3

Cojo un taxi en la misma parada del hospital y le doy la dirección del piso que comparto con Marina. O, mejor dicho, del piso que ella accedió a compartir conmigo. Marina es mi mejor amiga, aunque me avergüenza reconocer que durante una época de mi vida me olvidé de ella y la dejé a un lado; durante mi noviazgo con Tom.

Ahora todos esos recuerdos parecen formar parte de otra vida, de otra persona incluso. Se alejan de mí igual que las calles por las que circula el vehículo. Suelto el aliento y me recuesto en el respaldo del asiento. Todavía estoy alterada por el beso, me temo que lo estaré durante mucho tiempo, y las preguntas y las dudas sobre Daniel me saturan la mente hasta tal punto que cierro los ojos para no pensar.

Dejo que el sonido del motor y de la radio que se oye de fondo me acunen y, como si se tratase de una película, revivo un recuerdo absurdo que creía casi olvidado: el del día en que rompí definitivamente mi compromiso con Tom y decidí mudarme a Londres.

Era primavera, siempre había querido casarme en junio y llevaba meses planeando la que sin duda iba a ser la boda perfecta. (Es curioso cómo ciertos recuerdos pierden todo el brillo y se convierten en esperpentos con el paso del tiempo). A mi familia siempre le había gustado mucho Tom, en especial a mi hermano Robert, que lo consideraba uno de sus mejores amigos. Irónico, pienso ahora, cuando me marché de Bloxham, tuve que convencer a Robert de que no valía la pena romperle la cara a Tom.

Recuerdo que había quedado con mi novio para elegir las flores, pero me llamó la mujer de la floristería para anular la cita y yo, gracias a Dios, no llamé a Tom para decírselo, sino que decidí ir a su apartamento para ver si le iba bien que comiéramos juntos. Allí lo pillé con una rubia de rodillas, practicándole «la mejor mamada de la historia», según sus propias palabras.

Durante semanas, esa imagen me resultó muy dolorosa. Después, llegó a parecerme patética, pero ahora sencillamente me resulta lamentable.

El sonido de un claxon me hace abrir los ojos y sonrío al comprobar que, efectivamente, estoy en Londres y no en Bloxham convertida en la esposa de un impresentable. Tal vez debería darle las gracias a Tom. Él me obligó a asumir la realidad mucho más pronto de lo que yo me habría atrevido a hacerlo; porque a pesar de que sé que me habría casado con él, también sé que, tarde o temprano, lo habría dejado y habría empezado mi verdadera vida.

Con Daniel.

Sí, soy una romántica y por fin he dejado de negarlo o de avergonzarme de ello. Soy una romántica y creo firmemente en que el amor existe, pero no ese amor dulzón e infantil de los cuentos de hadas, sino el amor que domina todo tu ser y te impulsa a hacer cualquier cosa con tal de poseer a la persona amada. A mí el único hombre que me hace sentirme así es Daniel y por eso ni se me pasó por la cabeza perdonar a Tom o volver a darle una oportunidad a lo nuestro cuando él me lo pidió hace unas semanas.

Aunque reconozco que su petición le sentó muy bien a mi ego.

—Ya hemos llegado, señorita.

Miro hacia la derecha y veo que el taxi se ha detenido delante de mi portal.

—Aquí tiene.

Pago la carrera y salgo del vehículo.

El trayecto me ha tranquilizado. Me ha ido muy bien recordar cómo era mi vida cuando Daniel no formaba parte de ella.

Entro en el apartamento, a oscuras y en silencio, pero con rastros más que evidentes de que Marina ha estado allí; unas zapatillas de deporte descansan junto al sofá y hay una copa de vino encima de la mesa. Voy directa a mi dormitorio y cojo una bolsa de deporte con intención de llenarla con un par de mudas, un pijama, el cargador del móvil y mi neceser de maquillaje. Centrarme en esos detalles prácticos evita que me asalten de nuevo las dudas acerca de Daniel y de lo que ha sucedido en el hospital. El beso ha sido maravilloso pero no soy tan ingenua como para creer que eso significa que ya está todo arreglado entre él y yo. Ni de lejos.

Daniel ha cedido a mis labios y ha aceptado el beso, incluso me lo ha devuelto, pero sus ojos han insistido en distanciarse de mí.

