Pasamos por los caminos superiores con el corazón ligero por enfrentarnos a un ejército casi inutilizado e inexistente. Aquiles permanecía insólitamente silencioso a mi lado, pero no pensé en interrogarlo acerca de las causas de su estado de ánimo. Erguido como un faro con su armadura de oro; el delicado penacho dorado del casco flotaba al viento y saltaba sobre sus hombros mientras avanzábamos dando tumbos por el terreno desigual. Me volví a sonreírle en espera de su habitual expresión de camaradería, pero en aquella ocasión olvidó nuestro pequeño ritual. Miraba hacia el frente, a un punto que yo ignoraba. Una paz grave y controlada se había extendido por su atormentado rostro; de pronto sentí como si condujera a un desconocido. No me habló ni una sola vez durante nuestro camino hacia el núcleo de la batalla, ni me sonrió en ningún instante. Aunque debería haberme desanimado, inexplicablemente no fue así. En lugar de ello me sentía optimista, como si algo de él influyera en mí.
Luchó mejor que nunca, al parecer empeñado en concentrar toda su enorme gloria en el espacio de un solo día, aunque en lugar de sumirse en su habitual frenesí asesino, se esforzaba por procurar el avance de los mirmidones. Utilizaba la espada en vez del hacha y lo hacía en absoluto silencio, como cuando un rey realiza su gran sacrificio anual a la divinidad. Aquel pensamiento suscitó otro en mí y de repente comprendí cuál era la diferencia que observaba en él. Siempre había sido príncipe, nunca rey. Aquel día era un soberano. Me pregunté si habría tenido alguna premonición acerca de la muerte de Peleo.
Mientras maniobraba el carro por el campo miré casualmente al cielo y el tiempo me desagradó. Pese a que amanecía, la jornada se anunciaba triste y gris, con promesas no ya de frío sino de temporal. La bóveda celeste tenía en aquellos momentos un peculiar tono cobrizo, hacia el este y el sur se condensaban grandes y negros nubarrones y destellaban los relámpagos sobre el monte Ida, donde creíamos que los dioses se reunían para observar la contienda.
Fue una derrota absoluta. Los troyanos no podían resistírsenos cuando todos los jefes de nuestro ejército parecían poseídos por una forma menor de la grandeza que imbuía a Aquiles, como los rayos que brotaban de la cabeza de Helio. Pensé que era el reflejo que él despedía; se había convertido en el más grande de los reyes.
Poco después durante aquella jornada los troyanos rompieron filas y huyeron. Busqué a Eneas, preguntándome por qué no se esforzaba en absoluto por reagruparlos. Pero debía de estar pasando una jornada aciaga porque no se veía ni rastro de él por ninguna parte. Más tarde supe que se mantenía apartado y no enviaba a sus hombres donde se precisaban refuerzos. Nos habíamos enterado de que había sido nombrado un nuevo heredero llamado Troilo. Entonces recordé que Aquiles me había dicho que Príamo insultó a Eneas al designar a Troilo como su sucesor. Bien, aquel día Eneas le demostraba a Príamo que había sido un viejo necio al insultar a un príncipe dárdano, también heredero.
Habíamos visto antes a Troilo en el campo, cuando luchaban Pentesilea y también Memnón. Había tenido suerte al no tropezarse nunca con Aquiles ni con Áyax pero la situación cambió aquel día. Aquiles lo persiguió incansable, siguiéndolo en todas las direcciones que tomaba y aproximándose a él cada vez más. Cuando Troilo comprendió que se avecinaba lo inevitable, pidió ayuda apurando insistentemente a sus hombres. Advertí que le enviaba un mensajero a Eneas, que se hallaba próximo. Éste se inclinó a escucharlo desde su carro con aparente interés. Vi retirarse al mensajero, mas no advertí que Eneas levantara un dedo en ayuda de Troilo. En lugar de ello hizo girar su carro y se trasladó a otro lugar con sus hombres.
Troilo era valiente. Como hermano de Héctor, al cabo de unos años podría haberse convertido en alguien como él, pero a su edad no tenía ninguna oportunidad. Al ver que nos aproximábamos, levantó su lanza y el auriga mantuvo firme el vehículo para que arrojase aquel único proyectil que podría tirar antes de hallarse demasiado próximo. Sentí que el brazo de Aquiles rozaba el mío y comprendí que se disponía a lanzar a Viejo Pelión. La gran lanza salió disparada soberbiamente volando por los aires con la precisión de una flecha de Apolo, y su afilado hierro se hundió profundamente en la garganta del muchacho, que cayó en silencio. Y sobre las cabezas de las desesperadas tropas troyanas vi que Eneas nos observaba con amargura. Nos apoderamos de la armadura de Troilo y de su tronco de caballos y exterminamos al resto de sus hombres.
En cuanto Troilo murió, Eneas se reanimó rápidamente. Superó su apatía y arremetió contra nosotros con el resto del ejército troyano, situándose en todo momento entre los soldados y procurando no encontrarse jamás a tiro de lanza de Aquiles. Muy astuto el dárdano. Deseaba desesperadamente vivir. Me pregunté qué pasiones le impulsaban, porque no era un cobarde.
El sol había desaparecido y se preparaba la tormenta. Tan intenso era el poder latente que sentíamos acumularse en el cielo que los soldados comenzaron a proferir presagios funestos. Las nubes fueron descendiendo cada vez más, los relámpagos caían más próximos y distinguimos el trueno sobre el estrépito de la batalla. Nunca había visto el cielo de tal modo ni el padre celestial me había provocado tales escalofríos. La luz se había vuelto tenue, con un sobrecogedor resplandor que recordaba el azufre, y las nubes eran tan negras como la barba de Hades y se retorcían como el humo de una inmensa hoguera de aceite que, al ser iluminada por los relámpagos, se convertía en intenso azul. Oí decir a los mirmidones que se hallaban detrás de mí que el padre Zeus nos enviaba un presagio de absoluta victoria y por el modo de comportarse de los troyanos imaginé que también consideraban que el triunfo sería nuestro.
Ante nosotros estalló un deslumbrante destello de un blanco fuego. El tronco de corceles retrocedió y tuve que cubrirme los ojos por temor a quedar cegado. Cuando el efecto del deslumbramiento se disipó, me volví a mirar a Aquiles.
–Desmontemos -le dije-. Estaremos más seguros en el suelo.
Por primera vez en aquel día me miró. Le devolví su mirada mudo de asombro. Era como si los rayos jugaran en torno a su cabeza, sus dorados ojos estaban iluminados de alegría y se reía de mis temores.
–¿Lo ves, Automedonte? ¿Lo ves? Mi abuelo se prepara para llorar mi muerte. Me considera un adecuado descendiente suyo.
Me quedé boquiabierto.
–¿Llorar tu muerte? ¿Qué quieres decir, Aquiles?
Me asió con fuerza por las muñecas y me respondió:
–He sido llamado. Hoy moriré, Automedonte. Los mirmidones te pertenecen hasta que hagas venir a mi hijo. El padre Zeus se prepara para mi muerte.
No podía creerlo; ¡no lo creería! Como víctima de una pesadilla, fustigué a los caballos para que avanzasen. Cuando se disipó un poco mi impresión razoné qué era lo mejor que podía hacer, y con la mayor discreción comencé a aproximar el carro todo lo posible a Áyax y a Ulises, cuyos hombres luchaban codo contra codo.
Si Aquiles advirtió mi maniobra hizo caso omiso de ella como si fuera por completo irrelevante. Miré al cielo y recé, rogué al Padre que aceptase mi vida por la suya, pero el dios se rió burlón y su furia me hizo temblar. De repente los troyanos salieron disparados hacia sus murallas y los seguimos de manera arrolladora para detenerlos. En aquellos momentos Áyax se hallaba más próximo, seguí acercando mi carro hasta que logré transmitirle el mensaje de que Aquiles se consideraba llamado por el dios. Si alguien podía evitarlo, ése era Áyax.
Nos encontrábamos a la sombra de la Cortina Occidental, demasiado próximos a la puerta Escea para que Príamo se permitiera abrirla. Aquiles, Áyax y Ulises acorralaron a Eneas contra la puerta en un último reducto de la zanja. Aquiles estaba decidido a acabar con Eneas; yo lo advertía en su silencio aunque rogaba que no tuviera la oportunidad de atacar al jefe troyano más peligroso de los que quedaban con vida.
Le oí proferir un gruñido de satisfacción y vi que el dárdano se encontraba a su alcance, demasiado acosado para tener en cuenta a cuantos se alineaban contra él. Era un objetivo perfecto. Aquiles empuñó a Viejo Pelión; los músculos de su brazo se tensaron mientras hacía acopio de fuerzas para lanzarlo y mostraba su desnuda axila cubierta por delicado vello rubio. Seguí con fascinación la línea de la lanza dirigida a Eneas sabiendo que concluiría con la vida del dárdano, que aquella última gran amenaza dejaría de existir.
