CAPÍTULO 17

Mario abrió los ojos en una celda angosta y pobremente iluminada. Se hallaba recostado sobre un jergón y, al levantar la vista, chocó con una mirada opaca. Junto a él había otros camastros ocupados por hombres que yacían dormidos o simplemente atontados. En un principio no supo dónde se hallaba, no podía recordar nada de lo sucedido, pero cuando intentó incorporarse sintió un agudo dolor en la nuca y le vino a la memoria, como un fogonazo, el gesto del policía con el arma en ristre y los ojos entornados, muy juntos, las pupilas dilatadas por la penumbra, la culata cada vez más cerca de su cabeza. Palpó su herida y movió el cuello con precaución. Estaba entumecido e hinchado y bajo la nuca pegajosa quedaban restos de sangre seca. El golpe le causó una herida superficial y una fuerte conmoción. ¿Cuántas horas llevaba inconsciente? Alzó su muñeca para consultar su reloj, pero se lo habían quitado, y de pronto le atenazó la angustia de saberse prisionero, sin reloj, sin tiempo, sin poder acudir a la cita con Ana.

Era un sueño, probablemente todo fuera una pesadilla. Si cerraba los ojos los abriría en su apartamento, junto a Ana, aún soñoliento y con la piel adormecida. Hallaría su cuerpo de melaza acoplado sin resquicios a su forma, cálido, ofreciéndose ingenuamente a su deseo creciente. Palparía el libro que dejó abierto sobre la cama, acariciaría sus nalgas y sus piernas de seda y la despertaría rozándole los labios, robándole un beso.

Oyó unas voces que se acercaban y abrió los ojos sobresaltado. Continuaba detenido, en Noadheb, a setecientos kilómetros de Ouarz, sin documentación, sin dinero y herido. En esos breves instantes de lucidez tuvo el presentimiento de que había perdido a Ana definitivamente.

Contuvo la respiración. Las voces se acercaban, imposible saber de quiénes procedían, pero se acercaban. Desde el limitado ángulo que le permitía su camastro apenas podía vislumbrar los barrotes de la celda. Las voces abrirían la puerta y penetrarían en su cubículo y él, postrado e inmóvil, se hallaría a merced de aquellas voces sin oportunidad de identificarlas con unos rostros, unos gestos. Sólo voces. Sonidos graves en una extraña jerga. Las voces se alzaron, se enzarzaron y quedaron prendidas la una en la otra, confundidas en el tono, en la elocuencia y la aparente incoherencia en que una fonética extranjera se metamorfosea a los oídos de un foráneo. ¿Qué decían? En el peor de los casos decidían su futuro inmediato. Las voces, acompasadas por el ritmo de los zapatos, tan pronto se escurrían pasillo arriba como parecían grávidas y próximas.

Jugaban. Debían de jugar. Era sólo un juego para atemorizarlo. Jugaban a las voces fantasmagóricas que tanto gustan a los niños porque despiertan en ellos el puro placer primario del miedo. Eran conscientes de jugar con él y con su miedo y se escondían, hurgaban en los rincones, se encaramaban al tejado, se filtraban por los resquicios de las ventanas y se reían de él y de su ridícula situación, se mofaban de su ingenuidad y su premura por un beso mortal. Eran las mismas voces que oyera aquella noche de cobertizo a oscuras en que fue sorprendido con Susana. Las pupilas dilatadas, la piel ardiendo, los jeans comprometedores lanzados de cualquier manera y ambos escudados tras la vieja bicicleta, con el corazón en un puño y el sexo a medio saborear. Eran las voces tumultuosas de una manada de ballenas rosas remontando el río. Y entonces pudo reír y rió hasta que le saltaron las lágrimas, y su risa era tan gruesa que uno de sus yertos compañeros lanzó un respingo de sorpresa. Sus carceleros eran ballenas rosas. Absurdo como la vida y la muerte, como ese matiz que separa la tragedia de la comedia y que había sabido modelar a su gusto a lo largo de su experiencia como médico. Para sobrevivir se reía de la muerte, bromeaba con el dolor y la desesperación ajenos, parodiaba la tragedia y la tornaba procaz. Él era procaz y ése era un arte que no debía olvidar jamás. Agitado por su risa y conmovido por la imagen corpórea de las ballenas surcando las aguas azules, dejó de oír las voces. Con las voces se esfumaron sus inquietudes y se sintió extrañamente confuso sin poder aseverar quiénes eran. Su nombre era Mario, Mario Serna. Recordó al muchacho entusiasta, de ojos brillantes, descubriendo el mundo ante él, el mundo que olía a bollo recién hecho, apetecible y fácil.

