CAPÍTULO 3
El teléfono sonó insistentemente y Mario saltó de la cama creyendo que era el despertador. Descolgó con voz soñolienta y oyó la voz de su madre a más de setecientos kilómetros de distancia. Le cogió desprevenido.
—Sí, mamá, no te llamo más a menudo porque estoy ocupado.
No era del todo cierto. Le sonaba a excusa repetida. Su madre le llamaba por lo de la boda de su hermano menor, Gerardo, que se casaba a principios de septiembre. Le había enviado la invitación pero no había recibido respuesta.
—Sí, la recibí.
Su madre quería saber si asistiría a la boda. Hacía tanto tiempo que no le veían…
—Haré todo lo posible, pero no te lo aseguro.
Aguantó algunos reproches velados que su madre lanzaba por inercia, sin demasiado énfasis. Se quejaba de su padre, de los años, del clima, de todo aquello que la molestaba. Era un recordatorio de que ella existía.
—No le des importancia, procura salir con las amigas y divertirte. Un beso.
Colgó el teléfono y comenzó a buscar un bolígrafo.
La pérdida del último vínculo de su infancia en las montañas fue la muerte de los abuelos y de don Ramón, el maestro. A sus padres, distantes demasiados kilómetros, los visitaba a intervalos cada vez más relajados y jamás creyó que ni ellos ni él tuvieran que fingir un afecto que no sentían. Vivía en Barcelona desde hacía más de diez años, lejos de la ciudad del Cantábrico que lo vio nacer y del pueblo de las montañas en que creció junto a los abuelos, y no sentía ningún desarraigo. Sus verdaderos padres estaban enterrados bajo los sauces de las colinas y los valles sumidos en el abandono, y sólo regresó para cerrar la casa el invierno en que murieron. Él estaba en el último año de carrera y había prometido al viejo que le tomaría la tensión por las Navidades, pero no pudo cumplir su promesa porque expiró como un pajarillo a causa de una gripe mal curada. Mario siempre supo que su abuelo se dejó morir por ir a hacer compañía a la abuela y no quedarse solo en el inmenso caserón, y sobre todo por no ver lo que estaba sucediendo a su alrededor. El mundo cambiaba demasiado de prisa y ya no era aquel lugar monocorde y plácido en el que la vejez era un estadio de merecido reposo. Los viejos eran un estorbo y las vacas también. En la Comunidad Europea les pagaban por deshacerse de ellas y el pueblo quedó atrapado entre la reconversión ganadera y el desmantelamiento industrial. El abuelo prefirió morir tranquilamente junto a su huerta, su jardín y sus rosas, y aún pudo contemplar los últimos vestigios de nieve en las montañas antes de cerrar los ojos. Sus padres pusieron la casa en venta, y cuando Mario acudió a cerrarla, cerró un tiempo que supo perdido para siempre. Sepultados entre las paredes del caserón, quedaron los recuerdos de los largos paseos por el monte con don Ramón, los guisos de la abuela y las charlas interminables del abuelo.
Ningún bolígrafo escribía. Por fin halló un lápiz mordido, marcó el día de la boda de su hermano en el calendario y calculó mentalmente cuántas guardias le debían. Podría cogerse un jueves y un viernes y sumarlos al fin de semana. Se prometió resolverlo de inmediato y evitarse así tener que improvisar a última hora. Una vez lo hubo anotado en la agenda, tomó la carpeta que le había dado Darío y se entretuvo ojeando los papeles que contenía.
Hablaban de una tal Ana Vila de veintiocho años que había trabajado en el sur y había conocido campos de refugiados, sequías, guerras y plagas endémicas. Lo predispuso en contra. Le sonó a currículum heroico, apañado para impresionar a médicos acomodaticios como él.
Después de darse una ducha, tuvo la extraña sensación de despertar de una duermevela inquieta. La percepción del día anterior se oscurecía en brumas mal difuminadas y el tiempo le resultaba lejano en el recuerdo. Había un antes y un después y, aunque la noche fuera la frontera precisa entre el ayer y el hoy, supo que la razón de su despertar se debía a su encontronazo con Darío. Todo le pareció ajeno: su encuentro con los policías, el miedo de Rosa Lago, la obcecación de Lena, la urgencia de Luisa, la vulnerabilidad de Tomás, la ira de Darío. No sabía a ciencia cierta si había sucedido o lo había inventado.
