Seis

Nikolka pudo realizar la idea que no le había abandonado durante aquellos tres días en que los acontecimientos cayeron sobre la familia como piedras, la idea relacionada con las últimas y enigmáticas palabras de aquel hombre tumbado en la nieve. Mas para ello el día anterior al desfile tuvo que recorrer la ciudad y acudir nada menos que a nueve direcciones. Muchas veces perdió el ánimo, lo recuperó de nuevo y siguió hasta lograr su propósito.

En las afueras, en una pequeña casa de la calle Litóvskaia encontró a uno de la segunda sección de voluntarios, quien le comunicó la dirección, el nombre y el patronímico de Nai.

Nikolka luchó durante dos horas con la tempestuosa marejada humana en sus intentos de cruzar la plaza de Santa Sofía. Pero eso era imposible. Entonces, aterido, perdió cerca de media hora para evadirse de las apretadas tenazas y volver al punto de partida, al monasterio de Mijáilovski. Desde allí, por la Kostéinaia, dando un gran rodeo, trató de llegar a la parte baja de la Kreschátik, desde donde con nuevos rodeos podía llegar a la Málaia Proválnaia. ¡Pero también esto le fue imposible! Cuesta arriba, como una gran serpiente, al igual que en todos los sitios, las tropas se dirigían al desfile. Entonces Nikolka dio un rodeo todavía mayor y se vio completamente solo en la Montaña de San Vladímir. Corrió por sus terrazas y avenidas, abriéndose camino entre los muros de nieve. Encontraba también rellanos en los que la nieve no era muy abundante. Desde las terrazas se veía el blanco mar que se extendía enfrente, en las colmas del Jardín del Zar, y más a la izquierda las infinitas llanuras de Chernígov sumidas en la quietud del invierno, al otro lado del Dniéper, blanco y grave en sus orillas invernales.

Reinaba la paz y el más completo silencio, pero Nikolka no estaba para pensar en esto. Luchando con la nieve, vencía las terrazas una tras otra y sólo de tarde en tarde se asombraba de ver nieve pisoteada, de encontrar huellas, señal de que también en invierno había quien andaba por aquellos parajes.

Al bajar la última avenida, Nikolka respiró aliviado al ver que en la Kreschátik no había tropas y se dirigió con paso rápido al lugar que buscaba. «Málaía Proválnaia, 21»: tal era la dirección que le habían dado y que sin necesidad de escribirla tenía grabada en su cerebro.

Nikolka se sentía tímido e inquieto… «¿Por quién he de preguntar? No sé nada…». Llamó a la puerta de una casa rodeada por un pequeño jardín. Tardaron largo tiempo en contestar, pero al fin se oyeron pasos y la puerta se entreabrió, sin que quitasen de ella la cadena. Se asomó una cara de mujer con lentes y desde las sombras del recibimiento preguntaron secamente: —¿Qué desea?

—Permítame… ¿Viven aquí los Nai-Turs?

La cara de la mujer se hizo adusta e impenetrable, brillaron los cristales de los lentes.

—Aquí no hay ningún Turs —contestó en voz baja Nikolka se ruborizó, confuso y acongojado…

—Es la puerta número cinco…

—Sí —replicó la mujer con desgana y un tinte de sospecha en la voz—. Pero dígame lo que quiere.

—Me han dicho que los Turs viven aquí…

La cara se asomó algo más y miró con un ojo al jardín tratando de ver si había alguien más… Nikolka pudo contemplar entonces la doble sotabarba de la señora.

—¿Qué desea?… Dígamelo a mí.

Nikolka suspiró, miró a un lado y a otro y dijo:

—Traigo noticias de Félix Félixovich…

La cara experimentó un brusco cambio, la mujer parpadeó y preguntó:

—¿Quién es usted?

—Soy estudiante.

—Espere —la puerta se cerró y los pasos se alejaron.

Medio minuto después resonaron los tacones, la puerta se abrió por completo y dejó pasar a Nikolka. La luz penetraba en el recibimiento a través de la sala y pudo ver medio sillón y, acto seguido, a la señora de los lentes. Se quitó la gorra y quedó ante otra señora, más bien baja, que de joven debió ser muy bella. Por ciertos rasgos minúsculos e indefinidos —podían ser las sienes, el color del pelo—. Nikolka comprendió que era la madre de Nai y se horrorizó al pensar en lo que iba a comunicarle… La señora clavó en él una mirada fija y brillante que le desconcertó todavía más. A su lado apareció otra señora, joven a juzgar por su aspecto y muy parecida a la anterior.

