Con el temor a enfrentarme a quienes amaba y tener que conservar mi secreto, regresé a la empalizada de los mirmidones con pasos vacilantes. Patroclo y Fénix estaban sentados ante una mesa al aire libre y jugaban a las tabas entre grandes risas.
–¿Qué ha sucedido? ¿Ha sido importante? – se interesó Patroclo.
Y se levantó para pasarme el brazo por los hombros.
Se había aficionado a ello últimamente, desde que Briseida había entrado en mi vida, y era una lástima. Aquella reivindicación pública hacia mí no contribuiría a su causa y, por añadidura, me irritaba. Era como si intentara abrumarme con el peso de la culpabilidad… «Soy primo hermano tuyo y tu amante y no puedes dejarme por un nuevo juguete.»
Me liberé de su abrazo.
–No ha pasado nada. Agamenón deseaba saber si teníamos dificultades en controlar a nuestros hombres.
Fénix pareció sorprendido.
–Podía comprobarlo por sí mismo si se molestara en dar una vuelta por el campamento.
–Ya conoces a nuestro jefe supremo. No ha convocado consejo desde hace una luna y odia imaginar que se relaja el dominio que ejerce sobre nosotros.
–¿Y por qué sólo a ti, Aquiles? Yo suelo servir el vino y cuido de que todos estén cómodos cuando se celebra un consejo -dijo Patroclo, al parecer herido.
–Ha sido un grupo muy reducido.
–¿Estaba presente el sacerdote? – se interesó Fénix.
–Calcante no goza en estos momentos del favor imperial.
–¿Es por causa de Criseida? Debía haber mantenido la boca cerrada sobre ese tema -dijo Patroclo.
–Tal vez cree que, si se muestra muy insistente, se saldrá por fin con la suya -dije con despreocupación.
Patroclo parpadeó sorprendido.
–¿Lo crees sinceramente así? Yo no.
–¿No sabéis hacer nada más importante que jugar a las tabas? – pregunté para mudar de conversación.
–Nada más agradable en un hermoso día en que no veremos salir a los troyanos -repuso Fénix.
Me miró sagazmente y añadió:
–Has estado ausente toda la mañana. Mucho tiempo para una reunión intrascendente.
–Ulises estaba en plena forma.
–Ven y siéntate -dijo Patroclo cogiéndome del brazo.
–Ahora no. ¿Está dentro Briseida?
Nunca había visto enfurecido a Patroclo, pero de pronto se le encendieron los ojos y se mordió los labios.
–¿En qué otro lugar podría estar? – replicó al tiempo que me daba la espalda y se sentaba ante la mesa-. Juguemos -le dijo a Fénix, que puso los ojos en blanco.
La llamé por su nombre y entré en la casa. La muchacha acudió corriendo y se echó en mis brazos.
–¿Me echabas de menos? – le dije con simpleza. – ¡El tiempo se me ha hecho eterno! – Digamos como medio año -repuse con un suspiro. Pensaba en cuanto había sucedido en la sala tapiada del consejo.
–Aunque ya debes de haber bebido más que suficiente, ¿quieres otra copa?
La miré sorprendido.
–Ahora que caigo en ello, no hemos probado una gota.
En sus ojos azules desbordaba la risa.
–Al parecer ha sido muy absorbente.
–Aburrida, diría yo.
–¡Pobrecito! ¿Os dio de comer Agamenón?
–No. Sé buena y tráeme algo.
Se afanó por complacerme, charlando como un pájaro enjaulado mientras yo la observaba sentado pensando en cuan encantadora era su sonrisa, cuán gracioso su aire y la gracilidad de su cuello de cisne. La guerra comporta una amenaza de muerte continua, pero ella parecía inconsciente a cualquier peligro inminente. Yo nunca le hablaba de la guerra.
–¿Has visto a Patroclo fuera, tomando el sol?
–Sí.
–Pero me prefieres a él -dijo satisfecha demostrando que la rivalidad no existía sólo por una parte.
Me entregó pan recién horneado y un plato de aceite de oliva para mojarlo.
–¡Ten, recién salido del horno!
–¿Lo has hecho tú? – pregunté.
–Sabes perfectamente que no sé hacer pan, Aquiles.
–Cierto. No posees habilidades femeninas.
–Dímelo esta noche cuando corramos la cortina en nuestra puerta y me encuentres en tu lecho -repuso ella imperturbable.
–De acuerdo. Te reconozco una habilidad femenina.
En aquel momento se instaló en mis rodillas, cogió mi mano libre y la introdujo en la holgada túnica que vestía, sobre su seno izquierdo.
–Te amo muchísimo, Aquiles.
–Y yo a ti.
La cogí por los cabellos y alcé su rostro para verla de frente.
–¿Me prometerás algo, Briseida?
–Lo que tú quieras -respondió sin reflejar en sus ojos preocupación alguna.
–¿Y si te despidiera y te ordenara que fueses con otro hombre?
–Si tú me lo ordenaras, lo haría -repuso con labios temblorosos.
–¿Qué pensarías de mí?
–No te tendría en peor estima que ahora. Contarías con suficientes razones o tal vez significaría que te habías cansado de mí.
–Nunca me cansaré de ti. Jamás, en lo que me reste de vida. Algunas cosas no pueden cambiar.
El color retornó violentamente a sus mejillas.
–Te creo. – Se echó a reír presa del entusiasmo-. Pídeme algo fácil, como que muera por ti.
–¿Antes de acostarnos?
–Bueno, mejor mañana.
–Aún quiero que me hagas otra promesa, Briseida.
–¿De qué se trata?
Retorcí entre los dedos un rizo de su espléndida cabellera.
–Que si llegara un momento en que parezco un insensato, un necio o un ser despiadado, seguirás creyendo en mí.
–Siempre creeré en ti. – Oprimió con más fuerza mi mano en su seno-. Tampoco yo soy una necia, Aquiles, y me consta que algo te preocupa.
–Si es así, no puedo decírtelo.
Con aquello, desechó el tema y no volvió a tratar de suscitarlo.
No comprendimos cómo se las ingenió Ulises para realizar las tareas que se había impuesto; sabíamos que había sido obra suya, pero no distinguimos rastro de ello. Fuera como fuese, en todo el ejército bullían las noticias de que el resentimiento existente entre Agamenón y yo alcanzaba su punto crítico, que Calcante demostraba una exasperante insistencia en la cuestión de Criseida y que Agamenón se estaba crispando.
Tres días después de celebrarse el consejo se olvidaron tan interesantes tópicos de conversación y el desastre nos fulminó. Al principio los oficiales trataron de echar tierra al asunto, pero en breve el número de hombres que enfermaban fue excesivo para poder ocultarlo. La temida palabra se transmitió de boca en boca: epidemia, epidemia, epidemia. En el intervalo de un día sucumbieron cuatro mil hombres, otros cuatro mil al siguiente día y parecía que aquello nunca iba a concluir. Visité a algunos mirmidones que se encontraban entre los afectados y el espectáculo que presencié me hizo rogar a Leto y a Artemisa que Ulises supiera lo que hacía. Los hombres, febriles y delirantes, estaban cubiertos con un sarpullido supurante y gemían sometidos a fuertes jaquecas. Hablé con Macaón y Podaliero y ambos me aseguraron que sin duda se trataba de una epidemia.
Al cabo de unos momentos me encontré con el propio Ulises, que sonreía radiante.
–Tendrás que reconocer que he creado una especie de hito capaz de engañar a los hijos de Asclepios, Aquiles -me dijo.
–Confío en que no te hayas excedido -repuse secamente.
–Tranquilízate, no habrá víctimas permanentes. Todos saldrán recuperados de sus lechos de enfermos.
Agité la cabeza exasperado ante su autocomplacencia.
–Supongo que en el momento en que Agamenón obedezca a Calcante y entregue a Criseida se producirá una magnífica y milagrosa recuperación por obra divina… Sólo que en esta ocasión se tratará de un dios no accidental.
–No lo digas demasiado fuerte -respondió.
Y se alejó para atender personalmente a los enfermos y granjearse así una inmerecida reputación por su valentía.
Cuando Agamenón recurrió a Calcante para que efectuase un augurio público, el ejército suspiró aliviado. A nadie le cabía la menor duda de que el sacerdote insistiría en que Agamenón debía devolver a Criseida y comenzó a despejarse el pesimismo ante la perspectiva de que concluyese la epidemia.
Un augurio público implicaba la asistencia personal de todos los oficiales, desde los veteranos del ejército hasta los que dirigían simples escuadrones. Todos ellos se reunieron en el espacio reservado para las asambleas, tal vez eran un millar los que se alineaban tras los reyes, frente al altar, la mayoría desde luego estaban emparentados con los soberanos; otros, muy próximos a ellos.
Sólo Agamenón se hallaba sentado. Cuando pasé por delante de su trono no hice intento alguno de inclinar la rodilla ante él y lo miré con ferocidad. Mi actitud no pasó inadvertida y todos reflejaron profunda preocupación. A modo de advertencia, Patroclo incluso llegó a tocarme el brazo con la mano, que yo aparté irritado. Acto seguido ocupé mi lugar y oí decir a Calcante que la epidemia no se mitigaría hasta que se le hiciera justicia a Apolo y se devolviera a la joven Criseida, a quien Agamenón debía enviar a Troya.
Ni él ni yo tuvimos que fingir demasiado, pues estábamos prendidos en la red tejida por Ulises y odiábamos aquella situación. Yo me reí y me mofé de él, que se desquitó ordenándome que le entregase a Briseida. Aparté a un lado al frenético Patroclo, abandoné el recinto de la asamblea y me dirigí a la empalizada de los mirmidones. Briseida guardó silencio ante la expresión de mi rostro, pero sus ojos se anegaron en llanto. Regresamos sin cruzar palabra y ante aquella multitud puse su mano en la de Agamenón. Néstor se ofreció a cuidar de ambas muchachas y a enviarlas a sus destinos. Mientras se alejaba con él, Briseida se volvió a mirarme por última vez.
Cuando le anuncié a Agamenón que mis tropas y yo nos retirábamos de su ejército me expresé con absoluta determinación. Ni Patroclo ni Fénix dudaron por un instante de mi sinceridad. Salí con pasos airados hacia la empalizada de los mirmidones seguido por ellos.
La casa estaba vacía sin Briseida, llena de sus resonancias. Eludí a Patroclo y me escabullí por el hogar todo el día, a solas con mi vergüenza y mi pesar. Mi primo vino a cenar conmigo, pero no mantuvimos conversación alguna pues se negaba a hablarme.
Al final fui yo quien le interpelé:
–¿No puedes comprenderlo, primo?
–No, Aquiles, no puedo -me respondió con los ojos velados por las lágrimas-. Desde que esa muchacha ha entrado en tu vida te has convertido en un desconocido para mí. Hoy has hablado en nombre de todos nosotros sobre algo que no tenías derecho a decidir por tu cuenta. Has retirado nuestros servicios sin consultarnos. Sólo nuestro gran soberano podía decidir en ese sentido y Peleo jamás lo hubiera hecho. No eres un hijo digno de él.
¡Oh, cómo dolía aquello!
–¿Me perdonarás aunque no lo comprendas?
–Sólo si te presentas a Agamenón y te retractas de lo que has dicho.
–¿Retractarme? ¿Estás loco? – exclamé con dureza-. ¡Agamenón me insultó moralmente!
–¡Un insulto que te ganaste de forma merecida, Aquiles! Si no te hubieras mofado de él y lo hubieras humillado, jamás te hubiera insultado. Sé honesto. Te comportas como si tuvieras el corazón destrozado al separarte de Briseida… ¿No se te ha ocurrido que tal vez Agamenón también sufre al separarse de Criseida?
–¡Ese tirano testarudo no tiene corazón!
–¿Por qué eres tan obstinado?
–No lo soy.
Dio una fuerte palmada.
–¡Oh, no puedo creerlo! ¡Todo es por causa de su influencia! ¡Cómo ha debido influirte!
–Sé por qué imaginas tal cosa, pero no es así. Perdóname, Patroclo, por favor.
–No puedo perdonarte -dijo.
Y me dio la espalda. El ídolo Aquiles por fin se había caído de su pedestal. ¡Y cuánta razón tenía Ulises! Los hombres creían que los problemas los causaban las mujeres.
La noche siguiente Ulises se presentó en mi casa con gran sigilo. Celebré tanto ver un rostro amigo que lo saludé casi con entusiasmo.