Todo pareció suceder en el mismo instante, pero juro que Aquiles no perdió el equilibrio por culpa del carro, sino que le falló el tobillo derecho aunque parecía firmemente sujeto en el estribo y levantó aún más el brazo diestro en el aire mientras se esforzaba por mantener el equilibrio. Oí un golpe seco y la vi hundirse en la axila hasta las plumas de intenso azul. Viejo Pelión cayó al suelo sin ser lanzada mientras Aquiles se encabritaba como un titán y profería roncamente el grito de guerra de Quirón con tono triunfal como si hubiera conquistado la propia inmortalidad. Le cayó el brazo y la flecha se hundió totalmente, más profunda que la vergüenza o la muerte. Me aferré a las riendas con ambas manos mientras Janto corcoveaba aterrado, Balio agachaba la cabeza y Podargo aporreaba el suelo con sus cascos. Pero Patroclo no estaba presente para hablar por ellos, para expresar en palabras humanas su aflicción y su horror.
Todos cuantos oyeron el grito de guerra se volvieron a mirar. Áyax gritó a su vez como si también él hubiera sido alcanzado. La sangre manaba de aquella boca sin labios y de sus fosas nasales y caía en cascada sobre su dorada armadura. Ulises, que estaba detrás de Áyax, chilló también de rabia e impotencia señalándolo con la mano. París, a salvo en una roca próxima, permanecía sonriente con el arco en la mano.
Aquiles se mantuvo erguido escasos instantes y luego se desplomó por el borde del carro en los brazos de Áyax, a quien arrastró consigo al suelo con un estrépito de su armadura que resonó en nuestros corazones con un eco permanente. Yo me encontraba junto a Áyax cuando se arrodilló con su primo en brazos y le quitó el casco y miró en silencio su rostro escarlata y traspuesto. Aquiles veía quién lo sostenía pero la imagen de la muerte era mucho mayor, mucho más próxima. Trató en vano de hablar pero sus palabras se ahogaron en su boca; por un momento expresó con los ojos su despedida. Luego las pupilas se dilataron y los iris dorados desaparecieron y fueron sustituidos por una negrura transparente y anodina. Sufrió tres espantosas sacudidas que pusieron a prueba las fuerzas de Áyax y todo acabó. Estaba muerto. Aquiles había muerto. Miramos las transparentes ventanas vacías de sus ojos y no hallamos nada tras ellas. Áyax, con la boca reseca, le cerró los párpados con sus grandes y torpes manos y luego volvió a ponerle el casco y lo ajustó con fuerza mientras las lágrimas caían de sus ojos cada vez con mayor intensidad.
Estaba muerto. Aquiles había muerto. ¿Cómo poder resistirlo?
La impresión debió de inmovilizar a ambos ejércitos; de pronto los troyanos cayeron sobre nosotros como los perros que lamen la sangre humana con el propósito de conseguir el cadáver y la armadura. Ulises se puso en pie bruscamente haciendo caso omiso de sus lágrimas. Los mirmidones permanecían en silencio: lo imposible se había vuelto realidad ante sus ojos. Ulises se inclinó a recoger a Viejo Pelión y lo blandió ante sus rostros.
–¿Permitiréis que se lo lleven? – gritó encolerizado-. ¡Ya habéis visto qué treta canalla han empleado para matarlo! ¿Os quedaréis aquí y les dejaréis que os arrebaten su cuerpo? ¡En el nombre del propio Aquiles, manteneos fieles a él!
Los hombres salieron de su estupor y se recuperaron; ningún troyano conseguiría aproximarse a Aquiles mientras viviera uno de ellos. Formaron un frente ante nosotros y cargaron contra ellos presas de feroz y hosco dolor. Ulises ayudó a levantarse al lloroso Áyax y a cargar el inerte y pesado cuerpo en sus brazos.
–Llévatelo lejos de las líneas de combate, Áyax -le dijo-. Yo me aseguraré de que ellos no se abren paso.
De modo instintivo puso en la mano de Áyax a Viejo Pelión y lo empujó para incitarlo a la marcha. Yo siempre había abrigado mis reservas acerca de Ulises, pero era un rey. Espada en mano, giró en redondo y se plantó con firmeza en el suelo donde aún bullía la sangre de Aquiles. Hicimos frente al ataque de los troyanos y lo repelimos, Eneas reía como un chacal al ver a Áyax abriéndose camino hacia la retaguardia. Miré a Ulises.
–Áyax es fuerte, pero no lo bastante para llegar muy lejos cargado con Aquiles. Deja que lo alcance y lo trasladaré yo.
Ulises asintió.
De modo que hice girar al tronco de caballos en pos de Áyax, que había surgido de la retaguardia de nuestras líneas y avanzaba con pasos cansinos hacia la playa. En ese momento, cuando yo aún me encontraba demasiado lejos para ayudarlo, pasó veloz un carro por mi lado cuyo auriga se proponía cortarle el paso. En él viajaba uno de los hijos de Príamo, lucía en su coraza la insignia cárdena de la casa de Dárdano. Traté de infundir nuevos bríos a mis caballos y advertí a gritos a Áyax, que no pareció oírme.
El príncipe troyano se apeó del vehículo, espada en mano y sonriente; lo que indicaba que no conocía a Áyax, quien avanzaba sin desfallecer. Levantó aún más a Aquiles en sus brazos y lanzó a Viejo Pelión al troyano, el arma que instintivamente le había colocado Ulises en la mano.
–¡Coloca a Aquiles en el carro! – le dije al llegar a su altura.
–Lo llevaré a su casa.
–Está demasiado lejos, vas a matarte.
–¡Lo llevaré yo!
–Entonces quitémosle por lo menos la armadura y ponla en el carro -le dije desesperado-. Será más conveniente.
–Y yo sentiré su cuerpo y no su envoltura. Sí, podemos hacerlo.
En el instante en que Aquiles estuvo liberado de aquel peso abrumador, Áyax siguió su camino abrazándolo, besando su destrozado rostro, hablándole y acariciándolo.
El ejército nos seguía lentamente por la llanura; mantuve la marcha de mi carro detrás de Áyax, que avanzaba esforzadamente con sus grandes piernas como si pudiera caminar cien leguas sosteniendo a Aquiles.
El dios, que había contenido su pena bastante tiempo, la desató sobre nuestras cabezas y toda la bóveda celeste estalló en blancos e ígneos relámpagos. Los caballos se detuvieron estremecidos, atenazados por el temor; incluso Áyax se detuvo, inmovilizado, mientras restallaban y resonaban los truenos y los relámpagos formaban un fantástico encaje en las nubes. La lluvia comenzó a caer por fin en enormes y pesadas gotas, escasas y duras, como si el dios estuviera demasiado conmovido para llorar relajadamente. El ritmo de la lluvia aumentó y nos debatimos en un mar de barro. El ejército llegó a nuestra altura, abandonado el conflicto ante el poder del Tonante, y juntos transportamos a Aquiles por el pasillo superior del Escamandro; Áyax al frente, seguido del rey. Entre la cortina de lluvia lo tendimos en unas andas mientras el Padre lavaba su sangre con lágrimas celestiales.
Acompañados de Ulises fuimos a la casa, al encuentro de Briseida. La mujer se encontraba en la puerta, al parecer esperándonos.
–Aquiles ha muerto -le anunció Ulises. – ¿Dónde se encuentra? – preguntó ella con voz firme. – Ante la casa de Agamenón -repuso Ulises entre sollozos.
Briseida le acarició el brazo con una sonrisa. – No debes apenarte, Ulises. Será inmortal. Habían levantado un dosel sobre las andas para protegerlo de la lluvia; Briseida se asomó bajo el borde para contemplar la ruina de aquel hombre magnífico, con los cabellos enmarañados por la sangre y el agua y el rostro agotado y sereno. Me pregunté si veía lo mismo que yo: que su boca sin labios se veía correcta, como nunca fue en vida. A causa de ello su rostro era la quintaesencia del guerrero.
Pero ella no dijo lo que pensaba, ni entonces ni nunca. Con absoluta ternura se inclinó sobre él y le besó los párpados, le cogió las manos y se las cruzó sobre el pecho, y ordenó y alisó el protector acolchado hasta que lo consideró conforme a su sentido de la perfección.
Estaba muerto. Aquiles había muerto. ¿Cómo podríamos resistirlo?
