CAPÍTULO 9
Mario estuvo ausente durante el tiempo que permaneció lejos. Siempre había creído que la ausencia existía en relación a otros, pero averiguó que podía sentirse ausente de sí mismo. Escuchaba sus palabras, observaba sus gestos, palpaba su ropa y se preguntaba quién era ese ser, extraño, desconocido, que usurpaba su cuerpo y respondía por su nombre. Si bien se desenvolvió con soltura entre familiares y amigos de la infancia, adoptando con naturalidad una actitud espontánea y antigua sin que nadie se percatara de su perplejidad, lo cierto era que al besar a su madre y escucharla hablar, sentado junto a su padre y viendo el fútbol, tuvo la sensación de que calzaba unos esquís viejos, después de muchos años, y de que sus piernas —y no su cabeza— recordaban cómo debía flexionar las rodillas, dejarse llevar por la pendiente y esquivar los baches que hallaba en su camino.
La semana que pasó en la ciudad cántabra, antes húmeda y lluviosa, estuvo jalonada de actos reflejos, inconscientes, como el tomar vinos en la calle acodado contra los coches, charlando de nimiedades, o como el paseo por el malecón al atardecer, respondiendo al saludo cantarín de unos y otros, imitando su musicalidad, sin preguntarse quiénes eran ni cómo sabían de él después de tantos años. Se había trasladado a un espacio atemporal donde nada había sucedido y todo permanecía casi igual, inmutable, excepto él, que regresaba del presente, aterrizando en la ciudad de su juventud con sus calles empinadas inclinadas sobre la bahía cada vez más oscura, más cerrada en su mutismo. Paisajes urbanos de balaustradas grises en las fachadas renacentistas con chorretones dejados por las lluvias del pasado, insistentes y monótonas. Plazuelas en las que resonaban ecos de risas, cuchicheos, pasos y besos que protagonizara él mismo, cuando formaba parte de ese pasado al que no era capaz de otorgar la categoría de presente. Era un intruso entre amigos carnavalescos que se habían disfrazado con una tripa y habían pintado sus sienes de blanco, y algunos, los más exhibicionistas, se habían agenciado de una calva y hasta habían pedido prestados unos niños insolentes que los llamaban papá.
Subió una tarde, caminando, a la peña que coronaba la estribación y que tantas veces había conquistado a golpe de pedal, montado en su bicicleta. Desde lo alto, divisando el mar a lo lejos, dominaba la bahía que, a sus pies, lamía con voracidad el paseo marítimo de su ciudad. Allí, solo, se sintió víctima de una broma grotesca.
El paisaje le engañaba, como todos. Colinas áridas, desgastadas, tristemente pintadas de ocre para ocultar los prados de hierba fresca, antes verde, que las engalanaban. Quedó confundido por la luz insistente que le cegaba y que jamás había iluminado su ciudad tan despiadadamente, mostrándole sus arrugas, sus grietas, su mediocridad, que antes, coquetamente, ocultaba bajo la bruma y la llovizna. Lamentó haber subido y le pidió perdón por su descortesía al haberla contemplado impúdicamente en su desnudez.
Todos hablaban de Mario y preguntaban por Mario y se interesaban por Mario, y él oía la respuesta del que se hacía pasar por Mario respondiendo vaguedades y dando a entender grandezas que él sabía que eran mentiras como las calvas, las tripas y los dientes negruzcos. De inmediato se incorporó sin preguntas a un tedio del que se había alejado hacía trece años y se reconoció tan ajeno a su ciudad y a su juventud como a la estrecha litera que nunca le perteneció y que ahora —en ausencia de Gerardo— se había convertido en su cama.
Fue a la playa con su hermano Julián y la que decía que era su mujer y que le había hecho creer que tenía un hijo. Julián no quiso jugar a la pelota y se tendió al sol mientras esa amiga que no callaba y que le llamaba cariño con una familiaridad exasperante le embadurnaba de crema y le hacía cosquillas. Julián fingía que era importante porque trabajaba en el ayuntamiento y llevaba un bigote postizo, como un pegote, que le hacía parecer falso como sus comentarios sobre los intereses hipotecarios o sus opiniones sobre la reforma educativa que afectaba a ese niño que llevaba su mismo apellido. ¿Desde cuándo Julián entendía de hipotecas? El Julián de antes, vacilante, inseguro, chutaba a la pelota fenomenal, no se comía un rosco y se dejaba la cara hecha un mapa reventándose las espinillas. El Julián del bigote era un impostor que intentaba hacerse pasar por su hermano, como los ladrones de cuerpos de las películas de ciencia ficción, como el ladrón que había usurpado su cuerpo y que entablaba una conversación cordial con aquel hermano viejo y desgastado como la ciudad.
