5

Te la has quitado sin mi permiso —repito, cuando él clava sus ojos en los míos.

—Me la pusiste sin el mío.

—No me hacía falta. La necesitabas.

Todavía no sé de dónde saco fuerzas para decirle esto, pero es como si dentro de mí supiera exactamente lo que tengo que hacer y lo que tengo que decir para estar con Daniel, como si me guiara una brújula invisible.

—Antes, cuando he dicho que me precipité, no me refería sólo a nuestra última discusión.

Ni a él ni a mí se nos pasa por alto que no ha rebatido mi última afirmación. Pero si Daniel sabe que necesitaba la cinta, que la sigue necesitando, ¿por qué se la ha quitado?

—Dámela. —Tiendo la mano con la palma hacia arriba—. Voy a volver a ponértela.

—No.

El corazón me ha golpeado con tanta fuerza, que probablemente tendré un morado en el pecho cuando me desnude. Y el estómago no sé dónde me ha ido a parar. Bajo la mano, sin dejar de mirarlo a los ojos, y lucho por no derrumbarme.

—¿Crees que así me estás castigando? —le pregunto, pero vuelvo a hablar antes de que él pueda contestarme—. ¿Que soy yo la que necesita ver la cinta en tu muñeca para saber que me perteneces? —Le brillan los ojos y suelta el aliento—. Te equivocas, es a ti a quien le hace falta y ahora no voy a volver a ponértela hasta que me lo supliques.

Daniel traga saliva y sus dedos aprietan el cuero. Por un segundo tengo miedo de haberme excedido, pero la sábana del hospital no consigue ocultar que ha empezado a excitarse y sigo adelante.

—Dámela —repito con voz firme y él deposita de inmediato la cinta en mi palma. Cierro los dedos y la atrapo en su interior—. Estás cometiendo un error, Daniel. Lo sabes tan bien como yo, quizá incluso más. Tú guardaste esta cinta, no yo. Tú la llevabas alrededor de tu móvil como si no pudieras desprenderte de ella, no yo. —Me inclino hacia él y me acerco a escasos centímetros de su cara—. Te la puse porque la necesitabas, la próxima vez, tendrás que ganártela.

Me aparto justo en el instante en que él se humedece el labio inferior. Nada me gustaría más que besarlo, pero mi amenaza perdería toda su fuerza si lo hiciera. Y ahora mismo Daniel no necesita mis besos.

—Te eché de mi apartamento. Me dijiste que no podías hacer lo que te pedía —dice entre dientes.

—Me equivocaba. Igual que tú ahora. Reconócelo y terminemos con esta discusión de una vez.

Él se queda pensativo un instante, luego aprieta la mandíbula y sé que no va a gustarme su próxima frase.

—No. Nuestra relación ha terminado. Yo no tendría que haberte pedido nada y menos aún algo tan ridículo —asegura y, aunque me mira a los ojos, aparta los suyos durante un instante. Es muy breve, si no hubiese estado tan concentrada mirándolo, probablemente se me habría pasado por alto, pero me basta para saber que está mintiendo—. Supongo que me dejé llevar. —Otra mentira—. La verdad es que ahora mismo no volvería a pedírtelo. Claro que si cuando me haya recuperado quieres venir a mi apartamento y dejar que te ate a la cama, estoy más que dispuesto.

—Para —le ordeno y él obedece—. Búrlate una vez más de lo que sucedió entre nosotros y me iré de aquí para siempre. —Me guardo la cinta en el bolsillo del pantalón y me incorporo levemente—. No te atrevas a menospreciar lo que ambos sentimos cuando me entregué a ti —añado, colocándole las manos a ambos lados de la cabeza—. No te atrevas o tendré que castigarte.

El torso de Daniel sube y baja despacio un par de veces.

—Tus burdos intentos por parecer una mujer dominante son patéticos.

—¿Ah, sí? Pues a juzgar por tu entrepierna nadie lo diría, cariño.

—Eso no significa nada —me desafía.

—Entonces tampoco significará nada que te diga que no puedes tocarte sin mi permiso, que esta erección, igual que el resto de tu cuerpo, me pertenece. —Lo miro a los ojos y descubro sus pupilas completamente dilatadas—. No, tienes razón, no significa nada. Estoy dispuesta a quedarme la cinta y a olvidar esta conversación, pero no toleraré que finjas que lo nuestro no es importante, o que lo reduzcas a un mero juego sexual. —Levanto la mano derecha y le sujeto la mandíbula—. ¿Entendido?

Él aprieta los dientes y me fulmina con la mirada, sin embargo, no intenta soltarse y asiente levemente. Tiene la respiración tan entrecortada que es como si temblase y en este instante recuerdo una frase que me dijo la noche que discutimos.

«Quiero que me hagas tuyo, quiero ser capaz de entregarme a ti igual que tú te has entregado a mí. Y necesito tu ayuda para conseguirlo».

