Poco después del infructuoso ataque troyano, Agamenón convocó un consejo a pesar de que Neoptólemo aún no había llegado. Un ambiente de optimismo general impregnaba la playa; lo único que nos detenía eran las murallas y tal vez, si Ulises pensaba en ello, incluso las conquistaríamos. Nos reíamos y bromeábamos entre nosotros mientras Agamenón se solazaba con Néstor, divertido ante algo que éste le contaba en voz baja. Acto seguido levantó su cetro y golpeó con él en el suelo.
–Creo que tienes noticias para nosotros, Ulises -dijo.
–Así es, señor. En primer lugar creo que he encontrado el sistema para superar las murallas troyanas, aunque aún no estoy en condiciones de hablar de ello. Pero en otros aspectos también hay noticias interesantes.
Dirigió su mirada a Menelao, fue hacia él y tras ponerle la mano en el hombro le dio unas palmadas.
–Me han llegado rumores de los chismes que circulan por la Ciudadela relativos a una diferencia de criterio entre Príamo, Heleno y Deífobo acerca de una mujer, Helena, para ser más exactos. ¡Pobre muchacha! Tras la muerte de París pidió que se le permitiera dedicarse al servicio de la madre Kubaba, pero Deífobo y Heleno deseaban casarse con ella. Príamo se decidió a favor de Deífobo, que la obligó por la fuerza. Aunque ello ha sembrado la discordia en la corte, Príamo se ha negado a anular la unión. Al parecer Helena fue descubierta cuando trataba de escaparse para reunirse contigo, Menelao.
Menelao murmuró algo en voz baja y se cubrió el rostro con las manos mientras yo imaginaba a la hermosa y majestuosa Helena reducida al nivel de una vulgar ama de casa.
–Todo este asunto ha disgustado tanto a Heleno, el hijo-sacerdote, que ha decidido partir en voluntario exilio -prosiguió Ulises-. Lo intercepté cuando salía de la ciudad, confiaba en que estuviera tan desilusionado como para hablarme de los oráculos de Troya. Cuando lo encontré, se hallaba en el altar dedicado a Apolo Tímbreo que, según me informó, le había ordenado que me dijera cuanto deseara saber. Me interesé por los oráculos de Troya en su totalidad, un asunto fatigoso. ¡Heleno me recitó miles de ellos! De todos modos conseguí lo que necesitaba.
–Una gran fortuna -dijo Agamenón.
–La fortuna, señor, es una mercancía sobrevalorada -repuso con sosiego-. La fortuna no conduce al éxito, sino el duro trabajo. La fortuna sucede en el momento en que caen los dados; el duro trabajo se produce cuando un premio cae en las manos de un hombre porque se ha esforzado por conseguirlo.
–¡Sí, sí, desde luego! – exclamó el gran soberano lamentando la frase escogida-. Te ruego que me disculpes, Ulises. ¡Duro trabajo, siempre duro trabajo! Lo sé, lo reconozco. Y ahora dinos, ¿qué hay de los oráculos?
–En cuanto a lo que nos atañe, sólo tres entre esos miles tienen alguna importancia. Por fortuna, ninguno de ellos presenta un obstáculo insuperable. Venían a decir algo así: Troya caerá este año si los jefes griegos poseen el omóplato de Pélops, si Neoptólemo acude al campo de batalla y si Troya pierde el Paladión de Palas Atenea.
Me puse en pie entusiasmado.
–¡Tengo el omóplato de Pélops, Ulises! El rey Piteo me lo entregó a la muerte de Hipólito. El anciano me apreciaba y era su reliquia más valiosa. Dijo que prefería que lo tuviera yo a Teseo. Lo traje a Troya para que me diera buena… fortuna.
–¿No es esto buena fortuna? – le preguntó Ulises a Agamenón con una sonrisa-. Abrigamos grandes esperanzas de que llegue Neoptólemo, de modo que eso ya está solucionado. Lo que nos deja con el Paladión de Palas Atenea, que por fortuna es mi protectora. ¡Oh dioses, dioses!
–Me estoy irritando, Ulises -dijo el gran soberano.
–¡Ah!, ¿dónde estaba? Con el Paladión. Bien, tenemos que hacernos con la antigua imagen que se venera más que ninguna en la ciudad y cuya pérdida sería un duro golpe para Príamo. Según tengo entendido, la imagen está situada en algún lugar de la cripta de la Ciudadela. Se trata de un secreto celosamente guardado. Pero estoy seguro de que lograré desentrañarlo. La parte más difícil del ejercicio consistirá en moverla, pues dicen que es muy voluminosa y pesada. ¿Me acompañarás a Troya, Diomedes?
–¡Encantado!
Puesto que no había nada más importante que discutir, el consejo se disolvió. Menelao detuvo a Ulises a la puerta y lo cogió del brazo.
–¿La verás? – le preguntó melancólico.
–Probablemente -repuso Ulises con dulzura.
–Dile que hubiera deseado que se reuniera conmigo.
–Lo haré.
Pero cuando regresábamos a su casa, Ulises añadió:
–¡No se lo digas! Helena está destinada al hacha, no a su antiguo lugar en el lecho de Menelao.
Me eché a reír.
–¿Te importa que apostemos sobre esto? – le pregunté.
–¿Subiremos por el conducto? – fue mi primera pregunta cuando nos acomodamos para elaborar un plan.
–Tú podrás, pero yo no. Tengo que estar en condiciones de acceder a Helena sin despertar sospechas. Por consiguiente no puedo parecerme a Ulises.
Salió de la habitación pero regresó al instante con un látigo corto y amenazador dividido en cuatro correas rematadas cada una de ellas por un fragmento mellado de bronce. Los miré perplejo a él y al látigo y entonces Ulises se volvió de espaldas y comenzó a despojarse de su blusa.
–Azótame, Diomedes -me ordenó.
Me eché hacia atrás horrorizado.
–¿Te has vuelto loco? ¿Azotarte precisamente a ti? ¡Me es imposible!
Apretó los labios con decisión.
–Entonces cierra los ojos e imagínate que soy Deífobo. Tengo que ser debidamente azotado.
Le pasé el brazo por los hombros desnudos.
–Pídeme cualquier cosa menos ésa. ¿Azotarte a ti, a un rey, como si fueras un esclavo rebelde?
Se rió quedamente y apoyó la mejilla en mi brazo.
–¡Oh, qué importarán algunas cicatrices más en mi flaco pellejo! Debo parecer un esclavo rebelde, Diomedes. ¿Qué mejor que una espalda ensangrentada en un esclavo griego huido? Utiliza el látigo.
–¡No! – respondí negando con la cabeza.
–¡Te digo que uses el látigo, Diomedes! – exclamó con expresión torva.
Lo cogí a regañadientes, enrollé las cuatro tiras en mi mano, hice acopio de todo mi valor y las descargué sobre su piel, en la que se levantaron verdugones morados. Observé cómo se hinchaban con repulsiva fascinación.
–¡Pon algo más de entusiasmo! – me encareció impaciente-. ¡No has vertido sangre!
Cerré los ojos y obedecí sus órdenes. Le propiné diez latigazos en total con aquel infame instrumento y en cada ocasión vi surgir la sangre; y lo dejé marcado para toda su vida como a cualquier esclavo rebelde.
–No te apenes por ello, Diomedes -me dijo dándome un beso-. ¿Para qué necesito un cutis impecable?
Y con una mueca añadió:
–No sienta mal. ¿Tiene mal aspecto?
Asentí en silencio.
Se quitó el faldellín y se movió por la habitación hasta encontrar un pedazo de sucio hilo con el que se cubrió los lomos, se despeinó los cabellos y los tiznó con hollín del trípode de fuego. Juraría que vi brillar sus ojos de pura alegría. Entonces me tendió unas esposas.
–¡Encadéname, tirano argivo! – me ordenó.
Le obedecí por segunda vez, consciente de sentirme herido por el azotamiento en unos aspectos que él nunca experimentaría. Para Ulises aquello sólo significaba un medio para conseguir un fin. Mientras me arrodillaba para sujetar las esposas a sus tobillos, me dijo:
–Una vez me halle dentro de la ciudad me introduciré en la Ciudadela. Viajaremos juntos en el coche de Áyax, es fuerte, estable y silencioso, hasta que lleguemos al bosquecillo próximo a la tone de vigilancia pequeña que se halla en nuestro extremo de la Cortina Occidental. A partir de allí nos separaremos. Yo me infiltraré por la puertecilla de la entrada Escea y haré lo mismo en las puertas de la Ciudadela… utilizaré el pretexto de que deseo ver urgentemente a Polidamante. Creo que su nombre funcionará a la perfección.
–Pero en realidad no irás a ver a Polidamante -dije mientras me erguía.
–No. Me propongo ver a Helena. Imagino que tras su forzado matrimonio se alegrará de ayudarme. Ella sin duda lo sabrá todo acerca de la cripta. Incluso acaso conozca el paradero del santuario donde se halla el Paladión.
Anduvo unos momentos por la sala practicando con su parafernalia.
–¿Y qué haré yo entretanto?
–Tú aguardarás entre los árboles hasta que llegue la medianoche. Entonces subirás por nuestro conducto y matarás a los guardianes de las proximidades de la pequeña torre de vigilancia. Yo me las arreglaré como sea para conducir la imagen hasta la muralla. Cuando oigas esta variedad de cántico de la alondra nocturna… -la silbó en tres ocasiones-, vendrás a ayudarme a pasarla por el conducto.
Dejé a Ulises en el bosquecillo sin ser detectado y me instalé allí para esperar. Cojeando y tambaleándose corrió como enloquecido hacia la puerta Escea, vociferando y arrastrándose entre el polvo; era el ejemplar más lastimoso de ser humano que yo había visto en mi vida. Siempre le encantaba representar a un personaje distinto, pero creo que la identidad por él preferida era la del esclavo huido.
Cuando había transcurrido la mitad de la noche busqué nuestro conducto y lentamente me deslicé por su retorcida y sofocante extensión sin hacer ningún ruido. Al llegar a lo alto descansé y traté de acostumbrarme a la luz de la luna, aguzando los oídos para captar los escasos sonidos que se difundían por el pasillo superior de las murallas. Me encontraba próximo a la torre de vigilancia menor que Ulises había convertido en nuestro punto de encuentro porque estaba muy alejada de otros puntos más custodiados.
Se hallaban de servicio cinco guardianes, despiertos y vigilantes, pero estaban todos en el interior. Me pregunté cómo se organizaba esa gente para permitirse tanta comodidad mientras los bastiones quedaban descuidados. ¡Hubieran durado muy poco en un campamento griego!
Yo vestía un traje de ligero cuero negro compuesto de faldellín y blusón y sostenía una daga entre los dientes y una espada corta en la diestra. Me acerqué a la ventana de la sala de guardia y tosí ruidosamente.
–Ve a ver quién hay fuera, Maios -dijo alguien.
Y el tal Maios salió paseando, una tos no disimulada no es en absoluto alarmante, aunque se oiga sobre los muros más duramente disputados del mundo. Al no ver a nadie se puso en tensión, aunque como era un necio no llamó pidiendo refuerzos. Era evidente que creía estar imaginando cosas y salió con la pica preparada. Cuando hubo pasado por delante de mí me levanté en silencio, lo amordacé con una mano y con la otra utilicé la espada. Acto seguido lo dejé caer quedamente en el camino y lo arrastré a un rincón oscuro.
Al cabo de unos momentos salió otro guardián, sin duda enviado en busca del primero. Le corté el gaznate sin producir el menor sonido; habían caído dos y quedaban tres. Entonces, antes de que los que se hallaban en el interior se sintieran incómodos, me acerqué de nuevo a la ventana e hipé como un borracho. Alguien desde el interior profirió un suspiro de exasperación, otro se abalanzó al exterior con impaciencia. Me abracé a él como si estuviera muy ebrio y, cuando hundí el bronce bajo sus costillas y hasta su corazón, ni siquiera llegó a proferir un gruñido. Lo sostuve erguido y lo arrastré haciendo eses en una danza de borracho, imitando una voz troyana. Lo que atrajo a un cuarto hombre al exterior. Le arrojé el muerto con una seca risotada y, mientras trataba de eludirlo, le hundí un codo de la hoja de mi espada, que lo atravesó de parte a parte. Los dejé caer a ambos en el suelo con un tenue tintineo, como si se hubieran puesto en marcha en la oscuridad. Entonces me asomé sobre el alféizar.
Sólo quedaba el capitán de la torre, que murmuraba enojado entre dientes sentado ante la mesa. El hombre contemplaba una trampilla del suelo en claro dilema. ¿Esperaría a alguien a quien pensaba que debía saludar? Entré sigilosamente en la habitación, me abalancé sobre él por detrás e interrumpí su grito con la mano. Perdió la vida tan rápidamente como los otros y se reunió con ellos en aquel rincón oscuro entre el sendero y la pared de la torre. Luego me senté fuera para aguardar, pues consideré preferible que si aparecía el esperado visitante, no viera a nadie en la sala de guardia.
Poco después Ulises silbó su versión del canto de la alondra nocturna. ¡Qué inteligente era! Si no hubiera pensado en variar el habitual gorjeo acaso algún pájaro auténtico hubiera decidido cantar cerca de la torre de vigilancia. Al ser así no había ningún pájaro auténtico a la vista y también debía yo confiar en que no hubiera ningún visitante porque no podía avisar a Ulises.
