El Pueblo del Dragón
[Mark Anthony]
Cuando las gentes del valle descubrieron aquella vieja sepultura me mandaron llamar.
Sólo hacía una semana que los cálidos vientos de la primavera habían tomado el valle para soltar las duras garras del invierno que se aferraban a los montañosos parajes del sur de Ergoth. Como siempre, yo agradecía el cambio de estación. A pesar de que la cueva donde vivía en los últimos años era fresca e incluso cómoda en verano, en los meses oscuros era una tumba en la que ningún fuego, natural o mágico, podía dar calor. Sin embargo, el invierno había pasado y yo ya había corrido a un lado la cortina de piel que colgaba ante la estrecha boca de la entrada para permitir que la luz y el aire dispersaran la malsana oscuridad del interior.
La cueva era pequeña, no más de cinco pasos de ancho y quince de profundidad. Sin embargo, a mí me bastaba. El suelo era seco y arenoso y había espacio más que suficiente para mis escasas pertenencias: un camastro de sauce con un jergón tejido con juncos, un estante para secar hierbas y una repisa con marmitas de barro selladas con cera y llenas de aceite, pescado curado con sal y aceitunas secas. En el brasero, situado en el centro de la cueva, ardía un pequeño fuego y las espirales de humo encontraban su salida por rendijas ocultas en el techo.
Yo estaba sentado en una alfombrilla raída colocada junto al brasero y examinaba un pequeño esqueleto de topo que previamente había pegado a un trozo de corteza con savia de abeto. Por naturaleza me gusta aprender y siempre he sentido especial fascinación por la estructura de los seres vivos. He constatado que cada uno de los animales que he examinado dispone de características perfectamente adaptadas a su modo de vida.
El topo no era distinto. La osamenta de los brazos, extremadamente compleja, permite el acoplamiento de los poderosos músculos empleados para cavar; y los dientes, afilados y puntiagudos, son perfectos para atravesar los caparazones de los escarabajos, que son su principal alimento. Empapé mi pluma en un frasco de tinta hecha de hierba mora y empecé a dibujar el esqueleto del topo sobre un trozo de piel de cordero extendida a la vez que anotaba las características más interesantes.
Una sombra se dibujó en el umbral. Levanté la vista, sorprendido. Una pequeña silueta se recortaba en la entrada de la cueva. La figura oscura se asustó al ver mi sobresalto y se dio la vuelta, dispuesta a echarse a correr.
—¡Espera! —chillé.
La silueta se detuvo pero no dio un paso para acercarse. Dejé mi pluma, me puse en pie y me acerqué a la entrada. Al llegar al umbral de piedra y pasar de la oscuridad a la luz pude ver a mi misterioso visitante: era un chico, de no más de doce inviernos. Vestía una ropa holgada de tejido áspero y se balanceaba nervioso sobre sus pies descalzos.
No era raro que la gente del valle acudiera a mí. De vez en cuando, uno de ellos emprendía el camino sinuoso que ascendía a mi cueva desde la descuidada aldea a través de un bosquecillo de álamos de color verde y plateado. Por lo general, venían a pedir una pomada para heridas infectadas, hierbas que paliaran el dolor de muelas o una infusión para que una mujer estéril pudiera concebir hijos. Para los del valle, yo era un ermitaño, un sabio que había vuelto la espalda al mundo exterior y que se había marchado a las montañas para proseguir sus estudios en soledad. Loco, tal vez, pero no peligroso. Naturalmente, si alguna vez hubieran conocido mi verdadera naturaleza, se habrían vuelto contra mí y me hubieran quemado vivo en la cueva.
Hacía ya cinco años que había logrado escapar de la destrucción de la Torre de la Alta Hechicería de Daltigoth. En ocasiones, todavía soñaba con aquellas llamas.
La avalancha de gente se produjo antes de lo esperado. El Príncipe de los Sacerdotes había decretado que todos los magos éramos una abominación, servidores del Mal, y que la magia en sí era herejía. Istar dista casi un continente de Daltigoth, que se encuentra en el extremo oriental del Imperio. Pensábamos que aún teníamos tiempo… tiempo para terminar lo que estábamos haciendo, embalar con cuidado nuestros libros y anotaciones y viajar a refugios secretos donde reanudar nuestros estudios de magia en paz.
