo nunca he viajado a Italia. Como no conozco a ningún soldado, no puedo decir si los lares van a ultramar con las legiones. Pero aquí sí que los tenemos, en todos los sitios en que hacen falta. Y somos las asociaciones de los cruces las que nos encargamos de cuidar de los lares. Mantenemos el altar limpio para las ofrendas, y la fuente también, apartamos los carros rotos, los cadáveres, en su mayoría de animales, y quitamos los escombros cuando cae una casa. Y por Año Nuevo celebramos esa gran fiesta que se llama la Compitalia. Fue hace un par de días… por eso no tenemos dinero para comprar vino; nos lo gastamos todo y cuesta tiempo volver a ahorrar.
–Entiendo -dijo Bomílcar, que no entendía nada, y se había quedado sin saber qué eran aquellos viejos dioses romanos-. ¿Tuvisteis que pagar la fiesta entre todos?
–Sí y no -respondió Lucio Decumio, rascándose el sobaco-. El pretor urbano nos da algo de dinero, el suficiente para asar unos cerdos; depende de quién sea el pretor urbano. Algunos son muy generosos, pero hay años en que son muy roñosos.
La conversación derivó hacia curiosas preguntas sobre la vida en Cartago; Era imposible hacerles comprender que existiese un país distinto en Africa, porque sus conocimientos de historia y geografía parecían reducirse a lo que habían visto en sus paseos por el Foro Romano, debido, al parecer, a que el malestar político procuraba interés y un matiz circense al centro de Roma. Así, era un tanto sesgado su concepto de la vida política de Roma, cuyo punto culminante parecían haber sido los desórdenes que terminaron con la muerte de Cayo Sempronio Graco.
Finalmente llegó el momento. Todos los socios se habían acostumbrado tanto a su presencia, que ya pasaba inadvertido y, además, todos estaban borrachos. Lucio Decumio seguía sobrio y no apartaba de Bomílcar sus ojos vivarachos e inquisitivos. No podía ser simple casualidad que aquel juba estuviera allí, en medio de gente de inferior condición. Aquél buscaba algo.
–Lucio Decumio -dijo Bomílcar, inclinándose de tal modo hacia el romano que sólo él pudiese oírle-, me encuentro en un apuro, y me complacería que vos me dijerais cómo podría solucionarlo.
–Decid, amigo.
–Mi amo, el rey Boco, es muy rico.
–Es de suponer, siendo rey.
–Lo que le preocupa al rey Boco es la posibilidad de seguir siendo rey -añadió despacio Bomílcar-, porque hay un problema.
–¿El mismo que tenéis vos, amigo?
–Exactamente el mismo.
–¿Y,en qué os puedo ayudar? – inquirió Decumio, cogiendo una cebolla del cuenco de salmuera y masticándola pensativo.
–En Africa, el asunto sería fácil de arreglar. El rey se limitaría a dar una orden y el hombre que plantea el problema sería ejecutado -dijo Bomílcar, deteniéndose y pensando en cuánto tardaría Decumio en entenderlo.
–¡Ajá! Entonces, el problema tiene nombre, ¿no es eso?
–Exacto. Masiva.
–Eso suena algo más latino que juba -comentó Decumio.
–Masiva es númida, no mauritano. – Las heces del vino fascinaban a Bomílcar, que las revolvía con el dedo-. El inconveniente es que Masiva vive aquí en Roma y nos está causando problemas.
–Ya entiendo por qué es un inconveniente que esté en Roma -dijo Decumio en un tono que daba a su comentario diversas interpretaciones.
Bomílcar miró al romano, sorprendido por su agudeza y sutileza, y lanzó un profundo suspiro.
–Y el problema resulta más peliagudo porque yo soy un extranjero en Roma, ¿os dais cuenta? – dijo-, al tener que encontrar un romano que esté dispuesto a matar al príncipe Masiva aquí, en Roma.
–Bueno, no es difícil -dijo Lucio Decumio sin parpadear.
–Ah, no?
–Con dinero, amigo mío, todo se consigue en Roma.
–¿Y podríais decirme a dónde debo acudir? – inquirió Bomílcar.
–No busquéis más, amigo, no busquéis más -respondió Decumio, dando cuenta del último trozo de cebolla-. Yo cortaría el gaznate a medio Senado con tal de poder comer ostras en vez de cebollas. ¿Cuánto se paga por el trabajo?
–¿Cuántos denarios hay en esta bolsa? – dijo Bomílcar vaciándola sobre la mesa.
–Para matar no hay bastantes.
–¿Y la misma cantidad en oro?
–¡Eso sí! – exclamó Decumio, dándose una fuerte palmada en el muslo-. ¡Trato hecho, amigo!
A Bomílcar le daba vueltas la cabeza, pero no a causa del vino, que había derramado subrepticiamente en el suelo.
–Os entregaré la mitad mañana y la otra mitad cuando esté hecha la faena -dijo, volviendo a guardar las monedas en la bolsa. Una mano sucia con uñas asquerosas detuvo su movimiento.
–Dejad esto aquí como prueba de buena fe, amigo. Y volved mañana, pero esperad afuera junto al altar. Iremos a hablar a mi casa.
–Allí estaré, Lucio Decumio -dijo Bomílcar poniéndose en pie y dirigiéndose a la puerta-. ¿Habéis matado a alguien alguna vez? – añadió, mirando el rostro sin afeitar del vigilante de la asociación.
–Una inclinación de cabeza es tan elocuente como un guiño para un barbero ciego, amigo -dijo Decumio, llevándose el índice de la mano derecha al lateral de la nariz-. En el Subura, un hombre no alardea.
Bomílcar sonrió satisfecho al romano y se perdió entre la densa multitud de la Subura Minor.
Marco Livio Druso, que había sido cónsul dos años atrás, celebraba su triunfo a mediados de la segunda semana de enero. Le habían designado gobernador de la provincia de Macedonia el año en que era cónsul y, al tener la suerte de una prórroga en el mando, había proseguido con éxito una guerra fronteriza contra los escordiscos, una tribu celta hábil y bien organizada que hostigaba constantemente a las tropas romanas en Macedonia. Pero en Marco Livio Druso encontraron a un adversario de excepcional maestría que los supo reducir. Las consecuencias fueron más beneficiosas para Roma de lo habitual; Druso tuvo la suerte de tomar uno de los principales reductos rebeldes y en él halló oculta una parte considerable del tesoro indígena. Casi todos los gobernadores de Macedonia celebraban triunfos al final de su mandato, pero todos coincidieron en que Marco Livio Druso merecía más que nadie aquel honor.
El príncipe Masiva era invitado del cónsul Espurio Postumio Albino en la celebración, y se le asignó en el Circo Máximo un puesto de honor desde el que pudiera contemplar cómodamente el largo desfile triunfal, maravillándose al ver con sus propios ojos lo que tantas veces le habían contado sobre el sentido del espectáculo de los romanos, que sabían organizarlo mejor que nadie. Naturalmente hablaba muy bien griego y había entendido la arenga previa al desfile; y ahora se había levantado del asiento, dispuesto a abandonar el circo antes de que la última legión de Druso saliera por el extremo Capena de la vasta pista. El grupo consular abandonó el circo por una puerta privada que daba al Foro Boarium, subió apresuradamente la escalinata de Cacus hacia el Palatino y prosiguió a buen paso. Siguiendo el itinerario más recto posible, doce lictores encabezaban la comitiva por pasadizos casi desiertos, marcando ruidosamente el paso sobre los adoquines con sus gruesas botas invernales claveteadas.
Diez minutos después de haber abandonado sus asientos en el Circo Máximo, el grupo de Espurio Albino descendía a toda prisa la escalinata de las Vestales hacía el Foro Romano, camino del templo de Cástor y Pólux. Allí, en la explanada de lo alto de la escalinata del imponente edificio, los dos cónsules tenían que tomar asiento con sus invitados para asistir al desfile que desde la altura del Velia descendería por la Vía Sacra hasta el Capitolio. Para no ofender al triunfador, debían hallarse en su sitio cuando llegase el desfile.
–El desfile lo encabezan el resto de los magistrados y miembros del Senado -había explicado Espurio Albino al príncipe Masiva-, y a los cónsules del año se les invita siempre oficialmente a desfilar, así como a la fiesta que el triunfador da a continuación al Senado en el templo de Júpiter Optimus Maximus. Pero no está bien visto que los cónsules acepten esas invitaciones. Es el día grande del triunfador, y él debe ser el personaje más distinguido de las fiestas y disponer de la mayoría de los lictores. Por consíguiente, los cónsules siempre contemplan el desfile desde un lugar Privilegiado y el triunfador los saluda al pasar, pero sin que le hagan sombra.
El príncipe hizo signo de que lo entendía, pese a que siendo Un extranjero con poco trato con los romanos todos se esforzaban Por explicarle las cosas. A diferencia de Yugurta, él había pasado toda su vida en el Africa no romana.
Cuando el grupo consular alcanzó la intersección de la escalinata vestal con la Vía Nova, vio entorpecida su marcha por una gran multitud. Millares de romanos se habían echado a la calle para contemplar el triunfo de Druso, formando una especie de gigantesca vid que invadía todas las callejas del Subura, convencidos de que el triunfo de Druso iba a ser de los memorables. Cuando estaban de servicio portando los fasces dentro de Roma, los lictores vestían togas blancas sin adornos, pero aquel día su atuendo los hacía más anónimos que nunca, ya que los romanos que acudían como espectadores a un triunfo se vestían de blanco, y hasta el último ciudadano se había revestido con su toga alba en lugar de una simple túnica. Por eso los lictores se las veían y deseaban para abrir paso al grupo consular, obligado a aminorar el paso conforme se espesaba la muchedumbre. Cuando llegaron al templo de Cástor y Pólux, el grupo casi se había desintegrado, y el príncipe Masiva, custodiado por un guardaespaldas, se había quedado tan retrasado que había perdido contacto con los demás.
Para su condición real resultaba ofensiva aquella actitud campechana e irrespetuosa de centenares de personas que le rodeaban sin miramientos y le alejaban a codazos de sus guardaespaldas; y hubo un instante en que los perdió de vista.
Era el instante que Lucio Decumio había estado esperando, y lo aprovechó para asestar el golpe con magistral eficacia, rápido y certero. Achuchado contra el príncipe Masiva por un repentino tumulto, le clavó su puñal bien afilado en el lado izquierdo del tórax y lo retorció brutalmente hacia arriba, soltando la empuñadura al notar que la hoja estaba bien alojada y escurriéndose entre doce o más personas antes de que la sangre comenzara a brotar y el príncipe hubiese tenido tiempo de gritar. Efectivamente, Masiva se desplomó sin un grito, y cuando su guardaespalda pudo apartar a los curiosos en círculo en torno a su amo abatido, Lucio Decumio ya iba por la mitad del bajo Foro camino del refugio del Argiletum, como una gota de agua en medio de un mar de togas blancas.
Diez minutos transcurrieron hasta que alguien pensó en llevar la noticia a Espurio Albino y a su hermano Aulo, ya instalados en el podio del templo, sin preocuparse por la ausencia del príncipe Masiva. Los lictores se apresuraron a acordonar la zona apartando a la multitud, y Espurio y Aulo Albino contemplaron aquel cadáver que echaba por tierra sus planes.
–Habrá que dejarlo. No podemos ofender a Marco Livio Druso estropeándole el triunfo -dijo por fin Espurio, volviéndose hacia el jefe de la escolta del príncipe Masiva, formada por gladiadores romanos a sueldo, y hablándole en griego-. Llevad al príncipe Masiva a su residencia y aguardad mi llegada.
El hombre asintíó con la cabeza. Improvisaron una camilla con la toga que les dio Aulo Albino y con ella envolvieron el cadáver, que retiraron seis gladiadores.
Aulo asumió con menos entereza que su hermano aquel desastre, pues él había sido el principal beneficiario de la generosidad de Masiva, mientras Espurio optaba por aguardar a su campaña en Africa para instalar al príncipe en el trono de Numidia. Además, Aulo era tan impaciente como ambicioso y anhelaba superar en todo a su hermano mayor.
–¡Yugurta! – masculló-. ¡Ha sido Yugurta!
–No se podrá demostrar -replicó Espurio con un suspiro.
Ascendieron la escalinata del templo de Cástor y Pólux y volvieron a ocupar sus asientos en el momento en que el cortejo de magistrados y senadores aparecía por detrás de la mole del Domus publicus, el edificio estatal residencia de las vírgenes vestales y del pontífice máximo. Sólo se veía la cabeza, pero al cabo de un instante apareció todo el conjunto y la numerosa comitiva avanzó cuesta abajo hasta el punto en que la Vía Sacra desembocaba en la depresión de los comitia. Espurio y Aulo Albino permanecieron sentados contemplando el desfile como si únicamente les importase el espectáculo y honrar a Marco Livio Druso.
