Tres
A aquella hora de la noche en el piso bajo, que ocupaba el dueño de la casa, el ingeniero Vasili Ivánovich Lisóvich, reinaba un silencio absoluto que sólo un ratón turbaba de vez en cuando en el pequeño comedor de la vivienda. El ratón no cesaba de roer en el aparador, tenaz en su empeño, una vieja corteza de queso, maldiciendo la tacañería de la esposa del ingeniero, Vanda Mijáilovna. La maldecida Vanda, huesuda y celosa, dormía con profundo sueño en el reducido dormitorio del helado y húmedo piso. Por lo que hace al ingeniero, permanecía despierto en su despacho, provisto de gran cantidad de muebles, con sus cortinas y abundantes libros, por lo que resultaba extraordinariamente confortable. La lámpara de mesa, que figuraba una reina egipcia, cubierta con una floreada pantalla verde, proporcionaba a la pieza luz suave y misteriosa. El propio ingeniero se mostraba misterioso en el hondo sillón de cuero. El secreto y la ambigüedad del frágil tiempo que se atravesaba expresábase, ante todo, en la circunstancia de que la persona del sillón no era Vasili Ivánovich Lisóvich, sino que llevaba el nombre femenino de Vasilisa… Es decir, él decía llamarse Lisóvich, las muchas personas con que se encontraba le llamaban Vasili Ivánovich, pero sólo delante de él. Cuando no estaba presente y se referían a él en tercera persona, todos llamaban al ingeniero Vasilisa. Ocurrió así porque el dueño de la casa, cuando en enero de 1918 empezaron a sucederse ya muy claramente los portentos, cambió su clara firma y en vez del definido «V. Lisóvich», temeroso de ciertas responsabilidades en el futuro, empezó a firmar los cuestionarios, certificados, bonos y cartillas de racionamiento como «Vas. Lis.».
Nikolka, que había recibido de manos de Vasili Ivánovich la cartilla de racionamiento de azúcar correspondiente al mes de enero del dieciocho, en vez de azúcar recibió una tremenda pedrada en la espalda y durante dos días estuvo escupiendo sangre. (Era un proyectil que había hecho explosión sobre la cola de quienes, sin temor a nada, aguardaban su vez en la calle Kreschátik). Al llegar a casa, apoyándose en las paredes y lívido, Nikolka, sonriente para no asustar a Elena, llenó una palangana de esputos de sangre, a la pregunta de la hermana:
—¿Pero qué es eso, santo Dios?
Contestó:
—¡El azúcar de Vasilisa, así se lo lleven los demonios! —y después de esto se quedó blanco como el papel y cayó de costado.
Dos días después, cuando Nikolka dejó la cama, Vasili Ivánovich Lisóvich no existía. Primero, la gente del trece y luego la Ciudad entera empezó a llamar al ingeniero Vasilisa, y sólo el propietario de este nombre de mujer insistía al presentarse: Lisóvich, presidente del comité de vecinos.
Convencido de que la calle estaba definitivamente tranquila, de que ni siquiera se oía ya el chirriar de los patines de los contados trineos que antes pasaban, después de prestar oído al silbido que salía del dormitorio de su mujer, Vasilisa se dirigió al recibimiento, pasó atenta revista al cerrojo, la llave, el pestillo y la cadena y volvió a su despacho. De un cajón de su pesado escritorio sacó cuatro brillantes imperdibles. Luego, de puntillas, se perdió en la oscuridad para reaparecer con una sábana y una manta de viaje. Prestó nuevamente oído y hasta se llevó un dedo a los labios. Se quitó la chaqueta, se remangó los brazos y tomó de la estantería un bote de cola, un trozo de papel de empapelar cuidadosamente arrollado y unas tijeras. A continuación se aproximó a la ventana y protegiéndose con las manos miró a la calle. Cubrió la ventana de la izquierda hasta la mitad con la sábana y la de la derecha con la manta, que sujetó con los imperdibles. Procuró que no quedase la menor abertura. Se subió a una silla, pasó las manos por algo sobre la fila alta de libros, hizo con una navajita un corte vertical en el empapelado, luego otro a un lado, en ángulo recto, y dejó al descubierto un pequeño escondrijo que ocupaba el espacio de dos ladrillos: la noche anterior lo había preparado él mismo. Retiró la cubierta, una fina chapa de cinc, bajó de la silla, miró asustado hacia las ventanas y pasó la mano por la sábana. Del fondo del cajón de abajo, que abrió con dos aparatosas vueltas de llave, sacó a la luz de Dios un paquete hecho con papel de periódico, atado en cruz con bramante y sellado. Vasilisa lo sepultó en el escondrijo y volvió a colocar la tapa que lo cubría. Durante largo rato, sobre el rojo paño de la mesa, estuvo cortando y recortando hasta conseguir lo que deseaba. Previamente encolados, los trozos de papel se ajustaron al corte tan bien que daba gusto verlo: medio ramillete a otro medio, un cuadradito a otro. Cuando el ingeniero bajó de la silla se convenció de que en la pared no quedaba rastro alguno del escondrijo. Vasilisa se frotó animoso las manos. Inmediatamente hizo una pelota con los restos del papel, que quemó en la estufita, dispersó las cenizas y guardó la cola.
