16
Cuando llego al apartamento de Marina, me tropiezo con Rafferty en la escalera. Está casi tan alterado como yo y ambos nos sorprendemos de encontrarnos en tal estado.
—¿Qué te ha pasado, Amelia? —pregunta él primero.
—Daniel y yo hemos discutido. Me ha echado —añado con un sollozo.
—Te juro que ese hombre es imposible, no sé por qué se empeña en boicotear lo vuestro.
—Ha sido culpa mía. —Lo veo enarcar una ceja—. En serio, Daniel no ha tenido la culpa.
—¿Y qué vas a hacer? —Se cruza de brazos y espera mi respuesta.
—Lo que él me ha pedido. —Sí, por primera vez, voy a hacer exactamente lo que Daniel me ha dicho. Respetaré su decisión. Le demostraré que entiendo lo que siente y encontraré el modo de que me perdone. Me niego a pensar que nos hemos separado para siempre.
—Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras —se ofrece Raff.
—Gracias. ¿Y tú qué haces aquí?
—He venido a ver a Marina —me contesta escueto.
—¿Y?
—No ha servido de nada.
—¿Qué sucedió en Italia? Sé que cuando fue allí a ver a su familia la acompañaste y también sé que está triste desde que ha vuelto. Cuando te conocí, pensé que eras el hombre perfecto para ella, que hacíais muy buena pareja.
—¿Marina no te lo ha contado?
—No, me dijo que era una cuestión tuya muy personal. Por eso te lo estoy preguntando ahora.
—Marina me gusta mucho y reconozco que cuando la conocí pensé que me bastaría con ella, pero no es así. No puedo engañarme a mí mismo, ni a Marina.
—¿Qué estás diciendo, qué necesitas acostarte con varias mujeres a la vez o que eres incapaz de ser fiel?
No puedo creer lo que estoy oyendo. Raff parece un hombre de principios, con un código del honor muy estricto. Por lo visto, se me da peor de lo que creía conocer el carácter de las personas.
—No, nada de eso —afirma visiblemente indignado—. No sé si éste es el mejor lugar para hablar del asunto. —A continuación, señala mis maletas y la escalera en la que estamos plantados.
—No pienso moverme hasta que me contestes. Marina es mi mejor amiga, sin ella no me habría atrevido a venir a Londres y a intentar rehacer aquí mi vida, así que más te vale hablar. No tengo demasiada paciencia para la gente que le hace daño a mis amigos.
—Tranquila, no te pongas así, te lo contaré.
Tal vez debería disculparme con Raff, él no tiene la culpa de que esté tan frustrada y dolida.
—En mi vida sólo he tenido una relación en la que he sido realmente feliz —empieza Raff— y fue con dos personas al mismo tiempo, con Susan y John.
Se queda en silencio y me da tiempo a asimilar lo que acaba de decirme. Oh, Dios, él tiene razón, la escalera no es lugar para tener esa conversación, pero ya es demasiado tarde para sugerirle que vayamos a otro sitio, porque sigue contándome su historia.
—Yo estaba convencido de que estábamos los tres juntos, que los tres éramos igual de importantes. Un trío en vez de una pareja —afirma, mirándome a los ojos sin avergonzarse ni justificarse—. Pero me equivoqué y me rompieron el corazón.
—¿Qué pasó?
Es obvio que Raff todavía no se ha recuperado del todo de esa ruptura, porque el dolor es más que evidente en su rostro.
—Susan y John se casaron y tienen dos hijos. Y yo estoy contándote mi sórdido pasado en una escalera.
—Lo siento, Raff. No tenía ni idea.
Él se encoge de hombros.
—Pensé que me bastaría estar con Marina, que con ella no sentiría la necesidad de buscar nada más, que podría ser feliz. Pero en Italia sucedió algo y me di cuenta de que no iba a poder. Y como no quería hacerle daño siéndole infiel, le conté la verdad.
—Y ella te ha dejado.
—Es normal, en realidad nunca pensé que fuera a aceptarlo y a decirme «de acuerdo, vamos a buscar a un hombre que nos guste a los dos» —se burla de sí mismo.
—Entonces, ¿a qué has venido?
Raff suspira antes de contestar.
—La echo de menos y me preocupo por ella. Cuando Daniel estaba en el hospital, tenía una excusa para llamarla de vez en cuando, pero ahora no. No me malinterpretes, me alegro mucho de que él se esté recuperando, pero ahora tengo que ser más imaginativo para ver a Marina.
—No le hagas daño, Raff.
—Antes preferiría morir, por eso he renunciado a ella, pero sigo queriéndola y deseo que me dé una oportunidad de ser su amigo. No seremos nunca pareja, eso ya lo sé, pero espero que con el tiempo me deje estar a su lado.