La reunión de Bomílcar con Lucio Decumio pasó inadvertida en el mostrador de aquella bulliciosa cantina del extremo superior del Gran Mercado, en donde a ambos les sirvieron una empanada de sabrosa salchicha de ajo. A continuación se apartaron a un lado para dedicarse a consumir su caliente golosina.
–Buena jornada tenemos, amigo -dijo Lucio Decumio.
–Sí, espero que acabe bien -musitó Bomílcar, cubierto completamente por una capa con capucha.
–Amigo mío, es un día que puedo garantizaros que acabará perfectamente -contestó complacido Lucio Decumio.
Bomílcar rebuscó bajo su capa y cogió la bolsa con la segunda parte del oro para Decumio.
–¿Estáis seguro?
–Tan seguro como un hombre al que le huele el zapato sabe que ha pisado una míerda -replicó Decumio.
La bolsa con el oro cambió de manos por arte de magia y Bomílcar se dispuso a marcharse alegremente.
–Os doy las gracias, Lucio Decumio -dijo.
–¡No, amigo, soy yo el que os las da! – replicó Decumio sin moverse, devorando encantado su empanada-. Ostras en vez de cebollas -añadió en voz alta, dirigiéndose hacia las Fauces Suburae a paso alegre con la bolsa de oro bien pegada al cuerpo.
Bomílcar salió de la ciudad por la puerta Fontinalis, apretando el paso conforme disminuía la muchedumbre, y cruzó la puerta de la villa de Yugurta sin tropezarse con nadie conocido. Una vez dentro, se desembarazó contento de la capa. El rey se había mostrado muy amable aquel día y había dado permiso a los esclavos de la casa para asistir al triunfo de Druso, obsequiándoles, además, con un denario de plata; de manera que no había ojos extraños que fueran testigos del regreso de Bomílcar, con excepción de los guardaespaldas fanáticos y los criados númidas.
Yugurta se hallaba en el lugar habitual, sentado en el porche del primer piso, sobre la puerta de la calle.
–Ya está -dijo Bomílcar.
–¡Oh, magnífico! – respondió el rey, apretando con fuerza el brazo de su hermano y sonriendo.
–Me satisface que todo haya salido bien -añadió Bomílcar.
–¿Seguro que ha muerto?
–El asesino me ha dicho que está tan seguro como un hombre al que le huele el zapato sabe que ha pisado una mierda -contestó Bomílcar con una carcajada-. Un tipo pintoresco ese rufián romano; pero muy certero y con gran temple.
–Cuando sepamos con certeza que mi querido primo ha muerto -dijo Yugurta relajándose-, hay que convocar una reunión de nuestros agentes. Hay que presionar al Senado para que reconozca mi derecho al trono y tenemos que volver a Numidia -añadió con una mueca-. No hay que olvidar que aún tengo que arreglar cuentas con mi querido hermanastro Gauda, ese inválido profesional.
Pero hubo uno que no se presentó al darse la orden de comparecencia en la villa de los agentes de Yugurta. Nada más enterarse del asesinato del príncipe Masiva, Marco Servilio Agelasto pidió audiencia al cónsul Espurio Albino, quien por medio de un secretario le hizo saber que estaba muy ocupado, pero Agelasto insistió hasta que el desesperado secretario le condujo ante el hermano menor del cónsul, Aulo, quien se quedó de piedra cuando oyó su confesión. Llamaron a Espurio Albino, que escuchó impasible la historia de Agelasto, le dio las gracias, tomó nota de su testimonio y de su dirección y le despidió con tal exceso de cortesía que hizo sonreír a los presentes; pero no al interesado.
–Lo tramitaremos ante el praetor urbanus lo más legalmente posible, dadas las circunstancias -dijo Espurio una vez a solas con su hermano-. Es un asunto demasiado importante para dejar que Agelasto presente el cargo; lo haré yo personalmente, pero él es de suma importancia para el caso por ser el único ciudadano romano de la conjura, aparte del misterioso asesino. Que el praetor urbanus decida el procedimiento exacto para procesar a Bomílcar. Indudablemente consultará al pleno del Senado para cubrirse las espaldas, pero sí hablo yo con él, sugiriéndole el criterio legal de que al haber sido cometido el crimen en Roma, en un día de triunfo y por mano de un ciudadano romano, el asunto trasciende la circunstancia de la condición de extranjero de Bomílcar, creo que podré disipar sus temores. Sobre todo si añado el hecho de que el príncipe Masiva era cliente del cónsul y estaba bajo su protección. Es fundamental que Bomílcar sea juzgado y declarado culpable en Roma por un tribunal romano. La brutal audacia del crimen hará que la facción del Senado que apoya a Yugurta no proteste. Tú, Aulo, dispónte a presentar la acusación ante el tribunal que se decida. Yo me aseguraré de que se consulta al praetor peregrinus, que es el encargado de los procesos de extranjeros. Quizá quiera asumír la defensa de Bomílcar para no quebrantar la legalidad. En cualquier caso, Aulo, vamos a impedir de una vez por todas que el Senado tenga la posibilidad de apoyar la causa de Yugurta, y luego veremos si encontramos otro aspirante al trono.
–¿El príncipe Gauda?
–Pues el príncipe Gauda, por incapaz que sea. Al fin y al cabo es el hermanastro de Yugurta. Nos aseguraremos de que no venga a Roma a reclamar personalmente sus derechos -añadió Espurio sonriendo-. ¡Te juro que este año haremos nuestra fortuna en Numidia!
pero Yugurta había desechado todo plan de luchar siguiendo las reglas romanas, y cuando el pretor urbano y sus lictores llegaron a la villa de la colina Pinciana para detener a Bomílcar acusado de conjura y asesinato, el rey estuvo tentado por un instante de negarse tajantemente a entregarle y ver qué pasaba. Pero al final optó por alegar que ni la víctima ni el acusado eran ciudadanos romanos y que no veía qué tenía que ver Roma en el asunto. El pretor urbano replicó que el Senado había decidido que el acusado respondiese de los cargos ante un tribunal romano, porque había pruebas de que el asesino era ciudadano romano; un tal Marco Servilio Agelasto, caballero romano, había presentado pruebas, declarando bajo juramento que a él le habían propuesto cometer el crimen.
–En cuyo caso -adujo Yugurta, sin ceder-, el único magistrado con autoridad para arrestar a mi notable es el pretor de extranjeros. ¡Mi notable no es ciudadano romano, y mi lugar de residencia, que es también el suyo, está fuera de la jurisdicción del pretor urbano!
–Os han informado mal, señor -replicó el pretor urbano pausadamente-. Es competencia del praetor peregrinus, por supuesto, pero el ímperium del praetor urbanus se extiende hasta la quinta marca miliaria a partir de Roma, y, en consecuencia, vuestra villa se halla dentro de su jurisdicción y no de la del pretor de extranjeros. Haced el favor de entregarnos al notable Bomílcar.
El notable Bomílcar fue entregado e inmediatamente conducido a los calabozos de la Lautumiae, en donde debía permanecer hasta comparecer a juicio ante un tribunal especial. Cuando Yugurta envió a sus agentes para solicitar que dejasen en libertad a Bomílcar bajo fianza, o que al menos fuese confinado en casa de un ciudadano acomodado en vez de aquellas deleznables celdas de la Lautumiae, la solicitud fue denegada, por lo que Bomílcar tuvo que seguir preso en la única cárcel de Roma.
La Lautumiae existía desde varios siglos atrás en que había sido utilizada como cantera junto al Arx del Capitolio, y era por entonces un solar lleno de bloques de piedra de tamaño heterogéneo que cubrían la ladera situada a espaldas del bajo Foro Romano. En sus destartaladas celdas cabrían unos cincuenta detenidos, sin ninguna clase de seguridad; los presos deambulaban a voluntad por el recinto, impidiéndoles la fuga unos lictores de servicio, o, en contadas ocasiones en que se trataba de un recluso verdaderamente peligroso, los grilletes. Como la prisión solía estar vacía, constituía una novedad ver a los lictores de guardia, y el encarcelamiento de Bomílcar pronto corrió de boca en boca por Roma gracias a los lictores, que no hacían ascos a satisfacer la curiosidad de los que se acercaban.
La plebeyez de Lucio Decumio era estrictamente social, porque en modo alguno era aplicable a su magín, que funcionaba a la perfección, ya que obtener el cargo de vigilante de la asociación del cruce no era grano de anís. Por consiguiente, cuando un zarcillo de chismorreo penetró en el corazón del Subura, Lucio Decumio sumó dos y dos y vio que eran cuatro. Así que se llamaba Bomílcar, no juba, y era de nacionalidad númida, no mauritana… No cabía duda de que se trataba de su hombre.
Aprobaba más que condenaba el engaño de Bomílcar, y allá se fue Lucio Decumio a los calabozos de la Lautumiae, a los que tuvo acceso merced al simple recurso de dirigir una gran sonrisa a los dos lictores de guardia, antes de abrirse paso entre ellos con los codos.
–¡Ignorante de mierda! – exclamó uno de ellos tratando de golpearle.
–Mierda para tí! – replicó Decumio, escabulléndose tras una columna medio derruída y esperando que cesaran las protestas de los guardianes.
Al carecer de agentes militares o civiles para hacer respetar la ley, Roma solía obligar al colegio de lictores a aportar miembros del mismo para todo tipo de extrañas tareas. Contaría el organismo con unos trescientos, todos de gran estatura, mal pagados por el Senado y, por consiguiente, dependientes de la generosidad de aquellos a quienes servían. Residían en un edificio con un reducido terreno detrás del templo de los Lares Praestites en la Vía Sacra, residencia que ellos encontraban agradable por el solo hecho de estar situada detrás de la estructura alargada de la mejor posada de Roma, a la que siempre podían llegarse a echar un trago. Los lictores escoltaban a los magistrados con imperium y se disputaban la suerte de servir en el séquito de un gobernador destinado al extranjero, porque así compartían los botines y confiscaciones propios del cargo. Los lictores representaban a las trece divisiones de Roma, llamadas curiae, y estaban obligados a prestar servicio de guardia en la Lautumiae o en el cercano Tullianum, en el que los condenados a muerte pasaban las últimas horas antes de ser estrangulados. Aquel servicio de guardia era la tarea más denigrante que asignaba a los lictores el jefe de un grupo de diez; era un servicio que no les reportaba propinas, sobornos ni nada, y por ello ninguno puso interés en perseguir a Lucio Decumio dentro del recinto. La hoja de servicio estipulaba que tenían que vigilar la puerta, y, ¡por Júpiter!, que más no pensaban hacer.
–¡Eeeh, amigo! ¿Dónde estáis? – voceó Decumio con tal fuerza que se le habría oído en la basílica Porcia.
A Bomílcar se le erizó el vello de los brazos y la nuca y se puso en pie de un salto. Ya está; esto es el final, pensó, esperando ver aparecer a Decumio rodeado de una tropa de magistrados y funcionarios.
Y sí apareció Decumio, pero solo. Al ver a Bomílcar muy estirado, de pie junto al muro frontal de la celda (que tenía una abertura sin reja ni puerta, suficiente para salir y entrar a gatas, y que Bomílcar no lo hubiese hecho era prueba de lo equivocado que estaba respecto a cómo los romanos pensaban y actuaban, porque él no podía creer que el concepto de encarcelamiento fuese ajeno a aquellas gentes), le sonrió alegremente y entró en el calabozo.
–¿Quién os ha descubierto, amigo? – inquirió reposando su delgada anatomía en un bloque desprendido.
Dominando su tendencia a temblar, Bomílcar se humedeció los labios.
–¡Si no fuiste tú, necio, ahora sí que lo estás haciendo!
Decumio abrió unos ojos como platos y se le quedó mirando, hasta que la luz se hizo en su caletre.
–Eh, eh, amigo, no os preocupéis de ese modo -replicó, apaciguándole-. Aquí nadie nos oye; sólo hay dos lictores en la puerta y están a veinte pasos. Me enteré de que os habían arrestado y pensé que lo mejor era venir a ver qué había salido mal.
–Agelasto -contestó Bomílcar-. Marco Servilio Agelasto.
–¿Queréis que haga con él lo mismo que con el príncipe Masiva?
–¿Por qué no te vas de aquí? – espetó Bomílcar desesperado-. ¿No comprendes que van a preguntarse por qué has venido? Si alguien vio tu rostro cerca del príncipe Masiva, eres hombre muerto.
–Está bien, amigo, no os preocupéis. Nadie me conoce, y a nadie le importa un bledo que esté aquí. De verdad que esto no son las mazmorras de los partos, amigo. Sólo os han metido aquí para poner en apuros a vuestro señor; nada más. Les importa un bledo si desaparecéis; así confirmaréis vuestra culpabilidad -añadió, señalando la abertura.
–No puedo huir -replicó Bomílcar.
–Como queráis -dijo Decumio, encogiéndose de hombros-. Bueno, ¿y qué me decís de ese tal Agelasto? ¿Queréis que lo quite de en medio? Lo haré por el mismo precio, pagadero cuando lo haya hecho. Me fío de vos.
