Siete

El veintidós de diciembre, Turbín se agravó hasta el punto que todos esperaban su muerte de un momento a otro. Era un día algo turbio, blanco y atravesado por los reflejos de la Navidad, que tan cerca estaba. Estos reflejos se sentían sobre todo en el brillo del parquet de la sala, que parecía un espejo gracias a los esfuerzos conjuntos de Aniuta, Nikolka y Lariósik. Los tres habían trabajado sin ruido la víspera. La Navidad se anunciaba también en los soportes de las lamparillas, que las manos de Aniuta habían dejado relucientes. Olía, en fin, a abeto y las verdes ramas adornaban un rincón junto a Valentín, que parecía olvidado para siempre sobre el teclado del piano…

Por mi hermana…

Elena salió hacia el mediodía de la habitación de Turbín y con pasos no muy firmes, en silencio, cruzó el comedor, en el que Karás, Mishlaievski y Lariósik permanecían sumidos en un total mutismo. Ninguno de ellos se movió cuando pasaba, temían mirarle a la cara. Elena cerró la puerta de su habitación y la pesada cortina quedó al momento inmóvil.

Mishlaievski se removió.

—El jefe lo hizo todo bien —dijo con un ronco susurro—, pero no tuvo suerte con Aliosha…

Karás y Lariósik no añadieron nada. Lariósik parpadeó y unas sombras violáceas se extendieron por sus mejillas.

—Diablos… —siguió Mishlaievski, que se levantó y, balanceándose, se acercó a la puerta. Se detuvo indeciso, dio la vuelta, señaló hacia la habitación de Elena y dijo—: Prestad atención, muchachos, porque…

Se quedó pensando y salió al cuarto de los libros, donde se perdieron sus pasos. Algo después, de la habitación de Nikolka llegó el rumor de su voz y de unos extraños gemidos.

—Está llorando Nikolka —balbució desesperado Lariósik.

Dejó escapar un suspiro, se acercó de puntillas a la puerta de Elena y se inclinó hacia el ojo de la cerradura, pero no pudo ver nada. Miró impotente a Karás y le hizo una seña como preguntando. Karás se aproximó indeciso, pero luego llamó varias veces con un leve repiqueteo de uñas y dijo a media voz:

—Elena Vasílievna, Elena Vasílievna…

—No tengan miedo —llegó del otro lado de la puerta la sorda voz de Elena—. No entren.

Karás se incorporó y Lariósik hizo lo mismo. Volvieron a sus lugares —a las sillas colocadas junto a la estufa de Saardam— y quedaron inmóviles y silenciosos.

Ni los Turbín ni quienes estaban íntimamente unidos a ellos podían hacer nada en la habitación de Alexei. Apenas si podrían moverse en ella, con los tres hombres que ya la ocupaban. Eran el oso de ojos dorados, un joven afeitado y esbelto, más parecido a un oficial de la Guardia que a un médico, y el profesor de pelo blanco. Su arte le reveló y reveló a la familia de los Turbín tristes noticias inmediatamente, en cuanto apareció el dieciséis de diciembre. Lo comprendió todo y dijo que Turbín estaba enfermo con el tifus. Y al instante la herida de la axila izquierda pasó a un segundo plano. Una hora antes había salido con Elena a la sala y allí, a la insistente pregunta formulada no sólo con la lengua, sino también con los secos ojos, con los agrietados labios y la despeinada cabellera, había dicho que había pocas esperanzas, «Muy pocas», había agregado mirando a Elena con ojos de hombre que ha visto mucho y que por eso compadece a todos. Sabían muy bien, y también Elena, lo que esto significaba: no había ninguna esperanza y Turbín iba a morir. Después de esto, Elena entró en el dormitorio de su hermano y durante largo rato estuvo de pie mirándole a la cara. También entonces comprendió muy bien que no había la menor esperanza. Sin poseer el arte del anciano, de buen corazón y pelo blanco, se podía saber que el doctor Alexei Turbín se estaba muriendo.

Todavía despedía calor, pero era un calor frágil que en cualquier momento podía extinguirse. Su cara empezaba ya a presentar un extraño matiz de cera; su nariz había cambiado, era más afilada y un rasgo de desesperanza se dibujaba precisamente en esa nariz, más aguileña que nunca. Elena sintió que se le enfriaban los pies y que se mareaba con un sentimiento de angustia en aquel aire denso impregnado de alcanfor. Pero esto pasó rápidamente.