Darío le había dado un bofetón y él había caído en la cuenta de quién era y de lo poco que valía.
Recordó que no tenía moto y le irritaron las voces de falsete del televisor de los vecinos. Durante un mes tendría que acostumbrarse a cambiar la ruta de su trayecto habitual. No le apetecía en absoluto hacer largas colas en el autobús ni pegar empellones en el metro. Consultó la hora y la temperatura y decidió probar suerte dando un paseo. Recogió la carpeta de la nueva médico y, antes de salir, paladeó un café cargado de azúcar.
Ana lo esperaba en su consultorio, amparada discretamente por la sombra de la persiana echada. Su currículum decía que tenía veintiocho años, pero parecía más joven. Estaba sentada con las piernas levemente cruzadas y las manos caídas, sueltas. Vestía bata blanca y bajo la ropa se adivinaba su delgadez. Le saludó con una sonrisa errática. Tenía el rostro curtido por el sol y sus ojos eran acaramelados. Todo en ella tenía el matiz de la contención, de la ambigüedad y Mario olvidó los recelos que había concebido al leer su historial. Era imposible tratarla con brusquedad y, sin pretenderlo, las palabras fluyeron amables. Ana callaba, atendía y anotaba diligentemente en una pequeña libreta milimetrada. Su trazo era firme, y escribía con una letra picuda, inconfundible. Mario, de refilón, observó la armonía de sus apuntes y dedujo un estricto sentido del orden. Ana se había mostrado discreta en todo momento y le había dejado hablar, y Mario valoraba sobremanera la virtud de los que sabían escuchar.
—¿Tienes alguna pregunta, alguna observación?
Ana ladeó la cabeza y hurgó en los historiales que habían repasado.
—Bueno, me he fijado que continuáis administrando Primperan a la paciente tres mil ocho, aunque hace tres días que come con normalidad y no se queja de náuseas.
Su tono no era quisquilloso. Había hablado en un susurro, sin dar excesiva importancia a sus palabras. Mario reflexionó unos breves instantes.
—De acuerdo. Suprime la medicación tú misma.
Ana hizo la corrección diligentemente. Mario sentía un vacío en el estómago y estaba deseando bajar a desayunar.
—Alguna duda, alguna otra observación…
Ana habló con voz suave:
—La planta está bien organizada pero yo añadiría un refuerzo en el turno de noche, sobre todo por las urgencias.
Mario la escuchaba con interés.
—No quiero desilusionarte, pero en esta casa el presupuesto es sagrado. Darío no suelta ni un duro.
Ana asintió con la cabeza, lo suponía.
—Por lo demás, me parece bien la repartición de las tareas del personal, los horarios de visita y los controles. Te tengo que felicitar por los historiales. Lleváis un control clínico muy ajustado.
La entrevista adquirió un tinte más amistoso.
—Me he fijado que no hacéis distinciones con los residuos. ¿No habéis pensado en clasificarlos en función de la peligrosidad?
Mario recordó una antigua discusión que había quedado en tablas.
—Si en esta planta acordáramos un criterio, no serviría de mucho. La política tendría que ser ratificada por todo el hospital y asumida por Sanidad. Se intentó una vez, pero sin éxito.
Ana insistió.
—Una intentona fallida no significa nada.
No era un tema que preocupara a Mario, por eso le pareció excesivo discutir sobre ello.
—¿Qué propones?
—Disponer de bolsas que se identifiquen fácilmente y enseñar al personal de enfermería y de limpieza la forma de clasificar los desechos infecciosos y los residuos citostáticos.
Mario se permitió objetar:
—Pero si esos residuos no son incinerados en plantas especiales no ganamos nada, y eso sí que ya no es tarea del hospital.
Ana no se arredró.
—Podemos iniciar una experiencia piloto.
—Necesitarás el permiso de Darío.
—Lo tendré.