Abrí la trampilla de la sala de guardia y descendí por la escalerilla hasta reunirme con Ulises, que me esperaba en el fondo.
–¡Aguarda! – le susurré.
Y salí a dar una visita de inspección. Pero las calles estaban tranquilas, sin lámparas ni antorchas encendidas.
–¡La tengo, Diomedes, pero pesa tanto como Áyax! – me dijo Ulises cuando regresé-. Nos va a costar muchísimo izarla por una escalerilla de veinticinco codos.
El Paladión estaba posado de manera precaria a lomos de un asno, de modo que lo arrastramos con dificultades hasta la cámara situada al pie de la escalera tras ahuyentar a la bestia. Lo contemplé sobrecogido a la luz de la lámpara. ¡Oh, cuan viejo era! Era una forma femenina toscamente reconocible tallada en una madera que había oscurecido con el paso de los eones para resultar hermosa, algo que ciertamente no era. Tenía pies diminutos, juntos y puntiagudos, enormes caderas, una vulva obscena, vientre dilatado, grandes senos y brazos aferrados a sus costados, cabeza redonda y boca en mohín provocador. Y también era enormemente gruesa; más alta que yo y muy pesada. Los puntiagudos pies le hubieran permitido girar como una peonza infantil, pero no podía sostenerse sobre ellos y teníamos que sujetarla nosotros.
–¿Crees que cabrá dentro del conducto, Ulises? – le pregunté.
–Sí. El bulto de su vientre no es mayor que nuestros hombros y es más redonda, al igual que el conducto.
Entonces tuve una brillante idea. Busqué un pedazo de cuerda en la sala y lo encontré en una caja, lo enlacé debajo de sus senos, lo até y dejé un cabo suficientemente largo para poder sujetarlo. Subí la escalera en primer lugar arrastrándola por la cuerda mientras Ulises la sujetaba con una mano por sus enormes y redondas nalgas y con otra por la vulva, y la empujaba desde abajo.
–¿Crees que nos perdonará alguna vez las libertades que hemos de tomarnos? – comenté cuando llegamos a la sala de guardia.
–¡Oh, sí! – respondió mientras se tendía en el suelo junto a ella-. Es la primera Atenea, o sea Palas, y yo le pertenezco.
Bajarla por el conducto fue mucho más sencillo. Ulises no se había equivocado. Su forma redonda avanzaba con mayor facilidad de lo que a mí me era posible con mis anchos hombros y ángulos masculinos. La mantuvimos atada, lo que resultó una ayuda adicional cuando nos encontramos en la llanura. Una vez allí, la arrastramos hacia el bosquecillo donde estaba el carro de cuatro ruedas de Áyax y, con nuestros últimos arrestos, la cargamos en él y nos desplomamos. La media luna se desplazaba hacia poniente, lo que significaba que aún nos quedaba suficiente tiempo para llevarla a casa.
–¡Lo has conseguido, Ulises! – lo elogié.
–Sin ti no me hubiera sido posible, viejo amigo. ¿A cuántos guardias has tenido que matar?
–A cinco. – Bostecé-. Estoy cansado.
–¿Y cómo crees que me siento yo? Por lo menos tú tienes la espalda intacta.
–¡No me hables de eso! Más bien cuéntame qué ha sucedido en la Ciudadela. ¿Viste a Helena?
–Embauqué perfectamente a los guardianes de la entrada y me permitieron entrar en la ciudad. El único guardián que vigilaba el acceso estaba dormido, de modo que recogí mis cadenas y pasé por encima de él con la mayor delicadeza posible. Encontré sola a Helena, pues Deífobo se hallaba ausente en aquellos momentos. Se quedó atónita al encontrarse ante un esclavo sucio y ensangrentado postrado a sus pies, pero en cuanto reparó en mis ojos me reconoció, y al pedirle que me acompañara a la cripta se dispuso a ello al instante. Creo que esperaba a Deífobo, pero nos escapamos y en cuanto logramos encontrar un lugar seguro me ayudó a liberarme de mis grilletes. Acto seguido fuimos a la cripta. – Rió entre dientes-. Imagino que la cripta le resultó muy práctica cuando ella intrigaba con Eneas, porque Helena conocía aquello como la palma de su mano. Una vez estuvimos abajo me acosó a preguntas: ¿Cómo estaba Menelao? ¿Cómo estabas tú? ¿Qué era de Agamenón? Su curiosidad era insaciable.
–Pero ¿y el Paladión? ¿Cómo conseguiste moverlo si sólo contabas con la ayuda de Helena? – le pregunté.
Se agitaron sus hombros a efectos de la risa.
–Mientras yo formulaba las oraciones y pedía autorización a la diosa para trasladarla, Helena desapareció, ¡y al cabo de unos momentos había regresado con el asno! Entonces me condujo por la cripta directamente a la calle que discurre por debajo del muro de la Ciudadela, donde me besó, muy castamente, y me deseó buena suerte.
–¡Pobre Helena! – dije-. Deífobo ha debido influir en ella contra los intereses de Troya.
–Tienes toda la razón, Diomedes.
Agamenón erigió un magnífico altar en la plaza de asambleas y entronizó en su interior al Paladión en una hornacina de oro. Después de lo cual convocó a todos los miembros del ejército que pudieron reunirse en la zona y les explicó cómo la habíamos raptado Ulises y yo. Se le asignó un sacerdote propio, que le ofreció sus víctimas más escogidas. El humo se levantó blanco como la nieve y se dispersó con tal rapidez en el cielo que nos hizo comprender que se sentía complacida en su nuevo hogar. ¡Cómo debía de haber odiado la frialdad y la húmeda oscuridad de su hogar troyano! La sagrada serpiente se deslizó en su recinto, bajo el altar, sin vacilar un instante, y luego asomó la cabeza para lamer su platillo de leche y tragarse su huevo. Una ceremonia impresionante y feliz.
Cuando el ritual hubo concluido, Ulises, el resto de los reyes y yo seguimos a Agamenón a su hogar para celebrar un banquete. Ninguno de nosotros rechazábamos jamás una invitación para comer con el rey de reyes, que contaba sobradamente con los mejores cocineros. Disfrutamos de quesos, olivas, panes, frutos, asados, pescados y dulces almibarados, regado todo ello con generoso vino.
El ambiente era muy animado, las conversaciones estaban adobadas con alegría y chanzas, el vino era excelente. Entonces Menelao hizo acudir al arpista para que cantase y, ya sensibilizados por aquellos momentos, nos instalamos cómodamente a escucharlo. Aún no ha nacido el griego a quien no le agraden los cánticos, los himnos, las baladas de su país; preferíamos escuchar al bardo que acostarnos con mujeres.
El arpista nos obsequió con un poema sobre Heracles. Luego aguardó paciente a que se extinguieran los aplausos demasiado entusiastas. Era un magnífico poeta y un gran músico. Agamenón lo había traído consigo de Áulide hacía diez años, pero procedía originalmente del norte y se decía que descendía del propio Orfeo, el cantor por excelencia.
Alguien le pidió que cantara el Himno Bélico de Tideo; otro, el Lamento de Dánae, y Néstor deseaba escuchar la Historia de Medea, pero a cada petición negaba sonriente con la cabeza. Entonces se arrodilló ante Agamenón y le dijo:
–Si me autorizas, señor, he compuesto una canción sobre acontecimientos mucho más próximos a nosotros que las hazañas de héroes ya muertos. ¿Me permites cantarte mi propia composición?
Agamenón inclinó su imperial y blanquísima cabeza en señal de asentimiento.
–Canta, Alfides de Salmideso.
El hombre pasó con delicadeza los dedos por las tensas cuerdas para extraer de su querida lira un lento y melódico tañido de dolor. La canción era triste y sin embargo espléndida: trataba de Troya y del ejército de Agamenón ante sus murallas. Nos mantuvo largo rato absortos porque un poema tan titánico no se canta en unos instantes. Estábamos sentados, apoyadas las barbillas en las manos, con los ojos cerrados y las mejillas mojadas en llanto. El cántico concluía con la muerte de Aquiles. El resto era demasiado penoso. Aún nos resultaba difícil pensar en Áyax.
Áureo en muerte como lo fue en vida.
La hermosa máscara flotaba, tenue e inmóvil;
su respiración, ya extinguida; su sombra, desaparecida.
Las manos cruzadas, enguantadas en pesado oro,
con su mortalidad esfumada, cubierta su gloria de simple metal,
yace el incomparable Aquiles, la bronca voz condenada al silencio.
¡Oh divina musa, eleva mi corazón para darle vida!
Que mis palabras lo revistan de oro vivo.
Que resuenen sus pisadas sembrando el terror y el pánico
y atraviese la llanura de la inhóspita Troya.
Le enseñaré a agitar su largo penacho dorado.
Recordadlo reluciente como el sol espléndido
recorriendo incansable los prados troyanos cubiertos de rocío,
al compás las cintas de su coraza
Glorioso Aquiles, hijo sin labios de Peleo.
Elogiamos larga y entusiastamente al arpista Alfides de Salmideso, aunque con el corazón herido, pues nos había dado un sabor de inmortalidad, ya que su canción sin duda nos sobreviviría a todos. Aún respirábamos y sin embargo figurábamos en el cántico. Era una carga abrumadora para poder soportarla.
Cuando por fin concluyeron los aplausos deseé estar a solas con Ulises; aquella multitud humana parecía ajena al estado de ánimo que el músico nos había inspirado. Miré a mi amigo, que comprendió sin tener que profanar el instante con palabras. Se levantó, se dirigió hacia la puerta y sofocó ruidosamente un grito. Puesto que se había instalado un repentino silencio en la sala, todos nos volvimos hacia él y nos quedamos también estupefactos.
Al principio la similitud nos resultó extraña; con el hechizo de la canción aún latente en nosotros, era como si Alfides de Salmideso hubiera conjurado un fantasma con su música. ¡Pensé que Aquiles también había venido a escucharlo! ¿Pero quién le había dado a su sombra la sangre necesaria para permitirle concretarse?
Entonces lo miré con más detenimiento y comprendí que no se trataba de Aquiles. Aquel hombre era tan alto y corpulento como él pero muchos años más joven. Apenas le apuntaba la barba, cuyo incipiente asomo era rubio oscuro y los ojos más ambarinos. Y sus labios estaban perfectamente formados.
No podíamos adivinar cuánto tiempo llevaba allí, pero por el sufrimiento que reflejaba su rostro debía de ser bastante para haber oído por lo menos el final de la canción.
Agamenón se levantó y fue a su encuentro tendiéndole el brazo.
–Bien venido seas, Neoptólemo, hijo de Aquiles -lo saludó.
El joven inclinó gravemente la cabeza.
–Gracias. He venido a ayudar, pero zarpé antes… antes de saber que mi padre había muerto. He tenido conocimiento de ello por el arpista.
Ulises se reunió entonces con ellos.
–¿Qué mejor modo de conocer tan espantosa noticia? – le preguntó.
Neoptólemo inclinó la cabeza con un suspiro.
–Sí, la canción lo dijo todo. ¿Ha muerto París?
Agamenón le cogió las manos.
–Así es.
–¿Quién lo mató?
–Filoctetes, con las flechas de Heracles.
El joven trató de mostrarse cortés, de mantener el rostro impasible.
–Lo siento, pero no conozco vuestros nombres. ¿Quién es Filoctetes?
–Soy yo -se presentó éste.
–No estaba aquí para vengarlo, de modo que te doy las gracias.
–Lo sé, muchacho. Me consta que hubieras preferido hacerlo tú mismo. Por casualidad logré acabar con ese bandido… o por la connivencia de los dioses, ¿quién puede saberlo? Y ahora, puesto que no nos conoces, permíteme que nos presente. Nuestro gran soberano es quien primero te ha saludado, el siguiente ha sido Ulises, los demás somos Néstor, Idomeneo, Menelao, Diomedes, Automedonte, Menesteo, Meriones, Macaón y Eurípilo.
¡Pensé en cuánto se habían reducido nuestras filas!
Ulises, Automedonte, que estaba absorto, y yo condujimos a Neoptólemo a la barricada de los mirmidones. Fue un paseo más bien largo y la noticia de su llegada ya nos había precedido. A todo lo largo del camino los soldados salían de sus casas y se exponían al inclemente sol para saludarlo con tanto entusiasmo como habían vitoreado a su padre. Descubrimos que se parecía a Aquiles en algo más que en su aspecto, les agradecía su enorme entusiasmo con la misma tranquila sonrisa y espontáneo ademán y, como su padre, se mantenía reservado; no exteriorizaba pródigamente sus sentimientos con todos aquellos que entraba en contacto. Durante el camino rellenamos los huecos existentes en el cántico y le explicamos cómo había muerto Áyax y le hablamos de Antíloco y de todos los demás que habían encontrado la muerte. A continuación le describimos a los vivos.
Los mirmidones habían formado filas y no pronunciaron ninguna aclamación hasta que el muchacho, que apenas tendría más de dieciocho años, les hubo hablado. Luego golpearon los escudos con sus espadas con tal estrépito que a Ulises y a mí nos impulsó a alejarnos. Anduvimos hasta el otro extremo de la playa, a nuestro propio recinto.
–Y esto nos conduce hacia el fin, Diomedes.
–Si los dioses conocen el significado de la piedad, ruego que conduzca a un fin -le respondí.