Lo lloramos durante siete días. En la última tarde, cuando el sol se ponía, tendimos su cuerpo en el áureo carro funerario y lo transportamos sobre el Escamandro hasta la tumba de la roca. Briseida nos acompañaba porque nadie había tenido ánimos para disuadirla; avanzaba al final de la larga comitiva con las manos cruzadas y la cabeza inclinada. Áyax, que era el principal doliente, sostenía la cabeza de Aquiles en su mano mientras lo transportaban a la cámara. Vestía de oro, pero no lucía la armadura dorada que Agamenón había tomado bajo su custodia.
Cuando los sacerdotes hubieron murmurado las palabras, adaptado la máscara de oro a su rostro y vertido las libaciones, desfilamos lentamente de la tumba que compartía con Patroclo, Pentesilea y los doce jóvenes nobles troyanos. Lo más singular de todos aquellos múltiples acontecimientos y portentos extraños era la atmósfera que reinaba dentro de la tumba, un ambiente dulce, puro e inefable. La sangre de los doce jóvenes que se encontraba en el cáliz dorado aún seguía en estado líquido con un rico color carmesí.
Regresé para asegurarme de que Briseida nos seguía y descubrí que se había arrodillado junto al carro funerario. Aunque no confiaba en convencerla, corrí al interior acompañado de Néstor. Enmudecimos al verla depositar el cuchillo en el suelo con sus últimas fuerzas y desplomarse en tierra. ¡Sí, era lo adecuado! ¿Cómo podría ninguno de nosotros enfrentarse a la luz del día sin que existiera Aquiles? Me incliné a recoger el arma, pero Néstor me detuvo.
–¡Vamonos, Automedonte! ¡Aquí no quieren a nadie más!
A la mañana siguiente se celebró el festín funerario, pero no hubieron juegos.
–Dudo que nadie tenga ánimos para competir -explicó Agamenón-, pero no es ésa la razón sino el hecho de que Aquiles no quería ser enterrado con la armadura que su madre, ¡una diosa!, encargó a la fragua de Hefesto. Deseaba que fuera concedida como premio al mejor hombre que quedara vivo ante Troya en lugar de convertirse en trofeo de los juegos funerarios.
No dudé de él exactamente, aunque Aquiles no me había mencionado tal cosa.
–¿Cómo podrías decidir algo así, señor? ¿Por los logros de las armas? A veces no son distintivo de auténtica grandeza.
–Precisamente por esa razón pienso convertirlo en una contienda verbal -repuso el gran soberano-. Quienquiera que se crea el mejor hombre vivo ante Troya que se adelante y me explique la razón.
Sólo avanzaron dos aspirantes: Áyax y Ulises. ¡Qué extraño! Representaban dos polos de grandeza: el guerrero y el… ¿cómo calificar al hombre que trabajaba con la mente?
–Sí, muy adecuado -opinó Agamenón-. Tú trajiste su cuerpo, Áyax, y tú, Ulises, hiciste posible tal cosa. Áyax, habla primero y dime por qué crees merecer la armadura.
Todos los presentes nos hallábamos sentados a ambos lados de Agamenón. Yo estaba con el rey Néstor y los demás porque ahora capitaneaba a los mirmidones. No había nadie más presente.
Áyax estaba tan agitado que había enmudecido. Allí se encontraba el hombre más grande que había visto sin saber qué decir. Tampoco tenía buen aspecto, algo no estaba bien en la parte derecha de su cuerpo, desde el rostro hasta la pierna. Al avanzar la había arrastrado, y tampoco movía el brazo derecho con naturalidad. Pensé que sería un pequeño ataque de apoplejía. Transportar desde tan lejos a su primo habría forzado su parte más débil: la mente. Y cuando por fin habló, lo hizo deteniéndose penosamente para encontrar las palabras.
–¡Gran soberano imperial, compañeros reyes y príncipes!… Soy primo hermano de Aquiles. Peleo, su padre, y Telamón, el mío, eran hermanos. Y el padre de ambos, Eaco, hijo de Zeus. Pertenecemos a un gran linaje. Nuestro nombre es importante. Reclamo la armadura para mí porque llevo ese nombre, porque procedo de ese linaje. No puedo permitir que se le conceda a un hombre que es el bastardo de un vulgar ladrón.
La hilera de veinte hombres se agitó y todos fruncieron el entrecejo. ¿Qué hacía Áyax? ¿Calumniar a Ulises? Ulises no protestó, miraba al suelo como si fuera sordo.
–Como Aquiles, vine a Troya voluntariamente. No nos obligaba juramento alguno a ninguno de ambos. No tuve que ser desenmascarado por fingir locura como ocurrió con Ulises. Sólo dos hombres en esta gran multitud se enfrentaron a Héctor frente a frente: Aquiles y yo. No necesité a ningún Diomedes para que hiciera el trabajo sucio por mí. ¿De qué le serviría la armadura a Ulises? Con su débil mano izquierda no podría arrojar a Viejo Pelión. Su pelirroja cabeza se hundiría bajo el peso de ese casco. Si dudáis de mi derecho a la propiedad de mi primo, arrojadla en medio de una jauría de troyanos y ved cuál de los dos la recupera.
Fue cojeando hasta su silla y se dejó caer pesadamente en ella.
Agamenón parecía incómodo, pero era evidente que la mayoría de nosotros estábamos de acuerdo con lo que Áyax había dicho. Observé a Ulises desconcertado. ¿Por qué reivindicaría él la armadura?
El hombre se adelantó y se plantó tranquilamente con los pies separados y los pelirrojos cabellos brillando bajo la luz. Pelirrojo y zurdo. A ciencia cierta que allí no había sangre divina.
–Es cierto que traté de librarme de venir a Troya -dijo Ulises-. Sabía cuánto duraría esta guerra. De no mediar el juramento, ¿cuántos de vosotros os hubierais alistado en esta expedición si hubierais imaginado el tiempo que estaríais ausentes?
»En cuanto a Aquiles, soy la única razón por la que él vino a Troya… Nadie más que yo comprendió claramente la estratagema urdida para mantenerlo en Esciro. Áyax estaba allí, pero no la vio; preguntadle a Néstor y lo confirmará.
«Respecto a mis antepasados, ignoro las infames insinuaciones de Áyax. También yo soy biznieto del poderoso Zeus.
»Y por lo que se refiere a valor físico, ¿ha dudado alguno de vosotros del mío? No tengo mejor cuerpo que nadie para respaldar mi valor, pero me comporto cumplidamente en las batallas. Si alguien lo ha dudado, que cuente mis cicatrices. El rey Diomedes es mi amigo y amante, no mi lacayo.
Hizo una pausa. Tenía más facilidad para expresarse que Áyax.
–He reclamado la armadura por una sola razón. Porque quiero darle el destino que Aquiles hubiera deseado.
»Si yo no puedo llevarla, ¿acaso le es posible a Áyax? Si para mí es demasiado grande, sin duda resulta demasiado pequeña para él. Dádmela, la merezco.
Abrió ampliamente los brazos como si quisiera demostrar que no había nada que discutir y se volvió a su asiento. En aquel momento eran muchos los que dudaban, pero eso no importaba. Agamenón decidiría.
El gran soberano se dirigió a Néstor.
–¿Qué opinas tú?
–Que Ulises merece la armadura -repuso éste con un Suspiro.
–Entonces, así sea. Ulises, toma tu galardón.
Áyax dio un grito y desenvainó su espada, pero, fuesen cuales fuesen sus propósitos, no los llevó a cabo. Aunque saltó bruscamente de su silla cayó cuan largo era en el suelo y allí se quedó tendido sin que, pese a nuestros intentos, nadie consiguiera levantarlo. Al final Agamenón ordenó que trajesen una camilla y se lo llevaron ocho soldados. Ulises depositó la armadura en un carrito de mano mientras los soberanos se dispersaban, entristecidos y desanimados. Yo fui a beber vino para quitarme la amargura de la boca. Cuando Ulises acabó de hablar comprendimos lo que se proponía hacer con su premio: entregárselo a Neoptólemo. Tal vez en Troya eso hubiera sido posible como regalo directo, pero en nuestros países, la armadura perteneciente a un hombre difunto era enterrada con él u otorgada como premio en los juegos funerarios. Una lástima. Sí, tal como había concluido todo, había sido una verdadera lástima.
Era ya entrada la noche cuando renuncié a embriagarme. Avancé por las calles solitarias entre las altas casas buscando una luz, un lugar que me pudiera ofrecer consuelo. Y por fin lo encontré en forma de una llama que ardía en el hogar de Ulises. La cortina aún estaba recogida en la puerta, por lo que entré tambaleándome.
Ulises se hallaba sentado con Diomedes observando los rescoldos rojizos del fuego con aire apesadumbrado. Le pasaba el brazo por el cuello y acariciaba lentamente el hombro desnudo del argivo. Como un forastero contemplando su solidaridad, como un perro sin amo, sentí una repentina oleada de soledad. Aquiles estaba muerto y yo me hallaba al frente de los mirmidones; yo, que no había nacido para asumir ese mando. Era algo espantoso. Entré en el círculo de luz y me senté fatigado.
