Cuatro
Eran cerca de las once. Debido a los acontecimientos la calle, de por sí poco frecuentada, había quedado desierta mucho antes que de costumbre.
Caía una nieve menuda y sus copos volaban tras la ventana. Las ramas de las acacias de la acera, que en verano daban sombra al piso de los Turbín, se cubrían más y más de blancas crestas.
Todo empezó a la hora de la comida, siguió una tarde turbia con todo género de contratiempos. Sentía el corazón oprimido. Las bombillas se encendieron sólo a medias y Vanda le dio para comer sesos. Los sesos son de por sí algo horrible, y tal como Vanda los guisó resultaban insoportables. Antes había habido sopa, que Vanda preparó con un aceite repugnante, y el ceñudo Vasilisa se levantó de la mesa como si no hubiera comido nada en absoluto. La tarde abundó en toda clase de gestiones a cual más desagradable. La mesa del comedor estaba patas arriba y un fajo de billetes de Lébid-Yúrchik yacía en el suelo.
—Eres estúpida —dijo Vasilisa a su mujer.
Vanda replicó de mal talante:
—Hace mucho que sé que eres un grosero. Tu conducta ha alcanzado últimamente las columnas de Hércules.
Vasilisa sintió vivos deseos de sacudirle un guantazo y verla cómo se daba contra la esquina del aparador. Y luego seguir sacudiéndole el polvo hasta que aquel ser maldito y huesudo no callase y se declarase vencido. Él, Vasilisa, no podía más; después de todo trabajaba como un buey y exigía que se le respetase en casa. Apretó los dientes y se contuvo; el atacar a Vanda no era ni mucho menos una empresa tan fácil como uno podía imaginar.
—Haz como te digo —ordenó entre dientes—. Comprende que pueden apartar el aparador. ¿Qué pasaría entonces? Y esto no se le ocurrirá a nadie. En la ciudad todos lo hacen así.
Vanda transigió y pusieron manos a la obra: los billetes de banco fueron sujetos a la parte inferior del tablero con ayuda de chinches.
De ahí a poco, el tablero parecía un complicado tapiz de seda.
Vasilisa, carraspeando y con la cara inyectada de sangre, se puso en pie y echó una mirada al precioso campo.
—Resulta incómodo —dijo Vanda—. Cuando necesitemos un billete habrá que dar la vuelta a la mesa.
—Y la darás, no se te caerán los anillos —contestó Vasilisa—. Es mejor darle la vuelta que perderlo todo. ¿Has oído lo que ocurre en la ciudad? Son peores que los bolcheviques. Al parecer están registrándolo todo, no cesan de buscar oficiales.
A las once, Vanda trajo de la cocina el samovar y apagó las luces del piso. Del aparador sacó una bolsa de pan duro y un queso verdoso. La única bombilla que alumbraba en los tres brazos de la lámpara, al no alcanzar sus hilos una completa incandescencia, emitía una luz rojiza y turbia.
Vasilisa masticaba un trozo de pan. El queso verde le producía tal irritación que se le figuraba tener dolor de muelas. A cada mordisco un fino polvillo le caía sobre la chaqueta y la corbata. Sin comprender la causa de su tormento, Vasilisa miró de reojo a Vanda, que seguía masticando de buena gana.
—Me asombra lo bien librados que han salido —dijo Vanda, mirando hacia el techo—. Estaba convencida de que matarían a alguno de ellos. Pero no, han vuelto todos y de nuevo está el piso lleno de oficiales…
En otra ocasión, las palabras de Vanda no habrían producido a Vasilisa impresión alguna, pero ahora, cuando su alma se consumía de angustia, le parecieron infames e intolerables.
—No sé cómo eres capaz de decir eso —replicó apartando la mirada para no enfadarse—. Sabes muy bien que en realidad su comportamiento ha sido bueno. Alguien tenía que defender la Ciudad de esos —Vasilisa bajó la voz— miserables… Y no pienses que han salido tan bien librados… Creo que él…
Vanda clavó los ojos en Vasilisa y asintió con la cabeza.
—Yo misma me lo imaginé al instante… Claro que lo han herido…
—Pues no hay motivo para alegrarse ni para decir que han salido bien librados.
Vanda se pasó la lengua por los labios.
—No me alegro, lo único que digo es que les han salido bien las cosas. Pero me gustaría saber qué dirás tú, si Dios nos libre, se presentan en casa y te preguntan, como, presidente del comité, quién vive arriba y si estuvieron con el hetman.
Vasilisa arrugó el ceño y miró a los lados:
—Podré decir que es médico… Después de todo, ¿a santo de qué voy a saberlo?
—De eso se trata…
En este momento sonó el timbre del recibidor. Vasilisa palideció y Vanda hizo girar su sarmentoso cuello.
Vasilisa se sorbió los mocos, se puso en pie y dijo:
—¿Sabes? ¿Y si me acerco a llamar a los Turbín?