Con un soplido se apartó un mechón pelirrojo de los ojos.
–Diez años… Es curioso que Calcante no se equivocara en ello. Me pregunto si fue por azar o si en realidad sería clarividente.
–No es político dudar de los poderes de los sacerdotes -repuse con un estremecimiento.
–Tal vez. ¡Oh, desprender de mis cabellos el polvo de Troya! ¡Zarpar de nuevo por los mares! ¡Lavarse el hedor de esta llanura con limpia agua marina! ¡Ir a algún lugar de aires tranquilos y donde las estrellas brillen sin competir con diez mil fuegos de campamento! ¡Verse purificado!
–Me hago eco de todo ello, Ulises. Aunque también resulta difícil creer que todo esté casi concluido.
–Acabará con un cataclismo que competirá con Poseidón.
Lo miré sorprendido.
–¿Has imaginado ya la forma de conseguirlo?
–¡Sí!
–¡Cuéntamela!
–¿Antes de que llegue la hora? ¡Diomedes, Diomedes! ¡Ni siquiera por ti puedo hacerlo! Pero no tardará en llegar el momento.
–Entremos y te curaré esos latigazos.
Aquello lo hizo reír.
–Ya sanarán -dijo.
Al día siguiente Neoptólemo vino a cenar con nosotros.
–Tengo algo reservado para ti, Neoptólemo -le dijo Ulises cuando hubo concluido la cena-. Es un regalo.
El joven me miró sorprendido.
–¿Qué quiere decir? – me preguntó.
Yo me encogí de hombros. – ¿Quién puede saberlo salvo Ulises?
Regresó conduciendo un enorme trípode en el que se hallaba extendida la dorada armadura que Tetis había rogado que forjara Hefesto. Neoptólemo se levantó bruscamente y murmuró algo para mí incomprensible, luego se acercó a tocar la coraza con delicadeza y cariño.
–Cuando Automedonte me explicó que se la habías ganado a Áyax en un debate me enojé muchísimo -dijo con lágrimas en los ojos-. Pero debo pedirte perdón. ¿La conseguiste para mí?
–A ti te irá perfectamente, muchacho -repuso Ulises con una sonrisa-. Hay que ponérsela, no debe pender de un muro ni ser desperdiciada con los parientes de un difunto. Vístela, Neoptólemo, y que te traiga buena suerte. Sin embargo, te costará acostumbrarte a ella. Debe de pesar lo mismo que tú.
Durante los cinco días siguientes se produjeron algunas escaramuzas. Neoptólemo tuvo su primera experiencia con los troyanos y se relamió. Era un guerrero, había nacido para la lucha y ansiaba sumergirse en ella. Sólo el tiempo era su enemigo y él lo sabía. Sus ojos expresaban su convencimiento de que desempeñaría un papel de escasa importancia en los momentos finales de una gran guerra, que las coronas de laurel se tejerían para otras cabezas, las que habían resistido aquellos diez años. Sin embargo, él era el factor decisivo. Nos traía esperanza, furia y entusiasmo renovado. Los ojos de todos los soldados, ya fuesen mirmidones, argivos o etolios, lo seguían con igual devoción perruna cuando pasaba en el carro de su padre vestido con su armadura. Para ellos era Aquiles y yo observaba continuamente a Ulises, ávido porque se convocara el consejo.
Sucedió a mitad de una luna desde la venida de Neoptólemo y fue anunciado por uno de los heraldos imperiales: sería al día siguiente, tras la comida de mediodía. Comprendí la inutilidad de intentar sonsacarle a Ulises. De modo que cuando acabamos de cenar adopté un aire totalmente desinteresado mientras lo escuchaba abordar un tema y desecharlo con tal ligereza y habilidad como un acróbata. Asumió muy bien mi actitud y prorrumpió en incontenibles carcajadas cuando me despedí de él con aire muy digno. Debí haberle dado una patada, pero me contuve porque aún me resentía más que él de los azotes que le había propinado; en lugar de ello me resarcí con una mordaz descripción de sus antepasados.
Todos se presentaron temprano en la casa de Agamenón, como perros que olfatean sangre fresca mantenidos a raya, vestidos cuidadosamente con sus mejores ropas y joyas, igual que si asistieran a una recepción formal en la sala del León de Micenas. El heraldo jefe, que se encontraba al pie del trono del León, le repetía los nombres de los presentes a un subalterno cuya tarea consistía en aprenderlos de memoria para la posteridad:
–Agamenón imperial, gran soberano de Micenas, rey de reyes.
»Idomeneo, gran rey de Creta.
»Menesteo, gran rey del Ática.
»Néstor, rey de Pilos.
»Menelao, rey de Lacedemonia.
»Diomedes, rey de Argos.
»Ulises, rey de las islas exteriores.
»Filoctetes, rey de Hestaiotis.
»Eurípilo, rey de Ormenion.
»Toas, rey de Etolia.
»Agapenor, rey de Arcadia.
»Áyax, hijo de Oileo, rey de Locria.
»Meriones, príncipe de Creta, heredero de Creta.
»Neoptólemo, príncipe de Tesalia, heredero de Tesalia.
»Teucro, príncipe de Salamina.
»Macaón, cirujano.
»Podaliero, cirujano.
»Epeo, ingeniero.
El rey de reyes hizo señas para despedir a sus heraldos y entregó a Meriones el bastón de debate. Entonces nos habló con el rebuscado lenguaje de una declaración formal.
–Después de que Príamo, rey de Troya, quebrantó los sagrados convenios de la guerra, encargué a Ulises, rey de ítaca, que ingeniara un plan para tomar Troya por medio de astucia y engaños. He sido informado de que Ulises, rey de ítaca, está dispuesto a hablar. Se os pide que seáis testigos de sus palabras. Real Ulises, tienes la palabra.
Ulises se levantó y le dirigió una sonrisa a Meriones.
–Guarda el bastón en mi nombre -le dijo.
Entonces sacó un rollo de piel de tono pálido de la mesa del centro de la estancia y fue hacia una pared para poder mostrárnoslo a todos. Desenrolló la piel y la sujetó con firmeza a la pared con una pequeña daga enjoyada en cada esquina.
Lo miramos todos con aire inexpresivo preguntándonos si seríamos víctimas de un engaño. Consistía en un dibujo grabado en la piel con negro carbón: una especie de caballo de grandes dimensiones, sin duda bien realizado a su modo, y junto a él aparecía trazada una línea vertical.
Ulises nos miró con aire enigmático.
–Sí, es un caballo. Sin duda os preguntaréis qué hace Epeo hoy con nosotros. Bien, se halla presente para que podamos formularle algunas preguntas y pueda darnos algunas respuestas.
Se volvió a Epeo, que se hallaba tan desconcertado como incómodo en tan elevada compañía.
–Epeo, se te considera el mejor ingeniero nacido en Grecia desde la muerte de Eaco, y el mejor trabajador de la madera. Examina cuidadosamente este dibujo y advierte la línea trazada junto al caballo. La longitud de esa línea corresponde a la altura de los muros de Troya.
Todos observamos el dibujo perplejos, con tanta atención como Epeo.
–En primer lugar deseo conocer tu opinión sobre una cuestión, Epeo -dijo el rey de las islas exteriores-. Durante diez años has podido observar las murallas de Troya. Dime, ¿existe algún ariete, algún ingenio de asedio en el mundo capaz de demoler la puerta Escea?
–No, rey Ulises.
–Bien. Entonces, una segunda pregunta. Si utilizas los materiales, los artesanos y los recursos de que dispones ahora mismo, ¿podrías construir un buque enorme?
–Sí, señor. Cuento con carpinteros de ribera, ebanistas, albañiles, aserradores y muchísimos obreros no calificados. Y considero que disponemos de suficiente madera de la clase adecuada en cinco leguas a la redonda para construir una flota de tales buques.
–¡Excelente! He aquí la tercera pregunta. ¿Podrías construir un caballo de madera de las dimensiones del animal reproducido en el mapa? Repara de nuevo en la línea negra. Mide treinta codos, la altura de las murallas de Troya. Por lo que comprenderás que en sus orejas el caballo alcanza los treinta y cinco codos de altura. Y, la cuarta pregunta, ¿podrías construir este caballo sobre una plataforma con ruedas capaz de soportar su peso? Y, aún otra pregunta, ¿podrías fabricarlo hueco?
Epeo esbozó una sonrisa. Era evidente que el proyecto estimulaba su fantasía.
–Sí, señor, respuesta afirmativa a todas tus preguntas.
–¿Cuánto tiempo tardarías?
–Cuestión de días solamente, señor.
Ulises soltó la piel y se la tiró al ingeniero.
–Gracias. Tómalo y ve a mi casa. Nos veremos luego.
Estábamos por completo desconcertados. Nuestros rostros debían de reflejar asombro, recelo y sospechas, pero mientras aguardábamos a que Epeo marchase, Néstor lanzó una risita como si de repente comprendiera la más exquisita broma de toda su prolongada existencia.
Ulises abrió ampliamente los brazos y creció en estatura hasta que pareció elevarse sobre todos nosotros. Iba lanzado, lo que significaba que ninguno de nosotros podría persuadirlo ni detenerlo. Con ademanes ampulosos elevó su voz hasta las vigas del techo.
–¡Así tomaremos Troya, camaradas reyes y príncipes! – exclamó.
Permanecimos atónitos mirándolo con fijeza.
–Sí, Néstor, tienes razón. Y también tú, Agamenón. En primer lugar calculo que un caballo de esas dimensiones es capaz de albergar en su vientre a un centenar de hombres. Y si la salida es silenciosa, nocturna y desconocida, un centenar de hombres serán más que suficientes para abrir la puerta Escea.
Desde todos los extremos de la sala comenzaron a sucederse con profusión las consultas. Los inseguros gritaban, los entusiastas vitoreaban y aquello fue un pandemónium hasta que Agamenón se levantó del trono del León para tomar el bastón de Meriones y golpear con él en el suelo.
–Podéis formular cuantas preguntas gustéis, pero de un modo más ordenado… y después de mí. Ulises, siéntate y sírvete vino, luego explica este proyecto hasta el mínimo detalle.
El consejo se clausuró cuando se extendía la oscuridad. Acompañé a Ulises de regreso a su casa. Epeo lo aguardaba paciente, extendido ante sus ojos el mapa de piel, que ahora contenía otros bocetos más pequeños. Escuché ociosamente mientras ellos dos discutían asuntos técnicos: los materiales que Epeo necesitaría, el período aproximado de tiempo que requeriría el trabajo y la necesidad de guardar absoluto secreto.
–Puedes trabajar en el hueco misterioso que hay detrás de esta casa -le dijo Ulises a Epeo-. Es profundo, de modo que el caballo no asomará la cabeza por encima de las copas de los árboles del extremo opuesto y nadie podrá distinguirlo desde las torres de vigilancia de la ciudad. El lugar tiene también otras ventajas. Su acceso ha estado vetado para todos sin excepción desde hace tantos años que no se presentarán personajes curiosos ni inquisitivos. Utilizarás a los hombres que viven allí como obreros no calificados. Todos aquellos que tengas que hacer acudir al hueco no podrán salir de él hasta que el trabajo haya concluido. ¿Podrás arreglártelas trabajando en tales condiciones?
Le brillaban los ojos.
–Puedes confiar en mí, rey Ulises. Nadie sabrá lo que allí sucede.
Boreas, el viento del norte, llegó bramando por los helados yermos de Escitia, tiñendo los árboles de ámbar y amarillo. El verano había pasado por décima vez y Agamenón aún seguía vigilando como un perro sarnoso el hediondo hueso de Troya. Todo había desaparecido. Poco antes de que Héctor muriera, yo había ordenado que extrajeran los últimos clavos de oro de puertas, ventanas, persianas y bisagras y que los fundieran. El tesoro se había consumido; todas las ofrendas votivas de los templos habían sido devoradas para fabricar lingotes. Ricos y pobres por igual se resentían bajo los impuestos y, sin embargo, yo no tenía suficientes medios para adquirir lo necesario con que proseguir la lucha de Troya: mercenarios, armas e ingenios bélicos. Durante diez años no había recibido ningún ingreso de los aranceles del Helesponto. Agamenón los percibía de todas las embarcaciones griegas que entraban continuamente en el Ponto Euxino, del que había excluido a las naves de cualquier otra nación. Comíamos bien porque nuestras puertas del sur y del noreste seguían abiertas y los campesinos cultivaban las tierras, pero echábamos de menos los alimentos que por nuestra situación nos era imposible cultivar. Sólo algunos de los fabulosos caballos de Laomedonte pastaban en la llanura sureña. Me había visto obligado a venderlos casi todos. Cuán cierto es que la rueda gira por completo. Lo que Laomedonte y yo les habíamos negado a los griegos ahora les pertenecía, porque más tarde me enteré de que el rey Diomedes de Argos era el principal comprador de tales caballos. ¡Ah, el orgullo, el orgullo!… Se disipa ante la derrota.