Comenzó con Susana, la vecina que guardaba la bicicleta en el cobertizo de los abuelos. Él tenía por entonces un bozo incipiente y una voz granulada que le hacían parecer mucho mayor. Susana balbuceaba palabras incomprensibles y se sujetaba a su camisa con espanto, con un espanto fingido y delicioso, mientras le susurraba «no creo que me quepa toda», y eso ya era más que suficiente para sus dieciséis años y su masculinidad recién estrenada. Susana y su bicicleta eran el verano de cuando aún cabeceaba el sol en el crepúsculo y se ponía cansino tras las montañas de púrpura y el aire soplaba fresco y perceptible. Él sobre Susana y los jeans dejados de cualquier manera, lanzados en plena locura, delatándolos —sobre el manillar de la vieja bicicleta o junto a la caja de herramientas del abuelo—, se imprimían en una postal de adolescencia. Lamentó no haber sido más sabio y no haber detenido el tiempo. Ahora no podía reproducir con exactitud el color de sus mejillas ni el vaivén con que la brisa ondeaba su flequillo de sube y baja, ni tampoco sus gemidos ni sus súplicas aprendidas en los cines de barrio. Todo resultaba lejano y opaco y se confundía con el vértigo de miles de mejillas sin distancia y de gemidos trabajados con esmero. Los sorprendieron. Las voces los sorprendieron y hallaron sus jeans y los padres de Susana contemplaron con estupor sus cuerpos desnudos y sus pupilas dilatadas y Susana se esfumó para siempre.

El invierno fue Proust y la melancolía. Sufrió el aguijón de la letra impresa y la locura de los lomos que se ofrecían obscenos en los estantes de la biblioteca de don Ramón. Prometedores, fascinantes títulos que le hicieron olvidar la vieja bicicleta y le hicieron intuir la complejidad de la palabra y las posibilidades infinitas con que Occidente había apurado el limitado alfabeto de cuarenta y ocho caracteres. En los libros, sumergido en ellos, buceando entre sus aguas turbulentas y ansiando poseerlos todos, descubrió el deseo. Luego los sustituyó por los tratados de anatomía, el pragmatismo y las autopsias. Poco a poco se fueron fundiendo las estaciones, pero él estaba al margen del tiempo y de las incidencias de la climatología y no se indignaba por la desaparición de los crepúsculos ni por la pérdida de los reflejos cobrizos del otoño en los bosques de hayas. Saciaba su hambre y su sed con la inconsciencia del inconsciente y hacía oídos sordos a los catastrofismos mientras se paseaba sobre Elena, María, Vanessa y a través de salas de hospitales y quirófanos estériles.

Nunca supo si su locura fue pasajera o la alimentó durante años. Un torbellino de citas y de rostros en una memoria amenazada por el olvido hasta que, de pronto, un día nació la inapetencia, otro el hastío. Abrió los ojos, bostezó y vio con asombro que su ciudad había sido devastada y su mundo, el que había conocido de niño, se venía abajo. Se abandonó al desencanto, abjuró de la eternidad y perdió la esperanza de un futuro próximo. Sin planteárselo, se sintió presa del destino y trabado hasta la tumba en la trampa mortal de la supervivencia oblicua. La mirada de perfil, la rutina que todo lo puede camuflada bajo la apariencia de Pierre, de Lena, del Luis Ventura, de Darío.