Algo oprimía como una piedra el pecho de Turbín, que respiraba fatigosamente, mostrando los dientes y tratando de absorber el pegajoso aire que no entraba en sus pulmones. Hacía mucho que había perdido el conocimiento, no veía ni comprendía nada de cuanto ocurría a su alrededor. Elena, sin decidirse a sentarse, lo contemplaba. El profesor le tocó el brazo y dijo a media voz:

—Váyase, Elena Vasílievna, nosotros haremos lo que haga falta.

Ella obedeció y se retiró acto seguido, Pero el profesor no tenía nada que hacer.

Se quitó la bata, se limpió las manos con unos algodones humedecidos y miró una vez más la cara de Turbín. La sombra violácea se hacía más densa en las comisuras de los labios y la nariz.

—Es un caso desesperado —dijo en voz muy baja al oído del joven afeitado—. Usted, doctor Brodóvich, se quedará con él.

—¿Aceite alcanforado? —preguntó Brodóvich en un susurro.

—Sí, sí, sí.

—¿Una ampolla?

—No —miró a la ventana y se quedó pensando—. Tres centímetros cúbicos cada vez. Y más a menudo. —Siguió pensando y añadió—: Si esto se acaba —estas palabras las pronunció el profesor en voz muy baja para que Turbín, incluso a través del velo del delirio y la niebla no las oyera— telefonéeme a la clínica. En el caso contrario, vendré en cuanto haya dado la clase.

Todos los años, tanto como los Turbín recordaban, las lamparillas se encendían en la casa al atardecer del veinticuatro de diciembre. Y luego, las vacilantes llamitas lucían en las verdes ramas de abeto del comedor. Pero ahora la traidora herida de la bala y el tifus lo habían trastornado y confundido todo, habían adelantado también la aparición de la luz de las lamparillas. Elena cerró la puerta del comedor y se acercó a la mesilla. Sacó una caja de cerillas, se subió a una silla y encendió la velita de la lámpara que colgaba de la pesada cadena ante el viejo icono con su macizo marco. Cuando empezó a arder, la morena cara de la virgen adquirió un tinte dorado y sus ojos se hicieron acogedores y cariñosos. La cabeza ladeada miraba a Elena. En los dos cuadros de las ventanas había un blanco y delicioso día de diciembre, mientras que en el rincón la vacilante lengua de la llama era un nuncio de la fiesta. Elena bajó de la silla, se quitó el pañuelo que cubría sus hombros y se puso de rodillas. Apartó el borde de la alfombra, dejando al descubierto el reluciente parquet, y en silencio, hizo la primera reverencia.

En el comedor entró Mishlaievski, seguido de Nikolka con los párpados inflamados. Habían estado en la habitación de Turbín. Nikolka dijo:

—Se está muriendo…

—Oye —dijo Mishlaievski— ¿llamamos a un sacerdote? ¿Qué crees tú? Porque así, sin confesión…

—Hay que decírselo a Elena —contestó asustado Nikolka—. No podemos hacerlo sin que ella se entere. Podría sucederle algo…

—¿Y el doctor qué dice? —preguntó Karás.

—Qué va a decir. Ya lo ha dicho todo —replicó Mishlaievski, con voz afónica.

Durante largo rato inquietos estuvieron cambiando impresiones a media voz. Se oían los suspiros de Lariósik pálido y aturdido. Entraron una vez más a hablar con el doctor Brodóvich éste se asomó al recibimiento encendió un cigarrillo y dijo que se trataba de la agonía y que como es natural podían llamar a un sacerdote. No tenía nada que objetar porque el enfermo estaba en coma y eso no le produciría ningún daño.

—La extremaunción…

Siguieron cambiando impresiones a media voz pero no se decidieron a avisar de momento al sacerdote. Llamaron en la puerta de Elena y ésta apenas si contestó: «Dejadme ahora… Ya saldré…».

Y ellos se retiraron.

Elena de rodillas miraba por debajo de las cejas la dentada corona sobre la cara ennegrecida de claros ojos y alargando las manos decía en un susurro:

—Nos mandas demasiadas desgracias, madre auxiliadora. En un solo año acabas con la familia. ¿Por qué? Te llevaste a nuestra madre, no tengo marido ni lo tendré, lo comprendo. Ahora lo comprendo muy bien. También te llevas al mayor. ¿Por qué? ¿Cómo viviremos Nikolka y yo los dos solos?… Mira lo que ocurre alrededor, míralo… ¿No te compadeces, madre auxiliadora? Acaso seamos malos, pero ¿por qué castigamos así?