Encendían grandes fuegos en mi cámara para calentar mis carnes, pero no había hoguera en el mundo que pudiera derretir la desesperación instalada en mi corazón. Había engendrado cincuenta hijos, cincuenta hermosos muchachos, y la mayoría de ellos ya habían muerto. El dios de la guerra había escogido a los mejores para sí y me había dejado a la escoria como consuelo de mi provecta edad. Tenía ochenta y tres años y parecía como si fuera a sobrevivir al último de todos ellos. Ver pavonearse a Deífobo, un bufón de heredero, me hacía verter mares de lágrimas. ¡Ah, Héctor, Héctor! Mi esposa Hécuba estaba loca, aullaba como una perra vieja privada de sustento; su compañera preferida era Casandra, aún más perturbada que ella. Aunque la belleza de mi hija había crecido con el tiempo y con su locura. Sus negros cabellos mostraban dos grandes franjas blancas, su rostro se había afinado hasta amoldarse a sus afilados huesos y sus ojos eran tan grandes y brillantes que parecían zafiros de un negro azabache.
A veces me obligaba a mí mismo a desplazarme hasta la torre de vigilancia de la puerta Escea para contemplar las innumerables espirales de humo que se levantaban desde la playa, las naves que se extendían hilera tras hilera en la arena. Los griegos no nos asaltaban y estábamos al borde de un abismo sin que nos concedieran ningún tipo de compensación, porque ignorábamos qué se proponían. Sencillamente se entregaban a sus misteriosos asuntos. Los restos del ejército de Troya se concentraban en la Cortina Occidental, pues allí era donde Agamenón debería atacar, si se decidía a hacerlo.
Cada noche yacía insomne, cada mañana me encontraba totalmente despierto. Sin embargo no estaba derrotado. Mientras el espíritu residiera aún en mi marchita carcasa no me dejaría arrebatar Troya. Aunque tuviera que vender a cuantos se encontraban tras sus murallas, conservaría Troya a salvo de las dentelladas de Agamenón.
Pero al tercer día de soplo boreal yacía con el rostro vuelto hacia la ventana cuando la aurora avanzaba lentamente por el monte Ida con una luz grisácea manchada con el húmedo resplandor del llanto vertido por Héctor.
Percibí un tenue grito, me estremecí y me esforcé por saltar del lecho. El sonido parecía proceder de la Cortina Occidental. Pensé que debía ir allí y averiguar de qué se trataba. Ordené que me trajesen mi carro.
El ruido fue creciendo en intensidad y cada vez se incorporaron más voces a él, pero estaba demasiado lejos para advertir si el alboroto lo producía el miedo o el dolor. Deífobo se reunió conmigo frotándose los ojos para despejarlos del sueño y haciendo amargos visajes.
–¿Nos atacan, padre?
–¿Cómo he de saberlo? Me dirijo a las murallas para enterarme.
El jefe de cuadras acudió con mi carro, y mi auriga, semiaturdido, llegó tropezando de sus habitaciones. Partí y dejé al heredero en libertad de seguirme.
El núcleo de la ciudad que rodeaba la puerta Escea y la Cortina Occidental rebosaba de gente, los hombres corrían en todas direcciones gritando y gesticulando, pero nadie parecía ceñirse una armadura. En lugar de ello saltaban por doquier y gritaban a los demás para que se levantaran y vieran.
Un soldado me ayudó a subir la escalera de la torre de vigilancia escea. Entré silencioso en la sala de guardia. El capitán se cubría con un taparrabos y las lágrimas corrían por su rostro mientras su lugarteniente, sentado en una silla, se reía de manera demencial.
–¿Qué significa esto, capitán? – inquirí.
El hombre, demasiado absorto en lo que le afectaba para reparar en lo que hacía, me asió con gran fuerza del brazo y me empujó hacia el paso superior. Una vez allí dirigió mi atención hacia el campamento griego, al que señaló con un dedo tembloroso.
–¡Mira el terraplén, señor! ¡Apolo ha escuchado nuestras plegarias!
Agucé la mirada (excelente para mi edad) y escudriñé entre la luz creciente. Miré una y otra vez. ¿Cómo considerarlo? ¿Cómo creerlo? Los hoyos de las fogatas griegas estaban fríos, no persistían en el aire restos de olores de madera quemada, no se distinguía una sola figurilla humana en movimiento y tan sólo divisábamos una franja de guijarros bañada por el sol naciente que resplandecía sobre ellos. El único indicio de que allí habían estado amarradas las naves era la serie de largas y profundas señales que se extendían hasta las aguas de la laguna. ¡Los barcos habían desaparecido! ¡Los soldados se habían marchado! No quedaba más rastro de un ejército de ochenta mil efectivos que una pequeña ciudad de casas grises. Agamenón había zarpado durante la noche.
Grité y canté mi incontenible alegría, pero me flaquearon las piernas y caí de rodillas sobre las piedras. Reía y lloraba, rodaba sobre el duro adoquinado como si fuese arenilla. Mascullé mi reconocimiento a Apolo, reí y agité los brazos. El capitán me ayudó a levantarme del suelo, lo abracé y lo besé y le hice promesas que ya no recuerdo.
Deífobo llegó corriendo con expresión transfigurada, me abrazó y me hizo girar en redondo en frenética danza mientras los guardianes formaban un círculo y aplaudían sin cesar.
Ningún monstruo griego acechaba en la playa. ¡Troya estaba libre!
Las noticias circularon con más rapidez que nunca. Por entonces todos estaban despiertos y se apiñaban en las murallas para cantar, bailar y lanzar aclamaciones. A medida que la luz se difundía y las sombras se levantaban de la llanura lo distinguimos con más claridad: ¡Agamenón se había marchado realmente! ¡Había zarpado! ¡Oh, gracias, gran dios de la luz! ¡Gracias!
El capitán, ya totalmente despierto, permanecía protector junto a mí. De pronto, tenso y receloso, me tiró de la manga. Deífobo reparó en ello y se acercó a nosotros.
–¿Qué sucede? – pregunté con un vuelco en el corazón.
–En la llanura hay algo, señor. Lo he visto desde el amanecer, pero la luz comienza ahora a iluminarlo, y no se trata del bosquecillo que hay junto al Simois sino de un objeto inmenso. ¿Lo ves?
–Sí, lo veo -repuse con la boca reseca.
Otros lo señalaban también y discutían sobre su naturaleza. De pronto el sol se reflejó en aquel objeto y reveló una superficie pulida y marrón.
–Voy a verlo -dije dirigiéndome a la puerta de la sala de guardia-. Capitán, ordena que abran la puerta Escea pero no permitas que la gente salga al exterior. Iré a examinarlo personalmente con Deífobo.
¡Ah, la sensación del viento, por frío que fuera! Cabalgar por la llanura era una panacea para cuanto me afligía. Ordené al auriga que siguiera el camino, por lo que avanzamos dando sacudidas por los guijarros. Aunque era un paseo menos ajetreado que antaño, pues el incesante paso de hombres y carros había desgastado y nivelado las piedras y las fisuras entre ellas estaban rellenas de polvo endurecido con las lluvias del invierno.
Desde luego que todos habíamos comprendido en qué consistía el objeto pero ninguno de nosotros podíamos dar crédito a lo que veíamos. ¿Qué hacía aquello allí? ¿Qué finalidad tendría? ¡Sin duda no era lo que imaginábamos! Visto de cerca resultaría más extraño, diferente. Sin embargo, cuando Deífobo y yo nos aproximamos seguidos de algunos miembros de la corte, resultó ser exactamente lo que parecía: un gigantesco caballo de madera.
El animal se levantaba sobre nuestras cabezas, era una criatura de madera de roble de inmensas proporciones. Quienquiera que la hubiera fabricado, dioses u hombres, se había atenido estrictamente a la anatomía equina para poder definirlo como un caballo en lugar de una mula o un asno. Pero el cuerpo estaba realizado a tal escala que se sostenía sobre las patas más gruesas que poseyera jamás caballo alguno y sus colosales cascos estaban atornillados a una plataforma. Aquella especie de soporte se levantaba limpiamente del suelo sobre pequeñas y sólidas ruedas, doce a cada lado por delante y por detrás. Mi carro se encontraba a la sombra de su cabeza y yo tenía que estirar el cuello para distinguir la parte inferior de sus quijadas sobre mí. Realizado con madera pulida, era a un tiempo firme y consistente y las uniones de las tablas estaban calafateadas con brea al igual que el casco de una nave. Sobre sus costuras embreadas se había pintado un bonito dibujo en ocre. Tenía crines y cola talladas. Cuando retrocedí para contemplar la cabeza advertí que los ojos consistían en incrustaciones de ámbar y azabache, que tenía pintadas de rojo las fosas nasales y que la dentadura, que mostraba como si relinchase, era de marfil. Me pareció muy hermoso.
Un destacamento de la guardia real había acudido al galope junto con la mayoría de la corte.
–Debe de estar hueco, padre -dijo Deífobo-, para que resulte ligero a fin de apoyarlo en la plataforma sin que se rompan las ruedas.
Señalé la grupa del animal por nuestra parte.
–Es sagrado. ¿Lo ves? Aquí aparece una lechuza, la cabeza de una serpiente, una égida y una lanza. Pertenece a Palas Atenea.
Algunos de los presentes parecían dudosos. Deífobo y Capis murmuraron algo, pero Timoites, otro hijo mío, se mostró entusiasmado.
–¡Tienes razón, padre! Los símbolos se expresan con más elocuencia que si hablasen. Es un regalo de los griegos para sustituir al Paladión.
Laoconte, principal sacerdote de Apolo, profirió un gruñido.
–Desconfía de los griegos cuando ofrecen regalos -dijo.
Capis entró en liza.
–¡Es una trampa, padre! ¿Por qué iba a exigir Palas Atenea semejante esfuerzo de los griegos cuando son sus preferidos? Si no hubiera consentido el robo de su Paladión, los griegos no lo hubieran robado. Ella nunca cambiaría su fidelidad a los griegos por nosotros. ¡Es una trampa!
–Contrólate, Capis -le dije distraído.
–¡Te lo ruego, señor! – insistió-. ¡Ábrele el vientre y veamos qué contiene!
–No tiene nada que ver con regalos por parte de los griegos -dijo Laoconte pasando los brazos por los hombros de sus jóvenes hijos-. Es una trampa.
–Estoy de acuerdo con Timoites -dije-. Está destinado a sustituir al Paladión.
Y con fulminante mirada le ordené a Capis:
–¡Ya basta! ¿Has oído?
–De todos modos no pretendían que entrara dentro de nuestras murallas -observó Deífobo con sentido práctico-. Es demasiado alto para que pueda atravesar las puertas. No, sea cual sea su finalidad, no puede ser una trampa. Está destinado a permanecer aquí, en este lugar, sin que represente ningún peligro para nosotros ni para nadie.
–¡Es una trampa! – gritaron Capis y Laoconte casi al unísono.
La discusión prosiguió con violencia a medida que la gente importante de Troya se reunía junto al sorprendente caballo, asombrándose, teorizando y abrumándome con sus opiniones. Para alejarme de ellos, paseé una y otra vez en torno al animal, examinándolo minuciosamente, sondeando el significado de sus símbolos, maravillándome ante la cualidad del trabajo realizado. Se encontraba exactamente a mitad de camino entre la playa y la ciudad. ¿Pero de dónde procedía? Si los griegos lo hubieran construido, lo hubiéramos visto levantarse. ¡Sin duda debía proceder de la diosa!
Laoconte había enviado a algunos miembros de la guardia real al campamento griego para inspeccionarlo. Yo seguía dando vuelta tras vuelta cuando aparecieron dos guardianes en un carro de cuatro ruedas custodiando a un hombre. Desmontaron a mi lado y lo ayudaron a apearse.
Llevaba cadenas en brazos y piernas, sus ropas se veían reducidas a harapos y sus cabellos y su persona estaban sucios.
El guardián de más edad se arrodilló ante mí.
–Señor, hemos descubierto a este individuo escondido en una de las casas griegas. Como ves, está cargado de cadenas y ha sido azotado recientemente. Cuando lo prendimos rogó por su vida y pidió ser conducido ante el rey de Troya para comunicarle sus noticias.
–¡Habla, hombre! Soy el rey de Troya -le dije.
El hombre se humedeció los labios y gruñó sin poder articular palabra. Un guardián le dio agua. Bebió con avidez y luego me saludó.
–Gracias por tu amabilidad, señor -dijo.
–¿Quién eres? – inquirió Deífobo.
–Me llamo Sinón, soy griego argivo, un noble de la corte del rey Diomedes, que es mi primo. Pero servía en la unidad de tropas especiales que el gran soberano de Micenas delegó para el uso exclusivo del rey Ulises de las islas exteriores.
Se tambaleó y tuvo que ser sostenido por los guardianes. Me apeé del carro.
–Soldado, siéntalo en el borde de tu carro y yo me instalaré a su lado.
Pero alguien encontró una silla, por lo que me situé frente a él.
–¿Estás mejor, Sinón?
–Gracias, señor. Tengo fuerzas para proseguir.
–¿Por qué ha sido azotado y encadenado un noble argivo?
–Porque yo estaba al corriente de la conjura urdida por Ulises para liberarse del rey Palamedes. Al parecer, Palamedes había insultado a Ulises de algún modo poco antes de que comenzara nuestra expedición a Troya. Se dice que Ulises puede aguardar toda una vida la oportunidad perfecta para vengarse. En el caso de Palamedes esperó más de ocho años. Hace dos años Palamedes fue ejecutado por alta traición. Ulises tramó los cargos y elaboró las pruebas que lo condenaban.
Fruncí el entrecejo.
–¿Por qué iba a conspirar un griego para conseguir la muerte de otro? ¿Eran vecinos, rivales de algún territorio?