En la calle negra y desierta, una silueta gris y desharrapada, de lobo, se bajó sin ruido de la rama de la acacia en que había permanecido media hora, aguantando el frío y observando ávidamente a través de la traidora abertura que había quedado en la parte superior de la sábana el trabajo del ingeniero, quien para su desgracia la había colocado justamente en la ventana cuyos cristales estaban cubiertos por el ramaje. La silueta saltó ágilmente sobre un montón de nieve, se alejó calle arriba y con paso de lobo torció por los callejones. La ventisca, la oscuridad y la nieve se tragaron y borraron todas sus huellas.
Era de noche. Vasilisa permanecía sentado en su sillón. En la verde penumbra era un auténtico Tarás Bulba. Bigotes caídos y abundantes. ¡De Vasilisa no tenía nada! Era un hombre. Hubo un suave crujido en los cajones y ante Vasilisa, sobre el paño rojo, aparecieron unos paquetes de alargados billetes de complicado dibujo verde.
Billete del Banco Nacional
50 karbovantsev
Curso obligatorio.
El dibujo representa a un campesino de caídos bigotes armado con una pala y una campesina con la hoz. En el reverso, en marco ovalado, las caras ampliadas y rojizas del campesino y la campesina. También con los bigotes caídos, a la manera ucraniana. Y sobre todo ello, la advertencia:
La falsificación es castigada con pena de prisión,
con la firma que la refrendaba;
El director del Banco Nacional, Lébid-Yúrchik.
Alejandro II, montado en su caballo de bronce y con el revuelto jabón de las patillas, miraba irritado la artística producción de Lébid-Yúrchik y con ternura la figura de reina de la lámpara. Desde la pared contemplaba horrorizado los billetes un dignatario con la banda de San Stanislav —antepasado de Vasilisa—, pintado al óleo. A la luz verde brillaban suavemente los lomos de Goncharov y Dostoisvski, se mantenían en cerrada formación negra y dorada los oficiales de la Guardia de la enciclopedia de Brockhaus-Efrón. El ambiente era confortable.
Las obligaciones del cinco por ciento estaban bien guardadas en el escondrijo, bajo el empapelado. Allí había también quince «catalinas», nueve «pedros», diez «nicolás negros», tres anillos de brillantes, un broche, una orden de Santa Anna y dos de San Stanislav.
En el escondrijo número dos habían veinte «catalinas», diez «pedros», veinticinco cucharillas de plata, un reloj de oro con su cadena, tres pitilleras («A nuestro querido compañero», aunque Vasilisa no fumaba), cincuenta monedas de oro, saleros, un estuche con cubiertos de plata para seis personas y un colador de plata para el té (el escondrijo grande se encontraba en la leñera, dos pasos al frente a contar desde la puerta, una a la izquierda, otro a contar desde la señal de tiza hecho en el tronco de la pared. Todo estaba en cajas de galletas envueltas en hule y con las juntas bien tapadas con brea, a dos varas de profundidad).
El tercer escondrijo se encontraba en el desván: a dos palmos de la chimenea hacia el noreste, bajo una viga y dentro de un montón de arcilla: tenacillas de azucarero, ciento ochenta y tres monedas de oro y obligaciones por valor de veinticinco mil rublos.
Lébid-Yúrchik quedaba para los gastos ordinarios.
Vasilisa miró con recelo alrededor, como hacía siempre que contaba el dinero, se mojó la yema del pulgar con la lengua y empezó a pasar los billetes uno a uno. Su cara se animó. Luego, inesperadamente, se puso pálida.
—Falsificación, falsificación —gruñó rabioso, meneando la cabeza—. Esa es la desgracia.
Los azules ojos de Vasilisa se entristecieron como si los hubiese velado la muerte. En el tercer paquete, uno; en el cuarto, dos; en el sexto, otros dos, y en el noveno, tres seguidos; eran, indudablemente, de los que Lébid-Yúrchik amenazaba con pena de prisión. De un total de ciento treinta, ocho billetes presentaban evidentes signos de falsificación. El campesino mostraba un rostro sombrío, cuando debía ser alegre; junto al haz no se veían dos señales misteriosas, pero, seguras: la coma vuelta del revés y los dos puntos. Además, el papel era mejor que el de Lébid, Vasilisa los miró al trasluz: los Lébid falsos se transparentaban mucho más.
—Mañana le pasaré uno al cochero —se dijo Vasilisa—. De todas las maneras tendré que tomar un trineo. Se entiende, los otros en el mercado.
Apartó celosamente los falsos, destinados al cochero y al mercado, y guardó los otros en el cajón, que cerró con llave. Se estremeció. Sobre su cabeza, en el piso de arriba, resonaron pasos y el silencio de tumba se vio alterado por risas y confusas voces. Vasilisa dijo a Alejandro:
—Ya ves, nunca le dejan a uno tranquilo…
Arriba volvió la calma. Vasilisa bostezó, se atusó los bigotes de estropajo, retiró la manta y la sábana de las ventanas y encendió la lámpara pequeña de la sala, en la que el altavoz del gramófono desprendió un pálido reflejo. A los diez minutos la oscuridad más completa reinaba en el aposento. Vasilisa dormía junto a su mujer en la húmeda y fría alcoba. Olía a ratón, a moho, a tedio somnoliento y gruñón. Soñó que Lébid-Yúrchik venía a caballo y ciertos Ladrones de Túshino[4] abrían con llaves falsas el escondrijo. La sota de oros se subía a una silla, escupía en los bigotes de Vasilisa y le disparaba a quemarropa. Con el cuerpo empapado en un sudor frío, lanzando un alarido, Vasilisa dio un salto. Lo primero que oyó fue a la familia de los ratones, que en el comedor trabajaban con un paquete de galletas. Luego, a través del techo y las alfombras, el rasguear, inusitadamente suave, de la guitarra, risas…
Empezó a cantar una voz fortísima y apasionada. La guitarra inició una marcha.
