Los huevos de Aurora

[Douglas Niles]

En el tiempo en que nacieron las estrellas y los sueños empezaron, los dioses de la luz y la oscuridad donaron al mundo sus hijos: eran los primeros dragones. Esos regios reptiles que se encumbraban por los cielos de Krynn eran diez: cinco hijas predilectas de Paladine y otros cinco hijos audaces de Takhisis.

Los dragones hembra del Padre de Platino eran criaturas de luz y bondad y tenían los colores de los metales que dan brillo y fuerza al mundo: el oro, la plata, el latón, el cobre y el bronce. Aquel quinteto de dragones hembra tenía su guarida al oeste de Ansalon y ahí moraba desde hacía muchos eones cantando alabanzas a Paladine, en la enorme cordillera de altas cumbres que un día se llamaría Kharolis.

En oposición a estos dragones hembra, existían los cinco hijos de la Reina Oscura, uñas criaturas de maldad implacable ordenadas conforme a los colores de su matriarca: rojo, azul, negro, verde y blanco. Ellos sembraban la confusión y la destrucción en nombre de Takhisis y cada reptil era un azote de caos y desolación para una parte del mundo. En los últimos tiempos, igual que las hijas de Paladine, estos dragones de colores se habían asentado y las grandes montañas de la parte central de Ansalon eran su guarida. Posteriormente aquella región de fuegos latentes y volcanes se conocería con el nombre de Montañas Khalkist.

Había transcurrido más de la mitad de una era y el número de diez dragones se conservaba. Como eran seres de tiempos antiguos, cuando alcanzaban la madurez completa no envejecían más pero tampoco procreaban. Naturalmente, Paladine y Takhisis deseaban que sus poderosos hijos les dieran nidadas para así poder poblar Krynn con dragones.

Pero durante los eternos milenios de la prehistoria, los esfuerzos de los dioses fracasaron hasta que al final el mundo sufrió un cambio en la historia de la evolución y los ogros y los elfos poblaron la Tierra. Cada uno de estos pueblos reclamó reinos para sí aliándose con los dragones poderosos o bien enemistándose con ellos. Adoraban al Padre de Platino y a la Reina Oscura, pero les dieron otros nombres; Paladine fue E’li para los elfos y los ogros llamaron diosa de las Tinieblas a la Reina Oscura.

Por fin, con la ayuda de sacrificios mortales y magia cósmica, Paladine y Takhisis averiguaron el secreto del engendramiento: la creación de huevos. Ambos dioses se aparearon con los dragones de su propia descendencia y por fin sus esfuerzos se vieron recompensados con una nidada de la propia Reina Oscura y otras cinco más pequeñas de cada una de las hijas de Paladine.

Por fin la Reina Oscura tenía esperanzas de alcanzar la dominación total: la solución para su plan era la guerra. Un aterrador grito de furia agitó los cielos de Krynn para convocar a los dragones de colores a su misión. Los descendientes de su enemigo tenían que ser aniquilados y así el Mal dominaría el mundo.

En aquellos tiempos los ogros eran poderosos y con su ayuda los dragones de Takhisis atacaron y provocaron una sucesión rápida de muertes. En poco tiempo los Dragones de Plata, Bronce, Latón y Cobre fueron sorprendidos, sufrieron una emboscada y murieron. Al saber que sólo uno de sus enemigos había sobrevivido, Takhisis empezó a hacer planes para alcanzar la dominación total…

Por todas partes el humo negro era escupido al aire y docenas de neblinas ondulantes se elevaban sobre el paisaje desolado para formar un bosque de árboles vaporosos, de alturas imposibles. Sus troncos retorcidos y sacudidos se convertían en una capa candente, un manto opresor que amortajaba toda la extensión de Krynn. O, por lo menos, en la parte de mundo que Furyion estaba contemplando. El Dragón Rojo volaba alto, rozando la superficie inferior de aquel estrato denso, mientras iba esquivando con facilidad las columnas de cenizas y humo y cabalgaba sobre las explosivas corrientes de aire caliente ascendente. Aquellas enormes columnas negras procedían de las montañas volcánicas de la parte central de Ansalon. Desde la ventaja que le daba su altura de planeo, Furyion pudo distinguir un centenar de cumbres que lanzaban sus entrañas contra el cielo.

Los abismos y cañones profundos rasgaban el suelo. En algunos de ellos unas estelas blancas en forma de corrientes turbulentas bramían enfurecidas mientras que en otros brillaba peligroso el fuego rojo de roca líquida en movimiento. Unos conos escarpados se elevaban sobre los lechos de roca inerte para formar un horizonte dentado de picos de piedra oscura, por lo general agrupados en un macizo de seis u ocho cumbres bien definidas que a menudo arrojaban humo, lava y vapor desde distintos cráteres. Otras montañas se elevaban muy por encima de las vecinas, unas pirámides de magma solidificado que rodeaban las calderas a lo largo de muchos kilómetros.

Furyion pasó volando por encima de uno de estos picos enormes, rodeando el borde del cráter encumbrado. Interesado, admiró una red de ardientes hendiduras trazadas en medio de bloques oscuros de lava más fría, un dibujo que zigzagueaba por el suelo de aquella caldera extensa. Al poco, el vuelo condujo al dragón más allá de lo que la vista alcanzaba, pues batía sus grandes alas escarlata en una cadencia lenta y medida. Las corrientes ascendentes, con un aire caliente capaz de abrasar las escamas de Akis, el Dragón Blanco, sólo provocaban que el poderoso Dragón Rojo se elevara más y se ahorrara tener que forzar sus potentes alas.

Por fin divisó la mayor de las montañas, aquella cumbre gigantesca que convertía en diminuto incluso al más alto de los picos menores a ella. Elevada como un cono de roca maciza y primigenia, era como una matriarca volcánica que podía destruir toda la cordillera si soltaba toda su energía contra el mundo. Aunque en las laderas más bajas era el negro, donde los precipicios se sumergían a todos los lados en barrancos a los que nunca llegaba el sol, el color predominante en la cumbre de aquella montaña era el rojo. En aquel macizo sobresalían, como si fueran hombros, varias plataformas escarpadas, unos afloramientos desnudos en la extensión, por lo general pulida, de la escarpada ladera de la montaña.

Pese al enorme tamaño de la montaña, el cráter de la cumbre era curiosamente estrecho, de forma que el pico tenía el aspecto de una punta aguda que casi rozaba la superficie baja del estrato negro. A diferencia de muchos volcanes, el cráter no lanzaba cenizas ni humo ni vapor ni siquiera fuego del pozo profundo. No obstante, sí irradiaba calor y el brillo escarlata del fuego fundamental trazaba un círculo de luz contra las nubes.

De hecho, en un ocasión Furyion voló por encima de aquel gran cráter para examinarlo. Las emanaciones de calor que se desprendían eran tan intensas que aquel arcaico Dragón Rojo se vio forzado a cambiar de rumbo y dirigirse al extremo de la caldera, consciente de que podría perder la vida si se acercaba más a aquellas abrasadoras corrientes de aire. Sin embargo, incluso aquella rápida ojeada le bastó para saber que aquella montaña penetraba en el corazón de Krynn a una profundidad inimaginable.

Los ojos de Furyion brillaron al clavarse en un saliente elevado, uno de los más altos que había en aquella ladera desnuda y agrietada de la montaña. Abrió sus fauces y extendió con toda su longitud el cuello de escamas escarlata para luego lanzar una gran nube de llamas contra el cielo. Entre silbidos y llamas y un ruido atronador unas columnas de fuego aceitoso abrasaron la ladera cuando el poderoso Dragón Rojo hizo anuncio de su llegada.

