Cuatro

Obedeciendo a la voz del teléfono, el suboficial Nikolai Turbín sacó a los veintiocho hombres y, a través de toda la Ciudad, los condujo por el itinerario que le habían marcado. Ese itinerario llevó a Turbín y los cadetes a un cruce completamente muerto. En él no había la menor señal de vida, aunque el estruendo era mucho. Alrededor —en el cielo, por los tejados y las paredes— atronaban las ametralladoras.

El enemigo debía de estar allí, porque éste era el último punto indicado por la voz del teléfono. Pero el enemigo no se dejaba ver y Nikolka quedó algo indeciso: ¿qué hacer ahora? Sus cadetes, algo pálidos, pero valientes como el propio jefe, se tumbaron en línea de combate sobre la nevada calle, mientras que el ametrallador Ivashin se ponía en cuclillas junto a la máquina, al borde de la acera. Los cadetes miraban alerta a lo lejos, levantando la cabeza del suelo, esperando lo que pudiera ocurrir.

Su caudillo estaba preocupado por tan grandes ideas que hasta tenía las mejillas hundidas y pálidas. Le asombraba, lo primero de todo, que en el cruce no hubiera nada de lo que la voz había prometido. Nikolka debía encontrar allí un destacamento del tercer grupo de voluntarios y «reforzarlo». No había nadie. Ni siquiera había rastros del destacamento.

En segundo lugar, asombraba a Nikolka la circunstancia de que el tableteo de las ametralladoras se oyera a veces no sólo por delante, sino también por la izquierda, e incluso algo atrás. En tercer lugar, temía amilanarse y no cesaba de preguntarse: «¿No tienes miedo?». «No, no lo tienes», contestaba ya una animosa voz en su cabeza, y Nikolka, con el orgullo de sentirse valiente, se ponía aún más pálido. Experimentaba orgullo al pensar que si lo mataban, lo enterrarían con banda de música. Resultaría muy sencillo: llevarían por la calle el féretro, forrado de raso blanco, y en el féretro el suboficial Turbín, muerto en combate, con su noble cara pálida como la cera; lástima que ahora no concedían condecoraciones, porque de lo contrario de seguro luciría en el pecho una cruz con la cinta de San Jorge. Las mujeres saldrían a las puertas de las casas. «¿De quién es el entierro?». —«Del suboficial Turbín…»— «Qué guapo era…». Y la música. Resultaba agradable morir en combate. Lo único que hacía falta era no atormentarse. El pensar en la música y las cintas alivió un tanto su inseguridad a la espera del enemigo, que al parecer, no obedecía a la voz del teléfono y no pensaba en dejarse ver.

—Esperaremos aquí —dijo Nikolka a los cadetes, tratando de dar a su voz un acento seguro aunque sin conseguirlo del todo, porque alrededor todo resultaba algo absurdo, no como debería ser. ¿Dónde estaba el destacamento? ¿Dónde estaba el enemigo? Resultaba extraño, pero era como si disparasen en la retaguardia.

El caudillo y su tropa siguieron esperando. Repentinamente, en el callejón transversal que iba del cruce a la carretera de Brest-Litovsk resonaron los disparos y aparecieron unas figuras grises que corrían como locos. Se dirigían derechos a los cadetes de Nikolka y sus fusiles apuntaban en distintas direcciones.

«¿Nos han rebasado por el flanco?», cruzó por la mente de Nikolka, qué se debatía sin saber qué voz de mando dar. Pero un instante después distinguió las manchas doradas en los hombros de algunos de los que corrían y comprendió que eran de los suyos.

Los cadetes de Constantino, pesados, buenos mozos, cubiertos de sudor después de la larga carrera, con sus gorros de piel, se detuvieron de pronto, se volvieron y, rodilla en tierra, hicieron dos descargas sobre el callejón del que habían salido. Luego se pusieron en pie y, arrojando los fusiles, emprendieron la huida a través del cruce, por delante de los hombres de Nikolka. Sin detenerse, se despojaban de las hombreras, las cartucheras y los cinturones, que tiraban a la aplastada nieve. Un cadete de elevada estatura y capote gris gritó con voz jadeante al llegar a la altura del destacamento de Nikolka:

—¡Corred, corred con nosotros! ¡Sálvese el que pueda!

Los cadetes de Nikolka, desconcertados, empezaron a ponerse en pie. El jefe perdió por completo el dominio de sí mismo, pero en aquel mismo instante se serenó y pensó con la rapidez del relámpago: «Es la ocasión de comportarse como un héroe». Entonces gritó con voz potente:

—¡Que nadie se levante! ¡Atención a mis órdenes!

«¿Qué hacen?», se preguntó desesperado Nikolka.

Los cadetes de Constantino —eran unos veinte— cruzaron sin armas y se dispersaron en el callejón transversal de Fonarni; algunos se metieron en el enorme portón que encontraron abierto. Resonaron estrepitosamente las puertas de hierro y las pesadas botas levantaron sonoros ecos en el ancho pasillo. Un segundo grupo se metió en el siguiente portón. Sólo quedaron cinco que, apretando el paso, siguieron Fonarni adelante y se perdieron a lo lejos.

El último en aparecer en el cruce lucía unas pálidas hombreras doradas, Nikolka lo reconoció a la primera mirada: era el coronel Nai-Turs, jefe de la segunda sección del primer grupo.

—¡Señor coronel! —gritó Nikolka yendo a su encuentro, confuso y al mismo tiempo animado—. Sus cadetes huyen a la desbandada.

Se produjo algo monstruoso. Nai-Turs corría por la pisoteada nieve del callejón con el capote recogido a ambos lados, como los soldados de la infantería francesa. El barboquejo mantenía su aplastada gorra en la misma nuca. Llevaba la pistola en la mano derecha y la vacía funda le golpeaba la cadera. Su cara, con barba de varios días, ofrecía un aspecto terrible; sus ojos miraban torcidos y cerca de sus hombros se distinguían claramente los emblemas de húsar. Nai-Turs se acercó de un salto a Nikolka, levantó la mano izquierda y le arrancó primero la hombrera izquierda y a continuación la derecha. Los hilos encerados, de la mejor calidad, se rompieron con estrépito; con la hombrera, derecha salió un trozo de paño del capote. Nikolka se tambaleó ante aquella prueba de lo fuertes que eran las manos de Nai-Turs. Cayó sentado sobre algo blando y aquella masa blanda se evadió de su peso con un alarido: era el ametrallador Ivashin. Luego empezaron a bailar alrededor los rostros desencajados de los cadetes y todo se fue al mismísimo infierno. Nikolka no se volvió loco en aquel momento porque no tenía tiempo; tan rapidísimas eran las acciones del coronel Nai-Turs. Vuelto hacia la descompuesta sección aulló con su gangosa voz una orden inusitada, que nadie hubiera esperado de él. Nikolka pensó supersticiosamente que esa voz se oía a diez verstas a la redonda, era seguro que llegaba a toda la Ciudad.