En la boda de Gerardo se juró no dejarse confundir y aceptar con naturalidad a todos los extravagantes invitados que, a buen seguro, se presentarían como viejos amigos y parientes. Estaba preparado y le funcionó a las mil maravillas, pero no gracias a él sino gracias a ese Mario que le ayudaba a quedar bien y a decir la frase adecuada en cada momento. Ante su sorpresa, el otro Mario se sentó junto a una chica morena con piernas larguísimas que cruzaba y descruzaba con rapidez asombrosa, como anémonas marinas, y que le tuvieron obsesionado toda la noche, mientras oía la conversación y descubría —sin asombrarse— que la morena se hacía pasar por una prima suya llorona y caprichosa de apenas ocho años que se volvía loca por las manzanas asadas. La seudoprima aceptó los cigarrillos de aquel Mario, rió con sus chistes y aplaudió su iniciativa de cortar la corbata de Gerardo empuñando unas grandes tijeras. Los dos pasearon por las mesas recogiendo montones de billetes, se hicieron bromas y abrieron el baile junto con los novios. Dedicó toda la noche a contemplar sus largas piernas y a concentrarse en sus contoneos, en sus movimientos rápidos y armoniosos que coincidían con la música de la orquesta y, luego, se dedicó a seguirlas al piso que compartía con unas amigas y a dejarse caer junto a ellas en su cama y acariciarlas voluptuosamente en una caricia larga como sus muslos, interminable, que no se acababa nunca y que no pudo acabar porque en las bodas, ya se sabe, se bebe demasiado y mal. La prima, a pesar de tener las piernas bonitas, roncaba como un camionero. La volteó diversas veces, sin lograr que callara, hasta que se hartó, se vistió y se fue a dormir solo a la estrecha litera de Gerardo.
Le quedaban dos días y decidió que no visitaría el pueblo de los abuelos porque había oído que habían canalizado el río y se habían secado los chopos. No quería verlos, ya había visto bastante para saber que sobraba, que no pertenecía a ese tiempo y que debía regresar al presente antes de quedar atrapado en el pasado y perderse en los túneles del tiempo, irremediablemente.
En el aeropuerto de Barcelona le fueron visitando los recuerdos, de textura confusa, desvanecidos en la memoria inmediata que había abandonado a su suerte durante esos días en que no fue él. Reconocía aromas, instantáneas urbanas, rostros, ademanes y acentos a medida que iba recuperando palmo a palmo sus dominios, desenvolviéndose a cada minuto con más soltura y apreciando lo que significaba volver a irrumpir en su presente.
Se sabía prendido de una imagen con nombre de mujer y reemprendía la órbita en torno a esa obsesión, cansinamente, resignado a su suerte de satélite.
En el hospital no lo esperaban hasta el día siguiente; así pues, dejó su equipaje en el recibidor del apartamento, tomó su cazadora y sus guantes y se dirigió a la comisaría de policía para recuperar el carnet de conducir. Consiguió arrancar la moto después de muchas intentonas y se perdió con ella por la ciudad, rulando, él y su moto como dos amantes sin metas ni tiempo —quizás la única que le había sido fiel durante dos meses— dejándose llevar por el capricho de girar a la derecha y de pronto tomar el primer callejón a la izquierda para así, zigzagueante, desconcertarse hasta perder cualquier sentido de la orientación y sentirse prisionero y perdido en las tripas de un laberinto de cemento. De niño giraba como una peonza hasta marearse y luego se tendía en el suelo, exhausto, con el techo de la habitación cayendo sobre su cabeza, la ventana temblorosa y la cómoda bailando sobre su mano. Volteaba su pequeño mundo y luego se introducía dentro para ser a la vez actor y espectador de ese fenómeno. Unas simples cabriolas y la habitación enloquecía. La ciudad estaba ahí, como su habitación, dispuesta a engullirlo, y él pretendía marearla, a golpe de gas, con la secreta esperanza de que, a fuerza de insistir en sus idas y venidas, la ciudad acabaría danzando sólo para él.
Ana no se avendría a desviarse ni un ápice de la rectitud del trazo de su vida —concebida al margen de la voluntad de los demás—, tan meticulosa como su letra, por mucho que Mario girase como una peonza ante sus ojos. Ana batía sus alas, se escabullía de los dedos torpes que pretendían aprisionarla y volaba de flor en flor, diligentemente.
En el hospital, el nombre de Ana era un lugar común que tarde o temprano salía a relucir. Las conversaciones derivaban en ese nombre conciso, de resonancias contundentes, parco en fonemas que, a fuerza de repetirlo en la oscuridad, había perdido todo sentido para Mario. Se sintió perseguido por ella. Ana había pisado todos los suelos por donde pasaba, había puesto sus manos sobre todas las pacientes que atendía, había prodigado sus risas en la cafetería donde desayunaba, había dejado caer sus palabras sobre las opiniones que él había formulado, había dejado la huella de su letra en los expedientes, había impregnado del olor de su perfume las batas del despacho. Mirase donde mirase, allá estaba Ana. Las salas y los pasillos del hospital estaban inundados de sus bolsas multicolores, prueba de su tozudez, de su infatigable perseverancia que una vez —al principio— confundió con la ingenuidad. Ana se le antojaba omnipresente y Mario se sintió preso de un embrujo.
