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Me paso el trayecto de vuelta al hospital haciendo planes, organizando mentalmente los pasos que voy a dar a partir de este momento. La cadena de acontecimientos me parece absolutamente lógica. Primero, Daniel va a recuperarse y la policía averiguará quién se ocultaba tras el horrible accidente. Después, él volverá al bufete y yo seguiré con mi trabajo en Mercer & Bond. Me ganaré la confianza de Daniel poco a poco y él terminará contándome su pasado.

El futuro lo viviremos juntos.

Sólo me falta la música de fondo. Oh, sé que tendremos problemas, la pasión que sentimos el uno por el otro es imposible de contener y de encajar en las etiquetas habituales, pero él me enseñará a darle lo que necesita. Y cuando esté bien, volverá a poseerme, a hacerme el amor con todos sus sentidos, a dominar todas y cada una de mis reacciones con su voz tan ronca y su mirada penetrante.

—Ya hemos llegado, señorita. El Royal Hospital.

La voz del taxista me arranca repentinamente de mi fantasía y me sonrojo avergonzada. ¿Cómo es posible que haya estado pensando en los besos y las caricias de Daniel, cuando él todavía está tumbado en la cama de un hospital?

—Señorita, ¿se encuentra bien?

—Sí, disculpe.

Me apresuro a pagarle y, cargada con mi bolsa de viaje, bajo del taxi. Me digo que es normal que piense que los besos de Daniel son los únicos que han dejado huella en mi vida. Además, por elaborada que haya sido su seducción y a pesar de lo intensas que fueron las noches que compartimos, nada puede compararse a la intimidad que tejen los besos.

Y eso es precisamente lo que necesito ahora: recuperar la intimidad con Daniel, volver a ir con él a un lugar emocional en el que se atreva a confesarme de nuevo sus deseos y yo me atreva a llevarlos a cabo.

Me vibra el teléfono móvil y lo saco del bolsillo de la chaqueta. Es un mensaje de la enfermera del doctor Jeffries, confirmándome que éste pasará por la habitación de Daniel dentro de media hora.

He llegado justo a tiempo. Giro por el último pasillo que conduce al ala donde él se encuentra ingresado y mis pies titubean al ver al agente Miller apoyado negligentemente en la pared. Verlo no me gusta nada. Se suponía que el doctor les había prohibido al detective Erkel y a su compañero hablar con Daniel. Me hierve la sangre y acelero el paso. Lo único que evita que grite son los pacientes que se encuentran en las otras habitaciones y que no tienen la culpa de nuestra tragedia particular.

Miller levanta la vista y al verme se aparta de la pared y adopta una postura militar. Sabe que no voy a felicitarlo por su trabajo y está dispuesto a aguantar el chaparrón. Le sostengo la mirada y entonces comprendo que no veo a Erkel por ninguna parte. ¿Dónde…?

En ese momento se abre la puerta de la habitación y aparece el detective con cara de pocos amigos. A continuación, la cierra de un modo acorde con su expresión.

—¿Qué diablos están haciendo aquí? —le pregunto a Erkel, fulminándolo con la mirada—. El doctor Jeffries ya le ha dicho…

—Buenas tardes, señorita Clark, nosotros también nos alegramos de verla.

—No sea condescendiente conmigo, detective. Le prometí que le llamaría si sucedía algo. Daniel necesita descansar. Si descubro que por su culpa…

—Tranquilícese —vuelve a interrumpirme él y levanta las manos en señal de rendición—. Sólo le he hecho un par de preguntas sobre el coche que lo embistió. El señor Bond está bien.

—¿Cómo se ha atrevido a venir a molestarlo? Apenas hace unas horas que ha salido del coma. —Sigo enfadada.

—Hemos vuelto al hospital por otro asunto. Aunque no lo crea, nuestras vidas no giran alrededor de este caso —añade sarcástico—. Nos hemos cruzado con Rafferty Jones en un ascensor y éste nos ha comentado que el señor Bond estaba despierto y bastante recuperado.

—Y han decidido pasar a saludarlo.

—Exactamente, ése es el lema de la policía de Londres; los modales ante todo.

—Si Daniel vuelve a recaer, me encargaré de que me entreguen su placa en una bandeja —digo entre dientes, dejándome perpleja a mí misma. ¿Desde cuándo me atrevo a plantarle cara a un detective de la policía?

—Espere un momento, señorita Clark.

Es obvio que mi amenaza no le ha sentado nada bien a Erkel y echo los hombros hacia atrás, dispuesta a seguir con el enfrentamiento verbal.

Llevo horas queriendo desahogarme con alguien y el detective me parece el candidato perfecto.

—Jasper. —El agente Miller coloca una mano en el antebrazo de Erkel y éste se detiene por completo—. Estoy convencido de que la señorita Clark está nerviosa por el estado de salud de su prometido. Seguro que puedes entenderla, ¿no es así?