Mario se extrañó de que lo dijera con tanta convicción, con Darío jamás podía uno afirmar con antelación nada. A no ser que… recordó la insistencia de Darío por Ana y lo acechó una sospecha. Tal vez se había equivocado. ¿Qué otra razón había para que la número uno de promoción, y muy probablemente de buena familia a juzgar por sus modales, optara por un destino tan siniestro como el campo Ouarz? Ana le escudriñaba con sus ojos acaramelados y él intuía que algo no encajaba en el rompecabezas de la personalidad de Ana. Su aspecto inocente, la brillantez de sus estudios, su dura experiencia en el sur, su dulce terquedad y esa ingenuidad infantil de creer que Darío la escucharía y se embarcaría en un proyecto de cariz ecologista que no le reportaría ningún beneficio… O bien pecaba de estúpida o bien estaba muy segura de su ascendente. Quizás se las tendría que haber con una soplona entrometida, y de ésas sobraban.
—¿Sois buenos amigos Darío y tú?
Ana frunció el entrecejo.
—¿Qué insinúas?
—Generalmente no se preocupa de los recién llegados.
Ana continuaba seria.
—No hubo ningún tipo de enchufe. Opté a la plaza desde Ouarz y tenía méritos suficientes.
Mario se disculpó y admitió su grosería. Se había expresado mal.
—No quería decir que no te merecieses el puesto, de eso estoy convencido, pero…
Mario se sintió incómodo. Entraban en un terreno en el cual hubiera preferido no poner los pies. Se arriesgó, ya había comenzado y no podía dejar la conversación a medias.
—Darío y yo no nos tragamos. Así de fácil. Si no te lo digo yo, te lo dirá cualquier otro por los pasillos. Prefiero adelantarme.
Ana sonrió con franqueza.
—Es un engreído, en eso estamos de acuerdo.
Mario respiró agradecido.
—Y ya puestos en el terreno de las confidencias, te confesaré que me acusan de borracho y cosas peores.
Ana rió alegremente. Su carcajada era sincera.
—¿Y esas cosas peores también se refieren a tu moralidad?
Mario entrevió que se podrían entender inter pasillos. Le pareció un buen comienzo.
—Digamos que mi moralidad es dudosa, no como la de Darío, que es intachable. —Recordó la cita de Darío, a espaldas de su mujer y sonrió—. Intachable de puertas afuera, claro.
—Las moralidades intachables o son ficticias o sumamente aburridas.
Mario se levantó de su silla reconfortado. Tendría una aliada en la planta que podría sacarle de muchos apuros.
—Te invito a desayunar.
Ana se levantó de un salto.
—Tú mandas.
Mario la condujo hasta el bar, agradeciendo el aroma dulzón de la leche y el café y los saludos y bromas de los compañeros, que otras mañanas le resultaban insoportables. El hospital era su segunda casa y tras diez años de deambular por sus largos corredores había acabado por hacer suyos los desconchados de las paredes y las grietas de los techos. Se sentía condescendiente y Ana no era ajena a ese clima de bienestar. Mario se acomodó en la barra y la puso al corriente de algunos cotilleos de la planta. Ana mordisqueaba su ensaimada y reía.
—¿Ninfómana?
—No hace ascos de chicas como tú.
—He conseguido salir ilesa de peligros peores, créeme.
—He leído que estabas en el campo Bull cuando lo del bombardeo. ¿Cómo fue?
Ana desmenuzó nerviosamente la ensaimada. No respondió. Mario se disculpó.
—Lo siento. Debió de ser terrible.
—No puedes imaginártelo.
—Aquí no ocurren cosas de ese tipo, estamos en el Primer Mundo, o eso dicen. Las guerrillas McLoppainer nos ofrecen algún que otro entretenimiento. Ayer, por ejemplo.
Ana mostró curiosidad.
—¿Qué opina aquí la gente sobre los sabotajes?
—¿La gente? —Mario miró a su alrededor cómicamente—. A qué gente te refieres. —Señaló con discreción—. ¿Ves ése de la nariz ganchuda? Ése opina que deberían colgarlos a todos. En cambio, la de las medias de colores que se zampa el bollo con azúcar los aplaude siempre. Hay opiniones para todos los gustos.
—¿Y la tuya?
—A veces opinar es muy cansado.
—¿Por el calor?
—Aquí se aguanta, pero fuera no quedan ni sombras donde refugiarte.
Ana apuntó con su dedo hacia una ventana que daba a la calle.
—Los plátanos están muertos. Cuando me fui aún estaban vivos.
Mario se conmovió. Esa misma mañana, camino del hospital, había reparado en las ramas macilentas sin hojas que jalonaban las avenidas. Tomás estaba en lo cierto. El cambio climático era tan evidente como inquietante.