Bomílcar, fascinado, llegó a la lógica conclusión de que Lucio Decumio no solamente hablaba en serio, sino que, indudablemente, era lo que debía hacerse. De no ser por Yugurta, sí se habría escapado, pero si caía en la tentación, sólo los dioses sabían lo que Podía sucederle al rey.
–Cuenta con otra bolsa de oro -dijo.
–¿Dónde vive ese fulano que, a juzgar por el nombre, nunca sonríe?
–En la colina Celia, en el Vicus Capiti Africae.
–¡Ah, un barrio nuevo muy bonito! – exclamó Decumio con fruición-. Agelasto estará a buen recaudo, ¿eh? Pero no será difícil dar con él, viviendo en un sitio en el que los pájaros cantan más fuerte que los vecinos. No os preocupéis, haré vuestro encargo inmediatamente. Y cuando vuestro amo os saque de aquí me pagáis. Basta con que me enviéis el oro a la asociación; allí estaré esperándolo.
–¿Cómo sabéis que mi amo me sacará de aquí?
–¡Claro que lo hará, amigo! Sólo os han metido aquí para asustarle. En cuanto pasen un par de días le dejarán que os saque bajo fianza. Pero luego seguid mi consejo y marchaos a vuestro país lo más rápido posible. No os quedéis en Roma, ¿entendéis?
–¿Y dejar aquí al rey a su merced? ¡No podría!
–¡Claro que podéis, amigo! ¿Qué creéis que van a hacerle aquí en Roma? ¿Darle un golpe en la cabeza y echarle al Tíber? ¡Ni hablar! No operan así, amigo -dijo Lucio Decumio con la soltura de un experto-. Sólo hay una cosa por la que asesinan: su adorada república. Ya conocéis las leyes, la constitución y todo eso. Pueden matar a un tribuno del pueblo que les salga rana, o a dos, como hicieron con Tiberio y Cayo Graco, pero no matar a un extranjero. En Roma, no. No os preocupéis por vuestro amo, amigo. Apuesto algo a que le envían a su país si vos os fugáis.
–¡Ni siquiera sabes dónde está Numidia…! – exclamó Bomílcar, estupefacto-. Ni has estado en Italia -añadió en voz queda-, ¿y sabes cómo actúan los nobles romanos?
–Bueno, es otra cosa -respondió Lucio Decumio levantándose, dispuesto a marcharse-. Eso se mama de la madre, amigo, ¡de la leche materna! Nos viene por la leche materna. Me explico: aparte de un golpe de suerte inesperado como el que vos me habéis procurado, ¿dónde puede un romano pasarlo bien, cuando no hay juegos, sino en el Foro? Y, además, tampoco hace falta ir allí en persona para divertirse, porque te llega por sí solo, amigo. Igual que la leche materna.
–Te quedo agradecido, Lucio Decumio -dijo Bomílcar, dándole la mano-. Eres el único hombre sincero que he conocido en Roma. Haré que te envíen el dinero.
–¡No lo olvidéis, a la asociación! ¡Ah -añadió llevándose el índice al lateral de la nariz-, si tenéis algún amigo que necesite una ayuda para resolver algún problemita, decidle que no dude en contratar a alguien de fuera de vuestro país! Me gusta esta clase de trabajo.
Agelasto murió, pero como Bomílcar estaba en la Lautumiae y a ninguno de los lictores se le ocurrió relacionar a Decumio con el motivo del encarcelamiento de Bomílcar, el proceso que Espurio y Aulo Albino preparaban contra el notable númida perdió peso. Aún contaban con la declaración de Agelasto, pero no cabía duda de que su ausencia como principal testigo de cargo era un golpe para la acusación. Aprovechando la oportunidad que se le presentaba con la muerte de Agelasto, Yugurta volvió a solicitar al Senado la libertad bajo fianza de Bomílcar, y, aunque Cayo Memio y Escauro hicieron un apasionado alegato en contra, finalmente se dio la libertad de Bomílcar a condición de que Yugurta dejase bajo custodia romana a cincuenta de su séquito, que quedaron repartidos por las casas de cincuenta senadores, y el rey númida tuvo que entregar al Estado una fuerte suma para subvenir al sustento de los rehenes.
Su causa, naturalmente, resultó irreparablemente perjudicada. No obstante dejó de preocuparse porque vio que no había esperanzas de que Roma aprobase su derecho al trono; no por el hecho de haber dado muerte a Masiva, sino porque los romanos nunca habían pensado en darle el beneplácito. Le habían estado atormentando durante años, haciéndole bailar al son que tocaban y riéndose a sus espaldas. Así que, con el consentimiento del Senado o sin él, se marchaba a su país para reunir un ejército y comenzar a entrenarlo para enfrentarse a las legiones que le enviarían.
Bomílcar huyó a Puteoli en cuanto le pusieron en libertad y allí se embarcó para Africa, impunemente. Tras lo cual, el Senado se lavó las manos en el caso de Yugurta. Le dijeron que se marchase y le devolvieron los cincuenta rehenes (pero no el dinero); que se marchase de ROma, saliera de Italia y los dejara en paz.
La última panorámica de Roma que tuvo el rey de Numidia fue desde la cumbre del Janículo, a la que ascendió montado en su caballo, simplemente para contemplar la forma de aquella ciudad de su sino. Ahí estaba ante sus ojos Roma, diseminada entre aquellas siete colinas y sus valles, en medio de cuestas y declives, un mar de tejados rojos y muros de estuco de vivos colores, con adornos dorados en el frontón de sus templos, que destellaban bajo el cielo en haces de luz divina. Una ciudad de terracota bullente y llena de color, con arboledas y verde hierba en los espacios abiertos.
Pero Yugurta no veía nada admirable. únicamente estuvo largo rato mirándola, convencido de que no volvería a verla.
–Una ciudad en venta -dijo-, que cuando encuentra comprador se esfuma en un abrir y cerrar de ojos.
Luego le volvió la espalda y se encaminó hacia la Via Ostiensis.
Clitumna tenía un sobrino. Como era el hijo de su hermana, no llevaba el apellido familiar de Clitumnus; su nombre era Lucio Gavio Stichus, que para Sila era indicio de que algún antepasado de su padre había sido esclavo. ¿De dónde si no el sobrenombre de Stichus? Un nombre de esclavo, y aún más, porque Stichus era el nombre de esclavo arquetípico, el nombre de broma, una irrisión. Sin embargo, Lucio Gavio insistía en que a su familia le venía el nombre de su antigua relación con la esclavitud, pues, como su Padre y su abuelo, Lucio Gavio Stichus comerciaba en esclavos y dirigía una pequeña agencia bien montada en el Porticus Metelli del Campo de Marte. No era una empresa de altos vuelos que sirviera a las élites, sino un negocio bien asentado que servía a aquellos cuya bolsa sólo les permitía tres o cuatro esclavos domésticos.
Era curioso, pensó Sila cuando el mayordomo le comunicó que el sobrino del ama estaba en el despacho, cómo se le pegaban los Gavio. El compañero de francachelas de su padre había sido Marco Gavio Broco, y también estaba aquel querido anciano, el grammaticus Quinto Gavio Mirto. Los Gavio… No era un apellido muy común, ni muy distinguido. Pero él había conocido a tres.
Bien, el Gavio, compañero de bebida de su padre, y el Gavio que había procurado a Sila una formación más que notable, suscitaban en él sentimientos que le enaltecían; pero Stichus era distinto. De haber sabido que Clitumna esperaba la visita de su horrendo sobrino, no habría entrado en casa y se habría quedado un rato en el atrium dilucidando qué hacer: huir de la casa o encerrarse en algún lugar de la misma en el que Stichus no metiera su pegajoso pico.
El jardín. Dirigió al mayordomo una inclinación de cabeza y una sonrisa por su previsor aviso, pasó por delante del estudio y entró en el peristilo, donde encontró un asiento algo calentado por el sol; en él se acomodó dirigiendo la vista sin mirar a la horrorosa estatua de Apolo persiguiendo a una Dafne, ya más laurel que ninfa. A Clitumna le encantaba y por eso la había comprado, pero ¿cómo iba a haber tenido el Dios de la Luz un pelo amarillo tan chillón, ojos de un azul tan repelente y un cutis tan empalagosamente rosado? ¿Cómo podía uno admirar a un escultor tan servil a los criterios del ascetismo, que había convertido los dedos de Dafne en tallos verdes idénticos y los dedos de sus pies en raicillas marrones idénticas? El desdichado no había parado mientes -quizá pensando que era un detalle magistral- en embadurnar el seno humanoide que le quedaba a la pobre ninfa con un hilillo de savia roja brotando del pezón. Mirarla sin verla era el único remedio que le quedaba a Sila para no destruirla, porque todos sus sentidos le acuciaban a coger un hacha y vengar aquel ultraje.
–¿Qué hago yo aquí? – preguntó a la pobre Dafne, que habría debido tener gesto de terror y, por el contrario, sonreía embobada.
Pero la ninfa no contestó.
–¿Qué hago yo aquí? – inquirió a Apolo.
Pero Apolo no contestó.
Alzó una mano para presionarse los ojos, los cerró y se entregó al consabido proceso de autodisciplinarse en la aceptación -bueno, no exactamente- en una modalidad de triste aguante. Gavio. Piensa en otro que no sea Stichus. Piensa en Quinto Gavio Mirto, el que le había procurado una formación nada desdeñable.
Le había conocido poco después de haber cumplido los siete años, cuando era un niño delgado pero fuerte que trataba de ayudar al bruto de su padre a volver a casa, a la habitación única en que vivían por entonces en el Vicus Sandalarius. Sila padre se desplomó en plena calle y Quinto Gavio Mirto acudió a ayudar al niño. Juntos llevaron al padre a casa; Mirto había quedado tan fascinado por el físico del hijo y por la pureza del latín que hablaba, que durante todo el camino no había cesado de hacerle preguntas.
Una vez que hubieron tumbado a Sila padre en el camastro de paja, el anciano grammaticus había tomado asiento en la única silla disponible y había comenzado a obtener del muchacho todos los detalles que él sabía de su familia. Luego le dijo que era maestro y se ofreció a enseñarle gratuitamente a leer y escribir. Le había enternecido la triste historia del pequeño Sila. ¿Un Cornelio patricio, con evidentes capacidades, condenado el resto de su vida a la penuria, entre lupanares, en una de las zonas más pobres de Roma? Y no se lo pensó. A aquel niño había que enseñarle un medio de subsistencia que le permitiese al menos ser dependiente o escriba. ¿Y si en virtud de algún milagro cambiaba la suerte de Sila y se le presentaba la oportunidad de alcanzar el nivel de vida que le correspondía, y que sólo su analfabetismo le vedaba?
Sila aceptó el ofrecimiento pero no admitió que fuese gratis; siempre que podía, robaba cualquier cosa para entregar al viejo Quinto Gavio Mirto un denario de plata o un pollo bien gordo. Y cuando fue algo mayor, se vendía al mejor postor para conseguir ese denario de plata. Si Mirto sospechaba que aquellos denarios eran producto de vender el honor, nunca dijo nada, porque era lo suficientemente sagaz para comprender que con sus pagos el muchacho demostraba su aprecio por aquella inesperada ocasión de aprender. Así que aceptaba las monedas con gesto de complacencia y gratitud y jamás dio motivo para que Sila sospechase que le apenaba pensar en su procedencia.
Aprender retórica y formar parte del equipo de un abogado famoso era un sueño que Sila sabía imposible, lo cual era aún mayor incentivo para los modestos esfuerzos de Quinto Gavio Mirto. Pues gracias a Mirto él era capaz de hablar griego con el más puro acento ático y había adquirido los rudimentos básicos de la retórica. La biblioteca de Mirto era amplia, y Sila había podido leer a Homero, Píndaro, Hesíodo, Platón, Menandro, Eratóstenes, Euclides y Arquímedes. Aparte de apreciar en latín a Enio, Accio, Casio Hemina y a Catón el Censor. Enfrascándose en cuantos rollos de escritura caían en sus manos, fue descubriendo un mundo en el que podía olvidarse de su situación durante unas horas, un mundo de nobles héroes y grandes hazañas, hechos científicos y elucubraciones filosóficas, en el marco de la literatura y las matemáticas. Por fortuna, el único bien que, antes del nacimiento de Sila, no había perdido su padre, era un hermoso latín, y por eso el muchacho lo hablaba perfectamente, aunque también dominaba a la perfección la jerga del Subura y un latín de clase baja bastante correcto, que le permitía moverse sin dificultades en cualquier ámbito social de Roma.
