19

Ponme la cinta.

Se me llenan los ojos de lágrimas. En los últimos días he llegado a temer no oír nunca esas palabras. Daniel está delante de mí, desnudo, el torso le sube y baja con cada respiración. El sudor le cubre el cuerpo y parece una estatua de mármol. Sigue con las muñecas atadas a la espalda, sus bíceps como acero y sus tendones temblándole de tensión que intenta contener.

—Ponme la cinta, por favor, Amelia. Siento…

—Chis, chis. —Le acerco los dedos a los labios para impedirle continuar—. No, no, amor.

Levanto una mano y se la acerco a la mejilla y Daniel respira aliviado, el aliento escapa entre sus dientes y vuelve la cara buscando mi tacto. Y cuando su piel toca mi palma, él cierra los ojos y casi le fallan las piernas. Lo abrazo y pego mi rostro a su pecho. Quizá necesita que yo le sostenga físicamente, pero sin él yo me derrumbaría emocionalmente.

—Lo siento, Amelia. Lo siento, perdóname, por favor. Perdóname.

Daniel tiene la cabeza agachada, el pelo empapado de sudor y las lágrimas que escapaban de sus ojos se mezclan con las que mojan mis mejillas. Muevo frenética las manos para aflojar la cinta y soltarle las muñecas. En el mismo instante en que deshago el nudo, sus brazos me rodean y me pegan todavía más a su cuerpo.

—No, Daniel, perdóname tú a mí. Soy yo la que tiene que pedirte perdón. Soy la que tendría que haber sabido qué debía hacer para cuidarte. Eres mío. —Me aparto y le sujeto la cara entre las manos—. Perdóname. No volveré a fallarte.

Le acaricio los pómulos y le aparto el pelo de la frente. Sus ojos me miran con absoluta rendición, con un amor que no sabía que existía, y me siento la mujer más afortunada del mundo. Voy a pasarme el resto de nuestras vidas dándole el amor, la paz y el control que necesita.

—Vamos —me aparto un poco más y bajo los brazos hasta entrelazar los dedos con los de él—, te acompaño a la cama.

Daniel suspira y asiente. Se ha entregado a mí y pone su cuerpo en mis manos.

—Siéntate, amor. —Lo ayudo a sentarse en la cama. La tensión ha abandonado su cuerpo, sus extremidades ceden a mis deseos sin la más mínima resistencia—. Lo has hecho muy bien. Te amo. No te muevas; en seguida vuelvo.

Él asiente sin dudar y levanta la cara en busca de mis labios, pidiendo un último beso antes de que yo me aleje.

Se lo doy; la boca de Daniel tiembla bajo la mía, su lengua se rinde, igual que el resto de él, a mis caricias y los dos suspiramos al sentir que por fin hemos encontrado el equilibrio. La felicidad. Es el primer beso en que él sabe que es mío, mío por completo. Yo soy suya, completamente suya, sin Daniel, yo no tendría sentido.

Me aparto despacio, lentamente, cada segundo es tan intenso, tan repleto de sentimientos, que mi corazón no puede apenas contenerlos.

—Ahora vuelvo.

Me encamino hacia el salón, sintiendo su mirada en mi espalda, notando cómo me acaricia con ella. Cojo la cajita que forma parte de mi vida desde aquel fin de semana en que fuimos a la casa de campo de Daniel.

Él me compró unos pendientes en un anticuario, unas joyas antiguas y preciosas que atesoraré para siempre. La cinta que rodeaba esa cajita era la que él había atado a mi muñeca y la misma que ahora me pide. El día que me la devolvió, la sostuve entre mis dedos, la acaricié con las yemas en busca de restos del calor de su piel. Me pasé horas con ella en la mano y cuando no tuve más remedio que asumir que lo había perdido, la guardé en la cajita de los pendientes.

No podía guardarla en otro lugar.

Siempre llevo la cajita en mi bolso, la mera idea de apartarme de ella y de la cinta que contiene me causa un profundo pesar. Si tengo la cinta cerca, puedo tocarla siempre que echo de menos a Daniel. Sobre todo en esos horribles momentos durante los cuales he temido no poder volver a dársela.

Me castañetean los dientes al llegar al bolso y abandono cualquier intento de aparentar que mantengo la calma. Vacío su contenido encima del sofá. La cajita resalta en medio del ecléctico conjunto que forman mis cosas personales.

La cojo y la encierro en mi puño un instante. Respiro hondo y cierro los ojos: es el momento más importante de mi vida.

Daniel me pertenece. Ahora y siempre. Todos los días.

Abro los ojos, no quiero perderme ni un segundo. Mi vida hasta este momento tal vez haya sido un desastre; he vagado perdida, sin saber cuál era mi rumbo. Pero ahora que lo tengo —amar a Daniel y protegerlo, cuidarlo, ayudarlo a liberarse de sus demonios y de su pasado para siempre—, no voy a asustarme de nuevo.