—Y las hayas y los robles y los castaños y los sauces se están secando; apenas quedan árboles en las montañas.
Ana parpadeó levemente y se retiró un mechón de la frente.
—No creía que fuera cierto hasta que lo vi con mis propios ojos. Sólo han pasado cuatro años, pero parece una eternidad.
—En cuatro años pueden ocurrir muchas cosas.
Ana volvió al silencio. Tal vez pensara en esos cuatro años y las esperanzas que depositara en su regreso.
—Esa rubia no te quita los ojos de encima.
Mario se giró rápidamente y tropezó con la mirada inquisitiva de Lena. Maldijo la hora en que se fijó en su culo y procuró disimular.
—Es teñida.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? Lo has dicho sin pestañear.
—Se ve a la legua.
Mario se puso nervioso. Lena estaba desayunando en compañía de un anestesista pendenciero. Una vez, en pleno quirófano, se lió a tortazos con el cirujano por un asunto de faldas. Formaban una pareja temible. Mario consultó el reloj y Ana se le adelantó.
—Vamos.
Abandonó su ensaimada sobre la barra, casi intacta, y avanzó con seguridad entre sillas y mesas en dirección a Lena. Le sostuvo la mirada sin tapujos durante todo el trayecto, inclinó la cabeza al pasar junto a ella y estudió las raíces de su cabello. Mario palideció. Ana, con aplomo y sin modular la voz, comentó tranquilamente:
—Tienes razón, es teñida.
Todo sucedió tan rápido que las piernas de Mario flaquearon, pero el instinto le recomendó seguir adelante sin mirar atrás. No le hizo falta ver la expresión de Lena. La imaginaba mueca a mueca. Jamás la habían sorprendido de una forma tan efectiva. Ana asestó tan certeramente su golpe que los pilló desprevenidos a todos. A Lena, al anestesista y a él. En el pasillo Mario se agarró a la puerta para no caerse de la risa.
—Pero… ¿cómo has podido?
Los ojos de Ana danzaban juguetones.
—Se lo estaba buscando. No ha dejado de criticarnos desde que ha puesto los pies en el bar.
Mario se secó las lágrimas y se sintió obligado a advertirla.
—No sabes con quién te la juegas.
—Primero te la jugaste tú… ¿o no?
Mario tuvo la certeza, desde aquel segundo encuentro, de que Ana estaba muy lejos de ser lo que parecía.
Esa misma mañana transmitió el expediente de Rosa Lago al despacho de Darío. No le costó tanto como creía. Simplemente se puso en su lugar y cumplió la orden de su superior. Rosa Lago ya no era su paciente y, a partir del momento en que su carpeta desapareció de su archivo, se esfumó con ella cualquier responsabilidad sobre su vida. Su conciencia ya no podía exigirle que hurgase en su historial para descubrir la causa de su tumor. Había cometido una estupidez sacando las cosas de quicio. Un tumor no dejaba de ser un tumor, y los había a miles, a millones, muchos de ellos causados por alimentos adulterados, exposiciones a radiaciones no estudiadas o inhalaciones de productos cancerígenos. Reconsideró su situación con calma. Había sufrido de estrés, le ocurría a menudo. Las presiones de Lena, el calor y el exceso de trabajo en la planta habían disparado su alarma personal. No era la primera vez que sucedía, y en esos momentos el mundo entero giraba alrededor de una obsesión que tomaba el cariz de lo absoluto. Obcecación, eso era. Se había obcecado en torno a una idea. Esa tarde envió unas líneas al correo electrónico de Tomás informándole que se había resuelto el tema de los tranquilizantes y advirtiéndole que se olvidara del report; todo había sido un malentendido. Unos días después encontró un par de mensajes vacilantes de Tomás en su contestador, le pedía que le llamase para charlar sobre el report, pero le dio pereza contestar a su llamada y los borró fingiendo que no los había oído. Deseaba borrar de su memoria al Erzorium y a Rosa Lago.
