Pum
[Jeff Grubb]
—Esto es un cuento de gnomos —dijo el capitán de vuelo Moros pellizcándose la nariz—. ¿Tengo razón o no?
El sargento corpulento se encogió de hombros con torpeza y subrayó ese movimiento con un gruñido inclasificable. Desde que el ejército de los dragones de Moros había entrado en aquel valle maldito, todo eran cuentos de gnomos.
—Uno de esos renacuajos quiere que le concedas el honor de recibirle en audiencia —dijo el sargento.
Moros suspiró de nuevo. «Conceder el honor de recibirle en audiencia». No había duda de que el sargento estaba repitiendo las palabras exactas del gnomo; aquel humano subordinado era incapaz de pronunciar más de siete palabras sin que mediara una maldición, un insulto o una palabrota.
Aquél era precisamente uno de los problemas más temibles que presentaban los gnomos: era más fácil darles sin más la razón que permitirles continuar con su palabrería. Ya antes de que Moros ingresara al servicio de la Reina Oscura, había oído historias de este soldado o aquel comerciante que había intentado negociar con los gnomos y cuyo cadáver luego había sido hallado hecho pedazos. Moros consideraba a los gnomos como el principal peligro de su ejército en el valle y había ordenado a sus hombres rehuir el encuentro con ellos.
De hecho, no eran maliciosos, pensó Moros con el entrecejo fruncido. Si fueran abiertamente rebeldes o traidores, podría convertirlos a todos en esclavos y enviarlos a las minas con la conciencia tranquila. Si sus corazones hubieran mostrado incluso el más leve asomo de maldad se les podría haber manipulado, controlado, incluso sometido a esclavitud para servir a las fuerzas de Takhisis. Pero esos gnomos eran… ¿cómo decirlo?… Inconscientes. Te podían matar, pero sin duda por accidente, entre miles de disculpas o, aún peor, entre gritos de entusiasmo.
En sus adentros el capitán de destacamento deseaba encontrarse en una posición más segura, como la línea del frente de la batalla, solo, enfrentado a un batallón de elfos bien armados. Cualquier cosa menos hacer de niñera a un campamento de gnomos.
Moros hizo un gesto cansado y el sargento salió por la puerta de vaivén. Un breve rayo de luz del sol otoñal iluminó el interior lóbrego de la posada. En el exterior, un calor opresivo, extraño para aquella época, se cernía sobre el valle como una manta y reducía cualquier actividad a un movimiento retardado. La posada del lugar era el único edificio de importancia en un radio de dieciséis kilómetros. Moros la había tomado como puesto de mando y había procurado para sí el mejor sitio de la sala.
Gnomos… ¿por qué tenían que existir? Moros había pasado de encabezar la punta de lanza del ejército a quedar atrapado en un remanso tranquilo detrás del frente. Y ahora sus mandos hacían preguntas. Preguntas incómodas sobre el volumen y cantidad de tributos habituales. Y preguntas todavía más incómodas sobre la eliminación de espías y traidores potenciales entre la población nativa. ¿Acaso los zoquetes al mando no podían comprender que lo más seguro que se podía hacer con los gnomos era no hacerles caso?
¡La guerra había ido tan bien hasta entonces…! Moros dirigía unos pocos cientos de humanos reforzados con una gran brigada de ogros. Generalmente éstos, respaldados por la montura de Moros, el Dragón Azul Shalebreak, bastaban para asustar ciudades y pueblos y obligarles a rendirse sin que hubiera lucha alguna. Tal vez la guerra había ido incluso demasiado bien para ellos, pues lograron aventajar con rapidez a las demás unidades del ejército. Mientras otros destacamentos tropezaban con este puñado de qualinestis o de esa pandilla de kenders, su unidad seguía adelante. Les llegó aviso de esperar a los demás destacamentos, pero Moros se resistió a no tomar algún objetivo más, un trozo más de tierra. Los informes de aquel valle no podían haber sido mejores: un lugar principalmente agrícola, situado cerca de un cruce de caminos menor y como únicos edificios de importancia, un grupo de casas blancas con puntiagudos tejados de paja. Precisamente uno de esos edificios era la posada en la que ahora Moros se sentía atrapado como un conejo en una trampa.
