NARRADO POR DIOMEDES

Ulises era un hombre notable. Incluso cuando trataba con un esclavo lo hacía con educación. Al final de un simple mes había conseguido que aquellos doscientos cincuenta y cuatro hombres fueran exactamente como él deseaba, aunque aún no estaban en condiciones de entrar en acción. Pasé casi tanto tiempo con él como con mis hombres de Argos, pero lo que aprendí de Ulises me permitió controlar y dirigir mejor a mis tropas en la mitad de tiempo de lo que solía costarme. No se advirtieron más señales de descontento en mi contingente durante mis ausencias, ni más disputas entre los oficiales, pues utilizaba los métodos de Ulises para conseguir tales resultados.

Desde luego que capté algunas bromas y advertí las intencionadas miradas que cruzaban mis principales oficiales argivos cuando me veían con Ulises; incluso los restantes soberanos comenzaban a cuestionarse la naturaleza de nuestra amistad.

Pero a mí no me disgustaba en absoluto. Si hubiera sido cierto lo que ellos pensaban, no me hubiera importado; para hacer justicia a los demás, no había malicia ni desaprobación en ello. Todos estábamos en libertad de aliviar nuestros ardores sexuales con quienquiera, fuera cual fuese su sexo. En general preferíamos a las mujeres, pero una larga campaña en el extranjero significaba que las féminas estaban menos disponibles. Las extranjeras nunca sustituían el puesto de las esposas y las novias, las mujeres de nuestra patria. Mejor en tales circunstancias buscar la parte más suave del amor con un amigo que luchaba a nuestro lado en el campo de batalla y mantenía a raya con su espada al enemigo, al que también nos enfrentábamos nosotros.

En pleno otoño Ulises me aconsejó que acudiese a presentar mis respetos a Agamenón. Así lo hice, curioso por saber qué se preparaba. Últimamente Ulises había confraternizado mucho con el viejo Néstor, pero no me confiaba los secretos que ambos compartían.

Durante cinco lunas no habíamos visto ni rastro del ejército troyano y en nuestro campamento reinaba el pesimismo. El abastecimiento no había resultado un problema difícil, pues la costa norteña de la Tróade y las lejanas playas del Helesponto nos facilitaban un excelente forraje. Las tribus que vivían en aquellas zonas se perdían de vista ante nuestras patrullas carroñeras. Lo que no modificaba el hecho de que nos halláramos tan lejos de nuestros hogares que no podíamos considerar el retorno ni los permisos. Tampoco habíamos recibido órdenes del gran soberano para disgregarnos, atacar ni emprender acción alguna.

Al entrar en la tienda de Agamenón descubrí que Ulises ya se encontraba allí con aire despreocupado.

–Cuando apareció Ulises debí de haber imaginado que no estarías lejos -comentó Agamenón.

Sonreí pero no hice comentario alguno.

–¿Qué deseas, Ulises?

–Que convoques consejo, señor. Hace mucho tiempo que no cambiamos impresiones.

–¡Estoy totalmente de acuerdo! Por ejemplo, ¿qué sucede en cierta hondonada y por qué no puedo encontraros ni a ti ni a Diomedes cuando anochece? Anoche me proponía convocar una reunión.

Ulises se libró de la desaprobación del soberano con su gracia habitual. Esbozó una sonrisa, de aquellas con las que solía imponerse a sus más implacables enemigos, capaz de encantar a un hombre mucho más frío que Agamenón.

–Lo diré todo, señor… pero durante el consejo.

–Perfecto. Sin embargo quédate hasta que lleguen los demás. Si te dejo marchar, acaso no regreses.

El primero en llegar fue Menelao, como siempre con aire avergonzado. Nos saludó tímidamente con una inclinación de cabeza y se sentó acurrucado en la oscuridad, en el rincón más alejado de la estancia. ¡El pobre y deprimido Menelao! Tal vez comenzaba a comprender que Helena era un elemento muy secundario en las intrigas de su dominante hermano, o quizá empezaba a desesperar de conseguir que ella regresara. Pensar en su esposa le despertaba recuerdos de hacía casi nueve años, ¡al final había resultado una simple ramera! Sólo le importaba su propia satisfacción y se había mostrado indiferente a los deseos de un hombre. ¡Era tan hermosa y tan egoísta! ¡Oh, cómo debió de hacer bailar a Menelao a su aire! Yo no podía odiarlo, era un pobre hombre que más merecía ser compadecido que despreciado. Y que la amaba como jamás amaría a otra mujer.

Aquiles compareció acompañado de Patroclo; Fénix iba en pos de ellos como Argos, el perro de Ulises, cuando se hallaba en ítaca, tan fiel como el vigilante. Los soberanos tributaron homenaje, Aquiles muy protocolario y de evidente mal grado. Era un tipo extraño, pero había advertido que a Ulises no le preocupaba. Sin embargo, me era indiferente para preocuparme de advertirle en secreto de que se mostrara más amable con Agamenón. Aunque el muchacho dirigiera a los mirmidones no debería manifestar tan abiertamente su antipatía. Encontrarse abandonado en un extremo durante una batalla es bastante fácil, y muy duro tener que ceñirse a una estrategia mala y rutinaria.

Advertí la expresión de los ojos de Patroclo y sonreí instintivamente. ¡Aquélla sí era una tierna amistad! Por lo menos por una parte, pues Aquiles se dejaba querer. Y también ardía mucho más por la lucha que por el placer corporal.

Macaón llegó solo y se sentó en silencio. Él y su hermano Podaliero eran los médicos más excelentes de Grecia, mucho más valiosos para nuestro ejército que una ala de caballería. Podaliero era como un recluso; prefería su consultorio a los consejos de guerra; pero Macaón era inquieto y enérgico, tenía dotes de mando y era capaz de luchar como diez mirmidones. Idomeneo cruzó la puerta con elegancia seguido de Meriones y, en virtud de la importancia de la corona cretense que ceñía y de su posición de copartícipe en el mando, se inclinó ante Agamenón en lugar de doblar la rodilla. Los ojos del gran soberano relampaguearon ante el desaire.

Me pregunté si pensaba que Creta se engreía demasiado, pero su rostro nada reflejó. Idomeneo era un petimetre, pero un robusto y magnífico líder de hombres. Meriones, su primo y heredero, posiblemente era el mejor de ambos… no me importaba compartir con él un banquete ni luchar a su lado; ambos tenían el mismo aire generoso característico de los cretenses.

Néstor avanzó decidido hasta su asiento especial y saludó con una inclinación de cabeza a Agamenón, que no se ofendió por ello. El hombre nos había tenido a todos sobre sus rodillas cuando éramos pequeños. Si tenía un defecto, éste era su tendencia a recordar en exceso los «viejos tiempos» y a considerar pusilánime a la presente generación de reyes. Sin embargo, no podía evitar quererlo e imaginaba que Ulises lo adoraba. Lo acompañaba su primogénito.

Áyax llegó con sus alegres compañeros: su hermanastro Teucro y su primo Áyax el Pequeño, hijo de Oileo, de Locres. Se sentaron en silencio junto a la pared del fondo con aire incómodo. Ansiaba que llegara el día en que viese a Áyax en el campo de batalla (no lo había tenido próximo en Sigeo) para comprobar con mis propios ojos cómo esgrimía su famosa hacha con tan poderosos brazos.

Menesteo los seguía de cerca, pisándoles los talones; era un excelente gran soberano de Ática, pero con sentido común para no dárselas de Teseo. No era ni la décima parte de lo que aquél había sido, aunque en realidad no había nadie que pudiera comparársele. Palamedes fue el último en aparecer y se sentó entre mí y Ulises. Era poco prudente por mi parte simpatizar con él cuando Ulises lo odiaba. Ignoraba la razón, aunque deducía que Palamedes lo habría herido de algún modo cuando él y Agamenón fueron a ítaca en su busca para llevárselo a la guerra. Ulises era paciente y aguardaría el momento oportuno, pero yo estaba seguro de que se vengaría. No sería una venganza sangrienta ni violenta, pues tenía mucha sangre fría. El sacerdote Calcante no se hallaba presente, lo cual era una singular omisión.

–Es el primer consejo serio que he convocado desde que desembarcamos en Troya -comenzó secamente Agamenón-. Como todos estáis al corriente de la situación, no creo necesario que nos extendamos sobre el tema. Ulises os expondrá los hechos, no yo. Aunque sea vuestro soberano me habéis cedido vuestras tropas gustosamente y respeto vuestro derecho a retirar tal apoyo si lo creéis conveniente, a pesar del juramento del Caballo Descuartizado. Tú te encargarás del bastón, Patroclo, pero entrégaselo a Ulises.

Se encontraba en el centro de la estancia (Agamenón había sucumbido al creciente frío y se había hecho construir una casa de piedra, aunque su presencia sugiriese permanencia), peinaba la roja melena hacia atrás de modo que despejaba su delicado rostro y formaba una masa de ondas. Sus grandes ojos grises penetraban hasta nuestra médula reduciéndonos a nuestra auténtica estatura: reyes, pero hombres a pesar de todo. Los griegos siempre habíamos respetado la presciencia y Ulises la poseía en gran medida.

–Sirve vino, Patroclo -dijo para comenzar.

Aguardó a que el joven sirviera una ronda a todos y prosiguió:

–Hace cinco lunas que desembarcamos y nada ha sucedido durante ese tiempo aparte de en los confínes de una hondonada próxima a mis naves.

Aquella declaración se vio seguida de una rápida explicación de Ulises acerca de que había asumido la responsabilidad de encarcelar a los peores soldados del ejército en un lugar donde no pudieran causar daño. Yo conocía las razones por las que no deseaba divulgar las verdaderas causas de aquel reducto: no confiaba en Calcante ni en alguno de los presentes, pese a estar comprometidos por juramento.

–Aunque no hayamos celebrado ningún consejo oficial -prosiguió con su grata y serena voz-, no ha sido difícil adivinar los principales sentimientos que experimentáis. Por ejemplo, nadie desea sitiar Troya. Respeto vuestros criterios por las mismas razones que Macaón pueda aducir, que el asedio deja tras de sí plagas y otras enfermedades y que una conquista por tales medios podría fracasar. Por ello no pretendo hablar del asedio.

Se detuvo para lanzarnos una mirada inquisitiva.

–Diomedes y yo hemos realizado muchas visitas nocturnas al interior de Troya y nos hemos enterado de que, si seguimos aquí, la próxima primavera la situación cambiará radicalmente. Príamo ha despachado mensajeros a todos sus aliados de la costa de Asia Menor que le han prometido enviarle sus ejércitos. Cuando la nieve desaparezca de las montañas dispondrá de doscientos mil efectivos en tropas y nosotros seremos expulsados.

–Has presentado una imagen muy negra, Ulises -lo interrumpió Aquiles-. ¿Para eso hemos salido de nuestros hogares? ¿Para soportar una absoluta ignominia a manos del enemigo, con el que sólo nos hemos enfrentado en una ocasión? Tal como hablas parece como si nos hubiéramos embarcado en una cruzada inútil, enormemente costosa y sin la perspectiva de vernos recompensados por el botín del contrario, ¿Dónde están los bienes que nos prometiste, Agamenón? ¿Qué ha sucedido con tu batalla de diez días? ¿En qué se ha convertido tu fácil victoria? Miremos donde miremos nos espera la derrota. Y en esta causa algunos nos hemos confabulado para un sacrificio humano. Hay derrotas peores que ser vencido en combate. Verse obligado a evacuar esta playa y regresar a nuestros hogares es la peor de todas las afrentas.

Ulises se rió entre dientes.

–¿Estáis los demás tan desmoralizados como Aquiles? Entonces, lo lamento por vosotros. Sin embargo, no puede negarse que el hijo de Peleo dice la verdad. Sumemos a ello que si hemos de pasar aquí el invierno, será difícil conseguir suministros. Por el momento podemos obtener cuanto necesitamos de Bitinia, pero por aquí, según dicen, los inviernos son fríos y de nieves.

Aquiles se levantó bruscamente e interpeló a Agamenón:

–¡Eso te lo dije en Áulide mucho antes de zarpar y no dedicaste atención alguna a los problemas de alimentar a un ejército inmenso! ¿Qué elecciones tenemos? ¿Nos queda alguna opción entre permanecer aquí o regresar a casa? No lo creo así. Nuestra única alternativa es aprovechar los primeros vientos invernales y zarpar hacia Grecia para no volver jamás. ¡Eres un necio, rey Agamenón! ¡Un necio vanidoso!

Agamenón permanecía inmóvil y contenía su enojo.

–Aquiles, tienes razón -gruñó Idomeneo-. Ha estado muy mal planeado.

Respiró profundamente y lanzó una mirada iracunda a su compañero de mando.

–Respóndeme, Ulises, ¿podemos o no asaltar las murallas de Troya?

–No existe modo de conseguirlo, Idomeneo.

La irritación iba en aumento provocada por Aquiles y alimentada por el hecho de que Agamenón prefería guardar silencio. Estaban todos dispuestos a arremeter contra él y lo sabía. Se mordía los labios y estaba tenso, esforzándose por contener su propia cólera.

–¿Por qué no admitiste que eras incapaz de planear una expedición tan importante como ésta? – inquirió Aquiles-. Si no fueras quien eres, y lo eres por la gracia de los dioses, te fulminaría. Nos condujiste a Troya sin pensar en nada más que en tu propia gloria. Utilizaste el juramento para organizar tu gran ejército y luego decidiste ignorar los deseos y necesidades de tu hermano. ¿Cuánto has pensado en él? ¿Puedes confesar honrosamente que lo has hecho por Menelao? ¡Desde luego que no! ¡Nunca has pretendido tal cosa! Desde el comienzo tu propósito ha sido enriquecerte con el saqueo de Troya y conquistar un imperio para ti en Asia Menor. Reconozco que todos íbamos a lucrarnos con ello, pero tú más que nadie.

Menelao lloraba, las lágrimas corrían por sus mejillas y su aflicción revelaba cuan desilusionado se sentía. Al verlo sollozar como un niño doliente, Aquiles le pasó el brazo por los hombros y le dio cariñosas palmadas. El ambiente era tormentoso, una palabra más y todos saltarían al cuello de Agamenón. Palpé mi espada y sentí un hormigueo. Miré a Ulises, que permanecía inmóvil sujetando el bastón mientras Agamenón fijaba los ojos en las manos que cruzaba en su regazo.

Al final fue Néstor quien entró en la liza.

–¡Merecerías ser azotado por tu falta de respeto, joven! – intervino agriamente-. ¿Con qué derecho criticas a nuestro gran soberano cuando se abstienen personas como yo? Ulises no le ha imputado cargo alguno… ¿Cómo te atreves a imaginarlo así? ¡Conten tu lengua!

Aquiles aceptó aquellas palabras sin rechistar. Inclinó la rodilla ante Agamenón a modo de disculpa y se sentó. No era de naturaleza irreflexiva, pero entre el gran soberano y él existía odio desde que Ifigenia murió en Áulide. Era comprensible, habían utilizado su nombre para separar a la muchacha de Clitemnestra, pero sin que Agamenón le pidiera su consentimiento. Aquiles no podía perdonarnos a ninguno, y mucho menos a Agamenón, nuestra intervención en el asunto.

–Es evidente que no tienes categoría suficiente para dirigir a estos nobles autócratas, Ulises -dijo Néstor-. Así, pues, dame el bastón y déjame hablar. – Nos lanzó una mirada fulminante-. ¡Esta reunión es un desastre! ¡En mi juventud nadie se hubiera atrevido a decir las cosas que he oído esta mañana! Por ejemplo, cuando yo era joven y Heracles estaba por doquier las cosas eran muy distintas.

Volvimos a sentarnos y nos resignamos a soportar uno de los famosos sermones de Néstor, aunque cuando más tarde reflexioné sobre ello comprendí que el anciano había comenzado a divagar intencionadamente. Al vernos obligados a escucharlo, nos tranquilizamos.

–Fijaos en Heracles -prosiguió Néstor-. Injustamente obligado a servir a un rey indigno de vestir la sagrada púrpura de su rango, le impusieron la realización de una serie de tareas cruelmente escogidas para que le reportaran la muerte o la humillación, y ni siquiera protestó. La palabra del soberano fue sagrada para él. Tenía nobleza de espíritu, así como una poderosa fortaleza. Podía haber sido engendrado por los dioses, pero era todo un hombre. Mejor de lo que tú nunca llegarás a ser, joven Aquiles; ni tú, joven Áyax. El rey es el rey. Heracles jamás lo olvidó, ni al hallarse enfangado en estiércol hasta las rodillas, ni cuando se encontraba al borde de la desesperación y la locura. Su hombría lo situó sobre Euristeo, al que servía. Eso hacía que los demás lo admiraran y honraran. Sabía lo que se debía a los dioses y lo que se debía al rey, y servía a cada uno de ellos, en cada momento, con la máxima consideración. Aunque gustosamente lo traté como a un hermano, jamás aprovechó la simpatía que me inspiraba… Yo, heredero de Neleo, era casi un monstruo para él. Era consciente de su posición como esclavo y su deferencia y su paciencia le hicieron ganar un merecido amor y la categoría de héroe. ¡Ah, el mundo nunca verá a alguien semejante!

¡Bien! Al parecer ya había acabado. Devolvió el bastón a Ulises, con lo que podía reanudarse el consejo. Pero no había concluido. En lugar de ello se embarcó en un nuevo discurso.

–¿Y qué me decís de Teseo? – exclamó-. ¡Tomad a Teseo como otro ejemplo! Le dominó la locura, no la falta de nobleza ni el olvido de lo que se debía al rey. Aunque también era un gran soberano, para mí siempre fue un hombre. O fíjate en tu padre, Diomedes. Tideo era el guerrero más valeroso de sus tiempos y murió ante las mismas murallas que tú tomaste una generación después, sin ver empañada su vida por el deshonor. Si yo hubiera sabido qué clase de hombres, que se autoconsideran reyes y herederos de coronas, se encontrarían en esta playa de Troya, jamás hubiera dejado mi arenosa Pilos, ni me hubiera embarcado en el mar oscuro como el vino. ¡Sirve más bebida, Patroclo! Quisiera seguir hablando, pero tengo la garganta seca.

Patroclo se levantó lentamente. Estaba más molesto que ninguno, visiblemente herido al ver cómo regañaban a Aquiles. El anciano rey de Pilos se tragó el vino no aguado sin pestañear, se relamió y ocupó un puesto que estaba vacante junto a Agamenón.

–Me propongo robarte el éxito, Ulises. No pretendo ofenderte al hacerlo así, pero al parecer es necesario que un anciano mantenga a estos jóvenes insolentes en su lugar -dijo.

–¡Adelante, señor! – repuso Ulises sonriente-. Expones la situación tan bien o acaso mejor que yo.

Entonces comencé a olerme que había algo sospechoso. Los dos llevaban varios días cuchicheando. ¿Habrían tramado aquello de antemano?

–Lo dudo -repuso Néstor chispeantes los azules ojos-. Pese a tu juventud tienes la cabeza inmejorablemente sentada sobre los hombros. Seguiré en mi puesto, olvidaré las alusiones personales y me atendré a los hechos. Debemos abordar este asunto sin arrebatos, comprenderlo sin confusiones ni errores. Ante todo, lo hecho, hecho está. Lo pasado debe mantenerse en el pasado, no arrastrarlo para atizar resentimientos.

Se adelantó en su asiento y prosiguió:

–Pensad en esto: contamos con un ejército de más de cien mil efectivos, entre combatientes y no combatientes, instalado a unas tres leguas de las murallas de Troya. Entre los elementos no bélicos disponemos de cocineros, esclavos, marinos, armeros, mozos de cuadras, carpinteros, albañiles e ingenieros. Considero que si la expedición hubiera estado tan mal planeada como el príncipe Aquiles trata de demostrar, no contaríamos con personal especializado. Perfecto, eso no es preciso discutirlo. También tenemos que considerar el factor tiempo. Nuestro digno sacerdote Calcante habló de diez años y personalmente me inclino a creerlo. ¡No estamos aquí para derrotar a una ciudad sino a muchas naciones! Naciones que se extienden desde Troya hasta Cilicia. Una tarea de tal magnitud no puede realizarse en un abrir y cerrar de ojos. Aunque derribáramos las murallas de Troya, no habríamos acabado.

¿Acaso somos piratas o bandidos? Si lo fuéramos, asaltaríamos una ciudad y regresaríamos a nuestros hogares con el botín. Pero no es ése el caso. ¡No podemos detenernos en Troya! ¡Tenemos que seguir adelante y derrotar a Dardania, Misia, Lidia, Caria, Licia y Cilicia!

Aquiles observaba absorto a Néstor, como si no lo hubiera visto en su vida. Al igual que, según advertí, hacía Agamenón.

–¿Qué sucedería si dividiéramos nuestro ejército por la mitad? – prosiguió Néstor con aire pensativo-. ¿Si dejáramos una parte apostada ante Troya y destinásemos la otra como delegación activa? Las fuerzas estacionadas ante Troya contendrían a la ciudad, con efectivos por lo menos suficientes a cualquier ejército que Príamo pudiera enviar contra nosotros. La segunda fuerza vagaría arriba y abajo de la costa de Asia Menor atacando, saqueando e incendiando todas las colonias entre Adramiteo y Cilicia, con lo que diezmaría, asolaría, tomaría esclavos, saquearía ciudades y devastaría terrenos. Y siempre aparecería de manera inesperada. De ese modo se alcanzarían dos fines: mantener a ambas partes de nuestro ejército sobradamente abastecidas de alimentos y otros artículos de primera necesidad, tal vez incluso de lujos, y someter a los aliados de Troya en Asia Menor a un estado de temor continuo que haría que jamás enviaran ayuda alguna a Príamo. En ningún lugar a lo largo de la costa existen suficientes concentraciones de gente capaces de enfrentarse a un ejército importante y bien dirigido. Pero dudo muchísimo que ninguno de los reyes de Asia Menor se aventure a abandonar sus propios países a fin de reunirse en Troya.

¡Era indudable que aquella pareja lo había tramado todo previamente! Las palabras surgían a raudales de la boca de Néstor como el jarabe de un pastel. Ulises permanecía sonriente en su silla, satisfecho y mostrando una absoluta aprobación, y Néstor se encontraba en su elemento.

–La mitad del ejército que permaneciese ante Troya evitaría que los troyanos efectuasen ningún ataque a nuestro campamento ni a nuestras naves -reanudó Néstor su discurso-. Lo que menguaría notablemente la moral dentro de la ciudad. Para las mentes de sus habitantes, debemos convertir los muros protectores en una prisión. Sin entrar en detalles, existen medios para poder influir en la mentalidad troyana, desde la Ciudadela hasta el más ínfimo tugurio. Os doy mi palabra de que es así. Es esencial tener arte para ello, pero contando con Ulises no nos faltará.