Nos equivocamos.
El edicto del Príncipe de los Sacerdotes circuló por el país como el viento, espoleado por el miedo, acelerado por el odio, dejando una estela oscura de densas nubes de ignorancia. Cuando aquella turba avanzó por las calles de Daltigoth hacia la Torre blandiendo antorchas y armas brillantes nosotros no respondimos al ataque; el hacerlo sólo hubiera perjudicado a nuestra gente. Por eso permitimos que entraran por las puertas abiertas, incendiaran siglos de conocimiento y derruyeran por completo nuestra maravillosa Torre.
Yo fui uno de los afortunados. Pude escapar de aquella confusión sólo con heridas leves y huir hacia el sur de la ciudad, a las montañas, hasta este valle remoto donde nadie sabía qué aspecto tenía un mago. A veces me preguntaba cuántos hermanos y hermanas habrían logrado escapar de la destrucción de la Torre. Si alguno lo había conseguido, difícilmente podría reconocerme ahora. Hubo un tiempo en que fui Torvin, un mago Túnica Blanca, un joven valiente y elegante. Ahora sólo era Torvin, el ermitaño. Vestía ropas marrones y me había dejado crecer el cabello oscuro y la barba. Continuaba siendo alto, pero con la vida que llevaba estaba muy delgado, casi escuálido.
De hecho mi aspecto era el de un ser solitario. Y a ello le debía mi vida. Los del valle eran un pueblo sometido al Imperio con lealtad y temor. Si descubrían que yo no era un ermitaño, sino un servidor de la magia, me señalarían como hereje. Y no hay otro castigo para la herejía que la hoguera. Aquélla no era una vida sencilla: siempre escondiendo mi poder y negando quién y lo que era. En ocasiones, deseaba poder volar en las alas de la magia y huir del miedo, el odio y la ignorancia para siempre. Pero hasta que llegara ese día era mejor disimular que morir.
Ante mí el niño del valle se mordía los labios, nervioso, con los ojos desorbitados de miedo. Le mostré mi sonrisa más conciliadora.
—No te preocupes —le dije en tono amable—. Los ermitaños no mordemos, a no ser que estemos terriblemente hambrientos. Y tú has tenido suerte pues acabo de comer. Todavía queda algo de sopa en la marmita. ¿Te gustaría comer un poco?
El niño me miró como si le acabara de ofrecer un caldo de arañas venenosas. Tragó saliva con esfuerzo y por fin farfulló rápidamente unas palabras.
—Mi padre me manda llamarle. Mientras araban en el campo han encontrado unos huesos.
—¿Huesos? —pregunté levantando una ceja con curiosidad.
—Encontraron esto con los huesos —dijo el niño asintiendo con la cabeza—. Y más cosas parecidas.
Me alargó un objeto pequeño procurando evitar que yo tocara su mano sucia al cogerlo. Lo contemplé entre mis dedos mientras mi excitación iba en aumento. Era un cuchillo de piedra.
Aquel objeto era de ftanita marrón lisa. Un lado tenía un extremo cortante y el otro estaba despuntado y abombado en forma de asa. El cuchillo se ajustaba de forma fácil y cómoda a la palma de mi mano. De pronto se me ocurrió que la última vez que aquel objeto había sabido del roce de una mano humana había sido miles de años atrás.
No era la primera vez que examinaba un objeto de piedra obtenido por casualidad en grandes cementerios enterrados bajo la capa del tiempo. Muchos creían que estas cosas las habían hecho goblins o trolls, pero no era así. Quienes crearon esos cuchillos de piedra, puntas de flecha de obsidiana y hachas de cobre no fueron goblins. Fueron personas. Personas que vivieron hace mucho tiempo, antes de que se fundaran las ciudades, se domaran los caballos y se lograra arrebatar a los enanos el secreto de cómo trabajar el oro y el acero. Lo sé porque he utilizado los objetos que dejaron tras de sí para ver a través de sus ojos antiguos.