—No tendré más remedio que echarlos de la casa —dijo Vasilisa, dando vueltas entre las sábanas—. Es inconcebible. Ni de día ni de noche le dejan descansar a uno.
Pasan y cantan los cadetes
de la Escuela de la Guardia.
—Aunque, por lo demás, llegado el caso… La verdad es que vivimos unos tiempos horribles. Uno no sabe a quién deja entrar en la casa. Y éstos son oficiales, quieras que no, significan una defensa… ¡Largo! —gritó a los enfurecidos ratones.
La guitarra… la guitarra… la guitarra.
Las cuatro ventanas del comedor. Banderas de azulenco humo. Las cortinas color crema tapaban por completo la encristalada terraza. El reloj no se oía. Sobre el blanco mantel, rosas de invernadero recién cortadas, tres botellas de vodka y alargadas botellas alemanas de vino blanco. Vasitos, manzanas en los tallados fruteros de cristal, rajitas de limón, migas, migas, té…
En un sillón, la hoja arrugada del periódico humorístico La muñeca del Diablo. La niebla se revuelve en las cabezas, ya lleva a la isla de oro de alegrías infundadas, ya arroja a la turbia ola de la inquietud. Alborotan en la niebla voces desenfadadas:
¡No es posible sentarse desnudo sobre un erizo!
—Son alegres los canallas… Y los cañones han enmudecido. ¡Es divertido, que el diablo me lleve! ¡Vodka, vodka y niebla! ¡Es divertido! La guitarra.
La sandía no puede asarse con jabón,
han vencido los americanos.
Mishlaievski, perdido entre la cortina de humo, rompió a reír. Estaba borracho.
Son ingeniosas las bromas de Breitman,
¿dónde están las compañías de senegaleses?
—Sí, ¿dónde? En serio, ¿dónde están? —añadió con voz pastosa Mishlaievski.
Las ovejas paren bajo la lona,
Rodzianko será presidente.
—¡La verdad es que tienen ingenio los canallas!
Elena, a quien no habían dejado pensar en sus cosas después de la marcha de Talberg —el vino blanco no hace desaparecer del todo el dolor, se limita a embotarlo—. Elena ocupa la presidencia, sentada en una butaca. Al extremo opuesto está Mishlaievski, envuelto en el blanco albornoz y la cara con manchas que le han dejado el vodka y el tremendo cansancio. Alrededor de sus ojos hay unos círculos colorados, restos del frío del miedo sufrido, del vodka y la rabia. Ocupando la parte larga de la mesa, a un lado están Alexei y Nikolka, y al otro Leonid Yúrievich Shervinski, antiguo teniente del regimiento de ulanos de la Guardia, y el teniente de artillería, Fiódor Nikoláievich Stepánov, a quien desde los tiempos del gimnasio de Alejandro se le conocía con el remoquete de Karás.
Pequeño, bien formado y, en efecto, muy parecido a un carasio[5], Karás había coincidido con Shervinski en el portal de los Turbín veinte minutos después de la marcha de Talberg. Shervinski traía un paquete con cuatro botellas de vino blanco y Karás otras dos de vodka. Además, Shervinski iba cargado con un enorme ramo protegido herméticamente por tres capas de papel. Las rosas, no hacía falta decirlo, eran para Elena Vasílievna. Sin pasar de la puerta, Karás dio cuenta de la novedad: en las hombreras lucía unos pequeños cañones de oro. Había perdido la paciencia, todos debían incorporarse a la lucha, tanto más que en la Universidad las clases se habían suspendido, y si Petliura entraba en la ciudad no había esperanzas de que se reanudasen. Debían acudir todos, y los oficiales de artillería al grupo de morteros. Lo mandaba el coronel Málishev, era una unidad magnífica, integrada en su inmensa mayoría por estudiantes. Karás estaba desesperado de que Mishlaievski hubiese ido a aquel estúpido grupo de voluntarios. Era una insensatez. En sus deseos de parecer un héroe, se había apresurado. ¿Dónde estaba ahora? El diablo lo sabía. Acaso hubiera muerto en los accesos de la ciudad…
¡Pero Mishlaievski había acudido también, se encontraba arriba! La hermosa Elena, en la penumbra del dormitorio, se empolvó de prisa y corriendo ante el ovalado marco de hojas de plata y salió a recibir las rosas. ¡Hurra! Todos se hallaban presentes. Los cañones de oro de Karás en las arrugadas hombreras no significaban absolutamente nada junto a las pálidas hombreras de caballería y los planchados pantalones azules de montar de Shervinski. Los atrevidos ojos de este último brillaron de alegría ante la noticia de la desaparición de Talberg. El pequeño ulano se sintió al momento en vena de cantar y la sala, con su fragancia de rosas, se inundó realmente con un monstruoso huracán de sonidos. Shervinski cantó un epitalamio al dios Himeneo. ¡Y cómo lo hizo! Sí, acaso todo en el mundo fuese un absurdo a excepción de una voz como la de Shervinski. Cierto que entonces estaban los Estados Mayores, aquella estúpida guerra, los bolcheviques, Petliura, el deber. Pero luego, cuando todo volviese a la normalidad, abandonaría el servicio de las armas a pesar de sus relaciones petersburguesas —y todos sabían qué amigos tenía en las grandes alturas—, y se dedicaría a la escena. Cantaría en La Scala, en el Bolshoi de Moscú, cuando colgasen a los bolcheviques en las farolas de la Plaza del Teatro. En Zhmerinka, la condesa Lendrikova se había enamorado de él porque al cantar el epitalamio, en vez del fa atacó el la y lo mantuvo cinco compases. Y al decir «cinco», Shervinski bajó algo la cabeza y miró alrededor confuso, como si fuese otro el que acabara de decirlo, y no él.