Aquélla fue una buena campaña, pensó Moros con melancolía. Hubo algo de lucha, la necesaria para imponer a los humanos del lugar el juramento de fidelidad a los nuevos jefes, consiguió un techo apropiado para su propio beneficio (con una prodigiosa cantidad de cerveza) y un período de descanso razonable para que los rezagados de su ejército los alcanzaran.
Pero entonces toparon con los gnomos y todo se vino abajo. Ninguno de los habitantes locales había mencionado el campamento de gnomos que se encontraba al final del valle, pasado el riachuelo. No, ellos juraron lealtad y volvieron a sus cultivos. Sólo más tarde, cuando se oyeron estallidos procedentes del final del valle y se vio llegar al campamento los restos ennegrecidos y tambaleantes de una patrulla de soldados, Moros tuvo la primera sospecha de que algo iba mal.
El propietario de la posada se acercó con su andar bamboleante a la mesa de Moros. Era un humano emparentado con los granjeros, traidores a causa de su silencio. Estaba muy gordo y al andar se balanceaba lentamente como si fuera un muñeco tentetieso. Sólo sus ojos, hundidos en las bolsas de sus carnes, le impedían tener un aspecto cómico; eran fríos y duros como canicas de acero. Tras aquellos ojos, Moros podía adivinar el resentimiento de ese nombre. Su ejército había arruinado comercios, había dañado algunos edificios e incluso había arrestado a algunos clientes del posadero. Ahora Moros se pasaba el día repantigado ahí, en la sala, revisando informes, tragándose las preciadas cervezas de la posada durante el día y consumiendo los mejores licores por la noche. La idea de que su presencia irritaba al posadero casi hizo asomar una sonrisa a Moros. Casi.
El posadero colocó de mala gana una cerveza espumosa ante el capitán y le saludó sin mediar palabra. Moros le devolvió el gesto en lugar de pagar y el posadero, con su andar lento y balanceante, volvió a su puesto detrás de la barra a limpiar jarras con un trapo sucio.
Moros consideró la posibilidad de declarar al posadero enemigo del ejército de los Dragones y enviarlo a trabajar a las minas. Pero al pensarlo mejor, optó por no hacerlo. Aquella mole de hombre no duraría ni diez días en los pozos de las minas. Además, si se marchaba, Moros tendría que servirse la cerveza él mismo. Por otra parte, necesitaba a los civiles del lugar para atender los cultivos y, en cuanto a los gnomos… bueno, mejor mantenerse alejado de los gnomos.
Como era de esperar, los ogros quisieron ir de inmediato a atacar el campamento de los gnomos, pero se impusieron quienes tenían la mente más fría. Moros, erguido en el lomo de Shalebreak, partió para, como él dijo, «obtener la rendición de los gnomos».
El extremo del valle, pasado el riachuelo, era un área grasienta. Al aproximarse con el dragón, Moros oyó el fragor de la actividad de los gnomos. Vio unos doscientos o trescientos gnomos, todos ocupados en dar golpes, martillear, destrozar objetos y reconstruirlos y en todo tipo de actividades cuya mera contemplación dejaba agotado a Moros.
No… No quería tener nada que ver con los gnomos.
Lo que sí importaba era que la mayor parte del campamento de los gnomos se hallaba dentro de un entramado de madrigueras y cuevas que se introducían dentro de las montañas de piedra caliza en forma de túneles: unos pasillos estrechos y comunicados entre sí que un ejército de gnomos podía emplear como reducto y sobrevivir a un asedio durante semanas o incluso meses.
Y luego estaba la cuestión de los objetos que yacían esparcidos en el suelo delante de las madrigueras: un amasijo inmenso de maderas, metales y cuerdas, despejado en algunos lugares utilizados como herrerías o zonas de montaje. Allí reposaban los restos de muchos inventos de los gnomos. Moros calculó que de cien inventos, noventa nunca lograban funcionar y que nueve de los restantes hacían cosas totalmente inesperadas. Sin embargo, si uno de esos cien funcionaba les podría bastar para obligar a un combate de igual a igual al ejército de los Dragones. Y, hasta el momento, el ejército de los Dragones de Takhisis no había ido muy lejos con las luchas limpias.