Oigo girar la llave en la cerradura y salgo al pasillo para recibir a Marina. Llevo días queriendo hablar con ella. Durante los noventa días que estuve con Daniel, fue a la única a la que le conté levemente lo que Daniel me estaba pidiendo, y ella no me juzgó, ni me miró como si estuviese loca. Sencillamente me dijo que tuviese cuidado.

Cuando las cosas entre nosotros dos se torcieron, mi amiga me hizo mucha falta, pero durante esa época Marina tuvo que irse a Italia para visitar a su familia. Ahora quiero preguntarle por ese viaje. Igual que por Raff. No sé qué sucedió en Italia, sólo que él la acompañó y que ahora apenas pueden estar juntos en la misma habitación.

—¿Hola? —saludó Marina, indecisa, al entrar.

—Hola, Marina, estoy aquí.

—He venido en cuanto me he enterado.

Deja el bolso encima de la mesa del comedor y se quita el abrigo. No puedo remediar sentir la misma envidia que siento siempre que la veo. Es guapísima y se ponga lo que se ponga se la ve sofisticada, aunque lleve vaqueros y una camiseta, como es el caso de hoy.

—¿Cómo te has enterado?

Soy tan mala amiga que no he tenido la delicadeza de llamarla para ponerla al día del estado de salud de Daniel. Me avergüenzo de mí misma y me prometo que voy a remediarlo.

—Raff me ha mandado un mensaje. —Levanta el móvil que lleva en la mano y lo sacude levemente, mientras se acerca para darme un abrazo—. Me alegro mucho por ti, ya sabía yo que se iba a poner bien.

La generosidad de Marina me emociona y tras estrecharla también con fuerza, la suelto y, cogiéndola de la mano, me dirijo con ella al sofá.

—Creía que Raff y tú no os hablabais.

Ambas nos sentamos. Marina se coloca un cojín en el regazo para abrazarse a él. Es una mujer alta y fuerte, una italiana temperamental y decidida, segura de sí misma. Y, sin embargo, en ese preciso instante me recuerda a una niña pequeña a la que acaban de decirle que Papá Noel no existe.

—No quiero hablar de eso.

Ha estado pensativa durante bastante rato y tengo la sensación de que le ha costado decidirse por esa frase.

—¿Por qué?

—Porque ya no es importante. No hay nada de que hablar.

Enarco una ceja y la miro incrédula. Ella suspira resignada antes de decir:

—Rafferty y yo no queremos lo mismo en una relación. —Mueve las manos (realmente, lo de los italianos y la gesticulación no es un tópico en el caso de Marina) de un lado al otro—. Lo que él quiere es imposible y los dos coincidimos en que es mejor que no nos veamos, al menos durante un tiempo.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere Rafferty? —Me sonrojo antes de añadir—: ¿Es como Daniel?

Todavía me resulta incómodo hablar del tema, incluso con Marina.

—¿Como Daniel? —repite ella, confusa—. ¡Ah, no! Daniel quiere que tú le pertenezcas. Eso es romántico. Y sexy.

En este momento podría haber abrazado a Marina, pero ella sigue hablando y me contengo.

—No puedo contarte lo de Raff, Amelia. No es mi historia.

Así es Marina, leal y honesta.

—Lo entiendo, sólo dime una cosa, ¿estás bien? —Busco la mano de ella encima del sofá y se la estrecho.

Ella asiente con la cabeza y los ojos se le humedecen.

—Podría haberme enamorado de él, ¿sabes? Enamorarme de verdad, como tú y Daniel.

—¿No podéis arreglarlo?

Vuelve a mover la cabeza, aunque esta vez es para ofrecerme una negativa.

—No, no hay nada roto que se tenga que arreglar, Amelia. Sencillamente, Raff necesita mucho más de lo que yo puedo darle. De lo que puede darle cualquier mujer —añade en voz baja.

Esta última frase me confunde; a mí Raff nunca me ha parecido nada complicado. En realidad, recuerdo que la noche en que lo conocí en el baile de máscaras pensé que era el hombre más normal que había conocido en toda mi vida hasta el momento. Incluso deseé sentirme levemente atraída por él, para ver si así podía olvidarme de la traición de Tom y del incomprensible y ardiente deseo que me estaba despertando Daniel. Jamás habría imaginado que pudiese ser más de lo que aparentaba. Claro que quizá sólo se había mostrado como era de verdad delante de Marina. Igual que Daniel conmigo.