—Pues sí, cinco. En fin, vamos a cenar.
Y así estaban, envueltos en banderas de humo…
—¿Dónde están las compañías de senegaleses? Contesta tú, que sirves en los Estados Mayores, Lénochka, toma vino, querida, bebe. Es preferible incluso que se haya ido. Se abrirá paso hasta el Don y volverá con el ejército de Denikin.
—¡Sí que vendrán! —atronó Shervinski—. Vendrán. Os comunicaré una noticia importante: hoy he visto yo mismo en la Kreschátik a unos aposentadores servios. Pasado mañana, dentro de dos días lo más tarde, llegarán a la ciudad dos regimientos servios.
—Di, ¿eso es cierto?
Shervinski se encapotó.
—Resulta, extraño. Cuando digo que yo mismo lo he visto, la pregunta me parece inconveniente.
—Dos regimientos… dos regimientos…
—Está bien, entonces escuchad. El propio príncipe me ha dicho hoy que en el puerto de Odesa están desembarcando ya las tropas: han llegado los griegos y dos divisiones de senegaleses. Si conseguimos mantenernos una semana, podemos mandar a hacer p… a los alemanes.
—¡Son unos traidores!
—Si es así, entonces agarraremos a Petliura y lo ahorcaremos. ¡Hay que ahorcarlo!
—Yo mismo le pegaré un tiro.
—Otro trago. ¡A su salud, señores oficiales!
Otro trago y ¡la niebla definitiva! La niebla, señores. Nikolka, que había bebido tres copas grandes, se dirigió a su cuarto en busca del pañuelo y en el recibidor (cuando nadie le veía podía comportarse sin fingimiento alguno) dio un tropezón y cayó sobre el perchero. El corvo sable de Shervinski con su brillante empuñadura de oro. Regalo de un príncipe persa. Acero de Damasco. No era regalo de un príncipe ni la hoja era de Damasco, pero, eso sí, el arma era hermosa y de gran precio. La siniestra pistola Mauser de Karás con su funda, pendiente de las correas. Nikolka acercó la cara a la fría madera de la funda, pasó los dedos por el pavonado pico de ave rapaz de la Mauser. Sintió deseos de combatir en aquel mismo instante, en aquel segundo, junto a Post, en los campos cubiertos de nieve. ¡Porque daba vergüenza! Resultaba violento. Aquí tenía vodka y calor, mientras que allí estaba la oscuridad, estaban los hierbajos, la nevasca, se helaban los cadetes. ¿Qué pensaban en los Estados Mayores? Lástima que el grupo no estuviese presto, que los estudiantes apenas si acababan de aprender la instrucción, que los senegaleses seguían sin llegar. Seguramente eran negros como el betún… Pero se helarían con estos fríos. Porque estaban acostumbrados a un clima cálido.
—¡Pues yo al primero que ahorcaría —gritaba el mayor de los Turbín— sería a vuestro hetman! Durante seis meses nos ha tomado el pelo a todos. ¿Quién prohibió la formación de un ejército ruso? El hetman. Y ahora, cuando el gato se revuelve, ¿cómo lo organizan? A dos pasos del enemigo, y ¡piensan en grupos de voluntarios y en Estados Mayores! ¡Daos cuenta, daos cuenta!
—No te dejes ganar por el pánico —dijo Karás con calma.
Turbín se revolvió indignado.
—¿Qué me dejo ganar por el pánico? Lo que pasa es que no queréis comprenderme. No es pánico, ni mucho menos, lo que quiero es soltar todo lo que se me ha amontonado en el alma. ¿Pánico? No te preocupes. Mañana, ya lo tengo decidido, iré a incorporarme a ese grupo artillero. Y si vuestro coronel Málishev no me admite como médico, pediré que me acepten como soldado raso. ¡Estoy de todo esto hasta la coronilla! No es pánico.
Se le atragantó un trozo de pepinillo y le dio un fuerte golpe de tos. Nikolka le dio unas palmadas en la espalda.
—¡Bien dicho! —asintió Karás, sacudiendo un puñetazo sobre la mesa—. Nada de soldado raso, arreglaremos las cosas para que vayas como médico.
—Mañana iremos todos juntos —balbució, ebrio, Mishlaievski—. Todos juntos. Todo el gimnasio del emperador Alejandro. ¡Hurra!
—Es un miserable —prosiguió con odio Turbín—. Ni siquiera habla el ucraniano. Anteayer le pregunté a ese canalla, al doctor Kuritski, y resulta que después de noviembre del pasado año ha olvidado el ruso… Le pregunté cómo se dice en ucraniano «gato». Resulta que es lo mismo que en ruso ballena. Quise saber cómo es ballena en ucraniano y no supo decírmelo. Y ahora me ha retirado el saludo.