Quinto Gavio Mirto siempre había sentado su escuela en un rincón tranquilo del Macellum Cuppedenis, los mercados de especias y flores que había detrás del Foro Romano, en su lado este. Como no podía tener un local y enseñaba en la vía pública, Mirto decía que qué mejor lugar para infundir conocimientos en aquellas duras cabecitas romanas que entre el embriagador perfume de rosas, violetas, pimienta y canela…
No era para Mirto el puesto de tutor de ningún retoño plebeyo mimado, ni de un grupito exclusivo de hijos de caballeros en un aula decente, debidamente aislada del barullo callejero. No, Mirto se contentaba con que su único esclavo le colocara la cátedra y los taburetes de los alumnos en un lugar en que no les atropellaran los que iban al mercado, y enseñaba a sus pupilos al aire libre a leer, a escribir y la aritmética, entre gritos y voces y las canastas de los vendedores de especias y de flores. Si no hubiera sido tan apreciado, además de hacer un pequeño descuento a los niños y niñas cuyos padres tenían puestos en el Cuppedenis, le habrían hecho desalojar, pero como gustaba a la gente y hacía descuento en la enseñanza, le permitieron mantener la escuela en el mismo rincón hasta su muerte, cuando Sila tenía quince años.
Mirto cobraba diez sestercios por semana a los alumnos, y solía dar clase a diez o quince niños (siempre más niños que niñas, aunque siempre había varias). Tenía unos ingresos de unos 5000 sestercios al año, de los que debía pagar 2000 por una bonita y espaciosa habitación en una casa propiedad de uno de sus primeros alumnos; gastaba 1000 sestercios en aceptable alimentación para él y su anciano pero devoto esclavo y el resto lo gastaba en libros. Si no daba clase, por ser día de feria o fiesta, se le veía fisgando en las bibliotecas, librerías y editoriales de Argiletum, una amplia calle que discurría desde el Foro Romano a lo largo de la basílica Emilia y el Senado.
"¡Oh, Lucio Cornelio -acostumbraba a decir con desesperación (aunque procuraba no mostrarlo), cuando después de la clase enseñaba al muchacho por su cuenta para evitar que se maleara andando por la calle-, en alguna parte de este mundo enorme un hombre o una mujer ha escondido las obras de Aristóteles! ¡Si supieras cuánto anhelo leerlo! ¡Esa gran obra producto de una mente… imagínate, el tutor de Alejandro Magno! Se dice que escribió sobre todo lo imaginable, lo bueno y lo malo, estrellas y átomos, las almas y el infierno, perros y gatos, hojas y músculos, dioses y hombres, sistemas de pensamiento y el caos de la estulticia. ¡Qué regalo leer las obras perdidas de Aristóteles!"
Luego se encogía de hombros, se relamía los dientes de aquel modo irritante con que durante décadas sus alumnos le hacían burla a sus espaldas, daba una palmada como signo de frustración y zascandileaba en medio del agradable olor a cuero de los cubos de libros y el aroma acre del papel de la mejor calidad.
"Es igual, es igual -añadía-. No me quejaré cuando tenga mi Homero y mi Platón."
Cuando murió, como consecuencia de un resfriado, después de que su viejo esclavo resbalara por las heladas escaleras y se rompiera la crisma (es sorprendente, pensó Sila en aquella ocasión, cómo al deshacerse así la unión entre dos personas desaparecen los dos extremos), se pudo comprobar cuánto se le quería. No sufrió Quinto Gavio Mirto la lamentable indignidad de ir a parar a los pozos de cal para pobres, detrás del Agger; no, le hicieron un funeral con séquito, plañideros profesionales, elogio funerario, una pira con mirra, incienso y bálsamo de Jericó y una preciosa tumba con sus cenizas. Se entregó el óbolo a los guardianes del registro de difuntos del templo de Venus Libitina, por cortesía de la excelente funeraria que se encargó de las exequias, pagadas por dos generaciones de sus alumnos, que lloraron por él con auténtico dolor.
Sila caminó con los ojos secos y la cabeza caliente en medio del tropel que acompañó a Quinto Gavio Mirto fuera de la ciudad hasta el crematorio, arrojó su ramo de rosas a la pira y dio por cuenta propia un denario a la funeraria. Pero después, cuando su padre se derrumbó como un pelele sucio de vino y su infeliz hermana hubo ordenado las cosas lo mejor que pudo, él se sentó en un rincón de aquel cuarto en que antes habían vivido los tres, ponderando con dolorosa incredulidad aquel tesoro que acababa de recibir. Porque Quinto Gavio Mirto había dispuesto la hora de su muerte tan limpiamente como su vida y su testamento había quedado registrado en poder de las vírgenes vestales. Como no tenía dinero que legar, era un simple documento en el que dejaba a Sila todas sus pertenencias: los libros y la preciosa maqueta del sol, la luna y los planetas girando en torno a la tierra.
En ese momento, Sila rompió a llorar desesperadamente. Había muerto su único y más querido amigo; todos los días de su vida vería la pequeña biblioteca de Mirto y le recordaría.
"Algún día, Quinto Gavio -balbució entre espasmos y sollozos-, encontraré las obras perdidas de Aristóteles."
Por supuesto que no pudo conservar mucho tiempo los libros y el planetario. Un día, al llegar a casa, vio que el rincón en que tenía su camastro de paja estaba vacío: no quedaba más que el camastro. Su padre había cogido los tesoros acumulados con tanta adoración Por Quinto Gavio Mirto y los había vendido para comPrar vino. Y ése fue el único momento en la vida de Sila junto a su padre en que estuvo a punto de cometer un parricidio. Por fortuna estaba presente su hermana y ella se interpuso entre los dos hasta que Sila entró en razón. Poco después la hermana se casaba con Nonio y se trasladaba a Picenum. En cuanto al joven Sila, nunca olvidó y nunca perdonó. Al final de su vida, cuando poseía miles de libros y medio centenar de maquetas del universo, aun pensaba en la biblioteca perdida de Quinto Gavio Mirto y en su dolor.
El truco mental había dado resultado. Síla volvió a la realidad y al grupo de Apolo y Dafne tan horrorosamente policromado y realizado. Al apartar los ojos de él, su mirada fue a parar a la estatua aún más horrible de Perseo alzando la cabeza de la Gorgona, y casi se puso en pie de un salto, ya dispuesto a enfrentarse a Stichus. Cruzó a zancadas el jardín hasta el despacho, que era el cuarto normalmente reservado para el dueño de la casa y que, al faltar, se le había cedido a él, que desempeñaba más o menos las funciones de hombre de la casa.
Cuando Sila entró en el tablinun, el repugnante gordezuelo se encontraba llenándose la cara de higos azucarados y pringando con los dedos los rollos de los libros meticulosamente guardados en los casilleros de la pared.
–¡Ooooh! – chilló Stichus al ver a Sila, apartando las manos.
–Suerte que sé que eres demasiado estúpido para leer -dijo Sila, chascando los dedos y dirigiéndose al criado que había en la puerta, un bello griego que no valía ni la décima parte de lo que Clitumna había pagado-. Trae un cuenco con agua y un trapo limpio y quita la porquería que ha dejado el amo Stichus.
Sus extraños ojos, con la inmóvil malicia de una cabra, se clavaron en el desgraciado Stichus, que intentaba limpiarse el pringue de las manos en la túnica barata.
–Me gustaría que te quitases de la cabeza que tengo una colección de libros con dibujos obscenos. ¡No la tengo! ¿Para qué? No lo necesito. Esas cosas son para personas que no tienen agallas para hacer nada. Gente como tú, Stichus.
–Algún día -replicó Stichus- esta casa y todo lo que hay en ella será mío. ¡Ya verás como entonces no eres tan engreído!
–Espero que estés ofreciendo numerosos sacrificios para posponer ese día, Lucio Gavio, porque es muy probable que sea el último de tu vida. Si no fuese por Clitumna, te cortaría en trozos y te echaría a los perros.
Stichus se quedó mirando la toga que cubría el potente cuerpo de Sila y arqueó las cejas, no es que Síla le diera miedo, pues le conocía hacía mucho tiempo, pero sí que notaba una amenaza bullir en aquella orgullosa cabeza, y, por consiguiente, procuraba evitarle. Modo de conducta al que le abocaba, además, saber que a la tonta de su tía Clitu no había nadie capaz de hacerle perder la ferviente devoción por aquel individuo. No obstante, cuando había llegado una hora atrás, se había encontrado a tía Clitumna y a su amiga del alma Nicopolis muy afectadas porque su querido Lucio Cornelio había salído hecho una furia vestido con toga. Cuando Stichus supo toda la historia por boca de Clitumna, desde la llegada de Metrobio hasta la reyerta que siguió, mostró disgusto e incluso asco.
Se dejó caer en la silla de Sila y dijo:
–Vaya, vaya, hoy día, en Roma no se para. Hemos estado en la inauguración de los cónsules, ¿no? ¡Qué risa! Tu antepasado no vale ni la mitad que el mío.
Si¡la le levantó de la silla atenazándole con los dedos de la mano derecha por un lado de la mandíbula y el pulgar izquierdo en el otro lado, una presa tan dolorosa, que la víctima no pudo ni gritar, cuando hubo recuperado aliento para hacerlo, vio la cara que ponía Sila y se contuvo, limitándose a permanecer de pie tan callado y serio como su tía y su amiga del alma habían estado aquel día al amanecer.
–Mi antepasado -replicó Sila afablemente- no es asunto tuyo. Ahora, sal de mí despacho.
–¡No va a ser tu despacho para siempre! – espetó ahogadamente Stichus, escurriéndose por la puerta y casi tropezando con el criado que volvía con el cuenco de agua y un trapo.
–No cuentes con ello -respondió Síla a guisa de despedida.
El costoso esclavo entró sigilosamente con aire recatado, mientras Sila le miraba de arriba abajo.
–Límpialo, flor de invernadero -dijo, y salió a reunirse con las mujeres.
Stichus había huido de Sila para ir en busca de Clitumna, quien se había encerrado con su adorado sobrino diciendo que no se la molestase, informó el mayordomo como excusándose; por lo que Sila salió al porche que rodeaba el jardín peristilo y se llegó a las habitaciones que ocupaba Nicopolis, su querida. De la cocina, al fondo del jardín, junto al baño y la letrina, llegaban sabrosos olores. Como la mayoría de las casas del Palatino, la de Clitumna tenía conexión con el agua corriente y las cloacas y eso ahorraba a la servidumbre la tarea de coger agua de una fuente pública y llevar los orinales a la letrina pública más próxima o vaciarlos en un sumidero.
–Mira, Lucio Cornelio -dijo Nicopolis dejando su labor- si por una vez accedíeras a descender de tu pedestal aristocrático, sería mucho mejor.
Él tomó asiento en un cómodo diván, lanzó un suspiro y se arropó un poco con la toga porque en aquel cuarto hacía frío, mientras la criada, a quien llamaban Biti, le quitaba las botas de invierno. Era una chica graciosa y vivaracha, con un nombre impronunciable, de una remota región de Bitínia, que Clitumna había comPrado por casi nada a su sobrino, adquiriendo un tesoro sin saberlo. Cuando terminó de desatarle las botas, salió resueltamente del cuarto Y al poco rato volvió con unos gruesos calcetines, en los que embutió cuidadosamente los pies del amo, perfectos y blancos como la nieve.
–Gracias, Biti -dijo Sila, sonriéndole y haciéndole con indolencia una caricia en el pelo.
La muchacha se ruborizó. Una chiquilla deliciosa, pensó él con una ternura que le sorprendió, hasta que dio en pensar que le recordaba a la vecina Julilla.
–¿Qué quieres decir? – replicó a Nicopolis, quien, como de costumbre, no parecía sentir el frío.
–¿Por qué tendría el rastrero y codicioso Stichus que heredarlo todo cuando Clitumna vaya a reunirse con sus equívocos antepasados? Si cambiases un poquitín de táctica, Lucio Cornelio, mi queridísimo amigo, te lo dejaría todo a ti. ¡Y tiene mucho, créeme!
–¿Qué está haciendo ahora, quejarse de que le he ofendido? – inquirió Sila, mientras cogía un cuenco de nueces que le ofrecía Biti con otra sonrisa.
–¡Pues claro! Y estoy segura que lo estará bordando con profusión. No es que yo te reproche nada, porque es detestable, pero es de su sangre y le quiere, y por eso no ve sus defectos. Pero a ti te quiere más, ¡desgraciado altanero! Así que, cuando la veas, no adoptes esa actitud de glacial orgullo y no te niegues a justificarte; cuéntale una historia de lo que ha hecho ese pegajoso que sea mejor que la que él le está contando de ti.
Medio intrigado, medio escéptico, se la quedó mirando.
–Sigue, no creo que fuese tan idiota como para creérselo -dijo.
–¡Oh, querido Lucio! Si tú quieres puedes hacer que cualquier mujer crea lo que se te ocurra contarle. ¡Inténtalo! Por una sola vez. Hazlo por mí -dijo Nicopolis, mimosa.-No. Acabaría haciendo el tonto.
–Sabes que no -insistió ella.
–¡No hay dinero en el mundo que me haga doblegarme a los deseos de Clitumna!
–No es que tenga todo el dinero del mundo, pero le sobra para hacerte entrar en el Senado -musitó ella, seductora, tentándole.
–¡No! Estás equivocada; de verdad. Tiene esta casa, eso sí, pero se lo gasta todo, y lo que no se gasta ella, se lo gasta el pegajoso.