Suspiró, se removió en su asiento y pidió más vino, pero en esta ocasión, cuando Patroclo efectuó la ronda, lo hizo con creciente respeto hacia el anciano rey de Pilos.

–Si decidimos proseguir esta guerra -dijo Néstor-, obtendremos múltiples compensaciones. Troya es más rica de cuanto podamos imaginar. El fruto del pillaje enriquecerá a nuestras naciones y también a todos nosotros. Aquiles no se equivocaba en ello. Os recuerdo que Agamenón siempre previo la ventaja de aplastar a los aliados de Asia Menor. Si lo hacemos así, estaremos en libertad de colonizar, de reasentar a nuestros pueblos entre mayor abundancia de la que actualmente disfrutan en Grecia. – Redujo su tono de voz pero aumentó su intensidad-: Y lo más importante de todo, el Helesponto y el Ponto Euxino serán nuestros. Podremos colonizar también el Ponto Euxino. Dispondremos de todo el estaño y el cobre que necesitemos para fabricar bronce. Tendremos el oro de los escitas, esmeraldas, zafiros, rubíes, plata, lana, trigo, cebada, electrón y otros metales, otros alimentos, otras mercancías. ¿No os parece una perspectiva apasionante?

Nos rebullimos en los asientos, sonrientes, mientras Agamenón se recuperaba de manera visible.

–Los muros de Troya deben quedar aislados por completo -prosiguió el anciano con firmeza-. La mitad del ejército que permanezca aquí deberá realizar una función de pura hostigación, mantener a los troyanos inquietos y conformarse con pequeñas escaramuzas. Disponemos de un excelente campamento, no veo necesidad alguna de trasladarnos a otro lugar. ¿Cómo se llaman esos dos ríos, Ulises?

–El mayor, de aguas amarillas, es el Escamandro -repuso Ulises con viveza-. Llega contaminado por las aguas residuales troyanas, razón por la cual está prohibido bañarse en él o beber de sus aguas. El menor, de aguas puras, es el Simois.

–Gracias. Por consiguiente, nuestra primera tarea consistirá en levantar un muro defensivo desde el Escamandro hasta el Simois, de aproximadamente media legua desde la laguna y que deberá tener por lo menos quince codos de altura. En el exterior pondremos una empalizada de estacas puntiagudas y cavaremos una zanja de quince codos de profundidad con estacas más afiladas en su fondo. Esto mantendrá ocupada a la mitad del ejército que quede ante Troya durante el próximo invierno… y a los hombres calientes y en acción.

De pronto se interrumpió y le hizo señas a Ulises.

–Ya he concluido. Prosigue, Ulises.

¡Desde luego que estaban confabulados! Ulises reanudó la exposición como si él mismo acabara de interrumpirla.

–Ningún elemento de las tropas debe permanecer inactivo ni un instante, de modo que ambas partes del ejército efectuarán turnos de las tareas, seis meses ante Troya y seis meses atacando arriba y abajo de la costa. Esto los mantendrá a todos en condiciones. Hago mucho hincapié en que debemos crear y mantener la impresión de que nos proponemos permanecer en esta parte del Egeo eternamente si es necesario -añadió-. Sean troyanos o licios, deseo que los estados de Asia Menor desesperen, se desmoralicen y vayan perdiendo las esperanzas a medida que transcurran los años. La parte móvil de nuestro ejército sangrará mortalmente a Príamo y a sus aliados. Su oro acabará en nuestros cofres. Calculo que tardaremos dos años en infiltrarles el mensaje, pero así será. Así debe ser.

–De ello se deduce que los delegados activos de la mitad del ejército no vivirán aquí, ¿no es eso? – intervino Aquiles con tono y modales muy corteses.

–No, dispondrán de su propio cuartel general -le respondió Ulises muy complacido ante su cortesía-. Más al sur, tal vez en el lugar en que Dardania linda con Misia. Por aquellos lugares existe un puerto llamado Aso. Yo no lo he visto, pero Télefo dice que es adecuado para tal fin. El botín de guerra de la costa se traerá aquí, así como los alimentos y otros elementos. Entre Aso y esta playa operará continuamente una línea de suministro que navegará próxima a la costa para mayor seguridad, haga el tiempo que haga. Fénix es el único marino experto entre la alta nobleza, por lo que sugiero que él se encargue de esa línea de suministro. Me consta que le prometió a Peleo que permanecería con Aquiles, pero puede ser muy útil en esta función.

Se interrumpió un momento para pasear su mirada por los rostros de todos aquellos que lo observaban.

–Concluiré recordando a todos cuantos os encontráis aquí la predicción de Calcante de que la guerra duraría diez años. Creo que no podrá concluir antes. Y eso tenéis que pensar todos; que permaneceremos diez años lejos de nuestros hogares, diez años durante los cuales nuestros hijos crecerán y nuestras mujeres tendrán que gobernar. La patria está muy lejos y nuestra labor aquí es demasiado exigente para permitirnos visitar Grecia. Diez años es mucho tiempo.

Se inclinó ante Agamenón y le dijo:

–Señor, el plan que Néstor y yo hemos esbozado sólo será válido con tu aprobación. Si no lo autorizas, Néstor y yo no seguiremos hablando. Como siempre, somos tus servidores.

Diez años lejos del hogar, diez años de exilio. ¿Valía ese precio la conquista de Asia Menor? Yo, personalmente, lo ignoraba. Pensé que si no hubiera sido por Ulises, hubiera zarpado hacia mi patria al día siguiente. Pero como era evidente que él había decidido quedarse, no llegué a expresar mis más íntimos deseos.

–Así sea -intervino Agamenón con un suspiro-. Diez años. Creo que la empresa lo vale. Tenemos mucho que ganar. Sin embargo, delegaré mi decisión al voto. Supongo que lo deseáis tanto como yo.

Se levantó y se dirigió a todos nosotros.

–Os recuerdo que casi todos cuantos estáis aquí sois reyes o herederos de trono. En Grecia hemos basado nuestro concepto de soberanía en el favor de los dioses del cielo. Desechamos el yugo del matriarcado cuando sustituimos la Antigua Religión por la Nueva. Pero mientras los hombres gobiernen deben consultar a los dioses en busca de apoyo, porque los hombres no tienen pruebas de fertilidad, ni íntima asociación con los niños ni con las cosas de la madre Tierra. Respondemos a nuestro pueblo de un modo diferente que cuando nos regíamos por la Antigua Religión. Entonces éramos víctimas propicias, criaturas desventuradas que la reina ofrecía para apaciguar a la Madre cuando fallaban las cosechas, se perdían las guerras o se abatía sobre nosotros alguna terrible plaga. La Nueva Religión ha liberado a los hombres de ese sino y nos ha elevado a la debida soberanía. Respondemos directamente por nuestro pueblo. Por consiguiente, yo estoy a favor de esta poderosa empresa que será la salvación de nuestros países y difundirá nuestras costumbres y tradiciones por doquier. Si regresara ahora a mi hogar, me humillaría ante mis subditos y debería admitir la derrota. ¿Cómo resistirme entonces si el pueblo, al compartir mi humillación, decidiera retornar a la Antigua Religión, sacrificarme y coronar a mi esposa?

Se arrellanó en su asiento y apoyó sus blancas y bien formadas manos en sus rodillas cubiertas de púrpura.

–Aguardaré el voto. Si alguien desea retirarse y volver a Grecia, que levante la mano.

Nadie movió los brazos. Todos permanecimos inmóviles.

–Así sea: nos quedaremos. Ulises, Néstor, ¿tenéis alguna otra sugerencia?

–No, señor -dijo Ulises.

–No, señor -repitió Néstor.

–¿Y tú, Idomeneo?

–Me considero satisfecho, Agamenón.

–Entonces será mejor que entremos en detalles. Patroclo, puesto que has sido designado nuestro copero, ve y encarga alimentos.

–¿Cómo dividirás el ejército, señor? – inquirió Meriones.

–Como se ha sugerido, mediante una rotación de contingentes. Sin embargo, debo añadir alguna condición. Pienso que el segundo ejército debería contar con un núcleo consistente de hombres permanentes, hombres que siguieran en él durante el transcurso de la guerra. Algunos de los que os encontráis en esta sala sois jóvenes muy prometedores y os irritaría instalaros ante Troya con carácter permanente. Yo debo permanecer aquí de modo constante, así como Idomeneo, Ulises, Néstor, Diomedes, Menesteo y Palamedes. En cuanto a Aquiles, los dos Áyax, Teucro y Meriones sois jóvenes. A vosotros os confío el segundo ejército. El alto mando recaerá en Aquiles. Aquiles, tú responderás ante mí o ante Ulises. Todas las decisiones sobre el servicio activo o relativas a Aso serán de tu competencia, por mayores que sean los hombres que, procedentes de Troya, realicen su servicio bianual. ¿Está claro? ¿Deseas asumir el alto mando?

Aquiles se levantó temblando. Le brillaban poderosamente los ojos, dorados y firmes como el sol de Helio.

–Juro por todos los dioses que nunca tendrás motivos para lamentar la confianza que depositas en mí, señor -dijo.

–Entonces, así te lo confío, hijo de Peleo, y escoge a tus lugartenientes -dijo Agamenón.

Con aire dubitativo, miré a Ulises, que, a su vez, enarcó una ceja y le centellearon los ojos. ¡Aguardaría a encontrarlo a solas! Como siempre, urdiendo y tramando.

CAPITULO DIECISÉIS

NARRADO POR HELENA

Agamenón erigió una ciudad piedra a piedra a la sombra de Troya. Cada día cuando me asomaba a mi balcón, al otro lado de las murallas, veía cómo los griegos instalados en la playa del Helesponto se afanaban como hormigas en la distancia, empujando cantos rodados y amontonando troncos de poderosos árboles para formar un muro que se extendía desde el radiante Simois hasta el turbio Escamandro. Tras la playa proliferaban las casas, altos barracones destinados a albergar a los soldados en invierno y almacenes de grano para conservar el trigo y la cebada a salvo de los ratones y de las inclemencias del tiempo.

Desde que la flota griega había llegado a nuestras costas mi vida se había vuelto más dura que nunca, pese a que jamás había sido lo que imaginaba antes de llegar a Troya. ¿Por qué no veremos el futuro claramente en el telar del tiempo, aunque esté allí descrito de manera manifiesta? Debería haberlo sabido, tenía que haberlo sabido. Pero París lo era todo para mí. No podía imaginar la vida sin él. ¡París, París, París!

En Amidas yo era la reina. Mi sangre había sido legitimada por Menelao en el trono. El pueblo lacedemonio recurría a mí, la hija de Tíndaro, para su bienestar y sus contactos con los dioses. Era importante. Cuando paseaba en mi carro real por la ciudad, el populacho se humillaba ante mí. Era venerada, adorada como la reina Helena, la única que permanecía en el hogar de los cuadruplos de la divina Leda. Y, al considerarlo retrospectivamente, comprendía cuan plena había sido allí mi existencia: la caza, los deportes, los festivales, la corte, toda clase de diversiones. En Amidas solía decirme que el tiempo se eternizaba, pero ahora me constaba que durante aquellos años yo no tenía ni idea de lo que era realmente aburrirse.

Me enteré de ello cuando llegué a Troya. Aquí no soy reina, carezco de importancia en el esquema general. Soy la esposa de uno de tantos hijos imperiales y una odiada extranjera. Me hallo coartada por normas y reglas que no tengo el poder ni la autoridad de omitir. ¡Y no hay nada que hacer ni adonde ir! No puedo chasquear los dedos para que me traigan un carro para salir al campo, ni ver jugar ni entrenarse a los hombres para convertirse en soldados. Me es imposible huir de la Ciudadela. Cuando intenté aventurarme por la ciudad todos protestaron, desde Hécuba hasta Antenor. Me dijeron que yo era disoluta, inmoral y una caprichosa por desear visitar los barrios bajos. ¿No comprendía que en el instante en que los hombres que frecuentaban los tabernuchos vieran mis senos descubiertos me violarían? Pero aunque me ofrecí a cubrírmelos, París siguió negándose.

De pronto mis aposentos (Príamo había sido generoso en este sentido y París y yo ocupábamos una extensa y hermosa serie de habitaciones) y las cámaras en las que las damas nobles de la Ciudadela se reunían se habían convertido de pronto en los límites de mi mundo. Y París, mi maravilloso París, según he descubierto, es un hombre corriente que desea ¡y consigue! salirse siempre con la suya, lo que no implica hacer compañía a su esposa. Estoy aquí para el amor, y el amor es una cuestión efímera cuando los amantes no tienen nada nuevo que aprender uno del otro.

Desde que los griegos llegaron a mi existencia empeoró el aburrimiento del que ya me resentía. La gente me miraba como si yo fuera la causa del desastre y me acusaban de la venida de Agamenón. ¡Cuan necios eran! Al principio traté de convencer a la nobleza troyana de que Agamenón no entraría en guerra por mujer alguna, aunque se tratase de su cuñada, que Agamenón ya pensaba en el enfrentamiento con Troya la noche en que los sacerdotes descuartizaron el caballo blanco y me entregaron a Menelao. Pero nadie me escuchaba. Nadie deseaba escucharme. Yo era la razón de que los griegos se hubieran atrincherado en la playa, a orillas del Helesponto. Yo, la causa de que la ciudad griega creciera tras la poderosa muralla que erigían desde el radiante Simois hasta el turbio Escamandro. ¡Todo cuanto sucedía era por mi causa!

Príamo, el pobre viejo, estaba muy preocupado. Se encorvaba en su trono de oro y marfil en lugar de arrellanarse en él como solía. Se arrancaba mechones de la barba y enviaba hombre tras hombre a la torre de vigilancia de la parte occidental para que lo mantuvieran informado de los avances de los griegos. Desde el día en que entré por vez primera en su sala del trono había recorrido toda la gama de emociones, del regocijo al haber burlado a Agamenón hasta el auténtico desconcierto. Mientras los griegos no dieron señales de que se proponían permanecer, se reía entre dientes; al recibir la promesa de ayuda de sus aliados, se mostró satisfecho; pero cuando comenzó a levantarse el muro defensivo griego, se le ensombreció el rostro y andaba con los hombros caídos.

Yo lo apreciaba muchísimo, aunque carecía de la fortaleza y dedicación de los soberanos griegos. Los hombres tenían que ser muy fuertes para conservar sus posesiones en Grecia o tener hermanos que lo fueran por ambos, mientras que los antepasados de Príamo habían gobernado Troya desde hacía eones. Su pueblo lo amaba como los pueblos griegos no podían amar a sus reyes y, sin embargo, él desempeñaba sus deberes con mayor ligereza, pues se sentía seguro en el trono. La palabra de los dioses no era tan preciada para él.

El viejo Antenor, cuñado del rey, no cesaba de renegar de mí. Yo lo odiaba aún más que Príamo, que no era poco. Siempre que Antenor fijaba en mí sus ojos legañosos, veía brillar en ellos la enemistad. Luego abría la boca y refunfuñaba sin cesar. ¿Por qué me negaba a cubrirme los senos? ¿Por qué golpeaba a mi doncella? ¿Por qué carecía de las habilidades propias de las féminas como tejer y bordar? ¿Por qué se me permitía quedarme a escuchar en los consejos masculinos? ¿Por qué era tan franca en mis opiniones cuando a las mujeres no se les permitía tenerlas? Antenor siempre tenía algo que criticarme.

Cuando el muro que se hallaba tras la playa del Helesponto estuvo concluido, la paciencia que Príamo le tenía llegó a su fin.

–¡Cállate, viejo simplón! – masculló-. ¡Agamenón no ha venido para llevarse a Helena! ¿Crees que él y los reyes, sus subditos, invertirían tanto dinero sólo para recuperar a una mujer que dejó Grecia por voluntad propia? Es Troya y Asia Menor lo que Agamenón desea, no a Helena. Quiere instalar colonias griegas en nuestras tierras, llenar sus cofres con los tesoros de nuestras arcas, invadir con sus naves el Ponto Euxino por el Helesponto. La mujer de mi hijo es sólo un pretexto, nada más. Devolvérsela significaría seguirle el juego, de modo que no quiero volverte a oír hablar de Helena. ¿Está bastante claro, Antenor?

Antenor bajó la mirada y se retiró con una inclinación de cabeza y un ostentoso ademán.

Los estados de Asia Menor comenzaron a enviar embajadores a Troya; la siguiente asamblea a la que asistí estaba atestada de ellos. No podía retener todos los nombres en mi cabeza, tales como Paflagonia, Cilicia, Frigia. Algunos de sus representantes significaban más para Príamo que otros, aunque no trataba a ninguno a la ligera. Pero entre todos ellos, al que con más entusiasmo saludó fue al enviado de Licia. Gobernaba conjuntamente en Licia con su primo hermano Sarpedón y se llamaba Glauco. París, a quien se le había ordenado estar presente, me informó en un susurro que Glauco y Sarpedón eran tan inseparables como si fueran gemelos y que, por añadidura, eran amantes. Algo extraño tratándose de soberanos. No tenían esposas ni herederos.

–Tranquilízate, rey Glauco, cuando hayamos expulsado a los griegos de nuestras playas, Licia obtendrá una generosa participación en el botín -anunció Príamo con lágrimas en los ojos.

Glauco, un hombre relativamente joven y muy hermoso, respondió sonriente:

–Licia no se halla aquí para participar en el botín, tío Príamo. El rey Sarpedón y yo sólo deseamos una cosa: aplastar a los griegos y devolverlos escarmentados a su costa del Egeo. El comercio es vital para nosotros porque ocupamos la parte sur de esta costa. Realizamos nuestras negociaciones con nuestros vecinos septentrionales así como con los meridionales, como Rodas, Chipre, Siria y Egipto. Licia es el eje. Creemos que debemos unirnos por necesidad, no por codicia. Tranquilízate, podrás contar con nuestras tropas y con otras ayudas al llegar la primavera. Veinte mil hombres, totalmente equipados y aprovisionados.

Le caían las lágrimas. Príamo lloraba con la fácil aflicción de los ancianos.

–Mi sincero reconocimiento para ti y para Sarpedón, querido sobrino.

Se sucedieron los demás, algunos tan generosos como Licia; otros que negociaban por dinero o privilegios. Príamo prometía a cada uno lo que deseaba y así veía crecer el número de hombres y de ayuda. Al final me pregunté cómo conseguiría Agamenón mantenerse firme en su terreno. Príamo dirigiría a doscientos mil hombres en la llanura al llegar la primavera, cuando los azafranes surgieran de la nieve que se fundía. A menos que mi antiguo cuñado recibiera refuerzos o contase con algún triunfo escondido bajo su manga púrpura, sería derrotado. ¿Por qué, pues, me seguía preocupando? Porque conocía a mi gente. Dadle a un griego bastante cuerda y colgará a todos cuantos tenga delante, nunca a sí mismo. Conocía de antiguo a los consejeros de Agamenón y había vivido en Troya bastante tiempo para comprender que el rey Príamo no contaba con asesores tales como Néstor, Palamedes y Ulises.

¡Oh, cuan aburridas eran aquellas reuniones! Únicamente asistía a ellas porque el resto de mi vida aún era más aburrida. No se permitía que nadie se sentase más que el rey, y mucho menos una mujer. Me dolían los pies. De modo que mientras un paflagonio vestido con lo que parecían delicadas pieles bordadas parloteaba en un dialecto que me resultaba incomprensible, dejé vagar ociosamente la mirada por la multitud y se me iluminaron los ojos al distinguir a un hombre en el fondo que parecía recién llegado. ¡Oh, magnífico, era un tipo estupendo!

El hombre se abrió camino fácilmente entre la multitud. Su altura era superior a la de todos los presentes, con la excepción de Héctor que, como de costumbre, se encontraba junto al trono. El desconocido tenía la altivez de un soberano y, por añadidura, de alguien que se considera muy superior al resto. Me recordó irresistiblemente a Diomedes; tenía la misma gracia al andar y un aire duro y bélico. De cabellos y ojos negros, vestía con suntuosidad. Su capa, descuidadamente echada sobre los hombros, estaba forrada con la piel más hermosa que había visto en mi vida, esponjosa y con manchas leonadas. Cuando llegó ante el estrado donde se hallaba el trono se inclinó levemente, como ante un soberano a quien difícilmente se admite como de rango superior.

–¡Eneas! – exclamó Príamo con singular matiz de voz-. Hace muchos días que te estaba esperando.

–Aquí me tienes, señor -repuso el tal Eneas.

–¿Has visto a los griegos?

–Aún no, señor. He entrado por la puerta Dárdana.

El énfasis al pronunciar el nombre de la entrada había sido significativo. Recordé dónde había oído su nombre. Eneas era el heredero de Dardania. Su padre, el rey Anquises, gobernaba la parte sur de aquel país desde una ciudad llamada Lirneso. Príamo siempre se mofaba al mencionar Dardania, a Anquises o a Eneas. Yo deducía que en Troya los considerábamos unos advenedizos, aunque París me había dicho que el rey Anquises era primo hermano de Príamo y que Dárdano había fundado tanto la casa real de Troya como la de Lirneso.

–Te sugiero entonces que salgas al balcón y contemples el Helesponto -repuso Príamo rebosante de sarcasmo.

–Como gustes.

Eneas desapareció unos momentos y regresó con un encogimiento de hombros.

–Parece que se proponen quedarse, ¿no es eso?

–Una conclusión perspicaz.

Eneas hizo caso omiso de la agudeza.

–¿Por qué me has llamado? – inquirió.

–¿No te parece evidente? Cuando Agamenón haya clavado sus dientes en Troya, le seguirán Dardania y Lirneso. Deseo que ofrezcas tus tropas para ayudarme a aplastar a los griegos cuando llegue la primavera.

–Grecia no tiene nada en contra de Dardania.

–Grecia no necesita pretextos en estos momentos. Grecia busca tierras, bronce y oro.

–Bien, señor, ante el formidable surtido de aliados aquí presentes, no creo que necesites a los hombres de Dardania para ayudarte a acabar con tus enemigos. Cuando tu necesidad sea auténtica, traeré un ejército, pero no esta primavera.

–¡Mi necesidad será perentoria la próxima primavera!

–Lo dudo.

Príamo golpeó en el suelo con su cetro de marfil y la esmeralda que coronaba la empuñadura despidió destellos azules.

–¡Quiero a tus hombres!

–No puedo comprometerme a nada sin la explícita autorización de mi padre el rey, señor. Y no cuento con ella.

Príamo desvió la cabeza sin saber qué responderle.

En cuanto estuvimos a solas, consumida por la curiosidad, interrogué a París acerca de aquella extraña discusión.

–¿Qué sucede entre tu padre y el príncipe Eneas?

París me tiró perezoso de los cabellos.

–Rivalidad.

–¿Rivalidad? Pero el uno reina en Dardania y el otro en Troya.

–Sí, pero según un oráculo, Eneas reinará en Troya algún día. Mi padre teme la sentencia de los dioses. Eneas conoce también el oráculo, por lo que siempre espera ser tratado como el heredero. Pero si consideras que mi padre tiene cincuenta hijos, la actitud de Eneas es ridicula. Creo que el oráculo se refiere a otro Eneas que existirá más adelante.