El día que le retiraron el carnet de conducir se sintió incapaz de reinventar hábitos tan arraigados como el de trasladarse de un lugar a otro de la ciudad sin la rapidez que le brindaba la moto. Sin embargo, una vez ensayado su trayecto, descubrió, paso a paso, caminos inciertos de la gran ciudad y rincones que les estaban vedados a los motoristas. Se aficionó a las caminatas, miró a su alrededor y dio la razón a Ana. Los parques se hallaban despojados de flores y los parterres, mustios, eran incapaces de cortar la sucesión de grises que fachadas, aceras y cielos conferían a las tonalidades ciudadanas. Sin embargo, y a pesar de la crispación política que se detectaba por el caso Benedetto y por los recientes atentados a la petroquímica, Mario inauguró un paréntesis de optimismo en su período estival.
Los paseos le abrían el apetito y pronto recuperó el gusto por la comida y el sexo. Empezó a salir con Sofía, amiga de Pierre, que siempre estaba dispuesta a un polvo de última hora, y efectuó los trámites para marchar a Santander hacia principios de septiembre y poder asistir a la boda de su hermano Gerardo. La tranquilidad de tener a Ana cerca para sustituirlo y solventar los problemas de la planta le permitió liberarse momentáneamente de algunas obligaciones engorrosas y hasta ese día ineludibles. Por las noches trasnochaba en casa de Pierre y, confiado, llegaba al hospital cada día un poco más tarde. Milagrosamente, las manos de Ana ya habían actuado en su nombre con diligencia. Ana hizo buenas migas con Emilia, la enfermera jefe, y en ausencia de Mario asistía a los partos, visitaba a las internas y controlaba las medicaciones. Sus anotaciones, meticulosas, con su característica letra picuda, comenzaron a serle familiares en la lectura de los historiales. Las pacientes le preguntaban por ella, con afecto, los días que libraba. Ana le fue comiendo terreno en algunas cuestiones en las que él se había mantenido siempre inflexible. Consiguió ablandarlo, hasta arrancarle un sí remiso, para retirar el antibiótico en las puérperas que amamantaban a sus hijos, y obtuvo su permiso para asistir a un par de partos sin epidural. Ana conseguía que sus pequeños triunfos no fuesen vividos como derrotas por sus adversarios, era hábil en la palabrería y dulce y firme para imponer sus puntos de vista. Mario estaba admirado por su tesón y su infatigable laboriosidad. Su llegada había sido providencial y desde que pusiera los pies en la planta todo funcionaba como un reloj. Emilia, que no tenía pelos en la lengua y era parca en elogios, le confesó una mañana que Ana era algo así como un ángel caído del cielo. Poco a poco, los pasillos se alegraron con la presencia de bolsas de basura de color rojo y azul con etiquetas impresas en las cuales se indicaba el tipo de residuos que les correspondía. Ante el estupor de Mario, las enfermeras y el personal de limpieza las utilizaron sin una queja ni un reproche, a pesar de que esa tarea requería una atención especial y rompía una dinámica de años que nadie había osado interferir. Ana lo hizo, cambió costumbres y modificó hábitos. Ese encaje difícil de una recién llegada no se realizaba jamás sin herir susceptibilidades o incurrir en errores imperceptibles. Ana consiguió ser la primera, que recordara Mario, en ocupar su lugar como si hubiese estado siempre en él. En silencio, casi de puntillas, había impuesto su voluntad y se había hecho imprescindible.
Tomás los sorprendió una mañana en el bar. Mario le presentó a Ana y le invitó a compartir su mesa con ellos, pero Tomás no abrió la boca durante todo el desayuno y se comportó cohibido, como solía ocurrirle en presencia de mujeres. Una vez Ana los dejó solos, rompió su silencio.
—O sea, que era eso.
—¿El qué?
—El motivo de tus ausencias.
—¿Te refieres a Ana?
—No, te entiendo. Yo en tu lugar preferiría su compañía a la mía.
—Esta vez fallaste.
—No me digas que no…
—Es una profesional magnífica.
—¡No fastidies!
Mario se molestó.
—No sabría decirte qué talla de sujetador usa. Ni me he fijado en sus piernas.
Tomás hizo un gesto elocuente y se recolocó las gafas.
—Pues están pero que muy bien, te lo aseguro.
—Toda tuya si te atreves. Me juré que después de Lena no quería líos en el trabajo.
Tomás se negaba a creerlo.
—Eso sí que no, se ve a la legua… a mí no me engañas.
Mario hablaba en serio. Las pocas veces que hablaba en serio nadie lo creía.