—Diga, diga —insistió la madre.

Nikolka, dando vueltas a la gorra, volvió los ojos hacia la señora y articuló:

—Yo… yo…

La madre clavó en Nikolka una mirada negra que a él le pareció preñada de odio y gritó de pronto de tal manera que el cristal de la puerta resonó a espaldas del joven:

—¡Félix ha muerto!

Apretó los puños, los agitó ante la cara de Nikolka y volvió a gritar:

—Lo han matado… ¿Oyes, Irma? ¡Han matado a Félix!

Los ojos de Nikolka se enturbiaron del susto. Pensó desesperado: «Pero si no he dicho nada… ¡Dios mío!». La señora gorda de los lentes cerró de golpe la puerta. Luego se acercó con gran rapidez a la madre, le pasó la mano por encima de los hombros y susurró apresuradamente:

—Ea, María Fránzevna, ea, querida, cálmese… —Se volvió hacia Nikolka y preguntó: —¿Lo sabe usted a ciencia cierta?… Señor… Diga… ¿Es posible?…

Nikolka no pudo contestar nada… Miró desesperado hacia la sala y de nuevo vio el borde del sillón.

—Cálmese, María Fránzevna, cálmese… Por Dios se lo pido… La van a oír… Es la voluntad de Dios… —balbució la gorda.

La madre de Nai-Turs, caída de bruces, gritaba:

—¡Cuatro años! ¡Cuatro años! Lo esperaba, lo esperaba siempre…

La joven se lanzó hacia la madre y trató de sujetarla, Nikolka hubiera debido ayudarla, pero, inesperadamente, no pudo contener los sollozos y rompió a llorar ruidosamente.

Las cortinas estaban corridas, la penumbra y el más completo silencio reinaban en la sala, en la que había un repugnante olor a medicinas.

El silencio lo turbó por fin la joven, la hermana. Se apartó de la ventana y se acercó a Nikolka. Este se puso en pie con la gorra entre las manos. En aquellas terribles circunstancias no había podido separarse de ella.

La hermana se recogió maquinalmente un rizo de sus negros cabellos, torció la boca y preguntó:

—¿Cómo murió?

—Murió —contestó Nikolka con la mejor de sus voces— como un héroe… Como un auténtico héroe… Ordenó la retirada de todos los cadetes en el último momento y él —Nikolka no cesaba de llorar al contarlo—, cubrió el repliegue. Estuvieron a punto de matarme a mí también. Caímos bajo el fuego de las ametralladoras —Nikolka lloraba y explicaba al mismo tiempo—. Sólo nos quedamos los dos, él insistía en que me fuese, me reñía y disparaba la ametralladora… La caballería se nos echó encima por todas partes. Nos habían hecho caer en una trampa. Lo que se dice por todas partes.

—¿Y si sólo quedó herido?

—No —contestó con voz segura Nikolka, y con un sucio pañuelo se limpió los ojos, la nariz y la boca—. No, lo mataron. Yo mismo lo comprobé. Tenía un balazo en la cabeza y otro en el pecho.

La penumbra era más intensa. De la habitación vecina no llegaba el menor ruido, porque María Fránzevna se había calmado, y en la sala, muy juntos, los tres hablaban procurando no elevar la voz. Eran Irina, la hermana de Nai, la gorda de los lentes —Lidia Pávlona, la dueña del piso, según se la habían presentado a Nikolka— y este último.

—No llevo dinero encima —decía Nikolka—. Si hace falta, voy en un momento a casa a buscarlo y entonces podremos hacerlo.

—El dinero se lo puedo dar yo —replicó Lidia Pávlovna—. Eso no tiene importancia, lo que hace falta es que lo consigan. Tú, Irina, no le digas nada… No sé qué hacer…

—Iré con él —afirmó Irina— y lo lograremos. Usted dígale que se encuentra en el cuartel y qué hace falta obtener permiso para verlo.

—Conforme… Está bien… me parece bien…

La gorda se dirigió al momento a la habitación vecina de donde llegó su voz. Era un susurro persuasivo:

—No se mueva, María Fránzevna, por Cristo se lo pido… Ahora van a ir y se enterarán de todo. Este cadete dice que se encuentra en el cuartel.

—¿En un camastro? —preguntó una voz sonora que también ahora le pareció a Nikolka que expresaba un concentrado odio.

—Nada de eso, María Fránzevna, está en la capilla, en la capilla…

—Puede que esté tirado en la calle y le muerdan los perros.

—Qué cosas dice, María Fránzevna… Procure estar tranquila, se lo suplico.