El detective desvía la mirada de mis ojos a la mano de su compañero y cambia radicalmente de actitud. La tensión que hasta entonces dominaba sus hombros desaparece y da un paso hacia atrás.

—Sí, por supuesto.

El agente Miller aprieta ligeramente los dedos, que sigue teniendo en el antebrazo de Erkel, y éste añade casi de forma instantánea:

—Espero que me disculpe, señorita Clark. Le aseguro que el señor Bond está bien. Lo he puesto al tanto de lo que sabemos acerca del accidente y de nuestras sospechas. Igual que he hecho con usted esta mañana. Espero que, si sucede algo más, usted o el señor Bond se pongan en contacto con nosotros de inmediato.

Estoy tan perpleja que tardo unos segundos en reaccionar.

—Claro, detective.

El agente Miller lo suelta y retrocede hasta casi la pared.

—Tenemos que irnos —dice Erkel—. Aunque no suceda nada fuera de lo normal, llámenos si recuerdan algo, por insignificante que les parezca.

—Que tenga un buen día, señorita Clark —se despide el agente Miller al pasar por mi lado.

El detective lo sigue y se limita a decir adiós con un leve movimiento de cabeza.

Qué hombre tan raro, ha pasado de estar furioso a completamente calmado y sólo porque el agente Miller, un policía de rango inferior y como mínimo veinte centímetros más bajo que él y menos musculoso, se lo ha pedido.

Tal vez el tal Erkel tenga tendencia a perder los estribos y su compañero lo ha detenido antes de que dijese o hiciese algo que tuviera que lamentar más tarde.

Sea como sea, no es importante.

Abro la puerta de la habitación de Daniel y lo primero que me llama la atención es que Raff no está por ningún lado.

—¿Dónde está Raff?

Daniel vuelve la cara hacia mí apartándola de la ventana. Está pensativo y se muestra distante de nuevo.

—Se ha ido.

—¿Cómo? ¿Por qué? Se suponía que iba a quedarse contigo hasta que yo volviese.

—Y aquí estás. Ha sido sólo media hora. Estoy en un hospital, enchufado a no sé cuántas máquinas. No me hace falta tener niñera las veinticuatro horas del día.

Me recuerdo que Daniel acaba de despertarse de un coma y que su mal humor está más que justificado. Aun así, reconozco que me cuesta morderme la lengua.

—Me he encontrado con el detective Erkel —le digo, en un intento de cambiar el tono de la conversación, mientras me acerco a la cama.

—Sí, ha pasado a saludar.

¿De dónde sale tanto sarcasmo? Daniel levanta la mano que no tiene herida para frotarse la sien y se me encoge el corazón.

Se ha quitado la cinta.

Trago saliva en busca de mi voz y él desvía la mirada hacia mí para clavarla en mis ojos. Sabe que lo he visto, que me he dado cuenta de que no la lleva, y me reta a enfrentarme a él. Sé lo que está haciendo y no pienso caer en su trampa. Quiere discutir conmigo, sacar a relucir nuestro último encuentro antes del accidente y provocar ¿qué? ¿Que lo abandone? ¿Que me vaya de aquí para siempre?

Aprieto los puños hasta clavarme las uñas en las palmas y me siento en la butaca de cuero blanco que hay junto a la cama.

No voy a discutir con él. No voy a discutir con él.

—He llamado a Patricia.

Intento que las cejas no se me salgan de la cabeza, pero me temo que no lo consigo.

—¿Ah, sí?

—Sí, quería que me pusiera al corriente de los asuntos del bufete.

No voy a discutir con él.

El bufete está perfectamente y él lo sabe. Patricia, a pesar de mis celos, es más que capaz de dirigir ese transatlántico sin inmutarse y Daniel sólo ha estado en coma una semana. Cuando me he ido del hospital, se suponía que Raff y él iban a hacer las paces y a charlar relajadamente, no que Daniel volvería a ponerse en plan hombre de acero y que su amigo lo dejaría en manos del detective Erkel para ir a resolver no sé qué asunto urgente.

—Patricia me ha dicho que no has ido a trabajar desde… —Levanta las manos para señalarse a sí mismo.

—Dilo, desde que sufriste el accidente.

Voy a discutir con él.

Si tantas ganas tiene Daniel de plantarme cara, este momento es tan bueno como cualquier otro.

—Buenas tardes, señor Bond, me alegro mucho de que haya empezado a recuperarse.

El saludo del doctor Jeffries, que entra radiante en la habitación, con una carpeta en la mano, nos interrumpe y estoy tentada de darle las gracias.

Tengo el horrible presentimiento de que Daniel quería estar solo cuando viniese el médico.

Pues mala suerte.

—¿Cómo se encuentra, señor Bond?

—Como si hubiese tenido un accidente de coche.

Jeffries enarca una ceja y lo mira por encima de los papeles que está leyendo.