Daniel es un hombre fuerte, dominante por naturaleza y, no obstante, en su más profundo interior sabe que lo que necesitaba de verdad es rendirse. Es más complejo de lo que él mismo cree; por un lado necesita tener el control y por otro necesita perderlo por completo.

El brillo de sus ojos negros adquiere ahora un nuevo sentido para mí. El modo en que aprieta los dientes, como si tuviese ganas de gritarme y de echarme de aquí, también. Igual que su respiración entrecortada y su erección, cada vez más evidente bajo las sábanas.

Daniel está confuso.

Y me necesita, probablemente casi tanto como yo a él.

«Tengo que hacerlo bien —me digo—. Tengo que demostrarle que lo entiendo y que puedo cuidar de él quizá incluso mejor que él mismo».

Daniel me enseñó que nada está prohibido entre dos personas que se aman y desean como nosotros, ahora me toca a mí enseñarle que el amor que nace de esa pasión y de ese deseo es para siempre. Y que puede enfrentarse a cualquier obstáculo.

—Cuéntame qué te ha dicho Erkel —le pido, sin soltarle todavía el mentón. Él intenta apartar la cara y para impedírselo me basta con apretar ligeramente los dedos—. Cuéntamelo y dejaré que me des un beso.

Daniel me fulmina con la mirada y se le marcan los tendones del cuello.

No puedo haberme equivocado, por favor.

—Por lo que me ha dicho, lo mismo que a ti: que han encontrado pruebas que confirman que el ordenador del Jaguar fue manipulado por algún miembro de la organización de Vzalo. Y también que tienen un testigo que vio un todoterreno negro echarme de la carretera.

Le suelto el mentón y el torso de Daniel sube, al inhalar profundamente. Me aparto un poco, pero me quedo sentada en la cama, en el mismo sitio que antes.

—¿Conoces a Vzalo?

—No personalmente. Sé que sus negocios incluyen tanto inversiones legales como otras que no lo son tanto. Y sé que es tan poderoso como peligroso. Si de verdad es él quien estás detrás de mi accidente, no se dará por vencido. Volverá a intentarlo.

Ha contestado esta pregunta sin mirarme a los ojos, pero en el último instante los ha desviado hacia mí un segundo.

Me está protegiendo. Mi corazón afloja un poco al comprobar que parte de su actitud se debe a que está preocupado por mí. Tendría que decirle que no hace falta, que sé cuidarme sola y que es imposible que Vzalo sepa siquiera que existo, pero no lo hago. Daniel no está dispuesto a escucharme y si algo he aprendido con este hombre es a elegir mis batallas. Y ahora mismo, lo más importante es recordarle que nos pertenecemos, con cinta o sin ella.

—¿Por qué crees que Vzalo anda detrás de ti?

Suspira antes de contestar. Por fin ha entendido que no voy a dejar que me rehúya.

—No estoy seguro. Recientemente descubrí que Vzalo y mi tío tienen intereses comunes, por así decirlo. Supongo que se enteró de que estaba husmeando y no le ha hecho ninguna gracia.

—¿Crees que tu tío está al corriente de todo esto?

—No lo sé. —Cierra los ojos—. Probablemente.

—¿Se lo has dicho a Erkel?

Daniel abre los ojos.

—No.

—¿Por qué no?

—Mi relación con mi tío es complicada. Quiero comprobar unas cosas antes de hablar con la policía.

—¿Y antes de hablar conmigo?

—Ahora no, Amelia. —Traga saliva y me mira—. Por favor.

El brillo de sus ojos, la fuerza que desprende ese «por favor» me revelan que sabe que podría ordenarle que me lo contase. Y que él obedecería. Se ha quitado la cinta, ha intentado echarme de su lado y sé, sin lugar a dudas, que intentará mantener las distancias por todos los medios. Y, sin embargo, me pertenece.

Jamás me he sentido tan honrada como ahora. Daniel se merece a alguien mucho mejor que yo, a una mujer que no sea tan torpe y que tenga más experiencia. «No, Amelia, Daniel se merece a una mujer que lo ame». Y ninguna lo ama o lo amará como yo.

—Está bien.

Asiente y vuelve a apartar la vista.

—Patricia me ha dicho que el divorcio de los Howell sigue vivo —cambia de tema—. ¿Rufus ha vuelto a aparecer por el bufete?

—No, creo que no. Martha me lo habría dicho.

Martha es mi mejor amiga dentro del bufete. Me siento muy afortunada de haber hecho una amistad así en el trabajo.

—Tienes que volver al bufete, Amelia. No puedes pasarte el día cuidando de mí.

—Puedo, pero tienes razón, tengo que volver al trabajo —le concedo esa pequeña victoria—. Patricia me dijo que me tomase todo el tiempo que necesitase, pero no quiero abusar. No me parece correcto, después de todo lo que ha hecho por mí. —Patricia Mercer no sólo me dio mi primera oportunidad en la ciudad, sino que impidió que me marchase cuando Daniel y yo rompimos—. Le preguntaré si puedo trabajar desde casa y cuando estés mejor, volveré físicamente al bufete.