De todos modos, la intuición de Moros resultó correcta. La presencia de Shalebreak bastó para convencer a los gnomos de la necesidad de rendirse. Se declararon dispuestos en mantenerse en su zona del valle. Por su parte, el ejército de los Dragones les dejaría en paz y sólo les exigiría un pequeño tributo. En aquel momento Moros creyó haber conseguido la mayor victoria sin haber perdido ni un solo hombre.
Pero ahora, al cabo de unas semanas, sentado en la posada con una jarra de cerveza medio vacía, ya no estaba tan seguro. Los gnomos se mantuvieron en sus madrigueras. Los agricultores recogieron la cosecha. Las demás unidades del ejército de los Dragones llegaron y… dejaron a Moros atrás. Se lo llevaron a los ogros para efectuar un ataque hacia el sur y enviaron a la mitad de sus soldados humanos al norte para atajar una insurrección. El resto de su diezmado ejército se preparó para afrontar una ocupación prolongada. Había poca disciplina y la deserción se estaba convirtiendo en un problema. Muchos de los hombres habían ayudado a los granjeros a recoger la cosecha y ahora pensaban más como ciudadanos que como soldados.
Moros no había jurado lealtad a la Reina Oscura para volverse gobernador militar de un valle olvidado, pero sus mandos se negaban a darles destino a Shalebreak y a él. En cambio, se quejaban de los tributos y la cantidad de prisioneros, la frecuencia de los informes y de su contenido. «Cuando no ocurre nada y dices que no ocurre nada, se quejan de la falta de progresos», pensó Moros con resentimiento. Bastante tenía ya con su malhumor para tener que aguantar ahora precisamente aquello: un gnomo.
Una nueva irrupción de luz acompañó la llegada del sargento seguido del gnomo más pérfido del mundo.
Moros nunca había visto un gnomo malicioso y nunca había considerado posible tal cosa. Para él y para la mayoría de sus soldados los gnomos era como los kenders: pequeños seres juguetones apenas superiores a los insectos. Eso sí, tenían la mala costumbre de hacer explotar cosas, pero nunca de forma intencionada. Los gnomos eran criaturas simples y eran inofensivos si se les dejaba a su aire.
Sin embargo, el gnomo que avanzaba tras el sargento era distinto. Vestía unos pantalones bombachos y una camisa de lino con un chaleco negro de algodón, arrastraba el paso como los reptiles y su mirada era de serpiente. Además, se frotaba las manos sin parar. Aquel gnomo rechoncho portaba en los hombros un gabán a modo de capa, lo cual acentuaba la ya de por sí pronunciada curvatura de su espalda. Daba la impresión de ocultar toda su maldad en los enormes bolsillos del abrigo. Aquel gnomo perverso parecía un conejo rabioso o una ardilla poseída por los espíritus del Abismo. Moros estaba intrigado. Era como si el mal se hubiera aferrado de forma palpable a aquel gnomo.
Al mirarlo, Moros pensó que tal vez ahora había esperanza para el devenir de la raza de los gnomos. Había oído historias de hobgoblins, e incluso de draconianos, que llevaban a cabo actos de bondad y caridad de vez en cuando. Aquello eran aberraciones de la norma así que ¿por qué no un gnomo malvado?
El capitán del destacamento indicó la silla que tenía al otro lado de la mesa y el gnomo se encaramó a ella. Sin embargo no tomó asiento; se inclinó hacia adelante con las palmas de las manos sobre la mesa y clavó la mirada en el rostro de Moros. Parecía calmar su cuerpo canalizando toda su exaltada energía a través de los ojos.
—¿Nombre? —preguntó Moros.
—Pum —respondió el gnomo.
—¿Pum? —dijo Moros con asombro.
—Pum-el-gran-y-glorioso-maestro-el-único-que-aprovecha-la-fuerza-de-la-explosión-y-maneja-los-secretos-oscuros-desconocidos-para-los-hombres… —dijo el gnomo tras emitir un suspiro de fastidio.
Moros detuvo la enunciación completa del nombre del gnomo con un gesto. El gnomo calló y volvió a dirigir una mirada profunda al capitán del destacamento.
—Bueno, pues, Pum —dijo Moros—. ¿Qué me traes?
—Un arma —dijo el gnomo con una mirada brillante y vehemente—. Un arma capaz de destruir todo aquello que se le oponga.