—¡Cadetes! Atención a mis órdenes: ¡quitaos las hombreras y escarapelas, tirad las cartucheras y las armas! ¡Por los patios del callejón Fonarni dirigios a la Raziézzhaia, a Podol! ¡¡A Podol!! ¡Romped por el camino los documentos de identidad, escondeos, dispersaos, corred todo lo que podáis!

Luego agitó la pistola y su voz resonó como un cornetín de órdenes de caballería:

—¡Por Fonarni! ¡Sólo por Fonarni! ¡Buscad la salvación en las casas! ¡Ha terminado el combate! ¡A la carrera!

Durante unos segundos la sección no pudo darse cuenta de las cosas. Luego, los cadetes quedaron completamente pálidos. Ivashin se arrancó delante de Nikolka las hombreras, que volaron sobre la nieve; el fusil se arrastró con estrépito por la helada joroba de la acera. Medio minuto después, en el cruce, quedaban tirados los cinturones, las cartucheras y una arrugada gorra. Los cadetes corrían por el callejón Fonarni, metiéndose en los patios que conducían a la calle Raziézzhaia.

Nai-Turs metió la pistola en la funda, se acercó a la ametralladora montada en la acera, se puso en cuclillas y la volvió hacia el lugar de donde había aparecido manteniendo con la mano izquierda la cinta. Se encaró con Nikolka y gritó furioso:

—¿Estás sordo? ¡Vete!

En el vientre de Nikolka se levantó un extraño y embriagador éxtasis y se le secó la boca.

—No quiero, señor coronel —replicó con lengua de trapo. Se puso también en cuclillas agarró con ambas manos la cinta y la introdujo en la ametralladora.

A lo lejos por el lugar donde habían llegado los restos del destacamento de Nai-Turs aparecieron algunas siluetas a caballo. Se veía confusamente el caracolear de los animales y las grises hojas de los sables en manos de los jinetes. Nai-Turs tiró del cerrojo, la ametralladora lanzó una corta ráfaga se detuvo, repitió la ráfaga y luego tableteó largamente. Todos los tejados de la casa, a derecha e izquierda, parecían entrar en ebullición. A las siluetas montadas se unió alguna otra, pero luego una de ellas cayó pesadamente al suelo junto a una ventana. Un caballo se alzó sobre las patas traseras terriblemente largo, hasta casi la altura de un segundo piso, y varios jinetes desaparecieron por completo. Al instante, como sí se los hubiera tragado la tierra, se esfumaron los otros.

Nai-Turs apartó las manos de la ametralladora, amenazó con el puño al cielo, con los ojos inundados de luz, y gritó:

—¡Muchachos! ¡Muchachos!… ¡Esa carroña de los Estados Mayores!…

Se volvió hacia Nikolka y gritó con una voz que a éste le pareció el suave sonido de un cornetín de caballería:

—¡Vete, estúpido muchacho! ¡Te digo que te vayas! Miró hacia atrás y se convenció de que todos los cadetes habían desaparecido. Luego volvió la vista a lo lejos, a una calle paralela a la carretera de Brest-Litovsk, y exclamó con dolor y rabia:

—¡Diablos!

Nikolka se volvió también y vio que a bastante distancia, en la calle Kadétskaia, junto al raquítico bulevar cubierto por la nieve, aparecieron unas oscuras filas que se tumbaban en el suelo. El rótulo que había sobre las cabezas de Nai-Turs y Nikolka, en la esquina del callejón Fonarni,

Berta Yákovlevna

Prints-Metall

Dentista

golpeó estrepitosamente y en el patio se oyó un ruido de vidrios rotos. Nikolka vio unos trozos de yeso en la acera, que saltaban y rodaban. Su mirada se clavó en el coronel Nai-Turs, deseando saber qué sentido tenían aquellas lejanas filas y los trozos de yeso caídos. El proceder del coronel fue de lo más extraño. Saltó sobre una pierna, agitó la otra como si iniciase un vals y, como si estuviese bailando, sonrió de manera intempestiva. Luego, el coronel Nai-Turs quedó tendido a los pies de Nikolka. El cerebro de éste quedó envuelto en una niebla negra, se puso en cuclillas y, con gran sorpresa suya, con ademanes secos, sin derramar ni una lágrima, empezó a tirar del coronel, tratando de ponerlo en pie. Vio que de su manga izquierda corría un chorro de sangre y sus ojos se quedaron mirando al cielo.

—Señor coronel, señor…

—Suboficial —articuló Nai-Turs, y la sangre fluyó de su boca por la barbilla; su voz empezó a fluir gota a gota, debilitándose a cada palabra—, mande al diablo su heroísmo. Me muero… Málaia Proválnaia…

No quiso dar más explicaciones. Su mandíbula empezó a abrirse y cerrarse. Se movió tres veces convulsivamente como si algo oprimiese a Nai. Luego cesó todo y el coronel se convirtió en algo pesado como un saco de harina.

«¿Es esto manera de morir? —pensó Nikolka—. No puede ser. Ahora mismo estaba vivo. Parece que el morir en combate no tiene nada de particular. A mí no me aciertan…».