–¿Te autocondenas al ostracismo? – me preguntó.
–Sí. Incluso Patroclo se desentiende de mí.
–Bien. Eso podía esperarse, ¿no es cierto? ¡Pero cobra ánimos! Dentro de pocos días volverás a estar en el campo y justificado.
–Justificado. Una palabra interesante. Sin embargo, se me ha ocurrido algo que debía haber pensado en el consejo y no fue así. En tal caso nunca hubiera accedido a seguir tus proyectos.
–¿Sí?
Parecía saber lo que iba a decirle.
–¿Qué será de todos nosotros? Como es natural suponíamos que cuando el proyecto resultara, si ése es el caso, estaríamos en libertad de explicarlo. Ahora comprendo que nunca podremos hacerlo. Ni los oficiales ni los soldados nos perdonarían tal patraña. Un medio insensible para lograr un fin. Lo único que verán serán los rostros de los hombres que deberán morir para cumplirlo. ¿Acaso me equivoco?
Se frotó la nariz pesaroso.
–Me preguntaba cuál de vosotros sería el primero en comprenderlo. Había apostado por ti… He vuelto a ganar.
–¿Acaso pierdes alguna vez? ¿Pero he llegado a una conclusión correcta o has elaborado alguna solución que nos deje a todos satisfechos?
–No existe tal solución, Aquiles. Por fin has comprendido lo que debería haberte resultado muy evidente en la cámara del consejo. Algo menos de apasionamiento en tu pecho y lo hubieras advertido entonces. Nunca se revelará la conjuración. Deberemos llevarnos a la tumba ese secreto, ligados todos nosotros por el juramento que Agamenón se vio obligado a sugerir… evitándome así la molestia y, por añadidura, algunas preguntas que me hubiera resultado difícil responder -repuso con gravedad.
Cerré los ojos.
–Así pues, hasta su tumba y más allá, Aquiles parecerá un fanfarrón egoísta, tan henchido de su propia importancia que permitió la muerte de incontables hombres para alimentar su orgullo herido.
–Sí.
–¡Debería cortarte el gaznate, retorcido conspirador! ¡Has echado sobre mí una carga de vergüenza y deshonor que ensombrecerá siempre en mi nombre! En tiempos futuros, cuando los hombres hablen de Aquiles, dirán que lo sacrificó todo por su orgullo herido. ¡Confío en que vayas al Tártaro!
–Sin duda así será -respondió con despreocupación-. No eres el primero que me maldice, ni serás el último. Pero todos notaremos las repercusiones de ese consejo, Aquiles. Los hombres acaso nunca sepan lo que realmente sucedió, pero se sospechará que en algún lugar intervino la mano de Ulises. ¿Y qué me dices de Agamenón? Si tú parecerás la víctima de un orgullo aplastante, ¿qué imagen será la suya? Por lo menos tú fuiste engañado, pero él causó el enredo.
De pronto comprendí cuán necia era aquella conversación, qué pocos hombres tan brillantes como Ulises intervenían en los planes de los dioses.
–Bien -respondí-, es una forma de justicia. Nos merecemos perder nuestras reputaciones inmaculadas. Con el fin de que se ponga en marcha esta aventura desdichada consentimos en formar parte del sacrificio humano. Por ello pagamos ahora. Y por esa causa estoy dispuesto a proseguir con esta necedad. Mi mayor ambición me será por siempre negada.
–¿Cuál era esa ambición?
–Vivir en los corazones de los hombres como el perfecto guerrero. Será Héctor quien lo logrará.
–No puedes darlo por cierto, Aquiles, tal vez lo consigan tus descendientes. La posteridad juzga de un modo diferente.
Lo miré con curiosidad.
–¿No anhelas ser recordado por muchas generaciones de hombres, Ulises?
Se rió francamente.
–¡No! ¡No me importa lo que diga de Ulises la posteridad!
Ni siquiera que se conozca mi nombre. Cuando esté muerto rodaré la misma roca sobre alguna colina del Tártaro o correré tras el mismo frasco de agua, siempre fuera de mi alcance.
–Acompañado por mí. Es demasiado tarde para estas charlas.
–Y sin embargo por fin tienes derecho a sostenerlas, Aquiles.
Nos mantuvimos en silencio, con la cortina echada para evitar la presencia de intrusos que no acudirían a compadecerse de su jefe castigado por su excesivo orgullo. La jarra de vino estaba sobre la mesa. Llené nuestras copas hasta el borde y bebimos pensativos, sin comunicarnos nuestros pensamientos más íntimos. No cabía duda de que Ulises experimentaba los mejores ensueños puesto que no aguardaba el reconocimiento en la posteridad. Aunque no parecía creer en nada más allá del eterno castigo, me maravilló que pudiera considerar su destino con absoluta confianza.
–¿Por qué has venido a verme? – le pregunté.
–Para informarte de un acontecimiento singular antes que nadie -respondió.
–¿Un acontecimiento singular?
–Esta madrugada unos soldados han ido a pescar a orillas del Simois y, al despuntar los rayos del sol, han distinguido algo que flotaba en las aguas. Se trataba del cadáver de un hombre. Corrieron en busca del oficial de guardia, que recogió el cuerpo, y resulta que era Calcante. Calculan que falleció poco después del anochecer.
Me estremecí.
–¿Y cómo murió?
–Presentaba una herida espantosa en la cabeza. Un oficial de Áyax recordó haberlo visto pasear por lo alto del acantilado en la orilla opuesta del Simois cuando el sol se ponía. El oficial jura que se trataba de Calcante, ya que era el único que llevaba vestiduras largas y holgadas en nuestro campamento. Debió de tropezar y caer de cabeza.
Contemplé su aspecto pesaroso mientras en sus hermosos ojos grises brillaba una luz piadosa. ¿Sería posible? ¿Era así? Con un estremecimiento de profundo terror me pregunté si se habría abrumado con un nuevo pecado en la larga lista de los que ya se decía que pesaban sobre él. Añadir el crimen de un alto sacerdote al sacrilegio, profanación, blasfemia, ateísmo y crimen ritual constituía una lista que superaba a Sísifo y Dédalo juntos. El descreído Ulises, sin embargo, era amado por los dioses. Una paradoja mortal: rey y bribón, todo en una pieza.
Leyó mis pensamientos y sonrió débilmente.
–¡Aquiles, Aquiles! ¿Cómo puedes pensar semejante cosa ni siquiera de mí? – Prorrumpió en una risita-. Si deseas saber mi opinión, creo que ha sido obra de Agamenón.
No llegaban noticias de Pentesilea, la reina de las amazonas se demoraba en su lejano páramo mientras Troya aguardaba angustiada; el destino de la ciudad dependía del capricho de una mujer. La maldije y maldije a los dioses por permitir que una mujer siguiera ocupando algún trono tras el fin de la Antigua Religión. Aunque había desaparecido el dominio absoluto de madre Kubaba, la soberana Pentesilea reinaba inalterable. Demetrio, mi valioso esclavo fugado del campamento griego, me informó de que ni siquiera había comenzado a convocar a las mujeres de sus innumerables tribus. No vendría antes de que el invierno cerrara los desfiladeros.
Todos los presagios auguraban que la guerra finalizaba en aquel décimo año. Sin embargo, mi padre aún vacilaba humillándose a sí mismo y a Troya en la espera de aquella mujer. Yo rechinaba los dientes ante tamaña injusticia y hacía campaña en las asambleas, pero él estaba muy resuelto y se negaba a ceder. Una y otra vez le aseguraba que yo no correría personalmente ningún peligro por causa de Aquiles, que nuestras excelentes tropas podían mantener a raya a los mirmidones y que podíamos vencer al enemigo sin la ayuda de Memnón ni Pentesilea. Incluso cuando le informé a mi padre del retraso de las amazonas según noticias recibidas de Demetrio, él se mantuvo inflexible diciendo que si Pentesilea no llegaba antes de que comenzara el invierno, se conformaría con aguardar hasta el undécimo año.
Puesto que todo el ejército griego se hallaba en la playa, nos habíamos aficionado a recorrer de nuevo las almenas y a contemplar los diversos estandartes que ondeaban sobre las edificaciones griegas. En la orilla del Escamandro, en un lugar donde un muro interno dividía algunos barracones, aparecía un pendón, que yo no había visto anteriormente, en el que figuraba una hormiga blanca sobre fondo negro que sostenía un relámpago rojo en sus mandíbulas. Era el dominio de Aquiles, el eácida, y su estandarte mirmidón. El rostro de la Medusa no infundiría más pavor en los corazones troyanos.
Asistía a todas las asambleas y me veía obligado a escuchar cuestiones mezquinas mientras mis lomos ardían por el ansia de entrar en combate. Alguien debía hallarse presente para protestar de que el ejército se mantuviera agotado y en exceso adiestrado, alguien tenía que vigilar que el rey le dirigiera su evidente atención dormida y para ver sonreír a Antenor, enemigo de cualquier acción positiva.
En el día que cambió nuestras vidas no advertí ninguna diferencia cuando acudí malhumorado a la asamblea. Los cortesanos parloteaban despreocupados, haciendo caso omiso del estrado donde se hallaba el trono, al pie del cual exponía su caso un demandante. En realidad se trataba de un litigio extraordinario relacionado con el alcantarillado que desaguaba los excrementos y las aguas de las tormentas de la ciudad de Troya en la sucia corriente del Escamandro. Al hombre se le había denegado el acceso a tales servicios para su nuevo edificio de pisos y estaba muy irritado.
–¡Tengo cosas mejores que hacer que discutir el derecho de un grupo de aburridos burócratas a frustrar a honrados contribuyentes! – le gritaba a Antenor que, en su calidad de canciller, defendía a las autoridades sanitarias municipales.
–¡No has recurrido a la persona adecuada! – replicó Antenor.
–¿Acaso somos egipcios? – exclamó el terrateniente, que agitaba los brazos airado-. Hablé con la persona habitual y me autorizó. Luego, antes de poder establecer la conexión, se presentó un pelotón de efectivos para prohibirlo. ¡Es preferible vivir en Nínive o en Karkemish! En cualquier otro lugar… donde los burócratas no consigan paralizar las empresas con sus absurdas normas. Te aseguro que Troya está tan paralizada como Egipto. ¡Voy a emigrar!
Antenor ya se disponía a responder para salir a la palestra en defensa de sus queridos burócratas cuando un hombre irrumpió en la sala.
Yo no lo reconocí, pero Polidamante sí.
–¿Qué sucede? – le preguntó Polidamante.
El hombre gruñó, pues se había quedado sin aliento, se humedeció los labios, intentó hablar y concluyó señalando frenéticamente a mi padre que se inclinaba hacia él olvidando la cuestión de las alcantarillas. Polidamante acompañó al individuo hasta el estrado y lo ayudó a sentarse en el último peldaño al tiempo que hacía señales para que le sirvieran agua. Incluso el airado terrateniente percibió que se avecinaba algo más importante que las aguas residuales y se apartó discretamente, aunque no demasiado, para poder captar lo que se diría.
El agua y unos momentos de descanso permitieron que el hombre recuperase el uso del habla.
–¡Grandes noticias, mi señor!
Mi padre se mostró escéptico.
–¿De qué se trata? – inquirió.
–Señor, al amanecer me encontraba en el campamento griego asistiendo a un augurio convocado por Agamenón para predecir la causa de una epidemia que ha acabado con diez mil de sus hombres.
¡Diez mil griegos fallecidos por causa de una enfermedad! Llegué casi corriendo junto al trono. ¡Diez mil hombres! Si mi padre no podía comprender lo que aquello significaba, estaba cegado a toda razón y Troya debía sucumbir. ¡Diez mil griegos menos, diez mil troyanos más! ¡Oh, que mi padre me dejara salir al frente de nuestro ejército! Me disponía a rogárselo cuando comprendí que el hombre aún no había acabado, que no nos había comunicado todas sus noticias. Guardé silencio.
–Se ha producido un terrible altercado entre Agamenón y Aquiles que ha dividido al ejército, señor. Aquiles se ha retirado de las filas con sus mirmidones y el resto de tesalios. ¡Aquiles no combatirá a favor de Agamenón, señor! ¡Ha llegado nuestra hora!
Me aferré al respaldo del trono en busca de apoyo, el terrateniente chilló alborozado, mi padre permanecía inmóvil, palidísimo. Polidamante miraba incrédulo a aquel hombre mientras Antenor se apoyaba lánguido en una columna y el resto de los presentes parecían haberse convertido en piedra.