Hasta que llegó Ana, con su bicicleta recién pintada, su primavera al hombro y el atardecer olvidado en el cabello. Ana, con su dulce despertar de cada mañana oliendo a jabón, fue quien le trajo a Proust de nuevo hasta su cama. Ana creía en un futuro que restituiría el sentido común y barrería ese orden absurdo que se había impuesto a la lógica y a las personas, al planeta y a la vida. Mario no la escuchaba mientras besaba su nuca y recorría con sus labios su piel tersa y dorada. Pero Ana no hablaba en vano, aunque Mario no la escuchase, porque la música de su voz lo hipnotizaba y lo transportaba a otros tiempos y, sin saberlo, le proporcionaba la paz que creía olvidada. Hubiera deseado reproducir los monólogos de Ana y anotar todas sus palabras para leerlas degustándolas una a una, como un racimo de uvas maduras, pero sólo podía rememorar el sabor de su piel y la suavidad de su tacto. Ana trajo de nuevo a Proust hasta su cama y le restituyó la memoria. Por eso la buscaba obcecado, sin saber a ciencia cierta si le movía la pasión o la locura. Ana le hechizó y le hizo concebir dudas sobre la evidencia de la soledad metafísica. Había llegado a creer confusamente que Ana y él eran una misma materia que vulneraba las leyes físicas, una conjunción de astros que habían equivocado su órbita y se habían fundido en el firmamento, azarosamente.

Transcurrió el tiempo sin que pudiera medirlo porque, careciendo de reloj, ignoraba si era de día o de noche. No le dijeron nada, no le acusaron de nada y cuando le ofrecieron una escudilla de puré nauseabundo, que se negó a tragar, agarró al policía por la manga y le exigió hablar con un abogado. Pero el carcelero se encogió de hombros y se escabulló. Mario lanzó su escudilla al suelo y gritó y gritó, pero sólo consiguió que sus compañeros de celda le arrojasen sus sandalias y se riesen de él. Bebió agua, entrecerró los ojos e intentó dormir para evitar pensar y enloquecer.

Cuando lo despertaron y le obligaron a levantarse se sentía muy débil, por su ayuno, por la contusión. Le ardía la cabeza y estaba comido por las pulgas. Dos policías le llevaron en volandas por un pasadizo pestilente como una cloaca, y lo soltaron en una sala de techos bajos y ventanucos con barrotes oxidados. Habían dejado atrás la penumbra y Mario se protegió los ojos con las manos, deslumbrado, evitando la claridad del día que era demasiado intensa, y oyó un «Hola, ya estás libre» formulado por una voz desconocida y cordial. Queriendo caminar hacia esa voz amiga, dio un traspiés, con las piernas que apenas le sostenían, y cayó de bruces. Desde el suelo levantó unos milímetros la cabeza, lo justo para preguntar:

—¿Qué día es hoy?

—Trece, lunes trece.

No podía llorar, no sabía llorar, pero tuvo un acceso de rabia e impotencia tirado en el suelo y no reparó en que estaba muy sucio, plagado de colillas, de esputos secos, de polvo. Apretó los puños y golpeó con los nudillos hasta hacerse sangre, y Carlos, su oportuno salvador, le tuvo que sujetar las muñecas y pedir ayuda para levantarlo y para evitar que se hiciese más daño.

Carlos, el artífice de su libertad y un desconocido hasta ese día, le confesó que se asustó al verlo y creyó que estaba más grave de lo que suponía. Le había costado una mañana entera llegar a un acuerdo con el subjefe de policía para que lo dejaran en libertad. Discutieron sobre los delitos que había cometido Mario y por los que, según el subjefe, tendría que cumplir pena de cárcel, ya que ellos no hacían distinciones entre extranjeros o autóctonos y Mario había infringido la ley por su tenencia ilegal de alcohol y para colmo había agredido a la policía. El cónsul estaba de viaje y el vicecónsul se hallaba demasiado entretenido remozando su nueva casa y se desentendió del asunto hasta el regreso del cónsul. Carlos, a solas, tuvo que hacer uso de toda su astucia y todas sus influencias para conseguir que pusiesen en libertad a Mario. Finalmente, tras haber subido el rescate por su cabeza al doble de su valor inicial, el subjefe firmó su puesta en libertad y metió prisa a Carlos para que se llevase de una vez al español porque era un alborotador y los tenía hartos.