—Nos da miedo continuar arando —prosiguió el muchacho, envalentonado—. Scaldirk ha dicho que podría ser un mal presagio. Mi padre me ha pedido que le haga venir, dice que usted sabrá explicarnos qué son esos huesos y apaciguará su espíritu.
Yo no sabía nada sobre el poder de apaciguar espíritus, pero no se lo dije al chico. Apreté con fuerza el cuchillo de piedra.
—Llévame donde habéis encontrado esto.
El chico asintió y se volvió para descender rápidamente por el estrecho camino. Me apresuré tras él. Mi cueva se encontraba al pie de la montaña que delimitaba el lado norte del valle. Por el centro discurría un río de curso impetuoso junto al cual habitaba la mayoría de personas en unas casas de piedra con tejados de paja. El valle se estrechaba en dirección sur y luego se empinaba mucho en un desfiladero que penetraba en las montañas azules. Se trataba de un paso, un camino entre las montañas, y, por lo que yo sabía, nadie se había aventurado jamás por él.
El desfiladero ascendía por innumerables y enormes peñascos hacia los picos coronados de blanco que se elevaban como nubes afiladas en la distancia. Pese a que todo tenía una altura de vértigo, una cumbre despuntaba por encima de las otras: una en forma de cuerno, que parecía penetrar en el cielo. Las gentes del valle la llamaban «Montaña del Dragón» por la forma del pico. Por lo menos eso era lo que yo creía.
Seguí al muchacho por brezales y extensiones rocosas. Por fin alcanzamos una pendiente y vi el grupo de gente. Estaban de pie en el centro de un campo de barbecho, vestidos con ropas sucias de color marrón y gris y con la vista clavada en el suelo. Me acerqué a la tierra fangosa levantando mis vestiduras por encima de los tobillos. Unas formas blancas sobresalían de la tierra oscura y recién removida. Me arrodillé sobre el terreno resquebrajado mientras mi aliento se escapaba en forma de niebla en el aire húmedo. Mi excitación fue en aumento al examinar lo que el arado había puesto al descubierto. Limpié con cuidado los restos de suciedad mientras mi curiosidad aumentaba al ver los objetos antiguos que tenía ante mí.
Era una tumba.
La observé detenidamente y distinguí una línea delgada en la tierra donde el color de ésta cambiaba, marcando así el borde del foso que se había cavado y rellenado de nuevo mucho tiempo atrás. El esqueleto estaba intacto excepto las piernas, pues el arado las había movido. Por la forma de los huesos de la cadera, la falta de crestas frontales en el cráneo y el pequeño tamaño de la protuberancia ósea tras la cavidad de la oreja supe que había sido una mujer.
Sin embargo, los extremos de los huesos del brazo no parecían muy desgastados y las muelas del juicio, aunque habían salido, apenas mostraban desgaste. Se trataba, por lo tanto, del esqueleto de una mujer joven, que falleció cuando apenas tenía veinte años. Habían doblado su cuerpo con las rodillas hacia la barbilla, en posición fetal, para que volviera al mundo que le había dado la vida. El suelo estaba teñido por un rojo de herrumbre, restos del ocre con el que habían pintado su piel.
Por los tesoros de la tumba, supe que había sido una especie de princesa. Unas cuentas de jade y hueso labrado en el suelo cerca del cuello hacían pensar en un collar, a pesar de que la hebra que los unía se había deshecho hacía muchos siglos. Llevaba unos anillos de cobre todavía enroscados en los dedos y junto a ella había una copa de marfil así como un peine hecho de cuerna. Aquella riqueza sólo podía acompañar a la otra vida a una mujer importante. Me imaginé que había sido la hija de un jefe de tribu. A pesar de que era preciso un examen más detenido de los objetos para estar seguro, creía que la habían enterrado dos mil años atrás unas gentes olvidadas que habían habitado esa zona mucho antes que el pueblo del valle.
Perdí la concentración en cuanto uno de los hombres habló. Por el parecido en el rostro, supuse que aquél era el padre del chico que había venido a buscarme.
—¿Qué le parece, Torvin? —preguntó. El miedo brillaba en sus pequeños ojos negros—. Nunca he visto nada parecido. ¿Es un elfo?