Dentista

leyó por segunda vez, y de nuevo saltaron los vidrios rotos. «¿Se habrá desmayado simplemente?», se le ocurrió a Nikolka en la confusión que le dominaba, y tiró del coronel. Pero era absolutamente imposible levantarlo. «¿Tengo miedo?», pensó, y sintió que tenía un miedo espantoso. «¿Por qué? ¿Por qué?», siguió pensando, y al instante comprendió que su miedo se debía a la angustia de la soledad, y que si el coronel Nai-Turs estuviera de pie junto a él no sentiría temor alguno… Pero el coronel Nai-Turs yacía completamente inmóvil, no daba ninguna orden, no prestaba atención a que junto a la manga de su capote se extendía un gran charco rojo, ni a que el yeso de las paredes se rompía y desmenuzaba como en un acceso de locura. Nikolka sentía miedo porque estaba completamente solo. Los jinetes no atacaban ya de flanco, pero evidentemente todos se habían reunido contra él, y él era el último, estaba completamente solo… La soledad le hizo abandonar el cruce. Se arrastró por el suelo ayudándose con la mano izquierda y el codo derecho, porque en la mano derecha apretaba la pistola de Nai-Turs. El miedo le asaltó a dos pasos de la esquina. Le iban a dar un tiro en una pierna y entonces no podría arrastrarse, llegarían los de Petliura y le harían pedazos a sablazos. Debía de ser algo espantoso cuando uno permanecía tumbado y veía los sables sobre él… «Dispararé si en la pistola hay cartuchos… No hay más que un paso y medio… Un esfuerzo, un esfuerzo… así…» y Nikolka se vio al otro lado de la esquina del callejón Fonárni.

«Es asombroso, verdaderamente asombroso que no me hayan herido. Un milagro. Un milagro de Dios —pensó Nikolka poniéndose en pie—. Un verdadero milagro. Yo mismo lo he visto. Nuestra Señora de París. Víctor Hugo. ¿Qué será ahora de Elena? ¿Y de Alexei? Está claro, cuando mandó que nos arrancásemos las hombreras es que se ha producido una catástrofe».

Nikolka se puso en pie de un salto, todo él manchado de nieve hasta el cuello, guardó la pistola en el bolsillo del capote y echó a correr callejón adelante. El primer portón de la derecha estaba abierto, se metió por él y fue a parar a un sombrío patio de mala muerte, con varios cobertizos de ladrillo en la parte derecha y una pila de leña en la izquierda. Comprendió que el paso estaba en el centro y, resbalándose, corrió hacia allí y se dio de manos a boca con un hombre envuelto en un espolón. Vio con toda claridad su rojiza barba y unos ojos pequeños que destilaban odio. De nariz achatada, con gorro de piel de cordero, un auténtico Nerón. Aquel hombre, como si se tratase de un alegre juego, agarró a Nikolka con la mano izquierda mientras que con la derecha se aferraba a su brazo izquierdo y trataba de retorcérselo. Durante unos instantes Nikolka quedó desconcertado. «Dios mío. Me ha agarrado, ¡me odia!… Es un partidario de Petliura…».

—¡Canalla! —gritó jadeante el de la barba roja, con voz ronca—. ¿Adonde vas? ¡Quieto! —y luego empezó a vociferar—: ¡Aquí, aquí! ¡Tengo a un cadete! Se ha quitado las hombreras, ¿pensabas que no te iban a reconocer? ¡Aquí!

Nikolka se sintió poseído por un ataque de rabia. Dio un brusco tirón hacia abajo, de tal modo que se le rompió la trabilla del capote, se revolvió y con un esfuerzo sobrehumano se desprendió de las manos del pelirrojo. Pasó un segundo antes de que pudiera verlo, porque había quedado de espaldas a él, pero se volvió y de nuevo lo tuvo ante sus ojos. El de la barba pelirroja no llevaba arma alguna, ni siquiera era militar. Era un portero. Un acceso de cólera le invadió, haciéndole ver todo del color de la sangre, y a continuación se vio poseído por una sensación de gran seguridad. El viento y el frío penetraron en su caliente boca, porque enseñaba los dientes como un lobezno. Sacó del bolsillo la pistola, pensando: «Si hay cartuchos, mataré a este canalla». No reconoció su voz, hasta tal punto era extraña y espantosa.

—¡Te voy a matar, miserable! —aulló mientras sus dedos buscaban en el mecanismo del arma, y en aquel instante se dio cuenta de que había olvidado cómo disparar.

El pelirrojo portero, que se había quedado amarillo, al ver el arma cayó de rodillas con grandes muestras de espanto y empezó a chillar desesperado, transformándose milagrosamente de Nerón en culebra:

—¡Señoría! Seño…

No obstante, Nikolka habría disparado, pero la pistola se negaba a hacerlo. «Está descargada. ¡Qué contratiempo!», cruzó como un torbellino por su mente. El portero, tapándose con la mano y reculando se incorporó un tanto hasta quedar en cuclillas, sin cesar en sus chillidos. Sin saber qué partido tomar para cerrar aquella enorme boca con su barba de cobre, desesperado al ver que la pistola no disparaba, Nikolka se lanzó como un belicoso rayo sobre el portero y con riesgo de herirse él mismo, le descargó un enorme culatazo en los dientes. Su furia se disipó al instante. El portero se puso en pie y escapó hacia el paso por donde Nikolka había aparecido. Enloquecido por el miedo, ya no chillaba, sino que corría tropezando y resbalando por el hielo. Volvió la cara y Nikolka vio que tenía la mitad de la barba manchada de sangre. Luego desapareció. Nikolka se lanzó hacia abajo, por delante del cobertizo, hacia la puerta que daba a la Raziézzhnaia y al llegar ante ella se sintió dominado por la desesperación. «Claro. Ha llegado tarde. Estoy perdido. Y no dispara. Dios mío». En vano apretó el gatillo. Era imposible hacer nada. Nada más pasar los cadetes de Nai-Turs el portero pelirrojo había cerrado la puerta de la Raziézzhaia y ante Nikolka se levantaba un obstáculo invencible: una pared de hierro completamente lisa en la que no había el menor resquicio. Nikolka se volvió, miró al cielo, muy bajo y denso, y vio la negra y ligera escalera de incendios que se perdía en el tejado mismo de la casa de cuatro pisos. «¿Y si subiera?», pensó, y sin venir a cuento recordó una abigarrada ilustración de tiempos de su infancia: Nat Pinkerton, con una chaqueta amarilla y una máscara roja, subía por una escalera exactamente igual que aquella. «Nat Pinkerton, América… ¿qué pasará después de subir? Me quedaré como un idiota en el tejado y el portero llamará a los de Petliura. Este Nerón me traicionará… Le he roto los dientes… ¡No me perdonará!».

En efecto. Nikolka oyó las desesperadas llamadas del portero en el callejón Fonarni: «¡Aquí! ¡Aquí!», y el ruido de cascos de caballo. Lo comprendió, todo: los jinetes de Petliura entraban por un flanco en la ciudad. Ya estaban en el callejón Fonarni. Por algo Nai-Turs gritaba que no se podía volver allí.