–¿Molesto? – pregunté algo tardíamente.
–No, ten un poco de vino -repuso Ulises, sonriente.
El estómago se me revolvió.
–No, gracias. Toda la noche he estado tratando de embriagarme sin éxito.
–¿Tan solo estás, Automedonte? – inquirió Diomedes.
–Más solo de lo que desearía. ¿Cómo puedo ocupar su lugar? ¡No soy Aquiles!
–Tranquilízate -susurró Ulises-. Envié en busca de Neoptólemo hace diez días, cuando vi la sombra de la muerte ensombrecer su rostro. Si los vientos y los dioses son benévolos, no tardará en llegar.
Sentí un alivio tan enorme que estuve a punto de besarlo.
–¡Te lo agradezco con todo mi corazón, Ulises! Los mirmidones deben ser dirigidos por la sangre de Peleo.
–No me agradezcas que haya hecho lo más sensato.
Nos sentamos con desenfado mientras transcurría la noche inspirándonos consuelo unos a otros. En una ocasión imaginé oír alboroto en la distancia pero se disipó rápidamente. Volví a centrar mi atención en lo que Diomedes decía. Entonces sonó un gran grito y en esta ocasión lo distinguimos los tres. Diomedes se levantó felinamente cogiendo su espada mientras Ulises seguía sentado indeciso con la cabeza ladeada. El ruido creció y salimos siguiendo su dirección.
Nos aproximamos al Escamandro y finalmente a su orilla, donde se encontraba un corral con animales dedicados a los altares, todos ellos escogidos individualmente, bendecidos y marcados con un símbolo sagrado. Algunos reyes estaban ante nosotros y ya había sido apostado un guardián para mantener alejados a los simples curiosos. Como es natural, nos permitieron el paso inmediatamente y nos reunimos con Agamenón y Menelao, que estaban junto a la verja que rodeaba el corral observando algún objeto que acechaba en la oscuridad. Distinguimos risas demenciales y una voz farfullante que gritaba cada vez con más fuerza algunos nombres a las estrellas, proclamando su rabia y su burla.
–¡Toma esto, Ulises, engendro de ladrones! ¡Muere, Menelao, sinuoso adulador!
Y así proseguía una y otra vez mientras escudriñábamos las tinieblas infructuosamente. Luego alguien tendió una antorcha a Agamenón, que la levantó sobre su cabeza y proyectó la luz sobre un amplio sector. Sofoqué un grito de horror. El vino me revolvió el estómago que no había querido llenar; me aparté a un lado y devolví. Hasta donde alcanzaba la luz de la antorcha había sangre. Ovejas y cabras yacían en lagos sangrientos con ojos vidriados y expresiones fijas, los miembros cortados, degolladas, y sus pieles mostraban en ocasiones decenas de heridas. Al fondo estaba Áyax con una espada ensangrentada en la mano. Cuando no vociferaba insultos mantenía la boca abierta en escalofriante carcajada. Un aterrado ternerillo pendía de su mano y agitaba sus cascos contra la inmensa mole mientras él lo acuchillaba. Cada vez que le asestaba una puñalada al animal lo llamaba Agamenón y prorrumpía en otro estallido de carcajadas.
–¡Que haya llegado a esto! – susurró Ulises.
Conseguí controlar mis náuseas.
–¿Qué sucede? – logré preguntar.
–Es la locura, Automedonte. Resultado de diferentes causas. Demasiados golpes en la cabeza en el curso de los años, excesivo dolor, tal vez un ataque de apoplejía. ¡Pero acabar así! Ruego que nunca se recupere bastante para darse cuenta de lo que ha hecho.
–Tenemos que detenerlo -dije.
–Inténtalo, por supuesto, Automedonte. Yo no tengo ninguna pretensión de reducir a Áyax en un acceso de locura.
–Ni yo -repuso Agamenón.
De modo que nos limitamos a observar.
Al amanecer, su arrebato se disipó. Recobró el sentido con los pies bañados en sangre y miró en torno, como quien sufre una pesadilla, a los montones de animales consagrados que lo rodeaban, a la sangre que lo cubría de los pies a la cabeza, a la espada que aún sostenía en la mano y a los monarcas que lo observaban en silencio desde detrás de la valla. Aún sostenía una cabra en las manos, sin vida, espantosamente mutilada. Con un grito de horror la tiró al comprender por fin lo que había hecho aquella noche. Entonces corrió hacia la valla, la saltó y huyó lejos de aquel lugar como si ya lo persiguieran las Furias. Teucro se separó de nosotros para seguirlo; nosotros continuamos allí conmovidos hasta la médula.
Menelao fue el primero en recobrar su facultad de expresión.
–¿Dejarás que se marche de este modo, hermano? – le preguntó a Agamenón.
–¿Qué quieres, Menelao?
–¡Su vida! Ha matado a los animales sagrados. Su vida es el precio que exigen los dioses.
–Los dioses enloquecen primero a quien aman más -intervino Ulises con un suspiro-. Déjalo, Menelao.
–¡Tiene que morir! – insistió Menelao-. ¡Ejecútalo y que nadie cave su tumba!
–Tal es el castigo -murmuró Agamenón.
Ulises dio unas palmadas.
–¡No, no! ¡Dejadlo! ¿No te basta con que Áyax se haya condenado, Menelao? Su sombra está destinada al Tártaro por cuanto ha hecho esta noche. Déjalo en paz. No cargues más rescoldos en su pobre y desvaída cabeza.
Agamenón volvió la espalda a aquella carnicería.
–Ulises tiene razón. Está loco, hermano. Dejemos que lo repare lo mejor posible.
Ulises, Diomedes y yo regresamos por las calles entre los grupos que murmuraban sobrecogidos hasta la casa donde residía Áyax con Tecmesa, su principal concubina, y su hijo Eurisaces. Cuando Ulises llamó a la puerta cerrada con cerrojo, Tecmesa lo observó temerosa por los postigos de la ventana y a continuación le abrió con su hijo al lado.
–¿Dónde está Áyax? – le preguntó Diomedes.
–Se ha ido, señor -repuso ella enjugándose las lágrimas-. No sé dónde está salvo que dijo que iba a buscar el perdón de Palas Atenea bañándose en el mar.
Se interrumpió, pero logró proseguir.
–Le entregó su escudo a Eurisaces y le dijo que era la única de sus armas no mancillada por el sacrilegio, y añadió que las restantes piezas debían ser enterradas con él. Entonces nos confió al cuidado de Teucro. ¡Señor, señor!, ¿qué sucede? ¿Qué ha hecho?
–Nada a conciencia, Tecmesa. Quédate aquí que iremos en su busca.
Estaba tendido en la playa, donde las diminutas olas lamían suavemente la franja de la laguna y algunas rocas salpicaban la arenosa costa. Teucro estaba con él, arrodillado y con la cabeza inclinada, el impasible Teucro que nunca hablaba demasiado, pero que siempre estaba presente cuando Áyax lo necesitaba. Incluso entonces, al final.
Lo que había hecho se expresaba por sí solo: la lisa roca que se remontaba unos dedos sobre la arena con la superficie agrietada por algún golpe del tridente de Poseidón, la empuñadura de la espada insertada totalmente en la grieta con la hoja hacia arriba. Se había despojado de su armadura y se había bañado en el mar, había dibujado una lechuza en la arena en honor de Atenea y un ojo por madre Kubaba. Luego se había colocado sobre la espada y se había desplomado sobre ella con todo su peso, de modo que ésta le había atravesado el centro del pecho y le había partido la columna. Dos codos del arma asomaban por su espalda. Yacía con el rostro inmerso en su propia sangre, los ojos cerrados, y en su cara aún se advertían rastros de locura. Sus enormes manos estaban inertes y curvaba suavemente los dedos.
Teucro levantó la cabeza, nos miró con amargura y al fijar la mirada en Ulises evidenció claramente que lo consideraba culpable. No pude imaginar qué pensaría Ulises, pero no desfalleció.
–¿Qué podemos hacer? – preguntó.
–Nada -respondió Teucro-. Lo enterraré yo mismo.
–¿Aquí? – preguntó Diomedes, horrorizado-. ¡No, merece algo mejor!
–Sabes que no es cierto. Y él también lo sabía al igual que yo. Tendrá exactamente lo que dictan las leyes divinas: la tumba de un suicida. Es todo cuanto puedo hacer por él. Lo que ha quedado entre nosotros. Debe pagar con su muerte como Aquiles lo pagó en vida. Así lo dijo antes de morir.