—Mamá no ha tenido ni un momento de tranquilidad en estos tres días… —dijo la hermana de Nai, y de nuevo se echó hacia atrás el rebelde mechón de pelo y se quedó mirando al vacío—. Aunque ahora todo eso son tonterías.

—Iré con ellos —dijo la madre en la habitación vecina.

La hermana se estremeció y acudió a ella.

—Tú no irás, mamá. No irás. El cadete se niega a hacer gestiones si vas tú. Lo pueden detener. Debes quedarte aquí tranquila, te lo ruego…

—Irina, Irina, Irina, Irina —llegó la voz de la habitación vecina—, lo han matado, lo han matado, ¿y tú? ¿Y tú, qué? Tú, Irina… ¿qué voy a hacer ahora, cuando han matado a Félix? Lo han matado… Y está tirado en la nieve… Piensas…

De nuevo empezaron los sollozos, rechinó la cama y se oyó la voz de la dueña de la casa:

—Bueno, María Fránzevna, bueno, hágase fuerte.

—Ay, Dios mío, Dios mío —dijo la joven, que cruzó con paso rápido la sala.

Nikolka, con un sentimiento de horror y desesperación, pensaba turbado: «¿Qué pasará si no lo encontramos?».

Ante aquellas horribles puertas, donde a pesar del frío se notaba ya un pesado hedor, Nikolka se detuvo y dijo:

—Sería mejor que usted esperase aquí… Porque ahí dentro, con este olor, se puede sentir mal.

Irina miró la puerta azul, luego volvió los Ojos hacia Nikolka y replicó:

—No, iré con usted.

Nikolka empujó la pesada puerta y entraron ambos. En un principio todo estaba muy oscuro. Luego distinguieron las interminables filas de unas perchas vacías. De lo alto colgaba una turbia bombilla.

Nikolka se volvió inquieto hacia su compañera, pero ésta, aunque su cara estaba pálida y había arrugado el entrecejo, caminaba a su lado con paso tranquilo. Aquel modo de arrugar el entrecejo le recordó a Nai-Turs, aunque el parecido resultaba, ciertamente, remoto: Nai poseía un rostro de hierro, sencillo y varonil, mientras que ella era una hermosa mujer de rasgos más bien de extranjera que de rusa. Era una muchacha asombrosa, extraordinaria.

El hedor que tanto temía Nikolka lo invadía todo. Olía el suelo, olían las paredes y las perchas de madera. El hedor era tan horrible que incluso se le podía ver. Parecía como si las paredes, aceitosas y pegajosas, las relucientes perchas y el grasiento suelo, lo mismo que el denso aire, oliesen a carroña. Por lo demás, a este olor se acostumbra uno en seguida, aunque es preferible no prestar atención ni pensar en él. Lo principal es no pensar, porque de lo contrario al momento siente uno la sensación de náuseas. Cruzó un estudiante del que casi sólo pudieron ver el abrigo, y desapareció. A la izquierda, detrás de las perchas, se abrió con estrépito una puerta de la que salió un hombre calzado con botas altas. Nikolka se apresuró a mirar a otro lado para no ver su chaqueta. Esta chaqueta relucía lo mismo que las perchas, y también relucían las manos de aquel hombre.

—¿Qué se le ofrece? —preguntó en tono seco.

—Queremos hablar con el director —dijo Nikolka—. Estamos buscando un muerto. Probablemente se encuentra aquí.

—¿De qué muerto se trata? —insistió el otro, que se quedó mirando por debajo de las cejas.

—Lo mataron en la calle hace tres días.

—Entonces se trata de un cadete o un oficial… También cayeron gentes de las tropas ucranianas. ¿De quién se trata?

Nikolka no se atrevía a decir que Nai-Turs era oficial y se limitó a decir:

—Sí, también lo mataron…

—Era un oficial movilizado por el hetman —dijo Irina—. Nai-Turs —y se volvió hacia el hombre de las botas.

A éste no parecía importarle gran cosa lo que Nai-Turs hubiera sido. Miró de reojo a Irina y replicó, tosiendo y escupiendo en el suelo:

—No sé que hacer. Las clases han terminado y en las salas no hay nadie. Los otros se han ido. Es muy difícil buscar. Muy difícil. Los cadáveres han sido trasladados a los depósitos de los sótanos. Es difícil, muy difícil…

Irina Nai abrió el bolso, sacó un billete y se lo ofreció al mozo. Nikolka se volvió, temeroso de que aquel honrado individuo protestase contra tal acción. Pero el mozo no protestó…

—Gracias, señorita —dijo más animado—. Lo podremos encontrar. Pero deben conseguir el permiso. Si el profesor lo autoriza podrán llevarse el cadáver.