Todo esto lo comprendió ya sobre una pila de leña, junto a un cobertizo, al pie de la casa vecina, a donde había llegado sin él mismo saber cómo. Los troncos cubiertos del hielo se removían bajo sus pies. Nikolka avanzó a duras penas, se cayó, rompiéndose el pantalón, llegó hasta la pared, miró por encima de ella y vio un patio exactamente igual al anterior. Tan semejante era que esperó que de un momento a otro iba a reaparecer el Nerón pelirrojo. Pero no apareció nadie. Hizo un tremendo esfuerzo, sintió que algo se le desgarraba en el vientre y los riñones y se sentó en el suelo. En aquel instante la pistola dio un salto en su mano y se escapó un ensordecedor disparo. Tras el primer asombro, comprendió. «Estaba el seguro puesto y ahora lo he bajado. ¡Qué oportunidad!».

Diablos. También aquí estaba cerrada la puerta de la Raziézzahaia. De nuevo tendría que saltar la pared. Pero allí no había leña. Nikolka echó el seguro de la pistola y se la metió en el bolsillo. Se subió a un montón de escombros y luego como una mosca trepó por la pared, apoyando las puntas de los pies en unos agujeros que en tiempo normal no habrían dado cabida ni a una moneda de un kopek. Tumbado en lo alto de la tapia, oyó que atrás, en el primer patio, resonaban un ensordecedor silbido y la voz de Nerón. En una negra ventana del segundo piso de este patio, el tercero, vio una cara de mujer desencajada por el espanto y que desapareció al momento. De la segunda tapia cayó con bastante suerte, sobre un montón de nieve, pero sin embargo, se le torció el cuello y se dio un golpe en la cabeza. Completamente aturdido, Nikolka corrió hacia la puerta…

¡Qué suerte! ¡No importaba que estuviese cerrada! Era una simple verja. Nikolka, como un bombero, subió por ella, la cruzó, bajó y se vio en la calle Raziézzhaia. Estaba completamente vacía, allí no había ni un alma. «Descansaré unos segundos, porque el corazón me va a reventar», pensó Nikolka, tragando una bocanada de aire abrasador. «Sí… la documentación…». Sacó del bolsillo de la blusa unas manchadas credenciales y las rompió en pequeños trozos que salieron volando como copos de nieve. Oyó que detrás de él, por la parte del cruce en que había dejado a Nai-Turs, disparaba una ametralladora a la que contestaron varias ráfagas y unas descargas de fusilería que venían de más adelante, de la Ciudad. Estaba claro. Habían tomado la ciudad. En la ciudad se estaba luchando. Una catástrofe. Nikolka, jadeante, se limpió con ambas manos la nieve. Qué hacer, ¿tirar la pistola? ¿La pistola de Nai-Turs? No, de ningún modo. Conseguiría abrirse paso. Porque el enemigo no podía estar en todos los sitios a la vez.

Nikolka hizo una profunda inspiración. Sintiendo que sus piernas se habían debilitado mucho, echó a correr por la desierta Raziézzhaia y llegó felizmente a un cruce de donde partían otras dos calles: la Lubochítskaia, hacia Podol, y la Lóvskaia, que se desviaba hacia el centro de la Ciudad. Allí vio un charco de sangre junto a un guardacantón, estiércol, dos fusiles abandonados y una gorra azul de estudiante. Nikolka tiró su gorro de piel y se puso esta gorra. Le venía pequeña y le daba un repugnante aspecto. Debía de ser de un desharrapado al que expulsaron del gimnasio. Nikolka miró con precaución desde la esquina de la calle Lóvskaia y vio a lo lejos unos caballos que caracoleaba; en los gorros de los jinetes había unas manchas rojas, Allí había un gran revuelo y resonaban los disparos. Siguió adelante por la Lubochítskaia. En ella vio por primera vez a un ser vivo. Una señora corría por la otra acera. Traía todo ladeado el sombrero de ala negra, en la bolsa que sujetaba con la mano derecha llevaba un gallo que no cesaba de alborotar —«Peturra, Peturra»—, mientras que de otra bolsa que sujetaba con la izquierda, por un agujero, no cesaban de caer zanahorias en la acera. La señora gritaba y lloraba, tratando de mantenerse pegada a la pared. Cruzó como un torbellino un menestral que se santiguó en las cuatro direcciones sin cesar de chillar:

—¡Señor mío Jesucristo! ¡Volodka, Volodka! ¡Que viene Petliura!

Al final de la Lubochítskaia se veía ya bastante gente que corría a refugiarse en las puerta. Un señor de abrigo negro, enloquecido por el miedo, se acercó a un portón, metió el bastón en la verja y lo rompió con estrépito.

Mientras tanto, el tiempo volaba. Empezaba ya a anochecer y por eso cuando Nikolka pasó de la Lubochítskaia a la bajada Volski, en la esquina se encendió una farola eléctrica. En una tiendecilla bajaron el ruidoso cierre, que al instante ocultó las pintarrajeadas cajas de jabón en polvo. El conductor de un trineo que había metido su vehículo en un montón de nieve, trataba de dar la vuelta sin cesar de descargar salvajes latigazos en las ancas de su penco. Nikolka dejó atrás una casa de cuatro pisos con tres entradas, cuyas puertas no cesaban de abrirse y cerrarse con estrépito. Un señor con abrigo de cuello de piel de nutria cruzó por delante de Nikolka y chilló en el portón:

—¡Piotr! ¡Piotr! ¿Te has vuelto loco? ¡Cierra! ¡Cierra ahora mismo!

En el interior se oyó un portazo y en la oscura escalera una sonora voz de mujer gritó:

—¡Que viene Petliura! ¡Petliura!

Cuanto más se acercaba Nikolka a Podol, donde según Nai-Turs estaba la salvación, más gente había en la calle; pero el miedo era menor, y todos corrían en la misma dirección que él, eran muy pocos los que pasaban en sentido contrarío.

En la misma bajada de Podol, de una casa de piedra gris salió solemnemente un cadete que lucía en el capote hombreras blancas con la letra «V» bordada en oro. Su nariz era menuda y redonda. Sus ojos miraban animosos a los lados y llevaba el fusil colgando del hombro. Los transeúntes miraban con espanto al armado cadete y se apartaban de él. El mozo se detuvo en la acera, prestando atención al tiroteo de la parte alta de la ciudad, husmeó con el significativo aspecto del explorador y quiso ponerse en marcha. Nikolka cambió bruscamente de dirección, cruzó la acera, se aproximó al cadete y le dijo:

—Tire el fusil y escóndase inmediatamente.