Nikolka soltó una sonora risotada y dijo:
—Ellos no pueden tener la palabra «ballena» porque en Ucrania no se crían las ballenas, mientras que en Rusia abundan mucho. Las hay en el Mar Blanco…
—La movilización —insistió Turbín mordazmente—. Lástima que no vieseis lo que ocurrió ayer en los centros de reclutamiento. Todos los especuladores estaban al tanto de que iba a decretarse tres días antes de firmarse la orden: ¿Qué os parece? Cada uno alegaba tener hernia, todos presentaban un foco en el vértice superior del pulmón derecho. Y el que no tenía nada que alegar, desapareció como sí se lo hubiera tragado la tierra, Y esto, amigos, es muy mal síntoma. Si en los cafés se murmura en vísperas de la movilización y ni uno solo acude a presentarse, todo está perdido. ¡Canalla, es un canalla! Porque si en abril hubiese empezado a formar cuerpos de oficiales, ahora podríamos tomar Moscú. Daos cuenta, aquí, en la Ciudad, habría reunido un ejército de cincuenta mil hombres. ¡Y qué ejército! De lo mejor, porque todos los cadetes, los estudiantes, los oficiales, y aquí los hay a miles, todos habrían acudido con entusiasmo. Petliura no estaría en Ucrania y lo que es más, aplastaríamos a Trotski en Moscú como a una mosca. Es el momento preciso: porque allí, según dicen, se comen hasta a los gatos. El hijo de mala madre habría salvado a Rusia.
Turbín estaba con la cara inyectada de sangre, las palabras brotaban de él junto con finas salpicaciones de saliva. Sus ojos ardían.
—Tú… tú…, ¿sabes?, deberías ser no médico, sino ministro de Defensa —dijo Karás. Sonrió irónico, pero el discurso de Turbín le agradaba y había encendido su entusiasmo bélico.
—Alexei es un buen orador, en un mitin no hay otro como él —dijo Nikolka.
—Te tengo advertido, Nikolka, que no gastes esa clase de bromas —replicó el hermano—. Bebe y calla.
—Comprende —terció Karás— que los alemanes no habrían permitido la formación de ese ejército. Le tenían miedo.
—¡No es cierto! —gritó con fina voz Turbín—. Lo único que hacía falta era conservar la cabeza sobre los hombros, siempre habría sido posible entenderse con el hetman. Se debió explicar a los alemanes que para ellos no representábamos un peligro. Naturalmente. ¡Habíamos perdido la guerra! Ahora tenemos algo más terrible que la guerra, que los alemanes, que todo en el mundo. Tenemos a Trotski. Eso es lo que se debió decir a los alemanes: ¿necesitáis azúcar y trigo? Tomadlo, cuanto queráis, alimentad a vuestros soldados. Hartaos, pero ayudadnos. Permitid que nos organicemos, para vosotros mismos es mejor, os ayudaremos a mantener el orden en Ucrania para que nuestros portadores de Dios no se contagien de la enfermedad moscovita. Y si en la ciudad hubiese ahora un ejército ruso, estaríamos aislados de Moscú por una muralla de hierro. Mientras que Petliura… —Turbín rompió a toser furiosamente.
—¡Espera! —Shervinski se puso en pie—. Debo hablar en defensa del hetman. Ha habido errores, es cierto, pero el plan del hetman era bueno. Es un diplomático. El país ucraniano… Más tarde habría procedido tal y como tú dices: ejército ruso y se acabó. ¿Queréis verlo? —Shervinski señaló solemnemente hacia afuera—. En la calle Vladímirskaia ondean ya las banderas tricolores.
—¡Ya es tarde!
—Hum… sí. Eso es cierto. Es algo tarde, pero el príncipe está convencido de que el error tiene remedio.
—Dios lo quiera, lo deseo de todo corazón —y Turbia se persignó, vuelto hacia la imagen de la virgen del rincón.
—El plan —articuló Shervinski con voz sonora y solemne— era el siguiente: cuando terminase la guerra los alemanes se repondrían y nos prestarían ayuda en la lucha contra los bolcheviques. Y cuando Moscú fuese ocupada, el hetman pondría Ucrania a los pies de su majestad el emperador Nicolás Alexándrovich.
Después de esta explicación, en el comedor se hizo un silencio sepulcral. Nikolka palideció amargamente.
—El emperador ha sido asesinado —murmuró.
—¿Que Nicolás Alexándrovich? —preguntó estupefacto Turbín, mientras que Mishlaievski, balanceándose, miraba de reojo al vaso y al vecino. Estaba claro: trataba de disimularlo, pero se le veía borracho perdido.
Elena, con la cabeza apoyada en las manos, contempló horrorizada al ulano.
Shervinski, sin embargo, no estaba tan borracho como parecía. Levantó la mano y dijo imperioso:
—No tengáis tanta prisa, escuchad. Ea, ruego a los señores oficiales —Nikolka se puso rojo y pálido—, que guarden silencio y escuchen lo que voy a decir. ¿Sabéis lo que ocurrió en el palacio del emperador Guillermo cuando le fue presentado el séquito del hetman?
—No tenemos la menor noticia.