El maleficio de Ana también había alcanzado a Tomás. Tardó una mañana en enterarse de que, en su ausencia, se habían visto a menudo, sin esconderse, comiendo juntos en la cafetería o abandonando el hospital en el viejo coche de Tomás. Congeniaban, le comentó Luisa con sorna. En esta ocasión había sido él quien la había ido a buscar y la había interrogado con avidez. Ya no desconfiaba de ella, quería escuchar los bulos que corrían por los pasillos de boca en boca y que Luisa coleccionaba y largaba a poco que le tirasen de la lengua. Mario la aguijoneaba impaciente: seguro que Ana los deslumbraba a todos. Mariposeaba con sus alas de Campanilla espolvoreadas de polvos mágicos. Era ambiciosa y quería llegar hasta la cima, era eso, ¿verdad? Confundía con su cara de niña, pero era un disfraz. ¿Cómo pudo hacerse amiga de Lena —esquizofrénica, obsesiva— en tan sólo una noche? Ana podía engañar a la chalada de Lena y hacerle creer que era su amiga y que la protegía y que deseaba salvarla de la ira de Mario. Ana también era teñida. Ese brillo tornasolado no podía ser natural. Teñida como las rubias, pero su pelo rojo confundía y desconcertaba por su color y hacía concebir esperanzas de ternura, de amor. Luisa avivó el fuego con más madera. Darío había decidido aprobar el proyecto de selección de residuos y ésa sería su primera actuación política. Desde la Subdirección de Sanidad había destinado un alto presupuesto para esa campaña y se rumoreaba que Ana tendría un departamento a su cargo para llevar adelante el proyecto. Mario se indignó. Ana y Darío, Darío y Ana, dos nombres unidos que no conseguía desenlazar y que cobraban significado el uno en relación con el otro. Pero… ¿y Tomás? Recordaba la expresión de Ana al saludar a Darío en el aeropuerto, ese recibimiento que ya no estuvo dispuesto a contemplar, e intentó sustituir la figura de Darío por la de Tomás. No podía imaginarlo, Tomás no vestía corbatas, ni usaba Samsonites, ni se trajeaba en la sastrería Johnson, ni tenía una sonrisa seductora… ¿Qué tenía Tomás? Se repitió que no eran celos, esa vez no eran celos, sino fidelidad a Tomás, a su inocencia de niño grande enamorado de su gata y huérfano de afectos, como él mismo se había definido.
Recordó detalles que le habían pasado por alto y que había almacenado sin darles importancia. La cita de Darío con una chica fue el mismo día de la llegada de Ana. Ana y Darío tal vez cenaron juntos la noche del atentado de la petroquímica, mucho antes de que él se fijase en ella. Ana trabajaba en Ouarz y Darío viajaba al campo con frecuencia. Era fácil tener aventuras en la distancia, amparándose en la excepcionalidad. Ana y Darío eran amantes en el sur, a espaldas de la mujer de Darío. Mario restregaba sus ojos con encono para borrar la miopía que se había adueñado de su visión oblicua, deformada, distorsionada por la ilusión que él, y sólo él, había enfocado sobre Ana y que ahora, corrigiendo el punto de mira, aparecía borrosa. El nuevo ángulo de perspectiva le retornaba un plano nítido, sin claroscuros, tintado en blanco y negro con todos sus contrastes, y en él aparecía de nuevo Ana, glacial, fría, impávida en su blancura. Los ojos endurecidos. Blanca, muy blanca, como la nieve.
Todo encajaba: el interés de Darío por Ana, su amante, venida a la ciudad para tenerla cerca, y el comedimiento de Ana con respecto a Darío y sus estratagemas para protegerlo con su silencio. Ana sabía de su ascenso a la Subdirección, Ana justificó a Darío y lo exculpó del caso de Rosa Lago, Ana confió en que Darío atendería su propuesta de selección de residuos. Es cierto que habló de él con odio, pero tal vez se expresó la amante despechada.