—Basta de hablar de mí —declara Marina con firmeza y veo que las lágrimas están desapareciendo para dejar paso a una sonrisa—. Cuéntame cómo está Daniel. ¿Cuándo le darán el alta?

—Todavía no lo sé, le han hecho unas pruebas esta mañana y más tarde pasará el médico para darnos los resultados. De momento, lo único que sé seguro es que tendrá que hacer rehabilitación por la pierna y el brazo.

—Bueno, estoy segura de que se recuperará. Y, tú, ¿cómo estás?

—Feliz. Asustada. Aliviada. Muerta de miedo.

Marina se ríe en voz baja.

—Lo de feliz y aliviada lo entiendo; lo otro ¿por qué no me lo explicas? ¿Por qué estás asustada?

—Daniel y yo discutimos semanas antes de que sufriese el accidente.

—Lo sé, me lo dijiste.

—No te conté por qué.

Marina me mira intrigada y espera a que yo continúe.

—Me pidió que le hiciese lo que me había hecho él a mí.

Suspiro abatida, porque sé que no me estoy explicando bien. Oigo palabras como «sumisión» y «dominación» en mi mente y las rechazo porque no reflejan en absoluto lo que él quiere de nuestra relación.

—¿Qué te hizo Daniel, Amelia?

—Me enseñó lo que significa entregarse a otra persona, dejar tu placer en manos de otro. No sé explicártelo, Marina, pero por primera vez en la vida me sentí amada. Sentí que podía confiar en él, que podía entregárselo todo y que él cuidaría de mí como si fuese su mayor tesoro.

—Te envidio.

—Al principio no sabía si sería capaz de confiar tanto en Daniel, de obedecer a ciegas sus peticiones o de dejarle que tuviese el control de mis reacciones. Pero cuando lo hice… —suspiré—… cuando me rendí a él y dejé que me guiase, no sólo sentí placer, sino que entraba en su corazón y él en el mío.

—¿Por qué discutisteis? No sé si acabo de entender lo que me estás contando y reconozco que no sé si yo sería capaz de entregarme así a otra persona. Vendarte los ojos un día en la cama con tu pareja siempre me ha parecido una manera divertida de pasar la noche, pero dejar que él domine mis reacciones, que controle mis respuestas y mis movimientos… —Negó con la cabeza—. No, no sería capaz.

Si Marina no lograba entenderlo, seguro que era porque yo no sabía explicar en qué consistía el deseo de Daniel. Y si no sabía explicarlo, entonces ¿cómo podría satisfacerlo?

—Entregarte así a quien amas es maravilloso, liberador. No se trata sólo de sexo, o de una cuestión física, es como si tu alma necesitase hacer feliz a la de la persona que está contigo para a su vez ser feliz —termino. Es una definición cursi, pero la mejor que se me ocurre en este momento.

—Si es tan bonito, si te entregaste a él de este modo tan profundo —me dice Marina sin disimular su escepticismo—, ¿por qué lo dejaste?

—Porque Daniel me pidió que intercambiásemos los papeles —suelto, confusa y enfadada. ¿Enfadada?

Ella me mira atónita y me doy cuenta de que parte de la rabia que he sentido últimamente se debe a que estoy enfadada con Daniel por haberme obligado a dar un paso más. Por haberme planteado otro reto. A él no le bastaba con que yo confiase en él, quería que confiase en mí misma.

—¿Daniel quiere que lo domines?

No me gusta esa palabra, pero decido que de momento voy a darla por buena. Si quiero que mi conversación con Marina avance, no me queda más remedio.

—Sí.

—Pero si Daniel es uno de los abogados más poderosos de Londres.

—¿Qué quieres decir con eso? —le pregunto, con una ceja enarcada, entendiendo perfectamente lo que está insinuando: que yo, una chica a la que prácticamente han plantado en el altar y que acaba de empezar a trabajar como algo más que una pasante en un bufete acepte ser dominada es «normal», que eso le suceda a un hombre fuerte y poderoso, no.