–No, señor. Uno reina sobre las islas de la parte occidental de la isla de Pélops; el otro, en un importante puerto de mar de la costa este. Se guardaban rencor por algo que desconozco.
–Comprendo. ¿Por qué entonces te hallas en tal situación? Si Ulises pudo elaborar cargos de traición contra un rey griego, ¿por qué no hizo lo mismo contigo, un simple noble?
–Soy primo hermano de un rey muy poderoso, señor, al que Ulises ama entrañablemente. Además, yo le confié mi historia a un sacerdote de Zeus y, mientras yo permaneciera ileso, el sacerdote no debía decir nada; pero si yo moría, por la causa que fuese, el sacerdote debía presentarse. Como Ulises ignoraba quién era mi confidente, me creí a salvo.
–Imagino que el sacerdote jamás narró la historia porque no has muerto, ¿no es cierto? – le pregunté.
–No, señor, en modo alguno -repuso Sinón, que había bebido de nuevo y parecía menos desdichado-. El tiempo transcurrió sin que Ulises dijera ni hiciera nada y… bien, señor, ¡me olvidé del asunto! Pero durante las últimas lunas el ejército estaba cada vez más desanimado. Cuando Aquiles y Áyax murieron, Agamenón abandonó toda esperanza de entrar algún día en Troya. De modo que se celebró un consejo en el que se sometió la cuestión a voto y decidieron regresar a Grecia.
–¡Pero ese consejo debió de celebrarse a mediados de verano!
–Sí, señor. Mas la flota no podía zarpar porque los auspicios no eran favorables. Taltibio, el gran sacerdote, dio por fin a conocer la respuesta: Palas Atenea hacía soplar vientos adversos. Había endurecido su corazón contra nosotros tras el robo del Paladión y exigía una reparación. Entonces también Apolo declaró su ira. Deseaba un sacrificio humano. ¡El mío! ¡Pronunciaron mi propio nombre! Tampoco pude encontrar al sacerdote en quien había confiado, pues Ulises lo había enviado en una misión a Lesbos. De modo que cuando expliqué mi historia nadie me creyó.
–Entonces el rey Ulises tampoco te había olvidado.
–No, señor, desde luego que no. Sólo aguardaba a que llegara el momento oportuno para golpear. Me azotaron, me cargaron de cadenas y me dejaron abandonado a tu merced. Bóreas comenzó a soplar y por fin zarparon. Palas Atenea y Apolo habían sido aplacados.
Me levanté, estiré las piernas y volví a sentarme.
–¿Y qué me dices de ese caballo de madera, Sinón? ¿Por qué está ahí? ¿Pertenece a Palas Atenea?
–Sí, señor. Pidió que su Paladión fuera sustituido por un caballo de madera y lo construimos nosotros mismos.
–¿Por qué no pidió simplemente que devolvierais su Paladión? – inquirió Capis, receloso.
Sinón pareció sorprendido.
–El Paladión había sido contaminado.
–Prosigue -le ordené.
–Taltibio profetizó que en el momento en que el caballo de madera se encontrara en el interior de Troya, la ciudad nunca caería y que retornaría a ella su antigua prosperidad. De modo que Ulises sugirió construir el caballo demasiado grande para que no pudiera pasar por vuestras puertas. De ese modo, dijo, podíamos obedecer a Palas Atenea y, a la vez, asegurarnos de que no se cumpliría la profecía. El caballo de madera tendría que permanecer fuera, en la llanura.
Gruñó, movió los hombros y trató de sentarse más cómodamente.
–¡Ay, ay! ¡Me han destrozado!
–En seguida te llevaremos a la ciudad y te cuidaremos, Sinón -lo tranquilicé-, pero primero debemos oír toda la historia.
–Sí, señor, lo comprendo. Aunque no sé qué esperas oír. Ulises es brillante y el caballo demasiado grande.
–Ya cuidaremos de eso -repuse con torva sonrisa-. Concluye.
–En realidad ya he concluido, señor. Zarparon y me dejaron aquí.
–¿Marcharon hacia Grecia?
–Sí, señor. Con estos vientos les será fácil la travesía.
–Entonces ¿por qué dotaron de ruedas a esa bestia? – preguntó Laoconte aún muy escéptico.
Sinón parpadeó asombrado.
–¡Para sacarlo de nuestro campamento!
¡Era imposible dudar de aquel hombre! Sus sufrimientos eran demasiado reales, al igual que los verdugones de los azotes y su extremo adelgazamiento. Y la historia encajaba a la perfección.
Deífobo observó la enorme masa del animal y suspiró.
–¡Oh, qué lástima, padre! Si pudiéramos meterlo en… -Hizo una pausa-. Sinón -añadió-, ¿qué le sucedió al Paladión? ¿Cómo se contaminó?
–Cuando lo trajeron a nuestro campamento… Ulises lo robó…
–¡Muy característico! – lo interrumpió Deífobo.
–Fue exhibido en su propio altar -prosiguió Sinón-, y el ejército se reunió para verlo. Pero cuando los sacerdotes le efectuaron sus ofrendas, la diosa se envolvió tres veces en llamas y al extinguirse el fuego por tercera vez comenzó a sudar sangre. Grandes gotas surgían de su rostro de madera y rodaban por sus mejillas, sus brazos y las comisuras de sus ojos, como si llorara. La tierra se agitó y desde el claro cielo cayó una bola de fuego entre los árboles más allá del Escamandro. ¡Debisteis de verla! Nos golpeamos el pecho y oramos… todos, hasta el gran soberano. Después descubrimos que la diosa había prometido un favor a su hermana Afrodita, que si el caballo de madera se colocaba dentro de Troya, entonces la ciudad dirigiría las fuerzas del mundo y conquistaría Grecia.
–¡Aja! – resopló Capis-. ¡Muy conveniente! ¡Este brillante Ulises idea hacer el caballo demasiado grande y luego se larga! ¿Por qué tomarse tantas molestias sólo para zarpar? ¿Por qué preocuparse de las dimensiones que tendría el caballo? ¡Se han ido a su casa!
–¡Porque la primavera próxima van a regresar! – replicó Sinón en un tono indicativo de que su paciencia llegaba a término.
–A menos que el caballo pueda pasar por nuestras murallas -dije levantándome de mi asiento.
–Es imposible -dijo Sinón recostándose a un lado del carro y cerrando los ojos-. Es demasiado grande.
–¡No es imposible! – grité-. ¡Capitán! Trae cuerdas, cadenas, mulas, bueyes y esclavos. Es temprano, si comenzamos ahora podremos meter ese animal en la ciudad antes de que oscurezca.
–¡No, no, no! – vociferó Laoconte con el rostro convertido en una máscara de terror-. ¡No, señor! ¡Déjame hacer primero rogativas a Apolo, por favor!
–Ve y haz lo que creas más conveniente, Laoconte -dije mientras me alejaba-. Entretanto comenzaremos a dar cumplimiento a la profecía.
–¡No! – gritó mi hijo Capis.
Pero todos los demás gritaron alborozados:
–¡Sí!
Nos costó la mayor parte del día. Lo sujetamos con cuerdas reforzadas con cadenas por la parte delantera y los costados de la maciza plataforma de madera, y luego uncimos mulas, bueyes y esclavos y con lentitud casi infinita el caballo de madera avanzó por el camino. Era una tarea dolorosa, frustrante y exasperante. Ningún griego, ¡ningún ser humano!, podía haber contado con nuestra paciencia y tenacidad ante semejante tarea. A cada recodo el objeto tenía que ser empujado de un lado para otro múltiples veces para mantenerlo sobre los guijarros y fuera de la hierba porque las ruedas sólo estaban atornilladas a la tabla, no había ejes bastante fuertes en el mundo para asumir tal montaña de peso.
Hacia mediodía lo habíamos arrastrado hasta la puerta Escea, donde pudimos comprobar por nuestros propios ojos que la cabeza era sin duda alguna cinco codos más alta que el pasillo arqueado que cruzaba la vasta puerta de madera.
–Timoites -le dije a mi hijo más entusiasta-, di a la guarnición que traiga picos y martillos y que rompan el arco.
Costó largo rato. Las piedras instaladas por Poseidón constructor de murallas no cedían fácilmente a los golpes de los mortales, pero se desmoronaron fracción a fracción hasta que se formó un enorme hueco sobre la abertura de la puerta Escea.
Los seres uncidos a la criatura tiraron de las cuerdas encadenadas y la poderosa cabeza se adelantó de nuevo. Contuve el aliento al ver cómo se apretaban cada vez con más fuerza las mandíbulas y cuando grité avisándolos era demasiado tarde: la cabeza se había quedado encajada. La separamos haciendo palanca, derribamos un poco más y lo intentamos de nuevo. Pero aún no pasaba. En cuatro ocasiones se atascó la noble cabeza sin que el espacio fuera suficiente. Luego el gigantesco objeto entró rodando, rechinante y aparatoso, en la plaza Escea. ¡Ah, Ulises se había visto frustrado!
Para asegurarme decidí que el caballo debía ser arrastrado por la escarpada colina y conducido hasta los manantiales de Troya, en la Ciudadela. Lo cual representó duplicar las bestias de carga y lo que parecieron eones de tiempo, aunque los ciudadanos también aportaron su grano de arena. La puerta de la Ciudadela no estaba coronada por ningún arco, por lo que el caballo pasó por ella sin dificultades.
Lo dejamos para siempre en reposo en el verde patio consagradado a Zeus. Las losas crujieron y se hendieron bajo su enorme peso y las ruedas se hundieron en el suelo entre el pavimento fragmentado, pero el sustituto del Paladión se mantuvo enhiesto. Ninguna fuerza terrestre podría ya moverlo. Habíamos demostrado a Palas Atenea que éramos dignos de su amor y respeto. En aquel momento prometí públicamente que el caballo se mantendría en perfectas condiciones y que se levantaría un altar en su base. Troya estaba a salvo. El rey Agamenón no regresaría en la primavera con un nuevo ejército. Y nosotros, cuando nos hubiéramos recuperado, controlaríamos las fuerzas del mundo para conquistar Grecia.
Entonces llegaron a mis oídos las demenciales carcajadas de Casandra, que corría desde las columnas con los cabellos sueltos al viento y los brazos extendidos. La joven se echó a mis pies y, abrazada a mis rodillas, gimió, chilló y vociferó.
–¡Échalo de aquí, padre! ¡Échalo de la ciudad! ¡Déjalo donde estaba! ¡Es una criatura fatídica!
Laoconte, allí presente, asentía con hosca expresión.
–Los presagios no son buenos, señor. He ofrecido una cierva y tres palomas a Apolo pero los ha rechazado a todos. Este objeto significa la perdición de nuestra ciudad.
–Yo también lo he visto. Padre dice la verdad -exclamó pálido y tembloroso el mayor de sus dos hijos.
Timoites se apresuró a adelantarse en mi defensa, pues mi genio también se estaba despertando y las voces que sonaban alrededor de mí reflejaban temor.
–Acompáñame, señor -dijo Laoconte en tono apremiante-. Acompáñame al gran altar y compruébalo por ti mismo. El caballo está maldito. ¡Destrózalo, quémalo, libérate de él!
Apremió a sus dos hijos para que se adelantaran, corrió al altar de Zeus y me dejó atrás por la lentitud de mis viejas piernas. De pronto, al llegar al estrado de mármol, se echó a gritar al igual que sus hijos, que saltaron y chillaron. Cuando uno de los guardianes llegó junto a él se había desplomado en una masa informe y gimiente, abrazado a sus hijos, que se retorcían. Entonces el guardián retrocedió rápidamente y volvió hacia nosotros su rostro horrorizado.
–¡No te acerques, señor! – gritó-. ¡Es un nido de víboras! ¡Les han mordido!
Alcé las manos a las profundidades carmesíes del firmamento.
–¡Oh padre de los cielos! ¡Has enviado una señal! ¡Has fulminado a Laoconte ante nosotros porque murmuró contra la ofrenda de tu hija a mi pueblo! ¡El caballo es bueno, es sagrado! ¡Él mantendrá a los griegos eternamente lejos de nuestras puertas!
Por fin habían concluido aquellos diez años de guerra contra un enemigo poderoso. Habíamos sobrevivido y aún éramos dueños de nosotros mismos. El Helesponto y el Ponto Euxino nos pertenecían de nuevo. La Ciudadela volvería a tener clavos de oro y sonreiríamos otra vez.
Conduje a la corte a mi palacio y ordené que preparasen un banquete; teníamos que echar al olvido nuestros últimos recelos y disfrutar como esclavos liberados. Exclamaciones de júbilo, cánticos, címbalos, tambores, cuernos y trompetas resonaban por las encrucijadas callejeras bajo la Ciudadela mientras desde el interior fluían idénticos ruidos hacia abajo. ¡Troya estaba libre! ¡Diez años! ¡Habían pasado diez años y Troya había vencido! ¡Troya había expulsado a Agamenón de sus playas para siempre!
¡Ah, pero para mí el mejor espectáculo lo constituía Eneas! Él no había ido a ver el caballo; no se había movido de palacio mientras duraron todos nuestros esfuerzos. Sin embargo, no podía en modo absoluto dejar de asistir al banquete, aunque permaneció con rostro impenetrable y mirada encendida en odio. Yo había ganado y él, perdido. La sangre de Príamo aún existía. Troya sería gobernada por mis descendientes, no por Eneas.
