CAPÍTULO 20
Ana no había dado señales de vida y el plazo que se había concedido Mario para permanecer en Ouarz expiraba esa misma tarde. Llevaba ya dos días descansando en el hotel, la mayor parte de las horas encerrado en su habitación, aletargado, inmóvil, esperando una llamada o una nota, o no esperando nada porque se había convencido de que Ana no vendría y se había propuesto encajar la situación con entereza. Era consciente de que algunas veces se gana y otras se pierde y él había perdido la oportunidad de reencontrar a Ana y prefería creerlo así, antes que concebir esperanzas vanas para luego caer en otra decepción. Ana se había difuminado como un dibujo fallido. A fuerza de pensar en ella, de dibujarla en su memoria una y otra vez, de llenarla de tachones y volver a componer y colorear su imagen, Ana había acabado por convertirse en un borrón sin entidad. Con cuatro trazos firmes habría bastado para mantenerla viva, pero ya era demasiado tarde y Ana, su nombre, su voz, su secreto fueron como una mancha de tinta que se derramó sobre sus recuerdos. No sabía —y posiblemente no sabría nunca— quién fue.
¿Deseaba realmente averiguar cuál era la verdad de Ana? No estaba seguro, pero intuía que la realidad chapucera y cotidiana de Ana, construida minuto a minuto en base a posibilismos brindados por la casualidad y por las necesidades perentorias, la verdad de Ana simple, desnuda, despojada de misticismos, posiblemente sería decepcionante.
Las decisiones personales de cada cual, las suyas propias por ejemplo, se fundamentaban en el azar y el azar podía resultar ridículo y hasta patético. Mario se especializó en ginecología y obstetricia porque equivocó una hoja de solicitud. Fue una jugarreta del destino en la que no hubo ni pizca de seriedad. El destino jugaba bromas y algunas eran más pesadas que otras. Lena fue una broma pesada que le gastó una marca de tintes para el cabello. Si Lena no hubiera sido rubia no le habría seducido.
La vida era una continua improvisación y el mayor error consistía en intentar dotar de sentido a lo que simplemente carecía de él.
El director del hotel, el señor Halile, desde que supo que Mario había tomado la decisión de coger el avión de regreso a Noadheb, se mostró empalagosamente amable facilitándole las gestiones de su pasaje y se ofreció a acompañarlo a visitar el museo de Ouarz —del que se sentía sumamente orgulloso— la misma tarde de su partida. Mario, que no se había movido del hotel en esos dos días, cedió a la insistencia de Halile porque le resultaba demasiado cansado discutir. El director, locuaz en su servilismo, paseó a Mario por las salas de ese pequeño museo provinciano donde se exponían retazos de un pasado heroico acotado. Un tiempo en el que los nómadas camelleros cedieron el desierto a los colonizadores franceses. En las fotografías en blanco y negro, ajadas por los años, que abarrotaban las paredes, los ingenieros y políticos de tierras del Loira, con las mejillas encendidas por el calor, posaban para la posteridad junto a los orgullosos bereberes ataviados con sus dara’as. Esos franceses rubicundos lucharon contra la climatología, doblegaron a los nativos y consiguieron el milagro de horadar las laderas de la cordillera para extraer el preciado hierro que transportarían gracias al ferrocarril. Halile le mostró los mapas, las rudimentarias máquinas y las muestras de mineral de las primeras explotaciones de Ouarz. Junto a ese banquete opulento de progreso expoliador se exponían —a la sombra de una haima de piel de camello— las tristes sobras de la cultura local disecada bajo la forma de artesanía y abalorios. Mario, abrumado, contempló en silencio los vestigios de esa aventura africana con tintes de western que le remitían a un romanticismo decadente y asintió con movimientos de cabeza al torrente apabullante de palabrería del viejo Hable. La visita duró cerca de una hora y, como colofón, el director le obligó a sentarse ante una mesilla, extrajo de un armario un voluminoso libro de honor y le pidió que improvisara unas líneas. Ése era su tesoro, desde la fundación del museo todos los extranjeros que se habían alojado en el hotel habían escrito una dedicatoria en el libro de honor. Mario salió del aprieto copiando un verso que memorizó cuando era niño.