Vanda no tuvo tiempo de contestar porque en aquel instante se repitió el timbrazo.
—¡Ay, Dios mío! —articuló inquieto Vasilisa—. No, no hace falta.
Vanda miró asustada y siguió tras él. Abrieron la puerta del piso. Vasilisa salió al pasillo, que olía a frío. El afilado rostro de Vanda se asomó inquieto, con los ojos desorbitados. Sobre su cabeza repiqueteó insistentemente por tercera vez la brillante caja del timbre.
Por un instante, Vasilisa estuvo tentado de llamar en la puerta encristalada de los Turbín: saldría alguien y su compañía contribuiría a reanimarle. Pero tuvo miedo a hacerlo. Podían preguntarle: «¿Por qué llama? ¿Es que tienes motivos para temer algo?». Además, una chispa de esperanza le dijo que podían no ser ellos, sino alguno otro.
—¿Quién… es? —preguntó Vasilisa con voz débil junto a la puerta.
Una voz ronca contestó por el ojo de la cerradura, a la altura del vientre de Vasilisa, y sobre Vanda repiqueteó otra, y otra vez el timbre.
—Abre —gruñó el ojo de la cerradura—, es del Estado Mayor. Y no te apartes o disparamos…
—Ay, Dios —suspiró Vanda.
Vasilisa, con manos de muerto, descorrió el cerrojo, abrió la cerradura y, sin darse cuenta de lo que hacía, apartó la cadena.
—De prisa… —dijo en tono grosero el ojo de la cerradura.
Entre la oscuridad de la calle vio Vasilisa un trozo de cielo gris y unas ramas de acacia cubiertas de pelusa. Sólo entraron tres, pero a él le pareció que eran muchos más.
—¿A qué se debe… su visita?
—Venimos a practicar un registro —contestó el primero de los recién llegados con voz de lobo, y al instante se echó sobre Vasilisa. El pasillo dio una vuelta y la cara de Vanda, bajo la bombilla de la puerta, pareció muy empolvada.
—Entonces, perdóneme —la voz de Vasilisa sonaba pálida, sin el menor matiz—, ¿traen orden de registro? Soy un pacífico vecino, no sé por qué vienen… En mi casa no hay nada.
—Eso lo veremos —replicó el primero.
Como dormido, moviéndose al empuje de los que entraban, Vasilisa se les quedó mirando. En el primero de ellos le pareció que todo era de lobo. La cara estrecha, los ojos pequeños y profundos, la piel grisácea, los mechones del bigote y las cerdas de las mejillas olían a surcos secos. Miraba de una manera extraña, de reojo, y hasta en aquellas estrecheces supo mostrar que se trataba de un ser que nada tenía de humano, de un ser acostumbrado a husmear la nieve y la hierba. Hablaba en una extraña jerga, mezcla de palabras rusas y ucranianas, muy familiar entre los habitantes de la ciudad que suelen acudir a Podol, a la orilla del Dniéper, allí donde a lo largo del verano no cesan de chirriar las grúas y gentes harapientas descargan las barcazas de sandías… El lobo se cubría con un gorro de piel del que colgaba una bordada cinta azul.
El segundo era un gigante que llegaba casi hasta el techo del recibidor de Vasilisa. Era joven, lampiño y de cara colorada como la de una mujer. Su gorro de orejeras estaba comido por la polilla, se abrigaba con un capote gris, sus pies eran pequeñísimos y calzaba, unas botas completamente derrotadas.
El tercero era un hombre de nariz caída, comida a un lado por una costra purulenta, y con una cicatriz que le deformaba el labio. Llevaba una vieja gorra de oficial con la huella de la escarapela, una raída guerrera cruzada de soldado con verdes botones de cobre y pantalones negros; sobre unas grises medias de lana como las que se usan en el ejército calzaba unas abarcas hechas con tiras de corteza de tilo. Su cara ofrecía a la luz de la bombilla dos colores: amarillo de cera y violeta. Su mirada era de rencor y sufrimiento.
—Lo veremos, lo veremos —repitió el lobo—. Traemos la orden de registro.
Buscó en el bolsillo de los pantalones, sacó de allí un papel arrugado y lo metió en las narices de Vasilisa. Uno de sus ojos se clavó en el corazón de éste, mientras que el otro, el izquierdo, pasó rápida revista a las arcas del recibidor.
En él arrugado papel, una cuartilla con el membrete
Estado Mayor del Primer regimiento de Síchev
había escrito con lápiz tinta, con grandes garabatos:
Orden de registro en la casa número 13 de la bajada Alexéievski, perteneciente a Vasili Lisóvich. La resistencia será castigada con el fusilamiento.
El jefe del Estado Mayor, Protsenko.
El ayudante, Miklún.
Abajo, a la izquierda, había un sello ilegible.