El cadete se estremeció asustado, dio un paso atrás, pero luego, con aire amenazador, echó mano al arma. Nikolka, con un viejo procedimiento que tenía muy probado, le fue empujando hasta la entrada y ya allí, entre las dos puertas, insistió:

—Le digo que se esconda. También yo soy cadete. Se ha producido una catástrofe. Petliura ha tomado la ciudad.

—¿Cómo ha sido eso? —preguntó el cadete abriendo la boca. En la parte izquierda le faltaba un diente.

—Muy sencillo —contestó Nikolka, y señaló hacia la parte alta de la ciudad—. ¿Oye? La caballería de Petliura está allí en las calles. Yo me he salvado de puro milagro. Corra a casa, esconda el fusil y advierta a todos.

El cadete quedó petrificado, y así lo dejó Nikolka, porque no tenía tiempo de entrar en explicaciones cuando tan duro de mollera era.

La inquietud en Podol no era tan manifiesta, pero había bastante revuelo. Los transeúntes aceleraban el paso, a menudo levantaban la cabeza atentos al tiroteo; con gran frecuencia las cocineras salían a la puerta, abrigándose de cualquier manera con sus grises pañuelos. En la parte alta de la Ciudad no cesaba el hervor de las ametralladoras. Pero en aquel anochecer del catorce de diciembre, ni cerca ni lejos, se oían ya los cañones.

El camino de Nikolka era largo. Mientras atravesó Podol la oscuridad se adueñó por completo de las heladas calles, y unos copos grandes y blandos, que caían a la luz de las farolas, contribuían a suavizar la agitación y la alarma. Las luces brillaban y las tiendas permanecían alegremente iluminadas, aunque no todas: algunas estaban ya ciegas. La nevada iba en aumento. Cuando Nikolka llegó al comienzo de su calle; la empinada cuesta de Alexéievski, y empezó a subirla vio un cuadro ante la casa número 7: dos chiquillos de jersey gris y gorro de piel acababan de deslizarse en su trineo. Uno, pequeño y redondo como una bola, cubierto de nieve, permanecía sentado y no cesaba de reír. El otro, algo mayor, delgado y serio, trataba de deshacer un nudo de la cuerda. Ante la puerta permanecía un joven envuelto en un capotón que no cesaba de hurgarse la nariz. El tiroteo se oía más cerca. Los disparos resonaban en la parte alta, en todos los sitios.

—Vaska, Vaska, ¡qué culada me he dado! —gritó el pequeño.

«Juegan como si no ocurriese nada», pensó asombrado Nikolka, y preguntó al joven con voz cariñosa:

—Dígame, por favor, ¿a qué obedecen los disparos?

El joven apartó el dedo de la nariz, se quedó pensando y dijo:

—Los nuestros les están sacudiendo a los oficiales.

Nikolka lo miró de reojo y, maquinalmente, apretó la culata de la pistola en el bolsillo. El mayor de los chicos explicó enfadado:

—Les dan su merecido. Eran ochocientos en toda la Ciudad y no cesaban de hacer el tonto. Petliura ha venido con un millón de hombres.

Dio la vuelta y se alejó tirando del trineo.

Las cortinas color crema que separaban la terraza y el pequeño comedor se abrieron al instante. El reloj… tic-tac…

—¿Ha vuelto Alexei? —preguntó Nikolka a Elena.

—No —contestó ella, y rompió a llorar.

Oscuridad. Toda la casa está oscura. Sólo en la cocina luce una lámpara… Aniuta llora acodada en la mesa. Se entiende, por Alexei Vasílievich… En la estufa del dormitorio de Elena chisporrotean los leños. Las manchas brotan a través del cierre y bailan en el suelo la danza del fuego. Elena, después de tanto llorar, permanece sentada en un taburete, con la mejilla apoyada en el puño. Nikolka se sienta en el suelo, en el lugar donde se extiende la roja mancha de la llama, con las piernas muy abiertas.

Bolbotún… coronel… En casa de los Scheglov habían dicho aquella tarde que se trataba del gran duque Mijaíl Alexándrovich. Por lo demás, la desesperación reinaba también aquí, entre las sombras y el resplandor del fuego. ¿Llorar a Alexei? Esto, claro, no servía de nada. Lo habían matado, era indudable. Todo estaba claro. No tomaban prisioneros. Si no había vuelto era que había caído con todo el grupo y le habían dado muerte. Lo horrible era que, según decían, Petliura contaba con un excelente ejército de ochocientos mil hombres. Nos habían engañado, mandándonos a una muerte segura…

¿De dónde había salido ese espantoso ejército? Había sido forjado con la helada niebla en el aire punzante, azulenco y crepuscular… Confusión… confusión…

Elena se puso en pie y extendió el brazo.

—Malditos sean los alemanes. Malditos sean. Si Dios no los castiga, es que no hace justicia. ¿Es posible que no respondan de eso? Responderán. Sufrirán lo mismo que nosotros, sufrirán.

Repitió «sufrirán» como si pronunciase un conjuro. Su cuello y sus mejillas estaban teñidos de púrpura y sus vacíos ojos rebosaban un negro odio. Estas exclamaciones aumentaron la desesperación y tristeza de Nikolka.

—¿Y si no ha muerto? —preguntó tímidamente—. Después de todo, es médico… Aunque lo hayan cogido, acaso no lo hayan matado y lo retengan como prisionero.

—Comerán gatos, se matarán entre sí como nosotros —dijo Elena con voz sonora y, en un gesto de odio, amenazó al fuego con los dedos.

«Bah, bah… Bolbotún no puede ser gran duque. Petliura no puede tener un ejército de ochocientos mil hombres, ni de un millón… Por lo demás, todo está confuso. Se nos ha venido encima un tiempo terrible. Talberg fue más listo, se marchó a tiempo. El fuego baila en el suelo. Hubo un tiempo pacífico y hermosos países. Por ejemplo, París y Luis con sus figurillas en el sombrero, Clopin Trouliefou se arrastró y calentó con un fuego como éste. Hasta él, un mendigo, lo pasaba bien. Nunca, en ningún sitio hubo una víbora tan odiosa como ese portero pelirrojo, Nerón. ¡Todos nos odian, claro, pero él es un auténtico chacal! Quería retorcerme el brazo».

En aquel instante se oyeron los estampidos del cañón. Nikolka se puso en pie de un salto y empezó a ir de un sitio a otro.