Cerraron nuestra trampilla mucho antes de que amaneciera y nosotros, que habíamos soportado la oscuridad todas las noches de nuestras vidas, descubrimos qué era realmente hallarse a oscuras. Por más que abría los ojos y me esforzaba por ver seguía sin distinguir nada. Nada. Estaba completamente ciego, el mundo era una negrura tangible e insoportable. Traté de pensar que tan sólo sería un día y una noche si podíamos considerarnos afortunados. Por lo menos un día y una noche sin un mínimo resquicicio de luz, sin poder discernir la hora por el sol, convertido cada instante en una eternidad, los oídos tan afinados que la respiración de los hombres sonaba como truenos distantes.
Rocé a Ulises con el brazo y me estremecí involuntariamente. Fruncí la nariz ante los olores de sudor, orines, heces y respiraciones malolientes pese a los cubos de cuero tapados que Ulises había distribuido entre cada tres hombres. Entonces comprendí por qué se había mostrado tan inflexible en ello. Ensuciarse con excrementos hubiera sido algo insoportable para cualquiera de nosotros. Cien hombres totalmente ciegos… ¿Cómo podían algunos sobrevivir durante toda una vida de ceguera?
Pensé que nunca sería capaz de recobrar la visión. ¿Reconocerían mis ojos la luz o la fuerte impresión me deslumhraría y me sumiría de nuevo en una oscuridad permanente? Tenía la piel tensa, sentía el terror que me lamía por completo en aquel abismo, mientras un centenar de los hombres más valerosos del mundo se veían asimismo encarcelados, sumidos en un terror mortal. La lengua se me pegaba al paladar y busqué el odre de agua, para hacer algo.
Podíamos respirar el aire que se filtraba astutamente por un laberinto de diminutos agujeros practicados por todo el cuerpo y la cabeza del animal, aunque Ulises nos había advertido que no distinguiríamos la luz por ellos mientras fuese de día porque los protegían capas de tejido. Por fin cerré los ojos. Me dolían tanto de intentar ver que fue un alivio y la oscuridad me resultó más soportable.
Ulises y yo nos apoyábamos espalda contra espalda, al igual que todos. Nosotros mismos éramos el único apoyo que nuestra prisión poseía. En un esfuerzo por relajarme me apoyé en él y comencé a recordar a todas las muchachas que había conocido. Las catalogué meticulosamente, de la más linda a la más fea, la más bajita y la más alta, la primera con que me había acostado y la última, una que se había reído ante mi inexperiencia y otra que, exhausta, puso los ojos en blanco tras pasar una noche en mis brazos. Agotado el tema de las muchachas, comencé a enumerar todas las bestias que había exterminado, las cacerías a las que había asistido: leones, verracos, venados. Expediciones de pesca en busca de orcas, leviatanes y grandes serpientes, aunque sólo encontramos atunes y lubinas. Reviví los tiempos de entrenamiento con los jóvenes mirmidones y los pequeños combates a que me había enfrentado en su compañía. Las ocasiones en que había conocido a grandes hombres y quiénes eran. Hice recuento de las naves y reyes que habían zarpado hacia Troya; pasé revista a los nombres de todos los pueblos y ciudades de Tesalia; canté mentalmente las baladas de los héroes. En cierto modo el tiempo transcurría, pero con lentitud exasperante.
El silencio era cada vez más profundo. Debí de quedarme dormido porque desperté con un sobresalto al descubrir que Ulises me tapaba la boca con la mano. Yacía con la cabeza en su regazo y los ojos desorbitados de pánico, hasta que recordé por qué no podía ver. Me había despertado un movimiento y, mientras trataba de serenarme, se produjo una suave sacudida. Me volví y, tras sentarme, busqué a tientas las manos de Ulises y las estreché con fuerza. Él inclinó la cabeza y sus cabellos me rozaron la mejilla. Le hablé al oído.
–¿Nos están moviendo?
Sentí su sonrisa en mi rostro.
–¡Desde luego! Ni por un momento han dudado en mover este objeto. Tal como imaginaba, se han tragado la historia de Sinón -me susurró.
La repentina actividad interrumpió la sofocante inercia de nuestra prisión; durante largo rato nos sentimos más animados, más alegres, mientras sufríamos empujones y sacudidas. Tratamos de calcular nuestra velocidad, preguntándonos cuándo llegaríamos a las murallas y qué se propondría hacer Príamo para solucionar el hecho de que el caballo fuese demasiado grande. Y durante este lapso de tiempo disfrutamos de la oportunidad de hablarnos unos a otros con voces bajas pero normales, conscientes de que el ruido que producía nuestro transporte en su trayecto mitigaría tales sonidos. Distinguíamos nuestro avance, aunque no advertíamos la presencia de hombres ni de bueyes, sólo el estrépito y el chirrido producido por las ruedas.
No fue difícil adivinar en qué momento llegamos a la puerta Escea, pues el movimiento se interrumpió durante lo que parecieron días. Oramos en silencio a todos los dioses conocidos para que no renunciaran; para que, tal como Ulises había insistido en que sucedería, los troyanos llegaran al extremo de demoler el arco. Entonces comenzamos de nuevo a movernos. Se produjo un agobiante y exasperante zarandeo que nos tiró por los suelos y allí yacimos inmóviles con el rostro pegado al suelo.
–¡Necios! – gruñó Ulises-. ¡Han calculado erróneamente!
Tras otras cuatro sacudidas volvimos a rodar. Al advertir que el suelo se ladeaba, Ulises rió entre dientes.
–Es la colina que asciende a la Ciudadela -dijo-. Nos escoltan nada menos que a palacio.
Luego volvió a reinar el silencio. Nos detuvimos con un enorme crujido y nos abstrajimos en nuestros pensamientos. El enorme objeto se tomó el tiempo necesario para posarse como un leviatán en el barro y me pregunté dónde nos habríamos detenido exactamente de modo definitivo. El perfume de las flores llegaba furtivo. Traté de calcular cuánto les habría costado arrastrar el caballo desde la llanura, pero no pude. Cuando no es posible ver el sol, la luna ni las estrellas no se puede calcular el paso del tiempo. De modo que me recosté contra Ulises y me abracé a mis rodillas. Él y yo estábamos situados exactamente al lado de la trampilla y Diomedes había sido enviado al extremo opuesto para mantener el orden (nos habían ordenado que si alguien era presa de pánico debía ser eliminado al punto) y no lo lamentaba. Ulises era como una roca inquebrantable, tenerlo a mi espalda me tranquilizaba.
Me dediqué a pensar en mi padre y el tiempo pasó volando. No había querido hacerlo por temor al sufrimiento, pero en la situación de nuestra última espera no pude resistirme a ello. Y me sentí libre al punto de todo pesar porque cuando abrí las compuertas de mi mente para admitirlo pude sentirlo físicamente en mí. Yo volvía a ser un niño pequeño y él un gigante que se levantaba por encima de mi cabeza, un dios, un héroe para un muchacho. Tan hermoso y tan extraño con su boca sin labios. Aún tengo una cicatriz de una ocasión en que intenté cortarme el labio para parecerme más a él. El abuelo Peleo me descubrió de tal guisa y me azotó enérgicamente por impío. Me dijo que no podía ser otra persona, que era yo mismo con o sin labios. ¡Ah, y cómo había rezado para que la guerra contra Troya durara lo suficiente para poder luchar a su lado! Desde que cumplí los catorce años y me consideré un hombre estuve rogando a mis abuelos Peleo y Licomedes que me permitieran zarpar hacia Troya. Y ambos se habían negado.
Hasta el día en que el abuelo Peleo acudió a mis aposentos del palacio de Yolco con el rostro grisáceo como un moribundo y me dijo que podía irme. Me despidió simplemente sin mencionar el mensaje que Ulises le enviaba: que Aquiles tenía los días contados.
Nunca olvidaré mientras viva el canto que el trovador recitó ante Agamenón y los reyes. Yo permanecía junto a la puerta sin ser visto y absorbía sus palabras como una esponja deleitándome con sus hazañas. Luego el arpista habló de su muerte, de su madre y de la elección que le ofreció y del hecho que él no considerara tal opción: vivir larga y prósperamente en la oscuridad o morir joven y cubierto de gloria. La muerte, ése era el destino que nunca relacionaría con mi padre Aquiles. Para mí estaba por encima de los mortales, nadie podía abatirlo. Pero Aquiles era un ser mortal y murió. Murió antes de que pudiera verlo, de besar su boca sin necesidad de verme elevado a una inmensa distancia por los aires, con los pies muy alejados del suelo. Los hombres me dijeron que había crecido hasta alcanzar exactamente su misma altura.
Ulises había sospechado mucho más que los restantes y me hizo partícipe de cuanto sabía o sospechaba. Luego me habló de la conjura sin favorecer a nadie, ni siquiera a sí mismo, mientras me explicaba por qué mi padre había discutido con Agamenón y le había retirado su ayuda. Me pregunté si yo hubiera tenido la fortaleza y decisión de ver manchada para siempre mi reputación como había hecho mi padre. Con el corazón destrozado le juré a Ulises guardar el secreto; un sentimiento interior me decía que mi padre deseaba que no se desvelara nada de todo aquello. Ulises supuso que lo hacía en reparación de algún gran pecado que él creía haber cometido.
Sin embargo, ni siquiera entre la discreta oscuridad pude llorar por él. Tenía los ojos secos. Paris había muerto pero, si lograba matar a Príamo para vengarme de Aquiles, sería capaz de llorar.
Volví a dormirme. El sonido de la trampilla al abrirse me despertó. Ulises se movió como un relámpago, pero no fue lo bastante rápido. Una tenue y deslumbrante luz se filtraba por el agujero del suelo e iluminaba las piernas enredadas. Se percibieron sonidos de una pelea sofocada y luego unas piernas que se desplomaban. Sentí un cuerpo que se precipitaba hacia abajo y que se estampó con un ruido sordo. Alguien no podía resistir por más tiempo su encierro; cuando Sinón levantó desde el exterior la palanca que abría la trampilla no tuvimos ningún aviso previo, pero uno de nosotros estaba dispuesto para escapar.
Ulises miró hacia abajo y desenrolló la escalerilla de cuerda. Me acerqué a él. Nuestra armadura estaba empaquetada en la cabeza del animal y debíamos seguir un estricto orden de salida: mientras nos situábamos en fila hacia la trampilla el primer paquete que un hombre encontraba era su armadura.
–Sé quién ha caído -me dijo Ulises-, de modo que me llevaré mi armadura y aguardaré a que le llegue su turno para coger la suya. De otro modo los hombres que le siguen no encontrarían el paquete adecuado.
Así fue como resulté el primero en pisar tierra firme, salvo que no lo era en absoluto. Como alguien aturdido por un golpe, me encontré entre una masa suave y densamente perfumada, una alfombra de flores otoñales.
Una vez hubimos salido todos, Ulises y Diomedes acudieron a saludar a Sinón con besos y abrazos. El astuto Sinón era primo de Ulises. Como no lo habíamos visto antes de entrar en el caballo me sorprendió su aspecto. No era de extrañar que hubiera convencido a los troyanos con su historia. Su aspecto era enfermizo, miserable, sangrante y sucio. Ni el más despreciable esclavo había sido tratado de modo tan abominable. Ulises me explicó más tarde que Sinón se había pasado voluntariamente dos meses sin tomar alimentos para parecer más desdichado.
Sonreía ampliamente. Me acerqué a ellos cuando iniciaban su charla.
–¡Príamo se lo ha tragado todo, primo! Y los dioses estaban de nuestra parte, el presagio de Zeus fue fabuloso. ¡Laoconte y sus dos hijos perecieron al meterse en un nido de víboras, imagínate! ¡No pudo ser mejor!
–¿Dejaron abierta la puerta Escea? – inquirió Ulises.
–Desde luego. Ahora toda la ciudad duerme su borrachera. ¡Lo han celebrado espléndidamente! En cuanto se iniciaron los festejos en palacio nadie recordaba a la pobre víctima del campamento griego, por lo que no tuve dificultad alguna en escabullirme al promontorio de Sigeo y encender un fanal para Agamenón. Mi luz fue respondida al instante desde las colinas de Ténedos. En estos momentos debe de navegar hacia Sigeo.
Ulises volvió a abrazarlo.
–Has estado magnífico, Sinón. Puedes confiar en que serás recompensado.
–Lo sé.
Hizo una pausa y resopló satisfecho.
–¿Sabes que creo que no lo hubiera hecho por compensación alguna, primo? – dijo.
Ulises nos envió a cincuenta de nosotros a la puerta Escea para asegurarse de que los troyanos no tenían ninguna oportunidad de cerrarla antes de que entrase Agamenón; los restantes permanecimos armados y dispuestos, observando cómo la rosada y suave aurora se deslizaba sobre el alto muro en torno al gran patio, aspirando profundamente el aire de la mañana y disfrutando del perfume de las flores que estaban bajo nuestros pies.
–¿Quién cayó del caballo? – le pregunté a Ulises.
–Equión, hijo de Porteo -repuso con brevedad, aunque era evidente que pensaba en otra cosa.
Luego gruñó guturalmente y se removió inquieto con un nerviosismo impropio en él.
–¡Agamenón, Agamenón! ¿Dónde estás? – exclamó en voz alta-. ¡Ya deberías estar aquí!
En ese momento el sonido de un cuerno estalló en el cielo del amanecer: Agamenón se encontraba a la puerta Escea y podíamos movernos.