Las flores y verdes ramajes del empapelado empezaron a saltar en los ojos de Vasilisa, quien dijo mientras el lobo recuperaba el papel:
—Pasen, por favor, pero no tengo nada…
El lobo sacó del bolsillo una pistola negra y recién engrasada y apuntó con ella a Vasilisa. Vanda dejó escapar un ay. Otra pistola, reluciente y larga, apareció en la mano del de la nariz aplastada. A Vasilisa se le doblaron las rodillas y se quedó encogido. La bombilla empezó a despedir en aquellos instantes una luz blanca y alegre.
—¿Quién hay en el piso? —preguntó el lobo.
—Nadie —contestó Vasilisa, con los labios blancos—. Mi mujer y yo.
—Buscad bien, muchachos —dijo el lobo a sus compañeros.
Él gigante sacudió un arca como si fuese una caja y el de la nariz aplastada buscó en la estufa. Las pistolas habían desaparecido. El de la nariz aplastada empezó a sacudir puñetazos en la pared de la estufa. Su portezuela se abrió y por el negro hueco salió una leve bocanada de calor.
—¿Tiene armas? —preguntó el lobo.
—No, palabra de honor… qué armas voy a tener…
—No las hay —contestó con un hilo de voz la sombra de Vanda.
—Es mejor que lo digas, de lo contrario te fusilaremos —insistió el lobo.
—De veras que no… ¿De dónde las iba a tener?
En el despacho se encendió la lámpara de pantalla verde y Alejandro II, indignado hasta lo más profundo de su alma de hierro, miró a los tres. Entre el verdor del despacho, Vasilisa, por primera vez en su vida, conoció la sensación de mareo que anuncia un síncope. Los tres se sintieron atraídos ante todo por el empapelado. El gigante empezó a tirar a montones los libros de las estanterías, y seis manos se deslizaron por las paredes, dando golpecitos. Tup… tup… resonaban sordos los golpes. No tardaron en dar con la tapa del escondrijo. La alegría refulgió en los ojos del lobo.
—¿No os lo decía? —murmuró, sin que su voz llegara a oírse.
El gigante rompió el cuero del sillón con sus pesadas botazas, se enderezó hasta casi tocar el techo, algo crujió y se rompió bajo la presión de sus dedos y arrancó la tapa de la pared. El paquete fue a parar a manos del lobo. Vasilisa se tambaleó y buscó apoyo en la pared. El lobo empezó a menear la cabeza y la meneó durante largo rato, sin apartar los ojos del medio muerto Vasilisa.
—¿No decías que no había nada? —preguntó con un acento de reproche—. Nada, nada, nada, hijo de perra. Cuando tú mismo habías abierto el escondrijo en la pared. ¡Te voy a pegar un tiro!
—¿Qué dice? —exclamó Vanda.
A Vasilisa le ocurrió algo extraño. De pronto estalló en una risa convulsiva, y esta risa era espantosa porque en los azules ojos de Vasilisa saltaba el espanto, y sólo se reían los labios, la nariz y las mejillas.
—No hay nada prohibido, señores, por favor. Unos papeles del banco y alguna cosa… Hay poco dinero… Lo he ganado con mi trabajo… Porque ahora el dinero del zar no vale…
Vasilisa hablaba y miraba al lobo como si la presencia de éste le produjera gran entusiasmo.
—Deberíamos detenerte —dijo el lobo sentenciosamente. Sacudió el paquete y lo metió en el bolsillo sin fondo de su miserable capote—. Ea, muchachos, buscad en los cajones.
De los cajones, que abrió el propio Vasilisa, sacaron montones de papeles, sellos y más sellos, tarjetas de visita, pitilleras. La verde alfombra y el paño rojo de la mesa quedaron cubiertos de papeles, que seguían cayendo con leve rumor al suelo. El monstruo dio la vuelta a la papelera. En la sala golpearon las paredes muy por encima, como con desgana. El gigante tiró de la alfombra y empezó a dar patadas en el suelo, con lo que en el parquet quedaron unas complicadas huellas, que parecían marcadas a fuego. Las bombillas, que al avanzar la noche habían aumentado su potencia, lanzaban una alegre luz que hacía brillar la flor del gramófono. Vasilisa seguía a los tres arrastrando los pies. Una roma tranquilidad se había apoderado de él y sus ideas parecían fluir con más precisión. En el dormitorio todo se transformó en un momento en un caos: revolvieron el armario de luna, hicieron un revoltijo con las mantas y las sábanas, el colchón quedó patas arriba. El gigante se detuvo de pronto, una tímida sonrisa iluminó su cara y miró hacia abajo. Bajo la revuelta cama asomaban las nuevas botas de cabritilla de Vasilisa con sus punteras de charol. El gigante, sin cesar de sonreír, se quedó mirando a Vasilisa.
—Parecen unas buenas botas —dijo con voz fina—. ¿Me vendrían bien a mí?
Vasilisa no había pensado aún qué contestar cuando el gigante ya se había inclinado y se apoderaba con mucho cuidado de las botas. Vasilisa se estremeció.