—¿Y dónde podemos ver al profesor? —preguntó Nikolka.

—Aquí, pero está ocupado. No sé si podré anunciarle su visita…

—Por favor, dígaselo ahora mismo —suplicó Nikolka—. Reconoceré al muerto al momento.

—Conforme —dijo el mozo, y echó a andar por delante de ellos.

Subieron hasta un pasillo donde el olor era aún más espantoso. Siguieron adelante, torcieron a la izquierda y el olor pareció debilitarse a la vez que aumentaba la claridad. Porque el techo era de cristales. A derecha e izquierda se sucedían unas puertas pintadas de blanco. El mozo se detuvo ante una de ellas, llamó, se descubrió y pasó al interior. El pasillo estaba muy tranquilo y la luz se filtraba por la techumbre. En un rincón, a lo lejos, empezaba a oscurecer. El mozo salió y dijo:

—Pasen.

Nikolka entró seguido por Irina Nai. Se quitó la gorra y lo primero que vio fueron las negras manchas de unas relucientes cortinas. Estaban en una habitación enorme y un rayo de luz muy vivo caía sobre la mesa. Dentro del rayo había una barba negra, una arrugada cara con muestras de fatiga y una nariz aguileña. Luego, abatido, pasó revista a las paredes. En la penumbra distinguió un gran número de vitrinas en las que había ciertos monstruos, oscuros y amarillos como espantosas figuras chinas. Más lejos vio a un hombre alto que le pareció un sacerdote con su mandil de cuero y sus negros guantes. Estaba inclinado sobre una larga mesa en la que varios microscopios, semejantes a cañones, despedían vivos reflejos a la luz de la lámpara, muy baja, con su tulipa verde.

—¿Qué desean? —preguntó el profesor.

Nikolka lo identificó por el fatigado rostro y la barba. El otro, el sacerdote, no era más que un ayudante.

Nikolka carraspeó sin apartar la vista del vivo rayo de luz que salía de la lámpara, de brazo muy retorcido y brillante, y de otras cosas: de los dedos amarillos por el tabaco, de aquello horrible y repugnante que el profesor tenía ante él, un cuello y una barbilla de hombre que no eran más que un conjunto de fibras e hilos de los que colgaban decenas de brillantes ganchos y pinzas…

—¿Son ustedes parientes? —preguntó el profesor.

Su voz era sorda, como correspondía al fatigado rostro y a aquella barba. Levantó la cabeza y se quedó mirando a Irina Nai, su abrigo de piel y sus botas.

—Soy su hermana —dijo ella, tratando de no mirar a lo que había delante del profesor.

—Ya ve, Sergueí Nikoláievich, lo difícil que resulta. No es el primer caso… Pudiera ser que no haya llegado aquí todavía. Los cadáveres los llevaron al depósito, ¿no es así?

—Eso creo —contestó el otro, y dejó a un lado el instrumento que tenía en la mano.

—¡Fiódor! —llamó el profesor…

—Usted no… No debe entrar… Yo mismo —dijo tímidamente Nikolka.

—Se desmayaría, señorita —confirmó el mozo—. Puede esperar aquí —añadió.

Nikolka lo llevó aparte, le dio otros dos billetes y le pidió que trajera un taburete limpio para la señorita. El mozo, sin cesar de dar chupetones a la pipa, trajo el taburete de un lugar donde había una lámpara verde y unos esqueletos.

—¿Usted no es estudiante de medicina, señorito? Ellos se acostumbran en seguida —y después de abrir una gran puerta hizo girar el conmutador.

Un globo de luz se encendió bajo el techo de cristal. De la habitación salió un hedor irresistible, Las filas de blancas mesas de cinc se extendían a un lado y a otro. Estaban vacías y en un rincón corría el agua de un grifo. El suelo de piedra resonó bajo sus pies. Nikolka, agobiado por un olor que seguramente se mantenía día y noche en aquellos lugares, caminaba tratando de no pensar en nada. Por una puerta practicada, en la pared opuesta salieron a un pasillo completamente oscuro en el que el mozo encendió una pequeña linterna. Luego siguieron adelante. El mozo descorrió un pesado cerrojo, abrió una puerta de hierro y de nuevo hizo girar el conmutador. Una oleada de frío dio en la cara de Nikolka. En los rincones de aquel negro local había unos enormes cilindros llenos hasta arriba de trozos de carne humana, de pellejos, dedos y huesos rotos. Nikolka apartó la mirada y tragó saliva.