Moros arqueó una ceja. Jamás hubiera esperado que un gnomo acudiera a él para ofrecerle algo destructivo. De existir, un arma así calmaría las tensas relaciones con los mandos y tal vez le permitiría escapar de aquel puesto infernal. De todos modos, las armas de los gnomos acostumbraban a ser enormes, delicadas, implosivas y nada prácticas.
—Muéstramela —dijo.
Rápidamente el gnomo hurgó con la mano derecha en el fondo del bolsillo de su abrigo. Moros vio al sargento empuñar su espada. Al otro lado de la sala, el posadero dejó de limpiar jarras.
Entonces el gnomo sacó un pequeño objeto y lo colocó sobre la mesa. El posadero alargó el cuello para poder ver mejor. El sargento se relajó y apartó la mano de su arma.
—Es una piedra —dijo Moros—. Creo que como arma, no es ninguna novedad.
—Pero ésta es una piedra muy especial —dijo aquella pequeña criatura de mirada penetrante. Moros se preguntó si aquel gnomo parpadeaba alguna vez. El capitán cogió la piedra. No parecía tener nada especial, era igual que cualquier otra. Era de color marrón grisáceo, del mismo tipo que las piedras del lecho de todos los riachuelos en un radio de dieciséis kilómetros. Presentaba a un lado un trozo pequeño roto y ahí se veía una zona más gris, salpicada por manchas negras.
—¿Y qué es lo que hace esta piedra tan especial? —preguntó el capitán mientras la movía entre los dedos.
—Explota. ¡Pum! —dijo el gnomo riéndose sofocadamente en un ruido tan agudo que parecía un relincho.
Moros se sobresaltó y estuvo a punto de tirar la piedra al suelo. El gnomo volvió a reírse.
—No se preocupe; ésta no explotará —dijo aquella pequeña criatura—. Para crear la materia explosiva hay que refinarla, como cuando se trabaja el hierro para obtener acero. La roca sin refinar la he llamado gnomita. El producto final, ya perfeccionado, se llama plus-gnomium.
A pesar de la explicación, Moros dejó la piedra con cuidado. Luego hizo un gesto al posadero para que sirviera una cerveza a aquel estrafalario gnomo. El capitán notó que el hombre se acercaba a la mesa con la precaución con que uno se aproxima a los puerco espines venenosos y que depositaba la jarra, cauteloso como un ladrón de cajas de caudales.
—¿Tienes algo de este material… refinado? —preguntó Moros a la vez que intuía la temible respuesta.
—No me creyeron, esos idiotas —dijo Pum de repente sin responder a la pregunta. Agarró la jarra y bebió hasta la mitad de un trago. Moros hizo un gesto al posadero para que sirviera más cerveza.
—¿Ellos? —subrayó Moros.
—Yo no soy uno de estos chatarreros palurdos —dijo el gnomo con arrogancia—. Provengo del mismísimo Monte Noimporta, la gran ciudadela de los gnomos. Allí se me consideraba un genio, un visionario, hasta que les hablé del plus-gnomium y de su poder. Entonces esos cobardes me arrebataron mi trabajo y me echaron. Me ha costado muchos años encontrar este lugar donde la gnomita es abundante, y más tiempo todavía reescribir las notas que me confiscaron. —El gnomo dirigió una mirada severa a Moros—. Fíjese, humano. Me arrebataron mi trabajo. ¿Sabe qué ocurre cuando se impide a un gnomo continuar con el trabajo de toda su vida?
«Por lo visto, se vuelve loco —pensó Moros—. Concentra su alma sólo en eso hasta convertirla en una inmensa bola de rabia». Aquello explicaría los tics continuos del gnomo, la mirada nerviosa y fija a la vez.
—¿Así que este explosivo se encuentra ya en manos de los gnomos del Monte Noimporta? —preguntó el humano. Sin duda, si los gnomos tuvieran un arma superior ya la habrían utilizado.
—No saben cómo hacer que funcione —dijo el gnomo mientras negaba con la cabeza—. En sus manos es inofensivo. Probablemente mis notas se han traspapelado y mi prototipo habrá sido convertido en una lámpara u otra cosa. —Se rió de nuevo; aquella risa hizo pensar a Moros en unas uñas metálicas rayando una pizarra.
—Has dicho que la piedra no puede explotar a no ser que esté refinada. ¿Y ahora dices que el producto refinado tampoco explota? —Moros estaba demasiado harto para ocultar el tono cansado de su voz. Aquello era otro castillo en el aire propio de gnomos, todo palabrería y conjeturas.