—Son de cabritilla, señor —explicó, sin comprender él mismo lo que decía.
El lobo se volvió hacia él y en sus ojos bizcos brilló una amarga chispa de cólera.
—Cállate, piojo —dijo sombrío—. ¡Cállate! —repitió en un súbito ataque de cólera—. Danos las gracias si no te fusilamos como ladrón y bandido, por haber ocultado un tesoro. Cállate —siguió, acercándose a Vasilisa, blanco como el papel, con unos ojos que echaban chispas—. Guardas toda clase de cosas, engordas como un cerdo y no sabes cómo tiene que ir la buena gente por la calle. ¿Lo sabes? Se le han helado los pies, se pudrió en las trincheras para defenderte mientras tú te quedabas en casa y tocabas el gramófono. Hijo de mala madre…
En sus ojos apuntó el deseo de descargar un puñetazo en la cabeza de Vasilisa. Levantó el brazo. Vanda exclamó: «¡Qué hace!…». El lobo no se atrevió a aplastar a un señor de tan grave aspecto y se limitó a darle un empujón en el pecho. Vasilisa, pálido, se tambaleó, sintiendo en el pecho un vivo dolor y angustia al contacto del puntiagudo puño.
«Aquí tenemos la revolución —pensó en su rosada y bien cuidada cabeza—. No puede ser mejor. Se debió ahorcar a todos, ahora es tarde…».
—Póntelas, Vasilko —dijo el lobo en tono cariñoso al gigante.
Este se sentó en el jergón y se quitó sus botazas. Las finas botas no le entraban en sus pies, abultados con las grises y gruesas medias.
—Dale unos calcetines —ordenó severamente el lobo a Vanda.
La mujer buscó inmediatamente en el cajón inferior de un armario amarillo y los sacó. El gigante se quitó las grises medias, mostrando unos pies de dedos rojizos y unas manchas negras, y se puso los calcetines. Las botas le entraban trabajosamente, el cordón de la izquierda se rompió con estrépito. El gigante, entusiasmado y sonriendo como un niño, la ató como pudo y se puso en pie. Y entonces pareció como si algo reventase en las tensas relaciones de estas cinco extrañas personas que recorrían paso a paso las habitaciones del piso. Surgió un ambiente de sencillez. El de la nariz aplastada se quedó mirando las botas del gigante y, de pronto, con gran agilidad, se apoderó de los pantalones de Vasilisa que colgaban de un clavo junto al lavabo. El lobo se limitó a mirar una vez más a Vasilisa con recelo —por si decía algo—, pero Vasilisa y Vanda no dijeron nada; los dos tenían las caras igualmente blancas, con unos ojos enormes. El dormitorio se convirtió en algo parecido al rincón de una tienda de confecciones. El de la nariz aplastada, luciendo unos desgarrados calzoncillos a rayas, contemplaba los pantalones a la luz de la lámpara.
—Son de buena calidad —dijo con voz gangosa. Se sentó en el sillón azul y empezó a ponérselos.
El lobo cambió su sucia guerrera por la chaqueta gris de Vasilisa, aunque entregó a éste unos papeles, diciendo:
—Tome esto, señor, le puede ser necesario.
De la mesa agarró un reloj en forma de globo de cristal con sus negras y gruesas cifras romanas.
Se ciñó el capote. El tic-tac se oía perfectamente.
—El reloj es algo necesario. Sin reloj uno se siente como si no tuviera manos —dijo el lobo al de la nariz aplastada, cada vez más blando en su actitud hacia Vasilisa—. Es imprescindible cuando de noche quieres saber la hora.
A continuación, a través de la sala, regresaron al despacho. Vasilisa y Vanda, uno junto a otro, cerraban la marcha en silencio. Ya en el despacho el lobo, mirando a un lado y a otro con sus ojos fijos, se quedó pensativo y dijo a Vasilisa:
—Tendrá que darme un recibo, señor… (Algo intranquilizaba su alma, arrugaba la frente como un acordeón).
—¿Cómo? —murmuró Vasilisa.
—Un recibo de las cosas que nos ha entregado —explicó el lobo, mirando al suelo.
La cara de Vasilisa cambió, sus mejillas se colorearon.
—Pero cómo… Si yo… (Quería gritar: «¿Todavía quiere que le de un recibo?», mas en vez de estas palabras le salieron otras). Ustedes… son ustedes los que tienen que dármelo…
—Te debía matar como a un perro. Eres un vampiro… Ya sé lo que piensas. Lo sé. Si estuviera en tu mano, nos aplastarías como si fuéramos chinches. Se ve que por las buenas no es posible entenderse contigo. Arrimadlo a la pared, muchachos. Le voy a dar…
Irritado y nervioso, llevó a Vasilisa hasta la pared, le agarró del cuello y apretó de tal modo que la cara de la víctima se puso roja al instante.
—¡Ay! —exclamó horrorizada Vanda, y se aferró al brazo del lobo—. No haga eso, por favor… Escribe el recibo, Vasia.