Nos dividimos. Ulises, Diomedes, Menelao, Automedonte y yo con algunos compañeros anduvimos lo más quedamente posible entre la columnata y luego giramos a un amplio y extenso pasillo que conducía a la parte del palacio destinada a Príamo. Una vez allí, Ulises, Menelao y Diomedes rae dejaron y se internaron por un pasillo lateral entre el laberinto que conducía a los aposentos donde residían Helena y Deífobo.
Un grito penetrante y solitario interrumpió el silencio y cayó sobre la cabeza de Troya. Los pasillos de palacio se llenaron de gente, hombres aún desnudos que se levantaban del lecho, aturdidos y atontados por el exceso de vino. Lo que nos permitió tomarnos nuestro tiempo, esquivar torpes golpes fácilmente, y exterminarlos sin problemas. Las mujeres chillaban y vociferaban, y las baldosas de mármol que pisábamos se volvieron resbaladizas por la sangre, pues no les dimos ninguna oportunidad. Pocos comprendieron lo que sucedía. Algunos estaban bastante despiertos para advertir mi presencia con la armadura de Aquiles y huían despavoridos pensando que mi padre capitaneaba las sombras de los muertos.
Con el crimen en el corazón no perdoné a ningún enemigo. A medida que los guardianes caían, la resistencia comenzó a endurecerse; por fin luchábamos con cierta calidad, aunque no con el estilo de un campo de batalla. Las mujeres contribuían a crear pánico y confusión e imposibilitaban las maniobras a los defensores de la Ciudadela. Otros compañeros del caballo me seguían; yo, sediento de la sangre de Príamo, los dejé asesinar cuanto quisieron. Sólo Príamo pagaría por Aquiles.
Pero querían a aquel insensato y anciano rey. Aquellos que habían despertado bastante despejados se habían vestido una armadura y corrían a través del laberinto por vías sinuosas decididos a protegerlo. Un muro de hombres armados me bloqueaba el camino con las lanzas enhiestas y la expresión reveladora de estar dispuestos a morir al servicio de Príamo. Automedonte y otros me dieron alcance; permanecí inmóvil un instante meditando. Con las puntas de sus lanzas preparadas esperaban que me moviera. Viré en redondo mi escudo y los miré por encima del hombro.
–¡A por ellos! – exclamé.
Me abalancé tan rápidamente que aquel que se encontraba delante de mí se apartó instintivamente a un lado alterando su frente. Con el escudo a modo de muro me estrellé de costado contra ellos. No tenían esperanzas de resistir semejante peso de un hombre y su armadura. Cuando caí sobre ellos se quebró su hilera y sus lanzas se inutilizaron. Me levanté haciendo oscilar el hacha: un hombre perdió un brazo; otro, la mitad del pecho; un tercero, la parte superior de la cabeza. Era como derribar árboles jóvenes. Puesto que por mi altura era inalcanzable desde cerca, avanzaba y propinaba hachazos incansable.
Ensangrentado de pies a cabeza, pasé por encima de los cadáveres y me encontré en una columnata que discurría por todo el entorno de un patio. En su centro se encontraba un altar levantado sobre un estrado escalonado cuya mesa estaba protegida del sol por un laurel de espeso ramaje.
Príamo, rey de Troya, estaba acurrucado en el peldaño superior, su barba y cabellos blancos resplandecían como plata entre la luz que se filtraba, y cubría su enjuto cuerpo con un camisón de hilo.
–¡Coge una espada y muere, Príamo! – le grité desde donde me encontraba con el hacha colgando a un costado.
Pero él miraba ausente a algo que se hallaba detrás de mí con los legañosos ojos llenos de lágrimas: no se daba cuenta de lo que sucedía o no le importaba. El aire estaba impregnado con los ruidos de muerte y alboroto y el humo ya ensombrecía el cielo. Troya moría alrededor de él mientras, al borde de la locura, se sentaba al pie del altar de Apolo. Creo que nunca comprendió que procedíamos del caballo, por lo que el dios le ahorró tal conocimiento. Lo único que él entendía era que ya no existían razones para seguir viviendo.
Junto a él se hallaba una anciana encorvada, aferrada a su brazo, con la boca abierta en una constante sucesión de alaridos más propios de un perro que de un ser humano. Una joven con abundante masa de rizos negros estaba de espaldas a mí ante la mesa del altar, apoyadas las manos en la losa y la cabeza inclinada hacia atrás mientras oraba.
Llegaron más hombres para defender a Príamo y yo los vencí con desprecio. Algunos lucían la insignia de sus hijos, lo cual aún me sirvió de estímulo. No me detuve hasta que tan sólo quedó uno, un simple joven; ¿tal vez Ilio? ¿Qué podía importar? Cuando intentó atacarme con una espada se la arranqué fácilmente de un tirón y luego así sus largas y despeinadas trenzas con el puño izquierdo y abandoné el escudo. El muchacho se debatió y propinó puñetazos contra mis grebas con los nudillos mientras yo lo obligaba a doblegarse y lo arrastraba al pie del altar. Príamo y Hécuba se abrazaban; la joven no se volvió.
–¡Aquí está tu último hijo, Príamo! ¡Mira cómo muere!
Apoyé el talón en el pecho del joven, lo levanté por los hombros limpiamente del suelo y a continuación aplasté su cabeza con la parte plana de mi hacha. Príamo se levantó como si reparara en mí por vez primera. Con la mirada fija en el cadáver de su último hijo cogió una lanza que se apoyaba a un lado del altar. Su mujer trató de contenerlo aullando como una loba.
Pero ni siquiera logró superar los peldaños. Tropezó y cayó tendido a mis pies cubriéndose el rostro con los brazos y ofreciendo el cuello al hacha. La anciana se había abrazado a sus muslos y la joven por fin se había vuelto y no me observaba a mí sino al rey con el rostro rebosante de compasión. Alcé el hacha y calculé el impacto para no errar el golpe. La hoja de doble filo cayó como una cinta en el aire y en aquel momento crucial sentí al sacerdote que vive en el corazón de todos los hombres nacidos para reinar. El hacha de mi padre culminó el impacto a la perfección. El cuello de Príamo se separó bajo sus cabellos plateados y la hoja lo atravesó por completo hasta chocar con la piedra mientras la cabeza saltaba por los aires. Troya estaba muerta. Su rey había sucumbido con la cabeza cortada por el hacha como solían morir los soberanos en tiempos de la Antigua Religión. Me volví y sólo encontré a griegos en el patio de Apolo.
–Busca una habitación que pueda cerrarse -le dije a Automedonte-, y luego regresa y mete en ella a estas dos mujeres.
Subí los peldaños del altar.
–El rey ha muerto -le dije a la joven, una gran belleza-. Tú serás mi botín. ¿Quién eres?
–Andrómaca de Cilicia, viuda de Héctor -dijo con firmeza.
–Entonces cuida de tu madre mientras te sea posible. No tardarás en separarte de ella.
–Déjame ir con mi hijo -repuso con gran serenidad.
–No, es imposible -respondí negando con la cabeza.
–¡Por favor! – exclamó ella aún sin perder el control.
Se disipó el resto de mi ira y la compadecí. Agamenón no permitiría que el muchacho viviera, pues había ordenado el total exterminio de la casa de Príamo. Antes de que pudiera negarle al acceso a su hijo por segunda vez regresó Automedonte. Las dos mujeres, una aún aullando y la otra implorando quedamente ver a su hijo, fueron retiradas de allí.
Marché del patio y comencé a explorar aquel laberinto de pasillos abriendo cada puerta e inspeccionando el interior para ver si quedaban más troyanos que exterminar. Pero no encontré a ninguno hasta que llegué a un perímetro exterior y abrí otra puerta.
Tendido en un lecho y durmiendo profundamente se encontraba un hombre muy corpulento y atlético. Era un varón atractivo, bastante moreno para ser hijo de Príamo, aunque no tenía el característico aire familiar. Entré sin hacer ruido, me aposté junto a él con el hacha muy cerca de su cuello y luego lo agité bruscamente por el hombro. Gruñó, era evidente que se hallaba bajo los efectos del vino, pero se despabiló bruscamente en el instante en que se encontró ante un hombre que vestía la armadura de Aquiles. Sólo la hoja del hacha que se apoyaba en su garganta le impidió dar un rápido salto en busca de su espada. Me lanzó una mirada asesina.
–¿Quién eres tú? – le pregunté sonriente.
–Eneas de Dardania.
–¡Bien, bien! Eres mi prisionero, Eneas. Soy Neoptólemo.
Un destello de esperanza iluminó sus ojos.
–¿Cómo? ¿No vas a matarme?
–¿Por qué tendría que matarte? Eres mi prisionero, nada más. Si tu pueblo dárdano aún te tiene en bastante estima para pagar el exorbitante rescate que me propongo pedir, puedes ser un hombre libre. Una recompensa por ser a veces… digamos amable con nosotros en la batalla.
Su rostro se iluminó de alegría.
–¡Entonces seré el rey de Troya!
Me eché a reír.
–Cuando se haya reunido tu rescate no habrá ninguna Troya en la que reinar, Eneas. Vamos a destruir este lugar y a someter a esclavitud a su pueblo. Las sombras pasearán por la llanura. Creo que tu perspectiva más sensata consistirá en emigrar. – Dejé caer el hacha-. Levántate, desnudo y con cadenas marcharás detrás de mí.
Aunque a regañadientes hizo exactamente lo que le decía sin crearme ningún problema.
Un mirmidón me trajo mi carro entre las calles incendiadas y en ruinas. Busqué algunos pedazos de cuerda, saqué a ambas mujeres de su prisión y las até fuertemente. Eneas me tendió las muñecas por voluntad propia para que se las atara. Con los tres bien sujetos, ordené a Automedonte que nos condujera fuera de la Ciudadela, de retorno a la plaza Escea. Los soldados sometían la ciudad a saqueo, algo que no interesaba al hijo de Aquiles. Alguien subió el cadáver decapitado de Príamo a la parte posterior del carro al igual que hicieron con el de Héctor y se arrastró por las piedras entre los pies de mis tres cautivos con vida. La cabeza de Príamo quedó ensartada en Viejo Pelión, su barba y sus cabellos plateados empapados en sangre, los negros ojos desorbitados, paralizados por el dolor y la ruina, mirando sin ver los hogares incendiados y los cuerpos despedazados. Los pequeños llamaban inútilmente a sus madres, las mujeres corrían enloquecidas en busca de sus hijos o huían de los soldados que se entregaban al crimen y a la violación.
No había modo de dominar al ejército. En aquel día de triunfo daban rienda suelta a la cólera de diez años de exilio y ausencia del hogar, de camaradas muertos y viudas infieles, del odio experimentado hacia toda cosa y persona troyana. Merodeaban como bestias por las calles envueltas en nubes de humo. No hallé ni rastro de Agamenón. Tal vez algo de mi apresuramiento en dejar la ciudad fuera resultado de lo poco dispuesto que estaba a verlo aquel día de profunda devastación. Era su victoria.
Ulises asomó por una callejuela no lejos de la Ciudadela y me saludó alegremente.
–¿Te marchas, Neoptólemo?
–Sí -asentí desanimado-. Y lo antes posible. Ahora que se ha extinguido mi ira, mi estómago no es bastante resistente.
Señaló con la cabeza.
–Veo que has encontrado a Príamo.
–Sí.
–¿Y a quién tenemos ahí?
Observó a mis prisioneros y obsequió a Eneas con una exagerada reverencia.
–¡De modo que has cogido a Eneas con vida! Estaba convencido de que te haría las cosas difíciles.
Le lancé al dárdano una mirada de desprecio.
–Durmió todo el tiempo como un bebé. Lo encontré desnudo en su lecho como su madre lo trajo al mundo y aún roncando.
Ulises prorrumpió en fuertes risotadas. Eneas, furioso, se puso en tensión. Los músculos de sus brazos rígidos, mientras luchaba por librarse de sus ataduras. De pronto comprendí que Eneas había escogido el destino más indignante. Era demasiado orgulloso para soportar burlas. En el momento en que lo desperté tan sólo pensaba en el trono de Troya. Ahora alcanzaba a comprender lo que conllevaría su cautiverio: insultos, sarcasmos, risas, la infinita repetición de cómo había sido encontrado borracho como una cuba mientras los demás luchaban.
Solté a la vieja Hécuba, que seguía bramando, la empujé hacia adelante y entregué el extremo de su cuerda a Ulises.
–Un regalo especial para ti. Sin duda sabrás que es Hécuba. Tómala y entrégasela a Penélope como sirvienta. Añadirá un considerable brillo a tu rocosa isla.
–No es necesario, Neoptólemo -repuso asombrado.
–Quiero que sea para ti, Ulises. Si tratara de conservarla yo, Agamenón me la arrebataría. Pero no se atreverá a pedírtela. Que una casa distinta a la de Atreo exhiba tan alto premio.
–¿Y qué me dices de la joven? ¿Sabes que es Andrómaca?
–Sí, pero me pertenece por derecho.
Me incliné y le susurré al oído.
–Deseaba buscar a su hijo, pero comprendí que era imposible. ¿Qué ha sido del hijo de Héctor?
Por un momento advertí cierta frialdad en él.
–Astiánax está muerto. No podía permitírsele que viviera. Lo encontré yo mismo y lo arrojé desde la torre de la Ciudadela. Hijos, nietos, biznietos… todos deben morir.