—Colegas, somos colegas. Entérate.
—Eres gilipollas.
—¿Para eso me buscabas, para darme el coñazo?
—Está bien, no tocaré el tema de Ana. Te dejé un par de mensajes en el contestador.
Mario recordaba perfectamente los vagos mensajes de Tomás que borró.
—Dime.
—Se trata del Erzorium.
Mario se puso en situación a pesar de que no le apetecía lo más mínimo.
—Sí. ¿Y qué?
—Envié los datos a través de Internet.
Mario perdió el aplomo. No podía ser cierto.
—¿Cómo?
—Lo hice bajo mi responsabilidad. Firmé yo el report.
Mario se pellizcó.
—¿Estás loco?
—Era un asunto serio, me convenciste.
—Y yo te envié una nota por el correo electrónico al día siguiente, ¿recuerdas? Era una falsa alarma.
—Te equivocas.
Tomás lo dijo con convicción. Estaba satisfecho de sí mismo. Mario se puso a la defensiva.
—El Erzorium es absolutamente inocuo, su relación con los cánceres de mama es absurda.
Tomás sonrió de oreja a oreja.
—Me han llegado tres confirmaciones de casos similares. De Zaragoza, de Huelva y de Lyon. Están a la espera de nuestra respuesta. Eres un lince.
Mario chasqueó la lengua. Lo había pillado desprevenido.
—No puede ser.
—Pues lo es.
—Imposible.
—No, Mario. Tuviste una intuición acertada.
Mario se desconcertó. La fórmula del Erzorium y los historiales de cáncer de mama ya no le decían nada. Eran asuntos antiguos, sin entidad. De repente aparecía Tomás y pretendía que se le encendiera la sangre ante una injusticia que ni le iba ni le venía. Todo había cambiado, la información estaba descontextualizada. Apuró de un sorbo el café que le quedaba.
—Eres idiota. Te dije que lo dejaras correr.
Tomás calló entre sorprendido y ofendido. No asimilaba el repentino desinterés de Mario.
—¿Has entendido bien lo que te he dicho? Tenías razón, esas pastillas posiblemente son peligrosas. Lo han corroborado catorce casos más. Tengo los historiales en el despacho, dicen un montón de cosas que yo no entiendo, pero me han respondido. ¿Te das cuenta? No puede ser el azar.
Mario no quería escucharlo. No deseaba dar marcha atrás y volver a enfrentarse al desconcierto y al miedo a las represalias de Darío. Afortunadamente había conseguido borrar la expresión suplicante de Rosa Lago de su conciencia. Ya no era su paciente, no podía resolver su caso ni le competía.
—No me interesa.
—Eres un cabrón. ¿Cómo puedes decir que no te interesa? Pues entérate, a mí sí que me interesa. Mucho.
Mario comprendió que por las malas no convencería a Tomás.
—Perdona, no he querido ofenderte. Ya sé que es importante, pero, seamos sensatos. ¿Qué ocurrirá con Laboratorios Losón? Quizás te has creído que te felicitarán y te colgarán una medalla.
—Es una bomba.
—Que nos puede explotar en las manos.
—¿Qué pasó con Darío? ¿Te paró los pies?
—Entre otras cosas sin importancia, Darío nos puede despedir a los dos.
—Eso ya lo sabía.
—Más vale que retires el report de la circulación y te disculpes. Has montado un buen pitote.
Tomás se mantuvo en sus trece, frunció el entrecejo y negó con la cabeza.
—No.
—Hazlo por mí.
—Estamos hablando de vidas humanas.
Mario se asustó. Su cabeza estaba en juego y Tomás se la ofrecería a Darío en bandeja de plata. Pero lo peor era que si continuaba dando cancha a Tomás, acabaría cediendo a sus argumentos. Las acusaciones de Tomás le hurgaban la piel y comenzaban a dolerle. Ante la posibilidad de quedar cogido por las palabras, huyó de ellas.
—A mí no me mezcles en tus aventuras de detective. Tengo prisa.
Tomás le miró con rabia.
—Vete a la mierda.
Plantó a Tomás y se refugió en sus quehaceres.
Tomás le recordó a Andresito, un antiguo compañero de la escuela que se empeñó en escribir de derecha a izquierda para desesperación del maestro, el bueno de don Ramón. Andresito ganó por tozudería y sus padres, campesinos propietarios de una veintena de vacas, le dieron la razón y acabaron por sacarlo de la escuela.