–Parece todo un hombre -dije pensativa-. Y es muy atractivo.

Me lanzó una mirada centelleante.

–No olvides de quién eres esposa, Helena, y mantente alejada de Eneas.

Los sentimientos que compartíamos París y yo se estaban enfriando. ¿Cómo era posible si me había enamorado de él a primera vista? Sin embargo, así había sido, supongo que porque no tardé en descubrir que, pese a su pasión por mí, no podía resistir el apremio de mariposear con otras mujeres. Y, al llegar el verano, tampoco contuvo sus impulsos de retozar por las proximidades del monte Ida. Aquel verano entre mi llegada a Troya y la aparición de los griegos, París desapareció durante seis lunas completas. ¡Y cuando por fin regresó, ni siquiera se disculpó! Tampoco llegó a comprender cuánto había sufrido en su ausencia.

Algunas mujeres de la corte se esforzaban todo lo posible por amargarme y hacer insoportable mi vida. La reina Hécuba me aborrecía, pues me consideraba la ruina de su querido París. Andrómaca, la esposa de Héctor, también me odiaba porque le había usurpado el título de más hermosa… y porque la aterraba que Héctor pudiera sucumbir a mis encantos.

¡Como si yo fuera a molestarme en ello! Héctor era un tipo enojoso, tan mojigato y envarado que no tardé en considerarlo el tipo más aburrido en una corte de aburridos.

Pero quien más me aterraba era la joven sacerdotisa Casandra, que recorría salones y pasillos con los negros cabellos salvajemente agitados, el rostro pálido y desencajado y reflejada la locura en sus ojos. Cada vez que me veía se enfrascaba en un estridente galimatías ofensivo, palabras e ideas tan enmarañadas que nadie alcanzaba a comprender su lógica. Yo era un diablo, un caballo, la causante de todos los desastres. Estaba confabulada con Dardania y con Agamenón. Era la ruina de Troya, etcétera, etcétera. Me trastornaba, como Hécuba y Andrómaca no tardaron en descubrir, lo que las indujo a estimularla para que me acechara constantemente, sin duda con la esperanza de que me recluyera en mis aposentos. Pero Helena estaba hecha de un material más resistente de lo que imaginaban. En lugar de retirarme, adopté la irritante costumbre de reunirme con Hécuba, Andrómaca y las restantes damas nobles en su cámara de esparcimiento para irritarlas acariciándome los senos (son realmente espléndidos) ante su escandalizada mirada (ninguna de ellas se hubiera atrevido a mostrar sus fofas y colgantes carnes). Cuando aquello se agotaba abofeteaba a las sirvientas, vertía leche en sus aburridos tapices y en los extensos productos de sus telares y me sumergía en monólogos sobre violaciones, incendios y saqueos. Una mañana memorable enfurecí de tal modo a Andrómaca que se lanzó sobre mí con uñas y dientes y se llevó una sorpresa mayúscula al descubrir que Helena se había ejercitado en la lucha siendo niña y era demasiado experta para competir con una dama educada como ella. Le puse la zancadilla y le propiné un puñetazo en el ojo, que se le hinchó, cerró y amorató durante casi una luna. Luego anduve divulgando insidiosamente que era obra de Héctor.

A París le insistían constantemente para que me castigase; su madre, en particular, lo atormentaba en todo momento. Pero siempre que trataba de amonestarme o me rogaba que fuese más amable me reía de él y le recitaba una letanía de las ofensas que las demás me infligían. Todo ello significaba que cada vez veía menos a mi marido.

Al llegar el invierno el desasosiego comenzó a dominar a la corte troyana. Se rumoreaba que los griegos se habían marchado de la playa, que hacían incursiones arriba y abajo de Asia Menor para atacar y destruir ciudades y pueblos. Sin embargo, cuando enviaron destacamentos armados hasta los dientes para examinar la playa encontraron al enemigo muy presente, dispuesto al enfrentamiento y a la lucha. Aun así, a medida que avanzaba la estación, llegaron noticias fidedignas de los ataques que realizaban. Uno tras otro, los aliados de Príamo despacharon comunicados acerca de que ya no podían cumplir sus promesas de enviar ejércitos en primavera porque sus propios países se veían amenazados. Tarses, de Cilicia, fue pasto de las llamas; su gente, exterminada o vendida como esclavos; los campos y los pastos, incendiados en cincuenta leguas a la redonda; el grano, arrebatado y cargado en naves griegas; el ganado, sacrificado y ahumado en sus propias instalaciones para alimento de los griegos; los santuarios, despojados de sus tesoros, y el palacio del rey Eetión, saqueado. Misia fue la siguiente en sufrir el ataque griego. Lesbos envió ayuda a Misia y fue atacada a su vez. Thermi fue arrasada hasta sus cimientos; los lesbianos se lamieron sus heridas y se preguntaron si sería político recordar la parte griega de sus antepasados y declararse a favor de Agamenón. Cuando Priene y Mileto sucumbieron en Caria, cundió el pánico. Incluso Sarpedón y Glauco, los dobles soberanos, se vieron obligados a permanecer en su reino de Licia.

En cuanto se producía cada ataque recibíamos la noticia de la forma más original. El mensaje corría a cargo de un heraldo griego que se plantaba ante la puerta Escea y transmitía al capitán de la torre de vigilancia occidental la información destinada a Príamo. El hombre enumeraba las ciudades saqueadas, el número de los ciudadanos muertos y de las mujeres y niños vendidos como esclavos, el valor de los despojos y las medidas de grano. E invariablemente concluía su mensaje con las mismas palabras:

–¡Di a Príamo, rey de Troya, que me envía Aquiles, hijo de Peleo!

A los troyanos llegó a horrorizarlos la mención de aquel nombre: Aquiles. Al inicio de la primavera Príamo tuvo que soportar en silencio la presencia del campamento griego, porque no llegó ninguna fuerza aliada para aumentar sus efectivos, ni dinero para contratar mercenarios hititas, asirios o babilonios. El dinero troyano debía ser cuidadosamente conservado, pues entonces eran los griegos quienes recaudaban impuestos en el Helesponto.

En los salones troyanos y en los corazones de los ciudadanos comenzó a infiltrarse cierta pesadumbre. Y como yo era la única griega de la Ciudadela, todos, desde Príamo hasta Hécuba, me preguntaban quién era el tal Aquiles. Les dije cuanto podía recordar, pero al explicarles que era poco más que un muchacho, aunque de rancia estirpe, dudaron de mí.

A medida que transcurría el tiempo crecía el temor hacia Aquiles; la simple mención de su nombre hacía palidecer a Príamo. Sólo Héctor no daba muestras de sentirlo. Ardía en deseos de encontrarse con él, se le encendían los ojos y se llevaba instintivamente la mano a la daga cada vez que el heraldo griego se presentaba ante la puerta Escea. En realidad, enfrentarse a Aquiles se convirtió en tal obsesión para él que se aficionó a efectuar ofrendas ante todos los altares, rogando a los dioses que le dieran la oportunidad de acabar con su enemigo.

Cuando acudió a interrogarme se negó a dar crédito a mis respuestas.

En el otoño del segundo año Héctor perdió la paciencia y rogó a su padre que le permitiera salir al exterior con todo el ejército troyano.

Príamo lo miró como si su heredero se hubiera vuelto loco.

–No, Héctor -respondió.

–Señor, nuestras investigaciones han revelado que los griegos han dejado en la playa menos de la mitad de sus fuerzas. ¡Podemos vencerlos! ¡Y lo haremos! ¡El ejército de Aquiles tendrá que regresar a Troya y entonces acabaremos con él!

–O él con nosotros.

–¡Los superamos en número, señor! – exclamó Héctor.

–No me lo creo.

Héctor apretó los puños y siguió buscando nuevas razones para convencer al aterrado anciano de que estaba en lo cierto.

–Entonces déjame recurrir a Eneas de Lirneso, señor. Sumando los dárdanos a nuestras reservas superaremos numéricamente a Agamenón.

–Eneas no está dispuesto a implicarse en nuestros problemas.

–A mí me escuchará, padre.

Príamo se levantó indignado.

–¿Autorizar a mi hijo, el heredero, a que suplique a los dárdanos? ¿Te has vuelto loco, Héctor? ¡Preferiría morir que inclinarme y humillarme ante Eneas!

En aquel momento acerté a ver a Eneas. Acababa de entrar en la sala del trono pero había oído gran parte de la discusión que ambos sostenían ante el estrado. Tenía los labios tensos y paseaba su mirada de Héctor a Príamo sin dejar entrever sus pensamientos. Antes de que alguien importante advirtiera su presencia -yo no lo era- dio media vuelta y se marchó.

–Señor, no puedes esperar que permanezcamos eternamente dentro de nuestras murallas -exclamó Héctor, desesperado-. Los griegos se proponen reducir a cenizas a nuestros aliados. Nuestra riqueza está mermando porque nuestros ingresos desaparecen y abastecernos nos cuesta cada vez más. Si no me permites sacar al ejército, por lo menos déjame dirigir grupos de asalto para coger desprevenidos a los griegos, hostigar sus partidas de caza y obligarlos a interrumpir sus insolentes expediciones ante nuestras murallas para insultarnos.

Príamo vacilaba. Apoyó la barbilla en la mano y permaneció largo rato pensativo. Por último dijo suspirando:

–Bien. Ve a ejercitar a los hombres. Si logras convencerme de que no es un plan temerario, puedes llevarlo a cabo. – No te defraudaré, señor -repuso Héctor, radiante. – Eso espero -dijo Príamo, fatigado. En la sala del trono alguien se echó a reír. Me volví en redondo sorprendida. Pensé que París estaba de nuevo ausente, pero se encontraba allí, riendo a mandíbula batiente. A Héctor se le ensombreció el rostro. Bajó del estrado y se abrió paso entre la multitud.

–¿Qué es eso tan divertido, Paris?

Mi marido se serenó un tanto y pasó un brazo por los hombros de su hermano.

–¿Cómo es posible que armes tanto alboroto por pelearte cuando tienes una esposa tan encantadora en el hogar? ¿Cómo es que prefieres la guerra a las mujeres?

–Porque soy un hombre, Paris -repuso Héctor pausadamente-, no un muchachito lindo.

Me quedé petrificada, mi marido no sólo era un necio sino también un cobarde. ¡Oh, qué humillación! Consciente de las miradas despectivas de la gente, salí de la estancia.

Paris y yo éramos dos hermosos necios. Había renunciado a mi trono, a mi libertad y a mis hijos -¿por qué apenas los echaba de menos?– para vivir en una prisión con un lindo necio que también era un cobarde. ¿Por qué echaba tan poco de menos a mis hijos? La respuesta era evidente. Porque pertenecían a Menelao y, en aquellos momentos, en algún lugar de mi mente, debía arrinconar a Menelao, a mis hijos y a Paris en un mismo y desagradable montón. ¿Había peor destino para una mujer que saber que en su vida nadie era digno de ella?

Como necesitaba aire fresco, salí al patio bajo mis aposentos y allí paseé arriba y abajo hasta apaciguar mi pena. Luego me volví rápidamente y tropecé con un hombre que venía por el lado opuesto. Ambos extendimos las manos de manera instintiva, él me asió por los brazos un momento y me miró el rostro con curiosidad mientras desaparecían de sus negros ojos las últimas huellas de su propia ira.

–Tú debes de ser Helena -dijo.

–Y tú eres Eneas.

–Sí.

–No sueles venir por Troya -dije muy satisfecha al verlo.

–¿Conoces alguna razón por la que debería venir?

Puesto que era inútil disimular, repuse sonriente:

–No.

–Me agrada tu sonrisa, pero estás enojada -dijo-. ¿Por qué?

–Es asunto mío.

–Te has enfadado con Paris, ¿no es eso?

–En absoluto -repuse negando con la cabeza-. Enfadarse con Paris es tan difícil como asir mercurio.

–Cierto.

Después de lo cual me acarició el seno izquierdo.

–Una moda interesante llevarlos descubiertos. Pero eso enciende a los hombres, Helena.

Bajé los párpados y le sonreí.

–Es agradable saberlo -respondí en voz baja.

Esperando recibir un beso, me incliné hacia él con los ojos aún cerrados. Pero al no sentir nada los abrí y descubrí que se había marchado.

El aburrimiento era cosa pasada, y acudí a la siguiente asamblea con el propósito de seducir a Eneas, que no estaba presente. Al preguntarle a Héctor con despreocupación dónde se encontraba su primo de Dardania, me dijo que Eneas había cargado sus caballos durante la noche y había regresado a su patria.

CAPITULO DIECISIETE

NARRADO POR PATROCLO

Los estados de Asia Menor curaron sus heridas sombríamente acurrucados contras las vastas montañas que pertenecían a los hititas. Temían acercarse a Troya y agruparse en cualquier otro lugar porque no imaginaban dónde atacaríamos los griegos seguidamente. En realidad, los derrotamos incluso antes de emprender nuestra primera campaña, pues contábamos con todas las ventajas. Navegábamos por la costa a prudente distancia para no ser detectados desde tierra, con mayor movilidad de la que ellos podían permitirse porque, en aquel país de valles fluviales entre accidentadas cordilleras, no disponían de caminos fáciles entre sus diversos focos de colonización. Las naciones de Asia Menor se comunicaban por mar, un medio que nosotros dominábamos.

Durante el primer año interceptamos muchas naves que transportaban armas y alimentos para Troya, pero los convoyes se interrumpieron al comprender que, en lugar de beneficiar a Troya, los griegos nos aprovechábamos de ellos. Éramos demasiados para ellos, ninguna de las ciudades que salpicaban aquella extensísima costa podía aspirar a ofrecer suficiente resistencia para derrotarnos en combate ni sus muros bastaban para impedirnos el paso. Por consiguiente, saqueamos diez ciudades en dos años, desde mucho más allá de Rodas hasta Tarses, en Cilicia, y tan próximas a Troya como Misia y Lesbos.

Cuando costeábamos los mares, Fénix siempre cedía el cargo de la línea de suministro establecida entre Aso y Troya a su lugarteniente y zarpaba con nosotros al mando de doscientas naves vacías para almacenar el botín. Sus ventrudos cascos se hundían profundamente en el agua cuando izábamos nuestras velas, libres del humo de alguna ciudad incendiada y atestadas de despojos nuestras embarcaciones guerreras.

Aquiles se mostraba implacable. Eran pocos los que quedaban para concitar futuras resistencias. Aquellos que no podían ser destinados a la esclavitud ni vendidos a Egipto y Babilonia eran exterminados: ancianas decrépitas y hombres marchitos carentes de utilidad. El nombre de Aquiles era odiado a lo largo de aquellas costas y yo era incapaz de condenarlos por execrarlo.

Cuando entramos en el tercer año, Aso se agitó y renació lentamente a la vida. La nieve se derretía, los árboles echaban brotes. No había peleas ni diferencias entre nosotros porque hacía tiempo que habíamos olvidado toda lealtad salvo la que debíamos a Agamenón y al segundo ejército.

En Aso estaban acuartelados sesenta y cinco mil hombres; un núcleo de veinte mil veteranos que nunca regresaban a Troya, treinta mil más que permanecían con nosotros mientras se prolongaba la temporada de la campaña, quince mil comerciantes y toda clase de artífices, algunos de los cuales residían en Aso durante todo el año. Uno de los cabecillas permanentes se hallaba siempre en la guarnición para proteger la ciudad de algún posible ataque de Dardania mientras la flota estaba ausente; incluso Áyax se turnaba en ello aunque Aquiles navegaba constantemente y, como yo no me separaba de él, también navegaba. Era un cabecilla feroz que no concedía cuartel ni escuchaba las súplicas de rendición. En cuanto vestía su armadura era tan frío e implacable como el viento del norte. Nos decía que el objetivo de nuestra existencia era asegurar la supremacía griega y no renunciar a ningún enfrentamiento hasta el día en que las naciones griegas comenzaran a enviar sus excedentes de ciudadanos a colonizar Asia Menor.

Cuando entramos en el puerto de Aso tras una última campaña invernal en Licia (Aquiles parecía tener un pacto con los dioses marinos porque navegábamos con tanta seguridad en verano como en invierno), Áyax nos aguardaba en la playa para darnos la bienvenida y nos saludaba alegremente con las manos para indicar que no habían sido amenazados durante nuestra ausencia y que estaba ansioso por volver a la lucha. La primavera había llegado en su plenitud: la hierba nos llegaba hasta los tobillos, flores tempranas salpicaban los campos, los caballos saltaban y retozaban en las praderas y el aire era tan suave y embriagador como el vino. Nos llenamos los pulmones con el aroma del hogar y saltamos sobre los guijarros.

Entonces nos separamos para reunirnos más tarde. Áyax se alejó con Áyax el Pequeño y con Teucro, pasándoles los brazos por los hombros, mientras Meriones marchaba al frente haciendo gala de su superioridad cretense. Yo paseaba con Aquiles encantado de hallarme de regreso en Aso. Las mujeres se habían afanado durante nuestra ausencia: retoños de tenue verdor en el huerto prometían verduras y hierbas para los guisos, y guirnaldas floridas para nuestras cabezas. Era un lugar hermoso Aso, en nada se asemejaba al austero campamento bélico construido por Agamenón en Troya. Los barracones estaban diseminados al azar entre bosquecillos y las calles se extendían como en una ciudad normal. Por otra parte, estábamos seguros. Nos rodeaba un muro, una empalizada y una zanja de veinte codos de altura, fuertemente custodiada incluso en las lunas más frías del invierno. No porque Dardania, nuestro enemigo más próximo, pareciera interesada en atacarnos; se rumoreaba que su rey Anquises andaba constantemente a la greña con Príamo.

En el campamento había mujeres por doquier, algunas en avanzado estado de gestación, y durante el invierno se habían producido una avalancha de nacimientos. Ver a los niños y a sus madres me complacía porque mitigaban el dolor de la guerra, el vacío de matar.

Entre aquellas criaturas no había ninguna de Aquiles ni mía. Las mujeres me parecían interesantes, pese a no sentirme atraído por ellas. Todas aquellas habían sido capturadas por la espada; sin embargo, una vez disipada la primera impresión y la desorientación, parecían capaces de olvidar las existencias que habían conocido en el pasado y los hombres que habían amado, y se concentraban en sus nuevos amores y familias y en adoptar las costumbres griegas. Es natural, pues no son guerreras sino recompensa de los vencedores. A mi parecer, las aptitudes femeninas les son inculcadas por sus madres cuando aún son pequeñas. Las mujeres son creadoras de nidos, por lo que el hogar es para ellas de una importancia básica. Es evidente que algunas nunca pueden olvidar, que lloran y se afligen, pero en Aso no duraban: eran enviadas a trabajar sin descanso en los campos cenagosos donde el Eufrates casi se une con el Tigris, y allí supongo que morían de pena.

El salón era la estancia mayor de nuestra casa y servía a la vez de sala de estar y de cámara de consejo. Aquiles y yo entramos juntos y nuestros hombros cubrieron todo el vano de la puerta. Al advertirlo, yo siempre sentía una punzada de placer, como si en cierto modo reflejara que nos habíamos convertido en líderes, en señores.

Me quité la armadura y Aquiles dejó que las mujeres lo despojaran de ella, erguido como una torre, mientras media docena de sirvientas tiraban de correas y nudos y se escandalizaban al ver la larga y negra línea de una herida semicurada de su muslo. Yo no permitía nunca que ellas me desarmasen, pues recordaba sus rostros cuando las escogíamos del botín como la participación que nos correspondía, pero a Aquiles no le importaba en absoluto. Las dejaba recoger su espada y su daga sin que pareciese comprender que alguna de ellas podía atacarlo con el arma y darle muerte mientras se hallaba indefenso. Las observé dubitativo, pero tuve que admitir que semejante peligro era muy improbable. De la más joven a la de más edad, todas estaban enamoradas de él. Nuestros baños ya estaban preparados con agua caliente y teníamos dispuestos faldones y blusas limpios.

Una vez nos hubieron servido el vino y retiraron los restos de nuestra comida, Aquiles las despidió y se tendió con un suspiro. Ambos estábamos cansados pero era inútil tratar de conciliar el sueño, pues la luz del sol se filtraba por las ventanas y aún era probable que acudieran a visitarnos los amigos.

Aquiles había estado muy silencioso todo el día, lo que no era insólito, salvo que su silencio en aquellos momentos sugería reserva. No me agradaba aquel talante suyo. Era como si se encontrara en otro lugar al que yo no pudiera seguirlo, en un mundo sólo suyo, a cuyas puertas me dejara llorar infructuosamente. De modo que me incliné a tocarlo en el brazo con más fuerza de la que pretendía.

–Apenas has probado el vino, Aquiles -le dije.

–No me apetece.

–¿Estás indispuesto?

La pregunta le sorprendió.

–No. ¿Acaso es signo de enfermedad que rechace el vino?

–No, supongo que es propio de tu mal humor.

Suspiró profundamente y paseó la mirada por el salón.

–Me encanta esta sala más que ninguna. Y es porque me pertenece, porque no hay nada en ella que no haya ganado con mi espada. Me hace comprender que soy Aquiles, no el hijo de Peleo.

–Sí, es una hermosa habitación -repuse.

Frunció el entrecejo.

–La belleza es una complacencia de los sentidos, la desprecio como una enfermedad. No, me gusta esta habitación porque es mi trofeo.

–Un espléndido trofeo -respondí vacilante.

Hizo caso omiso de aquella trivialidad y se abstrajo de nuevo. Intenté devolverlo otra vez a la realidad.

–Después de tantos años aún dices cosas que no llego a comprender. Sin duda te agradará la belleza en alguno de sus aspectos. Vivir considerándola una enfermedad no es vivir, Aquiles.

–Me importa poco cómo vivo ni cuánto viviré siempre que haya conseguido la fama -gruñó-. Los hombres nunca deben olvidarme cuando esté en mi tumba.

De nuevo surgió su mal talante.

–¿Crees que he seguido un camino erróneo para conseguir la gloria?

–Ésa es una cuestión pendiente entre tú y los dioses -respondí-. No has pecado contra ellos, no has asesinado a mujeres fértiles ni a niños demasiado pequeños para empuñar armas. No es ningún pecado entregarlos a la esclavitud. Tampoco has ganado una ciudad por hambre. Aunque tu mano ha sido dura, nunca se ha comportado de modo criminal. Yo soy más blando, eso es todo.

Una sonrisa iluminó su rostro.

–Te subestimas, Patroclo. Con una espada en la mano eres tan inflexible como cualquiera de nosotros.

–En las batallas es diferente. Puedo matar sin misericordia. Pero a veces tengo sueños sombríos y siniestros.

–Al igual que los míos. Ingenia me maldijo antes de morir.