—Permítame explicarlo de nuevo —dijo el gnomo mientras tomaba el trozo de piedra con una mano y apuraba la jarra de cerveza con la otra—. ¿Qué se obtiene al cortar una piedra en dos?
—¿Una piedra más pequeña? —dijo Moros con un gesto de hombros.
—¿Y si la vuelve a partir en dos?
—Una piedra todavía más pequeña.
—¿Y si continúa partiendo en dos la piedra?
La leve jaqueca de Moros se estaba convirtiendo en un dolor de cabeza en toda regla.
—Es posible que llegue un momento en que consiga un trozo demasiado pequeño para cortarlo. Un trozo que sea más pequeño incluso que el cuchillo empleado.
—Muy bien, perfecto —dijo el gnomo—. Ahora imagine que usted tiene una espada muy afilada, capaz de cortar cualquier cosa, independientemente del tamaño del fragmento. ¿Entonces, qué?
—Supongo —dijo Moros—, que acabaría obteniendo polvo de piedra.
—¿Y si cortara el polvo?
—¿Partículas de polvo más pequeñas?
—Llegaría un momento en que obtendría la partícula más pequeña posible de la piedra —dijo el gnomo entusiasmado—. Una que, de partirla, dejaría de ser piedra. He denominado a esta partícula mínima igual que el más pequeño de la familia de los duendes: átomi.
El dolor extendía sus tentáculos por el cerebro de Moros retorciéndose detrás los senos.
—¿Y luego qué ocurre? —preguntó.
—Que el átomi se divide —respondió el gnomo—. ¡Pum! —dijo entre carcajadas mientras se echaba hacia atrás en el asiento. Tomó la segunda jarra de cerveza que el posadero le había servido y la vació el doble de rápido que la primera vez.
—Así que —dijo Moros con un gruñido—, tienes un material que explota sólo si tienes una espada suficientemente afilada como para cortarlo. Pero ¿para qué una explosión así cuando se tiene una espada con un filo extremo?
—Eso sólo es el principio básico. Quiero que entienda lo que le estoy contando —dijo el gnomo levantando las manos con una mirada de fastidio.
—El principio básico —repitió Moros entre dientes. Miró al sargento; tenía la mirada perdida. Estaba claro que su subordinado había dejado de atender a la conversación en el preciso instante en que se empezaron a partir cosas demasiado pequeñas para ser partidas.
El posadero colocó otra jarra espumosa delante del gnomo y recogió las jarras vacías con un solo gesto de su gran mano. Por la expresión de su rostro, Moros supuso que aquel gordo entendía algo de lo que el gnomo decía. Y en eso ya le llevaba ventaja a él.
El gnomo, sin hacer caso de las reacciones de los humanos, asió la jarra que le acababan de servir.
—Ciertamente resulta muy difícil partir algo hasta llegar al átomi. De hecho, algunos materiales proporcionan un buen alojamiento a los átomis y les impiden dispersarse por el espacio. Pero otros, como el metal refinado del trozo de gnomita aquí presente, no los alojan tan bien. Sus átomis están más sueltos, son inestables y pueden cortarse con facilidad.
Entonces Pum, el gnomo, extrajo de un bolsillo de su camiseta un dispositivo en forma de insecto y lo colocó sobre la mesa.
—Otro invento mío —dijo sonriendo con orgullo—. Chirría cuando consume un átomi activo, uno que se haya desprendido de una piedra como ésta.
El gnomo activó un conmutador de la parte posterior del dispositivo y éste emitió un chirrido molesto. A los pocos segundos, volvió a emitir otro chasquido metálico.
—Observe lo que ocurre cuando le acerco la piedra —dijo el gnomo—. Se agitará más, tendrá más deseos de consumir átomis.
Y, efectivamente, en cuanto el gnomo acercó la piedra al dispositivo en forma de insecto, la antena de éste se agitó y los chirridos se convirtieron en un martilleo de clics que finalmente derivó en un zumbido que hizo castañear los dientes de Moros e incrementó el dolor de cabeza que ya sentía. Hizo un gesto para que el gnomo detuviera aquella demostración.