—Lo siento, Amelia, no pretendía ofenderte —añade ella, contrita y sincera—. Es que —levanta de nuevo las manos, confusa—, ¿por qué?

—No lo sé —confieso y no tengo más remedio que contener un sollozo—. No lo sé.

Rompo a llorar.

Ahí es donde reside el problema. No sé por qué Daniel necesita que lo posea. No lo sé y me está desgarrando el corazón, porque tengo miedo de que sea por el motivo equivocado. Me aterroriza hacerlo mal y perderlo para siempre.

—Tranquila, tranquila. —Marina me abraza y me consuela—. Todo saldrá bien, ya lo verás.

Me aparto de ella y me seco nerviosa las lágrimas con las manos. Llorar no servirá de nada, prefiero escuchar los consejos de mi amiga, o desahogarme con ella, antes de volver al hospital y perderme de nuevo en los ojos de Daniel.

—Eso no lo sabes, Marina.

—Tienes razón, pero sí sé una cosa.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—Que no vas a rendirte. Estás enamorada de Daniel. —Levanta un dedo y me hace callar antes de que yo abra la boca—. No, no lo niegues. Lo quieres y por eso estás dispuesta a luchar por él.

—Si sabes tanto sobre el amor, ¿por qué no luchas tú por Rafferty?

—Si pudiese, lo haría, créeme, pero a diferencia de ti, yo no tengo armas con las que luchar. —Niega levemente con la cabeza y sé que ha dado el tema por zanjado—. Mira, Daniel ha hecho mucho siendo sincero contigo. Yo no entiendo esto de la sumisión, y lo de confiar tanto en otra persona me da escalofríos, es verdad, pero estoy convencida de que debió de resultarle muy difícil abrirse a ti de esa manera.

—Lo rechacé, Marina. —Juego nerviosa con el extremo de mi jersey—. Lo rechacé. Le dije que no podía hacerlo y él me echó de su apartamento. Cuando sufrió el accidente, llevaba semanas sin verlo.

—Tal vez, pero no olvides que seguías estando en su póliza médica. Apenas conozco a Daniel, pero a juzgar por lo que tú me has contado, si de verdad hubiese querido echarte de su vida, te habría eliminado de ahí. No me parece que sea de esos hombres que hacen las cosas a medias. Si no hubiese querido volver a verte nunca más, te habría borrado de la póliza y te habría echado del bufete. Y, sin embargo, no hizo ninguna de las dos cosas. Piénsalo.

—Quizá no tuvo tiempo.

—No digas estupideces, Amelia. ¿Qué te ha dicho cuando se ha despertado? —Me mira igual que cuando éramos pequeñas y discutíamos por alguna tontería—. ¿Te ha echado de la habitación? ¿Le ha pedido al personal de seguridad del hospital que te prohíban la entrada?

—No.

—¿Lo ves?

—Está distante y cuando he intentado sacar el tema de nuestra discusión, ha dicho que no era el momento.

—Dios, Amelia, se acaba de despertar de un coma de una semana. Ha estado a punto de morir en un accidente. ¿No crees que tendrías que ser un poco más comprensiva?

Me sonrojo y agacho la cabeza. Marina siempre ha sido brutalmente sincera conmigo, por eso nos distanciamos cuando yo me comprometí con Tom, porque ella no lo soportaba. Está claro que mi amiga tiene un sexto sentido para los canallas, así que me conviene prestarle atención.

—Quiero ser comprensiva. Lo soy —me corrijo—. Pero tengo miedo de no hacerlo bien. ¿Y si meto la pata, Marina? Tú misma lo has dicho antes, Daniel es un hombre fuerte, decidido, ¿qué diablos sé yo acerca de lo que necesita? ¿Cómo voy a ser capaz de lograr que se entregue a mí del modo en que él dice?

—Lo sabrás.

—¿Cómo?

—Porque le quieres —me dice sin más.

—Oh, vamos, Marina, éste no es momento para frases sensibles. Esto va en serio.

—Lo he dicho muy en serio. Si le quieres, seguro que encontrarás la manera de ser todo lo que él necesita. Déjate guiar por tu instinto.