Vuelvo al dormitorio con paso firme y al entrar veo a Daniel sentado tal como lo he dejado. Tiene una pierna estirada delante de él, la que se rompió en el accidente, y la otra con el pie en el suelo. Una mano se apoya en las sábanas tras su espalda, y sostiene casi todo su peso, y la otra descansa ligeramente sobre su abdomen.

Mantiene la expresión firme y la mirada fija en mí, sin ocultar nada de lo que está sintiendo. Veo que se humedece los labios y me doy cuenta de que me he quedado inmóvil en el umbral.

Daniel me fascina tanto que mis pies se han detenido a observarlo sin darme cuenta. Le sonrío con ternura y recorro los metros que me faltan.

Me arrodillo entre sus piernas y le doy un beso en la herida lesionada. Él suelta el aliento y siento que yergue la espalda. Se incorpora levemente y con la mano en la que se apoyaba me acaricia el pelo.

—Mírame, Amelia.

Yo acabo de besarle una de las cicatrices de la rodilla y al oír la petición que le desgarra la garganta busco sus ojos de inmediato.

Daniel no titubea, no se lame los labios ni respira hondo; su voz suena firme y decidida. Solemne.

—Ponme la cinta. Te lo suplico.

Abro la caja con dedos algo inseguros, comprobando una vez más que él es el fuerte de los dos. Le cojo la muñeca y anudo la cinta igual que hice en el hospital, consciente de que me ataba a Daniel para siempre. Pero a diferencia de entonces, esta vez él me lo ha pedido.

La anudo y deposito un único beso en su muñeca antes de volver a soltársela.

—Gracias —dice él—, no volveré a quitármela.

—No volveré a dejar que te la quites, Daniel. No volveré a darte motivos para dudar de mí, amor. Tú me has regalado tu rendición, te has entregado a mí por completo. —Me levanto del suelo sin apartarme de entre sus muslos—. Y yo —susurro, acariciándole la cara—, pasaré todos los días de mi vida demostrándote que me lo merezco.

—Bésame, Amelia. Por favor.

Lo beso porque no puedo hacer otra cosa. Lo beso una y otra vez y, cuando Daniel levanta la mano para acariciarme la mejilla y noto el tacto de la cinta de cuero en la piel, las lágrimas se suman a ese beso.

Nuestros besos se vuelven más violentos, más necesitados y frenéticos. El aliento de Daniel me quema cuando se aparta y yo siento la necesidad de poseerlo ardiendo de nuevo dentro de mí.

Interrumpo el beso y me aparto para mirarlo a los ojos. Tengo que vérselos para saber si está listo para estar conmigo. Su rendición ha sido muy intensa y no quiero hacer nada que pueda hacerle sentir que no ha hecho lo correcto.

Su mirada penetra hasta mi alma, confirmándome que soy yo, y sólo yo, la que sabe de verdad lo que necesitaba.

—Acuéstate en la cama, Daniel.

Él echa la espalda hacia atrás y se mueve hasta quedar tumbado en el centro del colchón. No me lo cuestiona, su cuerpo sólo desprende deseo, nada de malos recuerdos.

Me tumbo a su lado y le vuelvo despacio la cara para darle un beso. Daniel separa los labios y me besa con abandono. Mientras él está perdido en el beso, deslizo una mano por su pelo y, cuando las yemas le rozan la nuca, se le acelera la respiración.

Mi lengua domina la suya y, antes de apartarme de sus labios, intento impregnarme de su sabor.

Vuelvo a mirarlo a los ojos y una idea toma forma en mi mente. Un sueño, en realidad. Nos veo a mí y a él tumbados en esta misma cama haciendo el amor. En el sueño, hemos cenado y nos hemos acostado, llevamos años juntos, pero bastan unos besos para que a los dos nos sea imposible dormirnos sin hacer el amor.

No sé cómo, pero veo el mismo sueño en los ojos de Daniel y veo también su temor. El temor que siente de no estar todavía preparado para algo tan intenso, tan íntimo.

—Tranquilo, amor. —Me inclino hacia él y deposito un beso en sus labios. Él se aferra a los míos y gime cuando me aparto—. Sé lo que necesitas, tranquilo.

Tengo que volverme hacia la mesilla de noche un instante y, cuando encuentro lo que busco, vuelvo a mirar a Daniel. Está tenso de deseo, su erección vibra pegada a su abdomen y tiene las pupilas completamente dilatadas.

Sujeto la vela con la mano izquierda y la enciendo con la derecha. Es la vela blanca que utilizamos la última vez, la única en que la usamos. Si Daniel la hubiese tirado, habría tenido que castigarlo. Yo lo habría entendido, pero habría tenido que dejarle claro que no podía hacerme daño de esa manera. Y si la hubiese utilizado solo, también me habría sentido decepcionada.