Hizo una nueva reverencia hasta apretar la frente contra el suelo, se santiguó y, alargando de nuevo las manos, empezó a pedir:

—En ti pongo toda mi esperanza, Virgen purísima, en ti. Suplica a tu Hijo, suplica a Dios nuestro Señor que haga un milagro…

El murmullo de Elena se hizo apasionado, confundía las palabras, pero no cesaba de hablar. Las reverencias se sucedían más y más frecuentes, sacudía la cabeza para echar atrás el mechón de pelo que le caía sobre los ojos. El día desapareció en los cuadrados de las ventanas, desapareció el halcón blanco, nadie oyó la gaviota de las tres de la tarde y completamente desapercibido llegó aquel a quien Elena llamaba por la intercesión de la morena Virgen. Apareció junto al sepulcro abierto, resucitado, benigno y descalzo. El pecho de Elena se ensanchó, el color volvió a sus mejillas, sus ojos se llenaron de luz, de un llanto seco y sin lágrimas. Acercó la frente y la mejilla al suelo, luego, enderezándose con toda el alma, miró a la luz, sin sentir ya el duro parquet bajo sus rodillas. La llama se había hecho mayor, el oscuro rostro hundido en la corona adquiría visiblemente vida y los ojos hacían pronunciar a Elena nuevas y nuevas palabras. Un silencio absoluto reinaba tras la puerta y tras las ventanas, el día se hacía oscuro con una velocidad terrible y una vez más surgió la visión: la cristalina luz del firmamento, unas peregrinas rocas arenosas de un color rojo amarillento, unos olivos, la catedral de la que parecía desprenderse una quietud y un frío negros y seculares.

—Madre auxiliadora —balbucía Elena, mirando la llama—, pídeselo. Está ahí. No te cuesta nada. Ten compasión de nosotros. Compadécete. Vienen tus días, tu fiesta. Aún puede hacer algo bueno, yo te suplico que perdones sus pecados. Aunque Serguei no vuelva. Quítamelo, pero no nos castigues con esta muerte… Todos somos culpables de la sangre derramada, pero no nos castigues. No nos castigues. Está ahí, ahí…

La llama empezó a fragmentarse y un largo rayo se extendió hasta los mismos ojos de Elena. Estos ojos, dominados por la locura, vieron que los labios de la faz enmarcada por la diadema de oro se abrían, la mirada adquiría tan inusitada expresión que su corazón estalló reventando por el miedo y una embriagadora alegría. Cayó al suelo y ya no volvió a incorporarse.

Una seca ráfaga de inquietud recorrió toda la casa. Alguien cruzó de puntillas el comedor. Alguien arañó en la puerta y surgió un susurro: «Elena… Elena… Elena…». Esta se puso en pie a la vez que se pasaba el dorso de la mano por la resbaladiza frente y echaba atrás el rebelde mechón. Con la vista fija en el vacío, sin ver nada, como una salvaje, sin preocuparse del resplandeciente rincón y con el corazón convertido en un trozo de acero, se acercó a la puerta, que sin esperar el permiso se abrió por sí misma, Nikolka apareció en el marco de la cortina. Sus ojos miraban espantados a Elena, le faltaba aire.

—¿Sabes, Elena? No temas… no temas… ve… parece que…

El doctor Alexei Turbín, amarillo como una vela rota y aplastada en unas manos sudorosas, yacía con el afilado mentón vuelto hacia arriba, sus sarmentosas manos descansaban sobre la manta. Su cuerpo despedía un sudor pegajoso y su pecho, seco y resbaladizo, subía y bajaba por entre la abertura de la camisa. Bajó la cabeza, apoyó la barbilla en el pecho, mostró unos dientes amarillentos y entreabrió los ojos. En ellos danzaba aún el roto velo de la niebla y el delirio, pero entre los negros jirones se asomaba ya la luz. Con voz muy débil, ronca y fina, dijo:

—Crisis, Brodóvich. ¿Sanaré?

En las manos temblorosas de Karás la lámpara iluminaba el hundido lecho y las arrugadas sábanas, dejando unas sombras grises en los pliegues.

El médico de cara afeitada, con mano muy firme, apretó en un pellizco los escasos restos de carne y clavó en el brazo de Turbín la aguja de la pequeña jeringuilla. Unas gotitas de sudor cubrieron su frente. Estaba conmovido y asombrado.