Entonces nos marchamos y los dejamos solos, los hermanos que nunca volverían a luchar, protegido el pequeño por el escudo del mayor. En ocho días habían desaparecido los dos: Aquiles y Áyax, el espíritu y el corazón de nuestro ejército.
–¡Ay, ay! ¡Qué aflicción! – exclamó Ulises mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro-. ¡Cuán extraños son los caminos de los dioses! Aquiles arrastró a Héctor por el tahalí que Áyax le regaló y ahora Áyax ha caído sobre la espada que Héctor le entregó.
Se retorció dolorosamente.
–¡Por la Madre, estoy mortalmente asqueado de Troya! ¡Odio hasta el mismo aire troyano!
Los días de lucha abierta habían concluido. Príamo había cerrado la puerta Escea y nos contemplaba desde sus torres. Quedaba un puñado de troyanos; de sus más valiosos elementos, sólo Eneas seguía aún con vida. A Príamo, tras la muerte de sus hijos más queridos, sólo le restaban los inútiles para consolarlo. Era tiempo de espera mientras sanaban nuestras heridas y nuestros espíritus revivían lentamente. Algo curioso había sucedido, un don de los dioses que nadie hubiera imaginado: Aquiles y Áyax parecían haberse infiltrado en la propia sustancia de los soldados griegos. Todos, hasta el último, estaban decididos a conquistar las murallas de Troya. Le mencioné aquel fenómeno a Ulises y le pregunté qué opinaba.
–No hay nada misterioso en ello, señor. Aquiles y Áyax se han transformado en héroes y los héroes nunca mueren. De modo que los hombres asumen la carga. Por añadidura, desean regresar a sus hogares, pero no derrotados. La única justificación existente para los hechos de estos últimos diez años de exilio es la caída de Troya. Esta campaña nos ha resultado muy cara; la hemos pagado con nuestra sangre, con nuestras canas, con nuestros corazones dolientes, con los rostros que hace tanto tiempo que no vemos que apenas recordamos sus queridas facciones, con las lágrimas y el amargo vacío. Troya nos ha roído hasta los huesos. No podemos en modo alguno regresar a nuestra patria sin convertirla en polvo como tampoco podemos profanar los misterios de la Madre.
–Entonces buscaré el consejo de Apolo -dije.
–Simpatiza más con los troyanos que con los griegos, señor.
–Aun así por él se expresa el oráculo. De modo que le preguntaré qué necesitamos para entrar en Troya. No puede negar a la representación de un pueblo, ¡de ningún pueblo!, una respuesta sincera.
El gran sacerdote Taltibio examinó las incandescentes entrañas del fuego sagrado y suspiró. No era griego como Calcante, utilizaba fuego y agua para la adivinación y reservaba a los animales como simples víctimas destinadas al sacrificio. Tampoco anunció sus descubrimientos en el mismo augurio sino que aguardó a que estuviéramos reunidos en consejo.
–¿Qué has visto? – le pregunté entonces.
–Muchas cosas, señor. Algunas ni siquiera logro comprenderlas, pero se me han revelado plenamente dos cosas.
–Cuéntanoslas.
–No podemos tomar la ciudad con los recursos que poseemos. Hay dos elementos queridos a los dioses que debemos poseer primero. Si los conseguimos, sabremos que acceden a que entremos en Troya. Si no nos es posible, será porque el Olimpo se ha unido contra nosotros.
–¿De qué cosas se trata, Taltibio?
–En primer lugar, del arco y las flechas de Heracles. Lo segundo es un hombre… Neoptólemo, el hijo de Aquiles.
–Gracias. Puedes irte.
Observé sus rostros. Idomeneo y Meriones permanecían tristes y graves; mi pobre e incapaz hermano Menelao parecía inmutable; Néstor había envejecido tanto que todos temíamos por él; Menesteo seguía adelante sin lamentarse; Teucro no nos había perdonado a ninguno; Automedonte aún no había asimilado que tenía que asumir el mando de los mirmidones. Y Ulises, ¡ah, Ulises!, ¿quién sabía realmente lo que se escondía tras aquellos luminosos y hermosos ojos?
–Bien, Ulises, sabes dónde se hallan el arco y las flechas de Heracles. ¿Qué posibilidades consideras que tenemos de conseguirlos?
Se puso en pie lentamente.
–Durante casi diez años no hemos recibido una sola noticia suya desde Lesbos.
–Dijeron que había muerto -comentó Idomeneo con pesimismo.
Ulises se echó a reír.
–¿Filoctetes muerto? ¡Ni aunque una docena de víboras hubieran vertido en él su veneno! Creo que aún se encuentra en Lesbos. Desde luego tendremos que intentarlo, señor. ¿Quién debe ir?
–Tú mismo con Diomedes, erais amigos suyos. Si nos recuerda con simpatía, será por vosotros. Embarcad hacia Lesbos al punto y pedidle el arco y las flechas que heredó de Heracles. Decidle que le hemos guardado su parte del botín y que nunca lo hemos olvidado -dije.
Diomedes se desperezó.
–¡Unos días en el mar! ¡Excelente idea!
–Pero aún está la cuestión de Neoptólemo -añadí-. Todavía tardará más de una luna en llegar… si el viejo Peleo le ha permitido venir.
Ulises se volvió desde la puerta.
–Tranquilízate, señor, esto también ha sido previsto. Envié a por él hace más de media luna. En cuanto a Peleo… Haz una ofrenda al padre Zeus.
Ocho días después la vela de color azafrán que Ulises había escogido aparecía de nuevo en el horizonte. Yo, con el corazón en la boca, lo aguardaba en la playa junto a los diques vacíos. Aun suponiendo que siguiera con vida, Filoctetes llevaba diez años en Lesbos sin habernos enviado nunca noticias. Tampoco nuestros mensajeros habían dado jamás con su paradero. ¿Cómo saber hasta qué punto trastorna la enfermedad una mente humana? Bastaba con recordar a Áyax.
Ulises se encontraba en la proa y nos saludaba alegremente. Proferí un largo suspiro de alivio. Era un hombre sinuoso, pero no se hubiera mostrado tan animado si hubiera fracasado. Menelao e Idomeneo se reunieron conmigo mientras aguardaba, sin que ninguno de nosotros supiéramos exactamente qué podíamos esperar. Habíamos desesperado de que siguiera con vida y, en el caso de que hubiera sobrevivido, habría perdido la pierna. De modo que imaginaba a un tullido, a un guiñapo marchito, no al hombre que saltó sobre la borda de la nave los numerosos codos que la separaban del suelo con tanta ligereza como un muchacho. No había cambiado en absoluto, y apenas había envejecido. Lucía una pulcra barba dorada y sólo vestía un faldellín. Sobre su hombro pendía un poderoso arco y un mugriento carcaj cargado de flechas. Sabía que por lo menos tenía cuarenta y cinco años, pero su cuerpo bronceado y duro parecía diez años más joven y sus poderosas piernas estaban perfectamente. Me quedé boquiabierto.
–¿Cómo es esto, Filoctetes? – logré articular al final.
Nos hallábamos sentados en mi casa y un criado nos servía vino.
–Cuando conozcas la historia, verás que es muy sencillo, Agamenón.
–¡Pues cuéntamela! – le ordené.
Me sentía más feliz que nunca desde que murieron Aquiles y Áyax. Tal era el efecto que Filoctetes tenía sobre nosotros. Enviaba ráfagas de vida y alegría por los salones enmohecidos.
–Me costó un año recobrar el juicio y utilizar la pierna -comenzó-. Temiendo que la gente local no fuese amable con un griego, mis criados me trasladaron a lo alto de una montaña y me instalaron en una cueva. Ésta se encontraba muy al oeste de Thermi y Antisa, a varias leguas de cualquier poblado, incluso de las granjas. Mis sirvientes eran fieles y leales, por lo que nadie sabía quién era yo ni dónde estaba. ¡Imagina mi sorpresa cuando Ulises me dijo que Aquiles había saqueado Lesbos cuatro veces durante los últimos diez años! ¡Y yo sin saber nada de ello!
–Bien, las ciudades son sometidas a saqueos -dijo Meriones.
–Desde luego.
–¡Pero sin duda te aventurarías más lejos cuando te recuperaste! – objetó Menelao.
–No -respondió Filoctetes-. No lo hice. Apolo me habló en sueños y me ordenó que permaneciera donde me encontraba. Con franqueza, no me resultó nada difícil. Me dediqué a correr, a cazar, y derribaba ciervos y jabalíes, cuya carne trocaban mis sirvientes por vino, higos u olivas en el pueblo más cercano. ¡Llevaba una existencia idílica sin preocupaciones, sin reino, sin responsabilidades! Los años transcurrían, yo era dichoso y nunca sospeché que la guerra prosiguiera. Pensé que todos habríais regresado al hogar.