Que por mayo era por mayo
cuando hace la calor
cuando los enamorados
van a servir al amor
Que por mayo era por mayo
sino yo triste y cuitado
que yazgo en esta prisión
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son
Que por mayo era por mayo
sino por una avecilla
que me cantaba al albor
matómela un ballestero
dele Dios mal galardón.
No supo por qué había escrito ese romance anónimo ni cómo se le ocurrió, pero lo cierto es que desconcertó a Halile. Se caló unas gafas chapadas en oro y lo releyó una y otra vez, con terquedad infantil, hasta acertar a comprender el significado de los versos. Sonrió satisfecho y felicitó a Mario por su inventiva confesándole que se sentía muy orgulloso de haber conocido a un poeta. Mario no le sacó de su malentendido por no gastar saliva y se puso en pie, decidido a regresar a su habitación y acabar de preparar su maleta, pero el director no estaba dispuesto a dejarlo escapar.
—Por favor, señor Serna, concédame unos minutos más. No se puede marchar sin haber leído la dedicatoria de otro poeta español que nos visitó hace unos años.
Mario, un poco harto, leyó la insulsa palabrería y confirmó que el susodicho poeta era un pedante.
—También estuvo con nosotros un ministro y un embajador, por favor, lea…
Mario hojeó las páginas con una mueca de hastío hasta que detuvo su mano en una de ellas. Había topado con las firmas de Darío y Rominger. Las dos estaban fechadas el mismo día, tres años antes, y estaban escritas con la misma pluma. Sintió extrañeza por el hecho de que Rominger y Darío hubieran visitado juntos el museo. ¿Era una casualidad? Tal vez, pero confirmaba que Rominger había mentido como un bellaco. ¿Por qué cuando conoció a Rominger afirmó con tanta vehemencia que nunca había estado en Ouarz? Halile parecía encantado por el interés que demostraba Mario y se permitió intervenir.
—Gente importante, muy importante. Siempre que vienen a Ouarz me traen un regalo de Europa.
Mario adoptó un aire ingenuo.
—Darío es mi amigo, trabajamos juntos en el mismo hospital, pero no sabía que conociera al señor Rominger.
—El señor Rominger conoce a todo el mundo. Es muy influyente y a veces se aloja en casa del emir.
Mario probó suerte.
—¿Y a qué se dedica el señor Rominger?
El director también le respondió con evasivas.
—Negocios.
—Pero ¿qué tipo de negocios?
El director se encogió de hombros.
—De todo un poco.
La ambigüedad no podía ser más absoluta. Su único negocio, que él supiera, consistía en detener un convoy de trenes con la ayuda del ejército y cargarlo con bidones de agua. El negocio del agua no daba para mucho, pero los italianos eran listos y muy capaces de hacer negocio hasta con la arena del mismísimo desierto con cualquier cosa. Iba a cerrar la página, pero el director le retuvo.
—¿Me puede traducir la dedicatoria del señor Rominger? No leo alemán.
Mario bajó la vista y comprobó que, efectivamente, Rominger había escrito en alemán.
—Yo tampoco entiendo una palabra.
El director quedó azorado.
—Yo creía que…
Mario arrugó la frente. Había algo que no le cuadraba.
—¿Y por qué un italiano escribe en alemán?
El sorprendido fue el director.
—El señor Rominger no es italiano, es suizo. También habla italiano y español perfectamente, pero es suizo.
Mario recibió un mazazo en la cabeza. Rominger era el suizo, el suizo a que se había referido Ana en su pesadilla la noche que lloró y soñó con Tomás balbuceando palabras inconexas en una lengua que ahora reconocía como hassania. Ana soñó con Ouarz y con Rominger y mezcló a Tomás en el sueño y se incorporó lívida, gritando. Fue la misma noche en que él le preguntó por la muerte de Tomás y Ana le rogó que no hablasen de ello. Los dos fingieron haberlo olvidado, pero de madrugada ella se asió al embozo de su sábana sollozando dormida y él la acunó entre sus brazos susurrándole palabras suaves hasta que se tranquilizó.