Carlos ayudó a subir a Mario en su cuatro por cuatro y lo llevó hasta su casa. Allá Hatu, su sirvienta, le ayudó a desnudarlo y a lavarlo y entre los dos le obligaron a comer una sopa y un yogur. Carlos era corpulento, de tez morena y cabello castaño, y, por comodidad, en casa le agradaba pasear con unos amplios calzones bereberes y lucir el torso desnudo. Aparentaba ser más joven de lo que en realidad era. Había cumplido los cuarenta y mientras se ocupaba cariñosamente de Mario le fue explicando que nada de lo que veía era suyo puesto que todo, desde el jeep hasta la sopa, estaba subvencionado. Su trabajo consistía en desmantelar lo que fue su vida durante tres años y quemar sus sueños en una hoguera financiada con fondos europeos. Carlos era —mejor dicho, había sido— el responsable de un proyecto de investigación sobre las focas monje. El objetivo final era reinsertar una pequeña colonia de focas monje en el archipiélago canario. Después de su extinción en aguas mediterráneas y dado que en Cabo Blanco, en las mismas costas de Noadheb, vivía la última colonia de focas atlánticas, existía la esperanza de que la especie no se extinguiera, pero hacía tan sólo seis meses había muerto más de la tercera parte de focas adultas a causa de una plaga de algas tóxicas. Fue algo imprevisto que dio al traste con la continuidad del proyecto. Consideraron que no era viable y se acabaron las ayudas. Hacía tan sólo quince días que los últimos miembros del equipo se habían despedido de Carlos y habían regresado a su país y Carlos, solo, continuaba cobrando para tirar abajo el edificio que construyó día a día, durante tres años. Fueron tres años confiando siempre en la suerte, en el azar, hasta que finalmente el azar le jugó una mala pasada y le dejó con las manos vacías y la sensación extraña, amarga, de haber invertido demasiadas energías en una empresa fantasma. Mario le escuchaba a duras penas, luchando por mantenerse sereno y dilucidar lo que podía suponer para él y para Ana esa cita fallida. Le habló inconexamente de la cita de Ouarz del día 12, de lo importante que era, evitando hablar de Ana, pero Carlos le recomendó que no pensase en nada y continuó charlando y distrayéndolo hasta que su voz y sus cuidados lo narcotizaron. Mario se dejó invadir por una vaga sensación de bienestar que acabó por vencerlo. Cayó cuan largo era sobre una cama vacía y olvidó sus pesares abandonándose al sueño como un niño.

Mario había dormido, se había duchado, afeitado, vestido con ropa limpia de Carlos, y estaba sentado ante una mesa servida para el desayuno que había preparado silenciosamente Hatu. Todavía conservaba un tenue color ceniciento en su rostro y se sentía el cuerpo dolorido, pero esa mañana, al despertar, había tomado una determinación.

Carlos entró en la sala cargado con unas maletas y acompañado por un muchacho de rasgos bereberes. Las dejó caer en el suelo con estrépito, satisfecho, y atravesó la sala a grandes zancadas. Se sirvió café y mostró a Mario, con un gesto, su trofeo polvoriento.

—Tus maletas.

Mario estaba tan convencido de haberlas perdido definitivamente que ni tan sólo se alegró. Le pareció que en sus maletas no había nada estrictamente necesario y que eran un estorbo. A pesar de eso disimuló y fingió alegrarse.

—Bebe el café, que aún estás dormido. Tengo mejores noticias y prefiero que las escuches despierto. —Se dirigió al muchacho—: Hamdi, ven a desayunar con nosotros.

Le presentó a Hamdi como su ayudante, aunque no fuera biólogo ni entendiera de focas. Mario no acabó de comprender cuál era su tarea, pero le saludó y le ofreció unas tostadas.

Carlos puso encima de la mesa su pasaporte, le acercó unos papeles y un bolígrafo y le indicó con el dedo dónde debía firmar.

—Firma aquí y aquí. Los datos ya los escribiré yo mismo. Es el recibo de conformidad por haber recuperado tu equipaje.

Mario estaba asombrado por la rapidez con que Carlos había resuelto todos sus problemas.

—¿Recuperaste el dinero de la caja del hotel?

Carlos cruzó una mirada rápida con Hamdi que Mario interceptó pero que no supo interpretar. Buscó en sus bolsillos y extrajo un sobre abultado repleto de billetes y una factura.

—Comprueba si falta algo. He pagado tu cuenta y he regateado por la noche que no estuviste.

Mario estaba intrigado.

—¿Cómo supiste que estaba detenido?

Carlos hizo un gesto vago.