—Ojalá lo consigas. Marina es la mejor amiga que uno puede tener en la vida.
—Será mejor que me vaya —dice Raff—, me esperan en el trabajo y tú seguro que quieres dejar estas maletas.
—Sí.
Desciende unos escalones y vuelve a detenerse.
—Me alegro de habértelo contado, Amelia. Espero que Daniel y tú solucionéis las cosas. Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme.
—Raff, ¿él te ha hablado alguna vez de su hermana?
—No demasiado.
—¿Sabes dónde está enterrada?
—No, la verdad es que no, pero supongo que debe de ser en Hartford. Daniel vivía allí de pequeño.
—Gracias.
Me doy media vuelta pensativa y subo la escalera hasta mi piso.
Marina y yo nos pasamos el resto del día consolándonos mutuamente. Ahora que sé toda la verdad sobre los motivos del distanciamiento entre ella y Raff me resulta más fácil entender lo que dice y poder aconsejarla. Claro que está más que demostrado que no soy nadie para dar consejos.
Ella me consuela cuando yo rompo a llorar y le cuento que Daniel me ha echado de su apartamento y los motivos por los que lo ha hecho.
Al día siguiente, cojo un tren en dirección a Hartford y al llegar pregunto por el cementerio. Hartford es un pueblo pequeño en el que todavía recuerdan la trágica historia de los Bond, y una anciana prácticamente me acompaña hasta la iglesia detrás de la cual encuentro las lápidas que estoy buscando.
La de los padres de Daniel contiene sólo los nombres de éstos y, en letras más pequeñas, las fechas de nacimiento y la del accidente.
La de su hermana Laura tiene una pequeña inscripción: «Siempre te echaré de menos, Daniel».
Se me encoge el corazón al pensar en él con diecisiete años, pidiéndole al hombre de la funeraria que inscribiera eso en la lápida.
No sé qué esperaba descubrir viniendo aquí, quizá sencillamente siento la necesidad de estar cerca de Daniel. Deposito el pequeño ramo de margaritas que he comprado y paso los dedos por la lápida.
—¿La conocía? —me pregunta un hombre a mi espalda.
—No exactamente —contesto—. Soy amiga de la familia —añado, para justificar mi presencia allí y que no piense que soy una psicópata.
Me doy la vuelta y me encuentro con un anciano limpiando una lápida en la que coloca después un ramo de flores frescas.
—¿Usted la conocía?
—¿A la niña de los Bond? Sí, por supuesto. —Arranca unos hierbajos y los deja caer al suelo—. Una lástima, una auténtica lástima lo que le sucedió a esa pobre chica.
—¿Qué le sucedió?
—¿No ha dicho que es amiga de la familia? —me pregunta, levantando una ceja blanquísima.
—Estoy enamorada de Daniel —confieso de repente.
El anciano me evalúa con los ojos.
—Él siempre me gustó, era un buen chico.
—¿Puede contarme qué le pasó a Laura?
El hombre arranca unos cuantos hierbajos más y coloca un ramo de rosas rojas en la tumba. Se levanta del suelo, donde estaba arrodillado, y me hace señas.
—Venga conmigo, soy demasiado mayor para tanta humedad. Me llamo Harry.
—Es un placer conocerlo, Harry, yo soy Amelia.
Caminamos por el cementerio, él marca el rumbo y yo lo sigo.
—Después del accidente, apareció el tío de los muchachos. No sé qué pasó, pero Laura cambió por completo. Pasó de ser una chica dulce y educada a estar siempre taciturna y a frecuentar muy malas compañías. Su hermano y ella se peleaban constantemente. Pocos días antes de morir Laura, tuvo una discusión horrible con Daniel en el pub del pueblo. Yo estaba allí, por eso me acuerdo.
—¿Qué pasó?
—Daniel entró hecho una furia, creo recordar que tenía diecisiete años, pero era alto y estaba muy fuerte para un chico de su edad. Laura era unos años mayor que él y estaba bebiendo en la barra, mientras unos hombres intentaban decidir quién se iría con ella. Daniel entró y le tiró del brazo para llevársela de allí, pero la chica plantó los pies en el suelo. Daniel le gritó que dejara de hacer lo que estaba haciendo y ella contestó que lo hacía para salvarlo a él. No sé a qué se refería, pero el rostro del muchacho palideció y le dijo que no hacía falta que se sacrificase, que podía salvarse solo. Laura se rió con tristeza y dijo que era mejor que todo siguiese como estaba.
—¿Y ya está?