Tomás había dicho que la fundación era una tapadera y que Darío tenía entre manos negocios sucios. Lo más sucio que había descubierto era los envíos de medicamentos caducados y retirados del mercado de Laboratorios Losón a través de la fundación. ¿Era eso a lo que se refería Tomás? El envío de Erzorium no daba dinero y los negocios sólo se emprenden cuando hay beneficios. Enviar partidas de medicamentos caducados o fuera de curso era una estafa, pero en ningún caso podía constituir un negocio.
Un muchacho sudoroso irrumpió en el museo. Estaba alterado y se notaba que había llegado corriendo. Señaló a Mario hablando precipitadamente con Halile, pero Halile negó con la cabeza y le mostró la hora que indicaba su reloj. Mario se vio obligado a intervenir.
—¿Qué ocurre?
El director le hizo un gesto como indicándole que el tema no le incumbía y que él mismo se ocupaba de resolverlo. En un tono áspero conminó al muchacho para que se fuese y Mario, que no había comprendido nada, lo vio encaminarse cabizbajo hacia la puerta de salida. Halile chasqueó la lengua.
—Pretendía que atendiese al parto de su hermana. Nardim le ha dicho que lo encontraría aquí y ha venido a buscarlo. Le he explicado que perdería su avión y que estaba de visita.
Mario sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
—¿Nardim no atiende partos?
El director comenzó a apagar las luces y guardó de nuevo el libro de honor en un armario.
—Es muy joven y siempre se queja de que tiene demasiado trabajo. Yo creo que no está suficientemente preparado y menos ante un caso difícil como el de Adaia.
—¿Difícil? ¿Por qué?
—Es una chiquilla de apenas catorce años y el niño parece que es demasiado grande para ella.
Mario sintió como el nudo de su estómago se tensaba. Miró su reloj.
—¿Cuánto tiempo tengo hasta que salga el avión?
El director hizo su cálculo.
—Unas dos horas y media.
Mario no lo pensó dos veces, en un par de zancadas alcanzó la puerta mientras daba órdenes tajantes al atribulado director.
—Me llevo su coche. Consiga un chófer que me recoja en el hospital en dos horas y cuarto y que me traiga mi equipaje y la factura. Lo encontrará todo en mi habitación.
El director quedó con la palabra en la boca, a punto de replicar, pero calló porque Mario ya había desaparecido camino del hospital.
Nardim no había practicado nunca una cesárea, pero aunque hubiera estado dispuesto a hacerlo su pulso no se lo hubiera permitido. En los dos días que habían transcurrido —desde que Mario charló con él por última vez— había adelgazado y sus manos, torpes por la falta de sueño, acusaban el cansancio. Mario le encontró en una de las salas de internos intentando suministrar un calmante a una mujer, con la piel de brazos y manos llagada, que se debatía entre fuertes convulsiones. La sala, impregnada de un olor nauseabundo a carne putrefacta y vómitos, estaba abarrotada de pacientes enfebrecidos, y discretamente lastimeros, acomodados desordenadamente sobre colchones despanzurrados o recostados en el suelo, sobre las losas desnudas. Nardim apenas levantó unos segundos la cabeza y sus labios esbozaron una sonrisa momentánea al reconocer a Mario. Con un ademán señaló en dirección al quirófano y murmuró con voz apagada:
—¿Te ocupas de ella?
Mario asintió. Entendió que no le acompañaría, que a lo mejor no se sentía con fuerzas ni para levantarse y que tendría que apañárselas solo. El caos que se respiraba le recordó sus años de urgencias de un gran hospital. En urgencias también se entendían por señas y muy a menudo unos segundos eran cruciales para salvar una vida.
La muchacha, Adaia, estaba en estado semiinconsciente, pálida y ojerosa, y sufría fuertes hemorragias. La atendían tres mujeres de su familia que intentaban a toda costa impedir que se desvaneciese golpeándole las mejillas e insistiendo para que empujara. En el fondo, las tres sabían que el niño no nacería por mucho que Adaia se esforzara. Al ver llegar a Mario le rodearon ansiosas y la más joven, vestida con una melhfa verde, le habló en su lengua.
—Se está muriendo.