Entonces se oyó un estallido tremendo procedente de un saliente cercano, situado ligeramente por debajo del de Furyion, y un rayo atravesó el cielo. Arkan, el Dragón Azul, bajó en espiral desde una posición ventajosa e inclinó su cabeza para saludar la llegada de su hermano Rojo. Furyion también se inclinó; los ojos amarillos le brillaban. El dragón de color rojo miró con envidia el collar de escamas de plata que brillaba en el cuello azul de Arkan. Era un trofeo, el símbolo del triunfo del Dragón Azul sobre el Dragón Plateado de Paladine.

El hedor de gas nocivo llegó al olfato de Furyion quien miró hacia abajo y vio una nube de color amarillo verdoso que flotaba a la deriva por la ladera inclinada de la montaña.

Korril, el Dragón Verde esmeralda, levantó la cabeza para mirar a Furyion. Unos gruesos párpados le protegían los ojos, de color verde oscuro y engañosamente amables; cuando el Dragón Verde miró impasible a los otros dos dragones situados más arriba, de sus orificios nasales todavía emanaban los vestigios de su aliento ponzoñoso.

Furyion se enfureció al ver escamas de latón colgadas en una cadena alrededor del cuello de Korril. El Dragón Verde también había tenido éxito en la cruzada emprendida contra las hijas de Paladine.

Furyion levantó la mirada para ver si había indicios de nuevas llegadas. El siguiente en aparecer fue el negro Corrozus, que se acercó planeando alrededor de una protuberancia suave del gran volcán y fue a detenerse sobre un saliente de piedra desnudo. El Dragón Negro anunció su presencia despidiendo un chorro de oscuro ácido, que se vertió como un río de líquido ardiente y crepitante por la ladera de la montaña hasta que por fin aquella corriente removida y corrosiva se disolvió por sí misma en la roca porosa. Incluso desde su saliente, mucho más elevado, Furyion pudo ver que un anillo de escamas de latón rodeaba el cuello de Corrozus. Finalmente apareció Akis, el gran Dragón Blanco, que se acercaba evitando en lo máximo posible las cumbres flamígeras. Al aproximarse a su saliente, que se encontraba bastante abajo en la ladera de la montaña, Akis creó con un soplo una gran nube que arrojó contra las rocas y las cubrió con una fría capa de escarcha. Sólo entonces, el reptil de color blanco se aposentó en su sitio. Al levantar su cabeza angulosa, Akis creó otra nube fría en el aire e hizo que la brisa le devolviera la corriente de aire frío.

Furyion vio con amargura que incluso Akis, el que volaba rápido, cuyo malestar en aquellas regiones calurosas era bien conocido por sus primos, llevaba un trofeo. Rodeaban su garganta una serie de escamas de bronce, señal de otra muerte.

—Ponte cómodo, hermano —urgió Furyion con cierto tono de burla en la voz dirigiéndose al Dragón Blanco mientras descendía.

—¡Bah! —dijo Akis con sarcasmo—. El corazón de Khalkist se encuentra demasiado lejos de los reinos del hielo y la nieve. No dirías eso…

—Silencio —atronó Arkan; la orden resonó por toda la ladera de la montaña. Furyion, enfurecido por la interrupción, se volvió hacia el insolente Dragón Azul pero entonces éste siseó una advertencia todavía más convincente.

—Nuestra Señora va a hablar.

El poderoso Dragón Rojo calló y se dispuso a escuchar y atender; entonces el estruendo de la montaña creció hasta provocar una sacudida en las rocas. La vibración forzó a Furyion a sujetarse con las garras al saliente por temor a salir despedido. Las rocas se quebraban y caían rodando desde la cumbre y las laderas. Sin embargo, los tronos de los cinco dragones habían sido escogidos con cuidado. Los desprendimientos de tierra se sucedían a su lado entre grandes estruendos, pero no había nada que saliera despedido con la fuerza suficientemente como para alcanzar a alguno de los hijos de la Reina.

De pronto, del cráter explotaron cenizas y humo, que se alzaron hacia el cielo, y luego se precipitaron hacia abajo para rodear a los dragones más próximos a la cumbre. En la oscuridad que los rodeaba se levantaron unas lenguas de fuego a la vez que la lava se lanzaba con furia contra las rocas, silbando y escupiendo fuego infernal. De nuevo el pálido Akis lanzó su nube de frío intentando de forma lamentable mantener el calor a un límite soportable para él. Los demás dragones se limitaron a mirar con los ojos entornados seguros de que, dado el tamaño de la erupción, la llamada de su Señora Reina era de gran importancia.

Durante un largo rato, Furyion se encogió ante la confusión provocada por las cenizas y el humo; sentía una quemazón punzante en la nariz y abría y cerraba los gruesos párpados para esquivar los restos de roca pulverizada que caían. Pensó divertido en Akis, consciente de que el Blanco debía de estar sufriendo tremendamente; de todos modos, a pesar de que su saliente indicara un estatus inferior, le permitía evitar la furia de la Reina.

Finalmente las cenizas y el humo dieron paso al fuego puro, una explosión de llamas azules arrojada directamente hacia arriba desde el interior del volcán. Aquella columna disipó todas las nubes y creó un pasaje directo hacia el pálido cielo, a través del cual enviaba oías implacables de calor. El cielo encapotado rodeaba aquel pasadizo, como un cilindro de oscuridad ceñido a una chimenea cauterizada al calor.

El poder de la Reina Oscura purificaba con su calor feroz, hacía desaparecer la ceniza y los escombros y a la vez levantaba un viento huracanado en la ladera de la montaña. Aun así Furyion y sus hermanos seguían agarrados a los salientes protegiéndose la cara de aquel vendaval temible y con la mirada levantada para presenciar el poder de su poderosa señora.

Sólo cuando el fuego se extinguió casi por completo, y el orificio en la masa de nubes oscuras empezó a cerrarse, las palabras de la Reina pudieron ser escuchadas por sus hijos.

—Sed bienvenidos, mis poderosos hijos… Sabed que vuestras acciones me han complacido. Vuestro coraje y la violencia cruel y despiadada serán bien recompensados.

—Saludos Reina Madre —murmuró Furyion junto a los demás dragones. Sintió una oleada de calor y afecto por aquella gran y caótica diosa que les había dado la vida a él y a sus hermanos.

—Nuestros huevos, esas esferas preciosas que cada uno de vosotros me ha dado, están siendo atendidos en el corazón del Abismo. Se están desarrollando bien y hacen progresos… algún día darán una descendencia hermosa. Luego nuestros hijos poblarán toda la superficie de Krynn.

Furyion se estremeció de placer al oír hablar de expansión e inclinó su cabeza roja con adoración abyecta.

—No merecemos tu gracia, Reina Madre —espetó a la vez que arrojaba vapor y niego por los orificios de la nariz—. Los Dragones Rojos gobernarán el mundo en tu nombre.

—Así sea, mi más valiente y poderoso hijo. Los Dragones Azules y Negros y los Verdes y los Blancos los ayudarán y servirán pero es mi deseo que sean los dragones del fuego los que gobiernen el mundo.

Furyion levantó con entusiasmo su rostro al cielo nublado y lanzó una gran bola de fuego abrasador y sofocante.

—Sin embargo, hijos míos, también sabéis que Krynn todavía está en peligro. —Cuando aquellas palabras de reprimenda fueron pronunciadas los otros cuatro reptiles contemplaron al poderoso Dragón Rojo con expresiones bien disimuladas para ocultar los sentimientos de envidia y desagrado que anidaban en su pensamiento perverso.