De pronto sonó una risa sonora y entrecortada.
–¡Cómo caen los poderosos! – gritó mi hermano Deífobo con voz estentórea-. ¡Cómo caen los poderosos! – ¡Silencio! – exclamó mi padre. Y a continuación se dirigió al hombre: -¿Por qué? ¿Qué ha causado tal disensión? – Se trataba de una mujer, señor -repuso el hombre ya más sosegado-. Calcante había exigido que Criseida, que había sido entregada al gran soberano como parte del botín de Lirneso, fuese enviada a Troya. Dijo que el dios Apolo se sentía tan ultrajado por su captura que había desencadenado la plaga y que no la retiraría hasta que Agamenón renunciara a su presa. Agamenón se vio obligado a obedecer. Aquiles se burló, se mofó de él, y entonces el gran soberano le ordenó que le entregase a Briseida, su propia cautiva de Lirneso, en compensación. Así lo hizo Aquiles, pero en aquel momento se retiró de la lucha con todos los hombres a su mando. A Deífobo esto aún le pareció más divertido. – ¡Por una mujer! ¡Un ejército partido en dos por causa de una mujer!
–¡No es exactamente la mitad! – intervino Antenor secamente-. Los que se han retirado no pueden representar más de quince mil efectivos. Y si una mujer puede dividir a un ejército, no olvidéis que precisamente fue otra mujer quien trajo aquí a ese mismo ejército.
Mi padre golpeó en el suelo con su cetro. – ¡Contén tu lengua, Antenor! ¡En cuanto a ti, Deífobo, estás borracho!
Centró de nuevo su atención en el mensajero y le preguntó: -¿Estás seguro de esas noticias?
–¡Oh, sí, yo estaba allí presente, señor! ¡Lo vi y lo oí todo! Un gran suspiro se difundió por la sala y el ambiente se aligeró en un instante. Donde antes reinaban el pesimismo y la apatía ahora brillaban las sonrisas. Los hombres se estrechaban las manos y se extendió un murmullo de satisfacción. Sólo yo me afligía. Me parecía que Aquiles y yo estábamos destinados a no enfrentarnos jamás en el campo de batalla. Paris avanzó pavoneándose hacia el trono. – Querido padre, cuando estuve en Grecia me enteré de que la madre de Aquiles, que es una diosa, bañó a todos sus hijos en las aguas del río Éstige para hacerlos inmortales. Pero cuando sostenía a Aquiles por el talón derecho algo la sobresaltó y se olvidó de sumergirlo cogiéndolo por el otro pie, por esa razón Aquiles es mortal. ¿Pero quién iba a imaginar que su talón derecho sería una mujer, la tal Briseida? La recuerdo, era sorprendente.
El rey le lanzó una mirada fulminante. – ¡He dicho que ya basta! ¡Cuando reprendo a un hijo, mi censura se extiende a todos vosotros, París! No es asunto para bromear, sino de suma importancia.
París pareció alicaído. Lo observé y me inspiró compasión. Durante los dos últimos años había envejecido. La dureza de la cuarentena se infiltraba de modo inexorable en su pellejo y malograba su esplendor juvenil. Aunque en otros tiempos había fascinado a Helena, ahora la aburría. Toda la corte estaba al corriente de ello. Como también de que ella mantenía una relación amorosa con Eneas. Aunque, a decir verdad, poca satisfacción obtendría de ello, pues Eneas se amaba a sí mismo más que a nadie.
Pero nunca era posible descifrar sus pensamientos. Tras las duras palabras que nuestro padre le había dirigido a París, ella se limitó a apartarse de la mano de su esposo y a desplazarse a cierta distancia. Ni en su rostro ni en sus ojos apareció el menor destello de emoción. Entonces advertí que no era totalmente enigmática: fruncía los labios en una mueca de presunción. ¿Por qué? Ella conocía a aquellos reyes griegos. ¿Por qué entonces?
Me arrodillé ante el trono.
–Padre -dije con firmeza-, si estamos predestinados a expulsar a los griegos de nuestras playas, ha llegado el momento. Si realmente te contenía la presencia de Aquiles y los mirmidones cuando yo te lo pedía, la razón de tu rechazo ha desaparecido. Además la epidemia ha reducido en más de diez mil efectivos al enemigo. Ni siquiera con Pentesilea y Memnón tendríamos mejor oportunidad que ésta. ¡Autorízame a entrar en combate, señor!
Antenor se adelantó hacia nosotros. ¡Ah, siempre Antenor! – Te ruego que, antes de comprometernos, me concedas un favor. Permíteme enviar a uno de mis hombres al campamento griego para comprobar lo que dice este hombre de Polidamante.
Polidamente asintió con energía.
–Excelente idea, señor -dijo-. Debemos confirmarlo.
–Entonces tendrás que aguardar algo más mi respuesta, Héctor -me dijo el rey Príamo-. Antenor, designa a una persona de tu confianza y envíala en seguida allí. Esta noche convocaré otra asamblea.
Mientras aguardábamos fui con Andrómaca a las murallas, en lo alto de la gran torre del noroeste que daba directamente a la playa ocupada por los griegos. El diminuto punto del estandarte aún se agitaba sobre el recinto de los mirmidones, pero el escaso movimiento de los hombres por su interior delataba que no existía relación entre el campamento mirmidón y sus vecinos. Nos pasamos la tarde observando, sin pensar siquiera en comer; aquella prueba evidente de desunión en el campamento griego fue todo el sustento que precisamos.
Al anochecer regresamos a la Ciudadela, más confiado ya en que el enviado de Antenor confirmara la historia. El hombre llegó antes de que pudiéramos impacientarnos y con breves frases repitió rápidamente lo que nos había dicho el enviado de Polidamante. Se había producido un terrible enfrentamiento y Agamenón y Aquiles no podían reconciliarse.
Helena estaba junto al muro opuesto, muy alejada de París, tratando abiertamente de atraer la atención de Eneas. Su sonrisa enmascaraba la certeza de que, por el momento, los rumores que circulaban sobre el dárdano y ella se habían eclipsado ante las noticias de la pelea. Cuando Eneas se le acercó, ella le puso la mano en el brazo y lo miró insinuante en descarada invitación. Pero a mí él no me engañaba. No le hacía caso. ¡Pobre Helena! Si Eneas se viera obligado a escoger entre sus encantos y los de Troya, me constaba por cuáles se inclinaría. Era un hombre admirable, sí, pero que se consideraba demasiado importante.
Sin embargo, ella no pareció desconcertada por su brusca marcha. Volví a preguntarme qué pensaría de sus compatriotas. Conocía perfectamente a Agamenón. Por unos momentos pensé en la posibilidad de interrogarla, pero me acompañaba Andrómaca, que la aborrecía. Decidí que lo poco que podría sonsacarle no valdría la pena ante el varapalo verbal que recibiría de Andrómaca si se enteraba de ello.
–¡Héctor! – me llamó mi padre.
Acudí junto al trono y me arrodillé ante Príamo.
–¡Te entrego el mando de mi ejército, hijo mío! Envía heraldos que ordenen la movilización para el combate dentro de dos días, al amanecer. Di al vigilante de la puerta Escea que engrase la piedra y sus guías y que unza los bueyes. Durante diez años hemos estado encarcelados, pero ahora saldremos para expulsar a los griegos de Troya.
Le besé la mano mientras los asistentes prorrumpían en ensordecedoras aclamaciones. Pero yo no sonreía. Si Aquiles no se hallaba en el campo de batalla, ¿qué clase de victoria sería aquélla?
Transcurrieron los dos días con tanta rapidez como la sombra de una nube en la ladera de una montaña; en ese tiempo estuve constantemente ocupado en entrevistas con mis hombres e impartiendo órdenes a armeros, ingenieros, aurigas y oficiales de infantería entre otros muchos. Hasta que todo estuvo en marcha no pude pensar en el descanso, lo que significó que no vi a Andrómaca hasta la noche previa al día en que debíamos iniciar la batalla.
–Temo por nosotros -me dijo secamente cuando entré en nuestra habitación.
–¡Sabes que no deberías decir eso, Andrómaca!
Se enjugó las lágrimas con impaciencia.
–¿Seguro que será mañana?
–Al amanecer.
–¿No podías encontrar un poco de tiempo para mí?
–Ahora lo tengo.
–Dormirás y luego te marcharás.
Se asió con fuerza a mi blusa. Estaba muy agitada.
–Esto no me gusta, Héctor. Algo marcha muy mal.
–¿Mal? – Le levanté la barbilla-. ¿Qué tiene de malo enfrentarse por fin a los griegos?
–Todo. Precisamente, resulta demasiado adecuado.
Alzó la diestra con el puño apretado pero mostrando el meñique y el índice en el signo que protegía del diablo. Luego, con un estremecimiento, añadió:
–Casandra insiste en ello noche y día desde que el emisario de Polidamante se presentó con las noticias de la pelea.
–¡Casandra! – exclamé riendo-. ¡En nombre de Apolo, mujer! ¿Qué te aflige? ¡Mi hermana Casandra está loca! ¡Nadie escucha sus graznidos fatalistas!
–Acaso esté loca -repuso Andrómaca decidida a hacerse escuchar-. Pero ¿no has reparado nunca en cuán singularmente rigurosas son sus predicciones? Te digo que delira sin cesar acerca de que los griegos nos han tendido una trampa, insiste en que Ulises los ha inducido a ello, que simplemente nos hacen salir de la ciudad con engaños.
–Comienzas a irritarme -dije al tiempo que la agitaba ligeramente-. No he venido a hablar de los griegos ni de Casandra sino para estar contigo, con mi mujer.
Andrómaca, herida, se encogió de hombros y fijó en el lecho sus negros ojos. Apartó las sábanas y se despojó de su túnica mientras apagaba las lámparas. Observé su alta figura, tan firme y magnífica como en nuestra noche de bodas. La maternidad no había dejado sus huellas en ella y su piel cálida brillaba con la postrera luz del día. Me dejé caer en el lecho, le tendí los brazos y por unos momentos olvidamos el mañana. Después de lo cual me adormilé y me dispuse a conciliar el sueño, satisfecho y con la mente relajada. Pero en los últimos momentos de confusión, antes de que el velo de la inconsciencia cayera sobre mí, la oí llorar.
–¿Qué sucede ahora? – le pregunté apoyándome en un codo-. ¿Aún piensas en Casandra?
–No, ahora se trata de nuestro hijo. Ruego para que después de mañana aún disfrute de su padre vivo.
¿Cómo es posible que las mujeres actúen así? ¿Cómo es que siempre parecen capaces de saber lo que los hombres no desean ni necesitan escuchar?
–¡Deja de lloriquear y duérmete! – le dije.
Ella me acarició la frente comprendiendo que había llegado demasiado lejos.
–Bueno, tal vez he sido demasiado pesimista. Aquiles no estará en el campo, por lo que deberías hallarte a salvo.
Me levanté bruscamente y di un puñetazo en la almohada.
–¡Conten tu lengua, mujer! ¡No necesito que me recuerdes que el hombre al que deseo enfrentarme no estará presente!
Ella me miró boquiabierta.
–¿Te has vuelto loco, Héctor? ¿Significa más para ti ese enfrentamiento con Aquiles que Troya, que yo, que nuestro propio hijo?
–Algunas cosas sólo podemos comprenderlas los hombres. Astiánax lo entendería mejor.
–Astiánax es un niño. Desde el día en que nació le han llenado los ojos y los oídos con cuestiones bélicas. Ve entrenarse a los soldados, pasea junto a su padre en un magnífico carro de guerra al frente de un ejército que desfila… ¡Está alucinado por completo! Pero nunca ha visto un campo de batalla tras un auténtico combate, ¿no es cierto?
–¡Nuestro hijo no eludirá ninguna parte de la guerra! – Nuestro hijo tiene nueve años. Yo tampoco permitiré que se convierta en uno de esos guerreros insensibles y despiadados que Troya ha engendrado en tu generación.
–No tendrás voz ni voto en la educación futura de Astiánax. En el instante en que regrese victorioso de la batalla te lo quitaré y lo confiaré al cuidado de los hombres. – ¡Hazlo así y te mataré! – replicó ella. – ¡Inténtalo y serás tú quien muera! Por toda respuesta prorrumpió en amargas lágrimas. Yo estaba demasiado enojado para intentar cualquier clase de reconciliación. Pasé el resto de la noche escuchando su desesperado llanto sin que se me ablandara el corazón. La madre de mi hijo había dicho que prefería criarlo como a un cobarde en lugar de hacer de él un guerrero.
A la grisácea luz crepuscular que precede al alba me levanté y me detuve a contemplarla. Yacía de cara a la pared para no verme. Mi armadura estaba preparada. Olvidé a Andrómaca a medida que crecía mi entusiasmo. Di unas palmadas para que acudieran las esclavas, que me pusieron el equipo acolchado, ataron mis botas, colocaron las grebas sobre ellas y las abrocharon. Traté de controlar la intensa ansiedad que siempre me domina antes de entrar en combate mientras las mujeres seguían vistiéndome con el faldellín reforzado de cuero, la coraza, los protectores de los brazos y las piezas blandas para las muñecas y la frente. Me entregaron el casco, me colgaron el tahalí en el hombro izquierdo para sostener la espada en el costado diestro y por fin pendieron el gran escudo con cintura de avispa en mi hombro derecho por su cordón corredizo y lo instalaron en mi costado izquierdo. Una sirvienta me entregó la clava, otra me ayudó a asir el casco bajo el antebrazo diestro. Estaba preparado.
–Me voy, Andrómaca -dije implacable.
Pero ella permaneció inmóvil, con el rostro vuelto hacia la pared.
Los pasillos temblaban a nuestro paso, en los suelos de mármol resonaba el eco del estrépito del bronce y los clavos de las suelas. Distinguí el ruido de mi marcha difundiéndose ante mí como una ola. Los que no intervendrían en el combate salían a aclamarme a mi paso, los hombres se iban situando detrás de mí en cada puerta. Nuestras botas repiqueteaban en las losas y proyectaban chispazos bajo el impacto de los tacones con punteras de bronce; a lo lejos se oían tambores y cuernos. Ante nosotros se encontraba el gran patio; más allá, las puertas de la Ciudadela.
Helena aguardaba en el porche. Me detuve e hice señas a los demás para que marchasen sin mí.
–Buena suerte, cuñado -me dijo.
–¿Cómo puedes deseármela cuando voy a combatir contra tus compatriotas?
–Yo soy apatrida.
–La patria siempre es la patria.
–Nunca subestimes a un griego, Héctor. – Retrocedió ligeramente, al parecer sorprendida por sus palabras-. Te he dado el mejor consejo que merecías.
–Los griegos son como cualquier otra raza humana.
–¿Lo crees realmente?
Sus verdes ojos brillaban como gemas.
–No estoy de acuerdo -prosiguió-. Prefiero tener por enemigo a un troyano que a un griego.
–Es una lucha franca y abierta. Vamos a ganarla.
–Tal vez. ¿Pero no te has detenido a preguntarte por qué Agamenón iba a provocar tanto alboroto por una mujer cuando las tiene a cientos?
–Lo importante es que lo ha hecho. La razón es indiferente.
–Creo que la razón es el todo. Nunca subestimes a un griego astuto. Y, sobre todo, no menosprecies a Ulises.
–¡Bah! Es fruto de la imaginación.
–Eso quiere que pienses. Pero yo lo conozco mejor.
Dio media vuelta y entró en palacio. No se veía ni rastro de París. Bien. Habría estado observando, pero sin participar.
Setenta y cinco mil soldados de infantería y diez mil carros me aguardaban hilera tras hilera por las calles laterales y las plazuelas que se dirigían a la puerta Escea. En la misma plaza esperaba el primer destacamento de caballería, mis propios carros. Al verme aparecer me recibieron con estruendosos gritos y yo alcé mi clava para saludarlos. Monté en mi carro y me tomé el tiempo necesario para introducir cuidadosamente los pies en los estribos de mimbre que protegían de los bandazos que se producirían durante el trayecto, en especial cuando marchásemos al galope. Al hacerlo así paseé la mirada sobre aquellos miles de cascos con penachos de plumas moradas; el resplandor del bronce tenía matices rosados y sangrientos bajo el gran sol dorado y la puerta se levantaba majestuosa ante mí.
Restallaron los látigos. Los bueyes uncidos a la enorme roca que sostenía la puerta Escea bramaron angustiados mientras inclinaban sus testuces esforzándose en su tarea. La zanja había sido engrasada y aceitada, las bestias inclinaron sus cabezas hasta casi tocar el suelo. La puerta se abrió con gran lentitud crujiendo estridente mientras se deslizaba la piedra, vacilando a lo largo del fondo de la zanja. La misma puerta pareció empequeñecerse y la extensión de cielo y llanura que se distinguía entre las almenas se acrecentó. Luego el sonido producido por la apertura de la puerta Escea por vez primera desde hacía diez años se vio sofocado por los gritos de alegría que surgían de las gargantas de miles de troyanos.
Cuando las tropas iniciaban su avance hacia la plaza, las ruedas de mi carro comenzaron a rodar. Crucé la puerta y me encontré en la llanura seguido de mis carros. El viento azotó mi rostro, los pájaros volaban en la pálida bóveda del cielo, mis caballos erguían las orejas y extendían sus esbeltas patas al galope mientras mi auriga, Quebriones, enrollaba las riendas en su cintura y comenzaba a practicar los tirones y sacudidas con que solía dominar a los corceles. ¡Entrábamos en combate! ¡Aquélla era la auténtica libertad!
A media legua de la puerta Escea me detuve y di media vuelta para dirigir mis tropas. Formé una primera línea recta de carros al frente; la guardia real de diez mil infantes troyanos y un millar de carros de guerra constituían el centro de mi vanguardia. Todo se hacía con limpieza y rapidez, sin pánico ni confusión.
Cuando todo estuvo en orden me volví a contemplar el extraño muro que se levantaba al otro lado de la llanura desde un río a otro, y que nos separaba de la playa donde se encontraban los griegos. En los pasos elevados de cada extremo del muro destellaban millares de puntos de fuego mientras los invasores salían a borbotones a la llanura. Entregué mi lanza a Quebriones y me ajusté el casco en la cabeza echando hacia atrás el penacho de crines escarlata. Mi mirada se cruzó con la de Deífobo, que se encontraba a mi lado en la línea, y uno a uno designé sus funciones hasta donde alcanzaba el frente, de una legua de extensión. Mi primo Eneas se hallaba al frente del flanco izquierdo; el rey Sarpedón, a la diestra. Yo dirigía la vanguardia.
Los griegos se aproximaban por momentos, el sol destacaba cada vez más el brillo de sus armaduras; agucé la vista para distinguir quién se detendría ante mí, preguntándome si sería el mismo Agamenón, Áyax u otro de sus campeones. Mi corazón latía sin entusiasmo porque no se trataría de Aquiles. Entonces contemplé de nuevo nuestra línea y me sobresalté. ¡París se encontraba allí! Lucía su magnífico arco y aljaba al frente del destacamento de la guardia real que le había sido asignada en algún instante que se remontaba a las nieblas del tiempo. Me pregunté de qué artimañas se habría valido Helena para incitarlo a abandonar la seguridad de sus aposentos.
Elevé una breve oración al Acumulador de Nubes. Aunque yo había combatido en más campañas que nadie, nunca me había enfrentado a un ejército como el troyano. Ni Grecia había formado jamás un ejército como el de Agamenón. Alcé los ojos a las altas y confusas cumbres del distante Ida y me pregunté si todos los dioses habrían abandonado el Olimpo para sentarse en ella y observar la batalla. Sin duda era algo muy digno de su interés: la guerra a una escala jamás imaginada por simples mortales… ni por los dioses, que sólo luchaban íntimas batallitas entre sus limitadas filas. Tampoco (aunque se hubieran reunido en el monte Ida para observarnos) serían aliados de nadie; era bien sabido que Apolo, Afrodita, Artemisa y su cuadrilla se inclinaban vivamente hacia Troya, mientras que Zeus, Poseidón, Hera y Palas Atenea simpatizaban más con Grecia. Nadie podía imaginar hacia quién tendería Ares, dios de la guerra, porque, aunque habían sido los griegos quienes habían difundido extensamente su culto, su amante secreta Afrodita estaba a favor de Troya. Como era lógico, su esposo Hefesto se inclinaba hacia los griegos. Muy oportuno para nosotros puesto que, entre sus actividades, se cuidaba de fundir los metales y así nuestros artificieros contaban con algún guía divino.
Si aquel día había alguien dichoso, ése era yo. Sólo una cosa empañaba mi placer: la presencia del muchacho que me acompañaba en mi carro, inquieto e irritado porque ansiaba disponer de su propio vehículo, más guerrero que auriga. Miré de reojo a mi hijo Antíloco. Era una criatura, el menor y más querido, fruto de mis años crepusculares. Cuando salí de Pilos él tendría doce años. Yo había respondido con firmes negativas a todos los mensajeros que me había enviado con el ruego de que le permitiera venir a Troya. Pero, a pesar de todo, el muy bribón había viajado de polizón en una expedición que me remitieron y se había presentado. A su llegada no había acudido a mí sino a Aquiles, y entre ambos consiguieron convencerme para que le permitiera quedarse. Era su primera batalla, pero yo hubiera preferido con todo mi corazón que aún se encontrara en la lejana y arenosa Pilos recopilando listas de tenderos.
Nos alineábamos frente a los troyanos, extendiéndonos en una legua de terreno. Advertí sin sorpresa que Ulises no se equivocaba. Nos superaban en mucho, incluso aunque hubiéramos contado con toda Tesalia. Escudriñé sus filas tratando de localizar a los hombres que los dirigían y en seguida distinguí a Héctor en el centro de su vanguardia. Mis tropas de Pilos formaban parte de nuestra primera línea, junto con las de los dos Áyax y dieciocho reyes menores. Agamenón, que nos capitaneaba, se enfrentaba a Héctor. Nuestro flanco izquierdo se hallaba bajo el mando de Idomeneo y Menelao; el diestro, a las órdenes de Ulises y Diomedes, aquellos inadecuados amantes. Uno tan ardiente, el otro tan frío. ¿Formarían juntos la perfección?
Héctor conducía un magnífico tronco de caballos negros como el azabache y se erguía en su carro igual que el propio Ares enyalio, matador de héroes. Tan corpulento y erguido como Aquiles. Sin embargo, no advertí barbas canosas entre los troyanos; Príamo y sus congéneres se habían quedado en palacio. Yo era el más anciano de todos los combatientes.
Resonaron los tambores, cuernos y platillos prorrumpieron estruendosos proclamando el desafío y la batalla comenzó en el centenar de pasos que aún nos separaban. Volaron las lanzas como hojas entre el espantoso soplo del viento, las flechas descendieron en picado por los aires como águilas, los carros rodaron y se dispararon arriba y abajo, y la infantería cargó y fue rechazada. Agamenón nos dirigía con un vigor y disposición que no imaginaba en él. En realidad, hasta entonces la mayoría de nosotros no habíamos tenido la oportunidad de ver cómo se comportaban los demás en combate. Gritábamos, pues, entusiasmados al comprender que Agamenón era muy competente y aquella mañana se desenvolvía a la perfección contra Héctor, el cual no hizo intento alguno de comprometer en duelo a nuestro gran soberano.
Héctor vociferaba y denostaba, impelía sus carros contra nosotros una y otra vez, pero no lograba romper nuestra primera línea. Yo dirigí algunas salidas durante la mañana, en las que Antícolo profería el grito de guerra pilio mientras yo reservaba mis alientos para la lucha. Muchos tróyanos cayeron bajo las ruedas de mi carro porque mi hijo era un excelente auriga que me resguardaba del peligro y sabía cuándo retroceder. Nadie tendría la ocasión de decir que el hijo de Néstor había puesto en peligro a su anciano padre sólo para entrar él mismo en combate.
Se me resecó la garganta y mi armadura se cubrió rápidamente de polvo. Le hice señas a mi hijo y nos retiramos a la retaguardia para tomar unos tragos de agua y recobrar el aliento. Cuando levanté la mirada para contemplar el sol me sorprendió comprobar que se aproximaba a su cénit. Regresamos a primera línea al punto y en un arrebato de osadía conduje a mis hombres entre las filas troyanas. Hicimos un trabajo rápido mientras Héctor no nos observaba y luego di la señal de retirada y regresamos a salvo a nuestras líneas sin haber arriesgado a un solo hombre cuando las pérdidas del enemigo superaban la docena. Suspirando satisfecho y animado le sonreí en silencio a Antíloco. Ambos deseábamos la armadura de un jefe, pero ninguno se nos había enfrentado.
A mediodía Agamenón envió un heraldo a la zona neutral para hacer sonar el cuerno de la tregua. Ambos ejércitos depusieron sus armas gruñendo. El hambre, la sed, el miedo y el cansancio se hacían realidad por vez primera desde que la batalla había comenzado poco después de la salida del sol. Al ver que todos los jefes se reunían con Agamenón, le ordené a Antíloco que me condujera también junto a él. Ulises y Diomedes se unieron a mí cuando virábamos bruscamente junto al gran soberano. Todos los demás se encontraban ya allí y los esclavos iban y venían apresuradamente sirviendo vino aguado, pan y pasteles.
–¿Qué haremos ahora, señor? – pregunté.
–Los hombres necesitan descansar. Es el primer día de | lucha intensiva desde hace muchas lunas, por lo que le he enviado un heraldo a Héctor para pedirle a él y a sus jefes que nos reunamos en el centro y conferenciemos.
–Excelente -dijo Ulises-. Con suerte podemos desperdiciar una buena cantidad de tiempo mientras los hombres recogen su pan y comen.
–Como la treta funciona también a la inversa, Héctor no rechazará mi oferta -repuso Agamenón, sonriente.
Los no combatientes despejaron de cadáveres el centro de la franja que separaba los dos ejércitos, instalaron mesas y taburetes y los jefes de ambos bandos salieron a parlamentar. Yo fui con Áyax, Ulises, Diomedes, Menelao, Idomeneo y Agamenón; aguardábamos aquel primer encuentro entre el gran soberano y el heredero de Troya con gran interés y mucha curiosidad. Sí, Héctor era un soberano en potencia. Muy moreno, los negros cabellos le asomaban bajo el casco y le caían por la espalda trenzados, y sus ojos, también negros, nos miraban con profunda astucia.
Nos presentó a sus compañeros como Eneas de Dardania; Sarpedón de Licia; Acamante, hijo de Antenor; Polidamante, hijo de Agenor; Pándaro, capitán de la guardia real; y a sus hermanos París y Deífobo.
Menelao gruñó torvamente y le lanzó una mirada asesina a París, pero ambos temían demasiado a sus imperiales hermanos para crear problemas. Pensé que los troyanos constituían un magnífico grupo, todos ellos guerreros salvo París, que quedaba fuera de lugar, lindo, muy afectado y melindroso. Mientras Agamenón nos presentaba a su vez observé atentamente a Héctor para advertir su reacción al asociar los nombres con los rostros. Cuando se trató de Ulises examinó con atención a nuestro cerebro mostrando cierta perplejidad. Pero su dilema no me resultó en absoluto divertido, pues me sentía consumido por la piedad. Quienes desconocían a Ulises, el zorro de ítaca, solían despreciarlo a primera vista por su cuerpo de extrañas proporciones y su figura desaliñada y casi innoble que podía reducir cuando lo consideraba político. ¡Fíjate en sus ojos, Héctor, míralo a los ojos!, me pareció transmitirle en silencio. ¡Si le miras a los ojos conocerás cómo es realmente y lo temerás! Pero, por su naturaleza, Áyax, que se hallaba junto a Ulises en nuestra hilera, le parecio mucho más interesante y llamativo. Y así se perdió el significado de Ulises.
Héctor advirtió con asombro los poderosos músculos de nuestro segundo gran guerrero. Pensamos que por primera vez en su vida se encontraba ante un ser semejante.
–Hacía diez años que no hablábamos, hijo de Príamo -dijo Agamenón-. Fue una gran ocasión aquélla.
–¿De qué deseas hablarme?
–De Helena.
–Este tema está zanjado.
–¡Ni mucho menos! No me negarás que Paris, hijo de Príamo y hermano tuyo, raptó a la mujer de mi hermano Menelao, rey de Lacedemonia, y la trajo consigo a Troya como afrenta a toda la nación griega.
–¡Lo niego!
–Ella quiso venir -intervino Paris.
–Como es natural, no reconocerás que utilizaste la fuerza.
–Como es natural, puesto que no tuvimos necesidad de ello -repuso Héctor, que resoplaba como un toro-. ¿Qué propones con este lenguaje tan formal, gran soberano?
–Que devuelvas a Helena y todos sus bienes a su legítimo esposo, que para compensarnos por el tiempo y dificultades sufridas vuelvas a abrir el Helesponto a los mercaderes griegos y que no te opongas a la colonización de nuestros compatriotas en Asia Menor.
–Me es imposible aceptar tus condiciones.
–¿Por qué? Lo único que pedimos es el derecho a mantener una apacible coexistencia. Yo no lucharía si pudiera lograr mis fines por la vía pacífica, Héctor.
–Acceder a tus peticiones arruinaría a Troya, Agamenón.
–La guerra arruinará a Troya más rápidamente. No defiendes una situación ventajosa, Héctor. Durante diez años hemos disfrutado nosotros de los beneficios de Troya… y de Asia Menor.
Las conversaciones prosiguieron. Palabras inútiles se lanzaron de aquí para allá mientras los soldados se tumbaban en la hierba pisoteada y cerraban los ojos ante el resplandor del sol.
–Bien, entonces espero que estés de acuerdo con esto, príncipe Héctor -dijo Agamenón un rato después-. Entre nosotros hay dos partes afectadas en el inicio de todo esto, Menelao y Paris. Que ambos se enfrenten en duelo en el espacio libre entre nuestros dos ejércitos y el ganador dictará las condiciones de un acuerdo de paz.
Si Paris no se veía un duelista brillante, Menelao aún lo parecía menos. Héctor decidió al instante que Paris sería fácil vencedor.
–De acuerdo -dijo-. Mi hermano Paris se batirá en duelo con tu hermano Menelao y el vencedor fijará las condiciones de un tratado.
Miré a Ulises, que se sentaba a mi lado.
–Por la reputación futura de Agamenón confiemos en que sea un troyano quien tenga que quebrantar el duelo, Néstor -me susurró.
Nos retiramos a nuestras líneas y dejamos cien pasos de terreno despejado a los dos rivales. Menelao comprobó su escudo y su lanza y Paris se pavoneó pagado de sí mismo. Mientras se rodeaban el uno al otro con lentitud, Menelao asestaba estocadas que Paris esquivaba. Alguien que se encontraba detrás de mí profirió un burlón comentario que arrancó un grito de miles de gargantas troyanas, pero Paris ignoró el insulto y siguió esquivando a su adversario ágilmente. Yo nunca le había atribuido a Menelao grandes méritos en ningún sentido, pero era evidente que Agamenón sabía lo que se hacía al proponer el enfrentamiento. Había considerado fácil ganador a Paris, pero me había equivocado. Aunque Menelao nunca tendría el arrojo y el instinto característicos de un líder, había aprendido el arte de batirse en duelo tan concienzudamente como lo hacía con todo. Carecía de energía, no de valor, lo que significó una excelente ventaja en un combate cuerpo a cuerpo. Al arrojar su lanza le arrancó el escudo a Paris y éste, cuando vio que debía enfrentarse a una espada desnuda, decidió echarse a correr en lugar de desenvainar la propia y puso pies en polvorosa seguido de cerca por Menelao.
En aquel momento todos pudimos comprender quién sería el vencedor. Los troyanos guardaban profundo silencio y nuestros hombres gritaban entusiasmados. Yo no apartaba la mirada de Héctor, a quien había juzgado erróneamente y que era un hombre de firmes principios. Si Menelao acababa con Paris, tendría que someterse al tratado. ¡Pero ah! Sin recibir ninguna señal de Héctor, Pándaro, capitán de la guardia real, ajustó rápidamente una flecha en su arco. Le lancé un grito de aviso a Menelao, que se detuvo y saltó a un lado. Entre un rugido de desaprobación de las huestes que estaban a mi espalda, Menelao se quedó inmóvil con la flecha vibrando en su costado. Otro aullido de pesar por parte de los troyanos lamentó el hecho de que uno de los suyos hubiera quebrantado la tregua. Héctor había sido vilmente deshonrado.
Los ejércitos se lanzaron a la lucha con una furia que no habían mostrado durante la mañana; una parte actuaba en defensa del honor mancillado y la otra, decidida a vengar un insulto; ambas acuchillaban y atacaban con gritos frenéticos. Los hombres caían continuamente, los cien pasos que habían separado nuestras líneas se redujeron hasta que tan sólo quedó una densa masa de cadáveres y el polvo del suelo se levantó en nubes que nos cegaban y asfixiaban. Héctor, el culpable, estaba por doquier, yendo de un lado a otro y arriba y abajo del centro en su carro, arremetiendo despiadadamente con su lanza. Ninguno de nosotros podíamos acercarnos bastante a él para intentar un golpe de fortuna mientras los hombres sucumbían aterrados bajo los cascos de sus tres caballos negros.
No podía comprender cómo lograba infiltrarse entre el espantoso gentío en aquel primer día de encarnizada batalla, aunque más tarde se convirtió en algo tan corriente que yo mismo lo hacía sin dificultad alguna. Vi surgir a Eneas amenazador, seguido de un grupo de dárdanos, y en medio de aquella confusión me pregunté cómo conseguía entrar desde su extremo. Cambié la lanza por la espada, reuní a mis hombres y me introduje en el grueso del combate asestando golpes a diestro y siniestro desde mi carro, acuchillando sin discriminación a seres de rostros sucios y sudorosos, sin perder de vista a Eneas mientras pedía refuerzos a gritos.
Agamenón envió más hombres, al frente de los cuales se encontraba Áyax. Eneas lo vio llegar e hizo que sus perros de presa se detuvieran, pero no sin que antes yo hubiera tenido el privilegio de ver a aquella verdadera torre humana repartiendo golpes alrededor, su brazo reduciendo a paja al enemigo como una infatigable hoz. No empuñaba el hacha. En aquella primera jomada bélica había decidido utilizar su espada, dos codos y medio de doble hoja mortal. Aunque, según me pareció, la usaba como una hacha haciéndola oscilar sobre su cabeza con gritos de desenfrenada alegría. Llevaba con más soltura que nadie su escudo enorme y con cintura de avispa. No lo agitaba sino que lo sostenía por encima del suelo. Su estructura de bronce y estaño le protegía de la cabeza a los pies. En pos suyo iban seis poderosos capitanes de Salamina y, protegido asimismo por su escudo, el propio Teucro se ocultaba sin dificultades, y ajustaba en su arco flecha tras flecha que soltaba en una sucesión de movimientos tan fluidos que parecían continuos, con un ritmo impecable. Advertí que algunos griegos que se hallaban demasiado lejos de él, entre la multitud, al distinguir a aquella masa humana sonreían entre sí y cobraban ánimos con sólo oír el famoso grito de Áyax destinado a Ares y a la casa de los Eacos: «¡A ellos! ¡A ellos!» El hombre gritaba haciendo juegos de palabras con el significado de su propio nombre, proyectando su burla sobre miles de rostros troyanos.
Rodeado de momento por mis propios hombres, alcé la mano hacia él cuando ya venía a mi encuentro. Antíloco lo miró sobrecogido y aflojó las riendas de nuestros caballos.
–Se han marchado, anciano -gritó Áyax.
–Ni siquiera Eneas se ha detenido para enfrentarse contigo -respondí.
–¡Zeus los ha convertido en sombras! ¿Por qué no han resistido y han seguido luchando? ¡Pero aún encontraré a Eneas!
–¿Dónde está Héctor?
–Lo he buscado toda la tarde. Es como un fuego fatuo del que siempre voy a la zaga. Pero lo alcanzaré. Antes o después nos encontraremos.
Sonaban agudos gritos de aviso. Formamos filas mientras Eneas regresaba acompañando a Héctor y parte de la guardia real. Miré a Áyax.
–Aquí tienes tu oportunidad, hijo de Telamón.
–Doy gracias a Ares por ello.
Agitó los hombros cubiertos con la armadura para acomodar el peso de la coraza y le dio un suave golpecito a Teucro con la puntera de su enorme bota.
–¡Arriba hermano! – dijo-. Éste es mío y sólo mío. Cuida de Néstor y manten a raya a Eneas.
Teucro apareció debajo del escudo, sus brillantes y leales ojos mostrando un aire despreocupado mientras saltaba junto a mí y Antíloco. Nunca nadie había cuestionado su lealtad, aunque fuese hijo de Hesíone, la propia hermana de Príamo. – Vamos, muchacho -se dirigió a mi hijo-, condúcenos entre esos cadáveres y detente junto a Eneas. Tenemos algo que hacer con él. ¿Me cubrirás mientras use mi arco, rey Néstor?
–Gustosamente, hijo de Telamón -respondí.
–¿Por qué está Eneas en la vanguardia, padre? – me preguntó Antíloco mientras nos poníamos en marcha-. Creí que dirigía un extremo.
–También yo -respondió Teucro en mi lugar.
Mis propios hombres y algunos soldados de Áyax nos acompañaron para mantener a Eneas bastante alejado de Héctor a fin de que Áyax lo obligara a batirse en duelo con él. Sin embargo, una vez la pareja entabló la lucha, ambos contrincantes perdieron parte de su entusiasmo bélico; observamos a Héctor y a Áyax mucho más de cerca de lo que veíamos caer nuestros proyectiles.
Áyax nunca utilizaba un carro de combate, probablemente porque nunca habían construido uno capaz de soportar su peso más el de Teucro y un auriga. En lugar de ello solía mantenerse firme en el terreno y simulaba ser un cairo.
El bronce chocaba con el bronce, un guardabrazo saltó bajo la repentina dilatación muscular y cayó en el suelo, donde fue pisoteado. Áyax y Héctor estaban equitativamente emparejados. Se detuvieron frente a frente y se observaron mientras alrededor de ellos decaía lentamente el fragor de la lucha. Eneas advirtió dónde se centraba mi atención con un agudo silbido.
–¡Esto es demasiado bueno para perdérselo, mi canoso amigo! Prefiero observar que luchar, ¿y tú? ¡Eneas de Dardania propone una tregua!
–Accedo a ella hasta el momento en que concluya el duelo. Entonces, si ha caído Áyax, defenderé su cuerpo y su armadura con mi vida. Pero si es Héctor quien cae, ayudaré a Áyax a robarte su cuerpo y su armadura. ¡Néstor de Pilos acepta la tregua!
–¡Así sea!
En el círculo que nos rodeaba nadie levantó el brazo. En torno a nuestro territorio la batalla proseguía con incesante violencia mientras nosotros no nos movíamos ni hablábamos. El corazón rae rebosaba de orgullo al mirar a Áyax. No bajaba la guardia ni exponía su cuerpo detrás de su colosal escudo. Héctor bailaba como una llama viva en torno a aquella masa, asestándole terribles cuchilladas desde detrás de su escudo. Ninguno de ellos parecía tener noción del tiempo ni daba muestras de fatiga; una y otra vez levantaban los brazos y los dejaban caer con crecientes energías. En dos ocasiones Héctor estuvo a punto de perder su escudo, sin embargo cruzó el acero de Áyax con el suyo y prosiguió la lucha conservando escudo y espada pese a todos los esfuerzos de su adversario. Fue un largo y encarnizado enfrentamiento. En cuanto uno de ellos veía una oportunidad se lanzaba sobre el contrario, se encontraba con su arma y seguía luchando sin perder los ánimos.
Me sobresaltó un golpecito en el brazo; era un emisario de Agamenón.
–El gran soberano desea saber por qué se ha interrumpido la batalla en esta zona, rey Néstor.
–Hemos pactado una tregua provisional. ¡Contémplalo tú mismo! ¿Lucharías si sucediera algo semejante en tu sector?
El hombre observó atentamente.
–Reconozco al príncipe Áyax, ¿pero quién se le enfrenta?
–Ve y dile al gran soberano que Áyax y Héctor luchan a muerte.
El mensajero se alejó, con lo que me permitió centrar de nuevo mi atención en el duelo. Ambos contendientes aún se atacaban y eludían enérgicamente. ¿Cuánto tiempo llevaban ya así? No tuve que protegerme los ojos cuando alcé la vista hacia el globo amarillo del polvoriento sol para comprobar que se encontraba en occidente y casi se había puesto en el horizonte. ¡Por Ares, qué resistencia!
Agamenón detuvo su carro junto al mío.
–¿Has podido delegar el mando, señor?
–He dejado a Ulises al cargo. ¡Dioses! ¿Cuánto tiempo llevan en ello, Néstor?
–La octava parte de la tarde.
–Tendrán que concluir pronto. El sol se pone.
–¡Es increíble!, ¿verdad?
–¿Propusiste una tregua?
–Los hombres no estaban dispuestos a luchar ni yo tampoco. ¿Cómo va por ahí?
–Más bien nos defendemos, aunque nos vemos enormemente superados en número. Diomedes se ha comportado todo el día como un titán. Ha matado a Pándaro, el que quebrantó la tregua, y se ha escabullido con su armadura ante las mismas narices de Héctor. ¡Ah, ahí veo a Eneas! No es de sorprender que deseara una tregua. Diomedes le acertó en el hombro con una lanza y cree haberle causado bastante daño.
–Por eso se alejó de su extremo.
–El dárdano es el hombre más astuto con quien cuenta Príamo, pero siempre se preocupa de sí mismo en primer lugar. Por lo menos eso dicen.
–¿Cómo está Menelao? ¿Alcanzó la flecha algún órgano vital?
–No. Macaón lo vendó y lo devolvió al combate.
–Luchó muy bien.
–Te sorprendió, ¿verdad?
El cuerno de la oscuridad profirió su prolongado y deprimente aviso sobre el estrépito y el polvo del campo de batalla. Los hombres depusieron sus armas y resoplaron aliviados. Dejaron caer sus escudos y enfundaron torpemente sus espadas, pero Héctor y Áyax seguían luchando. Por fin la noche los venció, apenas podían distinguir las armas que empuñaban cuando me apeé de mi carro para separarlos.
–Es demasiado tarde y ha oscurecido, mis leones. Declaro que se ha producido un empate, por lo que podéis enfundar vuestras espadas.
Héctor se quitó el casco con mano temblorosa.
–Confieso que no lamento que esto concluya. Estoy agotado.
Áyax le entregó su escudo a Teucro, cuyas rodillas se doblaron bajo aquel peso.
–También yo estoy agotado -confesó.
–Eres un gran hombre, Áyax -dijo Héctor tendiéndole su brazo diestro.
Áyax enlazó la muñeca del troyano con sus dedos.
–Confieso lo mismo de ti, Héctor.
–No comprendo que valoren a Aquiles mejor que a ti. ¡Ten, toma mi espada!
Y se la tendió de modo impulsivo.
Áyax contempló la hoja con sincero placer y la sopesó en su mano.
–En lo sucesivo la usaré siempre en combate. A cambio te ofrezco mi tahalí. Mi padre me dijo que su padre decía haberlo recibido de su padre, que era el propio Zeus inmortal.
Inclinó la cabeza y se desprendió de la valiosa reliquia, un singular ejemplar de brillante cuero castaño repujado con un diseño en oro.
–Lo sustituiré por el mío -respondió Héctor, encantado.
Observé la satisfacción, el mutuo agrado y respeto que se habían granjeado en tan terribles circunstancias. De pronto cruzó por mi mente el helado aleteo de una premonición: aquel intercambio de propiedades era de mal agüero.
Aquella noche acampamos donde nos encontrábamos, bajo los muros de Troya, con el ejército de Héctor entre nosotros y la abierta puerta Escea. Encendimos hogueras y sobre ellas colgamos calderos en barras. Los esclavos trajeron grandes bandejas de pan de cebada y carne y corrió el vino aguado. Durante un rato observé el espectáculo de una miríada de antorchas que entraban y salían fluctuantes por la puerta Escea mientras los esclavos troyanos iban y venían sirviendo al ejército de Héctor. A continuación fui a comer con Agamenón y los demás junto a una hoguera alrededor de la cual se habían instalado nuestros hombres. Al internarme entre la luz observé cómo volvían hacia mí sus cansados rostros para saludarme y advertí el vacío que pesa siempre en los hombres tras librar un duro combate.
–No hemos avanzado ni un dedo -le dije a Ulises.
–Tampoco ellos -repuso tranquilamente mientras mordía un pedazo de cerdo cocido.
–¿Cuántos hombres hemos perdido? – se interesó Idomeneo.
–Aproximadamente los mismos que Héctor, quizá algunos menos -dijo Ulises-. No son suficientes para inclinar la balanza hacia ningún lado.
–Entonces mañana lo sabremos -dijo Meriones con un bostezo.
–Sí, mañana -corroboró Agamenón, que también bostezaba.
La conversación era escasa. Los cuerpos estaban doloridos y resentidos, se nos cerraban los párpados y teníamos las panzas repletas. Había llegado el momento de envolvernos en pieles junto al fuego. Parpadeé sobre las llamas contemplando los centenares de lucecitas que salpicaban la llanura, cada una era fuente de consuelo y seguridad en la oscura noche que reinaba sobre todos nosotros. El humo se remontaba hacia las estrellas, procedente de diez mil fogatas bajo los muros de Troya. Me tendí en el suelo y observé aquellas estrellas oscilantes en la niebla artificial hasta que se diluyeron en el sueño, portador de la oscuridad mental.
El segundo día no fue como el primero. La carnicería no se vio interrumpida por tregua alguna, ningún duelo atrajo nuestra atención, no hubo actos galantes de heroísmo que elevaran la lucha por encima del nivel humano. Nuestros esfuerzos fueron inexorables y tenaces. Mis huesos clamaban por descansar, mis ojos estaban cegados por las lágrimas que todos debemos verter cuando vemos morir a un hijo. Antíloco lloraba a su hermano, luego pidió ocupar su lugar en la línea de combate; de modo que puse a otro pilio como auriga de mi carro.
Héctor se hallaba en su elemento, imposible de alcanzar, tan mortífero como Ares, arriba y abajo del campo, hostigando a sus tropas con voz bronca, sin dar cuartel ni rebajarse a pedirlo. Áyax no tuvo tiempo de perseguirlo, pues Héctor le envió a todas las fuerzas de la guardia real para que le hostigaran a él y a Diomedes, con lo que mantuvo a sus dos enemigos más peligrosos restringidos en un punto por pura superioridad numérica. Cuando Héctor arrojaba su lanza contra alguien lo condenaba a una muerte segura, era tan experto en ello como el propio Aquiles. Si se producía un claro en nuestras líneas introducía a sus hombres en él. Luego, en cuanto los había infiltrado, seguía enviando cada vez más efectivos, como el leñador que en el bosque hunde el fino filo de su hacha cada vez más profundamente en un gigantesco árbol.
¡Oh, cuánto dolor, crueldad y sufrimiento! Las lágrimas me cegaron al ver caer a otro de mis hijos, desgarrado su vientre con una lanza proyectada por Eneas. Al cabo de unos momentos Antíloco se salvó milagrosamente de perder la cabeza bajo el filo de una espada. ¡Por favor, ése no! ¡Compasiva Hera, todopoderoso Zeus, preservadme a Antíloco!
Los heraldos acudían con frecuencia a explicarme cuál era la situación en otros lugares del campo de batalla, y yo agradecía que por lo menos nuestros jefes resultaran ilesos. Sin embargo, tal vez porque nuestros hombres estaban cansados, porque carecíamos de los quince mil tesalios que Aquiles mantenía en reserva o por alguna otra razón más sombría, comenzamos a perder terreno. Lenta e imperceptiblemente el núcleo del combate se fue alejando cada vez más de los muros de Troya y fue aproximándose por momentos a nuestro propio muro defensivo. Me encontré en las primeras filas con mi auriga sollozando rabioso porque las riendas se habían enredado entre las patas de nuestros caballos y éstos iniciaban el retroceso.
Héctor se precipitaba contra nosotros; pedí ayuda frenéticamente mientras su carro avanzaba amenazador entre el gentío. La fortuna me acompañó. Diomedes y Ulises habían conseguido de algún modo introducirse en el centro de nuestra vanguardia y sus hombres estaban junto a los míos. Diomedes no intentó enfrentarse al propio Héctor sino que, en lugar de ello, se centró en su auriga, que no era el acostumbrado y por consiguiente no tan experto. Le arrojó su lanza y lo dejó clavado en su puesto. El cadáver siguió tirando de las riendas hasta que los caballos corcovearon al sentir el bocado. Con la ayuda de Ulises nos pusimos a salvo mientras Héctor vomitaba maldiciones y liberaba a los animales con un cuchillo.
Traté de reunirme con mi sector de la línea pero fue inútil. El ambiente estaba impregnado de terror y se difundían rumores de malos presagios. Ninguno de nosotros podía engañarse por más tiempo: estábamos en franca retirada. Al comprenderlo, Héctor lanzó contra nosotros el resto de sus líneas de reserva con una exclamación de triunfo.
Ulises salvó la jornada. Saltó en un carro libre -¿dónde estaría el suyo?– y obligó a los boecios a volver para enfrentarse al enemigo cuando ya huían precipitadamente. A continuación les hizo ceder terreno tranquilamente y en perfecto orden. Agamenón siguió al punto su ejemplo. Lo que había amenazado con convertirse en un desastre se realizó con pérdidas mínimas y sin el riesgo de sufrir una derrota aplastante.
Diomedes arremetió de pleno con sus argivos en la avanzadilla troyana y yo lo seguí con Idomeneo, Eurípilo, Áyax y todos sus hombres.
Habíamos colocado nuestros flancos en la vanguardia; el ejército se había convertido en una formación perfectamente recogida, rematada por un apéndice reducido que se enfrentaba a Héctor y la masa de nuestros hombres nos seguía en franco retroceso.
Teucro se mantenía en un rincón, tras el escudo de su hermano, y sus flechas volaban continuamente y alcanzaban siempre su objetivo. Héctor merodeaba por allí. Teucro lo vio y preparó otra flecha sonriente. Pero Héctor era demasiado astuto para caer víctima de un proyectil que sin duda esperaba de las proximidades de Áyax. Una tras otra recogió las flechas en su escudo, lo que irritó a Teucro y le hizo cometer un error y apartarse del escudo de su hermano, algo que Héctor estaba aguardando. Hacía tiempo que se había quedado sin lanzas, pero encontró una piedra que lanzó con el mismo impulso que una arma. El proyectil alcanzó a Teucro en el hombro derecho y lo derribó como un toro destinado al sacrificio. Áyax siguió luchando, demasiado absorto para advertirlo. ¡Ah, dioses! Mi exclamación de alivio halló eco en múltiples gargantas cuando Teucro asomó su cabeza entre la carnicería del suelo y comenzó a reptar entre los cadáveres y heridos para remontarse junto a Áyax. Pero en aquel momento constituía un exceso de equipaje que su hermano tenía que arrastrar y los troyanos cargaron contra ellos.
Dirigí desesperadamente la mirada hacia atrás para ver cuán lejos nos encontrábamos de nuestro propio muro y me quedé boquiabierto: nuestras líneas de retaguardia ya cruzaban atropelladamente los pasos elevados.
Entre Ulises y Agamenón mantenían el orden de nuestro ejército. La retirada concluyó sin grandes pérdidas de vidas y huimos tras nuestras murallas para refugiarnos en nuestra ciudad de piedra. Había oscurecido demasiado para que Héctor nos siguiera. Los dejamos en la orilla más alejada de nuestra zanja empalizada abucheándonos e increpándonos tras nuestros talones.
CAPITULO VEINTICINCO
NARRADO POR ULISES
Aquella noche, en casa de Agamenón se celebró una reunión poco animada; nos sentamos e iniciamos la agotadora tarea de recuperar nuestras fuerzas con el fin de resistir la próxima jornada. Me dolía la cabeza, tenía la garganta irritada de proferir gritos bélicos y los costados despellejados en los puntos donde la coraza me había rozado pese al acolchado artificio que llevaba debajo. Todos mostrábamos heridas menores: rasguños, pinchazos, cortes y arañazos, y nos moríamos de sueño.
–Ha sido un duro revés -comentó Agamenón interrumpiendo el silencio-. ¡Muy duro, Ulises!
–¡Como él había previsto! – intervino Diomedes en mi defensa.
Néstor movió la cabeza afirmativamente. ¡Pobre viejo! Por vez primera representaba su edad y no era para sorprenderse. Había perdido dos hijos en el campo de batalla.
–No desesperes aún, Agamenón -dijo con voz estridente-. Llegará nuestra hora y será más dulce por todos los reveses que hoy sufrimos.
–¡Lo sé, lo sé! – exclamó Agamenón.
–Alguien tendría que informar a Aquiles -dijo Néstor con voz apenas audible sólo para aquellos que estábamos al corriente de la situación-. Está con nosotros, pero si no lo mantenemos al corriente acaso actúe de modo prematuro.
Agamenón me miró malévolo.
–Ha sido idea tuya, Ulises. Ve tú a verlo.
Marché con pasos cansinos. Enviarme hasta el extremo de la hilera de casas era el modo que tenía Agamenón de vengarse de mí. Sin embargo, a medida que avanzaba, en paz y sin ser molestado por nadie, advertí que volvía a recuperar las fuerzas. Me sentía más descansado por aquel pequeño esfuerzo adicional que tras disfrutar de una noche de sueño. Puesto que cualquiera que me viese supondría que, tras los reveses de la jornada, Agamenón me enviaba a suplicarle a Aquiles, crucé abiertamente la entrada de los mirmidones y me encontré con ellos y con otros tesalios sentados con aire lastimero, pues se sentían impotentes y ávidos de combatir.
Aquiles estaba en su casa y se calentaba las manos ante un trípode de fuego. Se veía tan agotado y nervioso como cualquiera de los que llevábamos dos días de lucha. Patroclo se hallaba frente a él con expresión glacial. Supongo que en realidad no me sorprendió, teniendo en cuenta la existencia de Briseida. La relación entre Diomedes y yo era tan amistosa como sensual, una especie de conveniencia que a ambos nos resultaba sumamente agradable. Pero si a cualquiera de nosotros le apetecía una mujer, no había problemas. No representaba ningún desastre ni creaba sentimientos de traición. Patroclo amaba y se había creído a salvo, permanentemente libre de rivales. Mientras que Aquiles, como todos los hombres a quienes apasionan cosas diferentes a la carne, no se había comprometido por completo. Patroclo era exclusivamente un hombre que amaba a los hombres y se creía cruelmente engañado. ¡Pobre individuo, él sí que amaba!
–¿Qué te trae aquí? – inquirió Aquiles con acritud-. ¡Sírvele vino y comida al rey, Patroclo!
Con un suspiro de agradecimiento me senté en un sillón y aguardé a que Patroclo partiera.
–Parece que las cosas han ido muy mal -dijo entonces Aquiles.
–Como se esperaba, no debes olvidarlo -le respondí-. Héctor ha sido inexorable con sus troyanos, pero Agamenón no ha podido obrar de igual modo con nuestros hombres. La retirada comenzó casi en el mismo momento que las quejas: los auspicios nos eran adversos, el cielo estaba cubierto de águilas que volaban desde la izquierda, una luz de oro bañaba la ciudadela troyana, etcétera. Los comentarios sobre presagios son siempre fatales. De modo que retrocedimos hasta que Agamenón tuvo que meternos en las fortificaciones para pasar la noche.
–Me he enterado de que ayer Áyax se enfrentó a Héctor.
–Sí, se batieron en duelo durante la octava parte de la tarde sin llegar a conclusión alguna. No tienes por qué preocuparte a ese respecto, amigo mío. Héctor te pertenece.
–¡Pero los hombres mueren de manera innecesaria, Ulises! ¡Déjame salir mañana, por favor!
–No -repuse con dureza-. No hasta que el ejército se halle en inmediato peligro de aniquilación o las naves comiencen a arder porque Héctor irrumpa en nuestro campamento. Incluso entonces le ordenarás a Patroclo que conduzca tus tropas, no debes dirigirlas tú mismo. – Lo miré con severidad-. Así se lo juraste a Agamenón, Aquiles.
–Tranquilízate, Ulises, no quebrantaré ningún juramento.
Inclinó la cabeza y se quedó en silencio. Cuando Patroclo regresó, seguíamos en tal situación, Aquiles encorvado y yo mirando pensativo su dorada cabeza. Patroclo ordenó a los sirvientes que depositaran la comida y el vino en la mesa y luego permaneció como una columna de hielo. Aquiles lo miró brevemente y luego me miró a mí.
–Dile a Agamenón que me niego a retractarme -me dijo en tono convencional-. Dile que busque a otra persona que lo saque de este enredo o que me devuelva a Briseida.
Me di una palmada en el muslo como si estuviera exasperado.
–¡Como gustes!
–Quédate y come, Ulises. Patroclo, acuéstate.
Patroclo salió por la puerta. ¡No haría tal cosa en aquella casa!
Tal vez más tarde dormiría, pero en el camino de regreso me encontraba tan despierto que ansiaba hacer travesuras; por lo que fui a la zanja donde aún se encontraba el cuartel general de mi colonia de espías. La mayoría de mis agentes que no residían en Troya estaban sentados ante los restos de la cena. Tersites y Sinón me saludaron afectuosamente.
–¿Alguna noticia? – pregunté al tiempo que me sentaba.
–Una cuestión -dijo Tersites-. Me proponía ir en tu busca.
–¡Ah! Explícame de qué se trata.
–Esta noche, cuando concluía la batalla, llegó un aliado… un primo lejano de Príamo llamado Resos.
–¿Cuántas tropas trae consigo?
Sinón rió quedamente.
–Ninguna. Resos es un bocazas vanidoso, Ulises. Se autocalifica de aliado, pero sería más acertado considerarlo un refugiado. Su propio pueblo lo ha expulsado.
–¡Bien, bien! – dije, y aguardé.
–Resos conduce un tronco de tres magníficos caballos blancos que son objeto de un oráculo troyano -prosiguió Tersites-. Se dice que son los hijos inmortales del alado Pegaso, tan rápidos como Boreas y tan salvajes como Perséfone antes de que la tomara Hades, y que una vez hayan bebido de las aguas del Escamandro y pastado la hierba troyana, Troya no sucumbirá. Según el oráculo se trata de una promesa hecha por Poseidón, que se suponía que estaba de nuestra parte.
–Y, puesto que Poseidón está de nuestra parte, ¿han bebido ya en el Escamandro y han pastado la hierba troyana?
–Han pastado, pero no han bebido en el Escamandro.
–¿Quién puede censurárselo? – repuse sonriente-. Yo tampoco bebería allí.
–Príamo ha enviado a por algunos cubos corriente arriba -dijo Sinón, que sonreía a su vez-. Ha decidido efectuar una ceremonia pública con tal fin mañana al amanecer. Entretanto los corceles están sedientos.
–Muy interesante. – Me levanté y me desperecé-. Tendré que ver en persona esas fabulosas criaturas. Añadiría cierta… elegancia a mi imagen conducir un tronco de caballos blancos.
–Podrías hacerlo con algo más de elegancia -me zahirió Sinón.
–Con mucha más elegancia -apostilló Tersites.
–Gracias por todo esto, señores. ¿Dónde puedo encontrar esos caballos inmortales?
–Eso aún no hemos podido descubrirlo -repuso Tersites frunciendo el entrecejo-. Lo único que sabemos es que han sido alojados en la llanura con el ejército troyano.
Diomedes, Agamenón y Menelao aguardaban ante mi casa. Llegué paseando junto a ellos como si hubiera disfrutado de un ejercicio saludable y sonreí a Diomedes, a quien le destellaron los ojos al comprender la intención de mi mirada.
–Aquiles está de acuerdo -le dije a Agamenón.
–¡Gracias sean dadas a los dioses! Ya puedo dormir.
En el instante en que Menelao y él se alejaron entré en mi casa con Diomedes y di unas palmadas para que acudiese un criado.
–Tráeme un traje ligero de cuero y dos dagas -le ordené.
–Supongo que debo equiparme de modo semejante -dijo Diomedes.
–Nos reuniremos en el camino del Simois.
–¿Dormiremos esta noche?
–¡Más tarde, más tarde!
Con su delgado traje de cuero negro y dos dagas en el cinto, Diomedes se reunió conmigo en el lugar fijado. Nos internamos en silencio de sombra a sombra hasta que nos encontramos en el extremo más lejano del puente, donde se unían las zanjas con la empalizada.
–¿Qué vamos a buscar? – me susurró entonces mi compañero.
–Me hace ilusión conducir un tronco de caballos blancos inmortales.
–Sin duda eso mejoraría tu imagen.
Le dirigí una mirada suspicaz.
–¿Has hablado con Sinón y Tersites?
–No -repuso con aire inocente-. ¿Dónde se encuentran esos caballos?
–No tengo ni idea. En algún lugar en la oscuridad.
–De modo que buscamos una aguja en un pajar.
–Sssst -le susurré apretándole el brazo-. Alguien viene.
Saludé mentalmente a mi protectora, la diosa lechuza. Mi querida Palas Atenea siempre deparaba la fortuna en mi camino. Nos sumergimos en la zanja que discurría junto a la carretera y aguardamos.
De repente un hombre surgió de la oscuridad, acompañado del tintineo de su armadura; sin duda se trataba de un espía aficionado para husmear con tal vestimenta. Tampoco tuvo la precaución de esquivar un trozo de terreno iluminado por la luna, cuyos rayos lo bañaron por un instante y descubrimos que se trataba de un individuo pequeño y rollizo, lujosamente ataviado y en cuyo casco ondeaba el penacho morado de los troyanos. Aguardamos a tenerlo muy próximo para saltar sobre él. Diomedes se situó a mi izquierda de modo que quedó entre nosotros. Le cubrí la boca con la mano para sofocar su grito, mi compañero le sujetó los brazos a la espalda y lo derribamos bruscamente sobre la hierba. El hombre nos miraba con ojos desorbitados y se estremecía como una medusa. No era uno de los hombres de Polidamante, probablemente se trataba de un comerciante.
–¿Quién eres? – gruñí en voz baja pero con ferocidad. – Dolón -logró articular. – ¿Qué haces aquí, Dolón?
–El príncipe Héctor pidió voluntarios para entrar en vuestro campamento y descubrir si Agamenón se propone salir mañana.
¡Cuan necio era Héctor! ¿Por qué no dejaba el espionaje para los profesionales como Polidamante?
–Esta noche ha llegado un hombre, un tal Resos. ¿Dónde se encuentra? – le pregunté mientras pasaba amorosamente los dedos por la hoja de mi daga. Tragó saliva y se estremeció. – ¡No lo sé! – gimoteó.
Diomedes se inclinó sobre él, le cortó una oreja y la agitó ante su rostro mientras yo le apretaba la boca con la mano hasta que desapareció su expresión horrorizada y comprendió.
–¡Habla, serpiente! – siseé. Habló. Al finalizar le rompimos el cuello. – ¡Fíjate en sus joyas, Ulises!
–Era un hombre muy rico, probablemente carroñero. No es digno de que Héctor repare en él. Despójalo de sus lindas baratijas, amigo mío, ocúltalas y las recogeremos cuando regresemos. Será tu participación en el botín puesto que yo debo quedarme con los corceles.
Tomó una esmeralda enorme en su mano. – Mis caballos son bastante buenos. Sólo con esta joya compraré medio centenar de cabezas de ganado para abastecer la llanura de Argos.
Encontramos el campamento de Resos exactamente donde Dolón nos había indicado y nos ocultamos en un altozano próximo para planear nuestra estrategia.
–¡Qué necio! – murmuró Diomedes-. ¿Por qué estarán tan aislados?
–Supongo que por distinguirse. ¿A cuántos divisas?
–A doce, aunque no logro adivinar quién es Resos.
–Yo cuento los mismos. Primero mataremos a los hombres y luego nos llevaremos a los animales. Sin ruidos.
Asimos los cuchillos con los dientes y nos deslizamos sigilosamente; él con el propósito de dominar la parte próxima del fuego, y yo para encargarme de la zona más alejada. En tales cuestiones la práctica es muy útil; encontraron la muerte mientras dormían y los caballos, vagas sombras blancas al fondo, no se asustaron.
El tal Resos resultó fácil de distinguir. También él era coleccionista de joyas. Dormitaba muy cerca del fuego y éste las hacía brillar.
–¡Fíjate en esta perla! – susurró Diomedes.
Y la levantó para compararla con la luna.
–¡Equivale a mil cabezas de ganado! – respondí en voz muy baja.
No sabíamos si se presentaría alguien inesperadamente.
Los caballos habían sido amordazados para evitar que se dirigieran al Simois a saciar su sed si rompían sus ataduras. Algo muy favorable para nosotros, pues de ese modo no relincharían. Mientras buscaba los ronzales y saludaba a mi nuevo equipo de corceles, Diomedes recogió todo cuanto valía la pena del campamento y lo cargó en una mula. Luego, por el trayecto previsto durante el camino de llegada, regresamos al paso elevado del Simois, donde mi amigo argivo recogió el alijo de Dolón.
A Agamenón no le agradó que lo despertásemos hasta que le expliqué lo sucedido con Resos y sus caballos, en cuyo momento se echó a reír.
–Comprendo que debas conservar a esos hijos del alado Pegaso, Ulises, ¿pero qué quedará para el pobre Diomedes?
–Estoy satisfecho -repuso mi astuto compañero con aire inocente.
Sí, había sido una respuesta política. ¿Por qué explicarle a un hombre dispuesto a llenar un cofre de combate que en una pequeña fracción de la noche se ha acumulado una fortuna formidable?
La historia de los caballos de Resos ya se había difundido por doquier entre nuestras tropas cuando desayunaban al amanecer. Estuvieron todos encantados y me aclamaron mientras conducía de nuevo mi flamante tronco de corceles sobre el paso elevado del Simois, anticipándome incluso a Agamenón, que deseaba que Troya lo viese. Troya lo vio y no le pareció divertido. La batalla fue sangrienta, despiadada. Agamenón comprendió que tenía una oportunidad y abrió una profunda brecha en las líneas troyanas y los obligó a retroceder. Nuestros hombres estaban absolutamente dispuestos a acabar con ellos y los hicieron retroceder hasta los amenazadores muros de Troya. Pero una vez allí, el enemigo, que aún seguía superándonos en número, se recuperó y nuestra suerte mudó. Los reyes comenzaron a caer.
Primero fue Agamenón, que aquel día estaba en plena forma. Mientras recorría la línea hacia nosotros ensartó con su lanza a un hombre que trataba de detenerlo, pero no reparó en que lo seguía otro que le hundió la suya profundamente en el muslo. La punta del arma tenía púas y la herida sangró abundantemente, por lo que se vio obligado a abandonar el campo de batalla.
A continuación le llegó el turno a Diomedes. Mi amigo logró acertarle a Héctor en el casco con una lanza y lo aturdió momentáneamente. Diomedes gritó alborozado y se precipitó a rematarlo mientras yo me concentraba en los caballos y el auriga de Héctor con la intención de inutilizar su carro. Ninguno de nosotros vimos aparecer a otro soldado que se ocultaba detras de él hasta que se levantó tras poner una flecha en su arco, que disparó con amplia sonrisa.
El proyectil llegó desde lejos y ya caía en el suelo cuando halló su objetivo en el pie del argivo. Diomedes se quedó ensartado en tierra, maldiciendo y agitando el puño en el aire mientras París se escabullía. Troya también tenía su Teucro.
–¡Agáchate y arráncala! – le grité a Diomedes mientras me acercaba a él con buen número de mis hombres.
Así lo hizo y yo le arrebaté una hacha a un cadáver que ya no la necesitaba. No era el arma que hubiera escogido normalmente porque me resultaba de manejo torpe y pesado, pero para defenderse de un círculo de enemigos no tenía igual. Decidido a poner a salvo a Diomedes manejé el espantoso objeto ferozmente hasta que él se alejó cojeando penosamente, por completo inútil para el combate.
En ese momento también yo caí. Alguien logró alcanzarme con su lanza en la pantorrilla, algo más abajo de los tendones de la corva. Mis hombres me rodearon hasta que logré arrancarmela, pero su punta también tenía púas y se llevó consigo un gran fragmento de carne. Puesto que perdía sangre en abundancia tuve que taponar la herida con un jirón de tela arrancado a las ropas de otro cadáver.
Conseguí llegar junto a Menelao y sus espartanos, que acudían en nuestra ayuda. En aquel momento apareció Áyax y ellos dos se apartaron para que pudiera introducirme en la parte posterior del carro de Menelao. ¡Qué magnífico guerrero era Áyax! Le hervía la sangre, difundía alrededor de sí una fortaleza que yo nunca había poseído y obligaba a retroceder a los troyanos. Sus soldados, como de costumbre, se sentían tan orgullosos de él que lo seguían a donde fuera. Algún jefe troyano respondió enviando más hombres hasta que se quedaron atestados contra el hacha de Áyax por el propio peso que los empujaba. Con mayor rapidez que nuestros valerosos soldados y el poderoso Áyax lograban derribarlos, surgían de nuevo otros como los dientes del dragón.
Aliviado al ver desaparecer a Héctor, yo había vuelto a hacerme útil convocando a una concentración de fuerzas en la zona. Eurípilo, que era el más próximo, llegó por un lado muy oportunamente para recibir en su hombro una flecha de París. Macaón, que también se aproximaba entonces, corrió la misma suerte. ¡París! ¡Qué gusano! No malgastaba sus flechas en los hombres corrientes, sino que simplemente acechaba en algún lugar cómodo y seguro y aguardaba a que apareciera por lo menos un príncipe. En lo que se diferenciaba de Teucro, que disparaba siempre a cualquier objetivo que se le presentase.
Fuera como fuese, por fin conseguí internarme tras las líneas y me encontré a Podaliero, que asistía a Agamenón y a Diomedes, quienes aguardaban desconsolados lo más próximos del lugar. Al vernos llegar a Macaón, a Eurípilo y a mí, se horrorizaron.
–¿Por qué tienes que luchar, hermano? – se quejó Podaliero mientras ayudaba a Macaón a apearse.
–Cuida primero de Ulises -masculló su hermano, que manaba sangre lentamente a causa de una flecha clavada en su brazo.
De modo que en primer lugar revisó y vendó mi herida; a continuación atendió a Eurípilo, en cuyo caso decidió sacar la flecha por el lado opuesto al que había entrado por temor a que causara más daño en el interior del hombro que si era extraída normalmente.
–¿Dónde está Teucro? – pregunté mientras me dejaba caer junto a Diomedes.
–Hace rato que lo he hecho salir del campo -dijo Macaón, que aún aguardaba a que llegara su turno-. La herida que Héctor le infligió ayer se hinchó tanto como la piedra que él le arrojó. Tuve que abrir el bulto y drenar parte del fluido. Le quedó el brazo totalmente paralizado, pero ahora ya puede moverlo.
–Nuestras filas están menguando -dije.
–Demasiado -observó Agamenón con aire sombrío-. Y los soldados también se dan cuenta de ello. ¿No adviertes el cambio?
–Sí -respondí al tiempo que me ponía en pie y me tanteaba la pierna-. Sugiero que regresemos al campamento antes de que nos sorprenda una oleada de pánico. Creo que el ejército no tardará en regresar a la playa.
Aunque yo había sido el responsable, la retirada fue un golpe para mí. Quedaban pocos soberanos que mantuvieran unidos a los hombres; de los jefes más importantes sólo Áyax, Menelao e Idomeneo no habían sido heridos. Un sector de nuestras líneas se había disuelto y el olor a putrefacción se difundía con sorprendente velocidad. De pronto el ejército en pleno dio media vuelta y huyó para ponerse a salvo en nuestro campamento. Héctor gritó con tal fuerza que lo oí desde donde me encontraba en lo alto de nuestro muro, luego los troyanos persiguieron a nuestros hombres, aullando como perros hambrientos. Aún se precipitaban nuestros soldados por el camino superior que cruzaba el Simois con los troyanos pisándoles los talones cuando Agamenón, palidísimo, dictó órdenes. La puerta fue cerrada antes de que el último, y el más valiente, pudiera entrar. Cerré mis ojos y mis oídos. ¡La culpa es tuya, Ulises! ¡Totalmente tuya!
Era demasiado temprano para que cesara la lucha, por lo que Héctor trataría de escalar nuestro muro. Nuestras tropas, que deambulaban por el campamento, dedicaron algún tiempo a reagruparse y comprender que en ese momento su función consistía en defender las fortificaciones. Los esclavos corrían de un lado a otro transportando grandes calderos y cubas de agua hirviendo para arrojarlas en las cabezas de aquellos que intentaran escalar el muro; no nos atrevíamos a utilizar aceite por temor a incendiarlo. Ya había piedras amontonadas a lo largo del camino superior, acumuladas allí para tal emergencia desde hacía años.
Los frustrados troyanos se agruparon a lo largo de la zanja y sus jefes pasearon arriba y abajo en sus carros apremiando a sus hombres para que de nuevo formasen filas. Héctor conducía su carro áureo, confiado al cuidado de su antiguo auriga Quebriones. Pese a los días de amargo conflicto transcurridos, se veía erguido y seguro de sí mismo. Mejor que así fuera. Apoyé la barbilla en las manos mientras nuestros hombres comenzaban a llenar los espacios que me rodeaban en lo alto del muro y a instalarse para ver cómo se proponía asaltarnos Héctor: si estaba dispuesto a sacrificar a muchos hombres o si había ideado algún proyecto mejor que la simple fuerza bruta.