—Aquí se sabe todo.

Mario sentía una indignación sorda por el atropello, la misma que le hizo lanzarse al suelo y lastimarse cuando se enteró de que el día 12, el día de su cita, mientras Ana le había estado esperando inútilmente en Ouarz, él se encontraba inconsciente en una celda a setecientos kilómetros de ella. Era una rabia infantil, obstinada en rechazar lo que a todas luces era absurdo e injusto. Ese mundo que había pisado hacía tan sólo unos días se le había manifestado incomprensiblemente hostil. Sentía rencor por las túnicas azules, los rostros negros, la fonética árabe y los modales turbios que habían obstaculizado su encuentro con Ana.

—Son unos hijos de puta. No me dieron explicaciones, no me interrogaron, no me concedieron un abogado.

Carlos dejó de comer unos instantes y Hamdi tosió.

Mario, de pronto, se avergonzó. Hamdi tenía que haberse sentido por fuerza ofendido por sus diatribas. Se disculpó.

—Lo siento, yo…

Carlos le interrumpió.

—A partir de ahora Hamdi se ocupará de ti. ¿Qué piensas hacer?

Mario había tomado su decisión esa misma mañana.

—Tomaré el tren para Ouarz hoy mismo, a las tres.

—¿Estás en condiciones?

Mario asintió. Tenía un ligero dolor de cabeza y se sentía el estómago revuelto y las piernas débiles, pero no estaba enfermo.

Hamdi se dirigió a Carlos y se despidió. Le habló en árabe con contundencia, luego ofreció la mano a Mario y le dijo que lo pasaría a recoger más tarde. Carlos quedó indeciso.

—Hamdi quiere que te explique lo que sucedió en el hotel.

Mario se extrañó. Carlos se sirvió más café.

—Me dijeron que la noche que no fuiste a dormir se presentaron unos tipos preguntando por ti. Sabían que ibas indocumentado. Entraron en tu habitación y te estuvieron esperando. Por suerte no apareciste, pero en el hotel Sabah todos creen que les mentiste y que estás metido en líos.

Mario quedó lívido. Le costó interpretar lo que Carlos le había explicado tan sucintamente.

—¿Quieres decir que me buscaban? ¿Para qué?

Carlos chasqueó la lengua cansadamente.

—Por favor. Estamos solos, quizás no te acababas de fiar de Hamdi, pero no hace falta que continuemos fingiendo. Prefiero que hablemos claro. ¿Sabían que venías? ¿Te siguieron la pista?

Mario estaba tan atónito que no acertaba a responder.

—¿Quién? ¿De qué me estás hablando?

Carlos se irritó.

—Quizás seas muy importante y les hagas mucha falta y quizás yo sea un mierda que sólo sirve para sacar a gente importante como tú de los atolladeros en que se meten, pero escúchame bien, me conozco esto como la palma de la mano y nadie pregunta por nadie si no va informado. ¿Me explico?

Mario tomó aire, respiró una vez, dos, y por fin contestó de la forma más pausada que supo:

—Creo que hay un malentendido.

Carlos explotó.

—Yo también. Hay muchos malentendidos, demasiados. No creas que es fácil para mí tragarme el orgullo y enviarte sano y salvo con todos los honores mientras recibo una patada en el culo como pago a mis servicios. Sé que no me perdonan lo de Benedetto. Carlos el de las focas es un patán. Sé que piensan eso de mí y por eso los prefieren del norte, aunque sean tan idiotas que se dejen detener con una lata de cerveza en el bolsillo, sin documentación, y se líen a tortazos con la poli nada más llegar. A eso se le llama ser gilipollas.

Mario hizo un intento por pacificar la situación.

—En eso último estamos de acuerdo, soy un gilipollas.

Carlos no sonrió.

—Y si además de serlo quieres parecerlo, pues adelante. Cuando acabe de desmantelar los campamentos me vuelvo a casa. Tengo un piso en Madrid, lo heredé de mi abuelo. En la capital me daré una capa de barniz porque me he convertido en un salvaje ignorante.

Mario no podía preguntar todo lo que se le antojaba incomprensible y tampoco quería exaltar aún más a Carlos. Se conformó con aclarar una sola cuestión.

—¿Quién te informó de que venía?

