CAPÍTULO 28

A Mario le hubiera gustado conocer a Benedetto. La prensa volvía a hablar de él y alternaba los titulares del juicio con los estragos del Niño en las costas del Pacífico. Se hablaba de huracanes que arrancaban las palmeras de cuajo y de tifones calientes que sorbían veleros como si fueran helados de nata. Benedetto y sus palabras imprimían un hálito de serenidad a esas portadas catastrofistas dictadas por el viento y el mar. Alicia le explicó que lo había conocido personalmente y que comió pan con mortadela sentada junto a él en la celda de su prisión de la Toscana. Si entornaba los ojos podía oler el aroma de la retama y el hinojo y ver la mano de Benedetto sosteniendo el carboncillo con el que dibujó ese retrato amarillento de una muchacha de grandes ojos claros y cabellos ensortijados. Alicia lo tenía colgado en su habitación y Mario se enamoró de él en cuanto lo vio.

Mario dormía en la cama de Alicia, una cama grande, cálida, hospitalaria. Una cama refugio que acogía también a una gata y a un niño. Gilda, de regreso de sus correrías nocturnas, solía saltar sobre la colcha y hacerse un ovillo a sus pies. Sergio, de madrugada, se colaba entre los dos y se arrebujaba junto a su madre pidiéndole que lo abrazase. Mario nunca se había acostado con tantos seres peculiares y nunca había tenido amaneceres tan ajetreados como los que se vivían en casa de Alicia. Acabó por acostumbrarse a los ronroneos de la gata, a las patadas del niño, a los babélicos desayunos en la pequeña cocina. Se familiarizó con ese bullicio hogareño —que al principio le pareció poco menos que caótico—, llegando a considerarlo entrañable.

Se había quedado con Alicia sin proponérselo. Sucedió espontáneamente, como su abrazo en el cine, y ni siquiera se planteó que estaba viviendo con ella. Simplemente acudía cada tarde al piso de ella cargado de bolsas para la cena porque sus pies tomaban esa dirección y no otra. Poco a poco fue trasladando su ropa y sus enseres personales al armario de Alicia. Prefería dormir envuelto en su perfume de jazmín y evitar así regresar a su cama solitaria donde le esperaba el fantasma de Ana. Junto a Alicia no tenía pesadillas, abrazado al cuerpo de Alicia no lo atormentaban las dudas ni las inquietudes. No se preguntó si estaba enamorado. No quería pensar en nada y no se sentía obligado puesto que ella tampoco preguntaba. Podía besarla y compartir su cena cada noche sin tener que dar explicaciones. Alicia estaba ahí y tenía la piel suave, la boca húmeda y la risa fácil. Por las mañanas abría las ventanas de par en par para que entrase el sol desleído y oteaba el horizonte desde el balconcillo de la sala empeñándose en repetir una y otra vez que tarde o temprano regresarían las golondrinas porque tenía esa intuición y su intuición no le fallaba jamás.

Mario no soñaba. Mario vivía día a día, minuto a minuto, sin prever lo que le depararía la hora siguiente. Por eso se sorprendió ante la inminencia del viaje.

—¿Dublín? ¿Y por qué demonios tengo que entrevistarme con Ángel en Dublín?

Esteban y Jorge se miraron y sonrieron.

—Querrá felicitarte personalmente.

—O condecorarte.

—Menos coña.

Esteban le palmeó la espalda.

—Será la operación más sonada que hayamos preparado. Te aseguro que nadie se librará del banquillo.

El embarque de los residuos tóxicos se realizaría al día siguiente, 12 de junio. En las últimas semanas las McLoppainer habían trabajado día y noche. Los propietarios de la empresa Lugano eran efectivamente Rominger y Saavedra. Darío se había ocultado tras su hombre de confianza, pero las pruebas de su implicación en el asunto a través de la fundación y la existencia de su cuenta en Suiza eran datos más que suficientes para enjuiciarlo. Losón, Rominger, Darío y Saavedra serían detenidos y juzgados.

—¿Así pues, Sampedro ha aceptado?

—Está encantado. No puede creerse que dispongamos de pruebas tan contundentes.

Sampedro, un prestigioso catedrático de Derecho penal que había ocupado el cargo de senador y que optó por dimitir y sumarse a la disidencia desde otros foros públicos, era un hombre próximo a las McLoppainer.

—Me alegro.

Jorge alargó un sobre de fotografías a Mario.

—Esto es lo último que nos ha llegado.

Mario contempló una a una las instantáneas, algunas un tanto borrosas, de panorámicas de los almacenes de Losón. Eran parecidas, el motivo lo constituía un camión, con la matrícula visible, en plena operación de descarga de bidones. Mario silbó.

—¿Cómo lo habéis conseguido?

—Militantes con paciencia. Estuvieron apostados durante todo un mes en las inmediaciones de los almacenes de Losón. Algunos camiones descargaron durante la noche y no pudieron ser fotografiados, pero anotaron sus matrículas.

Mario consultó más documentos.

—¿Sabéis la procedencia de los bidones?

—Hay más de veinte empresas implicadas.