—Pero señora… —Arican, el poderoso reptil de escamas de color azul turquesa, fue quien habló a continuación—. Yo solo he matado al Dragón Plateado. Mira, llevo un collar con las escamas arrancadas del cadáver podrido de ese miserable dragón.

—Sí, hijo mío.

—Y yo. —A Korril, el Dragón Verde, no le gustaba quedarse atrás—. El Dragón de Latón murió por la fuerza de mi mordedura y las heridas de mis garras y espolones. Yo también llevo un collar hecho de esas escamas odiosas como prueba de que nuestro gran enemigo ha sido abatido.

—Madre, mira mi trofeo —chilló Corrozus mientras agitaba su collar flexible y hacía sonar el anillo de escamas de color cobre—. Yo también he matado un dragón de Paladine.

El siguiente en jactarse fue Akis, que agitaba su propio adorno circular hecho de escamas de bronce.

—Hijos míos, veo vuestros triunfos… y mi orgullo os ampara como el calor del fuego que viene del cielo.

Los cuatro dragones se inclinaron mientras aceptaban el elogio. Sólo Furyion se quedó mirando, mientras la envidia y la rabia competían por dominar las emociones que lo embargaban.

—Sin embargo, todavía existe un peligro, y es por eso que os he convocado.

—Ya sabemos que Aurora, la hembra de Dragón Dorado, todavía sigue viva —aseguró Arkan a la Reina de la Oscuridad—. Pero sin duda no podrá esquivarnos siempre.

—Hijos míos, existe otro peligro. Los dragones de Paladine nos han engañado… aunque mis leales hijos les hayan dado muerte uno a uno.

—¿Cómo? —preguntó Furyion envalentonado ante la perspectiva de que los esfuerzos de sus hermanos pudieran haber sido un error.

—Mientras sus hermanas morían, Aurora se mantuvo apartada, vigilando el futuro de su raza.

—¿Quieres decir que también los dragones de Paladine tienen huevos? —siseó Corrozus. Los demás dragones permanecieron en silencio, estremecidos ante aquella perspectiva.

—Así es, mi Dragón Negro. Tienen huevos y han encargado a Aurora la tarea de vigilarlos.

—¿La nidada se encuentra en el lejano plano de Paladine? —Furyion hizo la pregunta pero temía oír la respuesta. Estaban muy cerca de la victoria final, de convertirse ellos mismos y su descendencia en los amos sin rival del mundo. Sin embargo, si el Padre de Platino tenía huevos, por mucho que Takhisis hubiera puesto a salvo a su descendencia en el Abismo, sus planes ahora estarían amenazados.

—Aquí es donde se han equivocado —declaró la Reina—. Han permitido que los huevos permanezcan en Krynn.

—Donde nosotros los encontraremos y destruiremos —prometió Furyion convencido de que podría ganar el collar de escamas de oro.

—Sí, hijos míos. Es preciso que matéis a Aurora y erradiquéis la nidada. Sólo entonces nuestro futuro estará seguro y libre de la amenaza de los dragones de Paladine.

—La hembra de Dragón Dorado es una ilusa: será fácil de atacar —se jactó Corrozus—. Me complacerá arrancar las escamas brillantes de sus flancos con mi aliento.

—Nos vamos inmediatamente, mi Reina —prometió Furyion mientras flexionaba sus enormes alas. El Dragón Rojo estaba enojado porque su hermano Negro se le había adelantado con aquella promesa jactanciosa.

—Dinos —preguntó Akis—. ¿Dónde pueden estar los huevos de los dragones de color metálico?

—Tendréis que buscarlos, hijos míos. Se encuentran ocultos en las montañas occidentales y os ordeno que vayáis volando allí, encontréis la nidada y la destruyáis total y definitivamente. Conseguidlo y los dragones de color de metal habrán desaparecido para siempre del mundo.

Cinco bramidos orgullosos clamaron hacia el cielo cuando los dragones de Takhisis elevaron sus cabezas. Con las fauces abiertas emitieron un hálito mortal: fuego y rayos, ácido, frío y gas letal, todos removiéndose a la vez, mezclados, elevándose en una columna de poder maléfico.

En el silencio repentino que siguió, Furyion se estremeció en la punta de su saliente encumbrado. Las montañas occidentales se encontraban muy lejos, más allá de la amplia planicie que constituía la parte central de Ansalon. No obstante, sabía que podía salvar esa distancia en pocos días. En cuanto estuviera sobre aquella cordillera usaría la magia, o tal vez sólo su aguda vista, para descubrir a Aurora y a la nidada.

Arkan y Akis se lanzaron al aire chillando con furia marcial. Furyion se dispuso a seguirlos pero se detuvo al oír la voz de su señora en el cerebro.

—Espera, hijo Rojo… Me gustaría hablar contigo a solas.

Con un escalofrío, Furyion se detuvo y vio que Corrozus y Korril emprendían el vuelo. Esperó, expectante, a que los Dragones Negro y Verde siguieran a sus hermanos por los barrancos empinados que conducían al oeste.

—Deseo, Furyion, que seas tú quien obtenga el triunfo más grande en esta batalla. Todos me han oído decretar que los Dragones Rojos deben ser los señores del mundo. Tú necesitas este trofeo, esta prueba, para mantenerte por encima de tus hermanos, para demostrarles que mi elección ha sido la acertada.

—Así será, Reina Madre. —Furyion estaba completamente de acuerdo; de hecho, ya había decidido que haría todo lo que fuera necesario para matar a Aurora él mismo—. Llevaré las escamas de esa hembra Dorada en mi cuello, un trofeo que proclamará mi grandeza por todos los tiempos. Mis espolones y mis colmillos la harán trizas.

—Son palabras valientes y sinceras. Pero, cuidado: no escatimes tus poderes mágicos, hijo mío. Te he concedido el más poderoso de los conjuros y los encantamientos más potentes de que dispongo. ¡Utilízalos!

El Dragón Rojo ya se había imaginado la violencia extrema que descargaría contra Aurora, la hembra Dorada, pero reconsideró el consejo de la Reina. Dejaría paralizada a Aurora con su magia y luego quitaría la vida a esa holgazana Dorada antes de que se diera cuenta de que estaba siendo atacada.

Con un rugido retador y triunfante, Furyion extendió las alas de color rojo, remontó las corrientes de aire y tomó rumbo oeste, hacia el destino que decidiría el futuro del mundo.

Entonces no había nada que se asemejara al paso de los meses o los años. En algunos lugares, el mundo estaba frío y así quedó; en otros reinos, el calor era lo habitual y ese clima se mantuvo igual durante cientos y miles de salidas de sol.

Sin embargo, aun así el tiempo pasaba y había alguien que lo notaba mucho más que cualquier otro. Como una cinta de oro, ella sobrevolaba una montaña de pico agudo, como le había ordenado su señor y esperaba con paciencia inmortal el paso de los días incontables que faltaban para la llegada de sus hermanas.

Siguió esperando, mientras el tiempo y los acontecimientos devenían en el mundo. Y por fin comprendió: las demás nunca llegarían.

Aurora sobrevolaba la cima de la elevada montaña con la cabeza dorada levantada y su mirada penetrante oteaba en el horizonte del este como lo había hecho durante incontables días. El cielo estaba despejado y el sol brillaba alto, pero en aquel horizonte distante no destellaba ningún punto.

Lentamente, como el despertar gradual de un sueño profundo, la certeza de que se había quedado sola había ido creciendo dentro de aquella poderosa hembra Dorada. Cuando por fin esta idea se consolidó en su mente supo la verdad: sus hermanas habían sido asesinadas, víctimas de la perfidia de la Reina Oscura.