–No es cierto. ¿Por qué crees que tiene a los banqueros pendientes de lo que dice, como si fuera Cornelia, la madre de los Gracos? Tiene una buena fortuna invertida a través de ellos, y no se gasta todas las rentas. Además, hay que decir que al pegajoso tampoco le falta un sestercio. Mientras el contable de su difunto padre y el director del negocio puedan trabajar, la agencia de esclavos seguirá dando rendimiento.
Sila se incorporó de repente, deshaciendo los pliegues de la toga.
–Nic, no me estarás contando un cuento, ¿verdad?
–Te lo contaría, pero no sobre esto -replicó ella, enhebrando la aguja con lana roja trenzada con oro.
–Vivirá cien años -dijo Sila, volviendo a reclinarse en el diván y entregando el cuenco de nueces a Biti. Se le había pasado el apetito.
–De acuerdo en que puede vivir cien años -replicó Nicopolis, clavando la aguja en el tapiz y pasándola con sumo cuidado, mientras, con sus negros ojos contemplaba al impasible Sila-, pero también puede no vivirlos. No viene de una familia de gente muy senecta, ¿sabes?
Afuera se oyó ruido. Sin duda, Lucio Gavio Stichus se despedía de Clitumna.
Sila se puso en pie y dejó que la criada le pusiera unas pantuflas griegas. La enorme toga rozaba el suelo, pero no parecía advertirlo.
–De acuerdo, Nic, esta vez lo intentaré -dijo sonriendo-. ¡Deséame suerte!
Y salió, sin darle tiempo a deseársela.
La entrevista con Clitumna no fue nada bien. Stichus había realizado un sagaz trabajo y Síla era incapaz de humillar su orgullo y excusarse, como aconsejaba Nicopolis.
–La culpa es toda tuya, Lucio Cornelio -decía Clitumna, impaciente, retorciendo la costosa orla del chal entre sus dedos ensortijados-. ¡No haces el menor esfuerzo por ser amable con mi pobre niño, mientras que él sí que lo procura!
–Es un mugriento quiero y no puedo -masculló Sila entre dientes.
Momento en el que Nicopolis, que escuchaba detrás de la puerta, entró airosamente en la habitación y se acurrucó en el diván junto a Clitumna, mirando resignada a Sila.
–¿Qué sucede? – inquirió con aire de inocente.
–Mis dos Lucios -respondió Clitumna-, que no se llevan bien… ¡y yo los quiero tanto…!
Nicopolis desenganchó los dedos de los flecos, extrajo unas hebras que se habían enredado en los intersticios de los engarces y levantó la mano de Clitumna, arrimándola a su mejilla.
–¡Pobrecita! – canturreó-. Tus Lucios son dos gallitos; eso es lo que pasa.
–Pues tienen que aprender a llevarse bien -dijo Clitumna-, porque mí querido Lucio Gavio deja su apartamento y se viene a vivir con nosotros la semana próxima.
–Pues yo me marcharé -dijo Sila.
Las dos mujeres comenzaron a chillar; Clitumna de un modo estridente y Nicopolis como un gatito acorralado.
–¡No seáis ridículas! – musitó Sila, acercando el rostro a pocos centímetros del de Clitumna-. Él, más o menos, sabe lo que pasa aquí, pero ¿creéis que va a tener estómago para vivir en la misma casa con un hombre que se acuesta con dos mujeres, y una de ellas es su tía?
–¡Pero él quiere venir! – exclamó Clitumna, echándose a llorar-. ¿Cómo voy a negárselo a mi sobrino?
–¡No te preocupes! Yo me marcho y así evitamos que tenga que quejarse -replicó Sila.
Cuando ya iba a dejarlas, Nicopolis alargó la mano y le cogió del brazo.
–Sila, querido, ¡no te vayas! – le suplicó-. Mira, puedes dormir conmigo, y cuando no esté Stichus, que Clitumna se venga con nosotros.
–¡Ah, sí, muy bonito! – terció Clitumna, muy tiesa-. ¡Lo quieres sólo para ti, guarra codiciosa!
Nicopolis empalideció.
–Bien, ¿pues qué sugieres? ¡Por tu estupidez nos vemos en este lío!
–¡Callaos las dos! – gruñó Sila con un tono que las dos conocían perfectamente y temían más que a nada-. Veis tantas comedias que comenzáis a vivirlas. ¡Despertad a la realidad y no seáis tan vulgares! ¡Detesto esta maldita situación y estoy harto de ser un medio hombre!
–¡No eres ningún medio hombre! ¡Eres dos mitades, una mía y otra de Nic! – espetó Clitumna con grosería.
No sabía qué le mortificaba más, si la indignación o la ofensa. Totalmente contenido, pero a punto de estallar, Sila miraba a sus torturadoras, incapaz de pensar.
–¡No puedo continuar! – exclamó como sorprendido.
–¡Tonterías! Claro que puedes -replicó Nicopolis con la suficiencia de quien sabe sin ningún género de dudas que tiene dominado a su hombre-. Ahora vete y haz algo positivo. Mañana te sentirás mejor. Como siempre te pasa.
Salir de aquella casa, ir a donde sea, hacer algo positivo. Sila tomó calle arriba y sin darse cuenta fue desde el Germalus al Palatium, la parte del Palatino que daba sobre el extremo del Circo Máximo y la puerta Capena.
Allí, las casas estaban más esparcidas y había más espacios verdes; el Palatium no estaba muy de moda porque se encontraba muy alejado del Foro Romano. Sin preocuparse por el frío que hacía para ir vestido sólo con la túnica de estar en casa, se sentó en una piedra y contempló la panorámica; no las gradas vacías del Circo Máximo, ni los preciosos templos del Aventino, sino la perspectiva de su persona camino de un horrible futuro, una masa de piel y huesos sin objetivo. Era un dolor parecido a un cólico, sin el paliativo de la purga; comenzó a temblar hasta que oyó que le rechinaban los dientes, sin darse cuenta de que estaba gimiendo.
–¿Os sentís mal? – oyó decir a una tímida vocecita.
Al principio no vio nada al mirar, pues el dolor le nublaba la vista, pero luego se disipó aquella niebla y el rostro de la muchacha fue precisándose desde la barbilla puntiaguda hasta el cabello rubio que enmarcaba aquella cara en forma de corazón, con grandes ojos, unos ojos enormes color miel, que le miraban compadecidos.
Se arrodilló ante él, abrigada en su capa casera de lana, igual que la había visto en el solar de la casa de Flaco.
–Julia -dijo, estremeciéndose.
–No, Julia es mi hermana. A mí me llaman Julilla -replicó ella sonriéndole-. ¿Estáis enfermo, Lucio Cornelio?
–No de un mal que pueda curar un físico. – Ya recuperaba el juicio y la memoria; comprendía la mortificante verdad de lo que le había dicho Nicopolis: al día siguiente estaría mejor. Y eso es lo que más odiaba-. Me gustaría mucho, muchísimo, volverme loco -añadió-, pero no parece que sea posible.
–Si no podéis -dijo Julilla en la misma postura-, es que las Furias aún no os quieren.
–¿Estás aquí sola? – inquirió en tono reprobatorio-. ¿En qué piensan tus padres para dejarte andar fuera de casa a esta hora?
–Me acompaña mi criada -respondió ella, tranquila, balanceándose sobre los talones. Por sus ojos cruzó un destello de malicia y se le fruncieron las comisuras de los labios-. Es buena chica; muy fiel y discreta.
–¿Quieres decir que te deja ir a donde quieres y no lo cuenta? Pero un día te descubrirán -dijo, él a quien siempre descubrían.
–Hasta que eso suceda, ¿a qué preocuparse?
No dijo nada más y permaneció mirándole a la cara con una inconsciente curiosidad, deleitandose en la contemplación.
–Vete a casa, Julilla -dijo él con un suspiro-. Si se enteran, no digas que has estado conmigo.
–¿Porque sois de mala ralea? – inquirió.
–Si te parece… -replicó él con desmayada sonrisa.
–¡Pues yo no lo creo!
¡Oh!, ¿qué dios la enviaría? ¡Gracias, dios desconocido! Se le desentumecían los músculos y ya se sentía ligero, como si, efectivamente, un dios benigno y propicio le hubiese tocado. Extraña sensación para quien no conocía la bondad.
–Yó soy de mala ralea, Julilla -dijo.
–¡Tonterías! – replicó ella, muy segura de sí misma.
Por su experiencia, advirtió en seguida que Se trataba de un enamoramiento de chiquilla, y le dieron ganas de disiparlo con un acto grosero que la atemorizara. Pero le era imposible. A ella no; no se lo merecía. Para aquella muchacha era capaz de buscar en la bolsa de los trucos y sacar al mejor Lucio Cornelio Sila que conocía, sin artificio alguno, inocente, limpio y presentable.
–Está bien, Julilla, te agradezco tu confianza -dijo sin mucha convicción, sin saber lo que a ella le gustaría oír y con la esperanza de que reflejase lo mejor de sí mismo.
–Me queda algo de tiempo -dijo ella muy seria-. ¿Podemos hablar?
–Muy bien -respondió él, haciéndole sitio en la piedra-. Siéntate aquí, el suelo está húmedo.
–Dicen que sois una desgracia para vuestro apellido -comenzó a decir la muchacha-. Pero yo no creo que sea así, mientras no hayáis tenido la oportunidad de demostrar lo contrario.
–Me atrevería a decir que es tu padre el autor del comentario.
–¿Qué comentario?
–Que soy una desgracia para mi apellido.
–¡Oh, no! – replicó ella, perpleja-. ¡Tata no! Es el hombre más prudente del mundo.
–Pues el mío era el más loco. Estamos en los dos extremos opuestos de la sociedad romana, jovencita.
La muchacha estaba arrancando las altas hierbas que crecían al pie de la piedra, extrayendo los largos rizomas y trenzándolas con sus diestros dedos.
–¡Tomad! – dijo entregándole lo que había confeccionado.
Se le cortó la respiración. Fue como una premonición espasmódica del futuro, una visualización dolorosamente breve.
–¡Una corona de hierba! – exclamó maravillado-. ¡Oh, no! ¡No es para mí!
–¡Claro que sí! – insistió ella, y como él no hacía ademán de cogerla, se inclinó y se la puso en la cabeza-. Debería ser de flores, pero en esta época del año no las hay.
La muchacha no sabía lo que se hacía, pero él no pensaba explicárselo.
–Sólo se da una guirnalda de flores a quien se ama -dijo.
–Yo os amo -replicó ella con voz queda.
–Pero eso es ahora, muchacha. Algo pasajero.
–¡No!
Sila se puso en pie y se la quedó mirando.
–¡Pero si no tienes más de quince años! – dijo.
–¡Dieciséis! – replicó ella sin pensárselo dos veces.
–Quince o dieciséis, ¿qué más da? Eres una niña.
–¡No soy una niña! espetó encolerizada y roja de indignación.
–Claro que lo eres -insistió él riendo-. Mírate: toda envuelta y gordita como un cachorrillo.
Sí, así era mejor. Eso la contendría.
Pero sus palabras causaron mayor estrago, porque la muchacha se desmoronó totalmente, perdiendo el ánimo y la ilusión que irradiaba.
–¡No soy bonita! – suspiró-. Yo creía que sí…
–Hacerse mayor es algo cruel -añadió Sila ásperamente-. Me imagino que todos los padres dicen a sus niñas que son bonitas, pero la gente se rige por otros criterios. Pero cuando seas mayor serás pasable y no te quedarás sin marido.
–Sólo os quiero a vos -musitó ella.
–Eso es ahora. En cualquier caso, desengáñate, cachorrilla, y sal corriendo antes de que te tire de la cola. ¡Vamos!
La muchacha echó a correr, dejando a la criada atrás llamándola en vano. Sila se las quedó mirando hasta que desaparecieron cuesta abajo.
Aún tenía la corona de hierbas en la cabeza, y su color leonado contrastaba fuertemente con los rojos rizos; alzó la mano y se la quitó, pero no la arrojó, sino que se la quedó mirando entre las manos. Luego se la guardó en la tunica y se alejó.
Pobre muchacha; al final la había herido. Pero no tenía más remedio porque lo que menos necesitaba era complicarse la vida con la hija de la vecina de Clitumna asomándose por la tapia. Y, además, hija de un senador.
A cada paso que daba, la corona de hierba le rascaba en la piel. Una corona gramínea, donada en el Palatino, donde siglos atrás se había alzado la primitiva ciudad de Rómulo, un hatillo de chozas ovaladas como la que aún se conservaba con todo primor cerca de la escalinata de Caco. Una corona de hierba que le había entregado una encarnación de Venus, una auténtica descendiente de Venus, una Julia. Un presagio.
–Si se cumple, os edificaré un templo, Venus Victoriosa -dijo en voz alta.
Porque por fin veía claro el camino. Un camino peligroso, arriesgado. Pero, no obstante, con nada que perder y mucho que ganar.