Mario levantó la cabeza.

—Y Sampedro al frente de todo.

—Efectivamente. Será una operación modélica.

Sampedro tenía la envergadura política que requería denunciar un caso semejante. Acudiría junto con la prensa ante el buque mercante y solicitaría una orden judicial para el registro de las bodegas del West Africa. Él mismo aportaría la documentación a la policía y presentaría la acusación particular del caso. Una vez iniciado el proceso, Sampedro se encargaría de recabar el apoyo de otras organizaciones no gubernamentales.

—¿Serán acusados de homicidio por las muertes de Ouarz?

—Se pedirá responsabilidad criminal.

Mario tenía una duda.

—¿Y Tomás? ¿A quién se pedirá responsabilidades sobre el asesinato de Tomás?

Jorge suspiró.

—Eso resulta más complicado. No tenemos pruebas, sólo hay sospechas e indicios. Cualquier abogado un poco hábil puede conseguir una sentencia absolutoria.

—¿Se intentará?

Jorge se mordió los labios.

—Sampedro no puede asumir tantas cosas.

Mario lo tuvo claro.

—Yo mismo ejerceré de acusación particular. Era mi amigo.

—La policía querrá pruebas y Pomés se negará a declarar. Es absurdo intentarlo.

Mario calló ante la evidencia. Esteban le entregó un sobre.

—Tu billete, tu reserva de hotel y el teléfono al que deberás llamar una vez llegues. Memorízalo y luego olvídalo.

Mario se atolondró.

—¿Una vez llegue adónde?

—A Dublín. Adónde va a ser.

Mario abrió el sobre y leyó la fecha.

—Es para mañana.

—Sí, claro.

Mario lo devolvió enfurruñado.

—Quiero estar aquí cuando se descarguen los bidones y detengan a Darío.

Jorge negó.

—Imposible. Ninguno de nosotros estará presente.

—¿Por qué?

—Medidas de seguridad.

—¿Y qué coño tengo que hablar con Ángel en Dublín? Acabo de llegar y no sé nada.

Esteban le ofreció un cigarrillo.

—Hicimos lo que nos pediste. Indagamos sobre Ana Vila.

Mario seguía sin entender.

—La respuesta es ésta. —Le señaló el sobre—. Ángel quiere verse contigo para tratar sobre Ana.

Mario se cabreó.

—¡Yo no sé dónde está!

—Ángel sí. La tienen controlada y, dado tu interés, quiere responder a tus preguntas y cotejarlas con tu información.

Mario dio una última calada a la colilla y se guardó el sobre en el bolsillo de la cazadora.

—¿Estáis seguros de que saben dónde está Ana?

Jorge asintió.

—¿Y qué podéis decirme sobre Ángel?

Jorge se encogió de hombros.

—Es un tipo discreto y eficaz. No quiere competir con la aureola de liderazgo que pertenece por derecho propio a Benedetto.

Mario sacó sus conclusiones.

—Un técnico.

—Digamos que un histórico de segunda fila. Estaba en la cúpula y nadie supo de él hasta que fue elegido como sustituto de Benedetto. Nosotros no lo conocemos personalmente.

—Un hombre discreto.

Hacía tan sólo unos minutos que había introducido el sobre en su bolsillo y le pareció que aunque quisiera ya no podría liberarse de él. Era una trampa. Desde el momento en que lo aceptó y lo guardó se convirtió en su prisionero. Estaba encerrado en el interior de ese sobre que escondía el misterio de la desaparición de Ana. El pasado, el tiempo que compartió con Ana, irrumpió en su presente y le llenó de confusión. Se sintió presa de un sortilegio, del sortilegio de Ana. Acosado por la misma inquietud que le sobrevino cuando escuchó su mensaje en el contestador. Su voz fue el aliento que le empujó a viajar para reunirse con ella. No había vuelto a escuchar su voz desde que conoció a Alicia. Ana le llamaba de nuevo. Ana había dejado otro mensaje en su contestador. Ana regresaba desde el recuerdo. La sola evocación de su nombre en boca de Jorge y Esteban, la certeza de que existía y otros sabían de ella, el interés que despertaba en Ángel, el nuevo dirigente de las McLoppainer, le insufló la vida. Ana fue cobrando vida y adentrándose en su pensamiento hasta reinar en su ánimo como le había sucedido tantas y tantas veces. Ana, la dulce hechicera, le tendía las manos y hurgaba en su herida rogándole que no la olvidase.

Tuvo un escalofrío y recordó ese invierno con Ana que no pudo ser. En su lugar había conocido la arena del desierto, el sol ecuatorial cayendo a plomo sobre las minas de hierro refulgentes de luz, la miseria, la pobreza, el sufrimiento y la verdad de su propio mundo construido sobre la desigualdad. No se arrepentía de ello. No se arrepentía de nada de lo que hubiera hecho ni dicho ni abjuraba de ese viaje que emprendió con la obsesión de un beso y selló con un pacto de sangre. Ana le había empujado a todo ello.

Palpó el sobre en su bolsillo y supo que debía acudir a esa última cita con el fantasma de Ana.