Un ser inferior seguramente habría caído en la desesperación, en el temor, incluso; pero para Aurora aquello era simplemente un problema que exigía su total concentración. Al afrontar aquella nueva realidad incómoda, vinieron a su mente ancestral y eterna pensamientos muy variados.

Durante un tiempo dejó vagar su imaginación, como había hecho en tiempos más pacíficos. En realidad, ¿qué significaba estar totalmente sola? Siempre había sido una criatura solitaria que desdeñaba las mezquinas preocupaciones de los demás dragones de Paladine. Los de Latón, Cobre y Bronce siempre habían albergado celos mezquinos, incluso envidia, y el impaciente Dragón Plateado tenía las miras muy cortas y era demasiado activo para poder mantener una conversación profunda durante más de unos pocos días.

A Aurora le gustaba la vida solitaria porque le permitía tiempo para pensar, lo cual era con diferencia su ocupación favorita. Le satisfacía pasar los días pensando en temas de poesía e historia y en todas las formas de conocimiento que se le presentaban. Y luego, por supuesto, estaba la magia: le encantaba urdir encantamientos. Paladine le había otorgado un don notable para el poder arcano, y Aurora dominaba ya muchos conjuros pero con la magia, como con la vida, siempre se dispone del tiempo suficiente para estudiar, meditar y pensar.

¿En realidad, podría decirse que estaba sola ahora? A decir verdad; estaban los huevos, que se hallaban escondidos en la gran caverna inferior, protegidos en la bóveda que se alzaba en forma de arco sobre un enorme mar subterráneo. Aquel tesoro secreto yacía en el corazón de esa cordillera, oculto a un kilómetro y medio de roca dura. Sólo tenía un punto de acceso claro: el valle de Paladine. Y la hembra Dorada podía divisar aquel valle perfectamente con su vista penetrante desde la posición aventajada donde estaba desde hacía un número incontable de días.

Al pensar en eso, recordó que llevaba mucho tiempo sin comer. Entonces buscó señales de presas en los valles ricos en gamos que se abrían bajo ella. En la parte baja de la ladera de la gran cumbre, algo se movió y eso hizo que Aurora fuese más consciente del hambre que tenía. Sin querer perder tiempo en una búsqueda más larga, decidió utilizar su magia para ayudarse en la caza. Lanzó un conjuro polimórfico sobre sí misma e inmediatamente su cuerpo dorado se contrajo y las escamas metálicas de su pecho se convirtieron en las plumas de un águila orgullosa. Las gruesas alas de membrana brillante se convirtieron en las extremidades plumosas del ave de presa. Aquel astuto depredador de vista penetrante se apartó de la montaña trazando gráciles círculos, en un descenso gradual en espiral.

Aurora vio entonces el origen del movimiento: una manada de alces pacían en una pradera de hierbas altas. El macho permanecía al acecho mientras sus hembras mordisqueaban el rico trébol. Varios de los venados más grandes y velludos estaban arremolinados alrededor de una pequeña fuente con las cabezas inclinadas para beber.

Al descender un poco más, el águila en que Aurora se había convertido viró a un lado para asegurarse de que el macho no iba a dar la alarma. Cuando las copas de los árboles se alzaban justo debajo del vientre del ave, ésta desplegó las alas y se acercó a gran velocidad al prado donde el rebaño buscaba su sustento.

Al salir del cobijo de los árboles, Aurora recobró su forma verdadera. De pronto las alas doradas arrojaron una sombra amenazadora sobre la mitad de aquel claro y el gran macho bramó en señal de aviso. Inmediatamente las hembras partieron en estampida y se desperdigaron en todas direcciones en busca del amparo de las rocas que las rodeaban. Sin embargo, la hembra Dorada ya había seleccionado a su víctima: una hembra de hocico gris y con el paso rígido y patoso de un ejemplar viejo. Cojeaba mientras corría detrás de los jóvenes de la manada bramando aterrorizada mientras aquella enorme sombra alada se cernía sobre ella.

Aurora se abalanzó como un felino, arrojó la hembra al suelo y le rompió el cuello con un único mordisco sonoro. Cuando el resto de la manada se hubo dispersado se inclinó sobre la carne fresca y el olor de la sangre le hizo salivar de apetito. Aquel claro era agradable pues estaba impregnado de la fragancia de muchas flores que apaciguaban el olfato de la hembra Dorada. El entorno de pastos y abetos exuberantes y las aguas plácidas de la fuente constituían un marco espléndido para una comida.

Pero estaban los huevos, la única responsabilidad de Aurora. Desde allí no podía divisar el valle de Paladine por lo que no podría permanecer en aquella agradable zona baja. Con el cadáver del animal entre fauces, batió con fuerza sus fuertes alas y se elevó por el aire. Luego voló con una suave inclinación, trazando círculos para ganar altura, y se dirigió gradualmente hacia el pico encumbrado.

Cuando llegó a las laderas que rodeaban su cima, el sol se acercaba al horizonte del oeste. Con el cuerpo del animal aún pendido en las fauces, Aurora miró con cautela la montaña y los cielos de alrededor antes de posarse en aquella gran altura. Se inclinó sobre el cuerpo todavía caliente del animal y se dispuso a comérselo, pero entonces vaciló. Tras parpadear y fijar luego la vista, Aurora detectó un movimiento en el cielo, una criatura alada que se acercaba desde el norte.

Aunque aquel ser que volaba era claramente mayor que cualquier ave, el color, marrón y vulgar, no era propio de un dragón. Aurora dejó la carne fresca entre dos piedras, levantó la cabeza y escudriñó las sombras de las montañas, intentando averiguar la naturaleza de la criatura que se estaba acercando.

Pronto Aurora reconoció el cuerpo poderoso y las amplias y plumosas alas de un grifo. Como estos depredadores con cabeza de águila por lo general rehuían a los dragones, le sorprendió ver que éste se acercaba directamente a su cima. Lo esperó con la paciencia de un ser casi inmortal y contempló cómo el grifo ganaba altura apresurándose entre las rocas santificadas de la cumbre. Empezó a distinguir el diseño blanco y negro de las plumas de las alas, el pico curvado de águila que sobresalía de la cara. Su cuerpo era como el de un gran felino, con unas garras poderosas y unas patas musculosas que se detuvieron en un saliente de roca a poca distancia por debajo del espolón de la hembra Dorada.

—Saludos, criatura venerable —exclamó educadamente el grifo. El animal hablaba en su propia lengua pero Aurora conocía aquel idioma: de hecho, entendía el idioma de todo ser inteligente que residía en Krynn.

—Bienvenido, cazador alado —respondió la hembra Dorada con formalidad. Luego se quedó en silencio, esperando pacientemente para saber lo que traía allí el grifo.

—Los cielos están desiertos en varios kilómetros a lo largo de las llanuras —apuntó vagamente aquel lustroso depredador. Aurora profirió un vago ruido como respuesta, tras el cual la criatura de rostro de águila prosiguió—: Lamento la pérdida de tus poderosas hermanas.

—Hablas con una seguridad que va más allá de mi propio conocimiento —dijo Aurora a pesar de que ya había adivinado aquella noticia.

—Los dragones de color metálico han sido eliminados uno por uno por los reptiles de la Reina —explicó el grifo con una expresión de tristeza—. Mis primos me han contado que los dragones de Takhisis han emprendido el vuelo desde las Khalkist. Buscan al último de sus enemigos.

Los párpados de Aurora se entrecerraron mientras reflexionaba sobre esta información. Las palabras del grifo imprimían urgencia a su situación y la obligaban a actuar. Los dragones de la Reina Oscura se moverían rápidamente: sabía que no estaban hechos para tomarse un intervalo de meditación y discusión filosófica. Además, la hembra Dorada sabía que las acciones de su enemigo requerían una respuesta firme y decidida de su parte. Tal vez el tiempo de la meditación había pasado, por lo menos, por ahora.