El lobo soltó la garganta del ingeniero, de la que saltó el cuello de la camisa como impulsado por un resorte, Vasilisa, sin él mismo darse cuenta, se vio sentado en un sillón. Sus manos temblaban. Arrancó de un libro de notas una hoja y mojó la pluma. En el silencio que se produjo se oía el tic-tac del globo de vidrio en el bolsillo del lobo.
—¿Cómo quiere que lo escriba? —preguntó Vasilisa, con voz débil y ronca.
El lobo se quedó pensativo, parpadeando.
—Escribe… conforme a la orden del Estado Mayor del regimiento de Sítsev… he entregado… en perfecto estado… tales y tales cosas…
—Tales… —se le escapó a Vasilisa, que enmudeció al instante.
—Las he entregado como consecuencia del registro practicado en mi casa. No deseo hacer reclamación alguna. Y firma…
Al llegar a este punto, Vasilisa reunió los últimos restos de su espíritu y preguntó, apartando los ojos:
—¿A quién lo entrego?
El lobo miró con recelo a Vasilisa, pero contuvo el descontento y se limitó a lanzar un suspiro.
—Escribe: se han hecho cargo de todo en perfecto estado Nemoliaka —se quedó pensando, con la mirada vuelta hacia el monstruo—… Kirpati y al atamán Huracán.
Vasilisa, con la turbia mirada puesta en el papel, escribía lo que le dictaban. Después de hacer todo cuanto se le exigía, puso en vez de firma un tembloroso «Vasilis» y alargó el papel al lobo. Este lo tomó y se puso a mirarlo.
En aquel momento, lejos, en la parte alta de la escalera resonó la puerta encristalada, se oyeron pasos y atronó la voz de Mishlaievski.
La cara del lobo se oscureció al instante. Se removieron sus acompañantes. El lobo, todo gris, dejó escapar a media voz una exclamación. Sacó la pistola del bolsillo y encañonó a Vasilisa, quien sonrió como un mártir. En el pasillo se oía un ruido de pasos y voces. Luego se oyó el cerrojo, el pestillo y la cadena: habían cerrado la puerta. Nuevamente resonaron pasos, hasta ellos llegó una risa de hombre. Después de esto, la puerta de cristales se cerró, los pasos se perdieron hacia arriba y todo quedó en silencio. El de la nariz aplastada salió al recibidor, se asomó a la puerta y quedó escuchando. Al volver cambió una significativa mirada con el lobo, y todos, a empujones, salieron al recibidor. Allí el gigante movió los dedos en las botas, que le venían algo estrechas, y dijo:
—Tendré frío.
Se puso los chanclos de Vasilisa. El lobo se volvió hacia éste y dijo con voz suave, con ojos inquietos:
—Verá, señor… No diga nada de que hemos estado aquí. Si dice una sola palabra, vendrá nuestra gente y le pegará un tiro. No salgan de casa hasta que se haga de día está severamente prohibido.
—Le pedimos perdón —dijo el de la nariz aplastada con una voz podrida.
El rubicundo gigante no dijo nada, se limitó a mirar tímidamente a Vasilisa y de reojo, con muestras de alegría, a los brillantes chanclos. Desde la puerta del cuarto de Vasilisa hasta la de la calle recorrieron el pasillo de puntillas, con gran rapidez y empujándose unos a otros. Rechinó el cerrojo, se asomó un oscuro cielo y Vasilisa, con unas manos frías, volvió a cerrar. La cabeza le daba vueltas y por un instante se le figuró que estaba soñando. Su corazón se detuvo por un momento y luego empezó a palpitar con mayor y mayor frecuencia. Vanda estaba sollozando en el recibidor. Caída sobre un arca, se daba cabezadas contra la pared y grandes lágrimas manchaban su cara.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto?… ¡Dios mío, Dios mío! Vasia… En pleno día. ¿Qué es lo que ocurre?
Vasilisa temblaba ante ella como una hoja, desencajado.
—Vasia —exclamó Vanda—. ¿Sabes? No se trata de ningún Estado Mayor ni de ningún regimiento. ¡Eran bandidos!
—Ya me he dado cuenta —balbució Vasilisa, abriendo desesperado los brazos.
—¡Señor! —gritó Vanda—. Hay que ir cuanto antes, ahora mismo, hay que denunciarlo ahora mismo para que los detengan. ¡Hay que detenerlos! ¡Reina de los cielos! Se lo han llevado todo. ¡Todo! ¡Todo! Y si se tratase de alguien…
Sin cesar de estremecerse, se deslizó del arca al suelo y se tapó la cara con las manos. Estaba toda despeinada y la chambra se le había desabrochado en la espalda.
—¿Pero adonde, adonde?… —preguntaba Vasilisa.
—Al Estado Mayor, a la policía. Hay que denunciarlo. Cuanto antes. ¿Qué es esto?