El gnomo esbozó una sonrisa falsa y volvió a introducir el aparato en forma de insecto en el bolsillo. Todavía chirriaba con fuerza. Pum dio un golpe seco en el bolsillo y por fin aquel ruido cesó.
—Y ahora que tienes una piedra inestable y un contador de átomis. ¿Cómo se convierte todo esto en un arma?
El gnomo apuró los restos de su tercera jarra de cerveza y sonrió.
—Los átomis dispersos funcionan como una espada de filo extremamente afilada y parten en dos átomis de superficies inestables. El metal refinado de la gnomita, el plus-gnomium, rezuma átomis dispersos; éstos, al ponerse en contacto con más plus-gnomium refinado, encuentran más átomis dispersos hasta que todo el material empieza a arder a causa de todos los átomis circulantes y…
—Pum —acabó Moros.
—Esta reacción sigue en cadena hasta que el grupo de átomis se consume en una bola de fuego. —El gnomo resplandecía como si estuviera iluminado por átomis dispersos. Moros frunció el entrecejo y volvió a coger la piedra.
—¿Y qué tamaño tiene? Quiero decir, la explosión. Por ejemplo, imaginemos que tomamos cuatrocientos gramos de este plus-gnomium refinado tuyo y lo colocamos fuera de la posada, ahí…
Moros dejó de hablar al ver que el gnomo se reía.
—Si lo dejásemos ahí fuera todo este edificio quedaría vaporizado por la explosión y reducido a los átomis de sus componentes, que saldrían disparados hasta los confines del mundo. De usted no quedaría ni siquiera lo suficiente como para llenar una tabaquera.
—Bueno, de acuerdo, pues entonces en el riachuelo, al final de la colina. —Moros luchaba por combatir el dolor de cabeza.
—Aún así, la posada caería dentro del cráter ocasionado por la fuerza de la explosión. Los huesos de ustedes se mezclarían con la tierra en llamas y se volverían vapor a causa de la intensidad de la explosión.
—Bueno, pues pasado el riachuelo, cerca del poblado de los gnomos.
—El fuego de la explosión abrasaría la posada y todos sus ocupantes un segundo después de la explosión —dijo el gnomo con naturalidad—. En los primeros segundos de la misma habría un noventa y ocho por ciento de bajas entre los gnomos.
—Está bien, pues, en el extremo lejano del valle.
El gnomo se dio unos golpecitos en los labios con su dedo gordinflón.
—Puede que lograra esquivar el fuego, pero el viento derivado de la explosión arrasaría este lugar y reduciría la madera a brasas. Y, claro está, si usted contemplara todo aquello, sería como mirar directamente el sol. Los ojos se le fundirían en las cuencas.
De pronto, Moros se dio cuenta de que el posadero estaba junto a él, con una nueva cerveza para el gnomo. El hombre tenía los nudillos blancos en el asa de la jarra.
—Gracias —dijo educadamente el capitán del destacamento.
El posadero dejó la cerveza con brusquedad y se retiró.
—¿De qué tamaño de explosión estás hablando? —preguntó Moros al gnomo en un intento por llegar a algo concreto.
—Con cuatrocientos gramos, calculo un cráter de ochocientos metros de diámetro y un incendio que se extendería a lo largo de seis o diez kilómetros. Claro está, la tierra en sí quedaría arrasada y yerma durante varias generaciones de humanos.
—Varias… generaciones —dijo lentamente el capitán del destacamento mientras asimilaba la propuesta del gnomo. No se trataba de una bola de fuego mágica, ni de una estrategia inteligente para el campo de batalla, ni de un simple dispositivo de asedio. Se trataba de arrojar una parte del sol contra Krynn durante un solo segundo y dejar que se extendiera de este modo por la superficie de la tierra. Si aquello fuera cierto, el plus-gnomium era un arma que pondría a raya a los últimos elfos y humanos rebeldes.
Si aquello fuera cierto.
Pero ¿quién haría estallar la bomba? Los temporizadores de ignición de los gnomos no eran en absoluto de fiar. ¿Tal vez, una unidad suicida? Nadie podía confiar en guarecerse de la bola de fuego, ni en sobrevivir a los efectos que Pum había descrito. Inconscientemente, Moros miró hacia la puerta y a los establos que alojaban a Shalebreak. ¿Podría soportar ver su montura calcinada, aunque eso significara haber vencido al enemigo? ¿Podría soportarlo cualquier Señor del Dragón? ¡Y los costes de un ataque así para la tierra! ¿Qué general con cerebro asolaría un lugar en perjuicio de varias generaciones? ¿Qué comería la gente? ¿Y de qué serviría la tierra sin gente? Incluso tener plus-gnomium en el armamento sería una locura, porque se podría robar o, todavía peor, copiar.