A Mario no le hizo falta esa observación, le bastó con un vistazo para darse cuenta de la gravedad del estado de la muchacha, pero necesitaba saber si el niño aún vivía. Buscó un estetoscopio y palpó el vientre hasta dar con la posición del feto. No parecía un bebé demasiado grande pero dedujo por su experiencia que el diámetro de su cabeza excedía la pelvis de la partera. Les pidió que callasen y escuchó atentamente sin dar con el ritmo cardíaco, pero al cabo de unos segundos oyó los latidos débiles y acompasados del pequeño corazón.
—El niño aún vive.
La chica de la melhfa verde transmitió su mensaje a las otras mujeres y la noticia fue celebrada con grandes aspavientos. Mario no atinaba con lo que le era necesario y se dirigió a su joven traductora.
—Necesito anestesia, material quirúrgico y luz suficiente. Pide a Nardim que me envíe a alguien para que me ayude.
Mario se lavó las manos y se dispuso a desnudar a Adaia y a colocarla adecuadamente. Palpó las venas de sus brazos casi translúcidos y con la ayuda de una goma le practicó un torniquete en el brazo derecho. Era casi una niña, una adolescente, y su vientre abultaba monstruosamente entre sus menudos pechos.
La chica de la melhfa verde regresó al cabo de poco con una enfermera de rasgos senegaleses que escuchó con atención a Mario y, sin mediar palabra, se desplazó mecánicamente de un extremo a otro de la minúscula sala y fue depositando sobre una mesilla auxiliar todos los instrumentos necesarios para practicar la intervención. Sin un respiro comenzó a aplicar el yodo sobre el vientre de la partera, allá donde debería practicarse la incisión, mientras Mario revisaba el material.
—¿Y la anestesia?
La enfermera abrió la boca sin levantar los ojos del vientre de Adaia y sin distraerse de su tarea meticulosa.
—Sólo nos queda éter.
Mario masculló un improperio agarrando el frasco de éter.
—Todo el mundo fuera.
La enfermera echó a las mujeres y ayudó a Mario a colocarse los guantes y la mascarilla. Dado el estado de Adaia, Mario le administró la mínima dosis posible de éter, tomó el bisturí y se encomendó a sus manos.
—Necesito más luz.
La enfermera se disculpó.
—No hay más vatios.
Recordó la observación de Ana cuando él se lamentó por la impotencia que sentía ante el cáncer de Rosa Lago y Ana le preguntó si había amputado sin anestesia. Podía considerarse afortunado, tenía éter, luz, un bisturí y gasas esterilizadas. Lo demás dependía de su pericia y de la suerte.
Fue un niño de apenas dos kilos y medio. Lo extrajo de la matriz sin acabarse de creer que estuviese vivo. Tenía la cabeza deformada y el cuerpo de un color violáceo, amoratado. Sus latidos eran imperceptibles, pero tras cortar y cauterizar su cordón, y estimularlo con masajes y fuertes palmadas, el pequeño respondió con grandes berridos. Parecía tan desvalido como su madre, pero quiso vivir. Mario dejó que las mujeres de la familia se ocupasen del recién nacido y se volcó en Adaia. La muchacha había perdido mucha sangre y, aunque había podido detener la hemorragia, consideró imprescindible una transfusión. La enfermera respondió con un lacónico:
—No hay sangre.
Mario no se desanimó.
—Su familia puede donar.
La enfermera negó con la cabeza.
—No tenemos reactivos y no podemos determinar ni su grupo ni el de los donantes.
Mario cosía el vientre de Adaia y sintió el ligero temblor de sus músculos bajo la punzada de la aguja. Se apresuró a acabar antes de que despertase y pensó en otras posibilidades.
—Por el momento le recetaré hierro y le mantendremos el suero, pero necesitaré antibióticos.
La enfermera asentía a todo y Mario continuó barajando alternativas.
—Tal vez Adaia se hiciera alguna analítica anteriormente. ¿Dónde puedo encontrar las fichas de pacientes que confeccionó la doctora Vila?
Mario estaba seguro de la eficacia de Ana.
La enfermera era diligente, pero tenía los ojos hinchados y parecía tan cansada como Nardim. Administró hierro a la chica y dejó un frasco de antibiótico sobre la mesilla. Mario se estaba refrescando la cara y, al oír que abría la puerta, la detuvo alzando la voz.
—¿Se acuerda de lo que le he pedido antes? Quisiera leer las fichas de los pacientes que trató la doctora Ana Vila.