Aurora arrancó de un tirón una pata trasera del alce, levantó la extremidad que tenía en la pata delantera e hizo un ademán señalando los restos de aquel cuerpo de carne.

—Estás invitado a comer… Gracias por tu información —ofreció al volador con cabeza de águila.

El felino alado se inclinó con las alas extendidas para rendir honores al reptil dorado.

—Te agradezco tu generosidad, Venerable. Mis cachorros llevan hambrientos varios días.

—Deja que se sacien pues.

Aurora ascendió por el aire con las escamas brillando al sol y dejó que el grifo dividiera encantado el cuerpo en piezas para poder llevárselo. Entretanto ella sobrevoló la cima al tiempo que examinaba el cielo al este y al norte para cerciorarse de que los dragones de Takhisis todavía no estaban cerca. Mientras volaba devoró la pata de carne fresca, a continuación plegó sus grandes alas y se precipitó hacia el valle de Paladine.

Se abrió paso entre paredes verticales que se precipitaban a miles de metros en el interior del valle estrecho y sombrío: Era un lugar inaccesible para especies terrestres pues estaba totalmente rodeado de precipicios altísimos. Aurora aterrizó en el valle y plegó las alas para entrar en la apertura negra y desigual que se abría en la pared de la montaña.

El túnel interior se extendía durante un tramo muy largo pero al poco de pasar la entrada se ensanchaba desmesuradamente. De nuevo, Aurora se elevó por los aires y abrió sus alas para planear hacia la gran caverna que se abría en las profundidades de la cadena montañosa.

La llegada siempre era inesperada: un segundo estaba virando por la cueva sinuosa y al siguiente se encontraba en la gran caverna. Bajo ella fluían las plácidas aguas de un amplio lago subterráneo. Como si de un trozo de cielo encerrado se tratara, el amplio techo se abría hacia arriba muy por encima de la cabeza, y abarcaba tanta agua que en el futuro habría no menos de cinco ciudades populosas en sus orillas. Pero por el momento sólo era el hogar de millones de murciélagos y de un precioso nido.

El vuelo de la hembra Dorada fue directo y decidido. Voló hacia una columna elevada que emergía en el centro del lago para converger con otra inmensa que pendía desde el elevado y arqueado techo. Aurora se ladeó y dio una vuelta a la columna hasta que se acercó a un amplio espolón de la superficie escarpada.

Tras colocarse en aquella plataforma, plegó sus alas y se deslizó por una apertura sombría apenas suficientemente ancha como para dejar pasar su forma sinuosa. En el interior, el aire húmedo de la gruta alivió su olfato; inmediatamente notó una sensación de bienestar, característico de aquella caverna sagrada.

En el centro de la cámara circular divisó el nido: una especie de cesto enorme, en forma de cuenco, hecho de una serie de enormes piedras preciosas talladas a la vez con ráfagas de fuego y hielo y aliento dorado y plateado de dragón. Los huevos que contenía brillaban tenues, con una luz que se reflejaba en una miríada de facetas de rubíes y esmeraldas y cientos de pequeñas cascadas en las paredes de la gruta, donde el agua caía gota a gota sobre la roca brillante y lustrosa.

Aurora sabía que allí había veinte huevos, cuatro de cada color metálico: unas esferas brillantes de latón y bronce, la pureza profunda del cobre, plata con un brillo de luz pura y la perfección del oro bruñido. Aquellos cuatro últimos eran de la propia Aurora; los demás eran de sus cuatro hermanas, que los habían puesto hacía una eternidad, antes de su muerte. Habían sido concebidos por el propio Paladine, por lo que significaban la esperanza de un futuro que incluía a los dragones de color de metal del Padre de Platino.

¿Cómo cambiaría el mundo en caso de que los dragones de Takhisis alcanzaran la gruta y destruyeran aquella nidada preciosa? Aquélla era una pregunta que Aurora podría haber meditado largo y tendido. Pero ahora, con un sentimiento de culpa, se daba cuenta de que el tiempo para la filosofía había pasado; ahora ella tenía que ser una buena defensora de sus hijos. Tenía que confiar en sus garras y colmillos, utilizar su aliento ardiente y el tendón poderoso con fuerza letal.

Y recibir al enemigo con su magia. Sabía que sus conjuros eran fuente permanente de poder, le otorgaban una gran fuerza y violencia y constituían su mejor esperanza de victoria.

Al salir de la gruta, mientras volaba de nuevo por encima del agua, Aurora empezó a tramar su plan. Se enfrentaría a los dragones de la Reina Oscura con sus conjuros y con todas las formidables armas inherentes a su cuerpo. Era preciso ser disciplinada y tener paciencia y confiaba en que sus enemigos estarían regidos por la caótica influencia de su señora inmortal.

Por fin cruzó el largo túnel y salió de nuevo a la montaña para ascender a su cumbre con las brisas nocturnas. Se apostó allí a medianoche, estremecida por la sensación de peligro inminente. Al volver sus ojos hacia las llanuras invocó el poder de la magia cantando suavemente mientras urdía el conjuro de la visión verdadera.

Los vio de inmediato: cinco manchas pequeñas de funestos colores en el horizonte del nordeste. El Dragón Blanco venía primero a una velocidad tal que iba por delante de los demás. También podía ver que el Rojo y el Negro volaban a la par, alejados unos kilómetros del reptil pálido y fantasmal. Los Dragones Azul y Verde se afanaban tras ellos, bastante rezagados.

Aurora descendió ligeramente por debajo de la vertiente de su cumbre, en la ladera, precediendo el avance de su enemigo. Al descubrir un precipicio liso, escogió el lugar perfecto para llevar a cabo su siguiente conjuro. El hechizo del espejismo era complicado de hacer pero la hembra Dorada pronunció los sonidos e invocó la magia con gran precisión y cuidado. Acto seguido, en la ladera de la montaña se creó una imagen falsa, tan real que ciertamente podía engañar a un Dragón Blanco ambicioso e imprudente. En cuanto hubo terminado su plan mágico, Aurora admiró lo que había hecho y luego volvió a subir a su cumbre, agazapada tras la cresta de piedra desde donde podía observar la llegada del Blanco sin ser vista.

El reptil fantasmagórico volaba a una velocidad frenética y alcanzó la cordillera del oeste antes del amanecer. Con la salida del sol resultó visible a los ojos de Aurora ya sin necesidad de magia. La hembra Dorada lo observaba con cuidado mientras se escondía con un conjuro de invisibilidad para aumentar la protección casi completa que le ofrecía la pared de la montaña.

Aquel conjuro resultó estar de más, pues los ojos del Dragón Blanco permanecían clavados en el conjuro del espejismo. En silencio, mientras curvaba sus labios pálidos en una cruel sonrisa, aquel dragón malévolo plegó sus alas mientras se lanzaba en una caída poderosa y rápida. Así, aquella criatura se abalanzó contra la imagen de la ladera de la montaña; Aurora sintió el afán malévolo del reptil mientras se lanzaba contra lo que allí se veía: un Dragón Dorado durmiendo despreocupado en un gran saliente.

El Dragón Blanco estaba tan absorto en su víctima que no vaciló ni un momento y se lanzó con el largo cuello extendido, ansioso por clavar los colmillos largos y afilados en las escamas doradas. Cuando chocó contra la ladera oculta de la montaña volaba a toda velocidad, acelerado además por el descenso en picado. Incluso desde la altura en la que estaba Aurora oyó la rotura de las vértebras y el golpe sordo y duro de aquel cuerpo pesado, ya sin vida, al chocar contra el precipicio liso.