Se durmió, incapaz de proseguir la charla. Me dediqué a observarlo, pues era lo que más me agradaba. Muchas de sus cualidades me resultaban incomprensibles; sin embargo, si alguien conocía a Aquiles, ése era yo. Poseía la habilidad de conseguir que la gente lo amara, ya fueran sus mirmidones, sus cautivas… o yo mismo. Pero la razón no radicaba en su atractivo físico, sino que era una faceta de su espíritu, una grandeza de la que los demás siempre parecían carecer.

Desde que zarpamos de Áulide hacía tres años se había vuelto en extremo autosuficiente. A veces me preguntaba si su propia mujer lo reconocería cuando volvieran a encontrarse. Por supuesto que sus problemas venían de la muerte de Ifigenia, y aquello yo lo compartía y lo comprendía. Pero ignoraba adonde se dirigían sus pensamientos y las capas más profundas de su mente.

Una repentina ráfaga de aire frío agitó los cortinajes a ambos lados de la ventana. Me estremecí. Aquiles aún yacía de costado con la cabeza apoyada en una mano, pero su expresión había cambiado. Pronuncié su nombre en voz alta pero no me respondió.

Me levanté del diván repentinamente alarmado, me senté en el borde del suyo y apoyé una mano en su hombro desnudo sin que pareciera advertirlo. Entre los fuertes latidos de mi corazón contemplé su piel bajo la palma de mi mano e incliné la cabeza hasta posar mis labios en ella; las lágrimas brotaban de mis ojos con tal fluidez que una de ellas le cayó en el brazo. Aparté los labios horrorizado mientras él se estremecía y volvía la cabeza para mirarme con una expresión extraña, como si en aquel momento viese por vez primera al auténtico Patroclo.

Abrió sus tenues labios para hablar pero no llegó a formular sus pensamientos. Miró hacia la puerta y dijo:

–Madre.

Observé aterrado que babeaba, que le temblaba la mano izquierda y la misma parte de su rostro se movía nerviosamente. Luego se cayó del diván al suelo y se quedó rígido, con la espalda arqueada y los ojos tan cegados y blancos que pensé que iba a morir. Me senté en el suelo para sostenerlo y aguardé a que se diluyera la negrura de su rostro en un gris moteado, que se interrumpieran sus temblores y volviera a la vida. Cuando aquello hubo concluido le limpié la saliva de la barbilla, lo mecí relajadamente y acaricié sus cabellos empapados en sudor.

–¿Qué te ha sucedido, Aquiles?

Me miró con turbia expresión, reconociéndome lentamente. Luego suspiró como una criatura agotada.

–Ha venido mi madre con su hechizo. Creo que he estado presintiendo su llegada todo el día.

¡El hechizo! ¿Era aquello el hechizo? Me había parecido un ataque de epilepsia, aunque, en los casos que yo había presenciado, a las víctimas se les debilitaba el cerebro hasta quedar anulados por la imbecilidad y poco después morían. Fuese lo que fuese lo que afectase a Aquiles no había atacado a su mente ni tampoco se habían vuelto más frecuentes los ataques. Pensé que era el primero que sufría desde Esciro.

–¿Por qué ha venido, Aquiles? – Para recordarme que debo morir.

–¡No puedes decir eso! ¿Cómo lo sabes?

Lo ayudé a levantarse y a recostarse en su diván y me senté junto a él.

–Te he visto cuando sufrías el hechizo, Aquiles, y me ha recordado un ataque de epilepsia.

–Tal vez lo sea. De ser así, mi madre me lo envía para recordarme mi mortalidad. Y no se equivoca. Debo morir antes de que caiga Troya. El hechizo es un anticipo de la muerte, la existencia como una sombra, insensible.

Frunció los labios y añadió:

–Larga e infame o breve y gloriosa. No cabe elección, lo que ella se niega a comprender. Sus visitas mediante el hechizo no cambiarán nada, pues ya tomé mi decisión en Esciro.

Me volví y apoyé la cabeza en mi brazo.

–¡No llores por mí, Patroclo! He escogido el destino que deseo.

Me pasé la mano por los ojos.

–No lloro por ti, sino por mí.

Aunque no lo miraba advertí un cambio en él.

–Compartimos la misma sangre -dijo entonces-. Antes de que el hechizo se presentara distinguí algo en ti que no había visto antes.

–El amor que me inspiras -repuse con un nudo en la garganta.

–Sí, y lo siento. Debo de haberte herido muchas veces al no comprenderlo. Pero ¿por qué lloras?

–Cuando el amor no es correspondido provoca llanto.

Se levantó del diván y me tendió las manos.

–Te correspondo, Patroclo -dijo-. Siempre lo he hecho.

–Pero tú no eres un hombre que ame a los hombres, y ése es el amor que deseo.

–Quizá sería así si escogiera una existencia larga e ignominiosa. Tal y como están las cosas, y por si sirve de algo, no siento aversión a amarte. Estamos juntos en el exilio y me parece muy dulce compartirlo en la carne así como en espíritu -repuso Aquiles.

Así fue como nos hicimos amantes, aunque no encontré el éxtasis que había imaginado. ¿Lo hallamos alguna vez? Aquiles se apasionaba por muchas cosas, pero la satisfacción de los sentidos nunca fue una de ellas. No importaba. Tenía más de él que cualquier mujer y por lo menos encontré cierta satisfacción. En realidad, el amor no se circunscribe al cuerpo. El amor es la libertad de vagar por la mente y el corazón del amado.

Hacía cinco años que no visitábamos Troya ni a Agamenón. Como es natural, fui con Aquiles, que llevó asimismo consigo a Áyax y a Meriones. Me constaba que hacía tiempo que debíamos haber efectuado aquella visita pero pensé que ni siquiera entonces él hubiera ido allí si no hubiera necesitado entrevistarse con Ulises. Los estados de Asia Menor se habían vuelto recelosos e ideaban estratagemas para anticiparse a nuestros ataques.

La larga y accidentada playa que se extendía entre el Simois y el Escamandro no se parecía en absoluto al lugar que habíamos dejado cuatro años antes. Había perdido su aire destartalado y provisional y el propósito de permanencia era evidente. Las fortificaciones eran prácticas y estaban bien proyectadas. El campamento contaba con dos accesos, uno por el Escamandro y otro por el Simois, sobre los que se habían levantado puentes de piedra que cruzaban las zanjas y con grandes puertas practicadas en los muros.

Áyax y Meriones desembarcaron en el extremo de la playa donde desembocaba el Simois mientras Aquiles y yo lo hacíamos por el Escamandro, y nos encontrábamos con que habían sido construidos barracones para albergar a los mirmidones a su regreso. Avanzamos por la calle principal que atravesaba el campamento, buscando la nueva residencia de Agamenón que, según nos habían informado, era muy grande.

Algunos curaban sus heridas sentados al sol; otros silbaban alegremente mientras engrasaban sus armaduras de cuero o bronce pulido; había quienes se dedicaban a arrancar plumas púrpuras de los cascos troyanos para poder lucirlas en las batallas. Era un lugar donde se respiraba actividad y alegría, lo que nos hacía comprender que las tropas que habían quedado en Troya en modo alguno habían estado ociosas.

Ulises salía de la casa de Agamenón en el instante en que nosotros llegamos. Al vernos apoyó su lanza en el pórtico y se acercó sonriente para abrazarnos. En su corpulento cuerpo se veían dos o tres rasguños recientes; ¿los habría recibido en franco combate o durante alguna de sus excursiones nocturnas? Es el único personaje tortuoso que conozco que no teme arriesgar su vida ni su integridad física en una buena lid. Tal vez por ser pelirrojo o acaso porque está convencido de que gracias a Palas Atenea su vida se halla a salvo.

–¡Ya era hora! – exclamó al tiempo que nos abrazaba.

Y saludó a Aquiles con estas palabras:

–¡El héroe conquistador!

–Poco afortunado. Las ciudades costeras han aprendido a anticiparse a mi llegada.

–Hablaremos de eso más tarde -dijo mientras se disponía a acompañarnos al interior-. Debo agradecerte tu deferencia, Aquiles. ¡Nos has enviado despojos generosos y mujeres magníficas!

–En Aso no somos avarientos. Pero parece que aquí tampoco habéis permanecido ociosos. ¿Habéis luchado mucho?

–Bastante para mantenerlos a todos ocupados. Héctor efectuó un cruento ataque.

Aquiles pareció repentinamente atento.

–¿Quién es Héctor?

–El heredero de Príamo y jefe de los troyanos.

Agamenón se mostró cortésmente complacido al recibirnos con la mitad de nuestro ejército, aunque no nos ofreció ningún incentivo para quedarnos a pasar la mañana con él. Ni a Aquiles le hubiese agradado que lo hubiera hecho, pues desde que había oído el nombre de Héctor estaba deseoso de saber más cosas de él y le constaba que Agamenón no era la persona adecuada para preguntarle.

Ninguno de ellos había cambiado realmente ni había envejecido, aparte de mostrar algunos rasguños recibidos en combate. En todo caso, Néstor parecía más joven. Supuse que porque se hallaba en su elemento, ocupado y constantemente estimulado. Idomeneo se había vuelto menos indolente, lo que favorecía su figura. Sólo Menelao no parecía haberse beneficiado de vivir en un campamento guerrero. El pobre aún echaba de menos a Helena.

Nos alojamos como invitados de Ulises y Diomedes, que también se habían hecho amantes, en parte por conveniencia y también por el gran afecto que se tenían. Las mujeres eran una complicación cuando los hombres llevan nuestra clase de vida y no creo que Ulises haya mirado nunca a ninguna otra que no fuese Penélope, aunque sus historias demostraban que era muy capaz de seducir a cualquier troyana para conseguir información. A Aquiles y a mí nos explicó la existencia de la colonia de espías, una empresa sorprendente. Era la primera noticia que teníamos de ello.

–Es extraordinario -dijo Aquiles-. ¡Oh dioses, si se enteraran! Pero yo lo ignoraba al igual que todos con quienes he hablado.

–Ni siquiera Agamenón lo sabe -dijo Ulises. – ¿A causa de Calcante? – le pregunté. – Acertada suposición, Patroclo. Ese hombre no me inspira confianza.

–Bien, ni él ni Agamenón sabrán nada por nosotros -dijo Aquiles.

Durante toda aquella luna permanecimos en Troya. Aquiles sólo pensaba en una cosa: encontrarse con Héctor.

–Será mejor que lo olvides, muchacho -le dijo Néstor al final de una cena que Agamenón dio en nuestro honor-. Podrías pasarte aquí todo el verano sin verlo. Sus apariciones son fortuitas, impredecibles, pese a los singulares conocimientos de Ulises acerca de cuanto sucede en Troya. Y por el momento tampoco nosotros planeamos ninguna salida.

–¿Salidas? – preguntó Aquiles al parecer alarmado-. ¿Vais a tomar la ciudad en mi ausencia?

–¡De ningún modo! – exclamó Néstor-. No estamos en condiciones de asaltar Troya, aunque la Cortina Occidental se desplomase mañana en ruinas. Tienes la mejor parte de nuestro ejército en Aso y lo sabes perfectamente. ¡Regresa allí! No aguardes en la confianza de ver a Héctor.

–No hay esperanzas de que Troya caiga en tu ausencia, príncipe Aquiles -dijo el sacerdote Calcante en tono quedo a nuestras espaldas.

–¿Qué quieres decir? – inquirió Aquiles evidentemente alterado ante aquellos ojos bizcos y rosados.

–Troya no puede caer sin que tú te halles presente, pues los oráculos así lo predicen.

Y tras estas palabras se alejó con su túnica de color púrpura resplandeciente de gemas y de oro. Ulises obraba bien al mantener algunas de sus actividades en secreto. Nuestro gran soberano apreciaba enormemente a aquel hombre, cuya residencia, contigua a la de él, era suntuosa y quien escogía libremente entre las mujeres que enviábamos de Aso. Diomedes me dijo que en una ocasión Idomeneo se irritó de tal modo cuando Calcante le arrebató a la mujer que a él le gustaba que expuso su caso ante el consejo y obligó a Agamenón a quitársela a Calcante y entregársela a su compañero de mando.

De modo que Aquiles marchó decepcionado de Troya. Y lo mismo le sucedió a Áyax. Ambos habían vagado por la ventilada llanura troyana confiando incitar a Héctor a salir, pero no se vieron indicios de él ni de las tropas troyanas.

Los años transcurrían inexorables, siempre iguales. Las naciones de Asia Menor se convertían lentamente en cenizas mientras los mercados de esclavos del mundo desbordaban de licios, carios, cilicios y demás. Nabucodonosor aceptaba todo cuanto le enviábamos a Babilonia, y el asirio Tiglat Pileser olvidó los vínculos troyano-hititas hasta el punto de aceptar miles de ellos. Descubrí que ningún país parecía contar jamás con suficientes esclavos y hacía ya mucho tiempo que no se obtenían resultados tan fructíferos como los de Aquiles.

Aparte de nuestras incursiones, la vida no siempre era apacible. Había ocasiones en que la madre de Aquiles lo atormentaba con su maldito hechizo día tras día; luego se ausentaba a cualquier otro lugar y lo dejaba tranquilo durante lunas y lunas. Pero yo había aprendido a hacerle más cómodos aquellos períodos y él había llegado a depender de mí para todas sus necesidades. ¿Y qué hay más consolador que el amado dependa de uno?

En una qcasión llegó una nave de Yolco portadora de mensajes de Peleo, Licomedes y Deidamía. Gracias al constante flujo de mercancías que cruzaban el Egeo procedentes de nuestros saqueos, nuestra patria prosperaba en gran manera. Mientras Asia Menor se desangraba mortalmente, Grecia se enriquecía. Según informaciones de Peleo, se habían congregado los primeros colonos en Atenas y Corinto.

Para Aquiles, la cuestión más importante de las noticias recibidas se refería a su hijo Neoptólemo, que alcanzaba rápidamente la virilidad. ¡Cómo pasaban los años! Deidamía le explicaba que el muchacho era casi tan alto como él y que demostraba iguales aptitudes para el combate y las armas. Aunque más salvaje, era inquieto por naturaleza y un conquistador de féminas, amén de poseer genio vivo y cierta tendencia a beber vino puro. Según Deidamía, en breve cumpliría los dieciséis años.

–Ordenaré a Deidamía y a Licomedes que envíen al muchacho junto a mi padre -dijo Aquiles tras despedir al mensajero-. Necesita que lo guíe un hombre experimentado.

Su rostro se contrajo al añadir:

–¡Oh Patroclo, qué hijos hubiéramos tenido Ingenia y yo!

Sí, aquello seguía torturándolo… Pensé que aún más que su madre y el hechizo.

Tardamos nueve años en acabar con Asia Menor. Al concluir el noveno verano no quedaba nada por hacer. Llegaban naves cargadas de colonos griegos a lugares como Colofón y Appasas, deseosos todos ellos de iniciar una nueva vida en un lugar nuevo. Unos cultivarían la tierra, otros se dedicarían al comercio, y algunos probablemente se internarían hacia el este y el norte. Ninguno se uniría a nosotros, que formábamos el núcleo del segundo ejército en Aso. Nuestra tarea había concluido, salvo efectuar en otoño un ataque a Lirneso, núcleo del reino de Dardania.

CAPITULO DIECIOCHO

NARRADO POR AQUILES

Dardania era la ciudad de Asia Menor más próxima a Aso, pero la había dejado deliberadamente en paz durante los nueve años de nuestra campaña y había reducido a ruinas las ciudades costeras. En parte por tratarse de un territorio interior que compartía frontera con Troya y, por otra razón más sutil, puesto que deseaba infundir una falsa sensación de seguridad a los dárdanos, hacerles creer que su distancia del mar los hacía inviolables. Por añadidura, Dardania no confiaba en Troya. Mientras no los molestara, el viejo rey Anquises y su hijo Eneas se mantendrían distantes de nuestro enemigo.

Pero ahora todo iba a cambiar, pues nos disponíamos a invadir Dardania. En lugar de emprender el largo desplazamiento habitual, preparé a mis tropas para un viaje largo y difícil. Si Eneas esperaba algún ataque, supondría que rodearíamos la punta de la península por mar y que desembarcaríamos en la costa opuesta a la isla de Lesbos, desde donde llegar a Lirneso consistía en una simple marcha de quince leguas. Pero yo me proponía marchar directamente tierra adentro desde el mismo Aso, cruzar una zona desértica de casi un centenar de leguas que se extendía desde las laderas del monte Ida hasta el fértil valle donde se encontraba Lirneso.

Ulises me había cedido algunos expertos exploradores que espiaban desde nuestra línea de marcha; ellos nos informaron de que la zona contaba con espesos bosques, que por el camino había algunas granjas y que la estación estaba demasiado avanzada para encontrar pastores en nuestro camino. Sacamos de nuestro equipaje pieles y fuertes botas, porque las laderas de Ida ya estaban cubiertas de nieve a mitad de camino y era posible que nos sorprendiera alguna ventisca. Calculé que marcharíamos unas cuatro leguas diarias y que nos bastarían veinte días para tener el objetivo a la vista.

En la decimoquinta jornada, el viejo Fénix, mi almirante, tenía órdenes de desembarcar en el abandonado puerto de Adramiteo, el más próximo de la costa sin correr el peligro de encontrar oposición. Yo había arrasado la ciudad hasta sus cimientos a comienzos de aquel año… por segunda vez.

Avanzábamos en silencio y los días de marcha transcurrían sin incidentes. Entre las colinas nevadas no encontramos pastores que pudieran escapar a Lirneso para advertir de nuestra llegada. El tranquilo paisaje nos pertenecía en exclusiva y nuestro viaje era más fácil de lo que esperábamos. Llegamos a una distancia no detectable de la ciudad al decimosexto día. Ordené un alto y prohibí que se encendieran fuegos hasta que pudiera asegurarme de que no habíamos sido detectados.

Acostumbraba a realizar personalmente aquella última investigación, por lo que marché solo a pie desoyendo las protestas de Patroclo, que a veces me recordaba a una gallina clueca. ¿Por qué será que el amor engendra posesión y restringe drásticamente la libertad?

Apenas había avanzado tres leguas subí a una colina y me encontré con Lirneso a mis pies; se extendía por una vasta zona de terreno, con poderosas murallas y una ciudadela elevada. La examiné durante algún tiempo, combinando mi visión con lo que los agentes de Ulises me habían dicho. No, no sería un asalto fácil, pero tampoco la mitad de difícil que las ciudades de Esmirna o Tebas Hypoplakian.

Cedí a la tentación y descendí un trecho de la ladera disfrutando de que aquélla fuera la parte abrigada de la colina, por completo libre de nieve, y que el suelo aún permaneciera sorprendentemente cálido. ¡Me lamenté de mi error! Cuando aún me lo autorreprochaba estuve a punto de tropezar con él. El hombre rodó a un lado ágilmente, se levantó con rapidez, corrió hasta quedar lejos del alcance de una lanza y se detuvo a observarme. Me recordaba a Diomedes; tenía la misma expresión terrible y felina, y por sus ropas y su porte podía adivinarse que se trataba de un personaje de nobilísima cuna.

Tras haber escuchado y memorizado el catálogo de todos los dirigentes troyanos y aliados que Ulises nos había preparado y que circulaba entre los mensajeros, decidí que se trataba de Eneas.

–¡Soy Eneas y estoy desarmado! – exclamó.

–¡Lo siento, dárdano! ¡Yo soy Aquiles y voy armado!

Enarcó las cejas y sin parecer impresionado repuso:

–Decididamente hay ocasiones en la vida de un hombre prudente en que la discreción es más importante que el valor. ¡Nos encontraremos en Lirneso!

Como me constaba que yo era más rápido a pie que la mayoría, emprendí la persecución con ligereza pretendiendo agotarlo. Pero él era muy ágil y conocía la disposición del terreno, algo que yo ignoraba. De modo que me condujo entre matorrales espinosos y me dejó titubeando sobre un terreno plagado de hoyos producidos por zorros y conejos y, finalmente, hasta el amplio vado de un río que él cruzó como un rayo sobre piedras ocultas con gran familiaridad, mientras que yo tenía que detenerme en cada una de ellas y buscar la próxima. De modo que lo perdí de vista y me quedé maldiciendo mi propia estupidez. Sabedora de nuestro ataque inminente, Lirneso contaba con un día de ventaja.

Al despuntar el alba marché con agrio talante. Treinta mil hombres llegaron al valle de Lirneso y escalaron los muros de la ciudad como hormigas. Los acogió una lluvia de dardos y lanzas que detuvieron con sus escudos como les habían enseñado y salieron ilesos. Me sorprendió no encontrar demasiada resistencia tras la muralla y me pregunté si los dárdanos serían una raza de enclenques. Sin embargo, Eneas no me había parecido el cabecilla de un pueblo degenerado.

Echamos las escalerillas y, al frente de los mirmidones, alcancé el angosto paso superior de las murallas sin encontrarme con piedra alguna ni cántaros de aceite hirviendo. Apareció un grupito de defensores a quienes derribé con mi hacha sin necesidad de pedir refuerzos. A todo lo largo de la línea vencíamos con una facilidad realmente ridicula y no tardé en descubrir la razón: nuestros adversarios eran ancianos y muchachos.

Según descubrí, Eneas había regresado a la ciudad el día anterior y había convocado inmediatamente a sus soldados a las armas. Pero no tenía la intención de enfrentarse a nosotros, sino que había huido hacia Troya con su ejército.

–Al parecer, los dárdanos también cuentan con un Ulises en sus filas -le dije a Patroclo y a Áyax-. ¡Vaya zorro! Príamo tendrá veinte mil hombres más dirigidos por otro Ulises. Confiemos en que los prejuicios del anciano lo cieguen y no advierta lo que es Eneas.

CAPITULO DIECINUEVE

NARRADO POR BRISEIDA

Lirneso se extinguió, replegando sus alas y extendiendo su plumaje entre la desolación con un grito que era como los lamentos de todas las mujeres proferidos por una sola boca. Habíamos confiado a Eneas al cuidado de Afrodita, su madre inmortal, satisfechos de darle la oportunidad de salvar a nuestro ejército. Todos los ciudadanos habían convenido en que era lo único que podíamos hacer para que sobreviviera parte de Dardania y pudiera devolver el golpe a los griegos.

Los ancianos sacaron de sus cofres antiguas armaduras con sus nudosas manos, temblorosas por tal esfuerzo, y los muchachos se vistieron sus trajes infantiles con pálidos rostros, prendas que no habían sido destinadas a recibir el filo de las armas de bronce. Como era de esperar, todos encontraron la muerte. Las barbas venerables se empaparon de sangre dárdana, los gritos de guerra de los soldaditos se convirtieron en aterrados sollozos infantiles. Mi padre incluso me arrebató mi daga con lágrimas en los ojos mientras me explicaba que no podía dejármela para defenderme, pues era necesaria, al igual que todas las armas que se hallaran en poder de las mujeres.

