Dos
A costa de siete hombres muertos, nueve heridos y siete caballos fuera de combate, el coronel Bolbotún avanzó media versta, desde la plaza de Pechersk hasta la calle Rezínovskaia, y allí volvió a detenerse. Los cadetes en retirada habían recibido refuerzos. Contaban con un coche blindado. La torpe y gris tortuga con sus torretas se arrastró a lo largo de la calle Moskóvskaia e hizo tres disparos sobre Pechersk, sin cesar de arrastrar su cola de cometa con un ruido que recordaba el de las hojas secas. Bolbotún mandó al instante echar pie a tierra, los caballos fueron retirados a un lugar protegido, los hombres se tumbaron en línea de tiradores sobre la nieve, previo un ligero repliegue hacia la plaza de Pechersk, y se entabló un desganado tiroteo. La tortuga cerraba la calle Moskóvskaia y disparaba de vez en cuando. Le secundaban un débil fuego por descargas de la fusilería de los hombres desplegados a la entrada de la calle Suvórovskaia. Allí, entre la nieve, se encontraba la línea de tiradores a quienes el fuego de Bolbotún había hecho retroceder a Pechersk, con los refuerzos que habían recibido de la siguiente manera:
—R-r-r-r-r-r…
—¿El primer grupo de voluntarios?
—Sí, al habla.
—Mandad inmediatamente dos compañías de oficiales a Pechersk.
—Enterado. Rrrrr… Ti… ti… ti… ti…
Y a Pechersk llegaron catorce oficiales, cuatro cadetes, un estudiante y un actor del teatro de miniatura.
Pero se entiende, una débil línea de tiradores no era suficiente. Ni siquiera con el refuerzo de una tortuga. Las tortugas que debieron llegar eran cuatro. Y de haberlo hecho puede decirse con seguridad que el coronel Bolbotún habría tenido que retirarse de Pechersk. Pero no llegaron.
Esto ocurrió porque el jefe del segundo coche del grupo de blindados del hetman —integrado por cuatro excelentes máquinas— era nada menos que el famoso alférez Mijaíl Semiónovich Shpolianski, que en mayo de 1917 había recibido la cruz de San Jorge de manos de Alexandr Fiódorovich Kerenski.
Mijaíl Semiónovich era un hombre muy moreno y de mejillas afeitadas, que tenía un extraordinario parecido con Evgueni Oneguin. Apenas había llegado de San Petersburgo cuando ya se dio a conocer en toda la ciudad. Se hizo famoso como excelente recitador en el Club Cenizas de sus propios versos Las gotas de Saturno y como magnífico organizador de los poetas y presidente de la orden poética Magnitni Triolet. Además, Mijaíl Semiónovich no tenía rival como orador; además sabía conducir coches tanto militares como de tipo civil; además tenía amores con una bailarina del teatro de la Opera, Musía Ford, y con cierta dama cuyo nombre, como caballero que era, no revelaba a nadie. Manejaba el dinero en abundancia y lo prestaba generosamente a los miembros de Magnitni Triolet;
bebía vino blanco,
jugaba a los dados,
compró el cuadro «Veneciana en el baño»,
las noches las pasaba en la calle Kreschátik,
las mañanas en el café «Bilboke»,
las primeras horas de la tarde, en su confortable habitación del hotel Continental, el mejor de la Ciudad, las últimas horas de la tarde, en el Club Cenizas,
al amanecer escribía un trabajo científico que pensaba titular Lo intuitivo en Gógol.
La Ciudad del hetman cayó tres horas antes de lo debido a causa de que Mijaíl Semiónovich, el dos de diciembre de 1918 por la tarde había manifestado en Cenizas a Stepánov, Sheier, Slonij y Cheremshin (cabezas visibles de Magnitni Triolet) lo siguiente:
—Todos son unos miserables. Lo mismo el hetman que Petliura. Pero Petliura, para colmo, es un bandolero. Aunque lo principal no es eso. Me siento aburrido porque hace mucho que no he tirado una bomba.
Terminada la cena en Cenizas, que pagó Mijaíl Semiónovich, éste, con su excelente abrigo de cuello de castor y sombrero de copa, salió a la calle en compañía de todo el Magnitni Triolet y de un quinto, un personajillo algo bebido con un abrigo de piel de cabra. No era mucho lo que Shpolianski sabía de él: primero, que estaba enfermo de sífilis; segundo, que había escrito unos versos contra Dios que él, Mijaíl Semíónovich, muy relacionado en los medios literarios, había conseguido hacer publicar en una colección de poesías que se editó en Moscú, y tercero, que se llamaba Rusakov y su padre era bibliotecario.