—Ya está. Daniel se fue, tiró una silla al salir y no volvió. Una semana más tarde, todos acudíamos al funeral de Laura y el chico tenía un ojo morado y varias marcas de arañazos en el cuello. Nadie le preguntó cómo se lo había hecho.
—¿Y su tío? ¿Estaba en el funeral?
—Por supuesto. Recuerdo que me sorprendió que tío y sobrino se asegurasen de estar a varios metros de distancia en todo momento. ¿Daniel está bien? Nunca viene por aquí.
—Sí, está bien.
—Me alegro.
—Gracias por haberme contado todo esto, Harry.
—De nada, espero que le sirva de ayuda. Sé lo difícil que es superar la muerte de un ser querido y es lógico que Daniel siga añorando a su hermana. Siempre estaban juntos.
—Sí, me será de ayuda. Gracias de nuevo.
Me despido del hombre y tomo el primer tren de regreso a Londres. Cada vez tengo más preguntas y menos respuestas.
En vez de seguir investigando por mi cuenta, o de avasallar a Daniel, decido que el mejor modo de demostrarle que le respeto es esperando a que él me lo cuente. Me resulta muy difícil, pero centrarme en el trabajo me ayuda y gracias a Marina, Martha y a la multitud de expedientes que se acumulan en mi mesa, consigo pasar los días.
Las noches son peores aún. No dejo de recordar a Daniel atado en su cama, con la cera quemándole la piel, diciéndome que me pertenecía. Todavía no he logrado dormirme sin llorar, pero poco a poco voy asumiendo que tengo que esperar.
Le conté a Patricia que Daniel iba a volver al cabo de dos semanas y que yo me iría en las mismas fechas. Sin entrar en detalles, también le dije que Daniel me había ofrecido encontrarme trabajo en otro bufete de la ciudad, pero que yo no estaba interesada.
Junto con Marina, he decidido que durante una época la ayudaré en la ONG y después ya veremos. Tal vez busque trabajo en un gran bufete o me presente a oposiciones. Todavía no lo he decidido. Lo único que sé es que no voy a marcharme de Londres.
A Patricia no le gustó que me quisiera ir e insistió en que me quedase. Yo le dije que era lo mejor para todos.
Si algún día Daniel y yo volvemos a estar juntos, prefiero no trabajar con él, y si ese día no llega nunca, no podría soportar verlo a diario y saber que lo he perdido para siempre.
En mi último día de trabajo, tengo la desgracia de tener que soportar al señor Howell. Su divorcio es el caso más importante en el que he tenido la suerte de participar en el bufete. Mercer & Bond representan a la ahora ex señora Howell, que ha querido divorciarse, por múltiples infidelidades, del que fue capitán de la selección inglesa de fútbol y sigue siendo héroe nacional.
Antes de entrar en la reunión, Martha me cuenta que Daniel ha llamado a David, el socio que lleva el caso, y que le ha mandado unos documentos que lograrán que Ruffus Howell retire para siempre el recurso y pague todo lo que tiene que pagarle a su ex esposa.
Martha, al igual que yo, no tiene ni idea de qué son esos documentos, pero, a juzgar por la cara que ha puesto el señor Howell al abrir el sobre donde estaban, Daniel ha dado en el clavo.
Howell deja el sobre encima de la mesa y, con cara de asco, firma los documentos que le ha presentado David.
—Espere un momento, señorita Clark, me gustaría hablar un segundo con usted, si es tan amable —me dice Howell luego.
Ya estamos todos en pie, así que me detengo detrás de la mesa y miro a Martha. Mi amiga se va detrás de David, pero deja la puerta abierta y puedo verla esperándome en el pasillo.
—Usted dirá, señor Howell.
—Dígale a Daniel que ha ganado, pero que al final todos tenemos que pagar por lo que hacemos. Oh, no se preocupe, yo no voy a hacerle nada a su precioso novio —afirma sarcástico, al ver que me he asustado—. Si le digo la verdad, creo que me iré a vivir a Estados Unidos y no volveré nunca a este país tan rancio. Daniel cree que ha sido muy cauteloso, más listo que todos los demás, pero hay alguien que está esperando el momento adecuado para atacarlo.
—¿Y usted me está avisando? Permítame que ponga en duda sus buenas intenciones.
—No crea que lo hago por bondad; por mí, Daniel podría caerse muerto aquí mismo, pero la persona que anda detrás de él también anda detrás de mí por otros asuntos y me gustaría quitármelo de encima.
—¿El señor Jeffrey Bond? —le sugiero suspicaz.
—El mismo. Tenga cuidado, señorita Clark, esa familia lleva años destruyéndose. —Se pone en pie y me sonríe—. Que tenga un buen día.