Desde mi ventana contemplé impotente la destrucción de Lirneso, rogando a Artemisa, la compasiva hija de Leto, que disparara velozmente uno de sus dardos a mi corazón y detuviera su clamor antes de que los griegos me apresaran y me enviaran al mercado de esclavos de Hatusa o Nínive. Nuestra lastimosa defensa se vio en breve reducida hasta que tan sólo las murallas de la ciudadela me separaron de una masa rabiosa de guerreros con armaduras de bronce, más altos y rubios que los dárdanos; a partir de aquel momento imaginé a las hijas de Coré también altas y rubias. El único consuelo que tenía era que Eneas y el ejército se hallaban a salvo, al igual que nuestro querido y anciano rey Anquises, tan hermoso en su juventud que la diosa Afrodita se enamoró de él hasta el punto de darle un descendiente llamado Eneas, el cual, como buen hijo, se negó a abandonar a su padre. Como tampoco abandonó a su esposa Creusa ni a su hijito Ascanio.

Aunque no podía apartarme de la ventana, desde las habitaciones que tenía a mi espalda distinguí los sonidos de los que se preparaban para la batalla… Pisadas de ancianos, voces agudas que susurraban apremiantes. Mi padre se encontraba entre ellos. Sólo quedaban los sacerdotes orando ante los altares, quienes incluso, entre ellos mi tío Crises, gran sacerdote de Apolo, habían elegido abandonar su manto sagrado y vestir armadura. Según dijo mi tío, lucharía para proteger al Apolo asiático, que no era el mismo que el Apolo griego.

Acudieron con arietes para derribar las puertas de la ciudadela. El palacio se estremeció profundamente hasta sus entrañas y entre el estrépito ensordecedor creí oír el rugido del Agitador de la Tierra, un sonido de duelo. Porque Poseidón los apoyaba a ellos, no a nosotros. Debíamos ser ofrecidos como víctimas por el orgullo y desafío de Troya. Él no podía hacer otra cosa que demostrarnos su simpatía mientras prestaba sus fuerzas a los arietes griegos. La madera se redujo a astillas, los goznes se aflojaron y la puerta cedió con gran estrépito. Los griegos irrumpieron en el patio, dispuestas sus lanzas y espadas, implacables ante la patética oposición que les presentábamos, impulsados tan sólo por su ira hacia Eneas, que los había engañado.

El hombre que los capitaneaba era un gigante que vestía armadura de bronce con adornos de oro y esgrimía una poderosa hacha con la que rechazaba a los ancianos como si fueran mosquitos, hundiéndola en sus carnes despectivamente. A continuación irrumpió en el gran salón seguido de sus hombres y cerré los ojos al resto de la carnicería que se producía fuera rogando a la casta Artemisa que les inspirara la idea de matarme. Prefería la muerte a la violación y la esclavitud. Una niebla rojiza dificultaba mi visión, la luz del día se filtraba implacable en ellos y mis oídos no estaban sordos a los gritos sofocados y a los balbuceantes ruegos de misericordia. La vida es preciosa para los viejos, pues comprenden cuán duramente se gana. Pero yo no distinguía la voz de mi padre y pensé que habría encontrado la muerte con tanto orgullo como había vivido.

Llegó a mis oídos el ruido de firmes y poderosas pisadas. Entonces abrí los ojos y me volví hacia la puerta situada en el extremo opuesto de la angosta estancia. En ella aparecía un hombre que empequeñecía aquella abertura, con el hacha colgando a un costado y manchado de sangre el rostro, coronado por un casco de bronce con penacho de oro. Tenía una boca tan cruel que los dioses que lo habían creado se habían olvidado de darle labios; comprendí que un hombre sin labios no sentiría piedad ni mostraría amabilidad alguna. Por un momento se quedó mirándome como si yo hubiera surgido de la tierra y luego entró en la habitación con la cabeza ladeada como un perro que husmea. Me erguí y decidí que no le obsequiaría con mi llanto ni con gemidos me hiciera lo que me hiciera. No deduciría por mi conducta que las mujeres dárdanas éramos cobardes.

Ganó la distancia que nos separaba en lo que tan sólo me pareció un paso, me asió por una muñeca y luego por la otra y me levantó en el aire.

–¡Carnicero de ancianos y niños! ¡Animal! – lo insulté jadeante al tiempo que le propinaba patadas.

De pronto golpeó mis muñecas entre sí con tal fuerza que los huesos crujieron. Estuve a punto de gritar de dolor, pero me contuve, ¡no lo haría! En sus ojos amarillos como los de un león brilló la ira; lo había herido en lo único aún sensible de su amor propio. No le había agradado verse calificado de carnicero de ancianos y de niños.

–¡Conten tu lengua, muchacha! ¡En el mercado de esclavos te azotarán con un látigo erizado para despojarte de tu arrogancia!

–¡Agradeceré que me desfiguren!

–En tu caso sería una lástima -dijo.

Me dejó en el suelo y me soltó las muñecas. A continuación me asió por los cabellos y me arrastró hacia la puerta mientras yo me revolvía y golpeaba con pies y manos contra su coraza metálica hasta lastimarme.

–¡Déjame andar! – grité-. ¡Permíteme que marche con dignidad! ¡No pienso encaminarme a la violación y la esclavitud lloriqueante y avergonzada como una vulgar criada!

Se detuvo bruscamente y se volvió a mirarme muy confuso.

–¡Tienes el mismo valor que ella! – dijo lentamente-. No eres igual y, sin embargo, te pareces… ¿Así imaginas tu destino? ¿Sometida a violación y esclavitud?

–¿Qué otro porvenir le espera a una cautiva?

Sonrió, lo que le hizo más similar a cualquier otro hombre porque al sonreír los labios se adelgazan, y me soltó los cabellos. Me llevé la mano a la cabeza preguntándome si me habría desgarrado el cuero cabelludo y luego marché al frente. El hombre me asió bruscamente la dolorida muñeca con tal fuerza que no abrigué esperanza alguna de soltarme.

–Aunque respete la dignidad no soy un necio, muchacha. No te escaparás de mí por un simple descuido.

–¿Como se le escapó Eneas en la montaña a vuestro jefe? – me mofé.

–Exactamente -repuso impasible sin que se le alterara el gesto del rostro.

Me condujo por estancias que apenas reconocí, con las paredes manchadas de sangre y el mobiliario ya amontonado para los carros que conducirían los despojos. Cuando entramos en el gran salón apartó con los pies un montón de cadáveres y empujó a uno de ellos sobre los otros sin respetar los años ni la categoría de aquellos personajes. Me detuve buscando algo en aquel anónimo montón que me permitiera identificar a mi padre. Mi captor trató de apartarme de allí con escaso entusiasmo, pero me resistí.

–¡Tal vez esté ahí mi padre! ¡Déjame verlo! – rogué.

–¿Quién es? – preguntó indiferente.

–Si lo supiera, no tendría que buscarlo.

Aunque no me ayudó, me dejó tirar de él siempre que deseaba mientras inspeccionaba ropas y zapatos. Por fin descubrí el pie de mi padre, inconfundiblemente calzado con su sandalia de granates incrustados. Como la mayoría de ancianos, había conservado su armadura pero no sus botas de combate. No pude liberarlo porque tenía demasiados cadáveres encima.

–¡Áyax! – llamó mi captor-. ¡Ven a ayudar a esta dama! Debilitada por el terror sufrido aquella jornada, aguardé mientras se aproximaba otro tipo gigantesco, un hombre más corpulento que mi captor.

–¿No puedes ayudarla tú mismo? – dijo el recién llegado. – ¿Y que se me escape? ¡Áyax, por favor! Esta mujer es muy enérgica, no puedo fiarme de ella.

–¿Te has encaprichado de ella, primito? Bien, ya es hora de que te aficiones a alguien que no sea Patroclo.

Áyax me apartó a un lado como si fuera una pluma y luego, sin desprenderse de su hacha, fue tirando los cadáveres en el suelo hasta que apareció el de mi padre y me encontré con sus ojos carentes de vida fijos en mí, su barba escondida en una herida que casi le cruzaba todo el pecho. Era una herida de hacha.

–Este anciano se me enfrentó como un gallo de pelea -comentó admirado el tal Áyax-. ¡Un viejo valiente!

–De tal palo, tal astilla -dijo el que me retenía.

Me tiró bruscamente del brazo y añadió:

–¡Vamos, mujer! ¡No hay tiempo para entregarse a lamentaciones!

Me levanté con torpeza y mesé y desordené mis cabellos como homenaje hacia aquel que había sido mi padre. Era preferible marcharse sabiéndolo muerto que permanecer en la angustiosa incertidumbre de ignorar su destino y abrigar las más necias esperanzas. Áyax se alejó diciendo que debía reunir a los supervivientes, aunque dudaba que los hubiera.

Nos detuvimos en la puerta que daba al patio; allí mi captor le quitó un cinturón a un cadáver que yacía en la escalera, ató fuertemente un extremo a mi muñeca y el otro a su brazo y me obligó a marchar muy próxima tras él. Yo lo observaba dos peldaños más arriba, con la cabeza inclinada, mientras finalizaba aquella sencilla tarea con una minuciosidad que imaginé característica en él.

–Tú no mataste a mi padre -le dije.

–Sí -respondió-. Soy el jefe a quien engañó tu Eneas. Eso me hace responsable de todas estas muertes.

–¿Cómo te llamas? – le pregunté.

–Aquiles -repuso secamente.

Comprobó su obra y me arrastró hacia el patio. Me vi obligada a correr para seguir sus pasos. ¡Aquiles! Debía de haberlo imaginado. Eneas lo había mencionado al final, aunque yo hacía años que conocía aquel nombre.

Salimos de Lirneso por la puerta principal, abierta mientras los griegos entraban y salían por ella sometiendo a la población a saqueo y violaciones, algunos con antorchas en las manos; otros, con botas de vino. Aquiles no hizo ningún intento de reprenderlos, sino que hacía caso omiso de ellos. En lo alto del camino me volví a contemplar el valle de Lirneso.

–Habéis incendiado mi hogar. Ahí he vivido durante veinte años; ahí esperaba residir hasta que concertaran mi matrimonio, pero jamás imaginaba que sucediera algo semejante.

–Son los azares de la guerra, muchacha -repuso con un encogimiento de hombros.

Señalé las diminutas figuras de los soldados entregados al pillaje.

–¿No puedes impedir que se comporten como bestias? ¿Hay alguna necesidad de eso? Oigo chillar a las mujeres… ¡Lo he visto todo!

Entornó los párpados y respondió con cinismo: -¿Qué sabes tú de los griegos exiliados ni de sus sentimientos? Nos odias y lo comprendo. Pero no nos odias como ellos a Troya ni a sus aliados. Príamo les ha impuesto diez años de exilio y están satisfechos de hacérselo pagar. Tampoco podría detenerlos aunque lo intentara. Y francamente, muchacha, no me apetece detenerlos.

–He oído esas historias durante años, pero ignoraba qué era la guerra -susurré.

–Ahora ya lo sabes -repuso.

Su campamento se hallaba a tres leguas de distancia. Cuando llegamos fue en busca de un oficial de suministros.

–Éste es mi botín, Polides. Coge esta correa y sujétala a un yunque hasta que puedas forjar mejores cadenas. No la dejes libre ni un instante aunque te suplique intimidad para sus necesidades. En cuanto la hayas encadenado, instálala donde pueda disponer de todo cuanto necesite, comprendido un orinal, comida adecuada y un lecho conveniente. Partid mañana a Adramiteo y entrégasela a Fénix. Dile que no me fío de ella y que no debe dejarla en libertad.

Me tomó por la barbilla y la pellizcó ligeramente. – ¡Adiós, muchacha!

Polides encontró unas cadenas ligeras para mis tobillos, protegió todo lo posible las esposas y me condujo a la costa a lomos de un asno. Allí me entregó a Fénix, un anciano noble de aspecto honrado con ojos azules y arrugados y los contoneantes andares de los marinos. Al ver mis grilletes, el hombre chasqueó la lengua pero no hizo ningún intento de quitármelos tras acomodarme a bordo de la nave insignia. Aunque me invitó a sentarme con gran cortesía, yo insistí en permanecer de pie.

–Lamento las cadenas -dijo con expresión pesarosa, aunque comprendí que no se apiadaba de mí, pues exclamó-: ¡Pobre Aquiles!

Me molestó que el anciano me juzgara a la ligera.

–¡Aquiles ha comprendido mejor que tú mi valor, señor! ¡Deja una daga al alcance de mi mano y yo me liberaré de esta muerte en vida o moriré en el intento!

Su tristeza se transformó en una risa burlona.

–¡Vaya, vaya! ¡Qué valiente guerrera! No confíes en ello, muchacha. Fénix no liberará lo que Aquiles ha atado.

–¿Es ley sagrada su palabra?

–Lo es. Es el príncipe de los mirmidones.

–¿Príncipe de hormigas? Me parece muy acertado.

Por toda respuesta rió de nuevo y empujó una silla hacia adelante. La miré con odio pero me dolía la espalda por el trayecto recorrido a lomos del asno y las piernas me temblaban de debilidad tras haberme negado a comer y beber desde mi cautividad. Fénix me obligó a sentarme con su firme mano y destapó un botellón dorado de vino.

–Bebe, muchacha. Si deseas mantener tu oposición, necesitas sustentarte. No seas necia.

Era un consejo razonable. Al seguirlo descubrí que mi sangre estaba clara y el vino se me subió en seguida a la cabeza. Ya no pude seguir resistiendo. Apoyé la cabeza en mi mano y me quedé dormida en la silla. Cuando más tarde desperté, descubrí que me habían acostado en un lecho y que estaba sujeta con grilletes a una viga.

Al día siguiente me llevaron a cubierta y prendieron mis cadenas a la borda para que pudiera tomar el débil sol y el aire y observar las idas y venidas de los atareados personajes que se encontraban en la playa. Pero de pronto aparecieron cuatro naves a la vista en el horizonte y advertí que se producía una gran agitación en los atareados marinos, en especial entre sus superiores. Inmediatamente Fénix me soltó de la borda y me envió con presteza no a mi antigua prisión sino a un refugio en la popa que hedía a cuadra. Me condujo al interior y me sujetó a una barra.

–¿Qué sucede? – inquirí curiosa.

–Es Agamenón, rey de reyes -me respondió.

–¿Por qué me traes aquí? ¿No valgo bastante para que me vea el rey de reyes?

–¿No tenías espejos en Dardania, muchacha? – repuso con un suspiro de impaciencia-. Si Agamenón te viera, se te llevaría consigo a pesar de Aquiles.

–Puedo gritar -repuse pensativa.

Me miró como si me hubiera vuelto loca.

–Si lo hicieras, lo lamentarías. ¡Te lo aseguro! ¿Qué imaginas que conseguirás cambiando de amo? Créeme, acabarás prefiriendo a Aquiles.

Su tono me convenció, por lo que al oír voces fuera del establo me agazapé tras un pesebre y distinguí las puras y líquidas cadencias del griego perfecto y el poder y la autoridad que emanaba de una de aquellas voces.

–¿Aún no ha regresado Aquiles? – inquiría con acento imperioso.

–No, señor, pero tiene que llegar antes de anochecer. Debía supervisar el saqueo. Ha sido un espléndido alijo, los carros están muy cargados.

–Excelente. Aguardaré en su camarote.

–Será mejor que esperes en la tienda de la playa, señor. Ya conoces a Aquiles, para él las comodidades carecen de importancia.

–Como gustes, Fénix.

Cuando se desvanecieron sus voces salí de mi escondrijo. El sonido de aquella voz fría y orgullosa me había aterrado. Aquiles también era un monstruo, pero en mi niñez mi nodriza solía decirme que más valía monstruo conocido que monstruo por conocer.

Nadie acudió a verme durante la tarde. Al principio me senté en el lecho que imaginé pertenecía a Aquiles e inspeccioné curiosa el contenido de aquel camarote austero y anodino.

Contra un candelero se apoyaban algunas lanzas, las sencillas tablas de las paredes aparecían sin pintar y la estancia era de dimensiones muy reducidas. Sólo se veían dos objetos sorprendentes: una exquisita colcha blanca de piel en el lecho y una maciza copa de oro con cuatro asas en cuyos costados aparecía grabado el dios de los cielos en su trono, coronada cada una de ellas por un caballo a pleno galope.

En aquel momento di rienda suelta a mi desbordante aflicción, quizá porque por vez primera desde que me habían capturado no había tenido que enfrentarme a una situación apremiante ni peligrosa. Mientras yo me encontraba allí mi padre se hallaría tendido entre las basuras de Lirneso y serviría de alimento a los perros de la ciudad, siempre hambrientos; tal era el destino que aguardaba tradicionalmente a los grandes nobles caídos en combate. Las lágrimas inundaron mi rostro. Me eché sobre la blanca colcha de piel y lloré inconteniblemente. La piel se volvió resbaladiza bajo mi mejilla mientras yo seguía llorando, entre lamentos y gimoteos.

No oí el ruido de la puerta al abrirse, por lo que, al notar que una mano se apoyaba en mi hombro, el corazón me latió con fuerza en el pecho como un animal acorralado. Todos mis grandes propósitos de desafío se disiparon y sólo pensé que el gran rey Agamenón me había descubierto, y me sentí acobardada.

–¡Pertenezo a Aquiles! – gemí.

–Soy consciente de ello. ¿De quién te creías que se trataba?

Disimulé cuidadosamente la expresión de alivio de mi rostro antes de mirarlo y me enjugué las lágrimas con la palma de la mano.

–El gran soberano de Grecia.

–¿Agamenón?

Asentí.

–¿Dónde se encuentra?

–En la tienda de la playa.

Aquiles fue hacia una cómoda que estaba al otro lado del camarote y de su interior extrajo un paño de delicado hilo que me tiró.

–Ten. Suénate y sécate el rostro. Vas a enfermar. Le obedecí. Al volver a mi lado, miró la colcha con pesar. – Confío en que no queden señales cuando se seque. Es un obsequio de mi madre.

Me observó con aire crítico.

–¿No contaba Fénix con recursos para que te prepararan un baño y te proporcionaran ropa limpia?

–Me lo ofreció, pero me negué a aceptarlo.

–Pero conmigo no te resistirás. Cuando las sirvientas te preparen la bañera y vestidos limpios, los utilizarás. De no ser así, ordenaré que lo hagan por la fuerza… y no serán mujeres. ¿Lo has comprendido?

–Sí.

–Bien.

Puso la mano en el pestillo y se detuvo un instante.

–¿Cómo te llamas, muchacha?

–Briseida.

Sonrió complacido.

–Briseida, «la que prevalece». ¿Seguro que no lo has inventado?

–Mi padre se llamaba Brises, era primo hermano del rey Anquises y canciller de Dardania. Su hermano Crises era gran sacerdote de Apolo. Somos de casta real.

Durante la tarde se presentó un oficial de los mirmidones, soltó mis cadenas de la viga y me condujo a un costado de la nave. De la borda pendía una escalerilla de cuerdas por la que me indicó mediante señas que debía descender y me cedió primero el paso gentilmente para no mirarme las piernas. La nave estaba apoyada sobre los guijarros que rodaban y me herían los pies.

Una enorme tienda de cuero se extendía en la playa aunque no recordaba haberla visto cuando llegué a lomos del asno. El mirmidón me hizo pasar por la abertura de acceso a una sala atestada por un centenar de mujeres de Lirneso, a ninguna de las cuales reconocí. Sólo yo me veía atada por cadenas. Múltiples miradas se centraron en mí con tímida curiosidad mientras yo escudriñaba entre aquella multitud en busca de un rostro familiar. ¡Por fin lo descubrí en un rincón! Una preciosa melena rubia que resultaba inconfundible. Mi guardián seguía sujetándome por los grilletes, pero cuando demostré mi intención de dirigirme hacia aquel lugar me dejó ir.

Mi prima Criseida se cubría el rostro con las manos. Al tocarla se sobresaltó presa de pánico. Se descubrió, me miró con viva sorpresa y se arrojó a mis brazos llorando.

–¿Qué haces aquí? – le pregunté sorprendida-. Eres hija del gran sacerdote de Apolo y, por lo tanto, inviolable.

Me respondió con un grito. La sacudí para que se calmara.

–¡Oh, deja de llorar, por favor! – exclamé con brusquedad.

Puesto que la regañaba desde los tiempos de nuestra infancia, me obedeció.

–Me han prendido sin ninguna consideración, Briseida -dijo por fin.

–¡Eso es un sacrilegio!

–Insistieron en que no era así. Mi padre vistió una armadura para luchar y los sacerdotes no luchan, por lo que lo consideraron un guerrero y me tomaron.

–¿Te tomaron? ¿Ya te han violado? – le pregunté.

–¡No, no! Según las mujeres que me vistieron, sólo las mujeres corrientes son entregadas a los soldados. Las que nos encontramos en esta habitación estamos reservadas con algún fin especial. – Bajó la mirada y observó mis grilletes-. ¡Oh Briseida, te han encadenado!

–Por lo menos llevo una evidencia visible de mi condición. Nadie puede confundirme con una buscona de campamentos con estas cadenas.

–¡Briseida! – exclamó con su característica expresión escandalizada.

Yo siempre conseguía horrorizar a la pobre y sumisa Criseida.

–¿Qué ha sido de tío Brises? – me preguntó seguidamente.

–Muerto, como todos los demás.

–¿Por qué no le lloras?

–¡Lo estoy haciendo! – repliqué-. Pero llevo bastante tiempo en poder de los griegos para saber que las cautivas necesitan mantenerse alertas.

Me miró sin comprender.

–¿Por qué estamos aquí?

–¡Eh, tú! – exclamé volviéndome hacia el soldado mirmidón que me custodiaba-. ¿Por qué estamos aquí?

Sonrió ante el tono empleado pero me respondió con cierto respeto.

–El gran soberano de Micenas ha sido invitado por el segundo ejército y se están repartiendo el botín. Las mujeres de esta sala serán distribuidas entre los reyes.

Aguardamos durante lo que nos pareció una eternidad. Criseida, que no podía hablar de agotamiento, se sentó en el suelo. De vez en cuando entraba un guardián y se llevaba consigo a un grupito de mujeres según el color de las señales que llevaban en las muñecas. Todas eran muchachas hermosas, no había entre ellas vejestorios, rameras, rostros desagradables ni cuerpos esqueléticos. Sin embargo, ni Criseida ni yo llevábamos distintivo alguno. La cantidad se reducía sin que nadie reparara en nosotras. Por fin fuimos las dos únicas que quedábamos en la sala.

Entró un guardián que nos cubrió los rostros con velos y nos condujo a la sala contigua. A través de una tenue malla que tenía sobre los ojos distinguí el inmenso resplandor de luz de lo que parecían mil lámparas, un dosel y alrededor de él un mar de hombres sentados ante mesas con copas de vino mientras los criados se apresuraban a servirles. Criseida y yo fuimos conducidas a una tarima situada frente a un gran estrado en el que se encontraba la mesa principal.