El sifilítico lloraba embutido en su piel de cabra al pie de una farola eléctrica de la Kreschátik y agarrado a las mangas del abrigo de Shpolianski, decía:
—Shpolianski, tú eres el más fuerte de esta ciudad, que se está pudriendo lo mismo que yo. Eres tan bueno que se te puede perdonar hasta tu espantoso parecido con Oneguin. Oye, Shpolianski, el parecerse a Oneguin resulta una inconveniencia. Parece que tienes demasiada salud… No luces una noble barriguita que pudiera convertirte realmente en un gran hombre de nuestros días… Aquí me tienes a mí, me pudro y estoy orgulloso que así sea… Tienes demasiada salud, pero eres fuerte como un tornillo; enróscate, pues, como es debido… ¡Hacia arriba!… Así…
Y el sifilítico mostró cómo debía hacerlo. Se agarró a la farola y empezó a enroscarse en ella, alargándose y haciéndose más delgado, como una culebra. Pasaron unas prostitutas con sus sombreritos verdes, rojos y negros, hermosas como muñecas, y dijeron alegremente al tornillo:
—¿Qué olfateas, hijo de mala madre?
Muy lejos disparaban los cañones y Mijaíl Semiónoyich se parecía, en efecto, a Oneguin bajo los copos que volaban a la luz de la farola.
—Vete a dormir —dijo al tomillo sifilítico, apartando algo la cara para que éste no le tosiera en la boca—. Vete.
Empujó con las puntas de los dedos en el pecho del abrigo de piel de cabra. Los negros guantes de gamuza rozaron el raído paño, los ojos del sifilítico parecían de cristal. Se separaron. Mijaíl Semiónovich tomó un coche de punto, dio la dirección —«a la Málaia Proválnaia»— y se alejó. El de la piel de cabra, tambaleándose, se dirigió a pie a su casa, en el barrio de Podol.
El propietario de la piel de cabra estaba de noche, en el piso del bibliotecario, con el torso desnudo y una vela en la mano ante el espejo. El miedo galopaba como un diablo en sus ojos, el sifilítico, con las manos temblorosas, hablaba y sus labios saltaban como los de un niño.
«Dios mío, Dios mío, Dios mío… Qué espanto, qué espanto, qué espanto… ¡Ay, esa tarde! Soy un desgraciado. Porque Sheier estuvo conmigo y no le pasó nada, no se contagió porque es un hombre de suerte. ¿Y si matase a esa Liolka? ¿Pero qué sentido tendría? A ver, ¿quién me lo explica? Oh, Señor, Señor… Tengo veinticuatro años y hubiera podido, hubiera podido… Pasarán otros quince, acaso menos, y los ojos cambiarán por completo, se me torcerán las piernas, luego empezaré a decir frases estúpidas y sin sentido y acabaré en un cadáver putrefacto».
El cuerpo, desnudo hasta la cintura, se reflejaba en la polvorienta luna del armario, la vela se consumía en la mano levantada y en el pecho se veía una fina erupción en forma de estrellitas. Las lágrimas corrían incontenibles por las mejillas de enfermo y su cuerpo se estremecía con los sollozos.
«Debía pegarme un tiro. Pero no tengo valor para hacerlo. ¿Por qué te voy a mentir a ti, Dios mío? ¿Por qué te voy a mentir a ti, que eres mi reflejo?».
Del pequeño cajón de un escritorio de señora sacó un fino librito impreso en un pésimo papel grisáceo. Las rojas letras de la cubierta decían
FANTASMISTAS-FUTURISTAS
versos de
M. Shpolianski
B. Fridman
V. Sharkévich
I. Rusakov
Moscú, 1918
El pobre enfermo abrió el libro por la página trece y vio los conocidos versos blasfematorios de La rambla de Dios de I. Rusakov.
—Ay-y-y —gimió el enfermo, apretando los dientes—. Ay —repitió presa de un tormento insufrible.