Mudé de tema.
–¿Habéis encontrado a Helena?
Su frialdad se disipó en una enorme risotada.
–¡Por cierto que sí!
–¿Cómo murió?
–¿Helena muerta? ¡Muchacho, Helena ha nacido para llegar a una edad provecta y morir tranquilamente en su lecho rodeada de sus llorosos nietos y sus sirvientes! ¿Imaginas a Menelao matando a Helena? ¿O permitiendo que Agamenón ordenase su muerte? ¡Dios! ¡Si la quiere mucho más que a sí mismo!
Se tranquilizó aunque aún reía satisfecho.
–La encontramos en sus aposentos rodeada de una pequeña guardia y con Deífobo preparado para matar al primer griego que viese. Menelao entró como un toro salvaje. Se enfrentó por sí solo a los troyanos y los despachó en un santiamén. Diomedes y yo fuimos simples espectadores. Por fin acabó con todos ellos, salvo con Deífobo, al que se enfrentó en duelo. Helena se encontraba a un lado, erguida la cabeza, mostrando el pecho y sus ojos como soles verdes. ¡Tan hermosa como Afrodita! ¡Te digo, Neoptólemo, que nunca podrá comparársele mujer alguna! Menelao estaba dispuesto pero no hubo duelo. Helena tomó la iniciativa; ensartó a Deífobo con una daga entre los omóplatos y luego cayó de rodillas. «¡Mátame, Menelao, mátame! ¡No merezco vivir! ¡Mátame ahora mismo!», gritó. Desde luego que Menelao no lo hizo. Le bastó con mirarle los senos para que todo se fuera al traste. Salieron juntos de la habitación sin mirarnos siquiera.
Tampoco yo pude contener la risa.
–¡Oh, qué ironía! Pensar que has combatido contra un grupo de naciones durante diez años para ver morir a Helena y acabarás viéndola regresar a su hogar de Amidas convertida en mujer libre… y sin dejar de ser reina.
–Bien, la muerte raras veces está donde uno la espera -dijo Ulises.
Se le hundían los hombros y por vez primera advertí que era un hombre que rondaba la cuarentena, que se resentía de su edad y de su exilio y que pese a todo su amor por la intriga sólo deseaba volver a encontrarse en su hogar. Se despidió de mí, marchó llevándose a la vociferante Hécuba y por fin desapareció por una callejuela. Le hice una seña a Automedonte y nosotros seguimos adelante hacia la puerta Escea.
Los caballos avanzaron lentamente por el camino que conducía a la playa. Eneas y Andrómaca marchaban detrás, el cadáver de Príamo brincaba entre ellos. Al llegar al campamento rodeé el complejo de los mirmidones, vadeé el Escamandro y tomé el sendero que conducía a las tumbas.
Cuando los caballos ya no pudieron avanzar desaté a Príamo de la barra, así su túnica con la mano y lo arrastré hasta la puerta de la tumba de mi padre. Lo instalé en la postura de un suplicante, arrodillado, hundí en el suelo el extremo de Viejo Pelión y amontoné piedras en su base para formar un círculo de refuerzo. Luego me volví para contemplar Troya en la llanura con sus casas que despedían llamas sin cesar y sus puertas abiertas como la boca de un cadáver cuando su sombra ha huido a los oscuros páramos subterráneos. Y por fin, en el último momento, lloré por Aquiles.
Traté de evocarlo como cuando estaba en Troya pero había demasiada sangre, una neblina mortal. Al final logré recordarlo pero tan sólo de un modo, con la piel ungida al salir del baño y brillantes los dorados ojos porque me miraba a mí, a su hijo pequeño.
Sin importarme que pudieran verme llorar, regresé al carro y subí junto a Automedonte.
–Regresemos a las naves, amigo de mi padre. Volvamos al hogar -le dije.
–¡Al hogar! – repitió con un suspiro el fiel Automedonte, que había zarpado de Áulide con Aquiles-. ¡Al hogar!
Troya quedaba atrás envuelta en llamas, pero nuestros ojos sólo veían los destellos saltarines del sol sobre un mar de color de vino que nos atraían hacia la patria.
Agamenón regresó a Micenas sano y salvo, ignorando totalmente que su esposa Clitemnestra había usurpado el trono y se había casado con Egisto. Tras acoger cortésmente a Agamenón, la mujer lo convenció para que tomara un baño y, mientras él chapoteaba alegremente, lo asesinó con el hacha sagrada. Luego mató a su concubina Casandra, la profetisa.
A Orestes, hijo de Agamenón y Clitemnestra, lo sacó subrepticiamente de Micenas Electra, su hermana mayor, temerosa de que Egisto matara al muchacho. Éste, cuando creció, vengó a su padre asesinando a su madre y a su amante. Pero aquélla era una solución condenada al fracaso, pues, aunque los dioses exigían venganza por su padre, condenaron a Orestes por parricidio y éste enloqueció.
Según la tradición latina se supone que Eneas huyó de la ciudad de Troya en llamas cargando al hombro con su anciano padre Anquises y el Paladión ateniense bajo el brazo. Embarcó y concluyó su periplo en Cartago, al norte de África, donde la reina Dido se enamoró ciegamente de él. Cuando volvió a zarpar, la soberana se suicidó.
Eneas desembarcó entonces definitivamente en la llanura latina del centro de Italia, combatió en una guerra y se instaló allí. Su hijo Julo, habido con la princesa latina Lavinia, se convirtió en el rey de Alba Longa y fue antepasado de Julio César. Sin embargo, la tradición griega rechaza todo esto. Según ella, Eneas fue tomado como rehén por Neoptólemo, hijo de Aquiles, que obtuvo su rescate de los dárdanos, y luego se instaló en Tracia.
Andrómaca, viuda de Héctor, le correspondió como botín a Neoptólemo. Fue su esposa o concubina hasta que él murió y le dio por lo menos dos hijos.
Antenor, junto con su esposa la sacerdotisa Teano y sus hijos, quedó en libertad a la caída de Troya. La familia se instaló en Tracia, o según otros en la Cirenaica, al norte de África.
Ascanio, hijo de Eneas habido con la princesa Creusa, se quedó en Asia Menor cuando su padre marchó con Neoptólemo y con el tiempo llegó a reinar en el trono de una Troya mucho más reducida.
Diomedes se vio desviado de su rumbo y naufragó en la costa de Licia, en Asia Menor, pero sobrevivió. Por fin llegó a Argos, donde se encontró con que su esposa había cometido adulterio y había usurpado el trono con su amante. Diomedes fue derrotado y desterrado a Corinto e intervino en una guerra en Etolia. Pero, al parecer, no lograba instalarse. Su última residencia estuvo localizada en la ciudad de Luceria, en Apulia, Italia.
Hécuba acompañó a Ulises, a quien había sido concedida, al Quersonese tracio, donde sus perpetuos aullidos lo aterraron de tal modo que la abandonó en la playa. Compadecidos de ella, los dioses la transformaron en una perra negra.
Helena participó en todas las aventuras de Menelao.
Idomeneo se enfrentó al mismo problema que Agamenón y Diomedes. Su esposa usurpó el trono de Creta y lo compartió con su amante, que expulsó a Idomeneo. Entonces se instaló en Calabria, Italia.
Casandra, la profetisa, en su juventud había rechazado las propuestas de Apolo, quien, como represalia, la maldijo: profetizaría siempre la verdad pero nunca le darían crédito. Primero fue otorgada a Áyax el Pequeño, pero se la arrebataron cuando Ulises juró haberla violado ante el altar de Atenea. Agamenón la reclamó para sí y se la llevó a Micenas consigo. Aunque ella seguía insistiendo en que allí tan sólo les aguardaba la muerte, el soberano no hizo caso de sus palabras. La maldición de Apolo se mantenía: fue asesinada por Clitemnestra.
Áyax el Pequeño naufragó en un arrecife cuando retornaba a Grecia y pereció ahogado.
Se dice que Menelao perdió el rumbo en su viaje de regreso. Llegó hasta Egipto (con su esposa Helena), visitó muchos países y permaneció en aquella zona durante ocho años. Por fin regresó a Lacedemonia el mismo día en que Orestes daba muerte a Clitemnestra. Menelao y Helena reinaron en Lacedemonia y fijaron las bases del futuro estado de Esparta.
Menesteo no volvió a Atenas. En su camino de regreso aceptó reinar en la isla de Melos y se quedó allí.
Neoptólemo accedió al trono de Peleo en Yolco pero, tras luchar con los hijos de Acasto, dejó Tesalia para vivir en Dodona, Épiro. Más tarde fue asesinado mientras saqueaba el santuario de la pitonisa de Delfos.
Néstor regresó a Pilos rápidamente y llegó sano y salvo. Pasó el resto de su longeva existencia gobernando Pilos en paz y prosperidad.
Como su oráculo doméstico había previsto, Ulises estaba condenado a no regresar a Ítaca durante veinte años. Al salir de Troya erró de un lado a otro del Mediterráneo y tuvo muchas aventuras con sirenas, brujas y monstruos. Cuando llegó a Ítaca se encontró su palacio invadido por los pretendientes de Penélope, deseosos de usurpar su trono casándose con la reina. Pero ella conseguía retrasar su destino insistiendo en que no se casaría hasta que hubiera concluido de tejer su propia mortaja, y cada noche deshacía lo que había tejido el día anterior. Con la ayuda de su hijo Telémaco, Ulises mató a los pretendientes y después vivió felizmente con Penélope.
Filoctetes fue expulsado de su reino de Hestaiotis y decidió emigrar a la ciudad de Crotón en la Italia lucana. Se llevó consigo el arco y las flechas que pertenecieron a Heracles.
La fecha del importante saqueo de Troya (se produjeron varios) suele considerarse en torno al año 1184 a. J.C., época de gran agitación en el extremo oriental del mar Mediterráneo debido a desastres naturales tales como terremotos y a la migración de nuevos pueblos, tanto en aquella zona como de una parte a otra de ella. Las tribus empujaban hacia el sur desde la cuenca del Danubio en Macedonia y Tracia y los pueblos griegos colonizaban las costas de la moderna Turquía a lo largo del Egeo y del mar Negro. Estos movimientos convulsivos fueron los sucesores de tempranas migraciones y los precursores de otras, y continuarían hasta tiempos relativamente recientes. Dieron lugar a muchas de las tradiciones más ricas inherentes a la historia de Europa, Asia Menor y la cuenca del Mediterráneo.
Las pruebas arqueológicas comenzaron con los descubrimientos de Heinrich Schliemann en Hirsalik, Turquía, y de sir Arthur Evans en Cnossos, Creta. Parece caber poca duda de que se libró una batalla entre los griegos aqueos y los habitantes de Troya (también llamada Ilium). Es casi seguro que fue entablada para dominar los Dardanelos, ese estrecho vital que comunica los mares Negro (Ponto Euxino) y Mediterráneo (Egeo), porque el control de los Dardanelos (el Helesponto) implicaba el monopolio del comercio entre los dos contingentes acuáticos. Algunos productos de vital necesidad eran difíciles de conseguir, en especial el estaño, sin el cual el cobre no podía ser convertido en bronce.
Pero mientras el comercio, la economía y la necesidad de sobrevivir fueron probablemente las raíces de la guerra, nadie puede prescindir de los atributos más legendarios, desde Helena hasta el Caballo de Troya.
La mayoría de los personajes mantienen sus nombres en versión griega. Algunos, como Helena y Príamo, son sobradamente conocidos por las versiones de los clásicos. Otros se conocen actualmente asimismo por la versión latina de sus nombres, como Hércules (Heracles), Venus (Afrodita), Júpiter (Zeus), Ulises (Odiseo), Hécuba (Hécabe), Vulcano (Hefesto) y Marte (Ares).
Pese a la existencia de las tablillas de barro (Lineal A, Lineal B, etc.) descubiertas en Pilos y en otras excavaciones micénicas, los pueblos del Egeo de fines de la Edad del Bronce no eran instruidos en el sentido que nosotros damos a esta palabra. La capacidad de escribir, tan notable por las desdeñosas referencias de Ulises a las «listas de tenderos» (las tablillas lineales se expresaban en una versión griega), no aparecen mucho antes del siglo VII a. J.C.
Las monedas pertenecen asimismo al siglo VII a. J.C, por lo que el dinero en sí no existía, aunque se utilizaban como instrumentos de trueque el oro, la plata y el bronce.
Para indicar las medidas he escogido términos como talento, leguas, pasos, codos, dedos y cazos. Aunque en épocas muy posteriores una legua consistía en unos seis kilómetros, para los fines de este libro podía ser considerada como un kilómetro y medio. El paso era doble y medía aproximadamente metro y medio. Se discute si el codo se extendía desde el mismo hasta la muñeca, hasta los nudillos de un puño cerrado o hasta las puntas de los dedos. Para los fines de este libro, se supone que el codo medía unos trescientos setenta y cinco milímetros. Distancias menores se consideraban por el ancho del dedo medio (unos veinte milímetros). Un talento era la carga que un hombre podía transportar en su espalda: unos veinticinco kilogramos. El grano era una medida líquida, se supone que el recipiente utilizado para cargarlo contenía un litro. Los años probablemente se calculaban por los ciclos de las estaciones mientras que el mes se medía por la luna, tal vez de luna nueva a luna nueva. Las horas, minutos y segundos se desconocían.
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08/05/2008
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