Tan sólo una veintena de hombres se sentaban a un lado, frente a los restantes comensales. En un sillón de alto respaldo situado en el centro se hallaba un hombre cuyo aspecto se asemejaba al que yo imaginaba tendría el padre Zeus. Su expresión era hosca en la noble testa, los negros aunque canosos cabellos laboriosamente rizados le caían en cascada por las resplandecientes ropas y, sobre el pecho, la barba lucía hilos de oro entrelazados y gemas rutilantes sujetas por alfileres ocultos. El hombre nos escudriñó pensativo con sus negros ojos mientras su mano blanca y aristocrática jugueteaba con su bigote. Era el imperial Agamenón, gran soberano de Micenas y Grecia, rey de reyes. El porte de Anquises no era la décima parte de regio.

Desvié de él la mirada para examinar a sus compañeros repantigados cómodamente en sus asientos. Aquiles se encontraba a la izquierda de Agamenón, aunque resultaba difícil reconocerlo. Lo había visto con armadura, sucio y comportándose con dureza. En aquellos momentos se hallaba en compañía de reyes, su pecho desnudo carente de vello brillaba bajo un collar de oro macizo y gemas que le pasaba por los hombros, en sus brazos resplandecían los brazaletes y los anillos en sus dedos. Iba perfectamente rasurado, sus cabellos brillaban como oro pulcramente peinados de modo que le despejaban la frente y lucía pendientes de oro. Sus dorados ojos eran claros y serenos y aquel insólito color resaltaba bajo las cejas y las pestañas muy marcadas, que llevaba pintadas al estilo cretense. Parpadeé y desvié la mirada confusa y agitada.

Junto a él se veía a un hombre de aspecto realmente noble, erguido en el asiento, con abundante cabellera pelirroja y rizada sobre su amplia y alta frente, y de cutis claro y delicado. Bajo sus cejas sorprendentemente oscuras, sus hermosos ojos grises tenían una penetrante mirada y eran los más fascinantes que había visto en mi vida. Cuando examiné su pecho desnudo me compadecí al advertir las múltiples cicatrices que mostraba; su rostro parecía la única parte de su cuerpo que había resultado ilesa.

A la diestra de Agamenón se encontraba otro individuo pelirrojo y torpón que mantenía su mirada fija en la mesa. Cuando se llevó la copa a los labios observé que le temblaba la mano. Su vecino era un anciano de aspecto muy regio, alto y erguido, con barba plateada y grandes ojos azules. Aunque vestía con gran sencillez una túnica blanca, llevaba los dedos cargados de anillos. El gigantesco Áyax se sentaba junto a él; parpadeé de nuevo sorprendida, sin apenas poder relacionarlo con el mismo que había descubierto el cadáver de mi padre.

Pero me cansé de examinar sus distintos rostros, todos tan engañosamente nobles. El guardián obligó a Criseida a adelantarse y le arrancó el velo. El estómago se me revolvió. Estaba hermosísima con aquellas ropas extranjeras que le habrían entregado de algún ropero griego y que en nada se asemejaban a las largas y rectas túnicas que lucíamos las mujeres lirnesas y que nos cubrían desde el cuello hasta los tobillos. Nosotras nos ocultábamos a la vista de todos, salvo de nuestros esposos; era evidente que las griegas vestían como rameras.

Sonrojada de vergüenza, Criseida se cubrió los senos desnudos con las manos hasta que el guardián la obligó a retirarlos de modo que los hombres reunidos en silencio en torno a la mesa pudieran apreciar la brevedad de su cintura ceñida por una faja y la perfección de su busto. Agamenón dejó de parecerse al padre Zeus y se convirtió en el dios Pan. El hombre se volvió a Aquiles y le dijo:

–¡Por la Madre que es exquisita!

–Nos complace que te agrade, señor -repuso Aquiles con una sonrisa-. Es para ti… en señal de la estima del segundo ejército. Se llama Criseida.

–Ven aquí, Criseida -le ordenó Agamenón haciendo con la blanca mano una señal que ella no se atrevió a desobedecer-. ¡Ven y mírame! No debes asustarte, muchacha, no te causaré daño.

Le sonrió mostrando una dentadura blanca y luego le acarició el brazo al parecer sin observar cómo se estremecía.

–Conducidla al punto a mi nave.

Se la llevaron y llegó mi hora. El guardián me arrancó el velo para exhibirme con mi indecoroso atavío. Me erguí todo lo posible con las manos en los costados y rostro inexpresivo. Eran ellos quienes debían avergonzarse, no yo. Fijé desafiante mis ojos en los ojos llenos de lujuria del gran soberano y lo obligué a desviar la mirada. Aquiles guardaba silencio. Moví ligeramente las piernas para que resonaran mis grilletes y Agamenón enarcó las cejas sorprendido.

–¿Cadenas? ¿Quién ha ordenado que se las pusieran?

–Yo, señor. No me fío de ella -respondió Aquiles.

–¿Sí? – Aquella simple palabra tenía un profundo significado-. ¿Y a quién pertenece?

–A mí. La capturé yo mismo -dijo Aquiles.

–Deberías haberme ofrecido la elección de ambas muchachas -comentó Agamenón, disgustado.

–Ya te he dicho que la capturé yo mismo, señor, lo que la convierte en mi propiedad. Además, no me fío de ella. Nuestro mundo griego sobrevivirá sin mí, pero no sin ti. Tengo suficientes pruebas de que esta muchacha es peligrosa.

–Hum -murmuró el gran soberano, aunque no estaba muy convencido.

Suspiró y añadió:

–Nunca había visto cabellos con este color entre rojo y dorado ni ojos tan azules.

Con un nuevo suspiro concluyó:

–Es más hermosa que Helena.

El individuo nervioso y pelirrojo sentado a la diestra del gran soberano propinó un puñetazo en la mesa con tal fuerza que las copas saltaron.

–¡Helena es inigualable! – exclamó.

–Sí, hermano, somos conscientes de ello -repuso Agamenón, paciente-. Tranquilízate.

–Llévatela -le ordenó Aquiles al oficial mirmidón.

Aguardé en su camarote sentada en una silla. Se me cerraban los párpados, pero me esforzaba por no dormirme. Nadie más indefenso que una mujer dormida.

Aquiles llegó mucho después. Cuando levantó el pestillo, pese a mi decisión, yo dormitaba. Me sobresalté. Había llegado el momento decisivo y estaba asustada. Pero Aquiles no parecía consumido por el deseo. Sin reparar en mí acudió a la cómoda y la abrió. Entonces se quitó el collar, los anillos, los brazaletes y el cinturón enjoyado, aunque no su faldellín.

–¡No puedo resistir por más tiempo estas tonterías! – exclamó mirándome.

Yo lo miré a mi vez sin saber qué decirle. Me preguntaba cómo comenzaría una violación.

La puerta se abrió y por ella entró un hombre muy similar a Aquiles en rasgos y complexión, aunque menos corpulento y con expresión más tierna. Tenía unos labios preciosos y sus ojos azules, no dorados, me inspeccionaron con un brillo receloso.

–Ésta es Briseida, Patroclo.

–Agamenón no se equivocaba, es más hermosa que Helena.

La mirada que dirigió a Aquiles estaba cargada de intención y dolor.

–Te dejo. Sólo quería saber si necesitabas algo.

–Aguarda fuera. No tardaré -dijo Aquiles con aire ausente.

Cuando ya se dirigía a la puerta, Patroclo se detuvo y fijó una mirada inconfundible en Aquiles, llena de absoluta alegría y posesión.

–Es mi amante -me explicó Aquiles cuando él se hubo marchado.

–Lo he comprendido.

Se sentó a un lado del angosto lecho con un suspiro de cansancio y me hizo señas para que ocupara una silla.

–¡Vuelve a sentarte! – me ordenó.

Le obedecí y lo miré con fijeza mientras él me observaba con una expresión que sugería distanciamiento; comenzaba a sospechar que él no me deseaba lo más mínimo. ¿Por qué entonces me había reclamado para sí?

–Creí que las mujeres de Lirneso estabais muy protegidas -dijo por fin-, pero parecéis conocer las costumbres del mundo.

–Algunas, las que son universales. Aunque no comprendemos modas como éstas. – Me toqué los senos desnudos-. La violación debe de estar muy extendida en Grecia.

–Al igual que en cualquier otro lugar. Las cosas llegan a perder su novedad cuando son… universales.

–¿Qué te propones hacer conmigo, príncipe Aquiles?

–No lo sé.

–Mi carácter no es fácil.

–Lo sé -repuso con una sonrisa seca-. En realidad, tu pregunta era muy reveladora. Lo cierto es que no sé qué hacer contigo.

Me miró con sus ojos dorados.

–¿Sabes cantar y tocar la lira?

–Muy bien.

Se levantó y anunció:

–Entonces te conservaré para que toques y cantes para mí -dijo. Y gritó-: ¡Siéntate en el suelo!

Lo hice así. Él levantó las pesadas faldas hasta mis muslos y salió del camarote. Regresó con un martillo y un escoplo y al cabo de unos momentos me había liberado de mis cadenas.

–Has estropeado el suelo -dije señalando las profundas marcas producidas por el escoplo.

–Esto no es más que un refugio en la avanzadilla de proa -dijo al tiempo que se levantaba y me ayudaba a ponerme en pie.

Sus manos eran firmes y estaban secas.

–Ve a dormir -me dijo.

Y me dejó.

Pero antes de acostarme dediqué una oración de agradecimiento a Artemisa. La diosa virgen me había escuchado: el hombre que me había tomado como botín no era aficionado a las mujeres. Estaba a salvo. ¿Por qué parte de mi tristeza no se debía a mi querido padre?

Por la mañana arrastraron la nave insignia hasta las aguas y marinos y guerreros se apresuraron por cubierta y por los bancos de remos llenando el ambiente de risas y maldiciones escogidas. Era evidente que estaban muy satisfechos de dejar la sombría y destruida Adramiteo; quizá podrán oír los reproches de las sombras de miles de inocentes sacrificados.

El sensible Patroclo se coló graciosamente entre el atestado centro de la nave y subió los escasos peldaños que lo separaban de la avanzadilla de proa, donde yo estaba observando.

–¿Estás bien esta mañana, señora?

–Sí, gracias.

Me volví pero él permaneció a mi lado, al parecer satisfecho pese a mi frialdad.

–Con el tiempo te acostumbrarás a la situación -dijo.

–Es imposible imaginar una observación más necia -repuse mirándolo-. ¿Acaso tú te acostumbrarías a verte obligado a vivir en la casa del hombre responsable de la muerte de tu padre y de la destrucción de tu hogar?

–Probablemente no -repuso sonrojándose-. Pero es la guerra y eres una mujer.

–La guerra es una actividad masculina -respondí con amargura-. Las mujeres somos las víctimas como lo somos también de los hombres.

–La guerra -replicó divertido- predominaba por igual cuando las mujeres gobernaban bajo la égida de la Madre. Las grandes soberanas eran tan codiciosas y ambiciosas como cualquier hombre. La guerra no tiene características sexuales. Forma parte intrínseca de la raza.

Como era un argumento indiscutible cambié de tema.

–¿Por qué tú, un joven tan sensible y perspicaz, amas a un hombre tan duro y cruel como Aquiles? – le pregunté.

Me miró sorprendido.

–¡Aquiles no es duro ni cruel! – repuso tajante.

–No lo creo.

–No es lo que parece -repuso su perro fiel.

–¿Qué es entonces?

Movió apesadumbrado la cabeza.

–Eso deberás descubrirlo por ti misma, Briseida.

–¿Tiene esposa?

¿Por qué siempre hemos de hacer tal pregunta?

–Sí, es la única hija del rey Licomedes de Esciro. Tiene un hijo de dieciséis años, Neoptólemo, y él es también hijo único de Peleo y heredero del gran reino de Tesalia.

–Nada de eso muda mi opinión sobre él.

Con gran sorpresa por mi parte, Patroclo me cogió la mano y la besó. A continuación se marchó.

Permanecí en la popa hasta que el último vestigio de tierra se perdió de vista en el horizonte. Debajo de mí estaba el mar, nunca podría regresar. Ya no podía huir de mi destino. Estaba destinada a dedicarme a la música, yo, que había esperado casarme con un rey. Ya debería estar casada si los griegos no se hubieran presentado y aquellos que en otros tiempos habrían venido a negociar mi enlace no se hubiesen visto de pronto demasiado ocupados para pensar en alianzas matrimoniales.

El agua murmuraba bajo el casco, rompía en blanca espuma y se estrellaba con el golpeteo de los remos con un sonido firme y relajante que inundaba mi cerebro sutilmente. Transcurrió largo rato hasta que comprendí que había decidido lo que debía hacer. La borda no presentaba dificultad alguna, me subí a ella y me dispuse a saltar.

Alguien me hizo descender bruscamente. Era Patroclo.

–¡Déjame! ¡Olvida que me has visto! – grité.

–¡Nunca más! – exclamó muy pálido.

–¡No soy importante, Patroclo, no significo nada para nadie! ¡Déjame, déjame!

–¡No! ¡Nunca más! Tu destino le importa a él. ¡Nunca más!

¡Cuánto misterio! ¿A qué se referiría? ¿A quién? ¿Qué significaba «nunca más»?

Tardamos siete dias en llegar a Aso. En cuanto rodeamos la punta de la península que se hallaba frente a Lesbos los remos resultaron inútiles, los vientos soplaban de manera intermitente y nos impulsaban a la vista de la playa y luego volvían a apartarnos de ella. La mayor parte del tiempo lo pasé sentada a solas tras un reducto separado por una cortina en la avanzadilla de popa y, siempre que salía, Patroclo dejaba lo que estaba haciendo y se acercaba a mí apresuradamente. No vi ni rastro de Aquiles y por fin me enteré de que se hallaba a bordo de la nave de un tal Automedonte.

Llegamos a la playa la mañana del octavo día. Me envolví en mi capa para protegerme del crudo viento y observé fascinada las operaciones, pues no había visto nada similar en mi vida. Nuestra nave fue la segunda que fue colocada sobre calzos, precedida por la de Agamenón. En cuanto dispusieron la escalerilla, me permitieron descender a la playa. Aquiles pasó a escasos codos de distancia de mí y erguí el mentón dispuesta para la lucha, pero él no pareció advertir mi presencia.

Poco después se presentó el ama de llaves, una anciana corpulenta y animada llamada Laodica, que me condujo a la casa de Aquiles.

–Eres un ser privilegiado, palomita -graznó la mujer-. Dispondrás de una habitación propia en la casa del amo, algo que ni yo, ni mucho menos las demás, podemos permitirnos.

–¿No tiene cientos de mujeres?

–Sí, pero no viven con él.

–Debe de vivir con Patroclo -repuse al tiempo que emprendía la marcha.

–¿Con Patroclo? – dijo ella con una sonrisa-. Así era hasta que se hicieron amantes. Luego, al cabo de pocos meses, Aquiles le hizo construir su propia casa.

–¿Por qué? Eso no tiene sentido.

–¡Oh, sí lo tiene si conocieras al amo! ¡Quiere ser dueño de sí mismo!

Hum. Bien, quizá no conocía a Aquiles, pero aprendía con rapidez. ¿Le gusta realmente ser dueño de sí mismo? Las piezas del rompecabezas estaban disponibles, como cuando yo era una niña. El verdadero problema radicaba en colocarlas debidamente.

Eso me mantuvo ocupada durante todo aquel largo invierno, prisionera del frío. Aquiles iba y venía constantemente, con frecuencia cenaba en otros lugares y a veces dormía también fuera de casa, según yo suponía, con Patroclo, el cual, pobre hombre, parecía más atormentado que dichoso por su amor. Las restantes mujeres estaban dispuestas a odiarme porque vivía en la casa del amo, pero no lo hicieron porque soy muy hábil para enfrentarme a mis congéneres, por lo que en breve mantuvimos excelentes relaciones y me pusieron al corriente de todas las habladurías que circulaban acerca de Aquiles.

Éste sufría períodos de enfermedad que culminaban con una especie de hechizo (lo habían oído referirse a ello); a veces se mostraba muy reservado; su madre era una diosa, una criatura marina llamada Tetis, capaz de mudar su forma física con tal rapidez como el sol cuando asoma y desaparece tras las nubes: sepia, ballena, pececillo, cangrejo, estrella de mar, erizo marino, tiburón; su abuelo paterno era el propio Zeus; había sido instruido por un centauro, un ser extraordinariamente fabuloso con cabeza, torso y brazos humanos, aunque el resto de su cuerpo era el propio de un caballo; el gigantesco Áyax era primo hermano y gran amigo suyo. Vivía para la lucha, no para el amor. No, a Aquiles no lo creían aficionado a los hombres, pese a las relaciones que mantenía con su primo Patroclo. Pero tampoco les parecía interesado por las mujeres.

De vez en cuando me llamaba para que tocase y cantase, lo que yo realizaba agradecida, pues mi existencia era muy monótona. Y él permanecía sentado, pensativo, escuchando a medias, mientras por otra parte se hallaba ausente en algún lugar que nada tenía que ver con la música ni conmigo. Nunca advertía en él destellos de deseo ni señal alguna de las motivaciones por las que me mantenía a su lado. Tampoco llegué a descubrir qué escondían las palabras que Patroclo me había dicho cuando traté de lanzarme a las aguas del mar. «¡Nunca más!» ¿De quién se trataría? ¿Qué había sucedido para anular los deseos de Aquiles?

Con gran pesar por mi parte descubrí que Lirneso y mi padre se diluían gradualmente del lugar privilegiado de mis pensamientos. Cada vez me interesaba más lo que sucedía en Aso que lo que había ocurrido en Dardania. En tres ocasiones Aquiles cenó solo en su casa y en todas ellas ordenó que yo le sirviera y que ninguna otra mujer se hallase presente. La necia Laodica me acicaló y perfumó, convencida de que por fin iba a ser suya, pero él nada dijo ni hizo.

A fines del invierno nos trasladamos de Aso a Troya. Fénix realizó múltiples idas y venidas y de manera gradual fueron vaciados todos los almacenes, graneros y barracones y, por último, el propio ejército zarpó hacia el norte.

Troya. Incluso en Lirneso regía Troya porque era el centro de nuestro mundo. Algo que no era del agrado del rey Anquises ni de Eneas, pero no obstante una realidad. Entonces, por vez primera, yo veía Troya. El incansable viento barría su llanura y la despejaba de nieve; sus torres y cumbres, engalanadas de hielo, resplandecían al sol. Era como un palacio del Olimpo: remota, fría, hermosa. Allí residía Eneas en compañía de su padre, su esposa y su hijo.

El traslado a Troya me abrumó de un modo que no acertaba a comprender; me volví proclive a accesos depresivos y estallidos de llanto y a un irrazonable mal humor.

Era el décimo año de la guerra y todos los oráculos anunciaban que se aproximaba el fin. ¿Sería aquélla la razón de que me sintiera deprimida? ¿Saber que cuando aquello hubiera concluido Aquiles me llevaría consigo a Yolco? ¿O temer que pretendiera venderme como una música excelente? Al parecer no lo complacía de ningún otro modo.

A principios de la primavera comenzaron a salir de la ciudad grupos de soldados que efectuaban ataques por sorpresa. Puesto que todos los griegos se hallaban concentrados en un enorme campamento, tenían que procurar que se prolongaran las reservas de los alimentos que se almacenaban en grandes cantidades. Héctor estaba al acecho, a la espera de las expediciones de asalto, mientras que los griegos como Aquiles y Áyax acechaban a la espera de Héctor. Por entonces yo ya sabía cuánto deseaba Aquiles enfrentarse a Héctor; las mujeres comentaban que el deseo de matar al heredero troyano casi lo consumía. Durante todo el día y parte de la noche en la casa resonaban voces masculinas. Acabé por conocer a los otros cabecillas por su nombre.

La primavera impregnó el ambiente con húmedos y embriagadores aromas, la tierra estaba salpicada de florecillas blancas y las aguas del Helesponto intensificaron su azul. Casi cada día se producían pequeñas escaramuzas y Aquiles estaba cada vez más ansioso de enfrentarse a Héctor. Sin embargo, su mala suerte no dejaba de perseguirlo: nunca lograba encontrarse con el esquivo heredero, como tampoco Áyax.

Aunque Laodica me consideraba de cuna demasiado noble para emplearme en trabajos serviles, yo me entregaba a ellos con todo mi entusiasmo cuando ella desaparecía. El trabajo era mejor que dedicarse a cualquier inútil labor de bordado con aguja, una tarea aburrida y de escaso aliciente.

Una de las anécdotas más intrigantes que circulaban sobre Aquiles se refería a cómo había aceptado finalmente a Patroclo como amante tras tantos años de una amistad que nada tenía que ver con los placeres del cuerpo. Según Laodica, la transformación se había producido durante uno de los hechizos de Tetis. Según me dijo, en tales ocasiones, nuestro amo era en especial susceptible a los deseos y ansias ajenas y Patroclo había aprovechado la ocasión. Pensé que era una explicación demasiado manida, sencillamente porque no había advertido nada en Patroclo que indicara tal falta de escrúpulos. Pero los caminos de la diosa del amor son bastante extraños. ¿Quién hubiera podido predecir que también yo sufriría el hechizo? Tal vez lo cierto fuera que Aquiles se blindaba de manera tan efectiva que no ofrecía grietas vulnerables en ninguna otra circunstancia.

Sucedió un día en que me escabullí para realizar el trabajo que más me agradaba: pulir la armadura que se guardaba en una habitación especial. Y allí fui sorprendida por la llegada de Aquiles. Sus pasos eran más lentos que de costumbre y no me vio, aunque yo me hallaba bien visible con un trapo en la mano y dispuesta a presentarle mis disculpas. Su rostro estaba tenso y con expresión de fatiga y tenía sangre en el brazo derecho. Me tranquilicé al comprobar que no era suya. Le cayó el casco al suelo y se llevó las manos a la cabeza como si le doliera. Me asusté y comencé a temblar mientras él se soltaba torpemente las ataduras de su coraza y conseguía liberarse de ella y del resto de su parafernalia. Me pregunté dónde estaría Patroclo.

Cubierto con la prenda acolchada que llevaba debajo de aquellos metales, avanzó tambaleándose hacia un asiento y volvió hacia mí su rostro palidísimo. Pero en lugar de dejarse caer en la silla se desplomó en el suelo, comenzó a agitarse y a retorcerse, a babear copiosamente y a murmurar palabras ininteligibles. Luego puso los ojos en blanco, se quedó rígido, con los miembros extendidos, y sufrió sacudidas. De su boca surgieron grandes gotas de espuma y se le ennegreció el rostro.

Yo no podía hacer nada mientras él se agitaba con tanta violencia, pero cuando aquello cesó me arrodillé a su lado. – ¡Aquiles, Aquiles! – exclamé.