—¡Hola! Lo sabe todo —comentó asombrado Mishlaievski—. Porque tú no fuiste…
—¡Señores! Dejadle hablar.
—Después de que el emperador Guillermo hubo hablado cariñosamente con el séquito, dijo: «Ahora me despido, señores. Sobre el futuro hablará con ustedes…». Se abrió la cortina y entró en el salón nuestro soberano. Dijo así: «Vayan a Ucrania, señores oficiales, y organicen allí sus unidades. Cuando, el momento llegue, me pondré en persona a la cabeza del ejército y les conduciré al corazón de Rusia, a Moscú», y derramó unas lágrimas.
Shervinski contempló triunfalmente a todos los reunidos, se bebió de un trago un vaso de vino y entornó los párpados. Diez ojos se le quedaron clavados. El silencio no se interrumpió hasta que se hubo sentado y tomó un trozo de jamón.
—Escucha… se trata de una leyenda —dijo Turbín, arrugando el ceño con una dolorosa mueca.
—Mataron a todos —dijo Mishlaievski—. Al emperador, a la emperatriz y al heredero.
Shervinski miró de reojo hacia la estufa, aspiró una profunda bocanada de aire y articuló:
—Hacéis mal en no creerlo. Lo de la muerte de su majestad el emperador…
—Resulta algo exagerado —intercaló Mishlaievski emergiendo de la borrachera.
Elena se estremeció indignada y se mostró de entre la niebla.
—Debería darte vergüenza, Vitia. Eres oficial.
De nuevo Mishlaievski se hundió en la niebla.
—… es una invención de los bolcheviques. Nuestro soberano consiguió escapar con ayuda de su fiel preceptor… perdón, del preceptor del heredero, monsieur Gillard, y de varios oficiales que lo condujeron… a Asia. Desde allí se dirigió a Singapur y luego, por mar, a Europa. Y ahora nuestro soberano se encuentra de visita en la corte del emperador Guillermo.
—Pero si también han destronado a Guillermo… —empezó Karás.
—Los dos están de visita en Dinamarca, y con ellos se encuentra la muy augusta madre del soberano, María Fiódorovna. Podéis dar crédito a la noticia; me lo comunicó el propio príncipe.
El alma de Nikolka gimió en un mar de confusiones. Tal era su deseo de creer.
—En tal caso —dijo de pronto arrastrado por el entusiasmo, y se puso en pie, limpiándose el sudor de la frente—, propongo un brindis; ¡a la salud de su majestad el emperador!
En su mano brilló el vaso y las doradas flechas del cristal tallado se clavaron en el blanco vino alemán. Las espuelas resonaron contra las sillas. Mishlaievski se incorporó, agarrándose al borde de la mesa. También Elena se puso en pie. La hoz de oro de sus cabellos se había deshecho y las crenchas le caían en las sienes.
—¡Sea! ¡Sea! ¡Aunque esté muerto! —gritó con voz ronca y quebrada—. Es lo mismo. Bebo, bebo.
—Jamás, jamás se le perdonará el haber abdicado en la estación de Don. Jamás. Pero es lo mismo, la amarga experiencia nos ha instruido y ahora sabemos que sólo la monarquía puede salvar a Rusia. Por eso, si el emperador ha muerto, ¡viva el emperador! —gritó Turbín, y levantó el vaso.
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! —retumbó en el comedor tres veces.
En el piso de abajo Vasilisa abrió los ojos sobresaltado, bañado en un sudor frío. Medio dormido aún, se puso a gritar como un desesperado y despertó a Vanda Mijáilovna.
—Santo Dios… san… san… —balbució ésta, agarrándose a la camisa del marido.
—¿Qué significa eso? ¡Son las tres de la madrugada! —vociferó Vasilisa llorando, con los ojos puestos en el negro techo—. ¡Acabaré por presentar una denuncia!
Vanda empezó a gemir. Y de pronto ambos quedaron petrificados. De arriba, filtrándose claramente a través del techo, llegaba una densa y pegajosa ola, sobre la que campeaba una poderosa voz de barítono, que resonaba como una campana:
… fuerte, potente,
reina con gloria…
A Vasilisa se le paró el corazón, hasta las piernas se le cubrieron de gruesas gotas de sudor. Moviendo la lengua como si fuera un trapo, balbució:
—No… Hah perdido el juicio… Nos pueden meter en un lío del que no habrá forma de salir bien librados. ¡El himno está prohibido! ¿Qué hacen, Dios mío? ¡Se oye en la calle, se oye en la calle!
Pero Vanda se había dejado caer ya como una piedra y estaba dormida. Vasilisa sólo encendió la lámpara cuando el último acorde se hubo extinguido en el piso de arriba en un confuso barullo de ruidos y exclamaciones.
—En Rusia sólo es posible una cosa: ¡la fe ortodoxa y la autocracia! —gritó, tambaleándose, Mishlaievski.
—¡Bien dicho!
—La semana pasada estuve a ver Pablo Primero… —balbució Mishlaievski con la lengua trabada—. Y cuando el actor pronunció esas palabras no pude contenerme y grité: «¡Bien dicho!». Podéis creerme, todos aplaudieron. Y sólo un canalla replicó desde el segundo anfiteatro: «¡Idiota!».