—Venga ya, Merrit. Los elfos no existen —dijo uno de los otros hombres, un tipo flaco de piernas arqueadas, después de soltar una risotada.
Aquella risa se propagó pesadamente en el aire frío y los demás miraron de un lado a otro con nerviosismo mientras hacían con los dedos el gesto contra el Mal.
No les dije que los elfos existían de verdad. Nunca tuve la suerte de ver uno, ni tampoco pude viajar a sus ciudades secretas en el bosque. Pero en mis estudios había leído bastantes cosas sobre los elfos, lo suficiente como para saber que nunca harían objetos tan burdos como aquéllos. Ellos trabajaban el oro y el cristal, nunca los huesos o la ftanita.
Les dije que no había nada que temer, que sólo era una tumba y que los huesos eran de una persona no muy distinta a nosotros. Sus posesiones parecían extrañas porque había vivido hacía mucho tiempo. Mis palabras los animaron un poco. Expliqué a algunos hombres cómo sacar los huesos y los demás objetos y les dije que los enterraría en un lugar secreto donde el espíritu de aquella mujer no perturbaría a nadie.
Lo que no les conté es que antes quería estudiarla. No hubieran comprendido mi deseo de aprender y les habría asustado mi interés por la muerte.
Cuando los hombres empezaron a trabajar, me alejé un poco. Me senté sobre un tocón viejo y les observé para controlar que no trabajasen sin la debida precaución. Entonces fue cuando la vi: una piedra en forma de arco que sobresalía del suelo recién removido junto a mis pies, demasiado pulida y regular para ser natural. Escarbé en la tierra y saqué el objeto. Limpié aquel trozo pesado de piedra y lo examiné.
La piedra había sido tallada en forma de media luna. Un extremo era ancho y con muescas, seguramente había llevado atado un mango con tendones o bramante. El otro extremo finalizaba en punta, como el extremo de un pico de enano. Ya había visto este tipo de objetos. Era un zapapico. Sin duda, la tumba se había cavado con esa herramienta.
De pronto me sentí dominado por un impulso. Era algo peligroso. Sabía que debía esperar hasta estar a salvo en mi cueva donde nadie me viera, pero eso podía significar esperar durante horas. Por otra parte, la gente del valle, ocupada en su trabajo, no estaba pendiente de mí. Ellos no se darían cuenta. Quería saber quién era la mujer de la tumba. ¿Y qué mejor modo de saberlo que verla a través de los ojos de quien había cavado su tumba hacía tanto tiempo?
Tomé el zapapico y me volví de espaldas a los del valle. Sin pensar antes detenidamente en lo que estaba haciendo susurré unas palabras mágicas que acudieron a mis labios. En cuanto terminé el conjuro, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mis dedos se movieron sobre la piedra y todo se volvió blanco. Abrí y cerré los ojos varias veces y cuando pude volver a ver bien lo hice a través de unos ojos que no eran los míos.
Estaba en pie junto a la orilla de un lago de alta montaña.
Un viento gélido agitaba el cabello oscuro y tiraba de la piel de uro que sostenía sobre los hombros. Era un hombre alto y robusto. A pesar del rigor de las alturas en que su tribu habitaba, tenía un rostro hermoso, suave y sin arrugas. Sin embargo, el brillo de sus ojos claros contradecía su edad. No era joven. Estaba temblando puesto que, salvo la piel forrada de rojo, iba desnudo. Habían llegado sin nada al lago del Dragón. Y se marcharían de ahí sin nada. Aquélla era la ley de la Partida.
La tribu se arremolinó tras él; eran una docena de hombres y mujeres vestidos con ropajes ceñidos hechos de piel de ciervo. Todos los miembros del Pueblo del Dragón eran altos y, curiosamente, al igual que aquel hombre, parecía que el tiempo no les afectaba. Sus rostros orgullosos y bellos mostraban una expresión dura y severa. La preocupación se reflejaba en sus ojos claros. A espaldas de la tribu, la cumbre de una montaña se recortaba inmensa contra el cielo azul. A sus pies, la cresta en forma de cuerno se reflejaba en la superficie plateada del lago del Dragón. Aunque al mirar la montaña no lo parecía, cuando el pico se reflejaba en las aguas, por un efecto óptico parecía un dragón con la cabeza y los cuernos elevados al cielo y las alas plateadas extendidas.