Fue una revelación surgida a las doce de la noche en el baño de su apartamento mientras intentaba cortarse las uñas de los pies. Sofía se había quejado de sus arañazos y la complació. Con el cortaúñas en mano atacó su dedo gordo. Tomás le había mirado de frente, como los toros, dispuesto a embestir. No daría su brazo a torcer porque era obstinado y no valoraba todo aquello que podía perder por su falta de sentido común. Era Andresito. Tomás escribía al revés y tenía la cualidad de creer que todos los demás se equivocaban.
No volvió a saber de él. Lo evitó o, simplemente, no coincidieron.
Semanas más tarde, de madrugada, llegó con Sofía al apartamento. Habían estado en un parque de atracciones cerca del mar. Sofía era amante de las atracciones peligrosas y había arrastrado consigo a Mario en un viaje vertiginoso sobre balsas, trenes, aviones y cachivaches prodigiosos que los lanzaron por los aires desafiando los más elementales principios de la gravedad. La noche de Mario se pobló de gritos y luces y se sintió confundido entre miles de visitantes que, como él, pagaban por ser centrifugados hasta perder la conciencia de su propia dimensión. Bebieron y se marearon. De regreso, Mario vomitó en el arcén de la autopista. Sofía se rió de él y condujo el resto del viaje con las ventanillas abiertas y el pie en el acelerador, hasta que el cuentakilómetros marcó los ciento sesenta. En cuanto llegó al apartamento de Mario se quitó el vestido negro, lanzó los zapatos al aire y, desnuda y desafiante, se estiró sobre el sofá de la sala.
—Me gusta. Tú y tu apartamento me gustáis.
Se puso en pie, dio un par de vueltas a la sala, midiendo las baldosas, y se rascó una nalga, impúdica, satisfecha de su descubrimiento. Luego, con toda naturalidad, abrió el mueble bar. Preparó dos gin-tonics e invitó a Mario. Mario rechazó su copa.
—Bueno, me las beberé yo. Tengo cuerda para rato. ¿Sabías que esta sala tiene la medida justa para ser perfecta? Treinta metros.
Mario la contemplaba y callaba. Aguantó el vértigo y el mareo durante toda la noche para cobrarse el polvo que le correspondía. Sin embargo, llegado el momento, le apetecía dormir solo. La desnudez obscena de Sofía lo había enfriado. Sofía abrió los brazos, pero Mario no acudió. Encendió un cigarrillo y se acodó en la ventana. El teléfono sonó una vez, dos, pero no pudo llegar hasta él. Sofía se le había adelantado.
—¿Sí? ¿De parte de quién?
Le arrancó el teléfono de un manotazo. Su sorpresa fue mayúscula.
—¿Ana? No, no dormía. ¿Ocurre algo?
Sofía, juguetona, le desabrochaba los botones de su camisa y Mario le retiró las manos. Sofía frunció el ceño y se sentó en el suelo, con la cabeza gacha y, mientras él escuchaba la voz de Ana, extraña a través del hilo telefónico, no dejó de lanzarle miradas de resentimiento.
—¿Y dices que ha preguntado por mí? De acuerdo, ahora mismo voy.
Colgó ensimismado. Habían ingresado una paciente de urgencias, un caso grave. Sufría hemorragias intestinales y sospechaban que se trataba de un tumor de colon. Era Rosa Lago. Decidió llamar un taxi, no se sentía con fuerzas para caminar hasta el hospital. Sofía detectó que prescindía de ella.
—No te irás a largar y dejarme así.
Mario le lanzó su vestido.
—No vuelvas.
Sofía se quedó helada.
—¿Qué dices?
—Que no aparezcas más por aquí. Estoy harto de ti.
Sofía se puso el vestido, a la defensiva.
—A ver si aclaramos este asunto. Has sido tú quien me ha telefoneado.
Mario no le contestó. Tomó la puerta y salió. No podía remediarlo. Era como tantas otras veces. A partir de ese momento, Sofía le era del todo indiferente. Ya no conseguiría ponerlo cachondo y no valía la pena gastar tiempo ni dinero en su compañía.