El calidoscopio de Ana le produjo vértigo. Se superponían sus labios, sus palabras, sus manos, sus pezones, las manos de Darío, sus sonrisas, sus recomendaciones, las evasivas de Ana, sus desdeños aparentemente inocentes, sus ausencias cargadas de indiferencia, las trampas de ambos, sus propios engaños… ya no era un juego inocente como el que practicara cuando fantaseaba sobre aquel despacho que se le sugería insólitamente erótico y que le excitaba por absurdo. Era verdad. Se reirían de él, abrazados en un hotel de cinco estrellas, con moqueta color canela, cava frío en la nevera y condones en el baño. Ana, desnuda en la cama, frunciría los labios con expresión picara y entornando los ojos, coqueta, recitaría sus frases, hurtándolas de su contexto, privándolas de privacidad, para que Darío se partiese de risa a su costa. Su intimidad desvelada, ensuciada por bocas ajenas, objeto de mofa. Su orgullo herido. Le dolía y quiso evitar que le doliera a Tomás. De nuevo, Tomás se empeñaba en escribir al revés.
—Me dijiste que no había nada entre tú y ella.
—Y no lo hay, te lo aseguro.
—Yo nunca le quitaría la novia a un amigo, pero Ana no es tu novia. Lo que haya entre nosotros es cosa nuestra, ¿no te parece?
Tomás le sostenía la mirada tembloroso, sin creerse demasiado sus propias palabras, con las manos suspendidas sobre el teclado, a la espera de reemprender su tarea después de una interrupción azarosa. Mario contempló sus dedos, que había visto tantas veces moverse ágiles, veloces, independientes a los dictados de la razón, pero que se incomodarían al sustituir las teclas familiares por un cuerpo de mujer. No sabrían arrancar gemidos de placer ni explorar rincones oscuros y húmedos, sólo sabían de letras desparejadas que saltaban a las pantallas y componían frases, claves, respuestas. Tomás era tozudo.
—¿Y qué hay entre vosotros?
Tomás no era ajeno a su rabia y se encerró en su caparazón.
—No te interesa.
—Tomás, Ana no es lo que parece.
—Vete a la mierda.
—Se entiende con Darío.
—¿Y tú qué sabes? ¿Desde cuándo haces caso a Luisa?
No quería escucharlo, no podía obligarle a oír lo que no deseaba, se tapaba los oídos como un niño y canturreaba una canción para sus adentros. No lo escucharía.
—Tomás, ¿cómo conseguiste su teléfono? ¿Por qué la llamaste por la mañana el día que yo llegué a tu casa? ¿Te lo dio ella? ¿Os habíais telefoneado antes? A mí me dijo que no tenía teléfono.
Esta vez, Tomás le miró con desprecio.
—Y dices que no estás celoso.
Mario se avergonzó. Su perorata se perdía en los límites de la credibilidad. Tomás estaba en lo cierto, se sentía celoso de él y de Darío y de la zona oscura de Ana que no llegó a desentrañar en sus charlas ni en sus miradas. Se sintió ridículo por haber irrumpido en el despacho de su amigo con la espada desenvainada, creyéndose oráculo de verdades difusas y dispuesto a arrancar confesiones de errores que había cometido él mismo. Tomás no estaba preparado para esa opereta bufa que había representado ante él, con las manos en los bolsillos y la voz jesuítica, Tomás se había escondido en su concha y se había retraído. Mario balbuceó una disculpa y encendió un cigarrillo. Creyó que el silencio sería un muro que separaría dos momentos y que tras el silencio quedaría olvidado su penoso comienzo y podría repetir su entrada. Tomás callaba y escribía, Mario fumaba y, al apagar la colilla, se convenció de que disponía de una segunda oportunidad y que Tomás y él se reencontraban después de quince días, como si acabara de cruzar el dintel de la puerta en aquellos precisos momentos, como si nada hubiera sucedido unos minutos antes. Bromeó sobre la boda de su hermano, sobre su prima morena que, de niña, comía manzanas asadas, sobre los amigos de su juventud, agobiados por las responsabilidades y los kilos. Explotó la cordialidad para que Tomás asomase de nuevo sus antenas y fuese receptivo a su amistad, y le preguntó por su amigo Pomés, por sus investigaciones sobre el Erzorium, pero Tomás se escudaba en el trabajo y levantaba momentáneamente la mirada de la pantalla respondiéndole con recelo.
Se despidieron sin efusiones, con un «hasta luego» lacónico.
Lamentó su impetuosidad mal calculada que le había alejado de su amigo. Tomás no lo necesitaba; a pesar de lo que dijera, tenía otros afectos a quienes recurrir. Tenía a Pomés, a Gilda y… a Ana. Mario se había convertido en un rival.