Vasilisa seguía indeciso cuando de pronto echó a correr hacia la puerta. Tropezó con el obstáculo de los cristales y levantó el estrépito que antes habían oído todos.
Todos, menos Elena y Shervinski, se reunieron en el piso de Vasilisa. Lariósik, muy pálido, se mantenía juntó a la puerta. Mishlaievski, con las piernas muy abiertas, miró los andrajos y las botazas que los desconocidos visitantes habían dejado y dijo al dueño:
—Puede darlo por perdido. Eran bandidos, de gracias a Dios que han quedado con vida. A decir verdad, me asombra que hayan salido tan bien librados.
—Dios mío… ¡lo que nos han hecho! —exclamó Vanda.
—Me han amenazado de muerte.
—Menos mal que no han pasado de las amenazas. Es la primera vez que veo un caso semejante.
—Les ha salido perfecto —confirmó a media voz Karás.
—¿Qué hacer ahora? —preguntó angustiado Vasilisa—. ¿Presentar una denuncia? ¿A quién? Aconséjeme, Víktor Víktorovich, se lo pido muy de veras.
Mishlaievski carraspeó y se quedó pensando.
—No le aconsejo que lo denuncie. Lo primero, que no los encontrarán. Eso uno —y dobló su largo índice—. Lo segundo…
—Vasia, recuerda lo que han dicho, que te matarían si los denunciabas.
—Eso es una tontería —dijo Mishlaievski, arrugando el ceño—. Nadie le matará, pero, lo repito, no los atraparán y nadie se preocupará de buscarlos. Lo segundo —y dobló el corazón— es que usted tendrá que declarar la procedencia de esos billetes del zar de que habla… Si se presenta en el Estado Mayor a denunciarlo, muy bien podría ocurrir que viniesen a practicar un segundo registro.
—Es muy posible —confirmó un especialista tan experto como Nikolka.
Vasilisa, a quien para hacerle salir del desvanecimiento le habían echado un jarro de agua, con la ropa toda desordenada bajó abatido la cabeza. Vanda rompió en suaves sollozos apoyada en el dintel. Todos sintieron lástima de ellos. Lariósik lanzó un hondo suspiro junto a la puerta y abrió aún más sus turbios ojos.
—Cada uno tiene su desgracia —murmuró.
—¿Qué armas traían? —preguntó Nikolka.
—Dos iban armados con pistolas, el tercero… Vasia, el tercero no iba armado, ¿verdad?
—Sí, dos llevaban pistolas —confirmó débilmente Vasilisa.
—¿Cómo eran? —insistió Nikolka con vivas muestras de interés.
—No puedo decirle —contestó Vasilisa, después de exhalar un suspiro—. No conozco las marcas. La una era grande y negra, la otra era pequeña, negra también y con una cadenilla.
—Con una cadenilla —repitió Vanda.
Nikolka arrugó el ceño y de reojo, como un pájaro, miró a Vasilisa. Quedó un momento indeciso y luego, inquieto, se dirigió con paso rápido a la puerta. Lariósik le siguió. No había llegado al comedor cuando del cuarto de Nikolka llegó hasta él un ruido de cristales y un alarido. Lariósik se acercó presuroso. La habitación estaba vivamente iluminada, por el abierto ventanillo entraban bocanadas de frío y resplandecía un enorme agujero que Nikolka había hecho con las rodillas al bajar desesperado del antepecho. Sus ojos miraban erráticos.
—¿Es posible? —exclamó Lariósik, elevando las manos al cielo—. ¡Es una auténtica brujería!
Nikolka salió como una exhalación del cuarto, atravesó el de los libros y la cocina. La estupefacta Aniuta gritó al verle pasar: «¡Nikolka, Nikolka! ¿Adonde vas sin gorro? ¿Ha ocurrido algo?…». Él cruzó el zaguán y salió al patio. Aniuta, sin cesar de hacer la señal de la cruz, echó el pestillo del zaguán, corrió a la cocina y acercó la cara al cristal de la ventana. Pero Nikolka había desaparecido de su vista.
Torció a la izquierda, hacia abajo, y se detuvo ante el montón de nieve que cerraba la entrada en el pasadizo, entre los dos muros. Nadie la había pisado. «No comprendo nada», balbució desesperado, y se lanzó valientemente contra el montón de nieve. Creyó que se asfixiaba. Durante largo rato anduvo revolviendo la nieve, entre salivazos y bufidos, hasta abrirse paso. Todo cubierto de blanco, se introdujo en el estrecho pasadizo, miró hacia arriba y vio las negras cabezas y las oscuras sombras de las escarpias en el lugar donde a través de la fatal ventana caía la luz de su habitación. Pero la caja no estaba.
Con la última esperanza, pensando que el nudo podía haberse deshecho, Nikolka, sin cesar de caer de rodillas, buscó entre los cascotes. La caja no estaba.