Desencajado, escupió sobre la página de los versos y tiró el libro al suelo. Luego se puso de rodillas y santiguándose con cruces pequeñas y temblorosas, inclinándose hasta tocar con la fría frente el parquet lleno de polvo, empezó a orar, con los ojos puestos en la negra y desolada ventana:
—Señor, ten piedad de mí y perdóname estas infames palabras. Mas ¿por qué eres tan cruel? ¿Por qué? Sé que me has castigado. Me has impuesto un castigo terrible. Mira mi piel, por favor. Te juro por todos los santos, por todo cuanto yo quiero en el mundo, por la memoria de mi difunta madre, que estoy bastante castigado. ¡Creo en Ti! Creo con el alma, con el cuerpo, con la última fibra de mi cerebro. Creo y sólo recurro a Ti porque en el mundo entero no hay nadie que pueda ayudarme. Todas mis esperanzas están puestas en Ti. ¡Perdóneme y haz que las medicinas surtan efecto! Perdóname si dije que no existes: si no existieras, ahora yo sería un miserable perro sarnoso sin esperanza. Pero soy persona y soy fuerte sólo porque Tú existes y en cualquier momento puedo recurrir a ti suplicando tu ayuda. Creo que oirás mi ruego, me perdonarás y me curarás. Sáname, Señor, olvida la infamia que escribí en un acceso de locura, cuando estaba borracho, bajo los efectos de la cocaína. No permitas que me pudra y te juro que volveré a ser persona. Dame fuerzas, líbrame de la cocaína, líbrame de la debilidad de espíritu y líbrame de Mijaíl Semiónovich Shpolianski…
La vela se consumía, la habitación se enfriaba; ya de madrugada la piel del enfermo se cubrió de menudas ampollitas y su espíritu se sintió muy aliviado.
Mijaíl Semiónovich Shpolianski pasó el resto de la noche en la calle Málaia Proválnaia, en una espaciosa pieza de techo bajo y un viejo retrato en el que veía unas charreteras, descoloridas por el tiempo, de los años cuarenta. Sin chaqueta, en mangas de camisa —una fina camisa blanca—, sobre la que lucía un negro chaleco muy abierto, permanecía sentado en un pequeño sillón y decía a una mujer de cutis pálido y mate:
—Verás, Julia, lo tengo decidido. Me voy a ir con esos canallas. Voy a ingresar en el grupo blindado del hetman.
La mujer, que se envolvía en una toquilla, martirizada media hora antes y apabullada por los besos del apasionado Oneguin, contestó:
—Lo siento mucho, pero nunca he podido comprender tus planes.
Mijaíl Semiónovich tomó de la mesita que había junto al silloncito una alta copa de oloroso coñac y replicó:
—Ni falta que hace.
Dos días después de esta conversación el aspecto de Mijaíl Semiónovich había cambiado por completo. En vez del sombrero de copa usaba aplastada gorra de visera con escarapela de oficial; en vez del traje de paisano, un chaquetón que le llegaba a la rodilla, con arrugadas hombreras de campaña. Se había agenciado unos guantes de manopla como los de Marcel en Los hugonotes. Todo él, de pies a cabeza, estaba manchado de aceite de engrasar y tiznado, incluso la cara. En cierta ocasión, el nueve de diciembre, dos coches entraron en combate en las proximidades de la ciudad y su éxito fue extraordinario. Se arrastraron una veintena de verstas por la carretera y bastaron unos disparos de las piezas de tres pulgadas y unas ráfagas de ametralladora para que la gente de Petliura levantase el campo. El alférez Strashkévich, un mozo de coloradas mejillas y muy entusiasta, jefe del cuarto coche, juró a Mijaíl Semiónovich que si las cuatro unidades intervenían juntas, eran capaces de salvar la Ciudad. Esto fue el nueve por la tarde, y el once, en un grupo en el que se encontraban Schur, Kopílov, los apuntadores, dos chóferes y el mecánico, Shpolianki —que estaba de guardia— habló así:
—Veréis, amigos, hay algo muy importante que debemos preguntarnos: si hacemos bien en defender al hetman. En sus manos no somos más que un peligroso juguete con cuya ayuda impone la más negra reacción. ¿Quién sabe? Acaso el choque de Petliura con el hetman sea algo históricamente necesario y de ese choque deba nacer una tercera fuerza, la única acertada.
Los oyentes adoraban a Mijaíl Semiónovich por la misma razón que le adoraban los del Club Cenizas: por su excepcional elocuencia.
—¿De qué fuerza se trata? —preguntó Kopílov, dando una chupada al cigarrillo.