El crepúsculo invernal se iba apagando cuando regresó a la casa y preguntó dónde estaban las señoras. Estaban en el comedor, en conciliábulo, esperándole para cenar. Que él era el tema de conversación, resultaba evidente por el modo en que se separaron de un respingo en la camilla, haciéndose las inocentes.
–Quiero algo de dinero -dijo sin preámbulos.
–Pero, Lucio Cornelio… -comenzó a decir Clitumna con aire de disgusto.
–¡Calla, vieja pesada! Quiero dinero.
–¡Pero, Lucio Cornelio!
–Voy a tomarme unas vacaciones -añadió él sin dar un paso hacia ellas-. Tú verás. Si quieres que vuelva… si quieres más de lo que puedo darte… dame mil denarios. Si no, me voy de Roma para siempre.
–Te daremos cada una la mitad -terció de pronto Nicopolis, mirándole a la cara.
–Ahora -dijo él.
–A lo mejor no tenemos tanto en casa-replicó Nicopolis.
–Pues más vale que lo tengáis, porque no pienso esperar.
Cuando Nicopolis se llegó al cuarto del joven, quince minutos más tarde, se lo encontró recogiendo sus cosas. Se sentó en la cama y le miró en silencio, esperando que se dignara percatarse de su presencia. Pero fue ella quien tuvo que hablar.
–Tendrás el dinero. Clitumna ha enviado al mayordomo a casa de su banquero -dijo-. ¿Adónde vas a ir?
–Ni lo sé ni me importa. Basta con que sea lejos de aquí -respondió él, guardando con precisos movimientos los calcetines doblados dentro de las botas.
–Haces el equipaje como un soldado.
–Tú qué sabes…
–Ah, en cierta ocasión fui amante de un tribuno militar. Vivía al ritmo del tambor, ¿te imaginas? ¡Lo que hace una por amor cuando es joven! Le adoraba. Y por eso le seguí a Hispania y a Asia -añadió con un suspiro.
–¿Y qué pasó después? – inquirió él, enrollando su segunda túnica de mejor calidad en unas polainas de cuero.
–Le mataron en Macedonia, y yo volví a Roma. – El dolor le atenazaba el corazón, pero no por su amante muerto, sino por Lucio Cornelio: un joven león atrapado, destinado a algún sórdido circo. cPor qué se enamoraría una? Hacía daño. Optó por forzar una sonrisa nada agradable-. En su testamento me lo dejó todo a mí y me hizo rica. En aquella época había grandes botines.
–Me sangra el corazón -dijo él, guardando sus navajas de afeitar en una funda de lino y metiéndola en una alforja.
–Esta casa es asquerosa -dijo ella con una mueca-. ¡Cómo la odio! Todos estamos amargados y descontentos. ¿Qué cosas agradables nos decimos unos a otros? Muy pocas. Insultos y ofensas, rencores y malevolencias. ¿Por qué estoy aquí?
–Querida, porque empiezas a deteriorarte -replicó él, abundando en sus reflexiones sobre el pasado-. Ya no eres como cuando trotabas por Hispania y por Asia.
–Y tú nos odias -replicó ella-. ¿Será ahí donde se origina este mal ambiente? ¿En ti? Y cada vez están peor las cosas.
–De acuerdo. Por eso voy a marcharme una temporada -dijo él cerrando las dos bolsas y levantándolas ágilmente-. Quiero ser libre. Quiero pasar un tiempo en alguna ciudad del campo en que no conozcan mi maldita cara; comer y beber hasta vomitar, dejar preñadas a una docena, enzarzarme en cincuenta peleas con hombres de los que piensen que pueden vencerme con un brazo atado a la espalda, hacerme a todos los niños bonitos que encuentre y dejarles el culo hecho cisco -dijo con aviesa sonrisa-. Y luego, querida, te prometo que volveré mansamente a casa para vivir contigo, el pegajoso y tía Cliti, y seremos felices.
Lo que no le dijo es que se llevaba a Metrobio; ni tampoco se lo diría al viejo Scilax.
Ni tampoco dijo a nadie, ni siquiera a Metrobio, lo que se proponía. Porque no se marchaba de vacaciones, sino en misión investigadora. Iba a realizar indagaciones en el campo de la farmacología, la química y la botánica.
No regresó a Roma hasta finales de abril. Dejó a Metrobio en la elegante casa de planta baja de Scilax, en la colina Celia, fuera de las murallas de Servio, y después se dirigió a Vallis Camenarum a entregar el calesín y las mulas que había alquilado allí, en unas caballerizas. Pagó la cuenta, se colgó las alforjas del hombro izquierdo y se encaminó hacia Roma. No había llevado ningún criado en aquel viaje; él y Metrobio se las habían arreglado con el personal de los distintos albergues y posadas en que se habían alojado por toda la geografía de la península.
Conforme caminaba por la Via Apia hacia el lugar en que la puerta Capena interrumpe el paño de mampostería de veinte pies de altura de las murallas de Roma, la ciudad le pareció muy atractiva; decía la leyenda que las murallas Servianas las había levantado el rey Servio Tulio antes de los tiempos de la república; pero, como la mayoría de los nobles, Sila sabía que aquellas defensas datarían a lo sumo de trescientos años antes, cuando el saqueo de Roma por los galos. Los galos habían llegado en nutridas hordas procedentes de los Alpes, extendiéndose por el amplio valle del Po y avanzando por el norte de la península en dirección este y oeste. Muchos se asentaron sobre la marcha, sobre todo en Umbría y Piceno, pero los que siguieron la Via Cassia cruzando Etruria se dirigieron expresamente a Roma y al llegar a ella casi se la arrebataron a los romanos. Después de aquello se construyeron las murallas Servianas, mientras los pueblos itálicos del valle del Po, toda la Umbría y el norte de Piceno, se mezclaban en matrimonio con los galos, convirtiéndose en mestizos despreciados. A partir de entonces, Roma no había vuelto a dejar que sus murallas se deterioraran; había sido una dura lección, y el temor a los bárbaros invasores seguía causando pavor en todos los romanos.
Aunque había algunas viviendas caras de alquiler en insulae, el paisaje de la colina Celia era en su mayor parte bucólico hasta llegar a la puerta Capena. En el Vallis Camenarum, que quedaba fuera de ella, no había más que corrales, mataderos, naves de ahumados y prados para el pasto del ganado que llegaba de toda la penínsuía a aquel gran mercado. Ya cruzando la puerta Capena estaba la verdadera ciudad; no era aquella jungla atiborrada del Subura y el Esquilino, pero se entraba ya en terreno urbano. Bordeó el Circo Máximo y subió por la escalinata de Caco hasta el Germalus del Palatinó. De allí había un corto trecho hasta la casa de Clitumna.
Una vez ante la puerta, respiró hondo y llamó con la aldaba. Las mujeres le rodearon chillando. Era evidente que Nicopolis y Clitumna estaban encantadas de verle; lloraban, gimoteaban y se le agarraron al cuello hasta que las apartó; y después no dejaron de acosarle un solo instante.
–¿Dónde duermo yo ahora? – inquirió, negándose a entregar las alforjas al criado.
–Conmigo -respondió Nicopolis, radiante, mirando a Clitumna, que, de pronto, se mostraba abatida.
Al salir con Nicopolis al porche de columnas, mientras su madrastra se quedaba en el vestíbulo retorciéndose las manos, Sila advirtió que la puerta de la habitación estaba bien cerrada.
–Supongo que el pegajoso ya estará perfectamente instalado -dijo cuando llegaron a las habitaciones.
–Mira -dijo ella, haciendo caso omiso de su pregunta, deseosa de mostrar a Sila su nueva vivienda.
Le había dejado toda su espaciosa sala de estar y ella se había quedado con un simple dormitorio y un cuarto mucho más pequeño. Sintió que su corazón se llenaba de gratitud, y la miró un tanto entristecido; le gustaba fisicamente más que nunca.
–¿Para mi? – inquirió.
–Para ti -contestó ella sonriendo.
–¿Y Stichus? – preguntó, tirando las alforjas en la cama, impaciente por saber la mala noticia.
Claro que quería que la besara, que le hiciera el amor, pero le conocía de sobra para saber que él no necesitaba desahogo sexual porque hubiese estado apartado de las dos. El amor tendría que esperar; lanzó un suspiro y se limitó al papel de informante.
–Stichus está perfectamente atrincherado -respondió, dirigiéndose a las bolsas para vaciarlas.
Él la apartó con firmeza, dejó las bolsas en el suelo detrás de una arca y se sentó en su silla preferida, que estaba detrás de un escritorio nuevo. Nicopolis tomó asiento en la cama.
–Cuéntamelo todo -dijo.
–Pues sí, tenemos aquí a Stichus; duerme en el cuarto del señor de la casa y utiliza el despacho, claro. En realidad ha sido mejor de lo que esperábamos, en cierto sentido, porque tenerle todo el día encima es insoportable, incluso para la propia Clitumna. Unos meses más, y seguro que lo echa. Ha sido un acierto que te marchases, ¿sabes? – añadió, mullendo el montón de almohadas con gesto ausente-. En aquel momento no me lo pareció, lo confieso; pero tú tenias razón y la equivocada era yo. Stichus entró en la casa como un general victorioso y tú no estabas para hacerle sombra. ¡No sabes la que organizó! Tiró tus libros a la basura… No te preocupes; los criados los recogieron. Y toda tu ropa y otros objetos. Como a los criados tú les gustas y a él le odian, no se perdió ninguna de tus pertenencias; lo tienes todo por ahí.
–Me alegro -dijo recorriendo con la vista las paredes y el bonito suelo de mosaico-. Continúa.
–Clitumna estaba hecha una pena. No había podido pensar que fuera a tirar tus cosas. En realidad, creo que no quería que él se viniera a vivir aquí, pero como había dicho que sí, no podía volverse atrás; porque es de su sangre, el hijo único de esa rama y todo eso. Clitumna no es muy lista, pero se dio cuenta de que el único motivo por el que él le había pedido venirse a vivir aquí era para que tu te largases. A Stichus le hacía falta, pero el que tú no estuvieras aquí para ver que tiraba tus cosas le fastidió el placer que él esperaba, porque no se produjo ningún enfrentamiento, ni hubo oposición; no había nadie… Sólo la pasiva y malhumorada servidumbre, la llorona tía Clitumna y yo… Bueno, yo hago como si no existiera.
La pequeña Biti entró sigilosamente con una bandeja de bollos, empanadas, tortas y pasteles, la dejó en la esquina del escritorio, con una tímida sonrisa dirigida a Sila, y miró a la correa de cuero que unía las dos alforjas, que asomaba por detrás del arca. Y allá se dirigió para vaciarlas.
Sila se movió con tal rapidez, que Nicopolis no le vio apartar a la muchacha. Estaba tranquilamente sentado en la silla y en un abrir y cerrar de ojos se había levantado para apartar amablemente a la muchacha del arca. Le sonrió, la pellizcó gentilmente en la mejilla y la hizo salir de la habitación. Nicopolis se lo quedó mirando.
–¡Vaya, sí que te preocupan esas bolsas! dijo-. ¿Qué hay en ellas? Pareces un perro defendiendo un hueso.
–Sírveme vino -dijo él, volviendo a sentarse y cogiendo una empanada de carne.
Hizo lo que pedía, pero no estaba dispuesta a dejar la cosa así.
–Vamos, Lucio Cornelio, ¿qué hay en esas bolsas que no quieres que nadie lo vea?
Ante él tenía una copa de vino puro.
Esbozó una sonrisa y alargó los brazos con exasperación.
HQué te piensas? ¡Me he pasado casi cuatro meses lejos de mis mujeres, y confieso que no he estado pensando en vosotras todo el tiempo, pero sí que os he recordado! Sobre todo cuando veía alguna cosilla que sabía que os podría gustar a alguna de las dos.
A Nicopolis se le iluminó el rostro de satisfacción. Sila no era hombre que hiciera regalos. De hecho, no recordaba una sola ocasión en que las hubiera obsequiado, a ella o a Clitumna, con el más mínimo objeto, y conocía de sobra la naturaleza humana para darse cuenta de que, más que prueba de pobreza, era indicio de tacañería, porque el pobre regala aunque no tenga posibilidades.
–¡Oh, Lucio Cornelio! – exclamó radiante-. ¿De verdad? ¿Me lo enseñas?
–Cuando esté tranquilo y en su momento -respondió él. Giró la silla y miró por la amplia ventana que tenía detrás-. ¿Qué hora es?
–No sé; será la hora octava. Pero aún no es hora de cenar.
Sila se puso en pie, fue hasta el arca y sacó las alforjas de detrás, colgándoselas del hombro.
–Volveré antes de la hora de la cena -dijo.
Nicopolis, boquiabierta, le vio dirigirse a la puerta.
–¡Sila! ¡Eres el ser más irritante del mundo, te lo juro! Acabas de llegar y ya te vas a no sé dónde. ¡No me extrañaría que fueses a ver a Metrobio, ya que te fuiste con él de viaje…!
Sila se detuvo y sonrió, mirándola.