La hembra Dorada avanzó majestuosa en espiral desde el borde del precipicio y fue a parar sobre el gran y pálido cuerpo que yacía derribado en las rocas desprendidas del fondo del precipicio. Aurora confirmó la muerte de su enemigo con un potente grito que retumbó por las cavernas de los valles de la montaña; luego ladeó las alas para volver hacia arriba.

Al ascender de nuevo por la cordillera, vio a los Dragones Rojo y Negro, fácilmente distinguibles por sus formas onduladas y las largas alas. Más allá, los Dragones Azul y Verde se esforzaban por ganar velocidad y altura por encima de la cordillera. Aurora inició la siguiente fase de su plan y se elevó hacia la cresta más alta las Kharolis para así tener una buena panorámica de los dragones de la Reina Oscura.

Los Dragones Rojo y Negro se dirigieron inmediatamente hacia Aurora. En cambio, los Dragones Azul y Verde, que iban detrás, giraron para seguir el curso de un cañón largo y profundo: una ruta que les permitiría dar la vuelta a la gran montaña sin tener que subir a la enorme altura donde se encontraba la hembra Dorada Aurora voló hacia un pico inferior al sur de un gran macizo, lo que permitió a sus dos enemigos más próximos acortar la distancia. Apenas le separaba un kilómetro y medio de ellos cuando cayó en picado y desapareció de la vista por la ladera de la alta montaña. Con la mirada fija en el valle de Paladine, voló a ras de suelo virando hacia arriba o ladeándose bruscamente para evitar las piedras y salientes que iban surgiendo a su paso.

Pronto oyó chillidos de furia desde arriba y supo que el Dragón Rojo y el Negro habían cruzado la cordillera y la habían visto. Aurora no quiso volverse a mirar atrás para no perder velocidad pero notó que seguían su descenso. Pronto otro chillido, considerablemente más cercano que el primero, le confirmó la sospecha.

El chillido del Dragón Rojo encerraba una rabia pura e ilimitada. Consciente de que la furia de su enemigo le podía resultar ventajosa, Aurora decidió ser paciente y dejar que el odio llegara a un nivel incontrolable. No era el momento de volverse y dar batalla al reptil Rojo, su enemigo mayor y más poderoso. Aurora sabía que entre todos los dragones de la Reina Oscura, el Rojo era el que ejercitaba la magia de forma más poderosa y aquélla era una amenaza que ella deseaba contestar de inmediato.

Siguió con su plan hasta tocar por fin tierra delante de la boca del túnel que le era familiar. Su corazón se estremeció al pensar en el tesoro que albergaba pero no se permitió ninguna vacilación cuando, con un latigazo de su cola dorada, se apresuró a entrar en el túnel.

En el preciso instante en que se dio la vuelta, en su mente se formó otro conjuro. Miró al círculo de luz diurna que se divisaba más allá de la caverna, consciente de lo que pronto había de ver. Unas escamas rojas brillaron y a continuación el dragón de color carmín se agachó dispuesto a atacar a su enemiga Dorada.

Aurora invocó el conjuro de la irresolución, una fórmula mágica que atacó al Dragón Rojo justo en su punto de magia y furor. Aquel embrujo hizo que el Dragón Rojo se balanceara hacia atrás con una fuerza engañosamente leve. Cuando hizo efecto, el conjuro eliminó por completo los conocimientos de magia del Rojo e hizo que la memoria de aquel monstruo se vaciara de todos los hechizos.

Entonces aquel reptil furioso profirió un chillido y lanzó una bola de fuego chisporreante y siseante. Aurora, que había reemprendido su huida en cuanto hubo realizado el hechizo, sufrió una ligera quemadura en el extremo de la cola. Al igual que a su enemigo de color rojo, a la hembra Dorada no le afectaba mucho el fuego, por lo general letal, que era el aliento de un dragón.

Se apresuró por el pasillo oscuro con toda la velocidad que le daba el conocimiento del terreno y su mirada penetrante y sensible a la oscuridad. Tras descender unos cien pasos, entró en la zona de la caverna que se ensanchaba y se volvió de nuevo para enfrentarse al estrecho cuello de botella. Sintió que sus enemigos se acercaban y que el Mal penetraba en la cueva.

Sin embargo, todavía no había llegado el momento de luchar. Aurora musitó las palabras poderosas de otro encantamiento; a continuación, sintió que la magia fluía de su cuerpo y bañaba cada una de las rocas de la montaña. Entonces, aquella superficie se flexionó y curvó, luego bajó desde arriba hasta el suelo y se alzó de abajo hacia el techo, fundiéndose para formar una pared de piedra que bloqueaba por completo la entrada. Durante unos largos segundos Aurora esperó oír el ruido de un cuerpo pesado chocando contra aquel muro de forma que la furia del Dragón Rojo y el vuelo en picado le causaran un daño auténtico.

Pero en lugar de ello oyó un aullido de impotencia y sintió que la pared se calentaba bajo la embestida de un aliento feroz. Eso no importaba: Aurora sabía que la pared podría resistir todo el calor que el reptil encarnado podía arrojar.

Dos de los dragones de la Reina Oscura estaban inmovilizados, por lo menos de forma temporal. Si reaccionaba rápidamente aquella circunstancia podría darle tiempo suficiente para ocuparse de sus otros enemigos. Tuvo mucha suerte. Aurora supuso que los Dragones Azul y Verde todavía estarían volando por el cañón profundo e intentó localizar su posición exacta. Su conjuro de teletransporte era una simple palabra que se pronunciaba con brusquedad y antes de que el eco resonara en las paredes de la caverna que la rodeaba, la hembra Dorada se encontró en el aire, suspendida en lo alto de un río revuelto que penetraba cada vez más profundamente en el lecho de rocas.

Inmediatamente tras ella, y a cierta distancia por debajo, el Dragón Verde volaba con las alas abiertas, ajeno a la súbita aparición de su enemiga. Aurora vio rápidamente que el Azul iba por delante y que, al igual que el Verde, tampoco parecía haber advertido su aparición. Entonces se precipitó hacia abajo con las alas plegadas para obtener la máxima velocidad y para minimizar el ruido de su vuelo, tan lleno de intenciones.

Al acercarse al objetivo, Aurora vio una chispa de luz de color perla que flotaba sobre la cola del Dragón Verde, como si se tratara de una gran joya voladora. Al abrir las fauces para tomar aire y emitir el fuego exterminador sintió un misterioso estremecimiento de alarma: había algo sobrenatural en aquella joya, algo muy sugestivo y mágico. Al acercarse, Aurora vio una pupila clavada en el blanco redondo de aquella órbita ocular mágica y supo que estaba siendo observada.

El giro en bucle del Dragón Verde fue sorprendentemente rápido y las fauces de color esmeralda respondieron el ataque de Aurora. Alertado por su ojo mágico, el reptil volador dio una vuelta rápida y desesperada; bramó cuando una fuerza tremenda empezó a brotar del vientre de la hembra Dorada y surgió de sus fauces convertida en una llama cauterizante y silbante. A su vez, Aurora sintió que una nube de vapor tóxico a su alrededor se le pegaba a las membranas de los ojos y la nariz y le cortaba las terminaciones nerviosas con un terrible dolor.