Niebla. Niebla, Niebla. Tic-tac… tic-tac… Ya no tiene sentido tomar vodka, ya no tiene sentido tomar vino: llega al alma y vuelve por donde había entrado. A través de la estrecha abertura de la puerta del pequeño lavabo, en cuyo techo la lámpara saltaba y bailaba como si estuviese hechizada, todo daba vueltas y se bamboleaba. Mishlaievski, pálido y afligido, vomitaba pesadamente. Lo sostenía Turbín, ebrio también, horroroso, con las mejillas contraídas y el pelo sobre la frente.
—A-ah…
Por fin, Mishlaievski se apartó con un gemido de la pila del lavabo, miró trabajosamente alrededor con unos ojos que se apagaban y quedó colgado de los brazos de Turbín como un saco al que hubiesen acabado de sacudir.
—Nikolka… —resonó entre el humo y los negros cabellos una voz, y sólo al cabo de varios segundos comprendió Turbín que aquella voz era la suya—. ¡Nikolka! —repitió. La blanca pared del lavabo se tambaleó y se hizo verde. «Dios mío, Dios mío, qué ganas de vomitar, qué desagradable resulta. Jamás volveré a mezclar vodka y vino, lo juro». Nikol…
—A-ah… —gimió con voz ronca Mishlaievski al deslizarse hasta el suelo.
La negra abertura se ensanchó y en ella aparecieron la cabeza y el galón de Nikolka.
—Ayúdame… Cógelo así, por debajo del brazo.
—Ay, ay… —balbució Nikolka, meneando compasivo la cabeza, y puso todas sus fuerzas en tensión.
El cuerpo pendía como muerto; las piernas, al andar, se iban cada una por su lado como si colgasen de un hilo; la cabeza oscilaba sin vida. Tic-tac. El reloj se separó de la pared y de nuevo volvió a ella. Danzaban las florecitas de las tazas. Las mejillas de Elena despedían fuego y un mechón de pelo le bailaba sobre la ceja derecha.
—Así. Déjalo.
—Podíais cubrirle al menos con el albornoz. Resulta violento estando yo aquí. Malditos diablos. No sabéis beber. ¡Vitka! ¡Vitka! ¿Qué te pasa? Vit…
—Déjalo en paz. No servirá de nada. Escucha, Nikólushka. En la estantería de mi despacho hay un frasco… En el rótulo dice Liquor ammonii, el papel está algo roto… Es amoníaco.
—Ahora… ahora mismo… Ay…
—Y tú, doctor, también…
—Bueno, bueno.
—¿Es que no le encuentras el pulso?
—Nada de eso, es una estupidez. Se le pasará.
—¡Una palangana! ¡Una palangana!
—A-ah…
—¡Estáis buenos!
Se extendió un intenso olor a amoníaco. Karás y Elena abrieron la boca a Mishlaievski. Nikolka lo sujetó y Turbín le hizo beber dos tragos de aquel líquido blanco y turbio.
—A-ah… u-uh… Puaf…
—Nieve, nieve.
—Dios mío. Pero qué necesidad había…
Del trapo empapado que le pusieron en la frente caían gotas de agua en la sábana, bajo el trapo se veían los párpados muy abiertos y los ojos extraviados. Unas sombras azulencas cubrían la aguzada nariz. Durante un cuarto de hora, dándose codazos en la confusión, estuvieron ocupados con el vencido oficial hasta que éste abrió los ojos y dijo con voz ronca:
—Ay… dejadme…
—Perfectamente, que duerma aquí.
—En todas las habitaciones se encendieron las luces. Se dedicaron a preparar las camas.
—Usted, Leonid Yúrievich, dormirá aquí.
—Haré lo que disponga.
Shervinski, con las mejillas de un rojo cobrizo, pero animoso, dio un taconazo, haciendo sonar las espuelas. Al inclinarse mostró la raya de su peinado. Las blancas manos de Elena ordenaron los cojines del diván.
—No se moleste… yo mismo lo haré.
—Apártese. ¿Para qué tira de la oreja del cojín? No necesito su ayuda.
—Permítame que le bese la mano…
—¿A santo de qué?
—En señal de agradecimiento por las molestias que se toma.
—De momento lo dejaremos… Tú, Nikolka, dormirás en tu cama. ¿Cómo se encuentra?
—No es nada, se le pasa. Ahora dormirá un buen sueño.
A los oficiales les prepararon dos lechos en el cuarto anterior al de Nikolka. Para eso tuvieron que correr dos armarios repletos de libros. Así se llamaba en la familia del profesor: el cuarto de los libros.
Y se apagaron las luces, se apagaron en el cuarto de los libros, en el de Nikolka, en el comedor. Por la estrecha abertura que dejaban los cortinones salía al comedor una franja rojo oscura del dormitorio de Elena. La luz le molestaba y por eso sobre la lamparita de la mesilla había colocado una capota de un rojo oscuro. Con ella iba al teatro por las tardes, cuando sus brazos, las pieles y los labios olían a perfume, sus mejillas estaban suavemente empolvadas y dentro del marco de la capota se asomaba lo mismo que la Lisa de La Dama de Pique. Pero la capota se había quedado vieja, con extraña rapidez, en el último año. Los frunces estaban aplastados y descoloridos, las cintas habían perdido su brillo. Lo mismo que la Lisa de La Dama de Pique, la pelirroja, Elena, con las manos sobre las rodillas, estaba sentada al borde de la cama, descalza y con los pies hundidos en una vieja piel de oso. La breve sensación de embriaguez había desaparecido por completo y una tristeza negra y enorme le enmarcaba la cabeza, lo mismo que la capota. De la habitación vecina, a través de la puerta que el armario corrido no permitía cerrar, llegaba el fino silbido de Nikolka y el animoso ronquido de Shervinski. En el cuarto de los libros, ocupado por Mishlaievski, de una palidez cadavérica, y Karás, reinaba el silencio. Elena se encontraba sola y por eso, sin contenerse, conversaba consigo misma, ya a media voz, ya sin emitir sonido alguno, moviendo apenas los labios, con la capota inundada de luz y con las dos manchas negras de las ventanas. Balbució:
—Se ha ido…
Entornó los secos ojos y quedó pensativa. Ni ella misma podía comprender sus pensamientos. Se había ido en un minuto como aquél. Pero era una persona muy sensata y había hecho muy bien en irse… Es lo mejor que podía hacer…
—Pero en un momento como éste… —dijo Elena, y dejó escapar un hondo suspiro.