–Ah, ya. Scilax hizo una visita para quejarse, ¿no es eso?
–Y que lo digas. Llegó como una trágica en el papel de Antígona y se marchó como un eunuco de comedia. ¡Si hubieras visto cómo imitaba Clitumna su voz chillona! – y rió al recordarlo.
–Le está bien empleado a ese viejo puto. ¿Sabes que había impedido que el muchacho aprendiese a leer y a escribir?
–¿No nos tienes confianza para dejarlas aquí? – inquirió ella, intrigada de nuevo por las bolsas.
–No soy tonto -respondió él, saliendo del cuarto.
La curiosidad femenina. Era tonto por no haberlo previsto. Y allá se fue con las bolsas hacia el Gran Mercado, donde durante la hora que siguió se dedicó a gastarse los últimos denarios que le quedaban, el resto que había pensado ahorrar para el futuro. ¡Las mujeres! ¡Unas puercas que se entrometen en todo! ¿Cómo no lo había pensado?
Las alforjas pesaban con la carga de pañuelos y ajorcas, frívolas chalinas orientales y chismes para el pelo; le abrió la puerta de casa de Clitumna un criado, que le informó de que las señoras y el amo Stichus estaban en el comedor y habían decidido esperar un momento antes de empezar.
–Diles que voy en seguida -dijo, dirigiéndose hacia la vivienda de Nicopolis.
No parecía haber nadie a la vista, mas para mayor seguridad cerró las contraventanas y echó el cerrojo a la puerta. Los regalos comprados apresuradamente los amontonó en el escritorio, con algunos rollos de libros nuevos. La bolsa de la izquierda no lá tocó y las primeras capas de ropa de la derecha las echó en la cama. Luego extrajo del fondo dos pares de calcetines enrollados y rebuscó hasta sacar dos frasquitos con tapón sellado con cera. A continuación cogió una cajita corriente de madera que cabía perfectamente en la mano y, como si fuera incapaz de resistir la tentación, abrió la ajustada tapa: contenía un simple polvillo inerte amarillento. Volvió a cerrarla apretando bien con los dedos y a continuación miró en derredor por el cuarto, con el entrecejo fruncido. ¿Dónde?
Una fila de decrépitos relicarios en forma de templos ocupaban la superficie de una mesa lateral alargada: restos de la casa de Cornelio Sila; todo lo que había heredado de su padre y que éste no había podido vender para procurarse vino. Cinco relicarios en forma de cubo de dos pies de arista; todos con puertas pintadas flanqueadas por un porche de columnas, con un frontón adornado con figuras de templo, y en el sencillo entablamento debajo del frontón, un nombre masculino. Uno era el antepasado del que descendían las siete ramas de la casa patricia de Cornelio; otro un tal Publio Cornelio Rufino, cónsul y dictador más de doscientos años atrás; otro, el hijo de éste, dos veces cónsul y una vez dictador durante las guerras con los sannitas, y luego expulsado del Senado por atesorar plata; otro era el primer Rufino con el nombre de Sila, sacerdote de Júpiter durante toda su vida, y el último era su hijo, el pretor Publio Cornelio Sila Rufo, famoso por ser el fundadór de los ludi Apollinares o juegos de Apolo.
Fue el relicario del primer Sila el que Lucio Cornelio abrió, con sumo cuidado, porque la madera llevaba muchos años sin cuidar y estaba muy deteriorada; otrora la pintura había sido vistosa y las pequeñas figuras en relieve dejaban ver su trazo perfecto, pero ahora todo estaba desgastado y astillado. Algún día encontraría dinero para restaurar aquellos recuerdos ancestrales y tendría una casa con un atrium espléndido en el que los exhibiría con orgullo. En cualquier caso, de momento le pareció adecuado esconder aquellos dos frasquitos y la cajita con el polvo en el relicario de Sila, el Flamen Dialis, el hombre más sagrado en la Roma de su tiempo, sacerdote del templo de Júpiter Optimus Maximus.
Dentro del relicario había una máscara de tamaño natural con peluca y exquisito naturalismo, por lo bien policromada que estaba. Miraban a Sila unos ojos azules y no gris claro como los suyos; Rufino era de tez clara, pero no tanto como la de su descendiente; el cabello, espeso y rizado, era rojo zanahoria más que rojo dorado. Quedaba espacio a los lados de la máscara para extraerla, pues estaba montada sobre un bloque en forma de cráneo, del que se desprendía. La última ocasión en que la habían sacado había sido en el funeral de su padre, que Sila había pagado en una serie de molestos encuentros con un hombre que detestaba.
Cerró las puertas con sumo cuidado y luego tiró de la escalinata del podio, que parecía lisa y sin fisuras pero que, igual que en un templo auténtico, estaba hueca. Sila dio con el punto preciso y de los escalones centrales surgió un cajoncito. No estaba destinado a ser escondrijo, sino como receptáculo seguro para guardar la lista de las hazañas del finado, así como una descrípción minuciosa de su estatura, modo de andar, prestancia, hábitos físicos y marcas anatómicas relevantes. Cuando moría un Cornelio Sila, se contrataba a un actor que portase la máscara e imitase lo más perfectamente posible al antepasado, de modo que pareciese que había vuelto a ver al último retoño de la noble casa salir de aquel mundo que él mismo antaño había habitado.
El cajoncito guardaba, efectivamente, los documentos relativos a Publio Cornelio Sila Rufino, el sacerdote; pero quedaba espacio suficiente para los frasquitos y la caja. Sila los introdujo y tornó el cajoncito a su primitiva posición, asegurándose de que el cierre quedaba camuflado. Su secreto estaría a buen recaudo con Rufino.
Ya más tranquilo, abrió las contraventanas y descorrió el cerrojo de la puerta. Luego recogió el montón de chucherías que había en el escritorio, dirigiendo una sonrisa maliciosa a un rollo que eligió de entre los demás.
Naturalmente, Lucio Gavio Stichus ocupaba el puesto de invitado en el extremo izquierdo de la camilla central; era uno de los pocos comedores en los que las mujeres comían reclinadas en vez de sentadas en sillas rectas, ya que ni Clitumna ni Nicopolis se regían por dogmas anticuados.
–Aquí tenéis, muchachas -dijo Sila, entregando el manojo de regalos a sus dos adoradas, que seguían sus pasos en el comedor como dos girasoles. Había elegido acertadamente: cosas que podían pasar por proceder de lugares fuera de Roma, y prendas que ninguna mujer sentiría vergüenza de ponerse.
Pero antes de situarse hábilmente entre Clitumna y Nicopolis en la primera camilla, dio una palmadita al rollo que llevaba y se lo entregó a Stichus.
–Un regalito para ti, Stichus -dijo.
Mientras tomaba asiento entre las dos mujeres, que respondieron con risitas y ronroneos, Stichus, sorprendido al verse obsequiado, desató las cubiertas del libro y lo desplegó. Dos manchas rojas encendieron sus mejillas llenas de acné y sus ojos protuberantes se clavaron en aquellos preciosos dibujos coloreados de hombres con el pene erecto, que realizaban unos con otros toda suerte de juegos atléticos. Con dedos temblorosos enrolló el papiro y lo cerró, y a continuación tuvo que hacer acopio de valor para mirar a su benefactor. Los temibles ojos de Sila despedían fuego por encima de la cabeza de Clitumna, expresando su profundo desprecio.
–Gracias, Lucio Cornelio -dijo Stichus con un plañido.
–No hay de qué, Lucio Gavio -respondió Sila con voz ronca.
En aquel preciso momento llegó el primer plato o gustatio, apresuradamente aumentado en honor a su regreso, sospechó Sila; ya que, aparte de la normal ración de aceitunas, lechuga y huevos duros, incluía unas pequeñas salchichas de faisán y trozos de atún en aceite. Sila comió con excelente apetito, dirigiendo aviesas miradas a Stichus, que, solo en su camilla, veía a su tía achucharse cuanto podía contra su adversario y a Nicopolis acariciarle descaradamente la entrepierna.
–Bien, ¿y qué noticias hay en esta casa? – preguntó cuando retiraron el primer plato.
–No gran cosa -respondió Nicopolis, más interesada por lo que estaba manoseando.
–No la creo -dijo Sila, volviendo la cabeza hacia Clitumna, al tiempo que le cogía la mano y comenzaba a besuquearle los dedos. Al ver el gesto de disgusto de Stichus, comenzó a lamérselos voluptuosamente-. Dimelo tú, amor -chupada-, porque me niego a creer -chupada- que no haya sucedido nada.
Felizmente en aquel momento llegó la fercula o plato principal; la glotona Clitumna se soltó la mano bruscamente y se apoderó del cordero asado con salsa de tomillo.
–Nuestros vecinos han estado muy atareados -dijo entre bocado y bocado-, para compensar lo tranquilas que hemos estado nosotras desde que tú te fuiste -suspiró-. La mujer de Tito Pomponio tuvo un niño en febrero.
–¡Por los dioses, otro futuro banquero aburrido y codicioso! – comentó Sila-. Espero que Cecilia Pilia esté bien.
–¡Perfectamente! Ningún problema.
–¿Y por parte de los César? – inquirió, pensando en la deliciosa Julilla y en la corona de hierba que le había dado.
–¡Ah, grandes noticias! – respondió Clitumna chupándose los dedos-. Una boda por todo lo alto.
A Sila le dio un vuelco el corazón; fue como si le cayera una piedra a plomo en el estómago, revolviéndole lo que había ingerido. Una sensación sumamente extraña.
–¿Ah, sí? – dijo con displicencia.
–¡Ya lo creo! ¡La hija mayor!
de César se ha casado nada menos que con Cayo Mario! Que asco, ¿no?
–Cayo Mario…
–¿Es que no le conoces? – inquirió Clitumna.
–Creo que no. Mario… Será un hombre nuevo.
–Exacto. Fue pretor hace cinco años, pero, naturalmente, nunca llegó al Senado. Pero ha sido gobernador de la Hispania Ulterior, donde hizo una inmensa fortuna. Minas y cosas parecidas -dijo Clitumna.
Por algún motivo, Sila recordó al hombre con semblante de águila en la ceremonia inaugural de los nuevos cónsules, el que llevaba una toga bordada en rojo.
–¿Qué aspecto tiene? – inquirió.
–Grotesco, querido. ¡Unas cejas enormes! Como orugas peludas -contestó Clitumna, alargando la mano para coger los brécoles al vapor-. Y debe de tener por lo menos treinta años más que Julia. Pobrecilla.
–¿Y qué tiene eso de extraño? – inquirió Stichus, pensando que le tocaba decir algo-. En Roma, por lo menos la mitad de las casaderas matrimonian con hombres que pueden ser sus padres.
–Yo no diría tanto como la mitad, Stichus -terció Nicopolis, frunciendo el entrecejo-. Digamos que una cuarta parte.
–¡Repugnante! – replicó Stichus.
–¡Nada de repugnante! – replicó enérgicamente Nicopolis, irguiéndose para mirarle furibunda-. Te diré una cosa, cara de pedo: en lo que atañe a una chica joven, es preferible, y con mucho, un hombre mayor. ¡Al menos los hombres más viejos saben ser más considerados y razonables! Los peores amantes que he tenido eran todos menores de veinticinco años. Los jóvenes se creen que lo saben todo, y no saben nada. ¡Paf. Como si te embistiera un toro, y se acabó cuando apenas ha empezado.
Como Stichus tenía veintitrés años se sintió ofendido.
–¡No me digas que tú te lo sabes todo! – exclamó sarcástico.
–Sé más que tú, cara de pedo -replicó ella, dirigiéndole una mirada tajante.
–¡Vamos a pasarlo bien esta noche que ha vuelto nuestro querido Lucio Cornelio! – exclamó Clitumna.
El querido Lucio Cornelio agarró inmediatamente a su madrastra y la revolcó en la camilla, haciéndole cosquillas hasta obligarla a lanzar pavorosos chillidos, y pataleó, con pataleo en el aire incluido. Nicopolis contraatacó haciéndole cosquillas a él, y en la camilla se organizó un revoltijo.
Aquello era demasiado para Stichus. Aferrando su nuevo libro, se bajó de su camilla y salió furioso del comedor, sin estar muy seguro de que hubiesen advertido su partida. ¿Cómo iba a expulsar a aquel hombre? ¡Su tia estaba entontecida! Ni siquiera mientras él había estado ausente había logrado convencerla de que le echara. Lo único que había hecho era ponerse a llorar porque sus dos queridos muchachos no se llevaban bien.
Aunque apenas había comido, Stichus no lo lamentaba porque en su despacho tenía una buena provisión de comestibles: un tarro con sus estupendos higos en almíbar, pastelitos de miel en una bandeja que el cocinero tenía orden de mantener llena, mermeladas perfumadas que hacían la boca agua y que venían de Partia, una caja de uvas gordas y jugosas, pasteles de miel y vino de miel. Podía pasar sin cordero asado y brécoles. A él lo que le gustaba era el dulce.