—Tome, huela, señorito —le dijo el mozo.

Nikolka cerró los ojos y aspiró por la nariz los insufribles vapores del frasco de amoníaco.

Como medio dormido, con los ojos entornados, Nikolka veía el fuego de la pipa de Fiódor y olía, el dulce humo de aquel tabaco de mala calidad. Fiódor tardó largo rato en abrir la puerta del montacargas. Una vez en él, accionó en la manivela y la plataforma descendió entre grandes chirridos. De la parte inferior venía un frío helado. El montacargas se detuvo y pasaron a un enorme depósito. Nikolka vio algo que nunca había visto. Cuerpos humanos apilados como si fuesen troncos, unos sobre otros, desnudos y que, a pesar del amoníaco, despedían un hedor insoportable, sofocante. Unas piernas estaban rígidas y otras colgaban. Las cabezas de las mujeres tenían el pelo revuelto y sus pechos estaban fláccidos y llenos de equimosis.

—Ahora les daremos la vuelta, usted mire —dijo el guarda, inclinándose.

Agarró de la pierna un cadáver de mujer, que se deslizó como sobre aceite y cayó con ruido al suelo. A Nikolka le pareció de una pavorosa belleza, como una bruja, y pegajosa. Sus ojos estaban muy abiertos y miraban a Fiódor. El joven apartó con trabajo la vista de la cicatriz que la ceñía como una cinta roja. Sentía náuseas y la cabeza le daba vueltas al pensar que deberían remover todo aquel montón de cuerpos apelmazados.

—No hace falta. Espere —dijo a Fiódor con voz débil, y guardó el frasco en el bolsillo—. Lo he encontrado. Está ahí. Es ese de arriba.

Fiódor se acercó balanceándose para no resbalar, agarró a Nai-Turs de la cabeza y dio un fuerte tirón. Sobre su vientre había una mujer flaca y de anchas caderas; entre sus cabellos había quedado olvidado un peinecillo de bajo precio, que desprendía un reflejo turbio, como un trozo de vidrio. Fiódor se lo sacó de paso, lo guardó en el bolsillo del mandil y agarró a Nai por las axilas. Al salir de la pila de cadáveres, la cabeza de éste osciló y quedó colgando; la barbilla, afilada y sin afeitar, apuntó hacia arriba; un brazo se deslizó.

Fiódor no tiró a Nai como había hecho con la mujer, sino que con cuidado, sujetándole por debajo de los brazo, doblando el cuerpo ya fláccido, lo volvió de tal manera que los pies del muerto se arrastraron por el suelo. Puso la cara frente a Nikolka y dijo:

—Mire bien, ¿es él? No se equivoque…

Nikolka miró a los ojos de Nai, abiertos y vidriosos, que le correspondieron con una mirada absurda. La mejilla izquierda estaba ligeramente verdosa y por el pecho y el vientre se extendían unas manchas grandes y oscuras que probablemente eran de sangre.

—Sí, es él —confirmó.

Fiódor agarró a Nai por las axilas, lo mismo que antes, lo llevó hasta el montacargas y lo dejó en el suelo, a los pies de Nikolka. El muerto quedó con los brazos en cruz y con la barbilla hacia arriba. Entró Fiódor, dio media vuelta a la manivela y el montacargas se puso en marcha.

Aquella misma noche todo se hizo en la capilla tal como Nikolka deseaba; se sentía triste, aunque su conciencia estaba completamente tranquila. La capilla de la sala de disección, de paredes desnudas y sombría, quedó iluminada. Cerraron la tapa del ataúd de un desconocido y el difunto vecino, pesado, desagradable, espantoso y ajeno, no turbaba el descanso de Nai, que en el féretro parecía alegre y animoso.

Los mozos, satisfechos y locuaces, lavaron el cuerpo de Nai. Era un Nai limpio, vestido con una guerrera sin insignias, con una corona sobre la frente y alumbrado por tres velas; y lo más importante, un Nai con la banda de San Jorge, que el propio Nikolka había puesto bajo la camisa en su frío y pegajoso pecho. La anciana madre, sentada junto a las tres velas, volvió hacia Nikolka la temblorosa cabeza y le dijo:

—Gracias, hijo mío.

Al oír estas palabras, Nikolka rompió de nuevo a llorar y salió de la capilla al patio de la sala de disección, cubierto de nieve. La noche lo invadía todo, con las cruces de las estrellas y la blanca Vía Láctea.