En la planta todos andaban ajetreados. Emilia, sin contemplaciones, le conminó a que le echara una mano con una joven paciente con infección tubovárica que requería antibiótico intravenoso. En tres días había sufrido cuatro flebitis y se disponía a colocarle un catéter en la yugular. Llevaba toda la mañana reclamando un anestesista y no había obtenido respuesta. No era el mejor momento para actuar con sangre fría, pero Mario se armó de valor y ayudó a Emilia a tranquilizar a la chica, que contemplaba la aguja con espanto. No podía contener los sollozos y se horrorizó cuando le explicaron que debían insertársela en el cuello. Emilia atajó los lloros con autoridad y sujetó la cabeza con fuerza, rogándole que se abstuviese de moverse. Mario ahuyentó a Ana, a sus problemas con Tomás, a sus penurias afectivas y, como solía hacer en quirófano, se concentró en un punto del universo que requería todo su pulso, toda su firmeza. Hundió la aguja en la carne y notó el estertor de la chica. No se arredró y continuó adelante, con tiento, buscando la vena, sabiendo que estaba allá. Le conducía el mismo instinto que lo impulsaba a diseccionar ranas con la vieja navaja de don Ramón. Era un médico, aunque fuera un completo ignorante en lo que respectaba a los sentimientos. Retiró la jeringuilla con suavidad, temiendo haberse equivocado en sus cálculos, pero no, la sangre brotaba roja, viva. Él y Emilia sonrieron, cómplices, y a continuación conectó el catéter con el gotero. Emilia aflojó la presión sobre la cabeza de la chica y limpió con una gasa el sudor que había perlado su frente.
Emilia le informó con detalle de la labor de Ana y alabó su criterio, su laboriosidad. Para Emilia existían dos clases de individuos: los trabajadores y los vagos. En su pragmatismo de abeja diligente, siempre animosa, inasequible a la fatiga, Emilia despreciaba a los que ella catalogaba como zánganos. Con Ana había hallado la horma de su zapato y sus elogios eran sinceros. Le habló largamente de su empeño en aplicar esa idea suya de la clasificación de residuos y de su merecido triunfo. Darío no sólo había dado su aprobación para que se experimentara en el hospital sino que desde su nuevo cargo había apoyado la iniciativa y había convertido al Luis Ventura en un centro pionero. Aún era muy pronto y todo estaba en mantillas, pero era probable —y se comentaba— que Ana podría dirigir un nuevo departamento que extendiera la experiencia a toda la red hospitalaria estatal y dirigiera las operaciones destinadas a crear la infraestructura necesaria para que ese proceso fuese eficaz.
—Esa chica tiene empuje.
Mario dilucidaba que no había nada casual. Ana ya se mostró interesada desde buen principio en esa idea y esa idea, a la corta o a la larga, le reportaba ventajas. Con Darío en el bolsillo —o en la cama— podría escalar puestos, hacerse con cargos, dirimir detrás de una mesa asuntos trascendentes. La podría embargar la borrachera de los números y la avaricia de administrar presupuestos ajenos. Era comprensible, pero la Ana que él había inventado no era la Ana de carne y hueso que siempre había sido y que él obvió.
Emilia, en un exceso de celo, pasó revista a todo lo que concernía a las obligaciones de Ana. Mario jamás le hubiera pedido que ejerciera de vigilante, pero Emilia, por propia iniciativa, asumía un deber, casi religioso, de velar por el orden de la planta y fiscalizar la conducta de los que para ella eran a menudo simples intrusos, pasavolantes o sustitutos que estorbaban más que ayudaban a mantener el orden y la disciplina. Ana superó el examen de Emilia con creces y sin mácula alguna de pecadillo venial. Emilia se enorgullecía de ella y pronunciaba su nombre con cariño. Había estado al pie del cañón durante todo ese tiempo. Hasta en los días en que le tocaba librar pasaba a darse una vuelta y a comprobar que todo funcionase. Emilia —tan maternal, tan protectora— tuvo que convencerla para que descansase un día con la promesa de que el regreso de Mario la libraría de agobios. En el despacho hallaría una carpeta con todas sus anotaciones y también un número de teléfono por si deseaba hablar personalmente con ella. Mario cogió el papel que le tendía Emilia y venció su impulso de romperlo en mil pedazos. Lo guardó en el bolsillo del pantalón y escuchó, sin prestar atención, los comentarios bienintencionados de Emilia, que se proponían ponerlo al corriente de los acontecimientos del hospital. Los recientes despidos de personal subcontratado de enfermería que habían revolucionado la planta quinta, porque era la más afectada por la reducción de plantilla, los nuevos horarios de la cafetería que, para reducir costes, cerraría por las noches y, por último, la desagradable noticia de que el comité de empresa, finalmente, había pactado y firmado una congelación de salarios que garantizaba la estabilidad del personal durante dos años. Mario no se inmutó. Todo respondía, como siempre, a esa maldita política de ajustes que, a ciencia cierta, nadie sabía de dónde procedía pero que todos acataban ante el miedo a perder lo poco que tenían.