—¿Oyes? ¿oyes? ¿oyes? ¿Serán los alemanes? ¿Serán los aliados que acuden en socorro nuestro? ¿De quién se trata? Porque ellos no pueden disparar sobre la Ciudad cuando ya la han tomado.

Elena cruzó las manos sobre el pecho y dijo:

—Es lo mismo, Nikolka, no te dejaré salir. No te dejaré. Te lo suplico, no salgas. No hagas esa locura.

—Me acercaría a la placita de la iglesia de San Andrés y desde allí podría mirar y escuchar. Se ve todo Podol.

—Está bien, vete. Vete si eres capaz de dejarme sola en estos momentos.

Nikolka se turbó.

—Entonces saldré al patio a escuchar.

—Iré contigo.

—Lénochka, ¿y si vuelve Alexei? No oiríamos el timbre.

—Sí, no lo oiríamos. Y el culpable serías tú.

—Entonces, Lénochka, te doy mi palabra de honor de que no daré ni un solo paso más allá del patio.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor.

—¿No irás más allá del portillo? ¿No subirás a la parte alta de la cuesta? ¿Te quedarás en el patio?

—Palabra de honor.

—Anda, ve.

El catorce de diciembre de 1918 cayó sobre la Ciudad una gran nevada. Y esos extraños e inesperados cañones abrieron fuego a las nueve de la tarde. Los disparos no duraron más que un cuarto de hora.

Los copos se derretían dentro del cuello de Nikolka, que luchaba con la tentación de subir a las nevadas alturas. Desde allí podría ver no sólo Podol, sino parte de la Ciudad alta, el seminario, los cientos de luces de las grandes casas y las colinas con sus casitas en las que las lamparillas titilaban ante las ventanas. Pero la palabra de honor no debía ser incumplida por nadie, porque entonces sería imposible la vida en este mundo. Así pensaba Nikolka. A cada estampido, amenazador y lejano, imploraba: «Señor, haz que…».

Pero los cañones enmudecieron.

«Eran nuestros», pensó con amargura Nikolka. Al apartarse del portillo miró a la ventana de los Scheglov. En el pequeño pabellón el blanco visillo estaba descorrido y vio que María Petrovna estaba bañando a Petka. Este, desnudo, permanecía sentado en el barreño y lloraba silenciosamente porque el jabón se le había metido en los ojos, María Petrovna le pasaba la esponja. En la cuerda tendida en la cocina había varias prendas puestas a secar, en las que se movía e inclinaba la gran sombra de la madre. Nikolka pensó que la casa de los Scheglov era muy confortable y estaría templada, y con el capote desabrochado como iba sintió frío.

A unas ocho verstas al norte de los arrabales de la Ciudad, en una caseta abandonada por el guarda y casi cubierta de nieve, había un subcapitán. Sobre la mesita había una hogaza de pan, un teléfono de campaña y un diminuto quinqué con el panzudo vidrio completamente ahumado. En la estufa se consumían las últimas brasas. El subcapitán era un hombre menudo de nariz larga y aguzada, vestía un capote de ancho cuello. Con la mano izquierda arrancaba pequeños trozos de la hogaza mientras que su derecha no cesaba, de oprimir los botones del teléfono. Pero el teléfono parecía haber muerto y nadie contestaba.

En cinco verstas a la redonda no había nada más que tinieblas, y en ellas reinaba la ventisca. Había grandes montones de nieve.

Pasó otra hora y el subcapitán dejó el teléfono tranquilo. Hacia las nueve dio una cabezada y dijo en voz alta:

—Me voy a volver loco. Debería pegarme un tiro.

Y como contestándole, cantó el teléfono.

—¿Es la sexta batería? —preguntó una voz lejana.

—Sí, sí —contestó el subcapitán con desenfrenada, alegría.

La inquieta y lejana voz parecía muy jovial y sorda.

—Abra inmediatamente sobre el bosquecillo fuego… —el confuso interlocutor croaba por el hilo— huracanado… —La voz se cortó—. Tengo la impresión… —Y de nuevo se cortó la voz.

—Al habla, al habla —gritaba el subcapitán, apretando con desesperación los dientes.

Transcurrió una larga pausa.

—No puedo abrir fuego —explicó el subcapitán al micrófono, comprendiendo muy bien que nadie le oía, pero no podía por menos de hablar—. Todos los servidores y los tres alféreces se han ido. En la batería estoy yo solo. Hágalo saber a Post.

El subcapitán permaneció así una hora, luego salió al exterior. La nevada era muy intensa. Los cuatro siniestros cañones estaban ya blancos y en sus bocas y junto a los cierres empezaba a acumularse la nieve. El subcapitán empezó a dar vueltas como un ciego entre el frío silbar de la ventisca. Tardó largo rato hasta que pudo desmontar a tientas él primer cierre. Quiso tirarlo al pozo que había detrás de la caseta, pero lo pensó mejor y volvió a ésta. Salió otras tres veces y los cuatro cierres de las piezas los escondió bajo la trampa del suelo, donde el guarda tenía las patatas. Luego apagó el quinqué y se perdió en las sombras. Anduvo dos horas, hundiéndose en la nieve, completamente invisible y oscuro hasta llegar a la carretera que conducía a la ciudad. Allí brillaban las débiles luces de unas cuantas linternas. Al acercarse a la primera de ellas unos jinetes lo mataron a sablazos y le despojaron de las botas y del reloj.

La misma voz de antes surgió en el teléfono de un refugio abierto a seis verstas al oeste de la caseta del guarda.

—Abran inmediatamente… fuego sobre el bosquecillo. Tengo la impresión de que el enemigo se ha filtrado en la ciudad entre ustedes y nosotros.

—¿Me oye? ¿Me oye? —le contestaron desde el refugio.

—Pregunte a Post…

La voz, sin escuchar nada, croaba en respuesta:

—Fuego rápido… sobre la caballería…

Y se cortó definitivamente.

Del refugio salieron con unos faroles tres oficiales y otros tantos cadetes. El cuarto oficial y dos cadetes más estaban junto a las piezas, con un farol que la ventisca se esforzaba en apagar. Cinco minutos después los cañones empezaron a dar saltos y a rugir terriblemente en la oscuridad. El estruendo lo invadió todo en quince verstas a la redonda, llegó hasta el número 13 de la bajada de Alexéivski… Señor, haz que…

El escuadrón de Petliura, dando vueltas entre la ventisca, salió de la oscuridad por la retaguardia, atraído por las linternas, y mató a todos los cadetes y a los cuatro oficiales. El jefe, que había quedado al teléfono, se pegó un tiro en la boca.