En medio de la nube de fuego y gas, los dos poderosos reptiles chocaron. Ahogándose, Aurora intentó clavar los colmillos en el cuello del Dragón Verde. Las alas abrasadas de su enemigo se destruyeron y se convirtieron en ceniza bajo las heridas que le provocaban las garras de la hembra Dorada. Pero entonces, ésta sintió un dolor repentino al notar cómo las garras de color esmeralda se clavaban en su propia carne. Aurora se dio la vuelta esquivando apenas los colmillos de su enemigo, que le atacaba el vientre. Por fin, las fauces de la hembra Dorada encontraron su objetivo y se cerraron alrededor del cuello con un ruidoso mordisco arrebatando así la vida al Dragón Verde.

Aurora soltó el cuerpo sangriento y abrasado en el río; luego, extendió las alas e intentó ganar altura. Parpadeó para liberarse de los restos de gas de sus ojos todavía legañosos y buscó al Dragón Azul. Vio que el reptil azul se había dado la vuelta al oír la pelea y que ahora se abalanzaba contra ella a gran velocidad.

De repente, el Dragón Azul desapareció; durante un precioso segundo, Aurora se preguntó si acaso su enemigo había utilizado el conjuro de la invisibilidad. La verdad surgió un instante más tarde, pero aquel retraso casi resultó fatal. La hembra Dorada volvió instintivamente a lograr velocidad, al ver que su enemigo había copiado su táctica y se había teletransportado a una posición de ataque perfecta. Se estremeció al ver al Dragón Azul cayendo en picado directamente sobre ella y, a pesar de estar todavía ahogada por el gas del Dragón Verde, intentó tomar aliento para llenar de nuevo su vientre con el fuego destructor. El único resultado fue un espasmo de tos.

Entonces un rayo salió de la boca del Dragón Azul y le destrozó una ala dorada en una explosión de energía abrasadora. Aurora golpeó la cola del Dragón Azul cuando éste pasó por delante y luego se ladeó a causa de su caída precipitada. Al volverse bruscamente de lado, la hembra Dorada golpeó con su ala buena; esto sólo provocó que cayera fuera de control en un frenesí de vueltas en las profundidades del cañón.

Aurora volvió a encajarse el ala y se recolocó la membrana de piel mientras arqueaba el cuello y la cola para dejar de dar vueltas. Profirió otro hechizo con una palabra mágica y el poder de la levitación detuvo la caída. Lentamente el cuerpo dorado empezó a subir, y volvió a elevarse hacia el cielo. El reptil azul aullaba triunfal y, conforme se abalanzaba hacia ella, adquiría un tamaño mayor. Las fauces azules estaban abiertas formando ya otro rayo temible.

Aurora adivinó su perdición y la de sus hijos en aquellas fauces sin compasión y supo que no podía fallar. Había confiado en poder reservarse su conjuro más poderoso para el final de la lucha, o en no utilizarlo en absoluto porque era de una oscuridad más propia de la Reina Oscura que del Padre de Platino. Sin embargo sabía que no tenía elección y con una rapidez verbal paralela a la de la decisión, Aurora arrojó una palabra oscura y mortal en la cara del dragón que la atacaba.

El hechizo de la muerte tomó al Dragón Azul por las tripas y convirtió el cuerpo sinuoso en una bola culebreante. El rayo se extinguió antes de ser lanzado y el pulso vital se marchitó y murió en el vientre azul. Como el cuerpo de su hermano Verde, el del Dragón Azul se precipitó hacia abajo para desaparecer en las turbulencias furiosas del río de la montaña.

Aurora se esforzó por no hacer caso del dolor que se extendía desde la protuberancia de su ala izquierda; todavía estaba en el aire gracias al conjuro de la levitación; entonces profirió otro encantamiento. Esta vez la magia le trajo una ráfaga de viento, un aire arremolinado que hacía subir su cuerpo flotante hacia la montaña. La ráfaga llevó a su poderosa pasajera a un espolón alto de piedra que se hallaba en un precipicio no accesible de otro modo.

Al llegar a aquel saliente, Aurora cayó al suelo y una momentánea ola de debilidad cruzó en un espasmo todo su cuerpo dorado. Consciente de que aquella emergencia no admitía retrasos, se arrastró con dolor por la superficie plana de piedra hacia un montón de piedras que había apiladas contra la pared del precipicio. Con un quejido inconsciente y con el dolor agarrotándole el cuerpo, la hembra Dorada apartó bruscamente las piedras con sus garras delanteras.

Pronto dejó al descubierto la boca de una cueva, una de las muchas entradas secretas que conducían a la amplia cámara que había debajo de la montaña. Se arrastró a lo largo de un pasillo lleno de escombros hasta llegar a un saliente donde el espacio oscuro se abría y las aguas del lago subterráneo brillaban oscuras a cientos de metros por debajo.

Sin vacilar, Aurora se precipitó directamente desde el saliente a las aguas frías y profundas. Con la fuerza de sus patas traseras avanzó a la vez que con las delanteras marcó la dirección hacia otro pasillo a oscuras situado en el borde de la amplia cámara. A pesar del esfuerzo que exigía hacer aquel movimiento duro y repetido, el agua fresca ejerció un efecto beneficioso en las heridas de la criatura y ésta nadó hacia su objetivo con una determinación infatigable.

Al llegar a la base del precipicio se elevó de las aguas con el poder de la magia de la levitación. El agua se escurría de su cuerpo y volvía al lago en forma de cataratas. Al elevarse y llegar a la boca de un largo túnel que le resultaba familiar, Aurora sólo deseó que el muro de piedra todavía estuviera intacto y bloqueara a los Dragones Rojo y Negro el paso a la caverna sagrada.

Pero cuando llegó al túnel de acceso y emprendió el camino en la oscuridad, llegó a su olfato el hedor aceitoso a reptil. Con una punzada de temor, Aurora adivinó la verdad pero no quiso perder el tiempo yendo a su barrera mágica. Aquel olor le decía que los dos dragones de la Reina Oscura ya habían pasado por allí. Era evidente que habían derruido la pared de piedra y ahora se encontraban en algún punto de la caverna acuosa.

De nuevo Aurora se arrojó a aquel líquido frío, se sumergió por debajo de la superficie y nadó hacia el centro del lago. Se obligó a no pensar en los huevos, tan vulnerables en su gruta prístina. Se recordó a sí misma que la entrada estaba muy bien oculta; sólo podía esperar que los dragones de la Reina Oscura todavía no hubieran encontrado la valiosa nidada.

Finalmente tuvo delante la gran columna de piedra que se erguía desde el lago como una montaña escarpada y se fundía en un techo oscuro y desigual. Escrutando entre las sombras, Aurora buscó sin éxito la presencia de los Dragones Rojo y Negro. De nuevo el poder de la levitación la elevó y logró atravesar los precipicios de la columna al tiempo que se elevaba hacia el saliente. Tomó aire y sintió el fuego de calor mortal hirviendo en su vientre mientras giraba en espiral, buscando cualquier signo de movimiento en las sombras. De nuevo se había visto forzada a hacer ruido y sin duda los dragones la habían oído.

Aún así, el Dragón Negro se le acercó tan rápidamente que Aurora apenas tuvo tiempo de ver aquel monstruo en la oscuridad: sólo sus dientes blancos, brillando como dagas de hueso en una boca abierta indicaban el acercamiento de la bestia. Su reacción fue instantánea y el espacio oscuro se llenó de la explosión abrasadora naranja y roja del aliento de Aurora. Tras oírse el silbido del vapor, el grito de dolor del Dragón Negro retumbó en la oscuridad resonando en las paredes distantes que rodeaban el mar subterráneo.