Darío no había planteado todavía su dimisión de la gerencia y a lo mejor se proponía compaginar los dos cargos. Darío era capaz de eso y más. Evidentemente, Emilia, a su pesar, también lo admiraba, puesto que pertenecía a la raza de los trabajadores infatigables. Mario reflexionó sobre la admiración ciega que conseguían despertar personajes turbios como Darío. Dictadores, militares, caudillos religiosos, muchos de ellos mediocres, pero consecuentes con sus pobres doctrinas, fieles hasta la muerte a un credo consistente en la disciplina y el comportamiento ejemplar. Herederos de la gloria de emperadores y guerreros, nunca cuestionados porque su valor en la vanguardia de sus ejércitos estaba fuera de toda duda. Mano de hierro en la aplicación de la justicia injusta, en las decisiones políticas absurdas, en las declaraciones de guerra temerarias. Madera de líderes precisamente por su condición de obreros infatigables y manipuladores de conciencias en la sombra. Ese mismo respeto odioso que habían despertado en él maestros taciturnos y cerriles que imponían el estudio como un deber, pero que practicaban la enseñanza con vocación fanática, siempre puntuales, siempre con los exámenes corregidos, siempre atentos al programa, siempre vigilantes a los errores de los demás y atentos a los suyos propios. Entendía que Emilia no cuestionase la esencia de la doctrina sanitaria de Darío y se complaciese en la rectitud de su praxis. La eficacia la obnubilaba, como había obnubilado a pueblos enteros la eficacia de las campañas militares de personajes grises encumbrados por sus cálculos meticulosos, y los habían aclamado a su regreso, otorgándoles la categoría de héroes de la patria y hasta acatado sus dictados con orgullo complaciente.
Salió a la calle casi anocheciendo y se fijó en el atardecer inconcluso que bien podría haber confundido con un amanecer sombrío. Hasta las horas perdían entidad, como las estaciones, como los paisajes de su infancia, tan diferentes antes en sus gamas de verdes infinitos y reducidos ahora a la homogeneidad del ocre árido. Se acercaba el otoño y algunas hojas resecas así parecían indicarlo, pero era una casualidad. En primavera también se secaban las hojas y ya no florecían las amapolas porque morían antes de nacer. La ciudad se copiaba a sí misma en un sinfín de copias cada vez más macilentas y opacas. Añoró las lluvias torrenciales que anunciaban el otoño, las hojas barridas por el viento que crujían bajo los pies de los paseantes, calzados con botas de agua, esquivando los charcos, metiéndose en ellos los niños para salpicar de fango los calcetines de lana y recibir luego la regañina de sus madres. Suspiró por la luz difusa, triste de su infancia percibida bajo el manto de los paraguas y por el llanto húmedo y apacible del otoño que calaba los huesos dulcemente e invitaba al refugio de los hogares. El mundo, su mundo, siempre había sido una sucesión de diferencias que juntas conformaban un equilibrio. Nadie creía que ese equilibrio fuera tan frágil hasta que se quebró. Ana también había quebrado su equilibrio personal, tan frágil como la meteorología, y lo había sumido en un estado de inquietud permanente. Había sembrado un deseo confuso de adentrarse en la aparente docilidad de sus ojos melosos y de explorar los confines de los sentimientos que anidaban en ese cuerpo delgado y misterioso que poblaba sus sueños. Había despertado en Mario un deseo de posesión que excluía a otros. Había hecho nacer los celos y la obsesión de ser correspondido con pasión de una pasión que no había aceptado ni alimentado pero que se había adueñado de su ser hasta convertirse en una molestia crónica, como una úlcera, como una llaga que le roía y le arañaba el estómago a todas horas y que se negaba a atender, convencido de que se trataba de una proyección psicosomática.
Halló su apartamento polvoriento e impregnado de un olor dulzón y desagradable que provenía de las cañerías faltas de agua. Colocó la ropa en su armario, dejó los grifos abiertos para que se evaporara ese aroma putrefacto, pesado como el aire que se respiraba en la calle y que le recordaba vagamente a las aves de caza muertas que la abuela colgaba en el porche durante días antes de guisarlas. Llenó la bañera y se sumergió entero, burbujeando como un niño, aguantando la respiración, contando mentalmente hasta que los pulmones le exigían una bocanada de aire. Era una hazaña tonta pero le llenaba de orgullo. Una vez limpio y seco, se afeitó con parsimonia y masajeó su cara con loción. Se contempló largamente ante el espejo, desnudo, pugnando por huir de su subjetividad y juzgando su apariencia con ojos ajenos. Quería descubrir lo que Ana intuía o percibía de él bajo la ropa, qué impresión le causaba su cuerpo, su rostro, sus movimientos. Se contempló con curiosidad y se preguntó si Ana alguna vez había dejado caer indolentemente la mirada sobre sus nalgas, como hacían otras mujeres, o había medido sus muslos, imaginando sentirse atrapada por ellos. Lo descartó inmediatamente. No se había sentido arropado por el calor de su deseo. Se vistió sin prestar más atención al espejo y después marcó el número de Pierre. Esa noche celebraba una fiesta informal y estaría encantado de verlo de nuevo. Pierre era inmutable como las montañas. Pasara lo que pasara, Pierre era fiel a sí mismo y se perpetuaba en sus fiestas. Para Mario resultaba cómodo ser su amigo; todo lo que se esperaba de él era dejarse caer por su casa y engrosar el número de invitados, con la particularidad de que Pierre le sonreía y le señalaba las chicas que él consideraba más atractivas. Bebida, música, indolencia, conversaciones banales que no le exigían esforzarse demasiado en agudizar el ingenio, y roces de pieles que le excitaban. Chicas jóvenes que se emocionaban al saber que era médico y se despojaban de la ropa para él musitándole un nombre al oído que luego olvidaba. Las fiestas de Pierre le adormecían la conciencia y le proporcionaban una paz solapada que no era en absoluto incompatible con sus obligaciones y sus rutinas. Todo formaba parte de un equilibrio, de un orden, hasta que Ana lo desbarató.