Con la barbilla apoyada en la mano y una lámpara quintuple para disipar las primeras sombras, Lucio Gavio Stichus masticaba higos en almíbar, mientras ojeaba minuciosamente las ilustraciones del libro que Sila le había regalado, leyendo los sucintos comentarios en griego. Naturalmente que el regalo era, por parte de Sila, el modo de decirle que él no necesitaba aquellos libros, porque lo había hecho todo, pero eso no anulaba su interés. Stichus no era tan orgulloso. ¡Aaah! ¡Algo sucedía bajo su túnica bordada! Y cambió la mano de la barbilla a la entrepierna, con furtiva inocencia, innecesaria ante su único testigo: la jarra de higos en almíbar.
Respondiendo a un impulso que le mortificaba, Lucio Cornelio Sila caminó a la mañana siguiente por el Palatino hacia el lugar del Palatium en que había hablado con Julilla. Ya era primavera y las áreas de jardín aparecían llenas de flores, narcisos y anémonas, jacintos, violetas y algunas rosas; los manzanos y melocotoneros silvestres estaban en flor y lucían sus colores blanco y rosa, y la piedra en que se había sentado en enero se hallaba ahora casi oculta por abundantes hierbas altas.
Allí estaba Julilla con su sirvienta; parecía más delgada y más pálida. Al verle, un salvaje destello de alegría brotó de sus ojos. ¡Preciosa! ¡Ah, nunca había habido una mortal tan hermosa! Provocado por aquella visión, Sila se detuvo, embargado por un temor próximo al pánico. Venus. Era Venus. Dueña de la vida y la muerte. Porque, ¿qué era la vida sino el principio procreador, y la muerte sino su extinción? Todo lo demás eran cosas superfluas que los fatuos hombres inventaban para convencerse de que la vida y la muerte debían significar algo más. Era Venus. ¿Le convertía eso a él en Marte, su igual en divinidad, o era un simple Anquises, un hombre mortal a quien ella se entregaba para divertirse en el espacio de un abrir y cerrar de ojos olímpico?
No, no era Marte. El destino le había dado una existencia de puro adorno, e incluso de cachivache sin el menor valor. No podía ser más que Anquises, el hombre cuya única fama residía en el hecho de que Venus le había amado para divertirse. Temblando de rabia, dirigió a la muchacha su amarga decepción y el veneno llenó sus venas, provocándole la imperiosa necesidad de golpearla y transformarla de Venus en Julilla.
–Me dijeron que volvisteis ayer -dijo ella acercándosele.
–Has puesto espías, ¿no? – replicó él sin moverse del sitio.
–En nuestra calle no hace falta, Lucio Cornelio. Los criados se enteran de todo -respondió ella.
–Bueno, espero que no pienses que he venido aquí a buscarte, porque no es así. He venido aquí en busca de paz.
Le parecía imposible, pero su belleza se acrecentó. Mi dulce Julilla, pensó. Irradiaba belleza, igual que Venus.
–¿Queréis decir que turbo vuestra paz? – inquirió ella, muy segura de si misma para ser tan joven.
Él se echó a reír, fingiendo ligereza.
–¡Por los dioses, niña, aún tienes que crecer mucho! – dijo, volviendo a reír-. He dicho que he venido aquí en busca de paz, lo cual significa que la he encontrado, ¿no es así? Y, si razonamos lógicamente, llegamos a la conclusión de que no turbas un ápice mi paz.
–¡Ni mucho menos! – replicó ella-. Simplemente significa que no esperabais encontrarme aquí.
–Y eso y la indiferencia son una misma cosa -espetó él.
Era una pugna desigual, por supuesto, y la vio acobardarse, perder el aura; una divinidad transformada en mortal. Contrajo el rostro, pero supo contener las lágrimas; le miró perpleja, sin atinar a conciliar su aspecto físico con las palabras que le dirigía y lo que le dictaba el corazón, que a cada latido la decía que él había caído en sus redes.
–¡Os amo! – le dijo, como si eso lo explicase todo.
–¡Con quince años -replicó él con una carcajada-, qué sabrás del amor!
–¡Tengo dieciséis! – replicó ella.
–Mira, niña, ¡déjame en paz! – respondió Sila en tono cortante-. No sólo eres una lata, sino que te estás convirtiendo en un estorbo.
Dicho lo cual le dio la espalda y se alejó sin volver la cabeza.
Julilla no se deshizo en lágrimas, aunque habría sido lo mejor, ya que un buen llanto apasionado habrça podido convencerla de que estaba equivocada y no tenía posibilidades de cazarlo. Pero lo que hizo fue dirigirse hacia donde estaba su criada Krisis, simulando mirar al Circo Máximo, vacío.
–Me va a costar -dijo con la barbilla alta, igual que su orgullo-, pero no importa, Krisis, tarde o temprano será mio.
–Me parece que no os quiere -comentó Krisis.
–¡Claro que me quiere! – replicó Julilla con desdén-. ¡Me quiere desesperadamente!
Conociendo como conocía a Julilla, Krisis contuvo su lengua, y, en vez de razonar con su ama, lanzó un suspiro.
–Como queráis -dijo, encogiéndose de hombros.
–Es lo que suelo hacer.
Caminaron hacia la casa, en medio de un extraño silencio, dado que eran de la misma edad y se habían criado juntas. Pero al llegar al gran templo de la Magna Mater, Julilla dijo con voz resuelta:
–No pienso comer.
–¿Y qué esperáis conseguir con eso? – inquirió Krisis.
–En enero dijo que estaba gorda. Y lo estoy.
–¡Julilla, no lo estáis!
–Sí que lo estoy. Por eso no como dulces desde enero. Estoy un poco más delgada, pero no lo bastante. Mira a Nicopolis: tiene unos brazos como palitroques.
–¡Pero ella es vieja! – replicó Krisis-. Lo que a vos os favorece a ella le perjudica. Además, vuestros padres se preocuparán si dejáis de comer… Pensarán que estáis enferma.
–Bueno, así también lo pensará Lucio Cornelio -dijo Julilla-. Y se preocupará mucho por mí.
Krisis no era capaz de rebatir aquel razonamiento, pues era poco inteligente y nada sensible. Lo que hizo fue romper a llorar, lo que complació enormemente a Julilla.
Cuatro días después del regreso de Sila a casa de Clitumna, Lucio Gavio Stichus fue presa de un trastorno digestivo que le tuvo postrado. Clitumna, asustada, llamó a media docena de los más reputados médicos del Palatino, quienes diagnosticaron infección alimentaria.
–Vómitos, cólicos, diarrea… el cuadro habitual -dijo su portavoz, el fisico romano Publio Popilio.
–¡Pero si él no ha comido nada distinto a nosotros! – adujo Clitumna, no por eso muy tranquila-. En realidad, no come tan bien como nosotros, y eso es lo que más me preocupaba.
–¡Ah, domina!, creo que os equivocáis -balbució el más entrometido de todos, Atenodoro Siculo, un especialista famoso por su tesón investigador de herencia griega, que había recorrido la casa, fisgando en todos los cuartos que daban al atrium y los que rodeaban el jardín peristilo-. ¿No ignoraréis que Lucio Gavio tiene una pastelería en su despacho?
–¡Bah! – replicó Clitumna-. Media pastelería. Unos cuantos higos y dulces; nada más. En realidad, apenas los toca.
Los seis clínicos se miraron entre si.
–Domina, los come de día y de noche, según nos informa la servidumbre -replicó Atenodoro, el griego de Sicilia-. Os sugiero que le convenzáis para que prescinda de los dulces. Si comiese mejores alimentos, no sólo se paliarían sus trastornos digestivos, sino que mejoraría su salud en general.
Lucio Gavio Stichus se estaba enterando de todo; tumbado en su lecho, en extremo débil -por efecto de la fuerte purga- para protestar, miraba a uno y a otro con sus ojos saltones conforme se desarrollaba la conversacion.
–Tiene granos y mal color de piel -dijo un griego de Atenas-. ¿Hace ejercicio?
–No lo necesita -respondió Clitumna, con un primer atisbo de duda en su contestación-. No para de andar de un lado para otro -por su negocio; os aseguro que siempre está en danza.
–¿A qué os dedicáis, Lucio Gavio? – inquirió el físico hispano.
–Al tráfico de esclavos -contestó Stichus.
Como todos, salvo Publio Popilio, habían comenzado su existencia en Roma como esclavos, sus ojos se tiñeron de una ictericia más intensa que la que afectaba a Lucio Gavio y se apartaron de él, so pretexto de que se hacía tarde.
–Si quiere algo dulce, que se limite a tomar vino con miel -dijo Publio Popilio-. Que ingiera alimentos sólidos durante un par de días más y cuando vuelva a tener hambre dadle una dieta normal. Pero, digo normal, domina! Judías, no dulces; ensaladas, no dulces. Colaciones frías, no dulces.
El estado de Stichus mejoró durante la semana siguiente, pero nunca se recuperó del todo. A pesar de que sólo ingería alimentos nutritivos y sólidos, sufría accesos de náuseas, vómitos, dolores y disentería, no tan fuertes como el ataque inicial, pero muy debilitantes. Y comenzó a perder peso de un modo tan discreto, que nadie lo notaba.
A finales del verano se arrastraba ya con dificultad hasta su despacho del Porticus Metelli, y eran ya cada vez más raros los días en que, tumbado en un diván, podía disfrutar del sol. El estupendo libro ilustrado que Sila le había regalado dejó de interesarle y la ingesta de cualquier tipo de alimento se convirtió en un verdadero tormento. Sólo toleraba el vino con miel, y a veces ni eso.
En septiembre le habían visitado todos los médicos de Roma y los diagnósticos eran tan numerosos como variados; por no hablar de los tratamientos, sobre todo cuando Clitumna comenzó a recurrir a curanderos.
–Que coma lo que quiera -decía un médico.
–Que no coma nada y que pase hambre -afirmaba otro.
–Que coma sólo judías -aconsejaba un físico de la tendencia persuasiva pitagórica.
–Consolaos -aseveró el entrometido médico griego Atenodoro Siculo-, sea lo que sea, no es contagioso. No obstante, tened la prevención de que los que tengan contacto fisico con él o retiran su orinal, se laven bien las manos a continuación y no se acerquen a los alimentos en la cocina.
Dos días después, Lucio Gavio moría. Abatida por el dolor, Clitumna abandonó Roma inmediatamente después del funeral, rogando a Sila y a Nicopolis que la acompañasen a Circei, en donde tenía una villa. Pero, aunque Sila la acompañó hasta las playas de Campania, ni él ni Nicopolis quisieron irse de Roma.
Al regresar de Circei, Sila besó a Nicopolis y abandonó el dormitorio que le había cedido.
–Voy a volver a ocupar el despacho y mi antiguo cubículo -dijo-. Al fin y al cabo, ahora que el pegajoso ha muerto, soy lo más parecido a un hijo para ella. – Estaba metiendo los rollos con lujuriosas ilustraciones en un cubo para quemarlos, cuando hizo una mueca de asco y levantó una mano hacia Nicopolis, que le miraba desde la puerta-. ¡Mira esto! ¡No hay una sola pulgada de este cuarto que no pringue!
La garrafa de vino con miel estaba sobre un anillo pringoso en la preciosa consola de madera de cedro. Sila la levantó y miró enfurecido la marca indeleble que había dejado en las armoniosas vetas espirales de la madera y masculló entre dientes.
–¡Qué asco! ¡Adiós, pegajoso!
Tras lo cual arrojó la garrafa por la ventana al porche del jardín. Pero se le fue la mano y aterrizó contra el pedestal de su grupo escultórico preferido: Apolo persiguiendo a Dafne. Una enorme estrella de vino pegajoso mojó la piedra lisa y comenzó a chorrear hasta el suelo. Nicopolis se llegó corriendo a la ventana y se echó a reír.
–Tienes razón -dijo-. ¡Era un asqueroso!
A continuación mandó a la criadita Biti que limpiase el pedestal de la estatua con un paño y agua.
Nadie advirtió los restos de polvo blanco adheridos al mármol, porque también era blanco, y con el agua desapareció.
–Me alegro de que no acertaras en la estatua -dijo Nicopolis, sentándose en las rodillas de Sila, mientras ambos miraban cómo Biti fregaba el pedestal.
–Yo lo lamento -replicó Sila; pero parecía muy contento.
–¿Lo lamentas? ¡Lucio Cornelio, habrías estropeado la pintura! Menos mal que el pedestal es de mármol blanco.
–¡Bah! – replicó él, enseñando los dientes-. ¿Por qué tendré que estar constantemente rodeado de tontos? – añadió, apeando a Nicopolis del asiento.
No había quedado ninguna mancha; Biti retorció el trapo y vació el cubo en los pensamientos.
–¡Biti! – gritó Sila-. Lávate las manos, y lávatelas bien. No sabemos de qué ha muerto Stichus, y sí que le gustaba mucho el vino con miel. ¡Vamos, muévete!
Radiante porque él había advertido su presencia, Biti desapareció de escena.