—¿Qué clase de persona es? —Parecía haber estado enamorada de él y hasta le había cobrado cariño. Y ahora esa atroz angustia en la soledad de la habitación, y esas ventanas que hoy semejaban tapas de un ataúd. Pero ni ahora ni durante todo el tiempo —un año y medio— que haba vivido con él había sentido en el alma lo principal, sin lo que la existencia es imposible incluso en un matrimonio tan brillante como el de la hermosa Elena, de rojizos cabellos, y un arribista del Estado Mayor General, un matrimonio con capota, con perfumes, con espuelas y, para evitar toda carga, sin hijos. El matrimonio con un hombre tan cauto nacido en el Báltico, oficial del Estado Mayor. ¿Qué clase de persona era? ¿Qué era eso tan principal sin lo que el alma de ella se sentía vacía?
—Lo sé, lo sé —se dijo Elena—. No hay estimación. ¿Sabes, Serguei? No siento estimación por ti —dijo, dando importancia a sus palabras, a la roja capota, y levantó un dedo.
Se horrorizó de este pensamiento, se horrorizó de su soledad y sintió deseos de tenerlo junto a ella en aquel mismo minuto. Sin estimación, sin lo principal, pero que en aquel instante estuviera con ella.
—Se ha ido. Y mis hermanos se besaron con él. ¿Acaso era esto necesario? Aunque espera, ¿qué es lo que digo? ¿Qué podían hacer? ¿Retenerlo? Por nada del mundo. Es preferible que no se encuentre aquí, en unos momentos tan difíciles, a que ellos lo hubiesen retenido. Que se vaya. Se besaron con él, pero en el fondo del alma lo aborrecen. Así como suena. Siempre trato de engañarme, pero cuando lo pienso lo veo claro: lo aborrecen. Nikolka es más bueno, pero el mayor… Aunque no, también Alexei es bueno, lo que ocurre es que lo aborrece más, Santo Dios, ¿qué estoy pensando? ¿Qué pienso de ti, Serguei? Si nos quedamos cortados… Él quedará allí y yo aquí…
—Mi marido —dijo, respirando de nuevo. Y empezó a desatar las cintas de la capota—. Mi marido…
La capota escuchaba atenta y sus mejillas se iluminaron con una densa luz rojiza. Preguntaba:
—¿Qué clase de persona es tu marido?
—¡No es más que un miserable! —se dijo Turbín en la soledad de su dormitorio, separado por dos habitaciones del de Elena. Los pensamientos de ésta había llegado hasta él y le abrasaban desde hacía un buen rato—. Es un miserable y yo, la verdad, soy un guiñapo. Porque si no lo eché de casa, al menos debí alejarme en silencio. Vete con todos los demonios. Y ni siquiera es miserable porque ha abandonado a Elena en estos momentos; eso, después de todo, es una minucia, una estupidez, sino por algo muy distinto. ¿Pero por qué? Es un diablo, pero lo conozco muy bien. ¡Es un muñeco desprovisto de la menor noción del honor! Cuando habla, sea lo que sea, parece una balalaika sin cuerdas. Y es un oficial salido de una academia militar rusa. Lo mejor que debía existir en Rusia…
El piso callaba. Se apagó la franja de luz que salía del dormitorio, de Elena. Esta se había dormido, sus pensamientos se había apagado, pero Turbín siguió largo rato atormentándose en su pequeño cuarto, ante el pequeño escritorio. La mezcla de vodka y vino alemán le habían hecho un flaco servicio. Con los ojos inflamados, miraba una página del primer libro que le había venido a la mano. Leía, volviendo sin sentido alguno a un mismo párrafo.
Para el ruso, el honor no es más que una carga superflua…
Sólo casi al amanecer se desnudó y se quedó dormido. En sueños se le apareció un minúsculo mosquito en pantalones, metido en una gran jaula, que se mofaba de él.
—No es posible sentarse desnudo sobre un erizo… La Santa Rusia es un país de madera, mísero y… peligroso. Y para el ruso el honor no es más que una carga superflua.
—¡Ahora verás! —gritaba Turbín en sueños—. Espera.
Buscaba a tientas en el cajón de la mesa, sacaba la pistola, quería disparar sobre el mosquito, lo perseguía y el mosquito desaparecía.
Durante dos horas siguió un sueño negro y confuso, sin pesadillas, y cuando tras las ventanas de la habitación empezaba un amanecer pálido y suave, Turbín soñó con la Ciudad.