Eso, siempre y cuando aquello funcionase. ¿Se podrá basar toda una campaña militar en la promesa de un gnomo?
Moros negó con la cabeza.
—Lo siento, Pum —dijo intentando desanimar delicadamente a aquel gnomo loco—. No creo que tu idea satisfaga nuestras necesidades actuales. Sin duda tu razonamiento está muy bien fundamentado, pero esta idea de partir piedras pequeñas y duendecillos diminutos para producir grandes explosiones parece una falacia. Entiéndeme, siento un gran respeto por tu talento, pero por lo general los gnomos… bueno, ya sabes.
La voz del capitán del destacamento se desvaneció.
El semblante del gnomo tenía el color de un nabo maduro. Los ojos le salían de las cuencas, abiertos y blancos contra el fondo de color púrpura de aquel rostro enfurecido. Todo el cuerpo del gnomo se agitaba, estremecido de furia. Moros temió que aquella pequeña criatura perturbada se pudiera convertir en una pequeña bola de fuego y estallara de manera espontánea.
—Naturalmente redactaré un informe para mis superiores y, si ellos están interesados… —se apresuró a decir Moros. Pero era demasiado tarde.
—Usted es igual de estúpido que aquellos idiotas del Monte Noimporta, tan inmersos en el pasado, tan temerosos del futuro. ¡Pero esta vez estoy preparado! —dijo el gnomo agitando un dedo acusador contra Moros con el brazo extendido.
La otra mano de aquel ser perturbado hurgó en el bolsillo izquierdo del abrigo y extrajo un cubo del tamaño del puño de una persona. El cubo era liso y transparente por todas las caras y tenía una varilla gruesa de color gris que sobresalía en la parte superior. El extremo de aquella varilla estaba aplanado, como si fuera una llave.
El gnomo había hablado de cuatrocientos gramos. Aquello parecía pesar cuatrocientos gramos…
—He construido un prototipo que funciona —explicó el gnomo entusiasmado—. Puedo probar que mis teorías son ciertas.
A continuación extrajo la llave de la caja. Moros se tiró debajo de la mesa, como si una tabla de madera de roble pudiera protegerle de la explosión prometida. Al hacerlo, vio que también el posadero se echaba al suelo bajo el mostrador; entonces se dio cuenta de que ambas acciones eran inútiles ante la perspectiva de la bola de fuego que iba a venir. El sargento, algo torpe y corto de entendederas, se apresuró a arremeter contra el gnomo, pues creía que aquella criatura había activado algún tipo de explosivo.
Pero la bomba no estalló.
Moros se incorporó ignorando el intenso dolor que sentía en el hombro. El sargento y el gnomo luchaban entretanto en el centro de la sala. El corpulento sargento estaba sobre aquella pequeña criatura, pero el gnomo luchaba con la fuerza de un loco. El sargento tenía el rostro cubierto de profundos arañazos y el gnomo loco aún podía moverse.
Al otro lado de la sala el posadero se incorporaba lentamente y su pálido rostro empezaba a asomar tras el mostrador. Entre él y Moros se encontraban el sargento, el gnomo y el contenido desparramado de los bolsillos de aquella criatura: herramientas, trozos de cuerda, libretas con páginas medio rotas, la piedra misteriosa, unos trozos de tiza mascados y aquel dispositivo en forma de insecto. El aparato contador de átomis estaba activo de nuevo y chirriaba con estrépito. El ruido iba en aumento.
Al oírlo, el capitán del destacamento se estremeció. A más ruido, más átomis dispersos en la zona y, por lo que Moros sabía, eso significaba que el plus-gnomium había entrado ya en la reacción en cadena que el gnomo había descrito y que conducía a la explosión. Los átomis estaban empezando a arder. Estaban en peligro. La bomba en forma de cubo estaba a punto de estallar.