Una viva luz iluminó de pronto a Nikolka. «¡Ah!», gritó, y se acercó hasta la valla qué cerraba el pasadizo por la parte de la calle. Apretó y las maderas cedieron, dejando un ancho agujero. Todo estaba claro… Habían arrancado las tablas de la valla, habían estado allí e incluso, era evidente, habían tratado de entrar en casa de Vasilisa por la despensa, pero la ventana estaba protegida por una reja.
Nikolka, todo blanco, entró silencioso en la cocina.
—Ven que te cepille… —dijo Aniuta.
—Déjame en paz —contestó Nikolka, y siguió adelante, frotándose en las perneras las entumecidas maños—. Larión, dame una bofetada —dijo a Lariósik.
Este parpadeó, abrió mucho los ojos y dijo:
—¿Qué te ocurre? ¿Por qué te desesperas así? —y se puso a quitar tímidamente la nieve de la espalda de Nikolka.
—Aliosha me romperá la cabeza si, Dios lo quiera, se cura —prosiguió Nikolka—. ¡Pero lo principal es la pistola de Nai-Turs! ¡Habría preferido que me matasen a mí mismo, se lo aseguro! Dios me ha castigado por haberme burlado de Vasilisa. Me da lástima de él, pero date cuenta, se valieron de esa pistola para realizar su faena. Aunque, por lo demás, lo podrían haber hecho sin necesidad de pistolas. Porque es una persona… Bonita historia. Busca un periódico, Larión, y taparemos con papel y cola el hueco de la ventana.
Aquella misma noche, Nikolka, Mishlaievski y Lariósik salieron del pasadizo provistos de clavos, hacha y martilló. Todo lo dejaron de nuevo bien cerrado con tablas. El propio Nikolka hundió con furiosos martillazos los largos y gruesos clavos, con la intención de que las puntas quedasen visibles por fuera. Más tarde anduvieron con velas por la terraza, y luego, cruzando la fría despensa, Nikolka, Mishlaievski y Lariósik subieron al desván. Lo recorrieron todo con ruidosas pisadas e inclinándose entre las tibias chimeneas y la ropa blanca, condenaron el tragaluz.
Al enterarse de la proyectada expedición al desván, Vasilisa dio muestras del más vivo interés y se incorporó a los restantes. Anduvo entre las vigas y aprobó todas las acciones de Mishlaievski.
—Es una lástima que no nos lo hiciera saber de algún modo. Debió mandar a Vanda Mijáilovna a nuestro piso por la puerta trasera —decía Nikolka, dejando caer gotas de estearina de la vela.
—No creas que habría sido muy fácil cuando ellos estaban en el piso —replicó Mishlaievski—. Podría haber terminado mal. ¿Crees que no se habrían defendido? Claro que sí. Antes de entrar te habrías encontrado con una bala en la tripa. Y se acabó todo. Lo que se debió hacer fue no abrirles la puerta.
—Amenazaban con disparar, Víktor Víktorovich —dijo Vasilisa, ya en plan de intimidad.
—De ningún modo lo habrían hecho —insistió Mishlaievski sin cesar de manejar el martillo—. Toda la gente de la calle les habría caído encima.
Algo más tarde, Karás se dejaba mimar en el piso de los Lisóvich lo mismo que Luis XIV en el tapiz. A esto había precedido la siguiente conversación:
—¡Qué cosas tiene! Hoy no volverán —decía Mishlaievski.
—No, no, no —contestaban a una voz Vanda y Vasilisa en la escalera—. Se lo rogamos, se lo suplicamos a usted o a Fiódor Nikoláievich, por favor… ¿Qué le cuesta? Vanda Mijáilovna le preparará una taza de té. Podrá dormir con toda comodidad. Y mañana también, se lo rogamos. ¿Cómo podríamos estar en casa sin un hombre?
—Yo no podría dormirme por nada en el mundo —confirmó Vanda, arrebujándose en la toquilla.
—Tengo coñac, entraremos en calor —dijo Vasilisa con un inesperado entusiasmo.
—Ve tú, Karás —indicó Mishlaievski.
Y a consecuencia de esto, Karás se dejaba mimar. Los sesos y la sopa de la comida, como cabía esperar, no eran más que síntomas de la repugnante enfermedad de tacañería que Vasilisa había contagiado a su costilla. Las entrañas del piso ocultaban tesoros de los que sólo Vanda tenía noticia. Sobre la mesa del comedor aparecieron un tarro de setas en vinagre, unas lonchas de ternera, dulce de cerezas y un excelente coñac. Karás pidió una copa para Vanda Mijáilovna y la llenó.
—Sólo un poco, sólo un poco —gritaba Vanda.
Vasilisa, con un gesto de abandono y obedeciendo a Karás, se tomó una copa.
—No olvides, Vasia, que te sienta mal —dijo con cariñoso acento Vanda.