–Hasta que escalamos la montaña y te encontramos -intervino Ulises.
–¿Te dijo Apolo que podías irte? – inquirió Néstor.
–Sí, y estoy muy satisfecho de encontrarme en el lugar del combate.
Apareció un mensajero que susurró algo en el oído de Ulises, quien se levantó y acompañó al recién llegado al exterior. Al regresar lucía una expresión de cómica sorpresa.
–Señor -me dijo-, uno de mis agentes me informa de que Príamo planea otro combate. El ejército troyano estará en nuestras puertas mañana, mucho antes de que amanezca, con la orden de atacar mientras dormimos. ¿No resulta interesante? Una flagrante violación de las leyes que rigen la guerra. Apuesto a que ha sido idea de Eneas.
–¡Vamos, Ulises! – exclamó Menesteo inesperadamente con un burlón resoplido-. ¿Qué es eso de violar las leyes que rigen la guerra? ¡Tú llevas años haciéndolo!
–Sí, pero ellos no se lo permitían -repuso Ulises con una mueca.
–Lo hicieran o no, ahora se lo permiten, Menesteo -dije-. Ulises, tienes mi autorización para utilizar todos los medios que puedas urdir para meternos tras las murallas de Troya.
–La muerte por hambre -repuso prontamente.
–Menos eso -le respondí.
Nos preparamos entre las sombras mucho antes de que la oscuridad comenzara a disiparse, por lo que Eneas descubrió que se había retrasado. Dirigí yo mismo el asalto y los hicimos pedazos, demostrándoles de qué éramos capaces sin Aquiles ni Áyax. Los troyanos, ya intranquilos porque no podía resultarles cómodo el engaño de Eneas, fueron presa del pánico cuando caímos sobre ellos. Nos bastó seguirlos para exterminarlos a cientos.
Filoctetes utilizaba las flechas de Heracles con efecto devastador. Había adoptado un sistema por el que sus hombres corrían para dar alcance a sus víctimas, extraían sus preciosas flechas y, tras limpiarlas, las devolvían al raído y viejo carcaj.
Los que lograron huir regresaron a la ciudad y la puerta Escea se cerró ante nuestras narices. La lucha había sido muy breve. Resultamos victoriosos con cadáveres troyanos sembrados por doquier poco después de que el sol hubiera aparecido, la última flor de Troya había caído en el polvo.
Idomeneo y Meriones montaron en su carro seguidos de cerca por Menelao y todos los demás, que giraron sus vehículos formando un círculo para escudriñar el campo y cambiar impresiones sobre la batalla.
–Las flechas de Heracles sin duda poseen magia cuando tú las disparas, Filoctetes -le dije.
Me respondió con una sonrisa.
–Reconozco que disfrutan más con esta función que cuando derribaban ciervos, Agamenón. Pero cuando mis hombres hagan recuento de ellas echaran de menos tres.
Observó a Automedonte, que había capitaneado perfectamente a los mirmidones.
–Tengo buenas noticias para que las transmitas a tus hombres, Automedonte.
Aquello nos dejó a todos fascinados.
–¿Buenas noticias? – repitió Automedonte.
–¡Desde luego! Comprometí a Paris en un duelo. Uno de los soldados me lo señaló, de modo que lo seguí con sigilo hasta acorralarlo. Entonces alardeé de mis proezas como arquero y me burlé desagradablemente de su afeminado arquito. Puesto que no me distinguía de cualquier mercenario asirio, se tragó el anzuelo y aceptó mi desafío. Solté mi primera flecha muy desviada para despertar su interés. Aunque debo reconocer su excelente vista, pues si yo no me hubiera cubierto rápidamente con el escudo, su primer proyectil me hubiera alcanzado de pleno. Entonces fui a por él. La primera flecha le inmovilizó la mano que sostenía el arco, la segunda le acertó en su talón derecho, pensé que a modo de compensación por Aquiles, y la tercera le atravesó el ojo derecho. Ninguna de ellas era mortal para fulminarlo inmediatamente, pero más que suficientes para asegurarse de que antes o después moriría. Pedí al dios que guiara mi mano para hacerlo perecer lentamente.
Dio una palmada en el hombro de Menelao y se echó a reír.
–Menelao lo siguió desde el campo pero a pesar de sus heridas era demasiado resbaladizo, demasiado para nuestro indignado y maduro pelirrojo.
Por entonces todos reíamos. Envié heraldos a difundir entre el ejército la noticia de que el asesino de Aquiles era hombre muerto. Habíamos visto por última vez al seductor Paris.
La mayor parte del tiempo vivía aislada de los demás. ¡Cómo se hubiera reído mi prima Penélope! El tiempo pendía tan densamente en mis manos que me había dedicado a tejer. Ahora comprendía la afición de las esposas desatendidas. Paris prácticamente nunca acudía a buscarme, como tampoco Eneas.
Desde la muerte de Héctor el ambiente del palacio se había alterado y empeorado. Hécuba estaba de tal modo obsesionada que le reprochaba sin cesar a Príamo no haber sido su primera esposa. El hombre protestaba, desconcertado y disgustado, alegando que la había convertido en su esposa principal, ¡en la reina!; tras lo cual ella se ponía en cuclillas y aullaba como un perro viejo. ¡Estaba absolutamente loca! Pero por lo menos ya comprendía de dónde procedía la insania de Casandra.
Aquél era un lugar desesperadamente infeliz. Andrómaca, viuda de Héctor y que por consiguiente había perdido su anterior condición, se comportaba asimismo como una sombra. En su momento habían circulado rumores acerca de que ella y Héctor se habían peleado duramente poco antes de que él saliera de Troya para librar su última batalla, y que Andrómaca había sido la culpable de la discusión. Héctor le había rogado que lo mirase, que se despidiese de él, pero ella había seguido en el lecho dándole la espalda. Yo creía esa historia, pues ella tenía esa mirada fantasmal de terrible dolor e infinitos remordimientos que sólo suele ser propia de una mujer culpable que ama terriblemente. Tampoco lograba mostrar ningún interés por su hijo Astiánax, al que había entregado a los hombres para que lo educaran en el momento en que Héctor fue enterrado.
Los restos del mundo de Príamo se desintegraron cuando Troilo sucumbió ante Aquiles. Y ni siquiera la muerte de éste logró arrancarlo de su profunda desesperación. Yo estaba al corriente de los chismes que circulaban por la Ciudadela: que Eneas se había abstenido intencionadamente de prestar ayuda a Troilo porque Príamo lo había insultado durante la asamblea en la que designó a su hijo como huevo heredero. Al igual que con la de Andrómaca, yo creía esta historia. Eneas no era hombre que permitiera que le insultaran.
Entonces Eneas propuso dirigir un asalto por sorpresa al campamento griego y Príamo, sumiso, accedió.
Nada podía contener las lenguas que se movían, como tampoco podía hacerse nada. Eneas era todo cuanto nos quedaba. Aunque Príamo no había renunciado por completo y había designado heredero a Deífobo, aquel verraco salvaje. Era un acto de desafío que no causó impresión en el querido Eneas, muy seguro de sí mismo en aquellos tiempos.
Observé largamente el rostro moreno del dárdano porque sabía el fuego que ardía bajo su frío exterior. Conocía los extremos a los que podía conducirle su ambición ilimitada. Como un río de lava que se desplaza con lentitud, Eneas avanzaba inexorable hacia adelante eliminando a sus enemigos uno tras otro.
Cuando pidió autorización para atacar el campamento griego era consciente de lo que le pedía al rey: renunciar a las leyes de los dioses. Y sólo yo comprendí el inmenso triunfo del dárdano cuando Príamo consintió en ello. Por fin había conseguido sumergir a Troya hasta su mismo nivel.
El día del ataque me encerré en mis aposentos y me tapé los oídos con algodón para amortiguar el estrépito y los gritos. Tejía un paño de fina lana con un dibujo complicado en el que utilizaba muchos colores; a base de absoluta concentración conseguí olvidar que se estaba librando una batalla. ¡Y también a Penélope, la del rostro de telaraña, esposa de un pelirrojo de piernas arqueadas, sin honor y con pocos escrúpulos! Estaba dispuesta a apostar que ella nunca había tejido algo la mitad de fino. Conociéndola, probablemente se dedicaba a tejer sudarios.
–¡Santurrona! ¡Vaca criticona!
Murmuraba entre dientes con ferocidad mientras el vello de los brazos se me erizaba como si me estuviera observando alguien desde su tumba. ¿Habría muerto Penélope, la del rostro de telaraña? No podía imaginar tanta ventura.
Pero cuando levanté la cabeza me encontré con Paris, que me observaba aferrándose al marco de la puerta y que abría y cerraba la boca en profundo silencio. ¿Paris? ¿Paris empapado en sangre? ¿Paris con dos codos de una flecha asomando por un ojo?