Moros miró nervioso a un lado y otro de la habitación. No veía rastro alguno del cubo. Sin duda se le había caído de las manos al gnomo cuando el sargento lo agarró y había ido a parar a alguna esquina, como un dado en una partida. Tenía que encontrar aquel cubo antes de que los convirtiera a todos en cenizas.
En aquella vorágine de chirridos se le ocurrió una idea. Moros agarró aquel insecto artificial por el tórax y empezó a moverlo de un lado a otro. Si el gnomo había dicho la verdad, aquel aparato haría más ruido cuanto más cerca estuviera del cubo.
A la derecha, bajo de la silla volcada, el chirrido subió de tono y, cuando Moros avanzó hacia ella, aumentó aún más. El capitán del destacamento apartó la silla. Allí estaba el cubo: resplandeciente por la energía de los átomis que flotaban en él. Lo tocó y se dio cuenta de que estaba caliente.
Pero aún faltaba la llave. Los chirridos del aparato en forma de insecto eran cada vez más intensos y aquel ruido taladraba el cerebro de Moros. El capitán del destacamento se volvió para buscar la varilla gris que desactivaba la caja. Se asustó. ¡No la veía en ningún sitio!
Entretanto el sargento había agarrado al gnomo por el cuello de la camisa; mientras la criatura le mordía los nudillos.
¿Dónde estaba la maldita llave? Los chirridos aumentaban y se sucedían con una frecuencia cada vez mayor.
Una mano gruesa agarró a Moros por la muñeca mientras otra de dedos gordos colocaba la varilla gris dentro del cubo. El chirrido del voraz contador de átomis cesó al instante.
Moros y el posadero se miraron y suspiraron al unísono. Entonces, el hombre gordo soltó la muñeca de Moros y dio un paso atrás mientras se secaba el sudor de la frente con un paño. Moros colocó de nuevo el cubo en la mesa junto a las jarras de cerveza volcadas.
Finalmente el sargento consiguió imponer su fuerza y se alzó en el centro de la sala sujetando al pequeño gnomo loco por la cintura. Éste pataleaba y chillaba; pero el subordinado aguantaba estoicamente tanto las ofensas verbales como las físicas. Por la actitud del sargento era evidente que creía haber llevado a cabo una misión muy importante. Moros acercó su rostro al del gnomo, rabioso e impotente.
—Atacar a un oficial del ejército de los Dragones es un delito penado con la muerte —dijo furioso. El gnomo palideció visiblemente al ver que el sargento sacaba su espada—. Te declaro culpable de este cargo y voy a conmutar la sentencia por la de reclusión en las minas. Sargento, enciérralo hasta que Fewmaster pase con su carro de esclavos.
El gnomo lanzó todavía algunos insultos y amenazas mientras el sargento lo sacaba de ahí. La luz del sol brilló brevemente cuando pasaron por la puerta. Moros y el posadero se quedaron a solas.
Moros se volvió y miró aquel extraño objeto. Luego lo cogió y lo sostuvo en la mano. Ya no estaba caliente. El contador de átomis chirriaba suavemente de vez en cuando. ¿Era conveniente pasar este asunto junto con el gnomo a los mandos superiores? ¿Qué ocurriría si lo hacía y no funcionaba? ¿Y si lo hacía y funcionaba?
Miró al posadero, éste lo contemplaba con cautela y atención.
—Voy a salir a patrullar con Shalebreak —anunció Moros—. Vamos a explorar las altas montañas del oeste. Mejor me llevo el plus-gnomium; así estará a salvo.
—Vaya con cuidado —dijo el posadero tras un breve silencio—. Esas montañas son infranqueables y no están habitadas. Sería una lástima que perdiera el plus-gnomium mientras vuela.
—Sin duda, sería una lástima —dijo el capitán. A continuación miró al posadero, que había tomado el trozo de gnomita bruta. El hombretón manoseaba aquella piedra insignificante como queriendo descifrar su secreto.
—Puedes conservar la piedra —dijo Moros—; así recordarás que jamás debes escuchar a un gnomo, por muy bien que suene su oferta. Incluso si cumple lo que dice, eso no será más que una fuente de problemas. Y es que ¿quién creería que un trozo de piedra almacena tanto poder?
—Nadie —murmuró el posadero a la vez que se guardaba la piedra en el bolsillo del delantal—. Y podemos dar gracias a los dioses por ello.