Schur, un rubio inteligente y ancho de hombros, hizo un guiño, señalando hacia el nordeste. Charlaron un rato todavía y cada uno se fue por su lado. Este mismo grupo se volvió a reunir con Mijaíl Semiónovich el doce de diciembre, detrás de los garajes. No se sabe de qué hablaron, pero lo cierto es que la víspera del catorce, cuando en los garajes del grupo estaban de guardia Schur, Kopílov y el chato Petrujin, Mijaíl Semiónovich se presentó con un voluminoso paquete de papel de estraza. Schur le dejó pasar al garaje, apenas iluminado por la roja llama de una improvisada lamparilla. Kopílov, con un gesto bastante familiar, señaló el paquete y preguntó:
—¿Azúcar?
—Ajá —contestó Mijaíl Semiónovich.
Encendieron una linterna, cuya luz empezó a ir y venir entre los coches, como un ojo. Mijaíl Semiónovich y el mecánico querían dejarlos a punto para la acción que al día siguiente les esperaba.
La causa de todo aquello residía en la orden por escrito del jefe del grupo, capitán Pleshko: «El día catorce, a las ocho de las mañana, los cuatro coches deberán salir con dirección a Pechersk».
Los esfuerzos conjuntos de Mijaíl Semiónovich y el mecánico para preparar los coches con vistas al combate dieron un extraño resultado. Los tres blindados (el cuarto estaba en la línea de fuego, al mando de Strashkévich), en perfectas condiciones la víspera, no pudieron moverse, como si les hubiera atacado una parálisis, Nadie podía entender lo que les había sucedido. Se había atascado algo en la bomba y por mucho que soplasen no conseguían hacer arrancar los motores. Por la mañana, en el confuso amanecer, a la luz de las linternas, reinaba una amarga confusión. El capitán Pleshko, pálido, miraba a los lados como un lobo y reclamaba la presencia del mecánico. Empezaron las catástrofes. El mecánico había desaparecido. Resultó que, contrariamente a lo dispuesto, en el grupo de blindados no se tenían sus señas. Corrió el rumor de que había caído repentinamente con tifus. Esto era a las ocho y a las ocho y treinta una nueva calamidad vino a abrumar al capitán Pleshko. El alférez Shpolianski, que a las cuatro de la mañana, después de andar con los coches, había salido hacia Pechersk en una motocicleta conducida por Schur, no volvió a su puesto. La motocicleta había llegado hasta Vérjnaia Telichka, y aunque Schur trató de contener a Shpolianski, insistiendo en que no hiciera una locura, el alférez —cuya intrepidez era conocida por todo el personal del grupo— dejó a Schur y con una carabina y una granada de mano se había ido él solo, en plena noche, a hacer un reconocimiento por la vía férrea. Schur había oído disparos. Estaba completamente seguro de que una patrulla enemiga había llegado hasta Telichka y al tropezar con Shpolianski le había dado muerte en desigual combate. Schur esperó al alférez dos horas, aunque éste le había ordenado que no esperase más que una. Luego debía volver al grupo, tratando de no poner en peligro su persona ni la motocicleta matrícula 8175.
Después de lo que Schur contó, aumentó la palidez del capitán Pleshko. Los pájaros del teléfono cantaban sin cesar desde los Estados Mayores del hetman y del general Kartúzov, exigiendo la salida de los blindados. A las nueve regresó de la línea de fuego el rubicundo y entusiasta Strashkévich, y parte de sus colores se trasladaron a las mejillas del jefe del grupo. El entusiasta había llevado su coche a Pechersk, donde, según queda dicho, había cerrado el paso de la calle Sovórovskaia.
A las diez de la mañana la palidez ya no abandonaba la cara de Pleshko. Habían desaparecido dos apuntadores, dos chóferes y un ametrallador. Todos los intentos de poner en marcha los coches habían sido vanos. Shrur, a quien el capitán Pleshko había mandado en la motocicleta a la línea de fuego, tampoco regresó. Tampoco regresó, se comprende, la motocicleta, pues no podía volver por sí sola. Los pájaros de los teléfonos empezaban a amenazar. Conforme el día clareaba, más milagros se producían en el grupo. Desaparecieron los artilleros Duván y Máltsev y otro par de ametralladores. Los blindados habían adquirido un aspecto enigmático, permanecían abandonados entre un mar de tuercas, llaves inglesas y cubos.
Y al mediodía, al mediodía desapareció el propio jefe del grupo, capitán Pleshko.