Un chorro de ácido abrasador salió de aquella bola de fuego y fue a caer en un flanco de Aurora, quemando y corroyendo sus escamas doradas. En un intento por escapar del fuego, el Dragón Negro, oscuro como la media noche, se deslizó debajo de su enemigo y Aurora, como un felino, cayó sobre la espalda de aquella criatura. Sus fauces hallaron fácilmente el hueso posterior sobresaliente en la base de cuello y con un mordisco que sonó a huesos rotos la hembra Dorada rompió la espina dorsal de su adversario.

Aurora dejó caer el cuerpo sin vida al agua y luego utilizó su cola para impulsar su cuerpo, que todavía levitaba, hasta el extremo del saliente de la gruta. Las escamas se desprendían de su costado mientras el ácido penetraba ruidoso en la carne levantando terribles ríos de dolor. Se arrastró con el antebrazo izquierdo virtualmente inútil y metió la cabeza en la suave iluminación fosforescente de la gruta.

Al ver que en el centro de aquella cámara el nido adornado de gemas estaba intacto y las bolas preciosas de los huevos brillaban prístinas y de color metálico, se sintió débil pero aliviada.

Furyion planeaba cerca del techo de la amplia caverna. Estaba furioso ante la perfidia de la hembra Dorada, por aquel encantamiento que había desarmado el arsenal de hechizos. La frustración crecía en él al mismo tiempo que notaba la proximidad del nido de huevos de color metálico aunque le seguía siendo imposible encontrarlo.

Sin embargo, él sabía que la victoria era inminente.

Había visto la caída del Dragón Blanco, había oído la muerte del Dragón Negro. Y, por la ausencia prolongada de la hembra Dorada, dedujo que Arkan y Korril, también, habían perecido ante el poder letal de Aurora.

Pero ahora el poderoso reptil dorado estaba malherido: el hedor a sangre y carne quemada era intenso, una prueba clara de sus numerosas heridas. Estaba débil, era vulnerable y estaba cerca. Entonces la vio, estirada y exhausta sobre un saliente estrecho, encima de las aguas oscuras del lago.

Furyion veía ya las escamas doradas, las ondulaciones de su collar y el ruido que haría cuando su corazón se regocijara por las numerosas alabanzas de su Reina. Entonces decidió que llevaría para siempre aquel trofeo en su cuello. Extendió sus alas escarlatas y se abalanzó contra la desvalida hembra.

A pesar del dolor que atormentaba sus miembros tullidos y su cuerpo destrozado y lleno de heridas, Aurora dirigió su mirada al exterior. Sabía que el Dragón Rojo no podía andar muy lejos y no se sorprendió cuando un aullido de furia resonó por la cámara anunciando la proximidad de aquel monstruo.

La forma roja, astuta y poderosa, que no estaba herida ni cansada, se desplomó contra Aurora desde lo alto. A pesar de que todavía ardían unas ascuas de fuego en su interior, la hembra Dorada sabía que su bola de fuego letal no surtiría mucho efecto en aquel rival.

Había agotado todos los conjuros mortales que conocía y tenía las alas rasgadas y las heridas sangraban por el cuerpo; Aurora sabía que iba a enfrentarse a un ataque que no podía vencer. Lanzó un gemido de desolación cuando pensó en los huevos… Si ella moría y permitía que el reptil rojo los saqueara y matara no quedaría esperanza.

El Dragón Rojo embistió con las fauces abiertas y las patas delanteras dispuestas para desgarrar el cuerpo de oro. Un instante antes de la colisión, a Aurora se le ocurrió un plan que la obligó a actuar sin considerar arrepentimientos posteriores o dudas. No había tiempo para filosofar: sabía lo que tenía que hacer.

La hembra saltó en cuanto el Rojo se abalanzó contra el saliente. Aurora levantó una fuerte pata delantera para estrechar a su enemigo en un abrazo firme. El dragón de Takhisis, que no esperaba esta táctica, cayó violentamente sobre su enemiga y los dos reptiles se enzarzaron inmediatamente en una red de colas, garras, cuellos y patas. Se balancearon en el borde del precipicio y luego cayeron al agua que tenían debajo.

Durante la caída, Aurora se asustó y empezó a agotarse ante la fuerza del Dragón Rojo. Aquel reptil cruel giraba y se retorcía, intentando escapar del abrazo: y en pocos segundos lo iba a conseguir.

—Vas a ser mía —siseó el Dragón Rojo, furioso, con un tono de voz estridente y autoritario—. Serás mi trofeo. Llevaré tus escamas alrededor de mi cuello.

La mente de Aurora trabajaba frenéticamente. Sólo le quedaba un conjuro. No se atrevía a arriesgarlo contra su enemigo puesto que tener éxito ante un objetivo que se retorcía y se resistía distaba mucho de ser seguro, ya que si caía sobre sí misma el impacto sería inmediato, inevitable y… fatal.

Recordó las palabras del Dragón Rojo: luciría un collar hecho con sus escamas. En un gesto semejante al de un latigazo, Aurora le concedió el deseo y enroscó su cuello sinuoso alrededor del cuello del macho. Pronunció una palabra mágica mientras penetraban en el agua oscura y tranquila y Aurora sintió que su conciencia la abandonaba y su lugar era reemplazado por la frialdad desoladora de la muerte autoinfligida. La magia poderosa le recorrió el cuerpo sinuoso de forma que su carne de escamas doradas se convirtió en una piedra sólida y sin vida.

Unas rígidas espirales de la cola de piedra amarraban todavía el torso del Dragón Rojo a la vez que los miembros inmóviles y el cuello de piedra dura abrazaban la garganta del malvado dragón en forma de collar permanente. La hembra Dorada, hija de Paladine, se había convertido en piedra, sólo útil como estatua, objeto decorativo, monumento permanente o, también… como un ancla.

Aurora nunca llegó a sentir el agua fría que la rodeaba, ni el cuerpo de su enemigo que se debatía y se ahogaba mientras los dos monstruos se zambullían en las profundidades oscuras del lago subterráneo. Tampoco sintió la última expulsión de aliento repugnante, el fuego que crepitaba en un vapor momentáneo al tocar el agua fría. Mientras todavía se debatía y se iba hundiendo cada vez más abajo, el reptil de color escarlata abandonó la vida por fin, uniéndose a su enemiga en un abrazo pétreo en el fondo de aquel mar secreto.

Pero incluso en aquellas profundidades sin luz, parecía que las escamas de piedra brillaban con cierto fulgor dorado.

El nido con los huevos estaba iluminado por la luz mortecina de la gruta. El agua caía gota a gota por las paredes, como había hecho durante eones, y así continuaría por todos los siglos venideros.

En el círculo de gemas preciosas, las esferas de color metálico despedían una débil claridad. En aquella pálida luz, una figura fantasmal se inclinaba protectora sobre el nido. La imagen envolvente era una forma ligera y efímera, pero aun así el tono de color platino de la superficie humeante era claramente visible.

Al cabo de un espacio eterno, las superficies de dos de los huevos se movieron. Una membrana dorada se separó con una rasgadora húmeda a la vez que asomaba un hocico afilado del mismo color; impaciente, un cuerpo parecido al de un dragón pequeño salió con dificultad por la apertura mientras parpadeaba y se esforzaba por dar los primeros pasos.

Al poco tiempo, el huevo de color de plata se partió y salió otro hocico. Incluso entonces la imagen de platino apenas se movió: sólo agitó el cuello sinuoso, una cabeza vaporosa que se elevó para mirar con orgullo aquella preciosa descendencia.

—Tu nombre será Aurican —susurró la voz profunda; el sonido provenía del más allá y se arremolinó alrededor del pequeño Dragón Dorado. Entonces el soplo de aire se volvió hacia la forma de plata y con otra expresión gutural, el pequeño Darlantan recibió su nombre.

Y los dragones del Bien volvieron a nacer para Krynn.