Afortunadamente, Ana estaba de guardia esa noche. Otro cualquiera, en su lugar, no habría hecho caso de una paciente y no lo habría molestado a esas horas. Ana pasó por encima de los convencionalismos y se saltó las normas. Juntos visitaron a Rosa Lago. Tenía los ojos muy abiertos y sus manos, crispadas, se asían al embozo de la sábana. Mario recordó su misma expresión unas horas antes, al descender por la cascada, agarrado a la barca. Él se lanzó por frivolidad. Rosa, no. A Rosa la habían lanzado a la fuerza.
—Tranquilícese, Rosa, todo irá bien.
—No quiero que me hagan más pruebas. Quiero que me dejen.
—Compréndalo. Si no sabemos qué tiene, no podremos curarla.
Rosa gimió.
—Los niños se han quedado solos. Están asustados.
Ana se acercó y le tomó la mano.
—Si me da el teléfono de algún pariente que se pueda hacer cargo de ellos, yo misma le llamaré.
Mario se sintió aliviado. Rosa musitó unos números y un nombre y Ana los dejó solos. Rosa hablaba en sordina. A su lado, una anciana roncaba intermitentemente.
—El doctor Estévez me dijo que no era urgente, que no había prisa, que usted se había precipitado.
—Hubo un cambio de expedientes y pasaron su caso a otros médicos que pensaban diferente que yo.
—Eso no es justo. Yo le tenía confianza a usted.
No supo qué contestar. Moralmente le daba la razón. Su ética profesional, sin embargo, consistía en no cuestionar a sus superiores.
—Ahora la operarán. Ya está ingresada.
—¿Y si ya es demasiado tarde?
Había transcurrido un mes. Un mes sin controles, sin analíticas. Quizás fuera tarde, pero no podía transmitirle su angustia.
—Yo me ocuparé de todo.
Un brillo de esperanza iluminó los ojos de Rosa.
—¿No me engaña?
Mario recordó su viaje. Era un inconveniente, pero todo tenía solución.
—Le doy mi palabra.
—También me la dio la otra vez y…
Un camillero acudió a recoger a la señora Lago para realizarle una prospección de colon. Mario le apretó la mano y la vio alejarse a través de los pasillos. Ana lo encontró pálido. Había localizado a los cuñados de Rosa y le habían asegurado que se ocuparían de los niños.
—Te conviene un café. No estabas preparado para madrugar.
Mario se dejó acompañar al bar, desierto a esas horas, y vomitó por segunda vez en esa noche.
—Soy un mierda.
Ana le obligó a beberse su café y le escuchó. Le escuchó sin reproches y no le interrumpió con comentarios idiotas. Mario le habló sobre el Erzorium, sobre la curiosidad que le habían despertado los casos anteriores a Rosa, el report que había redactado, su conversación con Darío, el traspaso del expediente a Estévez y la decisión de Tomás de actuar por su cuenta. Ana no lo interrumpió ni una sola vez. Su rostro parecía inalterable. Meditó unos instantes, asimilando toda la información que le había proporcionado, sonrió con condescendencia y se permitió una palabra que no pretendía reconfortarlo.
—Ésa es la impotencia.
Lo había resumido y todo era fácil cuando salía de su boca. Impotencia.
—Le partiré la cara a Darío.
—No seas burro, no conseguirías nada.
—Ese error le corresponde a él.
—Evita enfrentarte con Darío; saldrías perdiendo. Puedes retomar el caso de Rosa Lago por el procedimiento de urgencia sin alertar a nadie. Hazlo con discreción.
—¿Y qué hago con el Erzorium?
Ana tardó en responder y cuando lo hizo su mirada era cautelosa.
—Contigo o sin ti, la mecha ya está prendida. Has dicho que Tomás piensa remover cielo y tierra, y si es testarudo lo conseguirá.
Estaban solos. Muy próximos. Miró a Ana de una forma diferente y esa vez vio su cuerpo bajo su ropa. Desvió la mirada porque no quería fijarse en ella. Ana no tenía edad, era una mujer sin edad que podría ser su madre, su abuela, su amante, su hija. Le invadió la ternura y deseó abrazarla pero reprimió su impulso.
—¿Nunca te sientes perdida? ¿Nunca tienes miedo?
Ana levantó la vista. Hablaba en un susurro:
—A veces querría no ser humana.
Mario no olvidó nunca esas palabras.