Vagó por la casa sin saber en qué dar. Reparó en su chelo abandonado en un rincón de la sala y se compadeció de su inutilidad. Ni se molestó en arrancar unas notas desafinadas, como cuando lo rescató del olvido momentáneamente para dejarlo al cabo de poco abandonado a su suerte, testigo de sus vacilaciones, de sus dudas, de su comezón. Marcó indeciso los números que Ana había escrito en el papel que le diera Emilia. Sabía que quería hacer eso desde que lo metió en su bolsillo y fingió no darle importancia. Esperó tembloroso y en el último momento rogó para que nadie respondiera a su llamada, pero Ana le habló desde el otro extremo del hilo, ajena a su angustia, a sus celos, ajena a todo. Se alegró de oírlo, o eso dijo, con voz que parecía sincera, y le pormenorizó detalles de los expedientes, riendo al relatarle alguna anécdota, con una risa cristalina que difuminó sus pesares y fue como un destello de esperanza al que aferrarse. La escuchó en silencio, respondiendo con monosílabos a sus palabras, hasta que le pidió si podían verse. Quería charlar a solas con ella un rato. Había algunos asuntos que necesitaba solventar y no le parecía que el teléfono fuera el medio más adecuado. Ana no pareció sorprendida y aceptó, había dormido durante el día y estaba descansada. Le apetecía tomar un café. Se citaron en un bar que ambos conocían. Al colgar el aparato, Mario se sintió ridículamente adolescente y maldijo su impulso. Hubiera debido buscar una partitura y tocar el chelo en lugar de ponerse en evidencia y propiciar una cita urdida con excusas para contemplar el rostro de una mujer que se acostaba con su enemigo y flirteaba con su amigo.
Ana se presentó puntual al encuentro. Parecía más alta, más delgada, más joven. Se había cortado el pelo unos centímetros y su melena era homogénea y recta, a la altura de los hombros, con los mismos brillos tornasolados que acentuaban su tez bronceada y enmarcaban el óvalo dulce de su cara. Entró en el bar y se detuvo cerca de la puerta, buscando a Mario con la mirada y estudiando las mesas que quedaban libres para tomar asiento. Ana tenía una instintiva tendencia a agazaparse en las sombras, a resguardarse en los rincones. Recordó otros momentos en los que ella se había refugiado en los ángulos y las aristas. ¿Desamparo o recelo? Los instantes en que permaneció inmóvil, con su melena ondulante, las piernas esbeltas sobre los zapatos de tacón alto y esa falda corta que nunca le había visto y que estilizaba su silueta le recordó un escorzo de modelo posando para un fotógrafo exigente. Su elegancia natural era sin duda su mayor atractivo. Mario la contemplaba con una ansiedad mal reprimida, apurando esos instantes en que ella creía no ser vista y que no disimulaba los titubeos de sus gestos. Cuando le vio, Mario tuvo la brevísima intuición de que sus mejillas se coloreaban. Fue una impresión equivocada. Al besarlo, rozando con suavidad sus labios, hizo gala de todo su aplomo y, al sentarse, se comportó con la misma seguridad de siempre.
—Te has cortado el pelo —comentó tocándole la melena con los dedos y lamentándolo al poco de haberlo hecho. Ana no le dio importancia y sonrió sin coquetería. Hubiera querido decirle que la encontraba más bella que nunca, más diáfana, que resplandecía entre el humo azulado de los cigarrillos y que sus ojos mostraban una viveza inusual. Pero se conformó con hablarle de su pelo. Poco después charlaba con ella de su familia, como si fueran dos viejos amigos.