Carlos se interrumpió y le miró fijamente.

—La organización.

Mario tomó aire. Ana era la única persona que sabía que él viajaba a Ouarz. Por fuerza Ana tendría algo que ver en todo ese lío.

—¿Hablaste con Ana?

Carlos se extrañó.

—¿Ana? ¿Es Ana quien se ocupa de ti? No sabía que Ana estuviese mezclada en esto.

Conocía a Ana. Carlos sabía cosas de Ana y Mario tuvo que reprimirse para aparentar una frialdad que le sonaba tan falsa como el papel que Carlos le atribuía. Se levantó y se arrodilló ante su maleta. La abrió como inspeccionando su contenido y sacó su ropa. Preguntó con un hilillo de voz:

—¿Estuvo en Noadheb?

Carlos le miró inquisitivamente.

—No sé nada de ella desde la detención de Benedetto y tampoco sabía que estuviera convocada para la reunión de la cúpula. Como ves, no estoy enterado de casi nada.

Mario dejó caer el calcetín que sostenía. Ana militaba en las McLoppainer. Era uno de ellos, Carlos acababa de reconocerlo. Tragó saliva y respiró profundamente. Quería saber tantas cosas… Ahora ya no podía echarse atrás y desmentir el malentendido. Carlos daba por supuesto que él era un militante de las guerrillas McLoppainer y él debía continuar adelante, pero sin comprometerse.

—¿Trabajasteis juntos tú y Ana?

Carlos habló sin tapujos, aunque midiendo las palabras:

—Ella estaba en Ouarz, coincidimos allí durante un año. Luego me vine aquí y nos veíamos a intervalos, cuando ella o yo teníamos permiso.

Mario entendió más cosas de las que Carlos reconocía explícitamente. Le sostuvo la mirada hasta lograr que Carlos, incómodo, desviase la suya. Carlos se levantó, hurgó en un baúl, tomó una bolsa militar y la vació.

—Será mejor que dejes las maletas y te lleves la bolsa.

Carlos había hablado de Ana utilizando un tono más íntimo, de índole personal. ¿Qué papel jugaba Ana en la llamada que recibió Carlos avisándolo de su llegada? ¿Fue Ana quien contribuyó al equívoco de su militancia en las McLoppainer? Porque, evidentemente, Ana militaba en la organización, pero eso no era todo. ¿Por qué Carlos y Ana se veían aunque no trabajasen juntos? ¿Se trataba simplemente de una relación profesional?

Carlos fue en busca de una cantimplora y la llenó de agua. A pesar de que parecía estar en todo, tenía los gestos ausentes. Se agachó junto a Mario y le ayudó a distribuir el equipaje. Había en su actitud un intento de aproximación. Mario lo notó en la forma en que doblaba sus camisas y sobre todo en el ritual sencillo y casi olvidado de liar un canuto y pasárselo. Finalmente, Carlos, con la mirada puesta en la cremallera de la bolsa que se obstinaba en no cerrarse y fingiendo una naturalidad forzada, habló en un susurro:

—¿Sabes algo de ella?

La palabra ELLA tamborineó en los oídos de Mario durante décimas de segundos que le parecieron eternos. En ese ELLA estaba contenida toda la añoranza de un solitario para quien el pasado se resume en un pronombre femenino. El circunloquio para eludir su nombre, el tono en que fue pronunciado, la impaciencia oculta del interrogante. Todo le conducía a una única respuesta que lo inquietó. Carlos había amado a Ana y quizás la continuaba amando. Era demasiado arriesgado sincerarse y no conducía a nada. Carlos estaba tan confundido respecto a él que aunque le explicase la verdad no la entendería. Escogió una respuesta lo suficientemente ambigua pero que contenía una gran dosis de verdad.

—Le perdí la pista hace unos meses. En estos momentos no sé nada de ella.

Carlos no volvió a tocar el tema de Ana y, si bien pareció que no perdía el hilo de la cotidianidad y que se fijaba en todo, lo cierto es que estuvo absorto el resto de la mañana. Mario supuso que la experiencia de convivir con las focas y de pasar largas temporadas solo, observando, anotando, monologando, había modelado su carácter decantándolo a la misantropía. Aprovechó el silencio que le brindaba para intentar reordenar sus ideas y atenerse a ese descubrimiento sobre la identidad de Ana y la peligrosidad de su cita. Se preguntó quién podría haber ido a esperarle al hotel y con qué intenciones, recordó las sospechas del policía de Las Palmas y la intervención de la chica de las aerolíneas. Todos creían que él militaba en las McLoppainer. Evitó hablar con Carlos por miedo a que descubriera su error y se negara a ayudarlo. Necesitaba su ayuda para llegar a Ouarz.