La enfermera quizás estaba irritable por la falta de sueño o quizás creía que ya había hecho suficiente. Se rebotó.
—No.
Lo dijo desafiante y Mario no entendió su actitud.
—¿Por qué?
Estaba nerviosa y respiraba entrecortadamente, pero habló claro.
—Porque no puedo dedicar más tiempo a esta chica. La hemos salvado y ya es mucho. Aquí fuera la gente se está muriendo y me necesitan más que ella. No tengo tiempo para dedicarme a buscar papeles.
De pronto Mario recordó la expresión ausente de Nardim, la sala repleta de pacientes, las quemaduras, el olor nauseabundo.
—¿Qué está ocurriendo?
La enfermera vaciló e intentó responderle pero, a pesar de sus esfuerzos para reprimirse, se le humedecieron los ojos y se sujetó con las manos crispadas al pomo de la puerta, dejó caer la cabeza y prorrumpió en sollozos.
—Es horrible. Es lo más horrible que he visto nunca.
Mario se acercó a ella y la abrazó. Era una muchacha fuerte y cálida y en otra circunstancia la habría considerado sensual. Sintió cómo se abandonaba al recibir su abrazo y oprimía sus pechos contra su cuerpo, notó como necesitaba llorar, sacar fuera su desconsuelo, sentir que alguien la protegía después de haber protegido a tantos desahuciados. Buscó en sus bolsillos y le secó las lágrimas con un pañuelo, la calmó y luego la ayudó a sentarse en una silla.
—Ahora vas a quedarte aquí sentada y te van a traer algo de comer. Quiero que vigiles a esta paciente y que no te muevas de su lado. ¿Me oyes?
La muchacha moqueó y asintió moviendo la cabeza como una niña. Le obedecía porque Mario tenía autoridad y sabía transmitir una seguridad que tal vez él no sintiera. Eso era justo lo que la enfermera necesitaba para reponerse.
—Voy a ver qué se puede hacer.
Al salir del quirófano llamó a la chica de la melhfa verde y le dio instrucciones para que fuera al hotel con el encargo de abastecerse de comida y té para el personal del hospital. Eran órdenes del doctor Serna. Luego miró su reloj y comprobó que disponía de media hora antes de que vinieran a recogerlo. En media hora no podría hacer mucho, pero se enteraría de lo que estaba sucediendo y, si era necesario, solicitaría ayuda en Noadheb.
En el pasillo lateral, en dirección a la sala, coincidió con Svent. Estaba sudoroso y cargaba un par de grandes cajas. Le saludó con su vozarrón franco.
—Me alegro de que hayas venido a echar una mano. Nardim estaba desbordado.
Mario le ayudó con las cajas.
—¿Qué pasa? Me han dicho que ha habido muertos.
Svent continuó caminando sin detenerse.
—Nardim me ha avisado esta mañana. Otro cualquiera hubiera pedido ayuda antes, pero el chico es demasiado joven y tiene ese punto de orgullo de los jóvenes que creen que pueden con todo. Lo cierto es que yo estoy tan desconcertado como él, nunca había visto nada igual. Han muerto tres niños y una mujer, pero hay casos de mucha gravedad y no creo que duren más de unas horas.
Mario estaba aturdido.
—¿Una epidemia?
—No lo sabemos. Los síntomas son desconcertantes.
Mario recordó las quemaduras y el olor agrio de los vómitos.
—¿Qué síntomas?
—Primero comenzaron las irritaciones oculares y las quemaduras de piel, pero los que acudieron al hospital y regresaron a sus casas evolucionaron con fiebres altas, espasmos musculares y, hoy, la mayoría sufren además fiebres, diarreas y vómitos.
Mario atajó.
—Una intoxicación.
Svent respondió con cautela:
—Es una posibilidad.
Empujó la puerta de la sala con una patada y entró junto con Mario. Nardim, a pesar de su debilidad, se levantó de un salto al ver llegar a Svent con las cajas.
—¿Traes calmantes?
Svent negó con la cabeza.
—No nos quedan analgésicos, sólo antiinflamatorios y unos pocos supositorios antiespasmódicos, pero tengo una caja intacta de pomada para quemaduras. —Sonrió con sarcasmo—. Por fin sirve para algo.