Ana siempre se alejaba de él. Por más que Mario quisiera acercarse, chocaba con la presencia de algo frío, un cristal tras el cual Ana se parapetaba, una barrera infranqueable. Ana no le preguntaba acerca del motivo de su encuentro y parecía no tener prisa. Se acodó sobre la mesa y le escuchó con la cara apoyada en la mano, sin tapujos, extasiada con sus explicaciones estúpidas sobre su hermano Gerardo y sus amigos. Parecía como si el tiempo jugase a su favor y la noche se congraciase con ellos dejándoles todas las horas por delante para saborear su intimidad de mesa para dos. Una isla en medio del océano de ruidos y rostros anónimos que los unía como a dos náufragos asidos a la misma madera, flotando a la deriva. Mario ya estaba acostumbrado a que los encuentros con Ana cobrasen una dimensión desconocida, pero no por ello dejaba de asombrarse. Primero le habló de Pierre y su fiesta, y su compromiso de esa noche para dar un final a su tiempo y dejar claro que no esperaba nada de ella excepto esa conversación. Ana parpadeó unos segundos. Fue incapaz de valorar el significado de su parpadeo; ¿asombro?, ¿decepción?, ¿indiferencia? Entonces, Mario afrontó el espinoso tema de Darío. Le preguntó por su relación con él, por su interés en él y en el cargo que ocupaba. No podía desprenderse de la escena que contempló sin proponérselo en el aeropuerto, pero no le habló de ello. Se refirió a las habladurías del hospital y a sus logros sobre el tema de los residuos. Ana le miró sin entender. Esta vez sí parecía desconcertada. Escudriñó sus ojos intentando averiguar lo que sabía, lo que intuía, lo que le preguntaba. Estaba asustada. Encendió un cigarrillo con el pulso firme, pero su voz —la conocía bien— temblaba ligeramente.
—¿Me acusas de algo?
Quería haber gritado que sí, que la acusaba de acostarse con Darío, de prostituirse por un puesto en la administración, de traicionarlo a él, pero fue incapaz.
—Sólo quiero saber qué hay de cierto.
Expulsó su humo lentamente, midiendo las palabras, pero aún le temblaba la voz.
—¿Quién me hace la pregunta, Mario o mi jefe de planta?
—Y eso qué importa.
—Cada uno se merece una explicación diferente.
—Comienza por la que quieras.
—Eso en el supuesto de que tenga que dar alguna explicación.
—Tendrás que decidirlo tú, pero yo fui sincero desde el primer día. No soporto a Darío.
—Y te molesta que me vea con él.
Hubiera querido gritar de nuevo que no podía soportar la idea de que Darío la desnudase, la besase, la poseyese, pero se cogió al argumento que le tendía como a un clavo ardiendo.
—Sí.
—Mis reuniones con Darío no interfieren en mi trabajo.
—Ana, no se trata de tu trabajo, se trata de… confiar en ti.
Ana, nerviosa, apagó su cigarrillo y suspiró.
—Los asuntos que tenemos entre manos no te afectan.
Mario se impacientó. Hubiera querido que se echase a llorar y le explicase que se sentía sola y que Darío la engañó y le hizo promesas y… no sabía lo que quería oír, pero le flaqueaban las piernas cada vez que Ana se ratificaba en esa «oscura» relación con Darío que le excluía a él.
—Tendré que pedirte una cosa. Espero que lo entiendas.
Ana no dijo nada, esperó sin impaciencia, con los ojos brillantes. Le escuchó con la misma atención que había escuchado sus explicaciones sobre su familia minutos antes.
—Te agradecería que pidieses el cambio de planta.
Ana apretó los dientes, pero no titubeó.
—Si es eso lo que quieres…
Mario bajó los ojos avergonzado. Había ido demasiado lejos y no podía echarse atrás. Ella tampoco daba su brazo a torcer y no se arrepentía de ser la amiga de Darío. Ana se puso en pie y recogió su bolso con presteza.
Mario quiso retenerla, pero no se atrevió. Acababa de portarse como un marido despechado. La había echado de su lado. Había abierto la puerta y la había lanzado escalera abajo. No se atrevió a cogerle su mano y besarla y confesarle que todo era sucio y desagradable y que sentía celos y que los celos no le dejaban en paz y que temía volverse loco.
—¿Te vas?
—Llegarás tarde a tu fiesta.
—¿Te acompaño a casa?
—Gracias, puedo ir sola.
Le dio la espalda premeditadamente. Lo dejaba solo, asido a su madera, a la deriva entre el océano de desconocidos. Intuía que cuando cruzara la puerta y se alejara sentiría un vacío semejante al de haber ayunado. Debía decirle algo antes de que lo abandonase.
—No juegues con Tomás, se enamora fácilmente.
Lo dijo por despecho, desolado por el sonido de sus propias palabras. Se despreció por haberlo dicho, se hubiera dado de bofetadas. Ana torció la cabeza y dudó unos segundos. Sus piernas delgadas esbozaron un balanceo hacia él, pero no querían moverse. Después, muy lentamente, las obligó a avanzar en dirección a la puerta. Atravesó el bar perdiéndose en la neblina del humo y las conversaciones. Se diluyó en la nada y desapareció definitivamente.