—Yo no… —empieza él, adivinando mis pensamientos.

—Lo sé, amor. Sé que me necesitas a mí para hacerlo. Lo habría entendido si la hubieses utilizado solo. —Le sonrío—. Pero me alegro de que no lo hayas hecho. Yo tampoco puedo hacer nada sin ti.

Me siento con cuidado encima de él, su erección se desliza por entre los labios de mi sexo, torturándonos a ambos. La vela ahora prendida está en mi mano izquierda y con la derecha sujeto su erecto miembro. Me incorporo lo necesario y lo deslizo hacia el interior de mi cuerpo.

—Vas a hacerme el amor, Daniel —le digo, derramando las primeras gotas de cera en su torso.

Él se excita dentro de mí y aprieta los dientes. Tiene las manos a ambos lados de su cuerpo, la herida en el accidente vendada y la otra aferrándose a la sábana. Mantiene los ojos cerrados.

—Abre los ojos, amor.

Derramo un par de gotas de cera más justo encima del pectoral izquierdo. Espero a que abra los ojos antes de continuar.

—Incorpórate un poco.

El único detalle que delata su confusión es una ceja que se enarca levemente, pero de inmediato apoya la mano sana en la cama y se incorpora de cintura para arriba. Daniel es mucho más alto que yo, así que le rodeo el cuello con ambos brazos. Mis pechos acarician sus pectorales y noto la cera que tiene sobre ellos todavía tibia. Mis manos han quedado a su espalda, así que levanto la derecha para enredar los dedos en los mechones de pelo de su nuca, empapados de sudor, y tiro de él para besarlo.

Los labios de Daniel ceden al encontrarse con los míos, sus gemidos me pertenecen y su lengua suplica acariciar la mía. Empiezo a moverme despacio, a subir y bajar lentamente y él me sujeta suavemente por la cintura, entregándose a mí de nuevo y cediéndome todo el control.

Noto que levanta las caderas.

Inclino la vela que tengo justo detrás de su hombro izquierdo y dejo que la cera se derrame por su espalda.

Daniel se tensa y se detiene de inmediato, mientras su miembro se extiende hasta poseerme por completo. Le tiro del cabello para echarlo un poco hacia atrás y poder mirarlo a los ojos.

—Mío. Dilo.

Él no me mira desafiante, sino excitado, rendido y enamorado.

—Tuyo.

Derramo un poco más de cera en el mismo instante en que vuelvo a besarlo. Daniel gime y me besa. Y besa.

—Vas a hacerme el amor —repito cuando me aparto de nuevo para recuperar el aliento—. Dilo.

—Voy a hacerte el amor.

Lo sujeto por el pelo con tanta fuerza que Daniel tiene que tensar los músculos del cuello para poder hablar. Los hombros le tiemblan de deseo y puedo sentir los latidos de su corazón en su pecho.

—Yo voy a besarte, voy a decirte lo mucho que te amo y voy a moverme encima de ti hasta que me haya convencido de que vamos a estar juntos para siempre. Necesito sentir que soy tuya, Daniel, y lo único que puede convencerme de eso es notarte dentro de mí. Notar que tu deseo me pertenece tanto como tu alma.

Me aparto un poco y aflojo los dedos que tengo en su nuca. Sus ojos negros siguen cada movimiento. Acerco la vela a su hombro y derramo allí unas gotas de cera, marcando el camino hasta su cuello. Él aprieta los dientes al sentir cada una de ellas y su erección tiembla en mi interior.

Empiezo a hacer todo lo que le he dicho. Lo beso y le digo que lo amo, le paso las uñas por el torso y me muevo hacia arriba y abajo de su poderoso miembro, que empieza a humedecerse desesperado.

Él no se mueve. Sus negras pupilas no se apartan de mí ni un instante, dilatándose cada vez que yo gimo, suspiro o me muerdo el labio inferior para retener mi orgasmo.

Los dos estamos empapados de sudor, mis pezones se excitan hasta límites dolorosos al rozar su pecho. Cuando lo beso, él se entrega por completo y, si intenta morderme el labio para retenerme, unas gotas de cera aparecen en su piel y retrocede de inmediato, más al borde del clímax que antes.

Daniel no puede más, sus gemidos cortan el aire y rivalizan en desesperación con los míos. Me acerco la vela a la cara y dejo de mover las caderas. Los dos tardamos unos segundos en tranquilizarnos lo suficiente como para soportar el instante siguiente.

—Te amo, Daniel.

—Te amo, Amelia —contesta él.

—Voy a soplar la vela —le explico y veo que se le vuelve a acelerar la respiración—. Y cuando la llama desaparezca, te besaré y te correrás en mis brazos. Confía en mí. Ya no estás solo.

Soplo y lo beso.

El orgasmo que lo sacude es tan demoledor que tiene que sujetarse a mí con todas sus fuerzas.

Y yo a él.