Al quitarme el algodón de los oídos el ruido se precipitó por ellos como las ménades por la ladera de una montaña empeñadas en acabar con alguien. Paris me miraba con su único ojo hábil, en el que brillaba la luz de la locura mientras de su boca surgían atropelladamente palabras que me resultaban incomprensibles.
Al mirarlo mi impresión se disipó y me eché a reír de tal modo que me dejé caer en un diván y chillé sin poder contenerme. ¡Aquello lo hizo caer de rodillas! Se arrastró con la mano derecha dejando un reguero escarlata sobre el suelo blanco. La flecha que asomaba de su ojo derecho oscilaba tan ridiculamente que redoblé mis carcajadas. El hombre se me acercó para abrazarse a mis piernas con su brazo útil y me ensangrentó todo el vestido. Lo aparté asqueada de una patada y lo dejé tendido en el suelo. Entonces corrí hacia la puerta.
Me encontré a Heleno y a Deífobo juntos en el gran patio, ambos vestidos aún con su armadura. Al ver que ninguno de ellos reparaba en mí toqué a Heleno en el brazo, por nada del mundo me hubiera aproximado a Deífobo.
–Hemos perdido -dijo Heleno, fatigado-. Nos estaban esperando.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
–¡Hemos quebrantado la ley! ¡Estamos malditos!
Me encogí de hombros.
–¿Y a mí qué me importa? No he venido en busca de noticias de vuestra necia batalla… Cualquiera podría adivinar que habéis perdido. He venido en busca de ayuda.
–Lo que quieras, Helena -dijo Deífobo con mirada lasciva.
–París está en mis aposentos… Creo que se está muriendo.
Heleno se estremeció.
–¿París muriéndose? ¿París?
Inicié la marcha.
–Quiero que se lo lleven -dije.
Se reunieron conmigo y acomodaron a París en un diván.
–¡Quiero que os lo llevéis, no que lo pongáis cómodo!
Heleno se mostraba horrorizado.
–¡No puedes echarlo, Helena!
–¡Miradme! ¿Qué le debo, aparte de mi ruina? ¡Hace años que me ignora! ¡Durante años ha permitido que me convirtiera en el blanco de todas las malintencionadas brujas de Troya! ¡Sin embargo, cuando por fin me necesita cree encontrarme como la misma idiota chiflada que se llevó de Amidas! ¡Pues bien, no lo soy! ¡Que se muera en cualquier otro lugar! ¡Que expire en brazos de su amor actual!
Paris se había quedado petrificado. Me miraba con su único ojo sano desorbitado de horror y estupefacción.
–¡Helena, Helena! – gimió.
–¡No pronuncies mi nombre!
Heleno le acarició los canosos rizos.
–¿Qué ha sucedido, Paris?
–¡Lo más extraño que puedas imaginarte, Heleno! Un hombre me ha desafiado en duelo a una distancia que sólo Teucro o yo podíamos acertar con precisión. Era un tipo grandote, de barba dorada y aspecto extravagante. Parecía un rey montaraz de Ida. ¡Pero yo no lo conocía, era la primera vez que lo veía! De modo que acepté el desafío convencido de que resultaría vencedor. Mas él me superó en puntería, ¡y luego se rió de mí, tal como hace Helena!
Yo fijaba más mi atención en la flecha que en su lamentable historia. ¡Sin duda habría visto en alguna ocasión una flecha semejante! ¿O habría oído su descripción en alguna canción del arpista de Amidas? Era un larguísimo astil de sauce manchado de carmesí con jugo de bayas, rematado por blancas plumas de ganso teñidas de idéntico color.
–¡El hombre que ha disparado contra ti es Filoctetes! – le dije-. Te has llevado tu merecido, Paris. Tienes una de las flechas de Heracles en la cabeza. Él le entregó su arco y sus flechas a Filoctetes antes de morir. Había oído decir que también él había muerto víctima del veneno de una serpiente, pero es evidente que no eran ciertos tales rumores. Esta flecha perteneció en otros tiempos a Heracles.
Heleno me miraba furioso.
–¡Cállate, harpía cruel! ¿Debes desahogar tu cólera en un moribundo?
–¿Sabes, Heleno? – comenté pensativa-. Eres peor que la chiflada de tu hermana. Por lo menos ella no finge cordura. ¿Querréis retirar ahora a Paris, por favor?
–¡Heleno! – exclamó Paris tirando débilmente de su faldellín-. Llévame al monte Ida, con mi querida Oinone. Ella puede sanarme, ha recibido tal don de Artemisa. ¡Llévame a Oinone!
Me abrí paso entre ellos, ardiente de ira.
–¡No me importa dónde lo llevéis, pero sacadlo de aquí! ¡Llevádselo a Oinone… sí! ¿Acaso no comprende que es hombre muerto? ¡Arráncale la flecha, Heleno, y déjalo morir! ¡Es lo que se merece!
Lo arrastraron hasta el borde del diván y lo dejaron sentado. Deífobo, el más fuerte de los dos, se inclinó para levantarlo, pero Paris no colaboraba con él, pues, cobarde hasta el final, lloraba paralizado de terror. Cuando Deífobo por fin logró erguirse tambaleante con Paris en los brazos, éste dejó caer todo su peso en él.
Heleno acudió en ayuda de Deífobo y, cuando le tendía los brazos, rozó accidentalmente el astil de la flecha. Paris gritó presa del pánico y agitó las manos frenéticamente, con el cuerpo palpitante y agitado. Deífobo perdió el equilibrio y los tres cayeron en desorden al suelo. Percibí un gruñido sofocado y gorgoteante. Luego Heleno se incorporó y ayudó a su hermano Deífobo a levantarse y yo pude ver lo que a ellos les pasaba por alto.
Paris yacía ladeado, semiapoyado entre su espalda y su costado izquierdo, con una pierna retorcida bajo la otra e inerte la mano aplastada. Retorcía los dedos y arqueaba el cuello y la espalda rígidamente. Debía de haberse caído de bruces y debajo de Deífobo, y luego Heleno, al aterrizar sobre ambos, lo había hecho girar de nuevo bruscamente. La flecha estaba ahora partida, las plumas teñidas del extremo y dos codos del astil se hallaban en el suelo junto a él, y de su ojo asomaba el ancho de un dedo de sauce astillado. De la herida manaba un tenue reguero de sangre oscura que formaba un charco en las baldosas de mármol.
Debí de gritar porque ambos se volvieron a mirarlo.
–Está muerto, Deífobo -suspiró Heleno.
Su hermano agitó torpemente la cabeza.
–¿París muerto?
Entonces se lo llevaron. Lo único que me recordaba la existencia de mi marido eran las marcas de sus manos en mi falda y las rojas manchas en el purísimo blanco del suelo. Me quedé inmóvil unos instantes y luego fui hacia la ventana y miré por ella sin ver. Permanecí allí hasta que reinó la oscuridad, aunque nunca me ha sido posible recordar en qué estuve pensando aquel día.
El eterno y odioso viento troyano se había levantado y gemía con violencia entre las torres cuando alguien llamó a la puerta. Un heraldo me saludaba respetuoso.
–El rey te convoca a la sala del trono, princesa.
–Gracias. Dile que acudiré cuanto antes.
El inmenso salón se hallaba sumido en penumbra. Tan sólo en torno al estrado había lámparas encendidas con luces intermitentes, que proyectaban un círculo de tenue resplandor amarillo en torno al rey, sentado en su trono, y Deífobo y Heleno, que se encontraban uno a cada lado de él lanzándose miradas asesinas por encima de los cabellos de cristal del soberano.
Me acerqué hasta el estrado, al pie de los peldaños.
–¿Qué deseas, señor?
El hombre se inclinó hacia mí, su disgusto superaba los restantes dolores impresos de modo permanente en sus rasgos: pesar, sufrimiento, profunda desesperación.
–Hija, tú te has quedado sin tu esposo y yo sin otro hijo. He comenzado a perder la cuenta de ellos. – Se estremeció y prosiguió en un susurro entre la penumbra-. Todos los buenos me han sido arrebatados. Ahora estos dos acuden a mí disputando y riñendo sobre el cadáver aún caliente de su hermano, pidiendo ambos la misma cosa, decidido cada uno a salirse con la suya.
–¿Y qué es lo que ambos desean? – le pregunté tan irritada que no pude fingir cortesía-. ¿En qué me concierne una discusión entre estos dos?
–¡Oh, sin duda alguna te concierne! – repuso secamente el anciano-. Deífobo desea casarse contigo y Heleno también. De modo que dime a cuál de ellos prefieres.
–¡A ninguno! – mascullé indignada.