Después de las autorizadas explicaciones de Karás, quien dijo que el coñac no podía hacer daño a nadie y que se lo daban con leche hasta a los anémicos, Vasilisa tomó una segunda copa; sus mejillas se colorearon y su frente se cubrió de sudor. Después de cinco copas, Karás se sentía en la mejor disposición de espíritu. «Si se la cebase, no sería fea ni mucho menos», pensaba mirando a Vanda.
Luego, Karás examinó el plan de señales con los Turbín: un timbrazo en la cocina y otro en el recibidor. A la menor cosa, harían funcionar el timbre. Y saldría a abrir Mishlaievski, todo resultaría de manera muy distinta.
Karás hizo grandes elogios del piso: era confortable y estaba bien amueblado. Su único defecto, que era frío.
Por la noche, el propio Vasilisa trajo una brazada de leños y encendió personalmente la estufa del comedor. Karás, en paños menores, yacía en una cama turca entre dos espléndidas sábanas y se sentía en la mejor de las disposiciones. Vasilisa, en mangas de camisa y luciendo los tirantes, acudió a él y se sentó en una butaca, diciendo:
—Me he desvelado ¿sabe? ¿Me permite que me quede a charlar un rato con usted?
El fuego de la estufa se había consumido, Vasilisa, redondo y tranquilo, permanecía acomodado en un sillón, suspiraba y decía:
—Verá, Fiódor Nikoláievich. Todo cuanto había adquirido con una vida de trabajo ha pasado en un momento a los bolsillos de unos miserables… por la violencia… No crea que yo negaba la revolución, de ningún modo, comprendo muy bien las causas históricas que originaron todo esto.
Un resplandor rojizo se reflejaba en la cara de Vasilisa y en los pasadores de sus tirantes. Karás, con la laxitud del maravilloso coñac, se quedaba amodorrado, procurando mantener en su cara una expresión cortés y atenta…
—Pero coincidirá conmigo. En Rusia, en un país como el nuestro, indudablemente el más atrasado, la revolución ha degenerado en revuelta… Hay que ver lo que ocurre… Nada más que en dos años hemos perdido todo el apoyo que la ley presta, carecemos de la más mínima defensa de nuestros derechos como hombres y ciudadanos. Los ingleses dicen…
—Los ingleses… ellos, claro —balbució Karás, sintiendo que una suave pared empezaba a separarle de Vasilisa.
—… Aquí no puede hablarse de que «tu casa es tu fortaleza» cuando uno no está garantizado en su propio piso, cerrado con siete cerrojos, de que una cuadrilla como la que hoy ha estado aquí le quite no sólo los bienes, sino también la vida.
—Nos preocuparemos del sistema de señales y de las maderas de las ventanas —contestó Karás no muy a propósito, con voz de sueño.
—¡Pero no se trata de eso, Fiódor Nikoláievich! Todo no reside en el sistema de señales, querido. No hay señal capaz de detener la desintegración y descomposición que han anidado ahora en las almas de los hombres. El sistema de señales es un simple caso concreto, pero ¿y si se estropea?
—Lo arreglaremos —contestó Karás en el mejor de los mundos.
—Toda la vida no puede descansar en sistema de señales y pistolas. No se trata de eso de lo que yo trato es de generalizar, por así decirlo, un caso concreto. El asunto es que ha desaparecido lo principal, el respeto a la propiedad. Y si esto es así, se acabó. Si es así, estamos perdidos. Mis convicciones son las de un demócrata, yo mismo procedo del pueblo. Mi padre fue un simple capataz de ferrocarriles. Todo lo que usted ve aquí y todo cuanto hoy me robaron esos miserables, ha sido ganado exclusivamente con mi esfuerzo. Créame, nunca traté de defender el viejo régimen; al contrario, se lo confieso en secreto, pertenezco al partido demócrata constitucionalista, pero ahora, cuando con mis propios ojos he visto a qué lleva todo esto, se lo juro, en mí nace la siniestra seguridad de que lo único que puede salvarnos… —por entre el suave velo que envolvía a Karás llegó un suspiro…— es la autocracia. Sí… La dictadura más feroz que imaginarse pueda… La autocracia…
«La ha tomado con la autocracia —pensó el bienaventurado Karás—. Sí, con ella no valen las bromas». Ejem… —articuló a través de los algodones.
—Ay, du-du-du-du, el habeas corpus, ay, du-du-du-du… Ay, du-du-du… —zumbaba la voz a través de los algodones—. Ay, du-du-du, hacen mal en pensar que esta situación puede prolongarse durante mucho tiempo, ay, du-du-du, y le desean larga vida. ¡No! Esto no durará muchos años, y sería ridículo pensar que…
—La fortaleza de Ivangórod —interrumpió inesperadamente a Vasilisa la voz del difunto comandante, con su alto gorro de piel.
—¡larga vida!
«Y Ardagan y Kars» —confirmó Karás entre la niebla.
—¡larga vida!
La respetuosa risita de Vasilisa llegó desde lejos.
—¡Larga vida!
cantaban alegremente las voces en la cabeza de Karás.