Sus últimas palabras fueron:

—Estos canallas del Estado Mayor… Comprendo muy bien a los bolcheviques.

Aquella noche Nikolka encendió la lámpara de su habitación y con un cortaplumas dibujó en la puerta una gran cruz acompañada del siguiente recordatorio, escrito con caracteres muy irregulares:

C. Turs. 4 de la tarde. 14-XII-1918.

«Nai» lo evitó con fines conspirativos ante la eventualidad de que la gente de Petliura llegase a hacer un registro.

No quería dormir para estar atento al timbre de la calle. Elena dio unos golpes en la pared y dijo:

—Acuéstate, yo estaré despierta.

E inmediatamente, vestido como estaba, se tumbó en la cama y se quedó dormido como un tronco. Elena no pegó los ojos hasta el amanecer, esperando la llamada. Pero el timbre no llegó a sonar y el hermano mayor, Alexei, siguió sin dar señales de vida.

El hombre rendido por el cansancio necesita dormir, y más a las once de la noche, pero hay maneras muy distintas de hacerlo… Hay un modo muy original de dormir. Las botas oprimen los pies, el cinturón se clava en las costillas, el cuello del capote le aprieta a uno y la pesadilla se ha aferrado con sus garras al pecho.

Nikolka estaba tumbado boca arriba, con la cara congestionada; de su garganta brotaba un silbido… ¡un silbido!… Nieve y telarañas… ¡La maldita telaraña lo había invadido todo! Lo principal era abrirse camino a través de ella, pero la infame no cesaba de crecer y se le acercaba a la cara. ¡Le iba a envolver de tal modo que le sería imposible librarse! Se iba a asfixiar. Tras la red de la telaraña se extendían grandes llanuras de nieve blanquísima. Tenía que abrirse paso hasta esa nieve, y cuanto antes, porque una voz parecía llamar: «¡Nikol!». Y lo que son las cosas, un inquieto pajarillo quedó enredado en la telaraña y empezó a piar… Pío, pío, pió, pío. ¡Demonios! No lo veía, pero cantaba muy cerca, alguien más lloraba su triste suerte y de nuevo se oyó la voz: «¡Nik! ¡Nik! ¡¡Nikolka!!».

—¡Eh! —gritó Nikolka, que rompió la telaraña y se quedó sentado, con los pelos revueltos y la chapa del cinturón en un costado. Parecía como si alguien le hubiera estado zarandeando largo rato.

—¿Quién es? ¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó espantado, sin comprender nada en absoluto.

—Quién. Quién, quién, quién, quién… ¡Fi-ti! ¡Fi-u! —contestó la telaraña, y una voz dolida, rebosante de lágrimas, dije:

—¡Sí, con su amante!

Nikolka se apretó espantado contra la pared y clavó los ojos en la visión. La visión vestía una guerrera color café, pantalones de montar del mismo color y botas altas con vueltas amarillas, como las de los jockeys. Sus ojos, turbios y tristes, miraban desde las profundas órbitas de una cabeza increíblemente grande con el pelo cortado al rape. Se trataba sin duda de un hombre joven, pero la piel de la cara era gris, de viejo, y mostraba unos dientes torcidos y amarillos. La visión llevaba en la mano una jaula con un paño, negro echado por encima y una carta azul y abierta…

«No me he despertado todavía», comprendió Nikolka, e hizo un movimiento con la mano tratando de rasgar la visión como antes la telaraña. Sus dedos tropezaron con los alambres. En la negra jaula se revolvió un pájaro, que empezó a piar furiosamente.

—¡Nikolka! —resonó la inquieta y lejana voz de Elena.

«Señor mío Jesucristo —pensó—, me he despertado, pero me he vuelto loco, y sé la causa, se debe al agotamiento de la guerra. ¡Dios mío! Ya veo cosas absurdas… ¿Y los dedos? ¡Dios mío! Alexei no ha vuelto… ah, sí… no ha vuelto… lo han matado… ¡ay, ay, ay!».

—Con su amante en ese mismo sofá en el que solía recitarle versos —dijo la visión con trágica voz.

Se volvió hacia la puerta, al parecer dirigiéndose a otra persona, pero luego se quedó mirando definitivamente a Nikolka:

—Sí, en ese mismo sofá… Ahora se están besando… después de un pagaré de setenta y cinco mil rublos que firmé sin vacilar, como un caballero. Porque yo fui un caballero y lo seré siempre. ¡Que se besen!

«Ay, ay», pensó Nikolka. Sus ojos se desorbitaron y sintió frío en la espalda.

—Por lo demás, le suplico que me perdone —dijo la visión, saliendo cada vez más de la movediza niebla del sueño y convirtiéndose en un auténtico cuerpo vivo—. Seguramente no acaba de comprenderlo. Aquí tiene esta carta que se lo explicará todo. No oculto mi vergüenza de nadie, soy un caballero.

Y así diciendo, el desconocido entregó a Nikolka el pliego azul. Completamente desconcertado, el joven tomó la carta y empezó a leer, moviendo los labios, la misiva, escrita con grandes caracteres que denotaban una profunda emoción. Sin fecha alguna, en el satinado papel azul celeste decía así:

«Muy querida Lénochka: Conozco su bondadoso corazón y se lo mando como a la casa de un familiar. Le he puesto un telegrama, pero el pobre chico se lo explicará todo. Lariósik ha sufrido un golpe terrible, hubo un tiempo en que temí que no lo soportaría. Mílochka Rubtsova, con la que, como usted sabe, se casó el año pasado, ha salido una víbora. Acójalo, se lo suplico, préstele su calor como usted sabe hacerlo. Todos los meses le giraré el importe de los gastos que le ocasione. Zhitómir se la ha hecho una ciudad odiosa y lo comprendo muy bien. Pero no sigo, estoy demasiado agitada y de un momento a otro va a salir un tren sanitario. Él mismo le contará todo. Un beso muy fuerte para usted y para Seriozha».

Al pie de estos renglones había una firma ilegible.

—He traído conmigo un pájaro —dijo el desconocido suspirando—. Los pájaros son los mejores amigos del hombre. Cierto que muchos consideran que no se les debe tener en casa, pero yo puedo decir una cosa: en último término, los pájaros no hacen daño a nadie.