—La resonancia magnética del cerebro se ve libre de alteraciones y lesiones. No hay ningún coágulo y todos los índices están dentro de lo normal —nos explica—. Tendremos que repetirla dentro de una semana y probablemente le hagamos una mensualmente durante lo que queda de año, pero salvo que aparezca alguna complicación, me atrevería a decir que su cabeza está perfectamente, señor Bond.

—¿Cuándo podré irme de aquí?

Jeffries ni se inmuta, pero yo tengo que morderme la lengua para no decirle a Daniel que si se ha vuelto loco.

—¿No le gusta estar con nosotros, señor Bond?

En ese instante habría aplaudido al médico.

—No.

—Entiendo. —Vuelve a abrir la carpeta, que había cerrado segundos antes, y lee un documento—. La herida del pulmón está siguiendo su curso y de momento no podemos hacer nada más por la rodilla y la mano. Si se queda en casa con la ayuda necesaria y acude a un centro de rehabilitación, no veo ningún inconveniente en darle el alta dentro de dos días.

—Uno.

—Esto no es una negociación, señor Bond.

—Podría irme de aquí mañana —insiste él—. Sólo tengo que firmar los papeles diciendo que asumo que lo hago bajo mi responsabilidad y ni usted ni nadie podrá retenerme.

—¿Siempre es así? —me pregunta el médico, mirándome exasperado.

—Siempre.

Aunque cuando salgamos de aquí, le dejaré claro a Daniel lo que pienso de su comportamiento.

—Tiene usted razón, señor Bond. Ahora que está despierto, no podemos retenerlo en contra de su voluntad. El hospital tiene mucho trabajo y ni mi equipo ni yo estamos dispuestos a perder el tiempo. Miraré su informe y tramitaré el alta. Mañana le traeré los resultados de sus pruebas para que pueda acudir al centro de rehabilitación. Hágalo o se quedará cojo de por vida y no recuperará la movilidad de la mano.

—No se preocupe, doctor, yo me encargaré personalmente de que no se salte ninguna cita. Irá a rehabilitación —afirmo, mirando a Daniel a los ojos—. Y acudirá a todas las revisiones que usted estime necesarias.

El hombre me mira y su alivio es más que palpable.

—Volveré mañana por la mañana. —Cierra de nuevo la carpeta y mira a Daniel un segundo—. Tendría que tomarse todo esto más en serio, señor Bond. Ha estado a punto de morir.

Él asiente levemente y creo verlo tragar saliva, pero no estoy segura.

—Lo sé, doctor.

Jeffries lo mira confuso y al final suspira y se aparta de la cama para despedirse de mí.

—Hasta mañana, señorita Clark. Usted también debería descansar. —Baja la voz y añade—: Me temo que la esperan unos días muy difíciles.

—Gracias, doctor. Lo veré mañana.

Jeffries me sonríe y abandona la habitación negando con la cabeza. Seguro que si pudiera, zarandearía a Daniel hasta hacerlo entrar en razón.

Espero a que el médico cierre la puerta antes de ponerme en pie y acercarme a la bolsa que he dejado al entrar. Necesito calmarme un poco antes de hablar con Daniel, y colocar la ropa en el diminuto armario de la habitación me ayudará a conseguirlo.

Pero al parecer, él no está dispuesto a permitírmelo.

—¿Qué estás haciendo?

—Guardando la ropa que he traído. Si nos vamos mañana no nos hará falta, pero no quiero que se arrugue en la maleta. Tus vaqueros tendremos que cortarlos, de lo contrario, es imposible que puedas ponértelos con el yeso.

Entro en el baño y dejo el neceser. Me quedo allí unos segundos e intento calmar los latidos de mi corazón. Cuando salgo, Daniel se ha incorporado un poco más en la cama y está prácticamente sentado. Tiene la cabeza inclinada y la mirada fija en algo que sujeta entre los dedos.

La cinta.

Se me hace un nudo en la garganta que amenaza con ahogarme y tengo que tragar varias veces para aflojarlo. No puedo fingir que no lo he visto o que no sé lo que significa. Llevo semanas diciéndome a mí misma que soy capaz de ser la mujer que él necesita. Ha sido este convencimiento el que me ha permitido seguir adelante sin desmoronarme. Daniel me quiere. Pero ¿y si no es así? ¿Y si ya no me quiere?

¿Qué Daniel es más el de verdad, el que me pidió que lo atase y lo poseyese o el que acaba de quitarse la cinta que lo marcaba como mío y que prácticamente rehúye mi mirada?

Tengo que saberlo, tengo que encontrar algo en sus ojos, en su voz, que me ayude a distinguir el auténtico del falso. Su beso. Me llevo los dedos a los labios al recordar la caricia de su aliento, el temblor de su boca, el sabor de su lengua. El beso de antes era el beso de un hombre que me necesita, no el de uno que quiere echarme de su lado.

Decidida, me dirijo a él y me siento de nuevo en la cama, justo al lado de la mano en la que sujeta la cinta.

—Te la has quitado sin mi permiso.