Mario se dirigió a Nardim:
—¿Cuántos afectados hay?
Nardim se encogió de hombros.
—Sobre una cincuentena, pero van en aumento, continuamente llegan nuevos casos.
—¿Y tienes idea sobre cuál puede ser la causa?
Nardim apretó su mano contra su sien. Posiblemente tenía jaqueca.
—Primero creí que podía ser el agua. Todo comenzó después de las lluvias. Hacía demasiado tiempo que no llovía y muchos pozos secos podrían estar contaminados.
La hipótesis era plausible, pero había un dato que no encajaba.
—¿Y las quemaduras?
Nardim movió la cabeza.
—No lo sé, no son erupciones víricas infectadas y parecen quemaduras producidas por corrosivos. He descartado el cólera, la malaria y la fiebre amarilla. No es una epidemia, pero si no fuera por las quemaduras creería que se expande por contagio. Tengo aquí familias enteras.
Mario se acercó a un niño que estaba instalado sobre una esterilla en el suelo. Le tomó la temperatura y el pulso, revisó sus quemaduras y palpó su vientre. El pequeño sufría espasmos intermitentes. Le ayudó a ponerse en pie y le hizo caminar. Tal y como suponía, los movimientos no estaban coordinados. Lo acostó nuevamente y se dirigió a Nardim.
—Sea lo que sea, afecta al sistema nervioso. ¿Has pensado en la probabilidad de una intoxicación?
Nardim repitió lo que Mario ya sabía.
—Todo comenzó con las lluvias. Tiene que ser alguna bacteria o algún virus que se desarrolla en el agua.
Svent contemplaba con una cierta alarma la precariedad de la atención hospitalaria que Nardim había improvisado.
—Necesitas más camas, más personal y más medicamentos.
Mario no dejaba de cavilar.
—¿Sabes si han tomado algún alimento que pudiera contener algún producto corrosivo? Quizás han sufrido las quemaduras por contacto, al manipularlo.
Nardim se lamentó.
—¿Y las irritaciones en los ojos?
Svent chasqueó los dedos.
—Un gas. Alguna fuga de un producto tóxico. Yo atendí una vez a víctimas del gas naranja y los síntomas eran muy parecidos.
Mario se aferró a esa posibilidad.
—Hasta que no sepamos la causa no podemos detener la epidemia. ¿Quién manda en Ouarz?
Nardim respondió el primero.
—El gobernador de la provincia.
Svent fue práctico.
—Sería una estupidez perder el tiempo con el gobernador. El emir es el único que realmente dispone de medios. Yo mismo me ocuparé de eso.
Nardim se sintió aliviado, como hiciera la enfermera, por traspasar la carga a otras espaldas más fuertes que las suyas. Era muy joven, apenas veinticuatro años, y, aunque no le faltaba valor, carecía de experiencia.
Los interrumpió un empleado del hotel que se abrió paso entre los enfermos y se dirigió a Mario con unos papeles en la mano.
—El director me ha dicho que viniera a recogerlo para llevarlo al aeropuerto. Aquí tiene su factura y su billete, el equipaje está en el coche.
Se produjo un silencio espeso, Nardim suspiró y Svent desvió su mirada de Mario, visiblemente incomodado.
Mario no se permitió reflexionar sobre lo que hacía, simplemente obedeció a lo que le dictaba el instinto. Rechazó el billete y la factura que le tendía el chófer.
—He cambiado de opinión, me quedó unos días más.
El hombre le mostró el billete.
—Ya está pagado, no le devolverán el dinero.
Svent agarró el billete y se dirigió a Mario.
—Puedo aprovechar tu asiento y enviar un hombre a Noadheb para que pida ayuda.
Mario asintió, pero le traía sin cuidado lo que pudiera suceder con su billete. Ya no era un turista, ni un entrometido, ni un curioso, era un médico y tenía mucho trabajo. Desde que cogió el bisturí en sus manos y lo hundió en el vientre de Adaia, absorto en la firmeza de su pulso y ocupado con sus cinco sentidos en mantener con vida a la muchacha, se esfumaron de su cabeza el resto de sus preocupaciones.
Preguntó dónde podía hacerse con una bata y unos guantes y comenzó su tarea desde aquel preciso instante.