Durante la comida, Carlos comenzó a charlar en un soliloquio fluido. Tenía cuarenta y un años, era biólogo y llevaba nueve años fuera de España. Antes de trabajar con las focas estuvo en el desierto estudiando los efectos de la sequía sobre la fauna sahariana. Conocía el desierto como la palma de su mano, lo amaba y sabía sobrevivir con poca agua, una brújula y una docena de latas. Conocía la lengua hassania y era amigo de los bereberes. Seis años de desierto, tres en el mar, eran suficientes para perder casi el contacto con los amigos de su país. Los había visto secuenciadamente —a intervalos semestrales como en un documental— comprar un piso, casarse, tener hijos, separarse, pelear por una plaza en la universidad, aspirar a una cátedra, trasladarse de ciudad y, tras cada nuevo cambio, los hallaba más distantes, más mezquinos y más encerrados en sus convencionalismos. Hacía poco había muerto su madre y al asistir a su entierro no había sabido llorar porque hasta en el entierro de su propia madre se había sentido un extraño, como cada vez que viajaba a su tierra para pasar una corta temporada y regresaba con la amargura de ser un extraño. Pero esta vez estaba decidido a comenzar de nuevo, a instalarse en Madrid y adaptarse a su antiguo mundo.

Al despedirse, se disculpó por su arrebato y le pidió que no lo tuviese en cuenta. Le deseó suerte y le recomendó prudencia. Mario le agradeció todo lo que había hecho por él y subió al cuatro por cuatro con Hamdi al volante. Lamentó que se interfiriesen tantos obstáculos entre él y Carlos porque, a pesar de sus rarezas y sus prontos, Carlos le recordaba a Tomás. Carlos era una buena persona, como Tomás, y en eso no acostumbraba a equivocarse. Tal vez fallara con las mujeres, pero tenía buen ojo con los hombres. Siempre le habían parecido infinitamente más fáciles porque el que tenía cara de hijoputa lo era. Carlos no era un hijoputa como Darío, pero tenía un grave inconveniente: amaba a la misma mujer que él.

¿Y Ana? ¿Lo había amado también? ¿Vivieron juntos una historia de amor apasionada como lo había sido la suya? ¿Lo abandonó como a él sin decirle adónde iba? ¿Le citó alguna vez en un lugar remoto para ponerlo a prueba o pedirle ayuda? No sabía nada del pasado de Ana y no podía pensar en ese pasado sin un cierto deje de tristeza. ¿Era posible sentir celos de la nada, de un tiempo que no existió para él? Los sentía. Estaba celoso de Carlos y sus recuerdos de una Ana más joven, más ingenua, más alegre y más inexperta en el amor… no, no. Todo eran suposiciones. Ni tan sólo sabía a ciencia cierta si Carlos y ella habían sido amantes, a lo mejor todo era una confusión y Ana nunca había estado enamorada de Carlos. Pero Carlos poseía los ingredientes románticos de los héroes de western que tanto gustaban a las mujeres. Carlos no tenía nada que envidiar a los actores que encarnaban a esos aventureros apuestos, valientes y comprometidos que exploraban los confines del mundo. Carlos era Gary Cooper y Lawrence de Arabia y compartía con ese inglés loco su halo de solitario impenitente amante de los peligros y los desiertos. Era posible que Ana se hubiese enamorado de él. Cabía dentro de lo posible.

¿Y quién era esa Ana que militaba en las guerrillas McLoppainer sin que él lo sospechase en ningún momento? ¿Qué hacía Ana en el Luis Ventura, en Barcelona, en el despacho de Darío? ¿Era eso lo que ocultaba con encono y que tanto lo había intrigado? ¿Tenía que ver su militancia con su desaparición, con su miedo, con su amistad con Tomás?

Ana continuaba siendo su eterna pregunta.