—¿Mi instinto? —repito incrédula—. Mi instinto me dice que lo abrace y que le pregunte qué tengo que hacer. Pero Daniel no quiere eso, quiere justamente lo contrario.

—No sé qué decirte, Amelia, quizá te estás preocupando demasiado. Tal vez tendrías que hablarlo con él y ver qué pasa.

—Me compré varios libros.

—¿Libros? —Ahora la confusa es Marina.

—Sí, sobre la dominación en el sexo. Varios manuales y distintas novelas de ficción, eróticas.

—¿Ah, sí? —Mi amiga me sonríe al ver que he vuelto a sonrojarme—. ¿Y qué tal?

—Mal. Los manuales son fríos y me ponían la piel de gallina, hay algunos aparatos que parecen sacados de una película de terror. No me malinterpretes, me parece fantástico que haya gente que los use, pero no son para mí ni para Daniel. Y las novelas eróticas me parecieron divertidas, entretenidas, sensuales incluso, pero ninguna reflejaba lo que siento por él. Ni lo que vi en sus ojos cuando me pidió que lo obligase a entregarse a mí.

—Entonces ahí tienes tu respuesta. Lo que está pasando entre vosotros no encaja con ningún manual porque es de verdad. Fíate de ti y confía en él, sólo así llegarás a saber qué tienes que hacer.

Me quedo unos segundos pensando. Parece tan sencillo… Y tan difícil al mismo tiempo.

Sólo tengo una oportunidad y mis únicas armas son mis sentimientos y el convencimiento de que soy capaz de hacer feliz a Daniel. De hacerle olvidar todo ese pasado que todavía no me ha contado y de darle una vida de verdad.

—Tienes razón, Marina. Tienes razón.

Me pongo en pie, le doy un abrazo y la beso en la mejilla, y salgo apresurada hacia mi dormitorio.

—¿Adónde vas? —me pregunta desde el pasillo y en su voz detecto la sonrisa que me imagino en sus labios.

—Al hospital, el doctor Jeffries no tardará en pasar por la habitación para comentar los resultados de las pruebas y antes quiero pararme un segundo en el apartamento de Daniel para recoger unas cosas.

—Entonces ¿qué? ¿Vas a seguir adelante?

Levanto la vista y veo que está apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados.

—Por supuesto. Haré todo lo que sea necesario, Daniel es mío.

—¿De verdad no te molesta?

—¿El qué? —Meto el pijama dentro de la bolsa y centro toda mi atención de nuevo en Marina.

—¿Pensar que él te considera de su propiedad?

—No soy de su propiedad, soy el centro de su vida. Es distinto. ¿A ti no te gustaría?

—¿Ser el centro de la vida de un hombre? —Se queda pensativa—. Sí, creo que sí —responde, sorprendiéndose a sí misma—. Antes, cuando me he extrañado de la petición de Daniel…

—¿Sí?

—No quería insinuar que me parezca mal que te entregues a él. Nunca he pensado que eso signifique que eres débil o cobarde. Por lo que me has contado, me parece que de las dos posturas es la más valiente.

—¿En serio?

—En serio. Daniel tiene que ser más fuerte de lo que yo creía si está dispuesto a entregarse de esa manera. Y si se ha atrevido a hacerlo, es porque sabe que puede confiar en ti, Amelia.

—Gracias, Marina. Significa mucho para mí que me digas eso.

—Vamos, vete ya. Llámame cuando hayáis hablado con el médico. Prometo ayudarte con el traslado.

—No vayas tan rápido, de momento no voy a irme a ninguna parte.

—De momento.

Salgo del piso de Marina mucho más decidida de lo que he entrado. Ciertas frases no dejan de repetirse en mi cabeza y me dan ánimos, expulsando de ella mis antiguas dudas e inseguridades. Voy a poder. Seré todo lo que Daniel necesita. Superaremos nuestra discusión, nuestros problemas y saldremos de ésta.

Le pido al taxista que me espere; acaba de detenerse frente al portal del edificio del apartamento de Daniel. El hombre asiente y yo bajo del taxi. El portero del lujoso edificio sale a mi encuentro y me pregunta por Daniel. Me reconforta saber que a los ojos de los demás somos una pareja. Es una tontería, lo sé, pero me hace sentirme bien. Si es tan evidente, a él le resultará más difícil negarlo. Le explico que ha recuperado la conciencia y el hombre me abraza inesperadamente.