La última frase agradó mucho a Nikolka. Sin esforzarse por comprender, se rascó tímidamente las cejas con la incomprensible carta y puso los pies en el suelo; a la vez que pensaba: «¿Será una inconveniencia… preguntarle cómo se llama?… esto es asombroso…».

—¿Es un canario? —preguntó.

—¡Claro que sí! —contestó el desconocido con entusiasmo—. Un auténtico canario. Es macho. En Zhitómir tengo otros veinte. Se los he dejado a mamá, ella se encargará de cuidarlos. Ese infame les habría retorcido seguramente el cuello. Aborrece a los pájaros. ¿Me permite que de momento lo ponga sobre su escritorio?

—No faltaba más —contestó Nikolka—. ¿Viene de Zhitómir?

—Sí —asintió el desconocido—. Y figúrese qué coincidencia: he llegado al mismo tiempo que su hermano.

—¿Qué hermano?

—¿Cuál va a ser? Su hermano ha llegado a casa al mismo tiempo que yo —explicó asombrado el desconocido.

—¿Qué hermano? —insistió con voz lastimera Nikolka—. ¿Qué hermano? ¿De Zhitómir?

—Su hermano mayor…

La voz de Elena resonó claramente en la sala:

—¡Nikolka! ¡Nikolka! ¡Despiértelo, Illarión Lariónich! ¡Despiértelo!

—¡Pi, pi, pi, pi! —atronó de pronto el pájaro.

Nikolka dejó caer la carta azul y como una bala cruzó el cuarto de los libros. En el comedor se quedó de una pieza, con los brazos abiertos.

Alexei Turbín, con un abrigo negro en el que se veía el forro roto y unos pantalones también negros —prendas que no le pertenecían— permanecía inmóvil, en el divancito, al pie del reloj.

Su cara mostraba una palidez azulenca y mantenía los dientes apretados. Elena iba y venía, su bata se había abierto y se veían las medias negras y los encajes de la ropa interior. Agarraba ya los botones del pecho de Turbín, ya sus manos, y no cesaba de gritar: ¡Nikolka! ¡Nikolka!

Tres minutos después Nikolka con la gorra de estudiante en el cogote y el capote gris sin abrochar, corría cuesta arriba por la bajada Alexéievski y balbuceaba:

—¿Y si no lo encuentro en casa? ¡Dios mío, la historia de las vueltas amarillas! A Kuritski no lo puedo llamar de ningún modo, eso es evidente… La ballena y el gato…

El canto del pájaro atronaba dentro de su cabeza.

Una hora más tarde, en el suelo del comedor había una palangana llena de un agua rojiza, trozos de gasa ensangrentada y los blancos pedazos de unos platos que el desconocido de las botas de vueltas amarillas había tirado del aparador al sacar un vaso. Los trozos de porcelana crujían al ser desmenuzados por unos pies que no cesaban de ir de un lado a otro. Turbín, pálido, pero ya sin el matiz azulenco, yacía como antes, boca arriba, con la cabeza descansando en una almohada. Había recobrado el conocimiento y quería decir algo, pero el médico, un hombre de barba puntiaguda, con las mangas remangadas y lentes de oro se inclinó sobre él y le ordenó, mientras se limpiaba con gasa la sangre de las manos:

—Cállese, colega…

Aniuta, blanca como el yeso, con unos ojos enormes, y Elena, despeinada y pelirroja, incorporaron a Turbín y le quitaron la camisa, empapada de sangre y agua y con una manga abierta a tijeretazos.

—Sigan cortando, no se preocupen por eso —dijo el de la barba puntiaguda.

Valiéndose de las tijeras fueron cortando la camisa en pequeños trozos dejando al descubierto el flaco y amarillento cuerpo de Turbín y su brazo izquierdo, que acababan de vendarle hasta el hombro. Las puntas de unos trapos asomaban por arriba y por abajo. Nikolka, de rodillas, le desabrochó con grandes precauciones los botones y le quitó el pantalón.

—Desnúdenlo por completo y llévenlo ahora mismo a la cama —dijo con voz de bajo el de la barba puntiaguda.

Aniuta le echó agua de la jarra en las manos y la espuma de jabón cayó en la palangana. El desconocido se mantenía al margen, sin tomar parte en el ajetreo general, y miraba amargamente ya a los platos rotos, ya, ruborizándose, a la despeinada Elena, cuya bata se había abierto por completo. Los ojos del desconocido estaban húmedos por las lágrimas.

Llevaron entre todos a Turbín del comedor a su habitación. En este trabajo sí que tomó parte el desconocido: pasó las manos por debajo de las rodillas del herido y le sostuvo las piernas.

En la sala, Elena ofreció algún dinero al médico. Este apartó la mano…

—¿Qué hace, por Dios? —dijo—. ¿Voy a cobrarle a un médico? Hay una cuestión más importante. En realidad, hace falta llevarlo al hospital…

—No —llegó la débil voz de Turbín—. Por favor, al hospital no…

—Cállese, colega —replicó el doctor—. Arreglaremos las cosas nosotros mismos. Sí, claro, lo comprendo… El diablo sabe lo que ahora ocurre en la ciudad… y volvió la cabeza hacia la ventana—. Hum… acaso tenga razón: eso no es posible… Bueno, que se quede en casa… Volveré por la tarde.

—¿Es peligrosa la herida, doctor? —preguntó inquieta Elena.

El médico se quedó mirando el parquet, como si en las brillantes tablas amarillas pudiera leer el diagnóstico, carraspeó, se acarició la barbita y contestó:

—El hueso está sano… Hum… los vasos grandes no han sido afectados… los nervios tampoco… Pero habrá infección… En la herida había unos hilos de paño del capote… La fiebre… —Después de dejar escapar estos poco comprensibles fragmentos de sus ideas, elevó la voz y dijo con un tono seguro—: Reposo completo… Si siente mucho dolor, morfina. Yo mismo le inyectaré esta tarde. Alimento líquido… puede darle caldo… Que no hable mucho…

—Doctor, doctor, se lo suplico encarecidamente…, ha pedido que no se le dijera nada a nadie…

El médico lanzó sobre Elena una mirada de reojo ceñuda y profunda y refunfuñó:

—Sí, lo comprendo… ¿Cómo se ha metido en estos asuntos?

Elena se limitó a exhalar un contenido suspiro y a abrir los brazos…

—Está bien —gruñó el médico, y de costado, como un oso, se arrastró hacia el recibidor.