No me oyó. Yacía con el rostro grisáceo en el suelo y movía los brazos inconscientemente. Al tropezar conmigo me tanteó hasta conseguir tocarme la cabeza y me la agitó suavemente.

–¡Déjame tranquilo, madre! – exclamó.

Su voz era tan confusa y alterada que apenas la reconocí. Me eché a llorar, asustada ante el estado en que se encontraba.

–¡Soy Briseida, Aquiles! ¡Briseida!

–¿Por qué me atormentas? – preguntaba, aunque no a mí-. ¿Por qué tienes que recordarme que debo morir? ¿Acaso no tengo bastantes pesadumbres sin ti…? ¿No puedes conformarte con Ingenia? ¡Déjame tranquilo, déjame!

A continuación se sumergió en un estado de aturdimiento. Hui de la habitación en busca de Laodica.

–¿Está preparado el baño del amo? – pregunté jadeante.

Ella confundió mi estado de angustia por el de expectación y comenzó a proferir risitas y a pellizcarme.

–¡Ya era hora, necia! Sí, está preparado. Puedes bañarlo tú, yo estoy ocupada. ¡Je, je!

Lo bañé, aunque no me distinguió de Laodica. Eso me permitió contemplarlo libremente y me obligó a reconocer lo que me había negado a admitir: cuán hermoso era y lo mucho que lo deseaba. La habitación estaba caliente, mi túnica dárdana se me pegaba al cuerpo por causa del sudor y maldije mi propia necedad. Briseida se había incorporado a las filas. Como sus restantes mujeres, me había enamorado de él. Enamorado de un hombre que no se inclinaba por los hombres ni por las mujeres. Un hombre que sólo vivía con un objetivo, para un combate mortal.

Mojé un paño en agua fría, lo escurrí y me subí en un taburete junto al baño para humedecerle el rostro. A sus ojos asomó cierta expresión de conciencia. Levantó la mano y la apoyó en mi hombro.

–¿Eres Laodica? – preguntó.

–Sí, señor. Ven, te acompaño a la cama. Cógete de mi mano.

Me asió con fuerza. Sin necesidad de mirarlo comprendí que él reconocía mi voz. Me escabullí de su contacto y cogí un tarro de ungüento de la mesa. Al echarle una rápida mirada al rostro advertí que me sonreía; era una sonrisa que casi le confería una boca adecuada y que era inesperadamente amable.

–Gracias -dijo.

–No hay de qué -respondí sin apenas oír mis propias palabras entre los latidos de mi corazón.

–¿Cuánto tiempo llevas aquí?

No podía mentirle.

–Desde el principio.

–Entonces me has visto.

–Sí.

–Y por consiguiente no tenemos secretos.

–Compartimos el secreto -dije.

Y entonces me encontré en sus brazos sin saber cómo. Salvo que no me besó; después me explicó que como carecía de labios los besos le proporcionaban escaso placer. ¡Pero su cuerpo sí lo experimentaba! El suyo y el mío. No quedó fibra en mí que aquellas manos no hicieran vibrar como una lira. Permanecí en silencio sintiendo la cegadora intensidad que era Aquiles. Y yo, que había ansiado en vano durante tantas lunas sin saber lo que deseaba, conocí por fin el poder de la diosa. No estábamos ni divididos ni consumidos; por un breve espacio sentí vivir a la diosa en él y en mí.

Después me confesó que me amaba, que me había amado desde el principio. Porque aunque no era como ella, había visto a Ifigenia en mí. Y más tarde me contó aquella terrible historia, ya satisfecho, imaginé, por vez primera desde que ella murió. Y me pregunté cómo tendría valor para enfrentarme a Patroclo, que por la pureza del amor había intentado encontrar la cura pero que había fracasado. Y las piezas del rompecabezas coincidieron.

CAPITULO VEINTE

NARRADO POR ENEAS

Llevé conmigo a Troya mil carros y quince mil soldados de infantería. Príamo se tragó la antipatía que me profesaba y me trató muy bien, abrazó a mi pobre y demente padre y dispensó una cálida acogida a mi esposa Creusa, hija suya y de Hécuba. Al ver a nuestro hijo Ascanio sonrió radiante y lo comparó con Héctor. Lo que me complació mucho más que si le hubiera recordado a Paris, al que se asemejaba en gran manera.

Mis tropas fueron alojadas por la ciudad y a mi familia se le asignó un palacete dentro de la Ciudadela. Yo sonreía amargamente cuando no me veían, pues no había sido un error negarles mi ayuda durante tanto tiempo. Príamo estaba tan ansioso de liberarse de la sanguijuela griega que chupaba la sangre troyana que se hallaba dispuesto a simular que Dardania era un don de los dioses.

La ciudad había cambiado. Sus calles eran más tristes y estaban menos conservadas que antaño; el ambiente de ilimitada riqueza y poder había desaparecido. Al igual, advertí, que algunos clavos de oro de las puertas de la Ciudadela. Antenor, que se mostró encantado al verme, me confesó que gran cantidad del oro troyano había sido destinado a comprar los mercenarios a los hititas y a los asirios, pero que ninguno de ellos se había presentado ni habían devuelto el oro.

Durante todo aquel invierno, entre los años noveno y décimo del conflicto, recibimos mensajes de nuestros aliados costeros prometiendo cuanta ayuda pudieran reunir. En aquella ocasión nos sentimos inclinados a creer que vendrían los reyes de Caria, Lidia, Licia y los demás. La costa había sido arrasada de un extremo al otro, los colonos griegos la invadían y no quedaba nadie en las ciudades para intentar protegerlas. La última esperanza de Asia Menor consistía en unirse a Troya y luchar contra los griegos allí establecidos. La victoria les permitiría regresar a su patria y expulsar a los intrusos.

Recibimos noticias de todos, incluso de algunos de los que habíamos perdido toda esperanza. El rey Glauco se presentó y, también en nombre de su compañero en el trono, el rey Sarpedón, informó a Príamo de que actuarían como jefes de las fuerzas restantes: veinte mil efectivos reunidos de entre los en otro tiempo populosos estados desde Misia hasta la lejana Cilicia. Príamo lloró cuando Glauco le expuso la situación.

Pentesilea, reina de las amazonas, prometió diez mil guerreras de caballería; Memnón, pariente consanguíneo de Príamo sometido a la infuencia de Hattussili, rey de los hititas, acudía con cinco mil hititas de infantería y quinientos carros; ya contábamos con cuarenta mil soldados troyanos; si se presentaban todos cuantos lo habían prometido, en el verano superaríamos con creces a los griegos.

Los primeros en llegar fueron Sarpedón y Glauco. Su ejército estaba muy bien equipado, pero cuando paseé la mirada por sus filas me fue sencillo comprobar cuán gravemente había castigado Aquiles la costa. Sarpedón se había visto obligado a reclutar a jóvenes inexpertos y a hombres maduros que se resentían de sus años, a toscos campesinos y a pastorcillos de las montañas que nada sabían de la vida militar. Pero eran entusiastas, y Sarpedón no era ningún necio sabría moldearlos.

Héctor y yo comentamos la situación en su palacio ante unas copas de vino.

–Tus quince mil soldados de infantería, veinte mil efectivos costeros, cinco mil hititas, diez mil guerreras amazonas y cuarenta mil troyanos de infantería, más diez mil carros de guerra en conjunto… ¡Podemos conseguirlo, Eneas! – comentó Héctor.

–Son cien mil… ¿Cuántos griegos calculas que quedan para luchar? – pregunté.

–Eso sería difícil de calcular salvo por las informaciones recibidas de algunos esclavos que han huido del campamento en el transcurso de los años -repuso Héctor-. Uno en particular, que he llegado a apreciar, llamado Demetrio, egipcio de nacimiento. Por él y por otros me he enterado de que las tropas de Agamenón se han quedado reducidas a cincuenta mil efectivos. Y que tan sólo cuenta con mil carros de guerra. – ¿Cincuenta mil? – repuse con el entrecejo fruncido-. Parece imposible.

–En realidad no es así. Cuando llegaron eran sólo ochenta mil. Demetrio me explicó que diez mil griegos han envejecido demasiado para empuñar las armas y que Agamenón nunca ha pedido que vengan más hombres de Grecia para incorporarse a sus filas, que en lugar de ello los ha enviado a la costa para colonizarla. Cinco mil soldados fallecieron por causa de una epidemia hace dos años; diez mil miembros del segundo ejército han muerto o están discapacitados, y cinco mil regresaron a Grecia por nostalgia hogareña. De ahí mis cálculos: cincuenta mil y ni uno más, Eneas.

–Entonces podríamos aniquilarlos -repuse. – Estoy de acuerdo -dijo Héctor, entusiasmado-. ¿Me apoyarás ante mi padre, en la asamblea, cuando le proponga salir con el ejército?

–¡Pero aún no han llegado los hititas ni las amazonas! – ¡No los necesitamos!

–Tendrías que ponderar su experiencia contra nuestra falta de ella, Héctor. Los griegos están curtidos en la lucha y nosotros no. Y sus tropas acatan fielmente a sus dirigentes.

–Aunque reconozco nuestra inexperiencia no puedo aceptar tu argumento acerca de sus dirigentes. Contamos con una considerable participación de famosos guerreros… Tú, por ejemplo. ¡Y por añadidura, Sarpedón, hijo de Zeus, cuyas tropas lo adoran! – Tosió cohibido-: Y aquí está Héctor.

–No es lo mismo -repuse-. ¿Qué piensan los dárdanos de Héctor o los troyanos de Eneas? ¿Y quién, aparte de los licios, conoce el nombre de Sarpedón, sea o no hijo de Zeus? ¡Recuerda los nombres griegos! Agamenón, Idomeneo, Néstor, Aquiles, Áyax, Teucro, Diomedes, Ulises, Meriones… y tantos y tantos otros. Incluso Macaón, su principal cirujano, lucha con brillantez. Todos los soldados griegos conocen esos nombres y probablemente podrían decirte los caprichos culinarios de cada uno o sus colores preferidos. No, Héctor, los griegos son una nación que lucha bajo las órdenes de Agamenón, un rey de reyes. Mientras que nosotros constituimos facciones que se debaten entre mezquinas rivalidades y envidias.

Héctor me miró largamente y suspiró.

–Tienes razón, desde luego. Pero una vez incorporados a la lucha, nuestro ejército políglota sólo pensará en expulsar a los griegos de Asia Menor. Lucharán para vencer, lo haremos por nuestras vidas.

Me eché a reír.

–¡Eres un idealista incurable, Héctor! Cuando un hombre se encuentra con su lanza en tu garganta no se detiene a razonar si lucha por vencer, lo hace por salvar su existencia al igual que todos.

Héctor rellenó las copas de vino sin preocuparse en responder.

–¿Así que quieres proponer atacar con el ejército? – le dije.

–Sí -respondió-. Hoy mismo. ¡Contemplo estas murallas y las veo como barreras, y mi hogar, como una prisión!

–A veces lo que más queremos es lo mismo que nos destruye -repliqué.

Esbozó una sonrisa carente de alegría.

–¡Qué extraño eres, Eneas! ¿Acaso crees en algo? ¿Amas algo?

–Creo y me amo a mí mismo -repuse yo mismo.

Príamo vacilaba, el sentido común pugnaba contra su abrumador deseo de expulsar a los griegos. Pero al final escuchó a Antenor en lugar de a Héctor.

–¡No lo hagas, señor! – le rogó el sacerdote-. Enfrentarnos prematuramente a los griegos representaría el fin de nuestras esperanzas. ¡Aguarda a que lleguen Memnón con los hititas y la reina de las amazonas! Si Agamenón no contara con Aquiles y los mirmidones sería diferente, pero no es así y los temo enormemente. Desde que nacen, los mirmidones sólo viven para la lucha, sus cuerpos están formados de bronce; su corazón, de piedra; y su espíritu es tan obstinado como las hormigas de las que reciben el nombre. Sin contar con las guerreras amazonas para enfrentarse a los mirmidones, harán pedazos tu vanguardia. ¡Aguarda, señor!

Y Príamo decidió esperar. Héctor pareció aceptar el veredicto paterno filosóficamente, pero yo lo conocía mejor que nadie. Él ansiaba enfrentarse a Aquiles y, sin embargo, el temor que inspiraba a su padre aquel mismo hombre lo derrotaba.

Aquiles… recordaba nuestro encuentro en las afueras de Lirneso y me preguntaba quién sería mejor, Aquiles o Héctor. Eran de similar corpulencia e igualmente marciales. Pero en cierto modo yo abrigaba el presentimiento de que Héctor estaba condenado. En mi opinión, la virtud se sobrestimaba y Héctor era muy virtuoso. De todos modos, yo estaba encendido por otras causas.

Salí de la sala del trono presa del desasosiego. Por causa de aquella vieja profecía según la cual yo reinaría algún día en Troya, Príamo se había distanciado de mí y de mi pueblo. Pese a toda la cortesía que había desplegado hacia mí desde mi llegada, seguía presente un velado desprecio. Sólo mis tropas me acogían de modo favorable. Pero ¿cómo podía imaginar que yo sobreviviera a sus cincuenta hijos? A menos que Troya perdiese la guerra, en cuyo caso sería factible que Agamenón decidiera colocarme a mí en el trono. Un curioso dilema por tratarse de alguien que tenía la misma sangre que Príamo.

Salí al gran patio y paseé arriba y abajo por él odiando a Príamo y deseando Troya. De pronto advertí que alguien me observaba entre las sombras y sentí una fría sensación en la nuca. Príamo me odiaba. ¿Pecaría hasta el punto de asesinar a un pariente próximo?

Después de decidir que sí sería capaz de hacerlo, desempuñé mi daga y me deslicé tras el altar cubierto de flores que allí se encontraba dedicado a Zeus. Cuando casi podía tocar con el brazo al espía, salté sobre él, le cubrí la boca con la mano y apoyé la hoja en su garganta. Pero los labios que oprimía suavemente en mi palma no eran masculinos, como tampoco el desnudo seno en el que se apoyaba mi daga. Solté a la mujer.

–¿Me has creído una asesina? – inquirió jadeante.

–Has sido muy necia al ocultarte, Helena.

Al pie del altar encontré un farol que encendí con la llama eterna, luego lo levanté y la examiné a su luz. Habían transcurrido ocho años desde la última vez que la vi. ¡Era increíble! Debía de tener treinta y dos, pero las lámparas son benignas; más tarde, con mejor luz, pude distinguir los leves estragos del tiempo en forma de tenues arrugas alrededor de sus ojos, el sutil descenso de los senos.

¡Dioses, qué hermosa era! ¡Helena, Helena de Troya y Amiclas! ¡Helena la sanguijuela! De su persona fluía toda la gracia de Artemisa la cazadora, su rostro irradiaba la delicadeza de rasgos y la sensual atracción de Afrodita. ¡Helena, Helena, Helena…! En aquellos momentos, mientras la contemplaba, comprendí plenamente cuántas noches su imagen había interrumpido mis sueños, cuántas veces en ellos la mujer había soltado su faja incrustada en gemas y había dejado caer sus faldas sobre sus marfileños pies. Helena era Afrodita encarnada en forma mortal, en ella yo reconocía la forma y el continente de la diosa madre jamás vista, que únicamente había oído en los desvarios de mi padre, enloquecido tras su amoroso encuentro con la diosa del amor.

Helena era la encarnación de todos los sentidos, una Pandora que sonreía y guardaba sus secretos, esclavizada y esclavizante; era la tierra y el amor; humedad y aire; fuego mezclado con un hielo capaz de hacer estallar las venas de los hombres. Dejaba entrever toda la fascinación de la muerte y del misterio, provocaba.

Posó la mano en mi brazo y sus pulidas uñas brillaron como el interior de una concha.

–Llevas cuatro meses en Troya y ésta es la primera vez que te veo, Eneas.

Aparté su mano, rebelde y exasperado.

–¿Por qué tenía que buscarte? ¿Qué pensaría Príamo de mí si me viera merodeando en torno a la gran prostituta?

Me escuchó impasible, con la mirada baja. Levantó después las negras pestañas y me observó gravemente con sus ojos verdes.

–Estoy de acuerdo con todo eso -dijo al tiempo que se acomodaba en un asiento, agitando sus volantes y adornos como campanillas tintineantes-. A los ojos de un hombre, una mujer es un mueble, una pieza de su propiedad -prosiguió tranquilamente-. Puede abusar de ella como lo crea oportuno sin temor a represalias. Las mujeres somos criaturas pasivas. No tenemos expresión de autoridad porque no se nos considera capaces de pensar lógicamente. Y aunque se olvida, parimos a los hombres.

–No te favorece la autocompasión -dije bostezando.

–Me gustas porque te hallas inmerso en tus propias ambiciones -repuso sonriente-. Y porque eres igual que yo.

–¿Como tú?

–¡Oh, sí! Yo soy una imitación de Afrodita, y tú, su hijo.

Se entregó a mi abrazo con entusiasmo y caricias vertiginosas y yo la tomé en mis brazos y la conduje por los silenciosos pasillos hasta mi habitación privada sin que nadie nos viera. Supongo que mi madre se cuidó de ello, la zorra.

Aunque la intensidad de su pasión me agitó hasta las mismas entrañas, parte de ella no llegó a enterarse de que era poseída, mantuvo un reducto de sí misma reservado y secreto. Nos unimos en un placer doloroso, pero mientras absorbía todo mi espíritu mantuvo el suyo firmemente encerrado en algún lugar oculto, sin darme siquiera la esperanza de encontrar la llave.

CAPITULO VEINTIUNO

NARRADO POR AGAMENÓN

Hacía tiempo que se le habían transmitido al ejército las órdenes de iniciar la batalla pero Príamo permanecía recluido tras sus murallas. Incluso las partidas de asaltantes troyanos habían dejado de hostigarnos y mis tropas se lamentaban de la inseguridad y la inacción. Puesto que nada había que comentar no convoqué consejo hasta que apareció Ulises.

–¿Quieres reunir el consejo hoy a mediodía, señor? – me preguntó.

–¿Para qué? No hay nada que decir.

–¿Quieres saber cómo podemos incitar a Príamo a salir?

–¿Qué te propones, Ulises?

Me lanzó una mirada burlona y brillante.

–¿Cómo puedes pedirme que revele ahora mis secretos, señor? ¡De igual modo podrías aspirar a la inmortalidad!

–Bien, entonces nos reuniremos a mediodía.

–¿Puedo pedirte otro favor, señor?

–¿De qué se trata? – pregunté cauteloso.

Ulises utilizaba la irresistible sonrisa que reservaba para conseguir lo que deseaba. Cedí, pues no podía hacer otra cosa cuando él sonreía de aquel modo. Uno se veía obligado a amarlo.

–Que no se trate de un consejo general sino que comparezcan tan sólo algunos hombres.

–Como se trata de un consejo por ti organizado, cita a quienes gustes. Dame sus nombres.

–Néstor, Idomeneo, Menelao, Diomedes y Aquiles.

–¿No cuentas con Calcante?

–Ni mucho menos.

–Me gustaría saber por qué te desagrada tanto ese hombre, Ulises. Si fuera un traidor, en estos momentos sin duda ya lo sabríamos. Sin embargo, insistes en excluirlo de cualquier consejo importante. Como los dioses guardan los testimonios de los hombres, ha tenido innumerables ocasiones de transmitir nuestros secretos a los troyanos y nunca lo ha hecho.

–De algunos de nuestros secretos conoce tan poco como tú mismo, Agamenón. Creo que espera enterarse del secreto que valga realmente la pena para traicionarnos ante aquellos a quienes pertenece su corazón.

Me mordí el labio, enojado.

–De acuerdo, entonces, no estará presente.

–Ni debes mencionárselo siquiera. Aún más, deseo que puertas y ventanas estén tapiadas una vez nos reunamos y que, en el exterior, se hallen apostados guardianes tan próximos que puedan tocarse entre sí.

–¿No vas demasiado lejos, Ulises?

Sonrió travieso.

–Me disgustaría que Calcante quedara como un necio, señor, por lo que tenemos que concluir este asunto en el décimo año.

El grupo de personajes escogido por Ulises se presentó esperando encontrarse con el pleno del consejo y mostraron su curiosidad al comprender que sólo se contaba con ellos.

–¿Por qué no está Meriones? – preguntó Idomeneo algo malhumorado.

–¿Y por qué no Áyax? – inquirió Aquiles, agresivo.

Me aclaré la garganta y todos se calmaron.

–Ulises me pidió que os convocara a todos vosotros -dije-. Sólo a vosotros cinco, él y yo. Los ruidos que oís los producen los guardianes que tapian esta sala. Lo que os hará comprender más rotundamente de lo que yo podría explicaros cuán secreta es la cuestión que aquí se debatirá. Exijo vuestros juramentos individuales sobre este asunto: todo cuanto aquí se diga no puede ser repetido fuera de estas paredes, ni siquiera en sueños.

Uno tras otro se arrodillaron y formularon el juramento.

Cuando Ulises comenzó, lo hizo con voz queda, un truco que solía emplear. Comenzaba tan tenuemente que debíamos esforzarnos para oírlo, y a medida que esbozaba sus ideas elevaba el tono de su voz hasta que al final resonaba entre las vigas como el retumbar de tambores.

–Antes de comenzar a exponeros la verdadera razón de convocar un consejo tan reducido es necesario explicaros algo que algunos de vosotros ya conocéis -dijo en tono casi inaudible-. Es decir, la verdadera función de esa celda que he establecido en el foso.

Escuché con creciente cólera y sorpresa mientras Ulises nos exlicaba lo que Néstor y Diomedes habían sabido en todo momento. ¿Por qué no se nos había ocurrido a ninguno de nosotros investigar las actividades que se desarrollaban en aquel reducto? Tal vez porque, según admití entre mi indignación, nos había convenido no indagar; Ulises nos había librado de algunos de nuestros peores problemas, que jamás habían vuelto a atormentarnos. Y según me enteraba en aquellos momentos, no era debido a condenas de prisión preventiva, sino para formar a sus espías.

–Bien -dije apretando los labios cuando finalizó su explicación-, ¡por lo menos ahora sabemos cómo puedes predecir tan extrañamente lo que Troya se propone hacer en todo momento! Pero ¿por qué tanto secreto? ¡Soy rey de reyes, Ulises! ¡Tenía derecho a saberlo todo desde el principio!

–No mientras distingas a Calcante -repuso Ulises.

–Sigo distinguiéndolo.

–Pero sospecho que no como antes.

–Tal vez, tal vez. Prosigue, Ulises. ¿Qué tienen que ver tus espías con esta reunión?

–No han estado tan ociosos como nuestro ejército -dijo-. Todos habéis oído los rumores en cuanto a las razones por las que Príamo no ha intentado en ningún momento abandonar sus murallas. El más corriente es que sus refuerzos no han colmado sus expectativas, que no alcanza nuestro número de efectivos. Eso no es cierto. En estos momentos cuenta con setenta y cinco mil hombres, sin contar con los casi diez mil carros. Cuando lleguen Pentesilea, reina de las amazonas, y Memnón, rey de los hititas, nos superará drásticamente. He de añadir que abriga la errónea creencia de que seremos afortunados si sacamos al campo cuarenta mil hombres. Podéis considerar todo esto como fidedigno, pues cuento con elementos que disfrutan de la confianza de Príamo y de Héctor.