—Puedes volver mañana mismo. No te necesito las veinticuatro horas.

Levanto una ceja y veo que él vuelve a mirarme. Empiezo a creer que Daniel dice esas cosas adrede para provocarme.

Interesante.

—Howell ha recurrido la sentencia del divorcio —le explico, ignorando su provocación—. Al parecer, el reparto de bienes le parece injusto. David y Martha dicen que la ex señora Howell no tiene de qué preocuparse, pero a mí ese hombre me pone los pelos de punta.

—Llamaré a Rufus Howell en cuanto salga de aquí. Le dejaré claro que no quiero que vuelva a acercarse a ti.

La vena autoritaria de Daniel aflora por momentos, pero tengo la sensación de que en ese sentido, en lo que se refiere a mi protección, nunca cederá y siempre querrá estar al mando.

Nos quedamos en silencio unos segundos; él está pensando, lo sé porque no deja de fruncir el cejo y de apretar y aflojar los dedos de la mano que no tiene rota.

—Tendrías que descansar —le digo.

—Tú también, ¿por qué no te vas a dormir a tu casa?

—¿En serio te atreves a decirme esto, después de la conversación que hemos tenido hace apenas unos minutos?

—Necesitas descansar —insiste, enfrentándose a mi mirada—. Y yo no necesito…

—No termines esa frase, Daniel. Te lo advierto.

Me pongo en pie y voy por mi abrigo y mi bolso. Me pongo el primero y me cuelgo el segundo del hombro.

—Voy a la cafetería a por una botella de agua. No sé si tardaré una hora o diez minutos. De hecho —me acerco a él—, no sé si volveré. Tal vez me vaya a casa a dormir. O tal vez me pase la noche sentada en una silla en la sala de espera. Pero depende de mí, Daniel, no de ti. Yo decido qué es lo que necesitas y qué es lo que voy a darte. Y ahora mismo no sé si mereces mi compañía. —Él traga saliva y le tiembla ligeramente el labio inferior—. Me dijiste que no te bastaba con que te quisiera, que querías que te poseyera. Me dijiste que querías ser todo mío, tu cuerpo, tu mente, tu alma. Todo. Métete en la cabeza que lo eres, que me perteneces, y no insistas en comportarte como un hombre mediocre y normal. Ése no eres tú, Daniel. Tú eres el hombre que me ató a una cama y utilizó en mi piel un látigo que había encargado sólo para nosotros. Ése sí eres tú, Daniel, no lo olvides. Y no vuelvas a decirme que no me necesitas.

A él le brillan los ojos y me asusta pensar que sean lágrimas. No puedo ceder, es demasiado importante.

—Te daré tiempo. Todo el que te haga falta, pero no me iré a ninguna parte y no voy a dejar que sigas negándonos. Cierra los ojos y duérmete. —Los cierra y me quedo sin aliento al comprobar el efecto que causan en él mis palabras—. Mañana estaré aquí para llevarte a casa.

Me doy media vuelta y me dirijo a la puerta; su voz me detiene cuando mis dedos tocan ya el picaporte.

—Amelia.

—¿Sí? —No lo miro, tengo miedo de ver lágrimas en sus ojos.

—Me has dicho que si te contaba lo que me había dicho Erkel dejarías que te besara.

Oh, Dios mío. Daniel nunca sabrá las ganas que tengo de darme media vuelta y hacerlo. De tumbarme en la cama a su lado y dormirme abrazada a él. Pero la brújula de mi interior me dice que eso no es lo que tengo que hacer ahora. Suelto el aliento y apoyo la frente en la puerta.

—Eso ha sido antes de que volvieras a decirme que no me necesitabas.

—Me lo has prometido.

—No.

—Si no cumples tus promesas, ¿cómo sé que puedo confiar en ti?

—Si te lo hubiese prometido, lo cumpliría. No intentes manipularme, Daniel. Cierra los ojos y duérmete. Después de lo que has dicho antes, no mereces besarme.

Oigo su respiración en medio del silencio de la habitación y tengo que apretar las manos para contener las ganas de correr hacia él y besarlo. Sé que esto es necesario, pero me duele muchísimo actuar así con él.

—¿Crees que mereces besarme? —le pregunto, incapaz de callar un segundo más.

Yo nunca me he comportado así con nadie, voy completamente a ciegas, mi instinto es mi única guía. Y Daniel el único maestro que he tenido.

Pasan los segundos.

Se me hacen eternos.

—No, no me lo merezco —dice él con la voz ronca—. Buenas noches, Amelia. Cuando vuelvas, si vuelves —se corrige tras carraspear—, estaré dormido.

Salgo de allí antes de echarme a llorar.

Oh, Dios, Daniel es realmente mío.