Un hombre de la tribu, muy musculoso, dio un paso hacia adelante. A pesar de que, como los demás, parecía no tener edad, unas líneas blancas asomaban en su barba de color cobre y en la larga cabellera. En lugar de tener los ojos grises, los suyos eran del color de la miel vieja. Habló en una voz tan rica y salvaje como el viento.
—¿Estás seguro de lo que vas a hacer, Skyleth?
Tras un largo momento, Skyleth asintió con la cabeza mientras que sujetaba con fuerza la piel de uro.
—La quiero, Tevarrek.
—Es un amor peligroso que va a separar tu camino del nuestro para siempre.
—Lo sé.
Tevarrek estaba confundido y enfadado.
—Muchos del Pueblo parecen comprenderte, Skyleth. Creo incluso que hay quien envidia este amor. Yo no puedo decir lo mismo. Creo que estás haciendo una locura. Pero, bueno, yo aquí siempre he sido el raro ¿no? —El tono de su voz era despreciativo y burlón—. ¿Tan bella es, esa criatura de la tribu del valle?
—Sí, es muy bella. Pero no me voy sólo por eso. Sé tan bien como tú lo efímera que es la belleza humana —dijo Skyleth tras una fugaz sonrisa.
Ambos se miraron y por fin Tevarrek suspiró profundamente.
—En cuanto hayas descendido y pasado la Barrera nunca podrás regresar. ¿Aceptas este destino, Skyleth?
—Sí, lo acepto —contestó Skyleth tras dudar un instante.
Tevarrek alargó la mano, tomó la piel de uro que cubría los hombros de Skyleth y la tiró al suelo.
—Entonces ¡márchate! ¡Vete y no regreses jamás a este lugar!
A pesar de que Skyleth había escogido para sí aquel destino, aquellas duras palabras le golpearon como una bofetada. Tras dirigir una última mirada a los rostros de las gentes del Pueblo, que ya no eran su gente, se volvió y echó a correr a lo largo de la orilla del lago. El frío, como un lobo, le clavaba dentelladas en la piel desnuda y las piedras afiladas le cortaban las plantas de sus pies desnudos.
Al final del lago, una corriente caía por un desfiladero de piedras e iniciaba un largo descenso por encima de musgo y piedra hasta el valle verde que se adivinaba entre brumas muy abajo. Skyleth empezó a descender por el desfiladero angosto. Al poco tiempo perdió de vista el lago y a quienes se encontraban junto a él. Apartó las lágrimas de los ojos y se esforzó por centrarse en el peligroso camino que tenía ante sí.
Al cabo de aproximadamente una hora resbaló por una morrena y se detuvo. Los tentáculos de la niebla flotaban sobre las piedras que tenía ante sí y se le enrollaban en las piernas. Era un banco de densa niebla gris que se aferraba a la ladera de la montaña y que se extendía en un abrazo sin fisuras en todas direcciones. Había llegado a los primeros márgenes nebulosos de la Barrera.
Skyleth no entendía la magia que la Barrera creaba. Había sido conjurada hacía siglos, para proteger al Pueblo del mundo, después del Tiempo Oscuro, cuando el resto de sus parientes habían caído o desaparecido de la tierra. Tras aquel tiempo, los pocos supervivientes del Pueblo subieron al lago del Dragón y forjaron la Barrera para que nadie pudiera ascender desde el valle y descubrirlos. Sólo estarían seguros en la medida en que el mundo no supiera que ahí, en aquellas alturas, habitaban los últimos descendientes del Pueblo del Dragón.
Skyleth no quiso mirar atrás antes de abrazarse los hombros y entrar en la Barrera. Inmediatamente el frío le envolvió y el mundo se transformó en un remolino plateado. Descendió temblando y a tientas. Resbaló y patinó una y otra vez por la ladera rocosa. En una ocasión cayó y se cortó las manos contra las piedras afiladas. Por fin la niebla se dispersó. Unas formas confusas se mostraron a su alrededor: un árbol muerto, un espolón de granito desgastado. