Nunca hubo una ciudad como Troya. Al joven sacerdote Calcante, enviado a la Tebas egipcia durante su noviciado, apenas le impresionaron las pirámides construidas en la orilla occidental del río de la Vida. Y Troya le parecía aún más sobrecogedora, por su majestuosa altura y porque sus construcciones albergaban a seres vivos en lugar de muertos. Pero alegó como circunstancia atenuante que los dioses de los egipcios eran inferiores. Los egipcios habían levantado sus piedras con manos mortales mientras que las poderosas murallas de Troya las habían erigido nuestros propios dioses. Y añadió que tampoco podría competir con ella la vulgar Babilonia, cuya altura se ve atrofiada por el cieno del río y cuyas murallas parecen obra de niños.
Nadie recuerda cuándo fueron construidas nuestras murallas, tan antiguas son, aunque todos conocen su historia. Dárdano, hijo de Zeus, rey de nuestros dioses, tomó posesión de la península rectangular situada en la cima de Asia Menor, en cuya zona norte vierte el Ponto Euxino sus aguas en el mar Egeo por el estrecho del Helesponto. Dárdano dividió este nuevo reino en dos partes y entregó la zona sur a su segundo hijo, que la llamó Dardania e instaló su capital en la ciudad de Lirneso. Aunque menor, la parte norte es muchísimo más rica, pues comporta la custodia del Helesponto y el derecho a recaudar impuestos de todos los mercaderes que entran y salen del Ponto Euxino. Esta zona se denominó Tróade y su capital, Troya, está situada en la colina que lleva el mismo nombre.
Zeus amaba a su hijo mortal, por lo que, cuando Dárdano rogó a su divino padre que obsequiase a Troya con murallas indestructibles, el dios accedió encantado a su petición. En aquellos momentos había dos dioses caídos en desgracia: Poseidón, dios de los mares, y Apolo, dios de la luz. A ambos se les ordenó que fuesen a Troya y construyesen las murallas más altas, recias y fuertes del mundo.
Según explicó al crédulo Poseidón, aquélla, en realidad, no era tarea apropiada para el delicado y refinado Apolo, que en lugar de agotarse y ensuciarse prefería tocar la lira, un medio para ayudar a pasar el tiempo a medida que avanzaba la construcción de las murallas. De modo que Poseidón amontonó piedra sobre piedra mientras Apolo le daba serenatas.
Poseidón había puesto precio a su trabajo: la suma de cien talentos de oro que, en lo sucesivo, se depositarían todos los años en su templo de Lirneso. El rey Dárdano accedió a ello y desde tiempos inmemoriales todos los años se habían depositado los cien talentos de oro en el templo de Poseidón, en Lirneso. Pero cuando mi padre, Laomedonte, subió al trono de Troya se produjo un terremoto tan devastador que derrumbó el palacio de Minos en Creta y provocó la desaparición del imperio de Thera. La parte occidental de nuestras murallas se desmoronó y mi padre contrató al ingeniero griego Eaco para que las reconstruyera.
Eaco realizó un buen trabajo, aunque la nueva obra que levantó no tenía la pulcritud ni la belleza del restante complejo creado por los dioses.
Según mi padre, el contrato con Poseidón (no creo que Apolo pidiera honorarios por su música) no se había cumplido, pues a la postre las murallas no habían resultado indestructibles y, por consiguiente, decretó que jamás volverían a pagarse los cien talentos de oro anuales. En principio este argumento parecía válido, salvo que los dioses -al igual que yo, entonces un muchacho- seguramente sabían que el rey Laomedonte era un miserable redomado al que le dolía entregar tantísimo y tan preciado oro troyano a aquel templo situado en una ciudad rival y por añadidura dominada por una dinastía antagónica de familiares consanguíneos.
Sea como fuere, el oro dejó de pagarse y, durante los años que tardé en convertirme en hombre, no sucedió nada.
Y cuando se presentó el león, tampoco se le ocurrió a nadie relacionar su presencia con dioses insultados ni con las murallas de la ciudad.
En las verdes llanuras del sur de Troya se encontraban las cuadras de mi padre, el único capricho que se permitía, aunque incluso sus caprichos tenían que reportarle beneficios.
Poco después de que el griego Eaco concluyó la reconstrucción de la muralla occidental, llegó un hombre a Troya procedente de tierras tan lejanas que sólo sabíamos que sus montañas apuntalaban el cielo y que sus praderas eran las más placenteras del mundo. El refugiado trajo consigo diez caballos, tres sementales y siete yeguas. Jamás habíamos visto corceles semejantes: grandes, veloces, de hermosas cabezas y largas crines y colas, mansos y dóciles. ¡Magníficos para conducir carros! Y en el instante en que el rey puso sus ojos en ellos, su propietario quedó condenado. El hombre murió y sus caballos se convirtieron en propiedad privada del soberano de Troya, quien crió con ellos una raza tan famosa que tratantes de todo el mundo acudían a nuestro país a comprar yeguas y castrados; pues Laomedonte era demasiado astuto para vender un semental.
En medio de las cuadras discurría un sendero trillado y siniestro, utilizado antiguamente por los leones cuando se trasladaban desde el norte de Asia Menor a Escitia a pasar el verano, y en su regreso al sur para invernar en Caria y Licia, donde el sol conservaba el poder de caldear sus leonadas pieles. Los cazadores los habían ahuyentado y el sendero se había convertido en un camino que conducía hasta el agua.
Un día, seis años atrás, unos campesinos acudieron corriendo ante mi padre, palidísimos. Nunca olvidaré el semblante de Laomedonte cuando le informaron de que tres de sus mejores yeguas habían muerto y que un semental se hallaba gravemente mutilado, víctimas todos ellos de un león.
El soberano no se entregaba fácilmente a la ira ciega. Con gran aplomo ordenó que la primavera siguiente se apostara un destacamento de la guardia real en el sendero y diera muerte a aquella bestia.
¡Pero no era un león cualquiera! Cada primavera y cada otoño se presentaba con tanto sigilo como si fuera invisible y sacrificaba a más animales de los que precisaba para llenar el estómago. Asesinaba por placer. Dos años después de su llegada, la guardia real lo descubrió cuando atacaba a un semental. Los hombres avanzaron hacia él golpeando las espadas en los escudos con la intención de arrinconarlo y atacarlo con sus jabalinas. Pero el animal retrocedió, lanzó su rugido bélico al tiempo que arremetía contra ellos, y cruzó entre sus filas como una roca rodando por una pendiente. Entre aquella dispersión humana, la regia bestia se llevó por delante a siete soldados y huyó ilesa.
En medio del desastre se logró algo positivo: un soldado destrozado por las garras del animal logró sobrevivir, presentarse ante los sacerdotes e informar a Calcante de que el león llevaba la marca de Poseidón: en su pálido costado aparecía un tridente negro.
Calcante consultó al punto al oráculo y acto seguido anunció que aquel león pertenecía a Poseidón. ¡Y ay de la mano troyana que lo atacase!, exclamó, porque era el castigo impuesto a Troya por privar de los cien talentos anuales al dios de los mares. Y la bestia no se marcharía hasta que se reanudasen los pagos.
Al principio mi padre no hizo caso de las predicciones de Calcante ni del oráculo y, cuando llegó el otoño, ordenó de nuevo a los miembros de la guardia real que fuesen a matar a la bestia. Pero había subestimado el temor que los hombres corrientes sienten hacia los dioses y, aunque amenazó a sus guardianes con ejecutarlos, se negaron a cumplir sus órdenes. Furioso pero frustrado, informó a Calcante de que se negaba a entregar oro troyano a la Lirneso dárdana y que sería mejor que los sacerdotes ideasen otra opción. Calcante recurrió de nuevo al oráculo, el cual le anunció claramente que existía tal alternativa: por el momento Poseidón se sentiría satisfecho si cada primavera y cada otoño seis doncellas vírgenes escogidas a suertes eran encadenadas en la dehesa caballar y entregadas al león.
Como es natural, el rey prefirió entregar las doncellas al dios en lugar del oro y se adoptó el nuevo sistema. El problema era que, en realidad, jamás confiaba esa cuestión a los sacerdotes, no porque fuera un sacrilego -entregaba a los dioses lo que consideraba que se les debía-, sino porque detestaba verse esquilmado. De modo que cada primavera y cada otoño todas las doncellas vírgenes de quince años se cubrían con una especie de sudario blanco de la cabeza a los pies para no ser identificadas y se alineaban en el patio de Poseidón, constructor de murallas, donde los sacerdotes escogían a seis de aquellos anónimos bultos blancos para el sacrificio.
La táctica funcionó. Dos veces al año pasaba por allí el león, sacrificaba al grupo de muchachas encadenadas y dejaba ilesos a los caballos. Para el rey Laomedonte aquél era un precio ínfimo por la salvaguarda de su orgullo y la conservación de su negocio.
Cuatro días antes de que llegase el otoño se escogió a las víctimas. Cinco de las jóvenes procedían de la ciudad, la sexta era de la Ciudadela, el gran palacio. Se trataba de Hesíone, la hija predilecta de mi padre. Cuando Calcante acudió a darle la noticia, él se mostró incrédulo.
–¿Tan idiotas habéis sido que no habéis marcado su sudario? – inquirió-. ¿Quieres decir que mi hija ha sido tratada como todas?
–Es la voluntad del dios -repuso Calcante, imperturbable.
–¡No es voluntad divina que mi hija sea escogida! ¡Él desea recibir seis vírgenes, nada más! ¡De modo que busca a otra víctima, Calcante!
–No puedo, gran rey.
El sacerdote se negó a ceder en su postura. Una mano divina había dirigido tal elección, lo que significaba que Hesíone y nadie más que ella satisfaría las condiciones del sacrificio.
Aunque ningún cortesano estuvo presente durante tan tensa y borrascosa entrevista, circularon noticias de ella de uno a otro extremo de la Ciudadela. Los mensajeros propicios como Antenor condenaban rotundamente al sacerdote mientras que los múltiples hijos del rey -incluido yo mismo, su heredero- pensábamos que por fin nuestro padre tendría que darse por vencido y pagar a Poseidón los cien talentos anuales de oro. Al día siguiente el rey convocó a su consejo, reunión a la que, como es natural, asistí, puesto que el heredero debía oír cómo se dictaban las sentencias.
Laomedonte se mostraba tranquilo y despreocupado. El monarca era pequeño, había superado sobradamente la juventud, tenía largos cabellos plateados y vestía una larga y áurea túnica. Los matices de su voz me sorprendían constantemente porque era profunda, noble, melódica y firme.
–Mi hija Hesíone ha accedido a someterse al sacrificio -comunicó a la asamblea de hijos y primos hermanos y lejanos-. Así se lo exige el dios.
Tal vez Antenor suponía lo que diría el rey, pero ni yo ni mis hermanos menores lo imaginábamos.
–¡Señor! – exclamé impulsivo-. ¡No puedes hacer eso! ¡En situaciones difíciles el rey puede someterse a sacrificio por el bien de su pueblo, pero sus hijas doncellas pertenecen a la virgen Artemisa, no a Poseidón!
Al monarca no le agradó verse reprendido por su primogénito ante la corte. Apretó los labios e infló el pecho.
–¡Mi hija ha sido escogida, Podarces Príamo! ¡Escogida por Poseidón!
–Poseidón se sentiría más satisfecho si se le entregaran cien talentos de oro en su templo de Lirneso -mascullé.
En aquel momento advertí que Antenor sonreía desdeñoso. ¡Debía de estar encantado ante el enfrentamiento del rey y su heredero!
–¡Me niego a pagar un oro obtenido con muchos sacrificios a un dios incapaz de construir unas murallas bastante resistentes para sobrevivir a sus propios terremotos! – exclamó Laomedonte.
–¡No puedes enviar a Hesíone a la muerte, padre!
–¡No soy yo quien la envía al sacrificio sino Poseidón!
El sacerdote Calcante se movió con inquietud un instante pero volvió a inmovilizarse.
–¡Un mortal como tú no debería culpar a los dioses de sus propios fallos! – le dije.
–¿Dices que tengo fallos?
–Todos los mortales los tenemos -respondí-, incluso el rey de la Tróade.
–¡Aléjate de mi presencia, Podarces Príamo! ¡Sal de esta estancia! ¡Quién sabe, tal vez el año próximo Poseidón pida en sacrificio a los herederos del trono!
Antenor seguía sonriendo. Me volví y abandoné el salón buscando alivio en el aire libre y en la ciudad.
En el exterior el aire frío y húmedo procedente de la lejana cumbre del Ida serenó mi furia mientras pasaba por la terraza flanqueada por estandartes y me dirigía a la escalera de doscientos peldaños que subía hasta la cumbre de la Ciudadela. Allí, por encima de la llanura, apoyé las manos en aquella obra fabricada por los hombres, porque la Ciudadela no había sido construida por los dioses sino por Dárdano: Aquellos huesos cuidadosamente cuadriculados de la madre tierra me transmitían algo y en aquel momento percibí el poder que reside en el rey. Me pregunté cuántos años tendrían que pasar hasta que yo vistiese la áurea tiara y ocupara el trono de marfil de Troya. Los hombres de la casa de Dárdano eran longevos y Laomedonte aún no había cumplido setenta años.
Durante largo rato observé la mudante marcha de hombres y mujeres a mis pies y luego miré a lo lejos, a las verdes llanuras donde los preciosos caballos del rey extendían sus largos cuellos para mordisquear la hierba. Pero aquel espectáculo sólo sirvió para aumentar mi dolor. Desvié entonces la mirada hacia la isla occidental de Ténedos y percibí el olor a humo de las fogatas encendidas para protegerse del frío en la pequeña ciudad portuaria de Sigeo. Más a lo lejos, al norte, las azules aguas del Helesponto se burlaban del cielo; distinguí la larga curva grisácea de la playa que se extendía entre las desembocaduras del Escamandro y el Simois, los ríos que regaban la Tróade y alimentaban las cosechas y el trigo y la cebada que ondeaban a caprichos de una brisa perpetua y susurrante. Por fin el viento me impulsó a bajar del parapeto hasta el gran patio que se extiende ante el acceso a los palacios y allí aguardé a que un mozo me trajera mi carruaje.
–A la ciudad -ordené al auriga-. Da rienda suelta a los caballos.
El camino principal descendía desde la Ciudadela y se incorporaba a la curva de la avenida que discurría junto al interior de los muros de la ciudad, los construidos por Poseidón. En el cruce de ambas calles se encontraban la puerta Escea, una de las tres entradas que permitían el acceso a Troya. No recuerdo haberla visto nunca cerrada; decían que ello tan sólo sucedía en épocas conflictivas y no había en el mundo nación bastante fuerte para declarar la guerra a Troya.
La puerta Escea medía veinte codos de altura, estaba formada por inmensos maderos sujetos con clavos y placas de bronce y era demasiado pesada para moverla sobre las bisagras más grandes que un ser humano podría forjar. En lugar de ello se abría según un sistema ideado por el arquero Apolo mientras yacía al sol viendo afanarse a Poseidón. La base de la hoja de la puerta descansaba sobre una enorme roca redonda instalada en una zanja profunda y curva sobre la que se habían echado cadenas de bronce macizo. Cuando la puerta tenía que cerrarse, se uncía un rebaño de treinta bueyes a las cadenas, que arrastraban poco a poco la hoja mientras la roca giraba a lo largo del fondo de la zanja.
En mi infancia, ansioso de presenciar tal espectáculo, había rogado a mi padre que unciera los bueyes, a lo que él se había negado riendo y, sin embargo, allí estaba yo, con cuarenta años, diez esposas y cincuenta concubinas, aún deseoso de ver cerrarse la puerta Escea.
Por encima de la entrada, un arco en voladizo unía las murallas de ambos lados permitiendo así la continuidad del pasillo que discurría en lo alto por todo el perímetro de la ciudad. La plaza Escea, en el interior, permanecía constantemente a la sombra de aquellas fantásticas murallas construidas por el dios, que alcanzaban treinta codos sobre mi cabeza, esbeltas y lisas, resplandecientes al sol que las bañaba.
Hice señas a mi auriga para que siguiera adelante pero, antes de que sacudiera las riendas, cambié de opinión y lo detuve. Un grupo de hombres acababa de entrar en la plaza: eran griegos, algo evidente en su atuendo y sus modales. Vestían faldellines o calzones de cuero muy ceñidos hasta la rodilla; algunos iban desnudos hasta la cintura y otros lucían camisas de cuero labrado abiertas para mostrar el pecho. Sus ropas eran vistosas y engalanadas con áureos dibujos o lucían borlas o piezas de badana teñida; ceñían sus cinturas con anchos cinturones de bronce con incrustaciones de oro y lapislázuli; cuentas pulidas de cristal pendían de sus orejas; llevaban en las gargantas grandes collares de gemas y sus largas cabelleras pendían en cuidados rizos.
Los griegos eran más altos y más rubios que los troyanos pero aquéllos aún lo eran más y tenían el aspecto más temible que había visto en mi vida. Sólo la riqueza de sus ropas y de sus joyas evidenciaban que no eran vulgares merodeadores, porque iban armados de lanzas y largas espadas.
Al frente de ellos se encontraba un hombre sin duda único, un gigante que sobrepasaba a los restantes miembros del grupo. Debía de medir seis codos de altura y sus hombros eran como oscuras montañas. La barba, negra y modelada en pico, le cubría la potente mandíbula, y sus negros cabellos, aunque muy recortados, caían alborotados y rebeldes sobre una frente que se proyectaba amenazadora sobre los ojos. Se cubría simplemente con una enorme piel de león que pendía sobre su hombro izquierdo y bajo el brazo derecho, y cuya cabeza lucía a modo de capucha en la espalda, con las terribles mandíbulas abiertas y exhibiendo los poderosos colmillos.
El hombre se volvió y me descubrió observándolo. Me quedé como petrificado, fija la mirada en sus apacibles ojos -que todo lo habían visto y resistido y que habían experimentado todas las degradaciones que los dioses pueden imponer a un hombre-, que irradiaban inteligencia. Imaginé que me apoyaba en la casa que estaba a mis espaldas, con el espíritu desnudo y la mente sometida a su atracción.
Pero hice acopio de valor y me erguí orgulloso: poseía un gran título, viajaba en un carruaje repujado en oro, conducido por la pareja de caballos blancos más hermosos que él había visto, y mi ciudad era la más poderosa del mundo.
El hombre se movía entre el bullicio y ajetreo de la plaza del mercado como si no existiera cuanto le rodeaba. Avanzó a mi encuentro seguido de dos de sus compañeros y acarició los negros hocicos de mis corceles con su manaza.
–¿Eres de palacio? ¿Tal vez de la casa real? – me preguntó con voz profunda aunque sin arrogancia.
–Soy Podarces, llamado Príamo, hijo y heredero de Laomedonte, rey de Troya -le respondí.
–Yo soy Heracles -se presentó a su vez.
Lo miré boquiabierto. ¡Heracles! ¡Heracles en Troya!
–Señor, nos honras con tu presencia. ¿Te dignarás ser huésped en la casa de mi padre? – lo invité humedeciendo mis resecos labios.
El hombre me respondió con una sonrisa sorprendentemente dulce.
–Te lo agradezco, príncipe Príamo. ¿Incluyes a mis hombres en tu invitación? Todos proceden de nobles casas griegas y no nos avergonzarán a tu corte ni a mí.
–Desde luego, señor Heracles.
Hizo una seña a los dos hombres que lo seguían para que se adelantaran de entre las sombras.
–Te presento a mis amigos: éste es Teseo, gran soberano del Ática, y éste, Telamón, hijo de Eaco, rey de Salamina.
Tragué saliva. Heracles y Teseo eran de todos conocidos: los bardos cantaban constantemente sus hazañas. En cuanto a Eaco, padre del joven Telamón, había reconstruido nuestra muralla. ¿Qué otros nombres famosos figurarían en aquel pequeño grupo de griegos?
Tal era el poder de aquella simple palabra, Heracles, que hasta mi miserable padre se sintió obligado a dispensar una regia acogida al famoso griego. De modo que aquella noche se celebró un banquete en el gran salón, con abundancia de alimentos y bebidas, servidos en vajilla de oro, y arpistas, bailarinas y titiriteros para nuestro solaz. Si a mí me había impresionado, no menos a mi padre: todos los griegos que componían el séquito de Heracles eran monarcas por derecho propio. Por consiguiente me preguntaba cómo se conformaban con seguir a un hombre que no aspiraba a ningún trono, que había limpiado establos y que había sido roído, mordido y atacado por toda clase de criaturas, desde un mosquito hasta un león.
A mi izquierda, en la mesa presidencial, se sentaba Heracles y, a mi diestra, el joven Telamón, y mi padre se encontraba entre Heracles y Teseo. Aunque el inminente sacrificio de Hesíone nublaba nuestra hospitalidad, creíamos disimularlo tan bien que nuestros invitados griegos no advertían nada. Las conversaciones eran fluidas porque era gente culta y estaban debidamente instruidos en todas las materias, desde la aritmética mental hasta las palabras de los poetas, que ellos, al igual que nosotros, aprendían de memoria. ¿Pero qué clase de hombres eran los griegos bajo tal barniz de cultura?
Entre las naciones de Grecia y las de Asia Menor, que incluía Troya, había escaso contacto. Y a nosotros, como norma, no nos preocupaba su existencia. Teníamos entendido que era gente notoriamente compleja, famosa por su insaciable curiosidad; pero aquellos hombres debían de ser relevantes incluso entre sus congéneres, porque los griegos escogen a sus reyes por razones ajenas a su linaje.
Mi padre en particular no apreciaba a los griegos. Durante los últimos años había establecido tratados con los diversos reinos de Asia Menor por los que les concedía la mayor parte del comercio existente entre el Ponto Euxino y el mar Egeo, lo que significaba que había restringido gravemente el paso por el Helesponto a numerosos barcos mercantes griegos. Misia, Lidia, Dardania, Caria, Licia y Cilicia no deseaban compartir el comercio con los griegos por la sencilla razón de que éstos siempre lograban superarlos en ingenio y conseguir mejores tratos. Y mi padre contribuía por su parte vetando el acceso de los mercaderes griegos a las negras aguas del Ponto Euxino. Todas las esmeraldas, zafiros, rubíes, oro y plata de la Cólquide y de Escitia viajaban a las naciones de Asia Menor y los escasos comerciantes griegos a quienes mi padre autorizaba el paso tenían que centrar sus esfuerzos en conseguir cobre y estaño de Escitia.
No obstante, Heracles y sus compañeros eran demasiado educados para mencionar tópicos conflictivos como los embargos comerciales y limitaban su conversación a observaciones admirativas acerca de nuestra ciudad rodeada de tan altas murallas, las dimensiones de la Ciudadela y la belleza de nuestras mujeres, aunque esto último sólo podían valorarlo por las esclavas que pasaban entre las mesas sirviendo guisos, repartiendo pan y carne y escanciando vinos.
De las mujeres la charla mudó espontáneamente a los caballos: yo esperaba que Heracles abordase el tema porque había reparado en su astuta mirada cuando apreciaba la calidad de mis blancos corceles.
–Los caballos que conducían hoy la carroza de tu hijo eran realmente magníficos, señor -dijo por fin-. Ni siquiera en Tesalia pueden jactarse de poseer una raza semejante. ¿Están en venta?
–Sí, son magníficos -respondió mi padre con expresión avarienta-, y los vendo… Pero me temo que el precio te parecerá prohibitivo. Pido, y obtengo, mil talentos de oro por una yegua.
Heracles encogió sus poderosos hombros con aire pesaroso.
–Tal vez podría permitirme pagarlos, señor, pero tengo que adquirir cosas más importantes. Lo que pides es un rescate real.
Y no volvió a mencionar a los animales.
A medida que avanzaba la noche y la luz se desvanecía, mi padre comenzó a entristecerse al recordar que a la mañana siguiente su hija sería conducida al sacrificio. Heracles, que había reparado en ello, le puso la mano en el brazo y le preguntó:
–¿Qué te aflige, rey Laomedonte? – Nada, señor, nada en absoluto. Heracles mostró una sonrisa singularmente dulce. – Gran rey, me consta que tu rostro refleja preocupación. ¡Cuéntame de qué se trata!
Y la historia surgió de manera atropellada, aunque, desde luego, presentada bajo las perspectivas más favorables a mi padre. Le explicó que lo acosaba un león enviado por Poseidón, que los sacerdotes habían ordenado el sacrificio de seis doncellas cada primavera y cada otoño, y que en aquella ocasión, entre las víctimas escogidas, había sido incluida Hesíone, su hija más querida.
Heracles permaneció pensativo unos instantes. – ¿Qué dijeron exactamente los sacerdotes? ¿Ningún troyano levantará su mano contra la bestia?
–Específicamente, señor -repuso el rey, brillantes los ojos.
–Entonces, tus sacerdotes no tendrán nada que oponer si un griego se alza contra ella, ¿no es cierto?
–Lógica conclusión, Heracles.
–Yo he matado muchos leones -prosiguió Heracles mirando a Teseo-, incluido el de Nemea, cuya piel visto.
Mi padre rompió a llorar.
–¡Oh, Heracles, libéranos de esta maldición! Si lo haces, nos consideraremos muy en deuda contigo. No hablo sólo en mi nombre, sino en el de mi pueblo, que ya ha sufrido la pérdida de treinta y seis doncellas.
Aguardé complacido con creciente expectación. Heracles no era un necio y no se ofrecería a eliminar un león enviado por un dios sin que mediase alguna compensación para sí.
–Rey Laomedonte -respondió el griego en voz bastante alta para atraerse todas las miradas-, te propongo un trato. Yo mataré a tu león a cambio de un par de caballos de tus cuadras, un semental y una yegua.
¿Qué podía hacer mi padre? Claramente acorralado por la naturaleza pública de aquella propuesta, no le quedó otra elección que acceder a ella a fin de que no se divulgara su inhumano egoísmo por toda la corte, entre sus parientes próximos y lejanos. De modo que asintió simulando cierta alegría.
–Si consigues acabar con ese león, tendrás lo que me pides, Heracles -respondió.
–Así sea.
Heracles permaneció inmóvil unos instantes, con mirada ausente, sin pestañear ni reparar en lo que sucedía. Luego suspiró, se recuperó y centró su atención en Teseo.
–Iremos mañana, Teseo. Mi padre dice que el león aparecerá a mediodía.
Incluso los griegos que lo acompañaban quedaron impresionados.
Con las delicadas muñecas cargadas de cadenas y los tobillos ceñidos por grilletes de oro, ataviadas con sus mejores ropas, los cabellos recién rizados y los ojos pintados, las seis muchachas aguardaban a que los sacerdotes entrasen en el patio que se encontraba frente al templo de Poseidón, constructor de murallas. Hesíone, mi hermanastra, se encontraba entre ellas, tranquila y resignada, aunque un ligero temblor en la comisura de su tierna boca denunciaba el terror que sentía. En el aire resonaban los lamentos y gemidos de padres y parientes, el tintineo de los pesados grilletes y la jadeante respiración de las seis aterradas muchachas. Me acerqué a besar a Hesíone y me marché; ella nada sabía del intento que Heracles realizaría para salvarla.
Tal vez la razón de no contárselo fue porque aún entonces sospechaba que no nos libraríamos tan fácilmente de la maldición, que si Heracles mataba al león, Poseidón, dios de los mares, lo sustituiría por algo mucho peor. Luego mis recelos se disiparon con nuestra precipitada marcha del santuario a la puertecilla posterior de la Ciudadela, donde Heracles había reunido a sus hombres. Tan sólo había escogido a dos ayudantes para la caza: al curtido guerrero Teseo y al jovenzuelo Telamón. En el último momento se detuvo para conferenciar con otro compañero, el rey lapita Piritoo: le oí decirle que los condujese a todos a la puerta Escea a mediodía y que aguardasen allí. Le urgía reemprender la marcha y lo comprendí: los griegos se dirigían a las tierras de las amazonas para robar el cinturón de su reina Hipólita antes de que llegara el invierno.
Tras el extraordinario trance sufrido la noche anterior en el gran salón, nadie puso en duda la afirmación de Heracles de que el león aparecería aquel día, aunque, de ser así, sería una fecha muy temprana para su traslado hacia el sur. Pero Heracles lo sabía. No en vano era el hijo de Zeus, señor de todos los dioses.
Mis cuatro hermanos, todos más jóvenes, Titón, Clitio, Lampo, Hicetaón, y yo acompañamos a Heracles con la escolta de nuestro padre y llegamos al lugar señalado en las cuadras antes de que los sacerdotes aparecieran con las muchachas. Heracles paseó arriba y abajo largamente en cada dirección estudiando el terreno. Luego regresó con nosotros y dispuso su posición de ataque con Telamón, armado con un gran arco, y Teseo, portador de una lanza. En cuanto a él, iba provisto de un enorme garrote.
Mientras subíamos a lo alto de un collado al abrigo del viento y del alcance de la vista, nuestro padre se quedó en el sendero para aguardar a los sacerdotes porque aquél era el primer día del sacrificio. A veces, las pobres criaturas se habían visto obligadas a aguardar muchas jornadas soportando sus áureas cadenas y durmiendo en el suelo, y sólo algunos jóvenes sacerdotes muy asustados les llevaban alimentos.
El sol ya había salido cuando apareció a la vista la comitiva procedente del santuario de Poseidón, constructor de murallas. En primer lugar marchaban las llorosas jovencitas empujadas por los sacerdotes, quienes entonaban sus cánticos rituales y golpeaban tambores con apagados sones. A continuación sujetaron las cadenas a unas estacas clavadas en el suelo a la sombra de un olmo y se escabulleron con toda la rapidez que su dignidad les permitía. Mi padre subió corriendo al collado hasta nuestro escondrijo y nos instalamos en la extensa pradera.
Durante un rato observé ociosamente, pues no esperaba que sucediera nada hasta mediodía. De pronto el joven Telamón salió de su refugio y corrió hacia donde se encontraban las muchachas agachadas tirando de sus grilletes. Oí que mi padre murmuraba algo acerca del descaro de los griegos mientras el joven abrazaba a mi hermanastra y recostaba su cabeza en su moreno y desnudo pecho. Hesíone era una hermosa jovencita que atraía la atención de muchos hombres, ¡pero aquel muchacho era un insensato al aventurarse a correr a su lado cuando podía aparecer en cualquier momento el león! Me pregunté si Telamón habría actuado con autorización de Heracles.
Hesíone se aferró con desesperación a sus brazos y entonces él inclinó la cabeza para susurrarle algo al oído y la besó larga y apasionadamente como a hombre alguno se le había permitido en la corta vida de mi hermana. A continuación, le enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y regresó corriendo al lugar donde lo había apostado Heracles. Hasta nosotros llegó un estallido de risas de los tres griegos que me hizo vibrar de rabia. ¡Se permitían reírse en un sacrificio sagrado! Pero, pese a la distancia que nos separaba, advertí que Hesíone había perdido su miedo y que se erguía orgullosa y con los ojos brillantes.
Hasta que finalizó la mañana prosiguió la hilaridad de los griegos y luego, de repente, guardaron un profundo silencio entre el que tan sólo se distinguía el rumor del viento troyano que soplaba incansable.
Alguien me tocó en el hombro. Giré en redondo entre los apresurados latidos de mi corazón creyendo que se trataba del león, pero me encontré con Tisanes, un criado de palacio destinado a mi servicio, que se inclinó y me susurró al oído:
–La princesa Hécuba requiere tu presencia, señor. Ha llegado el momento y la comadrona dice que su vida pende de un hilo.
¿Por qué las mujeres tienen que escoger siempre el momento más inoportuno? Le hice señas a Tisanes de que se sentara y permaneciera inmóvil y me volví a observar el sendero, que se sumergía en una hondonada después de una pequeña loma. Los pájaros habían interrumpido sus cantos, habían dejado de llamarse mutuamente, y el viento había cesado. Me estremecí.
El león remontó la loma y bajó sinuoso por el sendero. Era la bestia más grande que había visto en mi vida, de piel amarillenta, densa melena negra y cola coronada por un negro penacho.
En su costado derecho lucía la marca de Poseidón, un negro tridente. A mitad de camino, cuando se aproximaba al lugar donde se encontraba apostado Heracles, se detuvo bruscamente, levantó una zarpa del suelo y alzó la enorme cabeza al tiempo que agitaba la cola e inflaba los orificios de su nariz. Luego distinguió a sus víctimas paralizadas de terror y la grata perspectiva lo decidió. Inclinó la cola y corrió hacia ellas con los músculos contraídos y a velocidad increíble. Una muchacha lanzó un grito agudo y penetrante, pero mi hermana le masculló unas palabras que la apaciguaron.
Heracles surgió de las hierbas, gigantesco y cubierto con su piel de león, con el garrote en la diestra. El animal se detuvo y le mostró amenazador su amarillenta dentadura. Heracles agitó el garrote y profirió un grito de desafío mientras el león se encogía y saltaba hacia él. Pero también Heracles saltó y, bajo el espantoso despliegue de aquellas garras, arremetió contra la negra piel del vientre de la bestia con tal fuerza que le hizo perder el equilibrio. El animal retrocedió apoyándose en sus patas traseras y atacó al hombre con una zarpa mientras caía el garrote sobre él. Se oyó un crujido repugnante cuando el arma entró en contacto con la melena de la bestia, que agitó su zarpa al tiempo que el hombre se desviaba a un lado. De nuevo golpeó Heracles al león con un impacto menos intenso que el anterior porque la cabeza ya estaba fragmentada. ¡La lucha había terminado! El león yacía sobre el trillado sendero, la negra melena empapada con la cálida sangre que surgía de su cráneo.
Mientras Teseo y Telamón danzaban y bailaban, Heracles desenvainó su cuchillo y le cortó la garganta a la bestia. Mi padre y mis hermanos corrieron hacia los alborozados griegos y mi sirviente Tisanes fue en pos suyo mientras yo me volvía para emprender el camino hacia casa. Hécuba, mi esposa, estaba de parto y su vida se hallaba en peligro.
Las mujeres carecían de importancia. La muerte por parto era corriente entre los nobles y yo tenía otras nueve esposas y cincuenta concubinas, así como un centenar de hijos. Sin embargo, amaba a Hécuba como a ninguna: ella reinaría conmigo cuando yo ascendiera al trono. Su hijo no era importante, ¿pero qué sería de mí si ella moría? Sí, Hécuba me importaba a pesar de ser dárdana y haber traído consigo a Troya a su hermano Antenor.
Cuando llegué a palacio me encontré con que Hécuba aún no había alumbrado. Puesto que a los hombres nos estaba vetado presenciar los misterios femeninos, pasé el resto del día ocupado en mis quehaceres, que consistían en las tareas que el rey no se hallaba dispuesto a realizar.
Cuando oscureció comencé a inquietarme porque mi padre aún no se había puesto en contacto conmigo ni se oían exclamaciones de regocijo en el imponente complejo palaciego situado sobre la colina de Troya. Tampoco percibía voces griegas ni troyanas cerca de mí: tan sólo silencio. Me resultaba muy extraño.
–¡Alteza! ¡Alteza!
Ante mí apareció mi sirviente Tisanes con el rostro ceniciento, los ojos desorbitados por el terror y temblando de modo incontrolable.
–¿Qué sucede? – le pregunté al recordar que él se había quedado en el sendero del león para observar qué sucedía.
El hombre cayó de rodillas y se abrazó a mis tobillos.
–¡No me he atrevido a moverme hasta hace un momento, alteza! Luego he corrido y he venido directamente a verte sin hablar con nadie.
–¡Levántate, hombre! ¡Levántate y cuéntame qué sucede!
–¡El rey, tu padre, ha muerto, alteza! ¡Tus hermanos también han muerto! ¡Todos están muertos!
Una inmensa sensación de calma me inundó: por fin era rey.
–¿También los griegos?
–¡No, señor! ¡Los griegos los mataron!
–¡Tranquilízate y cuéntame qué ha sucedido, Tisanes!
–El tal Heracles estaba satisfecho de su hazaña, reía y cantaba mientras desollaba al león, y Telamón y Teseo se acercaron a las muchachas para liberarlas de sus cadenas. Una vez hubo extendido la piel del animal para que se secara, Heracles pidió al rey que lo acompañara a las caballerizas reales. Según dijo, deseaba escoger inmediatamente a su semental y su yegua porque debía partir cuanto antes.
Tisanes hizo una pausa para humedecerse los labios. – ¡Prosigue!
–El rey se enojó muchísimo, alteza. Negó haberle prometido nada a Heracles. Según dijo, la muerte del león había sido un juego para él. Y, aunque Heracles y sus compañeros se irritaron por igual, el rey no se ablandó.
¡Padre, padre! Estafar a un dios como Poseidón era una cosa… -los dioses son pausados y se demoran en tomar represalias- pero Heracles y Teseo no eran dioses, sino héroes, y los héroes son mucho más rápidos y terribles.
–Teseo se puso lívido, alteza. Escupió a los pies del rey y lo maldijo tachándolo de embustero y ladrón. El príncipe Titón desenvainó su espada, pero Heracles se interpuso entre ambos y le pidió al rey que cediese en su postura y efectuase la entrega convenida del semental y la yegua. El rey respondió que no pensaba dejarse extorsionar por un puñado de vulgares mercenarios griegos. De pronto reparó en que Telamón rodeaba con su brazo a la princesa Hesíone, se adelantó hacia él y lo abofeteó. La princesa se echó a llorar y también la abofeteó. El resto fue terrible, alteza.
Mi servidor se enjugó el sudor del rostro con mano temblorosa.
–Haz un esfuerzo, Tisanes, cuéntame lo que viste.
–Heracles pareció crecerse hasta alcanzar las dimensiones de un muro, alteza. Asió su garrote y derribó con él al rey en el suelo. El príncipe Titón intentó apuñalar a Teseo y fue atravesado por la lanza que éste aún empuñaba. Telamón cogió su arco y disparó contra el príncipe Lampo y, entonces, Heracles levantó del suelo a los príncipes Clitio e Hicetaón y aplastó sus cabezas una contra otra como si fueran bayas.
–¿Y dónde estabas tú durante ese tiempo, Tisanes?
–Escondido -replicó el hombre con la cabeza inclinada.
–De todos modos eres un esclavo, no un guerrero. Prosigue.
–Los griegos parecieron entrar en razón… Heracles recogió la piel del león y dijo que no había tiempo para ir en busca de los caballos, pues tenían que marcharse inmediatamente. Teseo señaló a la princesa Hesíone y dijo que en tal caso ella tendría que convertirse en su recompensa y que podían cedérsela a Telamón, puesto que estaba tan encariñado con ella, con lo que el honor de los griegos quedaría satisfecho. Y partieron al punto por la puerta Escea.
–¿Han salido ya de nuestras playas?
–Lo he preguntado por el camino, alteza. El guardián de la puerta dice que a primera hora de la tarde apareció Heracles, pero que no vio a Teseo, a Telamón ni a la princesa Hesíone. Todos los griegos marcharon por el camino de Sigeo, donde se encontraba su barco.
–¿Y las cinco muchachas restantes?
Tisanes inclinó de nuevo la cabeza.
–No lo sé, alteza. Sólo he pensado en informarte cuanto antes.
–¡Mentira! Te has ocultado hasta el crepúsculo porque tenías miedo. Ve al encuentro del mayordomo real y dile que busque a las jóvenes y que también debe traer los cadáveres de mi padre y de mis hermanos. Cuéntale cuanto me has dicho y ordénale en mi nombre que se encargue de todo ello. Ahora puedes retirarte, Tisanes.
Lo único que Heracles quería eran dos caballos. ¡Dos caballos! ¿No existiría remedio para la avaricia, ninguna ocasión en que la prudencia aconsejara actuar con generosidad? ¡Si por lo menos Heracles hubiera aguardado! Podía haber convocado una asamblea de la corte para recabar justicia, pues todos habíamos oído la promesa hecha por mi padre, y hubiera conseguido el premio merecido.
En lugar de ello habían prevalecido la ira y la codicia. Y yo me había convertido en el rey de Troya.
Olvidé a Hécuba y me dirigí al gran salón, donde golpeé el gong que convocaba a la corte en asamblea.
Acudieron rápidamente, ansiosos por conocer el resultado del encuentro con el león y preocupados por lo tardío de la hora. No era momento oportuno para que yo me instalase en el trono, por lo que permanecí a un lado y contemplé a mis pies el pequeño mar de rostros rebosantes de curiosidad, pertenecientes a mis hermanastros, mis primos de distintos grados y la alta nobleza emparentada con nosotros por medio del matrimonio. Allí se hallaba presente mi cuñado Antenor con la mirada despierta. Le hice señas para que se aproximase y golpeé en el suelo embaldosado de rojo con mi bastón de mando.
–Señores de Troya, el león de Poseidón ha muerto a manos de Heracles el griego -anuncié.
Antenor me miró de reojo, sorprendido. Por ser dárdano carecía de amigos en Troya, pero yo lo soportaba porque era hermano de Hécuba.
–En aquel momento abandoné la cacería, pero allí quedó mi criado, quien acaba de informarme de que los tres griegos asesinaron a nuestro rey y a mis cuatro hermanos. Hace demasiado tiempo que han zarpado y es inútil perseguirlos. Con ellos se han llevado a la princesa Hesíone como rehén.
Me fue imposible proseguir ante el escándalo que se produjo. Inspiré profundamente preguntándome hasta qué punto podía serles sincero y decidí que no debía decirles nada acerca del quebrantamiento de promesa de mi padre: estaba muerto y su memoria no debía ser mancillada, empañada por tan sórdido final. Sería preferible hacerles creer que los griegos habían llevado a cabo semejante atropello en represalia a su política de prohibición de comercio a los griegos en el Ponto Euxino.
Yo era el rey. Troya y la Tróade me pertenecían. Era el guardián del Helesponto y el vigilante del Ponto Euxino.
Golpeé de nuevo en el suelo con el bastón y los ruidos se disiparon al punto. ¡Qué diferente era ser rey!
–Os prometo que hasta el día de mi muerte nunca olvidaré lo que los griegos le han hecho a Troya -les dije-. Cada año en esta fecha estaremos de luto y los sacerdotes cantarán por la ciudad los pecados de los mercenarios griegos. Y tampoco cejaré en mi búsqueda de los medios más apropiados para hacerlos arrepentirse de su acción.
–Antenor, te nombro mi canciller. Prepara una proclama pública: en adelante no se permitirá a ningún griego entrar en el Ponto Euxino por el Helesponto. El cobre puede obtenerse en otros lugares, pero el estaño procede de Escitia. ¡Y cobre y estaño forman el bronce! Ninguna nación puede sobrevivir sin bronce. En el futuro los griegos tendrán que obtenerlo a un precio exorbitante de las naciones del Asia Menor, puesto que ellas poseen el monopolio del estaño. ¡Las naciones griegas entrarán en decadencia!
Me aclamaron de un modo ensordecedor. Sólo Antenor fruncía el entrecejo con aire dubitativo. Sí, tendría que llevármelo aparte y contarle la verdad. Entretanto le tendí mi bastón y corrí hacia mi palacio. De pronto había recordado que Hécuba se encontraba a las puertas de la muerte.
Una comadrona me aguardaba en lo alto de la escalera con el rostro inundado en llanto.
–¿Ha muerto, mujer?
La vieja bruja sonrió mostrando su desdentada boca entre su aflicción.
–¡No, no! ¡Lloro por la muerte de tu querido padre, señor!… Las noticias han circulado por todas partes. La reina se halla fuera de peligro y tienes un hijo hermoso y sano.
Habían devuelto a Hécuba de la silla paritoria a su gran lecho donde yacía, pálida y agotada, con un bulto envuelto en pañales en su brazo izquierdo. Nadie le había informado de lo sucedido ni yo pensaba hacerlo hasta que estuviera más fuerte. Me incliné a besarla y acto seguido contemplé al pequeño mientras ella apartaba las ropas para mostrarme su rostro. El cuarto hijo que me había dado yacía inmóvil y tranquilo, sin retorcerse ni contraer los rasgos como suelen hacer los recién nacidos. Era sorprendentemente hermoso, de cutis terso y marfileño en lugar de rojizo y arrugado. Tenía abundantes cabellos, negros y rizados, pestañas largas y también negras, cejas finamente arqueadas y de ojos tan oscuros que no pude discernir si eran azules o castaños.
Hécuba le acarició la perfecta barbilla.
–¿Qué nombre le pondrás, mi señor?
–París -repuse al instante.
Mi esposa parpadeó sorprendida.
–¿París? ¿«Casado con la muerte»? Es un nombre siniestro, señor. ¿Por qué no Alejandro como habíamos planeado?
–Se llamará París -respondí dándole la espalda.
No tardaría en enterarse de que aquella criatura estaba casada con la muerte desde el día de su nacimiento.
La dejé recostada en sus cojines, estrechando con delicadeza el bulto contra sus henchidos senos.
–¡París, mi pequeñín! ¡Qué hermoso eres! ¡Cuántos corazones destrozarás! ¡Te amarán todas las mujeres! ¡Oh, París, París!
CAPITULO DOS
NARRADO POR PELEO
Cuando mi nuevo reino de Tesalia estuvo en orden y pude confiar en aquellos que dejaba en Yolco para que cuidasen debidamente de mis asuntos, marché a la isla de Esciro. Estaba agotado, ansiaba la compañía de algún amigo y hasta el momento no tenía ninguno como el rey Licomedes de Esciro. Él podía considerarse afortunado: jamás había sido desterrado del reino paterno, ni había luchado con uñas y dientes para construirse otro reino propio, ni había emprendido guerras para defenderlo como yo. Sus antepasados habían reinado en aquella isla rocosa desde el inicio de los tiempos de los dioses y de los hombres y él había sucedido a su padre en el trono cuando éste murió en su propio lecho, rodeado de sus hijos, sus esposas y sus concubinas. Porque el padre de Licomedes seguía la Antigua Religión, al igual que él mismo, que no sometía a monogamia a los reyes de Esciro.
Fuese de la religión antigua o nueva, Licomedes podía aspirar a una muerte similar mientras que mis posibilidades no eran tan seguras. Aunque envidiaba su tranquila existencia mientras paseábamos por sus jardines, comprendí que él se había perdido muchos placeres de la vida. Su reino y su reinado le importaban mucho menos que a mí los míos; desempeñaba su labor de manera minuciosa y concienzuda y tenía a un tiempo buen corazón y era hábil gobernante, pero carecía de esa firme decisión para aferrarse a lo que le pertenecía porque nadie le había amenazado jamás con arrebatárselo.
Yo conocía sobradamente el significado de la derrota, el hambre y la desesperación. Y amaba a mi nuevo reino de Tesalia conseguido con dureza como él nunca amaría a Esciro. ¡Tesalia, mi Tesalia! ¡Yo, Peleo, era su gran soberano! Los reyes me debían fidelidad. Yo, Peleo, que no había puesto el pie en Ática hasta hacía unos años, gobernaba a los mirmidones, los hombres hormiga de Yolco.
–Piensas en Tesalia -dijo Licomedes interrumpiendo mi meditación.
–¿Cómo dejar de hacerlo?
Hizo un ademán displicente con su blanca y lánguida mano.
–No comparto tu conmovedor entusiasmo, mi querido Peleo. Mientras yo me consumo poco a poco, tú ardes con viveza y energía. Aunque me alegra que sea así. Si estuvieras en mi lugar, no te habrías detenido hasta apoderarte de todas las islas existentes entre Creta y Samotracia.
Me recosté en un nogal y suspiré.
–Sin embargo estoy muy cansado, viejo amigo. Ya no soy tan joven.
–Una verdad tan evidente que no merece mencionarse.
Me observó pensativo con sus ojos claros.
–¿Sabes que se te considera el mejor hombre de Grecia, Peleo? Incluso en Micenas han reparado en ti.
Me erguí y seguí caminando.
–No soy más ni menos que cualquier hombre.
–Niégalo si así gustas, pero seguirá siendo cierto. ¡Lo tienes todo, Peleo! Un cuerpo magnífico, una mente astuta y sutil, genio para el liderazgo y talento para inspirar amor a tu pueblo… ¡Vamos, incluso eres guapo!
–Sigue elogiándome así y tendré que hacer mi equipaje y marcharme, Licomedes.
–Tranquilízate, ya he terminado. En realidad deseo comentarte algo. Los elogios que te dirigía conducían a ello.
Lo miré con curiosidad.
–¿De qué se trata?
Se humedeció los labios y frunció el entrecejo decidido a sumergirse en aguas turbulentas sin mayor dilación.
–Tienes treinta y cinco años, Peleo. Eres uno de los cuatro grandes soberanos de Grecia y por consiguiente disfrutas de enorme poder en el país. Sin embargo, no tienes esposa ni reina. Y… puesto que te has adherido totalmente a la Nueva Religión y has escogido la monogamia, ¿cómo asegurarás la sucesión en Tesalia si no tomas esposa?
No pude contener una sonrisa.
–¡Eres un farsante, Licomedes! ¡Seguro que ya me la has escogido!
El hombre se mostró cauteloso.
–Tal vez. A menos que pienses de otro modo.
–Suelo pensar en el matrimonio. Por desdicha no se me ocurre candidata alguna.
–Conozco a una mujer que te atraería muchísimo y que sin duda sería una magnífica consorte.
–¡Adelante, hombre! Te escucho con el mayor interés.
–Y riéndote entre dientes. Pero no me interrumpiré. Se trata de la gran sacerdotisa de Poseidón en Esciro, y pese a que el dios le ha ordenado que se case, ella sigue célibe. Aunque no puedo obligar a tan alto personaje a obedecerme, por el bien de mi pueblo y de mi isla debo persuadirla para que se case.
En aquel momento lo miré sorprendido.
–¡Soy un recurso para ti, Licomedes!
–¡No, no! – exclamó con el rostro contraído-. ¡Escúchame, Peleo!
–¿Poseidón le ha ordenado que se case?
–Sí. Los oráculos dicen que, si no lo hace, el dios de los mares abrirá la tierra de Esciro y sumergirá mi isla en las profundidades de sus reinos.
–¿Oráculos, en plural? ¿De modo que has consultado a varios?
–Incluso a la pitonisa de Delfos y al robledal de Dodona. Y la respuesta es siempre la misma: Cásala o perecerás.
–¿Por qué es tan importante? – inquirí fascinado. – Por ser hija de Nereo, antiguo dios del mar -repuso impresionado-. Por consiguiente es de origen semidivino y comparte su devoción: por herencia de sangre pertenece a la Antigua Religión y, sin embargo, sirve a la Nueva. Conoces la mutación constante experimentada por nuestro mundo griego desde que Creta y Thera se desmoronaron. ¡Fíjate en Esciro! Nunca estuvimos tan dominados por la Madre como Creta, Thera o los reinos de la isla de Pélops (los hombres siempre han reinado allí por derecho) pero la Antigua Religión es muy fuerte. Sin embargo, Poseidón pertenece a la Nueva Religión y estamos bajo su dominio, no sólo es dios de los mares que nos rodean sino también de los temblores de tierra.
–Comprendo que a Poseidón le enoje que una mujer de la Antigua Religión sea su gran sacerdotisa -repuse lentamente-. Pero debió sancionar su designación.
–Así fue, pero ahora está irritado. ¡Ya conoces a los dioses, Peleo! ¿Cuándo son consecuentes? Pese a su previo consentimiento, en estos momentos está enojado y no desea que su altar sea atendido por una hija de Nereo.
–¡Licomedes, Licomedes! ¿Crees sinceramente esas historias de seres engendrados por los dioses? – inquirí incrédulo-. ¡Me has defraudado! El supuesto hijo de un dios suele ser un bastardo y, por lo general, por gentileza de algún pastor o de algún mozo de cuadras.
El hombre agitó los brazos como una ave asustada.
–¡Sí, lo sé! ¡Sé todo eso, Peleo, y sin embargo lo creo! Tú no la has visto, no la conoces. Yo sí. Es la criatura más singular… Si la ves, comprenderás sin duda alguna que procede del mar.
En aquel momento me sentí ofendido.
–¡No logro dar crédito a mis oídos! ¡Gracias por el cumplido! ¿Pretendes endilgar al gran rey de Tesalia una extraña y demente criatura? ¡Pues bien, no la quiero!
Me asió fuertemente del brazo con ambas manos.
–¿Me crees capaz de jugarte semejante pasada, Peleo? No me he expresado claramente… no pretendía insultarte. ¡Te lo juro! Sólo que al verte después de tantos años me pareció intuir que era la mujer adecuada para ti. No le faltan ilustres pretendientes: todos los solteros de noble cuna de Esciro se han interesado por ella, pero los ha rechazado a rajatabla. Dice que aguarda a aquel que el dios le ha prometido enviarle con una señal.
–De acuerdo, Licomedes -repuse con un suspiro-. La veré. Pero no me comprometo a nada, ¿comprendido?
El sagrado recinto y el altar de Poseidón -no se trataba de un templo como tal- se encontraban en el extremo más alejado de la isla, el menos fértil y la zona menos habitada, localización algo peculiar para el principal santuario del dios de los mares. Su favor era vital para cualquier isla rodeada por todas partes de sus acuáticos dominios. Su talante y su gracia decidían si prevalecería la prosperidad o la hambruna, no en vano era el causante de los temblores de la tierra. Yo mismo había sido testigo de los frutos de su ira: ciudades enteras habían quedado arrasadas como el oro laminado bajo el martillo del herrero. Poseidón se irritaba fácilmente y se sentía muy celoso de su prestigio. Me constaba que Creta se había desmoronado en dos ocasiones a efectos de su venganza, cuando sus reyes, tan henchidos de su propia importancia, habían olvidado cuánto le debían. Y lo mismo había sucedido con Thera.
Si se rumoreaba que la mujer que Licomedes deseaba que yo viera era descendiente de Nereo, que había reinado en los mares cuando Cronos gobernaba el mundo desde el Olimpo, comprendía que los oráculos exigieran la retirada de sus funciones. Zeus y sus hermanos no tenían tiempo para los antiguos dioses a quienes habían derrocado. En realidad, ¿quién perdona fácilmente a un padre que lo devora?
Me presenté solo y a pie en el recinto, con sencillas ropas de caza y arrastrando mi ofrenda con una cuerda. Deseaba que ella me considerara un ser vulgar, que no supiera que se encontraba ante el gran rey de Tesalia. El altar estaba instalado sobre un enorme promontorio que dominaba una pequeña cueva. Me abrí camino con sigilo entre el sagrado bosquecillo que se encontraba delante, aturdido por el silencio y la densa y asfixiante santidad del lugar. Incluso el rumor del mar se amortiguaba en mis oídos, aunque las olas llegaban lentamente y se estrellaban en blancas burbujas contra las rocas de la accidentada base del precipicio. El fuego eterno ardía ante el sencillo altar en un trípode de oro. Me acerqué a él, me detuve y atraje mi ofrenda a mi lado.
La mujer salió a la luz del sol casi de mala gana, como si prefiriese morar en una fría y líquida filtración del día. La miré fascinado. Era menuda, esbelta y delicada y, sin embargo, poseía cierta calidad que no era femenina. En lugar del atavío habitual, con sus adornos y bordados, llevaba una sencilla túnica de fino y transparente lino egipcio, tras el que se percibía con claridad el color de su piel pálida y azulada, aunque confusa porque el tejido estaba teñido de modo inexperto. Sus labios eran gruesos pero tenuemente rosados, sus ojos, cambiantes de color, exhibían todos los matices y tonalidades del mar -grises, azules, verdes, incluso morados como el vino- y no se pintaba el rostro, sólo una tenue línea negra contorneaba sus ojos y se extendía hacia arriba de modo que le confería un aspecto algo siniestro. Sus cabellos eran incoloros, de un blanco ceniciento, con un brillo que casi parecía azulado entre la oscuridad del recinto.
Me adelanté y le tendí mi ofrenda.
–Señora, soy un visitante de tu isla y he venido a ofrecer un sacrificio al padre Poseidón.
Con una señal de asentimiento cogió la cuerda que le tendía y a continuación examinó el blanco ternero con mirada experta.
–El padre Poseidón se sentirá complacido. Hace tiempo que no veía un animal tan espléndido.
–Puesto que los caballos y los terneros son sagrados para él, me pareció adecuado ofrecerle lo que más le agrada, señora.
Ella miró con fijeza la llama del altar.
–El tiempo no es oportuno para realizar un sacrificio. Lo ofreceré más tarde -dijo.
–Como gustes, señora -repuse.
Y me volví dispuesto a marcharme.
–Aguarda.
–¿Qué deseas, señora?
–¿Quién debo decirle que se lo ofrece?
–Peleo, rey de Yolco y gran soberano de Tesalia.
Sus ojos mudaron rápidamente del azul claro al gris oscuro.
–No eres un hombre vulgar. Tu padre era Eaco y su padre el propio Zeus. Tu hermano Telamón reina en Salamina y eres de casta real.
–Sí -repuse sonriente-, soy hijo de Eaco y hermano de Telamón. En cuanto a mi antepasado… no tengo idea. Aunque dudo que fuese el rey de los dioses. Tal vez se tratara de algún bandido que se encaprichó de mi abuela.
–La impiedad conduce al castigo divino, rey Peleo -repuso en tono mesurado.
–No creo comportarme como un impío, señora. Rindo culto y ofrendas a los dioses con fe absoluta.
–Sin embargo, niegas que Zeus sea antepasado tuyo. – Tales historias suelen contarse para ensalzar los derechos de un hombre al trono, como sin duda sucedió en el caso de mi padre Eaco, señora.
La mujer acarició el hocico del blanco ternero con aire distraído.
–Debes de alojarte en palacio. ¿Por qué el rey Licomedes te ha dejado venir solo y sin anunciarte?
–Porque así lo he querido, señora.
Ató el animal a una anilla de una columna y siguió dándome la espalda.
–¿Quién acepta mi ofrenda, señora?
Me miró por encima del hombro con ojos de un gris frío y neutro.
–Soy Tetis, hija de Nereo, y no por meras habladurías, rey Peleo. Mi padre es un gran dios.
Había llegado el momento de irse. Le di las gracias y me marché.
Pero no llegué muy lejos. Me deslicé sendero abajo hasta la cueva procurando no ser visto desde el santuario, oculté mi lanza y mi espada tras una roca y me tendí sobre la arena cálida y amarilla protegido por el saliente de una roca. Tetis, Tetis… Sin duda reflejaba la esencia marina. Comprobé que incluso yo mismo deseaba creer que era hija de un dios, porque había mirado profundamente aquellos ojos camaleónicos y había encontrado en ellos todas las tormentas y calmas que afectan al mar, el eco de un indescriptible fuego helado. Y deseaba que fuese mi esposa.
También ella se había interesado por mí: mis años y mi larga experiencia así me lo hacían creer. El quid de la cuestión era cuan intensa sería la atracción en ella; por mi parte sentía una premonición derrotista. Tetis no se casaría conmigo como no lo había hecho con otros excelentes partidos que la habían cortejado. Pese a no ser misógino, las mujeres sólo me habían importado para satisfacer los deseos que hasta los grandes dioses experimentan con igual intensidad que los humanos. A veces me acostaba con alguna mujer de la casa, pero hasta aquel momento no había amado a nadie. Lo supiera ella o no, Tetis me pertenecía. Y como yo había abrazado la Nueva Religión en todos sus aspectos, no tendría otras esposas que rivalizaran con ella. Sería mi única consorte.
El sol caía sobre mi espalda con creciente intensidad. Llegaba el mediodía. Me despojé de mi traje de caza para que los cálidos rayos de Helio penetrasen en mi piel. Pero no podía yacer tranquilo, tuve que sentarme y miré irritado al mar increpándolo por aquel nuevo problema. Luego cerré los ojos y me arrodillé.
–¡Sé propicio conmigo, padre Zeus! – exclamé-. Sólo en mis mayores necesidades y aprietos te he rogado como quien busca el auxilio de su antepasado. Pero ahora así lo hago, apelo a tu parte más amable y benéfica. Nunca has dejado de escucharme porque nunca te he agobiado con trivialidades. ¡Ayúdame ahora! ¡Te lo ruego! ¡Dame a Tetis como me diste Yolco y a los mirmidones, al igual que has puesto toda Tesalia en mis manos! ¡Dame una reina apropiada para que ocupe el trono mirmidón e hijos poderosos que ocupen mi puesto cuando yo falte!
Permanecí largo rato arrodillado y con los ojos cerrados y al levantarme descubrí que nada había cambiado. Pero era de esperar: los dioses no obran milagros para inculcar la fe en los corazones humanos. Entonces la descubrí. El viento agitaba su tenue túnica hacia atrás como un estandarte, sus cabellos brillaban como cristales al sol y levantaba el rostro con expresión absorta. A su lado se encontraba el blanco ternero y en la diestra sostenía una daga. El animal avanzaba tranquilo hacia su sino, incluso se instaló ante sus piernas cuando ella se arrodilló al borde de las rompientes olas y no se revolvió ni gimió cuando lo degolló y lo sostuvo mientras brillantes regueros de color escarlata recorrían los muslos y los desnudos y blancos brazos de la mujer. Las aguas que la rodeaban se volvieron rojas mientras las cambiantes corrientes absorbían la sangre del animal en su propia sustancia y la consumían.
Ella no me había visto, ni me vio al adentrarse en las olas arrastrando el cadáver del animal hasta que se halló a suficiente profundidad para colgárselo del cuello y seguir su marcha. A cierta distancia de la playa se encogió de hombros para soltar su carga, que se hundió al punto en las aguas. Una roca grande y lisa sobresalía del mar; llegó hasta ella, la escaló y su silueta se recortó contra el claro cielo. Entonces se tendió de espaldas, apoyó la cabeza en los brazos cruzados y pareció adormecerse.
Un ritual extravagante, no tolerado por la Nueva Religión. Tetis había aceptado mi ofrenda en nombre de Poseidón, pero la había sacrificado a Nereo. ¡Aquello era un sacrilegio! ¡Y se trataba de la gran sacerdotisa de Poseidón! ¡Ah, Licomedes, no te equivocabas! ¡En ella se esconde el germen de la destrucción de Esciro! No le entrega al dios de los mares lo que le corresponde ni lo respeta como causante de los temblores de tierra.
El aire era denso y tranquilo y las aguas, límpidas. Pero cuando me adentré en las olas temblaba como si sufriera escalofríos. El mar no tenía la facultad de refrescarme mientras nadaba. Afrodita había clavado en mí sus afiladas uñas hasta herirme en los mismos huesos. Tetis era mía. La conseguiría y salvaría al pobre Licomedes y su isla.
Al llegar a la roca me así a un saliente lateral y me aupé con un esfuerzo que hizo crujir mis músculos. Me incliné sobre ella y súbitamente comprendió que estaba más próximo que el palacio sobre la ciudad de Esciro. Pero no dormía: sus ojos, de un verde suave y soñador, estaban abiertos. Se apartó a un lado y me miró con negra ira.
–¡No me toques! – jadeó-. ¡Ningún hombre se atreve a tocarme! ¡Me he entregado al dios!
La así bruscamente por el tobillo.
–Tus votos al dios no son permanentes, Tetis. Estás en libertad de contraer matrimonio. Y te casarás conmigo.
–¡Pertenezco al dios!
–En tal caso, ¿a qué dios? ¿Te expresas en nombre de uno y ofreces sacrificios a otro? Me perteneces y lo desafiaré todo. Si el dios… ¡el que sea!, exige mi muerte por ello, la aceptaré sin protestas.
Trató de deslizarse hasta el mar desde la roca mascullando entre angustiada y presa del pánico. Pero yo fui más rápido, la así por la pierna y la arrastré hacia mí mientras la mujer arañaba la arenosa superficie haciendo rechinar sus uñas. Le cogí la muñeca y le solté el tobillo obligándola a ponerse en pie.
Tetis se revolvió contra mí como diez gatos monteses, toda dientes y uñas, atacándome con mordiscos y patadas en silencio mientras yo la aferraba entre mis brazos. Se escabulló en varias ocasiones pero otras tantas volví a capturarla, ambos cubiertos de sangre. Yo tenía el hombro arañado, ella el labio partido y mechones de cabellos de ambos volaban entre el viento. No hubo violación, tampoco yo pretendía llevarla a cabo; era una simple pugna de fuerzas, hombre contra mujer, la Nueva Religión contra la Antigua, que concluyó como suelen hacerlo tales enfrentamientos: con la victoria masculina.
Nos desplomamos en la roca con un impacto que la dejó sin aliento. Su cuerpo había quedado debajo del mío y la sujetaba por los hombros. La miré al rostro.
–La lucha ha concluido, te he vencido.
Ladeó la cabeza con labios temblorosos.
–Eres tú, lo supe desde el momento en que entraste en el santuario. Cuando fui consagrada a su servicio, el dios me dijo que llegaría un hombre por mar, un hombre del cielo que disiparía el océano de mi mente y me haría su reina. – Suspiró-. Así sea.
Instalé a Tetis en el trono de Yolco entre honores y pompa y al cabo de un año de vida en común ella se quedó embarazada, la dicha definitiva de nuestra unión. Fuimos más felices que nunca durante aquellas largas lunas en que esperábamos a nuestro hijo. Ninguno de los dos pensábamos en la posibilidad de que fuese una niña.
Aresuna, mi propia niñera, fue designada como principal comadrona, de modo que cuando Tetis comenzó con los esfuerzos del parto me sentí profundamente impotente: la vieja ejerció su autoridad y me envió al otro extremo de mi palacio. Durante todo un circuito del carro de Febo permanecí solo, sin hacer caso de los sirvientes que me rogaban que comiera o bebiera, aguardando incansable. Hasta que, entrada la noche, Aresuna acudió a mi encuentro. No se había molestado en cambiarse la túnica de comadrona e iba manchada de sangre. Se acurrucó junto a mí, marchita y angustiada, con el arrugado rostro contraído por el dolor. Sus ojos hundidos en las negras cuencas vertían amargo llanto.
–Era un niño, señor, pero ni siquiera ha respirado. La reina está bien, ha perdido sangre y está muy cansada, pero su vida no corre peligro.
Unió las manos en expresión suplicante.
–¡Te juro que no he hecho nada malo, señor! ¡Era un niño hermoso, espléndido! ¡Ha sido voluntad de la diosa!
No pude soportar que viera mi rostro a la luz de la lámpara. Le di la espalda y me alejé tan afligido que no podía llorar.
Transcurrieron varios días hasta que cobré ánimos para ver a Tetis. Cuando por fin entré en su habitación me sorprendió encontrarla sentada en su gran lecho, con aire saludable y satisfecho. Formuló todas las expresiones correctas acompañadas de palabras que expresaban su pesar, pero comprendí que no eran sinceras. ¡La mujer se sentía complacida!
–¡Nuestro hijo ha muerto, mujer! – exclamé-. ¿Cómo puedes soportarlo? ¡Jamás conocerá el significado de la vida! ¡Nunca ocupará mi lugar en el trono! ¡Lo has llevado nueve meses en tu seno… para nada!
Me dio unos golpecitos en la mano con aire condescendiente.
–¡Oh, queridísimo Peleo, no te aflijas! Nuestro hijo no disfruta de existencia mortal, ¿pero has olvidado que soy una diosa? Puesto que no ha llegado a respirar aire terreno le pedí a mi padre que le concediese vida eterna, a lo que él accedió gustoso. ¡Nuestro hijo vive en el Olimpo! ¡Come y bebe con los otros dioses, Peleo! Nunca reinará en Yolco, pero disfruta de algo inalcanzable para cualquier ser mortal. Al morir, jamás hallará la muerte.
Mi asombro se trocó en repulsión. La miré y me pregunté cómo había llegado a arraigar de tal modo en ella aquella historia de la divinidad. Era tan mortal como yo y su hijo lo había sido como nosotros. Entonces advertí su mirada plena de confianza y me sentí incapaz de decirle lo que deseaba. Si creer semejante absurdo extinguía su pena, que así fuera. Vivir con Tetis me había enseñado que ella no pensaba ni se comportaba como todas las mujeres. De modo que acaricié sus cabellos y me marché.
En el transcurso de los años me dio seis hijos y todos nacieron muertos. Cuando Aresuna me comunicó la muerte del segundo niño estuve a punto de enloquecer y no pude soportar la visión de Tetis durante varias lunas porque sabía lo que me diría: que nuestro hijo muerto era un dios. Pero al final el amor y el deseo siempre me devolvían junto a ella y repetíamos aquel ciclo fantasmal una y otra vez.
Cuando nació muerta la sexta criatura -¿cómo era posible si el embarazo había llegado a su término y el pequeño yacía en su carrito funerario con aspecto robusto pese a su azulada piel?– me prometí que no obsequiaría al Olimpo con más hijos. Hice consultar a la pitonisa de Delfos y la respuesta fue que Poseidón estaba enojado, que se sentía ofendido por haberle robado a su sacerdotisa. ¡Vaya hipocresía! ¡Qué locura! ¡Primero no la quería y luego se resentía por haberla perdido! Ciertamente que los hombres no pueden comprender las mentes ni los hechos de los dioses, antiguos ni nuevos.
Durante dos años no cohabité con Tetis, pese a que me estuvo rogando que engendráramos más hijos para el Olimpo. Luego, al final del segundo año, sacrifiqué a Poseidón hacedor de caballos un potro blanco ante todo mi pueblo, los mirmidones.
–¡Retira tu maldición y concédeme un hijo vivo! – le rogué.
La tierra retumbó en sus entrañas, la sagrada serpiente salió disparada de debajo del altar como un relámpago marrón y la tierra se estremeció espasmódicamente. Una columna se desplomó a mi lado mientras yo permanecía impasible, se abrió una grieta entre mis pies y me sentí asfixiar con el hedor a azufre, pero me mantuve imperturbable hasta que el temblor se extinguió y la fisura se cerró. El potro blanco yacía en el altar exangüe y patéticamente inmóvil. Al cabo de tres meses Tetis me comunicó que estaba embarazada de nuestro séptimo hijo.
Durante todo aquel tiempo agobiante la hice vigilar más estrechamente que un halcón a los polluelos en su nido. Ordené a Aresuna que durmiera en su mismo lecho y amenacé a las mujeres de la casa con indecibles torturas si la dejaban sola un instante a menos que mi antigua niñera se hallara presente. Tetis soportó aquellos «caprichos», como ella los calificaba, con paciencia y buen humor, jamás discutió ni trató de desafiar mis dictados. En una ocasión se me erizaron los cabellos y me provocó escalofríos al oírla entonar un extraño e inarmónico cántico de la Antigua Religión. Pero cuando le ordené que callase me obedeció y jamás volvió a cantarlo. El parto era inminente y yo comencé a abrigar esperanzas. ¡Siempre había sido temeroso de los dioses! ¡Sin duda me debían un hijo vivo!
Tenía una armadura completa que había pertenecido a Minos y que constituía mi más preciado tesoro. Era un objeto maravilloso. Estaba laminado en oro sobre cuatro capas separadas de bronce y tres de estaño, con incrustaciones de lapislázuli, ámbar, coral y cristal que configuraban un dibujo extraordinario. El escudo, de similar construcción, tenía proporciones humanas y era como dos escudos unidos uno sobre otro, por lo que se estrechaba en el centro a modo de cintura. En cuanto a la coraza, las grebas, el casco, el faldellín y los protectores de los brazos estaban destinados para un hombre de mayores proporciones que yo, Minos, que la había llevado cuando paseaba por su reino de Creta confiando en que nunca la necesitaría para protegerse y que sólo deseaba demostrar su riqueza a su pueblo. En su caída le fue inútil, porque Poseidón lo aplastó a él y a su mundo por no suscribirse a la Nueva Religión. En Creta y Thera siempre había reinado madre Kubaba, la gran diosa de la Antigua Religión, reina de la tierra y todopoderosa.
Con la armadura de Minos guardaba una lanza de fresno de las laderas del monte Pelión, rematada por una pequeña cabeza forjada de un metal llamado hierro, tan raro y precioso que muchos lo creían una leyenda, pues pocos lo habían visto. La experiencia me había demostrado que la lanza volaba de modo infalible hasta su objetivo y sin embargo pesaba como una pluma en mi mano, por lo que cuando dejé de necesitarla para su uso bélico la guardé con la armadura. Se llamaba Viejo Pelión.
Cuando debía nacer mi primer hijo había desenterrado aquellas curiosidades para limpiarlas y pulirlas, convencido de que la criatura crecería hasta convertirse en un hombre bastante grande para utilizarlas. Pero al ver que mis descendientes seguían naciendo muertos las devolví a las cámaras del tesoro para sumirlas en una oscuridad menos negra que mi desesperación.
Unos cinco días antes de que Tetis debiera recluirse para alumbrar a nuestro séptimo hijo cogí una lámpara, bajé los desiguales peldaños de piedra que conducían a las entrañas de palacio y me interné por los pasadizos hasta la gran puerta de madera tras la que se ocultaba el tesoro. Me preguntaba a mí mismo por qué me encontraba allí y no hallaba respuesta satisfactoria. Abrí y traté de vislumbrar algo entre las tinieblas, pero descubrí un haz de luz dorada en el otro extremo del inmenso recinto. Apagué la llama que me iluminaba y me deslicé sinuoso con la mano en la daga. El lugar estaba atestado de urnas, baúles y cofres que contenían objetos sagrados, por lo que debía escoger cuidadosamente mi camino.
A medida que me aproximaba distinguí el inconfundible sonido de llanto femenino. Mi niñera Aresuna estaba sentada en el suelo y abrazaba el casco áureo que había pertenecido a Minos, cuyas delicadas plumas surgían entre sus arrugadas manos. Lloraba queda pero amargamente, gemía y prorrumpía en la cantinela plañidera de Egina, la isla de la que ambos procedíamos, reino de Eaco. ¡Oh Coré! ¡Aresuna ya lloraba por mi séptimo hijo!
No podía dejar de consolarla, escabullirme y simular que nada había visto ni oído. Cuando mi madre le ordenó que me diera su seno ella ya era una mujer madura, me crió ante su distraída mirada y me siguió como un perro fiel por una docena de naciones. Y al conquistar Tesalia la elevé a un alto rango en mi casa. Así pues, me acerqué a ella, la toqué suavemente en el hombro y le rogué que no llorara. Le quité el casco y estreché su rígido y anciano cuerpo contra mi pecho mientras le decía muchas tonterías para tratar de consolarla pese al sufrimiento que yo mismo sentía. Por fin se tranquilizó y aferró sus huesudos dedos a mis ropas.
–¿Por qué se lo permites, querido señor? – dijo con voz ronca.
–¿Qué le permito? ¿A quién?
–A la reina -repuso entre hipos.
Entonces comprendí que su dolor la había transtornado un poco: de no ser así no hubiera podido consentírselo. Aunque me era mucho más querida que mi propia madre, ella siempre había sido consciente de la diferencia de nuestros rangos. La así con tal fuerza que gimió y se retorció.
–¿Qué pasa con la reina? ¿Qué es lo que hace?
–¡Mata a tus hijos!
Me sobresalté.
–¿Que Tetis mata a mis hijos? ¿Cómo es eso? ¡Explícate!
La mujer se contuvo y me miró con repentino horror al comprender que yo no sabía nada.
La agité violentamente.
–Será mejor que prosigas, Aresuna. ¿Cómo mata a mis hijos? ¿Y por qué? ¿Por qué?
Pero ella apretó los labios y no respondió, fija en la llama la aterrada mirada. Desenfundé mi daga y apreté su punta contra la piel flaccida de la anciana.
–¡Habla, mujer, o por el poderoso Zeus te juro que te arrancaré los ojos y las uñas… lo que sea necesario para desatar tu lengua! ¡Habla, Aresuna, habla!
–¡Ella me maldecirá y eso es mucho peor que cualquier tortura, Peleo! – repuso temblorosa.
–La maldición sería perversa y se volvería contra quien la profiriese. ¡Cuéntamelo, por favor!
–Estaba convencida de que tú lo sabías y lo consentías, señor. Tal vez ella esté en lo cierto… Tal vez la inmortalidad sea preferible a vivir en la tierra si uno no envejece.
–Tetis está loca -respondí.
–No, señor, es una diosa.
–No lo es, Aresuna. ¡Apostaría mi vida en ello! Es una mujer corriente y mortal.
La mujer no parecía convencida.
–Ha matado a todos tus hijos, Peleo. Con la mejor intención, pero así ha sido.
–¿Cómo ha hecho semejante cosa? ¿Ingiere alguna poción?
–No, querido señor. Es mucho más sencillo. Cuando la instalamos en la silla paritoria despide a todas las mujeres de la sala menos a mí. Entonces me ordena que coloque un cubo de agua de mar debajo de ella, y en cuanto aparece la cabeza del pequeño la sumerge en el agua y la mantiene hasta que no le es posible respirar.
Abrí y cerré los puños con fuerza.
–¡Por eso están azules! – exclamé.
Me levanté y le ordené:
–Regresa con ella para que no te eche de menos. Te doy mi palabra real de que nunca divulgaré lo que me has dicho y que cuidaré de que no pueda causarte daño. Vigílala y, cuando comience el parto, comunícamelo inmediatamente. ¿Está claro?
La mujer asintió. Había interrumpido su llanto y había perdido su terrible sensación de culpabilidad. Me besó las manos y marchó apresuradamente.
Permanecí sentado, inmóvil, con las lámparas apagadas. Tetis había matado a mis hijos. ¿Por qué? Por alguna insensata y quimérica pesadilla, por superstición, por capricho. Los había privado del derecho a ser hombres, había cometido crímenes tan horribles que deseaba ir a su encuentro y atravesarla con mi espada. Pero aún llevaba en su seno a mi séptimo hijo: la espada tendría que aguardar. Y la venganza correspondía a los dioses de la Nueva Religión.
Cinco días después de haber hablado con Aresuna, la anciana corrió a mi encuentro con el cabello alborotado por el viento. Anochecía y yo había bajado a las cuadras para ver a mis sementales porque se aproximaba la época de apareamiento y los dueños de los caballos deseaban darme el programa para formar las parejas.
Regresé rápidamente a palacio con la anciana colgada de mi cuello, como si yo mismo fuera un corcel.
–¿Qué te propones? – me preguntó cuando la dejé ante la puerta de Tetis.
–Entrar contigo -repuse.
–¡Pero eso está prohibido, señor! – exclamó con un grito sofocado.
–También lo está el crimen -repuse.
Y abrí la puerta.
El nacimiento es un misterio femenino que no debe ser profanado por ninguna presencia masculina. Es un mundo terreno que carece de cielo. Cuando la Nueva Religión superó a la Vieja algunas cosas no cambiaron: madre Kubaba, la gran diosa, aún rige los asuntos femeninos. En especial todo cuanto tiene que ver con el crecimiento del nuevo fruto humano y de arrebatarlo, aún prematuro, en perfecta madurez o marchito por la edad.
De modo que, cuando entré, por unos momentos nadie me vio: tuve tiempo para observar, oler y escuchar. La habitación apestaba a sangre, sudor y otras cosas horribles y extrañas para un hombre. Era evidente que el parto se hallaba ya muy avanzado porque, en aquellos momentos, las mujeres trasladaban a Tetis del lecho a la silla paritoria entre las maniobras, órdenes y ajetreo de las comadronas. Mi mujer estaba desnuda y su abdomen, hinchado de modo grotesco, parecía casi luminoso a causa de la distensión. Las mujeres dispusieron sus piernas cuidadosamente sobre la dura superficie de madera, a ambos lados del amplio hueco del asiento destinado a despejar el fin del canal del nacimiento, el lugar por donde aparecería la cabeza de la criatura seguida de su cuerpo.
Cerca de la silla se encontraba un cubo de madera rebosante de agua, pero las mujeres no le dirigieron ninguna mirada porque no imaginaban para qué se encontraba allí.
Al verme se abalanzaron contra mí indignadas, pensando que el rey se había vuelto loco y decididas a echarme de allí. Empujé a la que tenía más próxima y la tiré al suelo, y las demás retrocedieron asustadas. Aresuna estaba inclinada sobre el cubo murmurando sortilegios para alejar el mal de ojo y no se movió cuando las eché y atranqué la puerta.
Tetis lo observaba todo con el rostro brillante de sudor y sombría mirada, pero controlando su furia.
–Sal de aquí, Peleo -dijo quedamente.
Por toda respuesta aparté a Aresuna a un lado, fui hacia el cubo de agua marina y lo volqué arrojando su contenido en el suelo.
–¡Basta de crímenes, Tetis! ¡Este hijo es mío!
–¿Crímenes? ¿Crímenes? ¡Oh insensato! ¡No he matado a nadie! ¡Soy una diosa y mis hijos, inmortales!
La así por los hombros mientras ella seguía sentada y me incliné sobre la silla paritoria.
–¡Tus hijos están muertos, mujer! ¡Condenados a convertirse en sombras inútiles porque no les diste la oportunidad de realizar las grandes hazañas que les granjearan el amor y la admiración de los dioses! Para ellos no existen Campos Elíseos, condición heroica, ni lugar entre las estrellas. ¡No eres una diosa, sino una mujer mortal!
Respondió con un grito agudo y atormentado, arqueó la espalda y se aferró a los brazos del sillón con tanta fuerza que se le blanquearon los nudillos.
De pronto Aresuna se animó.
–¡Ha llegado el momento! – exclamó-. ¡Está a punto de nacer!
–¡No lo tendrás, Peleo! – masculló Tetis.
Y apretó sus piernas una contra otra rechazando el instinto que las obligaba a separarse.
–¡Aplastaré su cabeza hasta convertirla en pulpa! – gruñó. Luego se echó a gritar ininterrumpidamente-: ¡Oh padre; ¡Padre Nereo! ¡Me está desgarrando!
Aunque las venas se tensaban en su frente en cordones morados y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, aún se esforzaba por cerrar las piernas. Estaba enloquecida por el dolor pero realizaba un supremo esfuerzo de voluntad para mantener unidas las piernas; las cruzaba y las retorcía una sobre otra para no separarlas.
Aresuna se había agachado sobre el suelo empapado y asomaba la cabeza bajo la silla. La oí gritar y proferir una risita.
–¡Ah! – chilló-. ¡Asoma el pie, Peleo! ¡Viene de culo, es su pie!
Refunfuñó, se levantó y me obligó a volverme, de pronto con fuerza juvenil en su viejo brazo.
–¿Quieres tener un hijo vivo? – me preguntó.
–¡Sí, sí!
–¡Pues ábrele las piernas, señor! ¡La criatura sale de pie y la cabeza está ilesa!
Me arrodillé, puse la mano izquierda sobre la rodilla de Tetis, deslicé la derecha debajo para asir su otra rodilla y tiré con fuerza de ambas. Sus huesos crujieron peligrosamente, echó la cabeza atrás y lanzó maldiciones y saliva como una lluvia corrosiva. Juro que su rostro -mientras ambos nos mirábamos- se había convertido en las escamas de una serpiente. Comenzaban a separarse sus piernas: yo era demasiado fuerte para ella. ¿Y qué otra cosa podía demostrar su mortalidad?
Aresuna se sumergió debajo de mis manos. Cerré los ojos y perseveré. Llegó un breve y seco sonido, un jadeo convulsivo y de pronto en la habitación resonó el llanto de una criatura viva. Abrí bruscamente los ojos y miré incrédulo a mi niñera y al objeto que sostenía cabeza abajo con una mano, una cosa horrible y resbaladiza que se agitaba, removía y gritaba de manera escandalosa, algo con pene y escroto abultados bajo la envoltura de una membrana. ¡Un hijo! ¡Tenía un hijo vivo!
Tetis estaba inmóvil, inexpresiva y tranquila, pero no me miraba. Fijaba sus ojos en mi hijo, al que Aresuna limpiaba, cortaba el cordón umbilical y envolvía en limpias y blancas ropas.
–¡Un hijo que alegrará tu corazón, Peleo! – reía Aresuna-. ¡La criatura más grande y sana que he visto en mi vida! ¡Y la he sacado por su talón derecho!
Me sentí presa del pánico.
–¡El talón! ¡El talón derecho, anciana! ¿Está roto o deformado?
Levantó las ropas que lo envolvían para mostrar un pie perfecto, el izquierdo, y otro pie y tobillo hinchados y magullados.
–Ambos están intactos, señor. El derecho sanará y desaparecerán las marcas.
Tetis rió con un sonido débil y siniestro.
–Su talón derecho, de ese modo respiraba el aire de la tierra. Primero apareció su pie… No es de sorprender que me haya desgarrado. Sí, las marcas desaparecerán, pero el talón derecho será su perdición. Cuando lo necesite firme y fibroso, le recordará el día de su nacimiento y le traicionará.
No hice caso de sus palabras y tendí los brazos.
–¡Dámelo, Aresuna! ¡Déjame verlo! ¡Corazón de mi corazón, hijo de mis entrañas! ¡Mi hijo!
Informé a la corte de que tenía un hijo vivo. ¡Cuánta exaltación y alegría! Todo Yolco, toda Tesalia habían sufrido conmigo en el transcurso de los años.
Pero cuando ellos se hubieron marchado me quedé sentado en mi trono de puro mármol blanco con la cabeza entre las manos, tan agotado que no podía pensar. Las voces se extinguieron de manera gradual en la distancia y comenzaron a tejerse las más sombrías y solitarias telarañas de la noche. Un hijo, tenía un hijo vivo, pero podría haber tenido siete. Mi esposa estaba loca.
Tetis entró descalza en la cámara tenuemente iluminada, vestida de nuevo con la túnica transparente y flotante que llevaba en Esciro. Su rostro estaba arrugado y envejecido y cruzaba lentamente el frío embaldosado con pasos que revelaban el dolor de su cuerpo.
–Peleo -dijo desde el fondo del dosel.
La había vislumbrado entre los dedos, aparté las manos del rostro y lo levanté.
–Regreso a Esciro, esposo.
–Licomedes no te quiere, mujer.
–Entonces iré a algún otro lugar donde sea bien recibida.
–¿Como Medea, en una carroza tirada por serpientes?
–No. Cabalgaré en el lomo de un delfín.
No volví a verla. Al amanecer, Aresuna apareció con dos esclavas y me obligó a levantarme y a meterme en el lecho. Durante todo el circuito de un infinito viaje de Febo alrededor de nuestro mundo dormí sin recordar un solo sueño y por fin desperté pensando que tenía un hijo. Subí la escalera que conducía a la habitación del niño calzado con las aladas sandalias de Hermes y encontré a Aresuna con una nodriza, una joven saludable que había perdido a su propio hijo, según me explicó la anciana. Se llamaba Leucipa, «la yegua blanca».
Era mi ocasión. Cogí al pequeño en brazos y comprobé que pesaba bastante. Nada sorprendente en alguien que parecía estar hecho de oro. Sus cabellos eran dorados y rizados al igual que su cutis, pestañas y cejas. Los ojos que me miraban abiertamente y con fijeza eran negros, pero imaginé que cuando adquirieran visión tendrían algún matiz áureo.
–¿Cómo lo llamarás, señor? – preguntó Aresuna.
No lo sabía. Debía darle un nombre especial, no cualquiera. Pero ¿cuál? Observé su naricilla, sus mejillas, barbilla, frente y ojos y me pareció delicadamente formado, más parecido a Tetis que a mí. En cuanto a sus labios, muy personales porque carecía de ellos, formaban una línea recta en un rostro que denotaba enérgica decisión aunque dolorosa tristeza.
–Aquiles -dije.
La mujer asintió aprobadora.
–«Sin labios.» Un nombre muy apropiado para él, queridísimo señor. – Suspiró-. Su madre profetizó su futuro. ¿Consultarás a Delfos?
Negué con la cabeza.
–No. Mi mujer está loca, no creo en sus predicciones. Pero la pitonisa no miente y no deseo saber lo que le aguarda a mi hijo.
CAPITULO TRES
NARRADO POR QUIRÓN
Mi asiento preferido se hallaba ante mi cueva, tallado en la roca por los eones divinos antes de que los hombres llegaran al monte Pelión. Estaba en el mismo borde del acantilado y allí pasaba yo muchos ratos sentado. Cubría la piedra con una piel de oso para proteger mis viejos huesos de su dureza y contemplaba la tierra y el mar como el rey que nunca fui.
Era demasiado viejo. Y más que nunca en otoño, cuando sentía comenzar mis dolores, presagio del invierno. Nadie recordaba cuál era mi edad y aún menos yo: llega un momento en que la realidad del tiempo se congela, en que todos los años y estaciones no son más que un largo día de espera a que llegue la muerte.
La aurora prometía una jornada bella y apacible, por lo que antes de que saliera el sol realicé mis escasas tareas domésticas y salí a respirar el aire fresco y gris. Mi cueva estaba en lo alto del monte Pelión, casi en su cumbre por la ladera sur, al borde de un vasto precipicio. Me dejé caer en la piel de oso para ver salir el sol. Nunca me cansaba de contemplar el paisaje; durante innumerables años había divisado desde lo alto de aquel monte el mundo que tenía a mis pies, la costa de Tesalia y el mar Egeo. Y mientras veía surgir el sol, de la caja de alabastro donde guardaba mis dulces, cogí un pedazo del chorreante panal y lo mordí con mis desdentadas encías, chupándolo con avidez. El bocado me supo a flores silvestres, a suaves brisas y al denso perfume de los pinares.
Mi pueblo, los centauros, reside en Pelión desde el comienzo de los tiempos y hemos servido como tutores a los hijos de los soberanos griegos porque éramos profesores insuperables. Y hablo en pasado porque soy el último centauro: después de mí, mi raza se extinguirá. En pro de nuestra labor, la mayoría practicamos el celibato y tampoco nos unimos con otras mujeres que no fueran las de nuestra raza, por lo que cuando ellas se cansaron de llevar una existencia tan insignificante recogieron sus pertenencias y se marcharon. Cada vez nacían menos individuos entre nosotros porque la mayoría de centauros no se molestaban en viajar hasta Tracia, donde nuestras mujeres se habían unido a las ménades y adoraban a Dioniso. Y gradualmente la leyenda se convirtió en realidad: los centauros eran invisibles porque temían mostrar a los hombres sus personas, semihumanas y semiequinas. Hubiera sido una criatura realmente interesante si hubiera existido, pero no era así. Los centauros éramos simplemente hombres.
Mi nombre era conocido por toda Grecia: soy Quirón, y he instruido a la mayoría de muchachos que llegaron a ser héroes famosos, entre otros a Peleo, Telamón, Tideo, Heracles, Atreo y Tiestes. Sin embargo, de eso había transcurrido ya mucho tiempo y yo no pensaba en Heracles ni en su especie mientras contemplaba el nacimiento del día.
En Pelión abundan los bosques de fresnos, más altos y enhiestos que ninguno; un resplandeciente mar de intenso color dorado en esta época del año porque todas sus hojas brillantes y muertas se estremecen y agitan al menor soplo de viento. A mis pies se distinguía el escarpado descenso de la roca, quinientos codos desprovistos incluso de la menor pincelada de verde o amarillo, y más abajo aún, de nuevo los bosques de fresnos que se erguían hacia el cielo y el canto de muchos pájaros. Nunca percibía el sonido de voces humanas porque no había ningún otro mortal entre mí y las cumbres del Olimpo. Mucho más abajo, y reducido al tamaño de un reino de hormigas, se encontraba Yolco, denominación bastante acertada: a sus habitantes, los mirmidones, se los califica de hormigas.
Entre todas las ciudades del mundo (salvo las de Creta y Thera antes de que Poseidón las arrasase), Yolco era la única que carecía de murallas. ¿Quién se atrevería a invadir la sede de los mirmidones, guerreros sin par? Yo aún quería más a Yolco por ello: las murallas me horrorizaban. En los viejos tiempos, cuando viajaba, no soportaba verme encerrado en Micenas o Tirinto más de uno o dos días. Las murallas eran estructuras construidas por la muerte con piedras extraídas del Tártaro.
Tiré el pedazo de panal y cogí mi odre de vino, deslumbrado por el sol que teñía de rojo la bahía de Págasas en toda su extensión y se reflejaba en las figuras doradas del techo del palacio e iluminaba los colores de las columnas y las paredes de los templos, el palacio y los edificios públicos.
Desde la ciudad hasta mi fortificado recinto se extendía un camino serpenteante nunca utilizado. Sin embargo, aquella mañana se produjo una excepción: advertí que se aproximaba un vehículo. La ira disipó mi estado contemplativo y me impulsó a levantarme cojeando para enfrentarme al supuesto intruso y despedirlo. Se trataba de un noble que conducía un rápido carro de caza arrastrado por una pareja de bayos tesalios y que lucía en su blusa el emblema de la casa real. Tenía ojos claros y expresión viva y sonriente. El hombre saltó del carro con la gracia inherente a la juventud y vino hacia mí. Retrocedí, en aquellos tiempos el olor humano me disgustaba. – El rey te envía saludos, mi señor -dijo el joven. – ¿De qué se trata? – inquirí descubriendo con desagrado que mi voz era ronca y áspera.
–Nuestro soberano me ha ordenado que te traiga un mensaje, señor Quirón. Él y su real hermano vendrán mañana a confiar sus hijos a tu cuidado hasta que alcancen la madurez. Tendrás que enseñarles todo cuanto deban conocer.
Me envaré. ¡El rey Peleo no sabía qué hacía! Yo ya no instruía porque me sentía demasiado viejo para soportar a muchachos alborotadores, aunque fuesen retoños de una casa tan ilustre como la de Eaco.
–¡Dile al rey que me disgusta, que no estoy dispuesto a servir de preceptor a su hijo ni al hijo de su real hermano Telamón! Dile que si mañana sube a la montaña, perderá el tiempo, que Quirón se ha retirado.
El joven me miró simulando consternación. – Señor Quirón, no me atrevo a transmitirle tal mensaje. Se me ordenó que te anunciara su visita y así lo he hecho. No me han encargado que lleve respuesta.
Cuando el carro hubo desaparecido regresé a mi silla y descubrí que el panorama se había ocultado tras un velo de color escarlata, fruto de mi enojo. ¿Cómo osaba el rey imaginar que yo fuera preceptor de su hijo ni mucho menos del de Telamón? Años atrás el mismo Peleo había enviado heraldos por todos los reinos de Grecia para anunciar que Quirón el centauro se había retirado. Y ahora él mismo quebrantaba tal decreto.
Telamón, Telamón… Tenía muchos hijos, pero sólo dos privilegiados. Teucro, dos años mayor, era un bastardo de la princesa troyana Hesíone, y el otro, Áyax, su heredero legítimo. Por otra parte, Peleo sólo había tenido un hijo con la reina Tetis, que sobrevivió milagrosamente tras otros seis hermanos fallecidos al nacer. ¿Cuántos años tendrían Áyax y Aquiles? Serían pequeños, desde luego. Altivos, malolientes y apenas humanos. ¡Uf!
Regresé a mi cueva, disipada toda alegría y con los rescoldos de ira en la mente. No había modo de eludir la tarea, pues Peleo era el gran soberano de Tesalia y yo su subdito y tenía que obedecerlo. De modo que contemplé mi vasto y ventilado retiro temeroso de los días y años que se me avecinaban. Mi lira yacía en una mesa en el fondo de la gran cámara con las cuerdas cubiertas de polvo por su prolongada inactividad. La contemplé hoscamente, de mala gana, y la cogí para hacer desaparecer las pruebas de mi descuido. Las cuerdas estaban flojas, tendría que tensarlas una tras otra y afinarla para poder utilizarla.
¿Y mi voz? ¡Había desaparecido! Mientras Febo cruzaba de oriente a occidente en su carro solar toqué y canté, ejercitando mis entumecidos dedos para hacerlos más ágiles, tensando las manos y las muñecas, subiendo y bajando la escala. Puesto que no sería oportuno practicar ante mis alumnos, tendría que volverme competente antes de que llegasen. De modo que sólo cesé, inmensamente cansado, cuando mi cueva estuvo sumida en la oscuridad y las negras y silenciosas sombras de los murciélagos aletearon por ella hasta sus refugios en algún lugar más profundo de la montaña. Sentí que tenía frío, y estaba hambriento y malhumorado.
Peleo y Telamón llegaron a mediodía en el carruaje real, seguidos por otro carruaje y una pesada carreta tirada por bueyes. Bajé a su encuentro hasta el camino y permanecí con la cabeza inclinada. Hacía años que no veía al gran rey, pero muchos más a Telamón. Los observé con mejor talante mientras se aproximaban. Sí, se veía que eran reyes, ambos irradiaban fuerza y poder. Peleo seguía tan corpulento como siempre; en cuanto a Telamón, no había perdido su agilidad. Ambos habían visto desvanecerse sus problemas, pero tras largas épocas de conflictos, guerras y preocupaciones. Y tales forjadores del metal en las almas humanas habían dejado en ellos su marca indeleble. El oro se decoloraba en sus cabellos ante la invasión de la plata, pero no advertía señales de decadencia en sus fuertes cuerpos ni en sus graves y firmes rostros. Peleo se apeó el primero y acudió hacia mí sin darme tiempo a retroceder. Se me puso la carne de gallina ante su afectuoso abrazo y descubrí que mi repugnancia se desvanecía ante su cálida acogida.
–Supongo que llega un momento en el que es imposible verse más viejo, Quirón. ¿Estás bien?
–Dentro de lo posible, muy bien, señor. Mientras nos alejábamos un trecho de los carros le dirigí a Peleo una mirada rebelde.
–¿Cómo puedes pedirme que sirva otra vez de instructor, señor? ¿Acaso no he hecho bastante? ¿No hay nadie más capaz de cuidar de vuestros hijos? – Nadie como tú, Quirón. Me miró desde su altura y me cogió del brazo. – Sin duda debes saber cuánto significa Aquiles para mí. Es mi único hijo, no habrá otros. Cuando yo muera deberá asumir ambos tronos y tiene que estar preparado para ello. Yo puedo hacer mucho por mi parte, pero no sin una base adecuada. Sólo tú lograrás infundirle los rudimentos necesarios, y te consta que es así, Quirón. Los monarcas hereditarios tienen una posición precaria en Grecia, pues siempre aparecen rivales dispuestos a enfrentárseles. – Suspiró-. Además, quiero a Aquiles más que a mi propia vida. ¿Cómo negarle, pues, la educación que yo tuve?
–Parece como si malcriaras al muchacho.
–No. Lo creo incorruptible.
–No deseo asumir esta tarea, Peleo.
Ladeó la cabeza y frunció el entrecejo.
–Es necio azotar a un caballo muerto, ¿pero querrás por lo menos ver a los muchachos? Acaso cambies de opinión.
–Ni siquiera por otro Heracles o Peleo, señor. Pero los veré si así lo deseas.
Peleo se volvió e hizo señas a dos muchachos que viajaban en el segundo carro, quienes se aproximaron lentamente, uno tras otro. No pude ver al que marchaba detrás. Nada sorprendente; el que le precedía era sin duda muy atractivo. Sin embargo, resultaba decepcionante. ¿Sería aquél Aquiles, el queridísimo hijo único? No, definitivamente, no. Aquél tenía que ser Áyax, era demasiado mayor para ser Aquiles. ¿Qué tendría? ¿Catorce? ¿Trece años? Era ya tan alto como un hombre y en sus grandes brazos y hombros se marcaban sus músculos. Su aspecto no era desagradable, pero tampoco resultaba distinguido. No era más que un adolescente desarrollado, con nariz algo respingona y ojos grises e impasibles carentes de la luz del verdadero intelecto.
–Éste es Áyax -dijo Telamón con orgullo-. Sólo tiene diez años, aunque parece mucho mayor.
Le hice señas para que se pusiera a un lado.
–¿Es ése Aquiles? – inquirí con tenue voz.
–Sí -dijo Peleo tratando de parecer objetivo-. También está muy crecido para su edad, cumplió recientemente los seis.
Tragué saliva porque sentía la garganta reseca. El muchacho, pese a su temprana edad, poseía cierta magia personal, cierto encanto que utilizaba inconscientemente, con el que atraía la voluntad de los hombres y se hacía querer por ellos. Aunque no tan musculoso como su primo hermano Áyax, era asimismo alto y de recia estructura. Pese a su juventud se veía muy relajado, distribuía su peso en una pierna mientras adelantaba levemente la otra con gracia y sus brazos pendían a los costados, aunque no con torpeza. Tranquilo e inconscientemente regio, parecía hecho de oro. Sus cabellos eran como los rayos de Helio, sus tenues cejas brillaban como cristal dorado y su piel parecía de oro pulido. Era muy hermoso, con excepción de su boca, que era recta, como una hendidura carente de labios, conmovedoramente triste y sin embargo mostrando tal decisión que me impresionó vivamente. El muchacho me dirigió una grave mirada con sus ojos de color crepuscular, dorados y turbios, que expresaban curiosidad, dolor, pena, sorpresa e inteligencia.
–Seré su preceptor -dije renunciando así a siete años de mi ya escasa existencia.
Peleo sonrió radiante y Telamón me abrazó, pues hasta entonces no estaban muy seguros de que aceptara.
–No nos quedaremos -repuso Peleo-. En la carreta está todo cuanto necesitarán los muchachos y he traído criados para que te cuiden. ¿Continúa en pie la vieja casa?
Asentí.
–Entonces podrán instalarse en ella los criados. Tienen órdenes de obedecer todas tus intrucciones: tú hablas en mi nombre.
Poco después se marchaban.
Mientras los esclavos se ocupaban de descargar la carreta me dirigí a los muchachos. Áyax permanecía erguido, impasible y dócil como una montaña, mirándome con sus ojos límpidos: tendría que aporrear aquel sólido cráneo para que su mente fuera consciente de su legítima función. Aquiles aún seguía con la mirada el rastro de su padre por el camino, brillantes los grandes ojos por las lágrimas contenidas. Aquella separación revestía gran importancia para él.
–Venid conmigo, jóvenes. Os mostraré vuestra nueva casa.
Me siguieron en silencio hasta la cueva, donde les demostré cuan confortable podía ser una residencia tan extraña. Les señalé las suaves y mullidas pieles en las que dormirían, la zona de la cámara principal donde se sentarían conmigo para estudiar. Luego los conduje al borde del precipicio y me senté en mi silla con uno de ellos a cada lado.
–¿Deseabais iniciar vuestra instrucción? – les pregunté dirigiéndome más a Aquiles que a Áyax.
–Sí, mi señor -repuso Aquiles cortésmente.
Por lo menos su padre le había enseñado buenos modales.
–Mi nombre es Quirón, me llamaréis así.
–Sí, Quirón. Mi padre dice que debo congratularme de que seas mi maestro.
Me volví hacia Áyax.
–Sobre una mesa de la cueva encontrarás una lira. Tráemela, y asegúrate de que no se te cae.
El gigantesco muchacho me miró sin rencor.
–Nunca se me cae nada -repuso muy pragmático.
Enarqué las cejas con una leve sensación divertida que no hizo apuntar ningún destello de respuesta en los ojos grises del hijo de Telamón. En lugar de ello marchó a cumplir mis órdenes, como las acata un buen soldado, sin cuestionarlas. Reflexioné que lo mejor que podía hacer por Áyax era convertirlo en un soldado de perfecta fortaleza y recursos, mientras que los ojos de Aquiles reflejaban mi propia hilaridad.
–Áyax siempre se toma las cosas al pie de la letra -dijo el muchacho con su tono firme y comedido, tan grato al oído.
Extendió el brazo para señalar la ciudad que se veía a nuestros pies, a lo lejos.
–¿Es Yolco?
–Sí.
–Entonces, aquello que está sobre la colina debe de ser el palacio. ¡Qué pequeño se ve! Siempre pensé que empequeñecía a Pelión, pero desde aquí es como cualquier otra casa.
–Todos los palacios lo son si nos alejamos bastante de ellos.
–Sí, ya lo veo.
–Debes de echar de menos a tu padre.
–Creí que iba a llorar, pero ya ha pasado.
–Volverás a verlo en primavera y, entretanto, el tiempo pasará volando. No habrá ocasión para la ociosidad, que es lo que engendra descontento, engaños, malicia y travesuras.
Respiró largamente.
–¿Qué debo aprender, Quirón? ¿Qué necesito saber para ser un gran rey?
–Es excesivo para entrar en detalles, Aquiles. Un gran rey es una fuente de conocimientos. Cualquier rey es el mejor, pero un gran soberano comprende que es el representante de su pueblo ante dios.
–Entonces, el aprendizaje no llegará en seguida.
Áyax regresaba con la lira y la colocó con cuidado sobre el suelo. Era un gran instrumento, más similar a las arpas que tocan los egipcios, y estaba formado por un enorme caparazón de tortuga, que despedía radiantes colores castaños y ambarinos, y unos ganchos dorados. La tendí sobre mi rodilla y acaricié las cuerdas con un suave toque que produjo un simple sonido, no una melodía.
–Deberéis tocar la lira y aprender las canciones de vuestro pueblo. El mayor pecado es parecer inculto o grosero. Tendréis que aprender de memoria la historia y la geografía del mundo, todas las maravillas de la naturaleza, todos los tesoros que se esconden bajo el regazo de madre Kubaba, que es la Tierra. Os enseñaré a cazar, a matar, a luchar con toda clase de instrumentos, a fabricar vuestras propias armas. Aprenderéis qué hierbas curan las enfermedades y las heridas, a destilarlas para fabricar medicinas y a entablillar miembros rotos. Un gran rey concede más valor a la vida que a la muerte.
–¿También oratoria? – preguntó Aquiles.
–Sí, desde luego. Cuando hayáis aprendido de mí, arrastraréis con ella los corazones de vuestros oyentes a la alegría o el dolor. Os mostraré cómo juzgar qué son los hombres y cómo forjar leyes y llevarlas a la práctica. Aprenderéis lo que dios espera de vosotros porque sois los escogidos. – Con una sonrisa añadí-: ¡Y esto sólo es el comienzo!
Entonces cogí la lira, apoyé su base en el suelo y tañí sus cuerdas más sensibles. Por unos instantes me limité a tocar, las notas ganaron fuerza y luego, al llegar al climax, cuando el último acorde se disipaba en el silencio, comencé a cantar:
Estaba solo, con enemigos en todas las esquinas.
La reina Hera extendió sus manos pensativa
y el Olimpo agitó sus doradas vigas
mientras ella se volvía inquieta a observarlo,
implacable en su divina ira. El rey Zeus
permanecía indefenso en los límites de su cielo
como prometió a la gloriosa Hera,
mientras su hijo sufría vasallaje en la Tierra.
Euristeo, lacayo frío e implacable de la diosa,
sonreía y contaba los regueros
de sudor que Heracles despedía como compensación
pues los hijos de los dioses deben reparar
porque los dioses están exentos de castigos;
tal es la diferencia entre los hombres
y los dioses que los atormentan como víctimas.
Hijo bastardo, sin una pizca de icor,
Heracles asumió el precio de la pasión,
pagó con su agonía y su degradación
mientras Hera reía ante el llanto del poderoso Zeus…
Era la balada de Heracles, fallecido hacía pocos años, y yo los observaba al cantarla. Áyax escuchaba atentamente; Aquiles, con el cuerpo en tensión. Se inclinaba hacia adelante y apoyaba la barbilla en las manos y los codos en los brazos del sillón, fijos sus ojos en mi rostro. Cuando por fin aparté la lira dejó caer las manos con un suspiro de agotamiento.
Así comenzó y así prosiguió a medida que pasaron los años. Aquiles hizo grandes progresos en todos los aspectos; Áyax avanzó lentamente en sus funciones. Sin embargo, el hijo de Telamón no era ningún necio: su valor y su tesón serían envidiables en cualquier monarca y siempre conseguía salir adelante. Pero Aquiles era mi preferido, mi alegría. Por nimias que fuesen mis observaciones, las atesoraba con celo para utilizarlas cuando fuese un gran soberano, según decía con una sonrisa. Le encantaba aprender y se superaba en todas la ramas del saber, era tan hábil con las manos como con la mente. Aún conservo algunos de los cuencos de arcilla y de los dibujos por él realizados.
Pero por encima de toda erudición, Aquiles era un ser nacido para la acción, la guerra y la realización de poderosas hazañas. Incluso en aspecto físico aventajaba a su primo porque sus pies eran como mercurio vivo y se aficionó al manejo de las armas como una mujer codiciosa a un joyero. Su puntería con la lanza era infalible y yo ni siquiera veía la espada cuando él la empuñaba; revés, estocada, tajo. ¡Oh, sí, había nacido para mandar! Comprendía el arte bélico sin esfuerzos, por puro instinto. Era un cazador nato que regresaba a la cueva arrastrando jabalíes demasiado pesados para cargar con ellos y que podía aventajar a los ciervos en su carrera. Sólo en una ocasión lo vi hallarse en problemas cuando, tras perseguir a su presa en plena ladera, se desplomó con tal fuerza que tardó cierto tiempo en recuperar los sentidos. Según explicó, le había fallado el pie derecho.
Áyax solía estallar en violenta ira, pero a Aquiles nunca le vi perder los estribos. Aunque no era tímido ni reservado, poseía serenidad y control internos. Era un guerrero pensante, algo singular. Sólo en un aspecto su boca como una hendidura revelaba la otra vertiente de su naturaleza: cuando algo no se ajustaba a su sentido de lo conveniente podía ser tan frío e inflexible como el viento del norte cargado de nieve.
Aquellos siete años disfruté más que el resto de mi vida en conjunto, no sólo gracias a Aquiles sino también a Áyax. El contraste entre los primos era tan notable y sus excelencias tan grandes que transformarlos en hombres se convirtió en una tarea llena de amor. De todos los muchachos que había instruido, mi preferido era Aquiles. Cuando por fin se marchó lloré, y durante muchas lunas después mi ansia de vivir fue una especie de tábano tan persistente como el que atormentó a ío. Hasta mucho tiempo después no pude dirigir la mirada desde mi asiento para ver brillar al sol el dorado borde del techo de palacio sin que flotara una niebla ante mis ojos que confundía baldosas y oro entre sí como mineral en un crisol.
CAPITULO CUATRO
NARRADO POR HELENA
Jantipa me dio una buena paliza; regresé del campo jadeante y agotada pero exhibí mi sonrisa más radiante ante el círculo de rostros de admiración del público allí congregado. A nadie le interesaba felicitar a Jantipa por ganar el encuentro: habían acudido para verme a mí. Me rodeaban y me ensalzaban, se valían de cualquier pretexto para tocarme la mano o el hombro; algunos, más atrevidos, se ofrecían jocosamente a enfrentarse conmigo en cualquier ocasión. Yo eludía sin dificultades sus ocurrencias, toscas y poco delicadas.
Por mi edad aún me consideraban una criatura, pero sus ojos negaban tal hecho. Sus miradas expresaban cosas sobre mí que yo ya conocía, porque en mi habitación tenía espejos de cobre pulido y también tenía ojos. Aunque nobles cortesanos, ninguno era de gran importancia en el esquema general. Los despedí como el agua tras el baño, cogí una toalla que me tendía mi sirvienta y me envolví los desnudos y sudorosos miembros entre un coro de protestas.
De pronto distinguí a mi padre tras aquella multitud. ¿Acaso me había estado observando? ¡Qué extraordinario! Él nunca acudía a presenciar aquellas parodias femeninas de deportes masculinos. Mi expresión hizo que algunos de los cortesanos se volvieran y al instante desaparecieron todos. Me acerqué a mi padre y lo besé en la mejilla.
–¿Siempre cuentas con un público tan entusiasta, pequeña? – me preguntó con el entrecejo fruncido.
–Sí, padre -respondí vanidosa-. Me admiran mucho, ¿sabes?
–Ya lo he visto. Debo de estar haciéndome viejo y perdiendo mis facultades de observación. Por fortuna, tu hermano mayor, que no es viejo ni está ciego, me insinuó esta mañana la conveniencia de presenciar los deportes femeninos.
–¿Por qué tiene que molestarse Castor conmigo? – exclamé irritada.
–Mal andarían las cosas si no lo hiciera.
Llegamos a la puerta que daba acceso a la sala del trono.
–Cuando te hayas lavado y vestido, ven a verme, Helena.
Me encogí de hombros ante su inexpresivo rostro y salí corriendo.
Neste me aguardaba en mis habitaciones, murmurando y regañándome. Dejé que me desnudara y aguardé el baño caliente y el hormigueo del raspador en mi piel. La mujer tiró la toalla en un rincón y soltó los cordones de mi taparrabos parloteando sin cesar. Pero ya no la escuchaba: salté sobre las frías losas y me metí en la bañera salpicando alegremente. Era una sensación deliciosa sentir el agua que lamía mi cuerpo, que me acariciaba y formaba un velo que me permitía acariciarme sin que repararan en ello los sagaces ojillos de Neste. Y cuan agradable era permanecer después erguida mientras ella me frotaba con aceites fragantes y sentir que se infiltraban en mi cuerpo. No había muchos momentos en el día para caricias y fricciones ni para entregarme a aquellas agitaciones y estremecimientos que a las muchachas como Jantipa no parecían importarles tanto como a mí. Tal vez se debiera a que no habían tenido a un Teseo que las enseñara.
Otra doncella colocó mi falda formando un círculo en el suelo para que yo pudiera situarme en el centro y luego la subió por mis piernas y me la ciñó en la cintura. Era pesada, pero ya me había acostumbrado a soportarla porque hacía dos años, desde mi retorno de Atenas, que vestía la falda de las adultas. Mi madre había considerado ridículo que volviera a llevar prendas infantiles después de aquel episodio.
A continuación me pusieron la blusa, anudada bajo los senos, y el amplio cinturón y el delantal que sólo podían abrocharme si contenía el aliento. Una doméstica introdujo mis rizos por el agujero de la corona dorada y otra me puso unos lindos pendientes de cristal en mis orejas perforadas. Alcé uno tras otro los pies descalzos para que colocaran anillos y campanillas en los dedos, y tendí los brazos, que me adornaron con múltiples y tintineantes pulseras y anillos.
Cuando hubieron concluido fui hacia el espejo más grande y me observé críticamente. La falda era la más bonita que tenía, con volantes y flecos desde la cintura hasta los tobillos, y recargada con cuentas de ámbar y cristal, amuletos de lapislázuli y oro batido, campanillas doradas y colgantes, por lo que todos mis movimientos estaban acompañados de música. El cinturón no estaba bastante ceñido y les ordené a dos mujeres corpulentas que lo ajustaran.
–¿Por qué no puedo pintarme los pezones de oro, Neste? – le pregunté.
–Es inútil que insistas, joven princesa. Pregúntaselo a tu madre. Será mejor reservar tal artificio para cuando lo necesites… Cuando hayas parido un hijo y se te hayan oscurecido.
Decidí que quizá tenía razón. Podía considerarme afortunada: mis pezones eran sonrosados y replegados en sí como capullos; mis senos, plenos y altos.
¿Cómo los había calificado Teseo? Dos cachorrillos blancos y rollizos, con narices sonrosadas. Al pensar en él cambié de talante. Me aparté airada de mi imagen haciendo tintinear los abalorios. ¡Oh, yacer de nuevo en sus brazos! ¡Teseo, mi amado Teseo! Su boca, sus manos, el modo en que atormentaba mi cuerpo hasta que ardía en deseos de plenitud… Pero se habían presentado mis queridos hermanos Castor y Pólux y me habían apartado de él. ¡Si por lo menos él hubiera estado en Atenas cuando llegaron! Pero se hallaba muy lejos, en Esciro, con el rey Licomedes, por lo que nadie osó enfrentarse a los hijos de Tíndaro.
Aguardé a que mis sirvientas trazaran una línea negra en torno a mis ojos y me pintaran de oro los párpados, pero rechacé el carmín para las mejillas y los labios. Teseo me había dicho que no los necesitaba. Acto seguido bajé a la sala del trono a ver a mi padre, que se sentaba en un cómodo sillón junto a una ventana y que se levantó al punto.
–Ven aquí, a la luz -dijo.
Obedecí sin protestar, pues era mi indulgente progenitor, pero también el rey. Mientras permanecía bajo la cruda y despiadada luz del sol, él retrocedió unos pasos y me miró como si me viese por primera vez.
–¡Ah, sí, Teseo tenía una visión más atinada que nadie en Lacedemonia! Tu madre tiene razón, ya eres una mujer. Por consiguiente, debemos hacer algo contigo antes de que se presente otro Teseo.
Aunque me ardía el rostro guardé silencio.
–Ha llegado la hora de casarte, Helena.
Permaneció unos instantes pensativo.
–¿Cuántos años tienes?
–Catorce, padre.
¡Me hablaba de matrimonio! ¡Qué interesante!
–No es prematuro -comentó.
Entonces apareció mi madre. Esquivé su mirada, era una sensación extraña encontrarse ante mi padre y que él me mirara como un hombre. Pero ella hizo caso omiso de mí, fue a su lado y me examinó también valorándome. Luego ambos cambiaron una larga e intencionada mirada.
–Ya te lo dije, Tíndaro -comentó ella.
–Sí, Leda, necesita un esposo.
Mi madre profirió su risa cantarína y musical, que, según se rumoreaba, tanto había hechizado al todopoderoso Zeus. Debía de contar mi edad cuando la encontraron abrazada a un gran cisne con sus miembros desnudos y gimiendo de placer, pero había reaccionado rápidamente alegando que el cisne era Zeus, el propio Zeus, que la había seducido. Aunque a mí, su hija, no podía engañarme. ¿Qué sensaciones debían de producir aquellas deliciosas plumas blancas? Su padre la casó con Tíndaro tres días después, y ella le dio dos pares de gemelos: Castor y Clitemnestra primero, y luego, al cabo de unos años, Pólux y yo. Aunque, a la sazón, todos parecían creer que los gemelos eran Castor y Pólux. O que los cuatro habíamos nacido a la vez, como cuatrillizos. De ser así, ¿cuáles pertenecíamos a Zeus y cuáles a Tíndaro? Aquello era un misterio.
–Las mujeres de mi casa maduran tempranamente y sufren mucho -dijo Leda sin dejar de reír.
Mi padre no se reía. Se limitó a responder con cierta sequedad: -Sí.
–No nos será difícil encontrarle un esposo. Tendrás que contenerlos a garrotazos, Tíndaro.
–Desde luego, es de alta cuna y estará ricamente dotada.
–¡Tonterías! Es tan hermosa que no importaría que careciese por completo de dote. El gran rey de Ática nos hizo un favor al difundir los elogios de su belleza de Tesalia a Creta. No sucede cada día que un hombre tan viejo y agotado como Teseo pierda la cabeza y rapte a una criatura de doce años.
Mi padre apretó los labios con fuerza.
–Preferiría que no se mencionara ese tema -dijo fríamente.
–¡Qué lástima que sea más hermosa que Clitemnestra!
–Clitemnestra le conviene a Agamenón.
–¡Qué pena que no haya dos grandes soberanos de Micenas!
–Hay otros tres grandes monarcas en Grecia -repuso mi padre, que comenzaba a mostrarse práctico y eficaz.
Me aparté subrepticiamente de la luz, pues no deseaba ser advertida y despedida. El tema, yo misma, era demasiado interesante. Me gustaba oír cómo me calificaban de hermosa. En especial cuando a continuación añadían que era más hermosa que Clitemnestra, mi hermana mayor, casada con Agamenón, el gran soberano de Micenas y de toda Grecia. Aunque ella nunca me había gustado. Cuando yo era pequeña me sobrecogía verla irrumpir por los salones, en uno de sus famosos arrebatos, con los rojizos cabellos ondeando al aire a efectos de la furia y los negros ojos encendidos de ira. Sonreí divertida al imaginar cómo llevaría de cabeza a su marido con sus rabietas por muy gran rey que fuese. Aunque Agamenón parecía muy capaz de manejarla, pues era tan dominante como Clitemnestra.
Mis padres seguían hablando de mi matrimonio.
–Lo mejor será enviar heraldos a todos los reyes -decía mi padre.
–Sí… y cuanto antes mejor. Aunque la Nueva Religión se muestra reacia a la poligamia, muchos reyes no han tomado esposa. Idomeneo, por ejemplo. ¡Imagínate! Una hija en el trono de Micenas y la otra en el de Creta. ¡Qué triunfo!
Mi padre vacilaba.
–Creta no es la potencia de otros tiempos. Ambas posiciones no son equivalentes.
–¿Y qué opinas de Filoctetes?
–Es un hombre brillante, destinado a grandes hechos, según dicen. Sin embargo, es rey de Tesalia, lo que significa que debe rendir homenaje a Peleo así como a Agamenón. Más bien pienso en Diomedes, que ha regresado de la campaña de Tebas cubierto de riqueza y de gloria. Me agrada la idea de Argos, pero es a largo plazo. Si Peleo hubiera sido más joven, lo hubiera escogido automáticamente, mas dicen que se niega a casarse de nuevo.
–Es inútil obstinarse en los que no están disponibles -repuso mi madre con sentido práctico-. Siempre nos queda Menelao.
–No lo había olvidado. ¿Quién puede olvidarlo?
–Envía invitaciones a todos, Tíndaro. Hay herederos de tronos así como reyes. Ulises de ítaca reina actualmente dada la senilidad de Laertes. Y Menesteo es un gran monarca, mucho más estable en Ática de lo que lo fue Teseo… ¡Gracias a los dioses que no tenemos que tratar con Teseo!
–¿Qué quieres decir? – intervine bruscamente.
Me sentía muy susceptible. En mi fuero interno había confiado en que Teseo acudiría en mi busca, reclamándome como esposa. Desde mi retorno de Atenas no había oído mencionar su nombre.
Mi madre tomó mis manos entre las suyas y las estrechó con firmeza.
–Será mejor que te enteres por nosotros, Helena. Teseo ha muerto, exiliado y asesinado en Esciro.
Me liberé de ella y salí corriendo de la sala al ver mis sueños destruidos. ¿Muerto? ¿Teseo había muerto? De ser así, parte de mí quedaría insensible para siempre.
Dos lunas después llegó mi cuñado Agamenón con su hermano Menelao en su séquito. Cuando entraron en la sala del trono me hallaba presente; lo que era una novedad para mí y por añadidura resultaba estimulante, pues de pronto yo era el eje en torno al cual giraban todas las conversaciones. Desde la entrada de palacio habían venido mensajeros a advertirnos, de modo que el gran rey de Micenas y de toda Grecia entró acompañado del estrépito de las trompas y sobre una alfombra de oro dispuesta para su imperial llegada.
Nunca acabé de decidirme sobre si Agamenón me gustaba o no, aunque sí llegué a comprender el respeto que inspiraba. Era muy alto y marchaba tan erguido y disciplinado como un soldado profesional, como si fuese el amo del mundo. Sus cabellos negros como azabache estaban tenuemente salpicados de gris, sus ojos negros tenían una expresión viva que podía ser amenazadora, su perfil era altivo, y curvaba los finos labios en permanente expresión desdeñosa.
Los hombres tan morenos no eran corrientes en Grecia, un país de hombres grandes y rubios. Pero en lugar de sentirse avergonzado por su color, se enorgullecía de él. Aunque estaba de moda ir rasurado, exhibía una larga y rizada barba negra peinada en tirabuzones ordenados con cintas de oro y llevaba los cabellos de igual modo. Vestía una larga túnica de lana púrpura totalmente cuajada de un complicado dibujo bordado con hilos de oro, y en su diestra ostentaba el cetro imperial de oro macizo que manejaba tan fácilmente como si fuera de yeso.
Mi padre descendió de su trono y se arrodilló a besarle la mano, rindiéndole así el homenaje que todos los grandes reyes debían al supremo soberano de Micenas. Mi madre se adelantó a su encuentro. Por el momento ignoraron mi presencia, lo que me dio tiempo para centrar mi atención en Menelao, mi posible pretendiente. ¡Oh dioses! Mi entusiasta impaciencia dio paso a la sorpresa y la desilusión. Me había hecho completamente a la idea de casarme con una réplica de Agamenón, pero aquel hombre no se le parecía en absoluto. ¿Sería realmente hermano del monarca supremo de Micenas, engendrado por Atreo en el mismo vientre? Parecía imposible. Era bajo y corpulento, con piernas tan gruesas e informes que se veían ridiculas con los ajustados pantalones que vestía. Sus hombros eran redondos y encorvados. Era un hombre blando e insignificante, de rasgos vulgares y cabellos igualmente pelirrojos como mi hermana. Me hubiera sentido más atraída por él si sus cabellos hubieran sido de otro color.
Mi padre me hizo señas para que me acercase. Avancé con torpeza y le di la mano. El imperial visitante me dirigió una mirada cálida de admiración. Por vez primera experimenté un fenómeno que se haría muy familiar en días venideros: yo no era ni más ni menos que un galardón animal ofrecido en subasta al mejor postor.
–Es perfecta -le dijo Agamenón a mi padre-. ¿Cómo logras engendrar criaturas tan hermosas, Tíndaro?
Mi padre se echó a reír y rodeó la cintura de mi madre con su brazo.
–Sólo participo a medias en ello, señor -dijo.
Entonces se volvieron y me dejaron para que conversara con Menelao, pero antes distinguí la última pregunta del soberano supremo.
–¿Qué hay de cierto detrás del intermedio de Teseo? – inquirió.
–La raptó, Agamenón -intervino mi madre rápidamente-. Por fortuna los atenienses consideraron que era la gota que colmaba el vaso y lo expulsaron antes de que pudiera desflorarla. Castor y Pólux nos la devolvieron intacta.
¡Era una terrible embustera!
Observé que Menelao me miraba, me pavoneé ante sus ojos.
–¿No habías estado antes en Amidas? – le pregunté.
Murmuró unas palabras y ladeó la cabeza.
–¿Qué dices? – insistí.
–Nnnnno -consiguió pronunciar al fin.
¡Era tartamudo!
Los pretendientes se reunieron. Menelao era el único al que se le permitía residir en el mismo palacio, gracias a su relación con nuestra familia… y a la influencia de su hermano. Los restantes fueron acomodados en la casa de invitados y en las residencias de los nobles. Eran un centenar en total. Descubrí aliviada que ninguno era tan aburrido ni poco atractivo como el pelirrojo y tartamudo Menelao.
Filoctetes e Idomeneo llegaron juntos. El corpulento y rubio Filoctetes, irradiando energía; el altivo Idomeneo, con aire majestuoso y con la consciente arrogancia de quien ha nacido en la casa de Minos y está destinado a gobernar como rey supremo de Creta, sucesor de Catreo.
Cuando Diomedes hizo su aparición comprendí que era el mejor de todos, un auténtico soberano y guerrero. Tenía el mismo aire de experiencia mundana que poseía Teseo, aunque era tan moreno como rubio aquél, tan moreno como Agamenón. ¡Qué hermoso! Alto y esbelto como una pantera negra. Sus ojos irradiaban un humor insolente, su boca parecía estar siempre riendo. Y desde el primer instante comprendí que lo escogería. Cuando me habló, su mirada me embelesó, sentí una intensa oleada de deseo y un dolor en el sexo. Sí, escogería a Diomedes, futuro rey de Argos.
En cuanto llegó el último de todos, mi padre celebró un gran banquete. Yo me sentaba en el estrado como una reina, simulando no advertir las miradas que continuamente me dirigían un centenar de pares de ojos ardientes, mientras que mis ojos se escapaban todo lo posible hacia Diomedes, quien de pronto desvió su atención de mí y la centró en un hombre que se abría camino entre los bancos. Su llegada fue recibida con gritos de entusiasmo por unos y miradas reprobatorias por otros. Diomedes se levantó de pronto y abrazó estrechamente al desconocido. Cruzaron unas breves palabras, luego el desconocido le dio unas palmadas a Diomedes en la espalda y se adelantó hacia el estrado para saludar a mi padre y a Agamenón, quienes se habían levantado al verlo. ¿Cómo era posible que Agamenón se levantara? ¡El monarca supremo de Micenas no se levantaba por nadie!
Pero aquel hombre, el recién llegado, era diferente. Era alto, y lo hubiera sido mucho más si sus piernas hubieran estado proporcionadas al resto de su cuerpo. Pero no era así. Eran anormalmente cortas y tendían a arquearse; su estructura muscular parecía demasiado grande para apoyarse sobre miembros tan enclenques. Su rostro era realmente hermoso, de rasgos delicados y ojos grandes, de un gris luminoso, brillantes y expresivos. Era pelirrojo, sus cabellos tenían el rojo más vivo y agresivo que había visto en mi vida. Clitemnestra y Menelao palidecían a su lado.
Cuando posó su mirada en mí el influjo de su autoridad me provocó escalofríos. Me pregunté quién sería.
Mi padre hizo señas impaciente a un criado, que colocó una silla real entre él y Agamenón. ¿Quién sería para verse tan honrado y sin embargo mostrarse tan poco impresionado?
–Ésta es Helena -me presentó mi padre.
–No es de sorprender que se haya reunido aquí casi toda Grecia, Tíndaro -comentó mientras cogía un muslo de ave y le hincaba los blancos dientes con entusiasmo-. Ahora creo lo que dicen por ahí, que es la mujer más hermosa del mundo. ¡Tendrás problemas con esta manada de impulsivos para contentar a uno solo y decepcionar a tantos!
Agamenón miró compungido a mi padre y ambos se echaron a reír.
–Desde el instante en que has llegado confiaba en que planteases claramente el problema, Ulises -dijo el gran monarca.
Mi sorpresa y mi intriga se disiparon y me sentí muy necia. Desde luego que era Ulises. ¿Quién si no se hubiera atrevido a hablar a Agamenón como a un igual? ¿Quién hubiera merecido un asiento especial en el estrado?
Había oído hablar mucho de él. Siempre que trataban de legislación, decisiones, nuevos impuestos y guerras surgía su nombre. En una ocasión mi padre emprendió un pesado viaje hasta ítaca sólo para consultarle. Se le consideraba el hombre más inteligente del mundo, más incluso que Néstor y Palamedes. Y no sólo era inteligente sino también prudente. No era, pues, de sorprender que lo hubiera imaginado como un venerable y barbudo anciano, encorvado por las preocupaciones de un siglo de existencia, tan vetusto como el rey Néstor de Pilos. Cuando Agamenón tenía cuestiones importantes que discutir enviaba en busca de Palamedes, Néstor y Ulises, pero solía ser Ulises quien tomaba las decisiones.