–Tendrá que ser uno de los dos -respondió el rey, que de pronto parecía encontrar la situación intrigante, original y estimulante-. ¡Dame su nombre, señora! Te casarás con él dentro de seis lunas.
–¡Seis lunas! – exclamó Deífobo-. ¿Por qué tengo que esperar seis lunas? ¡La quiero ahora, padre… ahora!
Príamo se irguió en su asiento.
–¡Tu hermano aún está caliente! – exclamó.
–No hay por qué disgustarse, señor -dije antes de que Deífobo pudiera estallar en una de sus famosas rabietas-. He estado casada dos veces y no deseo volver a casarme. Me propongo dedicarme al servicio de la Madre y cuidar de su altar hasta el fin de mis días. De modo que no habrá boda.
Los dos hermanos prorrumpieron en enérgicas protestas que Príamo interrumpió levantando su mano.
–¡Tranquilizaos y escuchadme! – dijo-. Deífobo, eres mi hijo imperial mayor y el heredero por mí designado. Dentro de seis lunas te casarás con Helena, pero no antes. En cuanto a ti, Heleno, perteneces al dios Apolo. Deberías apreciarlo mucho más que a cualquier mujer, incluso ésta.
Deífobo gritó alborozado. Heleno se mostraba aturdido, pero mientras lo observaba me sorprendió advertir que parecía crecerse y cambiar, fundirse en algunas partes y endurecerse en otras. Fue algo muy extraño.
Miró a su padre con firmeza y le dijo:
–Toda mi vida he visto cómo los demás veían sus deseos satisfechos mientras que yo estaba hambriento y sediento, padre. Nadie me preguntó si deseaba servir al dios, pues me consagraron a él el día en que nací. Cuando Héctor murió, deberías haberme nombrado heredero, pero Apolo se interpuso en el camino. ¡Y a la muerte de Troilo volviste a pasar por encima de mí! Y ahora que te pido algo tan sencillo se me niega una vez más. – Se irguió con orgullo-. Bien, llega un momento en que incluso el último de los hombres se rebela, y ese momento ha llegado para mí. Me marcho de Troya. Emigro en voluntario exilio. Mejor convertirse en un don nadie errabundo que seguir aquí y ver cómo Deífobo arruina lo que queda de Troya. Odio tener que decirlo, padre, pero eres un necio.
Mientras Príamo asimilaba aquellas palabras, hice un nuevo intento.
–¡Te lo suplico, señor, no me obligues a casarme! – grité-. ¡Déjame consagrarme a la diosa!
–Te casarás con Deífobo -repuso él negando con la cabeza.
No pude soportar seguir por más tiempo en aquella sala con ellos. Salí corriendo como si me persiguieran las hijas de Coré. No sé qué fue de Heleno, ni me importa.
Le envié una nota a Eneas rogándole que acudiera a mis aposentos. Era el único que quedaba que podía sentirse inclinado a ayudarme. Luego la duda me corroyó mientras lo aguardaba paseando arriba y abajo de mi habitación. Aunque hacía mucho tiempo que había concluido nuestra relación, imaginaba que él aún conservaría algún afecto hacia mí. ¿Sería así? ¿Dónde se encontraría? El tiempo transcurría lentamente, cada instante se hacía más largo, más monótono, más vacío. En vano traté de distinguir sus firmes y decididos pasos por el pasillo; desde la muerte de Héctor eran las únicas pisadas capaces de inspirarme confianza.
–¿Qué deseas, Helena? – me preguntó.
Había entrado en la habitación con tanto sigilo que ni siquiera lo oí. Levantaba la cortina cuidadosamente.
Corrí a abrazarlo entre risas y lágrimas.
–¡Creí que nunca llegarías! – exclamé ofreciéndole el rostro para que lo besara.
–¿Qué deseas? – repuso apartándose de mí.
Lo miré sorprendida.
–¡Ayúdame, Eneas! – exclamé con tono vacilante-. ¡Ayúdame! ¡París ha muerto!
–Lo sé.
–Entonces podrás comprender lo que eso significa para mí. ¡París ha muerto y estoy a su merced! ¡Me han ordenado que me case con Deífobo! ¡Con ese perro baboso! ¡Oh dioses! ¡En Lacedemonia no lo hubieran considerado digno de tocar el borde de mi falda y sin embargo Príamo me ordena que me case con él! Si sientes alguna estima por mí, te imploro que acudas a ver a Príamo y le digas que estoy decidida a realizar mis propósitos… que no deseo volver a casarme con nadie. ¡Con nadie!
Parecía enfrentarse a una tarea desagradable.
–Pides lo imposible, Helena.
–¿Lo imposible? – repetí estupefacta-. ¡Nada es imposible para ti, Eneas! ¡Eres el hombre más poderoso de Troya!
–Te aconsejo que te cases con Deífobo y des por zanjada esta cuestión.
–Pero yo pensaba… pensaba que aunque no me desearas para ti me profesarías suficiente afecto para luchar por mí.
Con la mano en la cortina se echó a reír.
–No voy a ayudarte, Helena. Compréndelo, por favor. Cada día se produce un nuevo vacío en las filas de los hijos de Príamo, cada día me aproximo más al trono de Troya. Estoy en auge y no haré peligrar mi posición por ti. ¿Ha quedado bastante claro?
–Recuerda lo que les sucede a los hombres con tales ambiciones, Eneas.
Se rió de nuevo.
–¡Que consiguen un trono, Helena!
–Lograré una maldición especial para ti -respondí con aire ausente-. Invertiré todo cuanto poseo en ella. Pediré que nunca ocupes ningún trono, que nunca conozcas la paz, que te veas obligado a errar por todo lo ancho del mundo, que concluyas tus días entre salvajes tan pobres que vivan en chozas de juncos.
Creo que aquello lo asustó. La cortina se quedó oscilando: había desaparecido.
Cuando Eneas se hubo marchado pasé revista a cuanto me aguardaba: casarme con un hombre al que odiaba, cuyo contacto me provocaba náuseas. Luego comprendí que por primera vez en mi vida no podía contar con otros recursos que los propios. Que si deseaba escapar de aquel espantoso lugar tendría que hacerlo sola.
Menelao no estaba muy lejos y dos de las tres puertas de Troya se hallaban constantemente abiertas. Pero las mujeres de palacio no solían caminar ni tampoco podían procurarse calzado consistente. Era imposible llegar a la puerta Dárdana pasando por la Escea y llegar a la playa de los griegos. ¡A menos que cabalgase a lomos de un animal! Las mujeres montaban en asnos. Se sentaban en el lomo con las piernas a un lado. ¡Sí, podía conseguirlo! Robaría un asno y cabalgaría hasta la playa mientras la noche reinara sobre la ciudad y la llanura.
Robar el asno no revistió dificultad alguna, como tampoco cabalgar en él. Pero cuando llegué a la puerta Dárdana, mucho más alejada de la Ciudadela que la Escea, mi medio de transporte se negó a moverse. Era un animal urbano al que desagradaron los olores que flotaban en el viento procedentes del aire libre del campo: el denso olor del próximo otoño, el efluvio del mar. Lo azoté con una fusta y comenzó a rebuznar lastimeramente. Y aquello dio al traste con todas mis expectativas. Los guardianes de la puerta acudieron a investigar y fui reconocida y arrestada.
–¡Quiero ir con mi marido! – sollocé-. ¡Dejadme ir con mi esposo, por favor!
Pero como es natural no me lo permitieron aunque el maldito asno ya había decidido que le agradaba aquel olor. Y mientras coceaba con sus remos traseros y salía disparado hacia la libertad, a mí me devolvían a palacio. Mas no despertaron a Príamo, sino a Deífobo.
Aguardé pasivamente a que se levantara del lecho y lo miré con tranquilidad cuando apareció. Deífobo agradeció con cortesía a los guardianes su intervención y les entregó un obsequio. Cuando dieron fin a sus infinitas reverencias abrió por completo la cortina de su dormitorio.
–Pasa -me dijo.
Permanecí inmóvil.
–Querías ir con tu esposo. Bien, aquí está.
–No estamos casados y tú aún tienes esposa.
–Ya no. Me he divorciado de ella.
–Príamo dijo que nos casaríamos dentro de seis lunas.
–Pero eso fue antes de que intentaras escapar con los griegos y reunirte con Menelao, querida. Cuando mi padre se entere de esto, no se interpondrá en mi camino. En especial cuando le informe de que ya he consumado la unión.
–¡No te atreverás! – gruñí.
Por toda respuesta me asió por la oreja y por la nariz y me arrastró al dormitorio contra mi voluntad. Me desplomé en el lecho mareada de dolor, incapaz de librarme de él. La única violación peor era la muerte. Mi último pensamiento antes de decidir que me dedicaría al culto de la Madre era que algún día violaría a Deífobo del peor modo posible: lo mataría.