—Lo lamento, señorita —se disculpa al apartarse—. Espero que el señor Bond se recupere pronto del todo.

—No se preocupe —lo tranquilizo de inmediato. Daniel sabe ganarse el cariño y el respeto de la gente que tiene a su alrededor—. Le diré que ha preguntado por él.

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita?

—Llámeme Amelia y no, sólo iba al apartamento a recoger un par de cosas.

—El otro día estuvieron aquí unos señores preguntando por el señor Bond.

Se me hiela la sangre al instante.

—¿Unos señores? —repito calma y disimular mi preocupación.

—No les dije nada. Sé que el señor Bond es muy celoso de su intimidad.

—¿Eran periodistas?

Tal vez no sea tan malo como me imaginaba. No sería la primera vez que la prensa se interesa por Daniel y, al fin y al cabo, su accidente ha tenido mucha repercusión por el halo de misterio que lo rodea.

—No creo, señorita Amelia. —El portero es de la vieja escuela—. Si me permite mi opinión, parecían dos matones. Llevaban traje oscuro y corbata, pero ambos tenían las muñecas tatuadas y uno llevaba otro tatuaje en el cuello. Los eché del edificio y les dije que llamaría a la policía si volvían a aparecer por aquí.

—Hizo usted muy bien. ¿Se acuerda de qué día fue eso?

—El miércoles pasado, señorita. Lamento no habérselo dicho antes, pero usted no ha venido por aquí y no tengo su número.

—¿Tiene un papel? Voy a anotárselo. —Una libreta aparece ante mis ojos casi por arte de magia. Apunto el número de mi móvil y se la devuelvo—. Si vuelven, o si sucede algo inusual, lo que sea, llámeme.

—Por supuesto, señorita. —Se detiene un coche ante el portal y de su interior bajan los propietarios de otra de las viviendas—. No se preocupe. Si me disculpa…

—Vaya, vaya.

El portero se apresura a abrir la puerta y yo me meto en el ascensor. Cuando llego al ático, respiro hondo antes de poner un pie en el pasillo. Jugueteo con la llave que sostengo entre los dedos y éstos me tiemblan cuando la deslizo en la cerradura.

Suspiro aliviada al notar que gira. Por un instante he temido que Daniel la hubiese cambiado.

El nudo que tengo en el estómago no se me afloja al entrar en este apartamento lleno de recuerdos. Intento no entretenerme, pero mis ojos insisten en detenerse en cualquier lugar cargado de significado. La ventana frente a la que Daniel me enseñó por primera vez lo difícil que era obedecer la petición más simple: estarme quieta. El sofá donde estaba sentado el día que le traje magdalenas de chocolate. La cama en la que me vendó los ojos y me hizo el amor. El escalón donde se sentó aquella mañana, después de contarme que la cicatriz que tenía en la ceja se la había hecho su tío cuando él tenía diecisiete años. La silla de la que se levantó para quitarme la cinta, el día que le dije que no podía darle lo que quería.

La primera noche que entré en este apartamento lo encontré frío, carente de la fuerza que siempre emanaba de Daniel. Hoy me parece vivo, lleno de sentimientos y los más profundos de éstos son la tristeza y el dolor.

Tengo que marcharme de aquí cuanto antes. Este lugar se ha impregnado del dolor de Daniel, las noches que pasamos aquí juntos se han perdido, desvanecido para siempre.

No, me niego a creerlo y subo de nuevo la escalera que conduce al piso de arriba. Arranco las sábanas de la cama y, sin pensarlo, las lanzo a un lado. Esta habitación es la única que he compartido de verdad con Daniel, ésta y la de su casa en la Toscana, donde me ató de pie a los postes de la cama. Ahora no me basta con eso, no voy a conformarme con eso. Y él tampoco. Daniel tal vez no lo sepa, pero me necesita en todas partes, no sólo en la cama, igual que yo a él. Me agacho para recoger las sábanas y hacer algo tan doméstico como meterlas en la lavadora me da ánimos.

Pondré unas limpias y compraré flores.

Marina tenía razón, pienso con una sonrisa, tendrá que ayudarme con la mudanza.