Dio un pequeño paseo por la sala, casi vacía y por consiguiente libre de obstáculos.

–Antes de proseguir debo hablaros del rey de Troya. Príamo es un hombre muy anciano y propenso a las dudas, vacilaciones, temores y prejucios de los muy viejos. En resumen, no es como Néstor, no lo imaginéis así. Gobierna Troya de un modo mucho más autócrata que cualquier soberano griego, es rey literalmente de todo cuanto contempla. Ni siquiera su hijo y heredero se atrevería a decirle lo que debe hacer. Agamenón convoca consejos; Príamo reúne asambleas. Agamenón escucha lo que tenemos que decirle y tiene en cuenta nuestras opiniones; Príamo se escucha a sí mismo y a todo aquel que repite lo que él piensa.

Se interrumpió para observarnos.

–Ése es el hombre al que debemos superar en ingenio, al que debemos inclinar a nuestra voluntad sin que nunca llegue a sospecharlo. Héctor llora mientras pasea por las almenas, cuenta a sus hombres y nos ve sentados en la playa del Helesponto como fruta madura para el saqueo. Eneas se irrita y se enciende. Sólo Antenor no hace nada porque Príamo ejecuta sus deseos… y Príamo tampoco hace nada.

Otro paseo alrededor de las sillas seguido por todas las miradas.

–Así pues, ¿por qué exactamente no desea Príamo comprometerse cuando tiene una excelente oportunidad de expulsarnos de la Tróade en seguida? ¿Aguarda de verdad a Memnón y a Pentesilea?

Néstor asintió.

–Sin duda -dijo-. Eso es lo que haría un hombre muy anciano.

Ulises respiró profundamente y prosiguió con voz potente.

–¡No podemos consentir que espere! Debe ser atraído fuera de la ciudad antes de que pueda permitirse perder miles de hombres. Mis fuentes de información son mucho mejores que las de Príamo y puedo aseguraros que tanto Pentesilea como Memnón llegarán antes de que el invierno cierre los desfiladeros del interior. Las amazonas van a caballo, por lo que pueden considerarse como caballería. Con ellas, Troya entrará en campaña con veinte mil jinetes. En menos de dos meses estarán aquí y Memnón llegará pisándoles los talones.

Tragué saliva.

–Ulises… no había comprendido… ¿no podías decírmelo antes?

–Acabo de completar mi información, Agamenón.

–Comprendo. Prosigue.

–¿Se contiene Príamo sólo por prudencia o existe alguna otra razón?

En realidad Ulises no interrogaba a nadie. – La respuesta no es por prudencia. Autorizaría a Héctor para que saliera en este mismo momento a no ser por Aquiles y los mirmidones. Teme a Aquiles y a sus hombres más que al resto de nuestras tropas reunidas con todos nuestros restantes dirigentes. Parte de ese temor arraiga en ciertos oráculos sobre Aquiles… acerca de que él personalmente logrará destruir la flor de Troya. En parte surge de la creencia general entre las filas troyanas de que los mirmidones son invencibles, que Zeus los conjuró de un ejército de hormigas para dotar a Peleo de los mejores soldados del mundo. Bien, todos sabemos que son hombres corrientes, supersticiosos y crédulos. Pero ambas partes combinadas significan que Príamo desea contar con una cabeza de turco para medirse contra Aquiles y los mirmidones.

–¿Pentesilea o Memnón? – inquirrió Aquiles con torva expresión.

–Pentesilea. Esta mujer y sus guerreras están rodeadas de misterios y llevan en sí la magia femenina. Verás, Príamo no puede permitir que Héctor se enfrente a Aquiles. Aunque Apolo le garantizase la victoria troyana, Príamo no consentiría que Héctor luchase contra el hombre del que, según los oráculos, depende la destrucción de la flor y nata de Troya. Aquiles permanecía en silencio, con expresión austera. – Aquiles posee dotes singulares -comentó secamente Ulises-. Puede dirigir un ejército como el propio Ares y está al frente de los mirmidones.

–¡Muy cierto! – suspiró Néstor.

–¡No hay que desesperar, Néstor! – respondió Ulises alegremente-. ¡Aún no he perdido mis facultades!

Diomedes, que sin duda estaba al corriente de lo que se tramaba, fuera lo que fuese, sonreía. Aquiles me observaba y yo a él, siendo al mismo tiempo observados por Ulises. De pronto golpeó el suelo con el bastón con un sonido que nos sobresaltó y en aquella ocasión su voz resonó como un trueno.

–¡Debe producirse una disputa!

Nos quedamos boquiabiertos.

–Los troyanos no desconocen el sistema de espionaje -prosiguió Ulises en tono más normal-. En realidad, los espías troyanos que se hallan en nuestro campamento me han sido casi tan útiles como los que he introducido en Troya. Conozco a cada uno de ellos y les facilito bocados escogidos para que los transmitan a Polidamante, quien los reclutó. Un tipo interesante el tal Polidamante, aunque no tan apreciado como le corresponde, por lo que deberíamos agradecer a los dioses que se ponga de nuestra parte. Es obvio que sus espías tan sólo le informan de lo que a mí me conviene, así como el mísero número de efectivos de que disponemos. Pero durante las pasadas lunas los he estado estimulando para que le hagan llegar ciertos chismes a Polidamante.

–¿Chismes? – inquirió Aquiles frunciendo el entrecejo.

–Sí, chismes. A la gente le encantan.

–¿Qué clase de chismes? – le pregunté.

–Que vosotros dos, Agamenón y Aquiles, no os apreciáis en absoluto.

Pensé que me quedaba demasiado tiempo sin aliento porque al fin tuve que respirar sonoramente.

–Que no nos apreciamos en absoluto -repetí con lentitud.

–Así es -dijo Ulises con suma autocomplacencia-. Como sabéis, los soldados rasos murmuran de sus superiores. Y entre ellos es de dominio común que de vez en cuando surgen diferencias entre vosotros dos. Últimamente he estado divulgando el rumor de que se ha intensificado mucho vuestro resentimiento mutuo.

Aquiles se levantó palidísimo.

–¡No me agradan estos chismes, ítaco! – exclamó irritado.

–Lo imaginaba, Aquiles. Pero ¡siéntate, por favor! – Pareció pensativo-. Sucedió a fines de otoño, cuando en Adramiteo se repartieron el botín de Lirneso. – Con un suspiro prosiguió-: ¡Cuan triste es que los grandes hombres se enfrenten por una mujer!

Me aferré a los brazos del sillón para no levantarme y miré a Aquiles compartiendo su vergüenza. El joven tenía una expresión siniestra.

–Desde luego es inevitable que tal grado de encono alcance su punto culminante -prosiguió Ulises con despreocupación-. A nadie en absoluto le sorprendería que vosotros dos os peleaseis.

–¿Por qué causa? – inquirí-. ¿Por qué? – ¡Ten paciencia, Agamenón, ten paciencia! En primer lugar debo extenderme algo más sobre los sucesos ocurridos en Adramiteo. Como muestra de respeto del segundo ejército te fue ofrecido un obsequio singular: la joven Criseida, hija del gran sacerdote de Apolo esmínteo, cazador de ratas, en Lirneso. El hombre vistió armadura, empuñó una espada y halló la muerte en la lucha. Pero, ahora, Calcante augura presagios muy desfavorables si la muchacha no es devuelta a la custodia de los sacerdotes de Apolo en Troya. Al parecer, si Criseida no es devuelta, nos hallamos expuestos a la cólera del dios.

–Eso es cierto, Ulises -repuse con un encogimiento de hombros-. Sin embargo, como le dije a Calcante, no alcanzo a comprender que Apolo pueda perjudicarnos más… está completamente de parte de los troyanos. Criseida me gusta, por lo que no tengo intención de renunciar a ella. Ulises chasqueó la lengua.

–Sin embargo, he advertido que tal oposición irrita a Calcante, por lo que estoy seguro de que insistirá en exhortarte para que la envíes a Troya. Y para echarle una mano he creído conveniente provocar el comienzo de una epidemia en nuestro campamento. Dispongo de una hierba que hace enfermar gravemente a los hombres durante ocho días, después de los cuales se recuperan por completo. ¡Es algo impresionante! Una vez estalle la epidemia, Calcante se sentirá obligado a insistir en sus peticiones para que renuncies a Criseida, señor. Y, ante la intensidad de la ira del dios en forma de enfermedad, tú accederás, Agamenón.

–¿Adonde va a parar todo esto? – exclamó Menelao, exasperado.

–No tardaréis en verlo, os lo prometo. Ulises centró su atención en mí.

–Sin embargo, señor, tú te comportarás de forma muy poco principesca al verte despojado del galardón que en justicia te corresponde. Eres rey de reyes y por consiguiente debes verte compensado. Puedes argumentar que puesto que el segundo ejército te obsequió con la muchacha, él es quien debe sustituirla. Ahora bien, otra muchacha que formaba parte del mismo botín fue asignada de modo muy arbitrario a Aquiles. Se llama Briseida y todos los reyes amén de doscientos altos oficiales tuvieron ocasión de advertir cuánto le hubiera agradado a nuestro rey de reyes tenerla para sí, en realidad, más que la propia Criseida. Las habladurías circulan, Agamenón, y en estos momentos todo el ejército sabe que hubieras preferido a Briseida. Sin embargo, también es ampliamente conocido que Aquiles ha llegado a experimentar un gran afecto por la muchacha y que se mostraría reacio a desprenderse de ella. Bien veis merodear por ahí al propio Patroclo con gran aflicción.

–Estás pisando terreno muy peligroso, Ulises -me anticipé al propio Aquiles.

Hizo caso omiso de mis palabras y reanudó sus explicaciones.

–Aquiles y tú vais a pelearos por una mujer, Agamenón. La experiencia siempre me ha demostrado que las disputas por las féminas son aceptadas por todos sin excepción. Al fin y al cabo debemos admitir que tales querellas son en extremo corrientes y que han causado la muerte de muchos hombres. Me permitiría suponer, querido Menelao, que podríamos incluir a Helena en el lote.

–¡No te consiento tales suposiciones! – gruñó mi hermano.

Ulises parpadeó con fingida ingenuidad. ¡Oh, cuan malvado era! Una vez se lanzaba, nadie podía contenerlo.

–Yo mismo -prosiguió disfrutando plenamente- me comprometo a colocar una serie de presagios ante la digna nariz de nuestro digno sacerdote Calcante y yo mismo me encargaré de propagar la epidemia. ¡Te prometo que las características de la enfermedad confundirán a Podaliero y a Macaón! El terror se infiltrará en el campamento en cuanto comience la plaga. Cuando seas formalmente informado de su gravedad, Agamenón, acudirás al punto al sacerdote y le preguntarás qué dios se ha molestado y la razón. Eso le gustará. Pero aún le agradará más que le encargues un augurio público. Ante las filas de los principales oficiales te exigirá que envíes a Criseida a Troya. Tu posición, señor, será entonces insostenible y te verás obligado a ceder. Sin embargo, no creo que nadie te censure si te ofendes cuando Aquiles se ría de ti. ¡Durante un augurio público es algo intolerable!

En aquellos momentos nos habíamos quedado sin palabras. Pero dudo que Ulises se hubiera interrumpido aunque el propio Zeus hubiera lanzado un rayo a sus pies.

–Como es natural te pondrás furioso, Agamenón. Te volverás contra Aquiles y le exigirás que te entregue a Briseida. Entonces apelarás a los oficiales reunidos y les plantearás que te ha sido arrebatada tu presa y que, por consiguiente, Aquiles debe renunciar a la suya en tu favor. Aquiles se negará, pero su posición será tan insostenible como la tuya cuando Calcante te exigió que renunciaras a Criseida. Tendrá que entregarte a Briseida y lo hará en aquel mismo momento. Pero, una vez te la haya entregado, te recordará que ni su padre ni él habían formulado el juramento del Caballo Descuartizado y anunciará a todos los presentes que se retira del combate con sus mirmidones.

Ulises prorrumpió en sonoras carcajadas y agitó sus puños al cielo.

–En un refugio especial me consta que se halla cierto troyano furtivo. Ese mismo día toda Troya se enterará de la pelea.

Permanecíamos inmóviles en nuestros asientos como convertidos en piedra bajo la mirada de la Medusa. Yo sólo podía imaginar los tormentosos sentimientos que se habrían desencadenado en mis compañeros; en cuanto a los que a mí me embargaban, eran espantosos. Observé de reojo cómo se removía Aquiles y fijé en él mi atención, ansioso por ver cuál era su reacción. Ulises era capaz de desenterrar más esqueletos secretos de tumbas ignoradas que nadie y agitarlos de modo inimaginable, pero ¡por la Madre, cuan brillante era!

Aquiles no estaba irritado, lo que me sorprendió. En sus ojos tan sólo brillaba la admiración.

–¿Qué clase de hombre eres para imaginar tales conflictos, Ulises? Es un proyecto perverso… y asombroso. Sin embargo, debes admitir que resulta poco halagador para Agamenón y para mí. Ambos tendremos que asumir el ridículo y el desprecio si actuamos como deseas. Y te aseguro que no renunciaré a Briseida aunque tenga que morir por ello.

Néstor tosió levemente:

–No tendrás que renunciar a ella, Aquiles. Ambas jóvenes serán confiadas a mi custodia y permanecerán conmigo hasta que funcionen las cosas según planea Ulises. Las alojaré en un lugar secreto, sin que nadie, comprendido Calcante, conozca su paradero.

Aquiles aún parecía indeciso.

–Es una honrada propuesta y confío en ti, Néstor. Pero supongo que comprenderás que me disguste el proyecto. ¿Y si conseguimos embaucar a Príamo? Sin que los mirmidones mantengan intacta la vanguardia sufriremos pérdidas que no podemos permitirnos. Y no exagero. Nuestra función en la batalla consiste en preservar el frente. No puede agradarme un plan que hace peligrar tantas vidas. – Su expresión se tornó apesadumbrada-. ¿Y qué hay de Héctor? Prometí acabar con él, pero ¿y si muere cuando yo no me halle en el campo de batalla? ¿Y cuánto tiempo se espera que permanezca ausente de él?

–Sí -respondió Ulises-. Perderemos hombres si los mirmidones no están allí. Pero los griegos no son guerreros de inferior calidad y no me cabe duda alguna de que actuarán con brillantez. Por el momento no responderé a tu importante pregunta acerca de cuánto tiempo permanecerás ausente de la batalla. Ante todo prefiero centrarme en conseguir sacar a Príamo de sus murallas. Y qué me respondes a esto: ¿Y si la guerra se prolonga durante más años? ¿Y si nuestros hombres envejecen sin volver a ver sus hogares? ¿O si Príamo decide salir cuando lleguen Pentesilea y Memnón? Estén o no los mirmidones, nos despedazarían. – Con una sonrisa añadió-: Respecto a Héctor, sobrevivirá para enfrentarse contigo, Aquiles. Tengo ese presentimiento.

–En cuanto los troyanos salgan de detrás de sus murallas se verán comprometidos -dijo Néstor-. No podrán retirarse de manera definitiva. Si sufren fuertes pérdidas, Príamo recibirá información de que las nuestras han sido peores. Una vez los hayamos atraído al exterior, la presa se habrá roto. No descansarán hasta expulsarnos de Troya o hasta que haya muerto el último de ellos.

Aquiles extendió los brazos y tensó los fuertes músculos bajo la piel.

–Dudo de mi fortaleza de carácter para abstenerme de luchar cuando todos lo hagan, Ulises. Durante diez largos años he aguardado para participar en la matanza. Y existen asimismo otras consideraciones. ¿Qué dirá el ejército de alguien capaz de desertar en un momento de necesidad por causa de una mujer? ¿Y qué pensarán mis propios mirmidones de mí? – Nadie hablará de ti amablemente, Aquiles, puedes estar seguro de ello -repuso Ulises con gravedad-. Obrar como te pido exige una clase muy especial de valor, amigo mío. Más del que necesitarías para asaltar mañana mismo la Cortina Occidental. ¡No me interpretéis erróneamente ninguno de vosotros! Aquiles no ha pintado la situación ni un ápice peor de lo que en realidad es. Muchos te injuriarán, Aquiles. Y también a ti, Agamenón. Algunos os maldecirán y otros os escupirán.

Aquiles me miró mostrando cierta simpatía con una seca sonrisa. Ulises había conseguido unirnos más de lo que yo imaginaba tras los acontecimientos de Áulide. ¡Mi hija! ¡Mi pobre pequeña! Permanecí inmóvil imaginando el desagradable papel que debía representar. Si Aquiles parecería un loco desatinado, ¿qué clase de necio me creerían a mí? ¿Era ésa la palabra exacta? Más probable sería que me calificaran de idiota.

En aquel momento Aquiles se dio una fuerte palmada en el muslo.

–Nos abrumas con una pesada carga, Ulises, pero si Agamenón es capaz de humillarse para aceptar la parte que le corresponde, ¿cómo voy a negarme yo?

–¿Cuál es tu decisión, señor? – inquirió Idomeneo; su tono anunciaba que él jamás accedería a ello.

Moví cabizbajo la cabeza, apoyé la mano en la barbilla y medité mientras los demás me observaban. Aquiles interrumpió mi abstracción al dirigirse de nuevo a Ulises.

–Responde a mi pregunta más importante, Ulises. ¿Cuánto tiempo?

–Tardaremos dos o tres días en hacer salir a los troyanos.

–Ésa no es una respuesta. ¿Cuánto tiempo debo mantenerme al margen de la situación?

–En primer lugar aguardaremos la decisión del gran rey. ¿Qué opinas, señor?

Dejé caer la mano.

–Lo haré con una condición. Que cada uno de los presentes pronuncie el solemne juramento de mantener el secreto hasta el final, sea cual sea. Ulises es el único que puede guiarnos por este laberinto, tales intrigas nunca han sido propias del gran soberano de Micenas, sino que son características de los reyes de las Islas Exteriores. ¿Estáis todos de acuerdo en jurar?

Los presentes accedieron unánimemente a ello.

Al no hallarse presente ningún sacerdote, juramos por las cabezas de nuestros hijos varones, por su capacidad de procreación y por la extinción de nuestra línea sucesoria. Algo más comprometido que el Caballo Descuartizado.

–Bien, Ulises, concluye de una vez -dijo Aquiles.

–Dejad a Calcante a mi cuidado. Me aseguraré de que obra como esperamos y que ignora nuestras expectativas. Creerá en sí mismo tanto como el pobre pastorcillo escogido entre la multitud para interpretar el papel de Dionisio en las orgías de las ménades. Aquiles, una vez hayas entregado a Briseida e interpretado tu papel, reunirás a tus oficiales mirmidones y regresarás inmediatamente a tu complejo. ¡Fue muy oportuna tu insistencia en construir una empalizada dentro de nuestro campamento! De ese modo se advertirá rápidamente tu aislamiento. Prohibirás a los mirmidones que abandonen el recinto y tú tampoco saldrás de él. En lo sucesivo serás visitado, pero no efectuarás visitas. Todos supondrán que los que te visitan acuden a implorarte. En cualquier ocasión y ante cualquier miembro de tu círculo de amigos íntimos debes parecer un hombre en extremo irritado, un ser que se siente amargamente herido y profundamente desilusionado, que se considera muy agraviado y que preferiría morir antes que reconciliarse con Agamenón. Incluso Patroclo debe creerlo así. ¿Comprendido?

Aquiles asintió gravemente. Puesto que la cuestión se había decidido y se había pronunciado el juramento, parecía resignado.

–¿Vas a responderme de una vez? – inquirió una vez más-. ¿Cuánto tiempo?

–Hasta el último momento -dijo Ulises-. Héctor debe estar absolutamente convencido de que no puede perder y su padre debe sentir lo mismo. ¡Tensa la soga, Aquiles, ténsala hasta que tengan que ahogarse con ella! Los mirmidones entrarán en acción antes que tú mismo. – Respiró profundamente-. Nadie puede predecir qué sucederá en el transcurso de la batalla, ni siquiera yo, pero algunas cosas son bastante seguras. Por ejemplo, que sin ti y los mirmidones nos veremos recluidos dentro de nuestro campamento. Que Héctor se abrirá paso entre nuestro muro defensivo y se infiltrará entre nuestras naves. Puedo contribuir en parte a los acontecimientos utilizando a algunos de mis espías entre nuestras tropas. Por ejemplo, provocando una situación de pánico que conduzca a la retirada. De ti dependerá decidir exactamente cuándo ha llegado el momento adecuado de intervenir, pero no regreses tú mismo a la batalla. Deja que Patroclo dirija a los mirmidones. De ese modo parecerá que tú sigues obstinado en no intervenir. Ellos conocen los oráculos, Aquiles, saben que no podemos vencerlos si no luchas con nosotros. ¡De modo que tensa la soga! ¡No regreses al campo de batalla hasta el último momento!

Y tras aquellas palabras pareció que no había nada más que decir. Idomeneo se levantó y se plantó ante mí poniendo los ojos en blanco; nadie mejor que él comprendía cuán duro sería para un micénico dejarse injuriar de tal modo. Néstor nos dirigió a todos su tierna sonrisa, era evidente que estaba al corriente de todo mucho antes de aquella sesión matinal. Al igual que Diomedes, que sonreía francamente ante la perspectiva de que otros se pusieran en ridículo.

–¿Puedo dar un breve consejo? – dijo entonces Menelao.

–¡Desde luego! – dijo Ulises cordialmente-. ¡Cuando gustes!

–Dejad que Calcante entre en el secreto. Si lo sabe, vuestras dificultades se verán reducidas.

Ulises se golpeó la mano con el puño.

–¡No, de ningún modo! ¡Ese hombre es troyano! No se debe depositar la confianza en un hombre nacido de una mujer enemiga en un país contrario cuando se lucha en su propia tierra y con probabilidades de vencer.

–Tienes razón, Ulises -dijo Aquiles.

No hice comentario alguno, pero me sorprendí. Durante años yo había defendido a Calcante, pero algo había cambiado en mi interior aquella mañana, algo que ignoraba por completo. El hombre había sido origen de cosas que habían causado mucho daño. Él fue quien me obligó a sacrificar a mi propia hija y, por consiguiente, el causante de la disensión con Aquiles. Si realmente no se debía confiar en él, sería evidente el día en que me peleara con Aquiles. Pese a su forzada inexpresión, denunciaría su placer interno en el rostro si realmente lo sentía. Después de tantos años había llegado a conocerlo.

–¡Estamos embarcados en ello, Agamenón! – exclamó Menelao desde la puerta con voz quejumbrosa-. ¿Nos autorizas ya a salir?

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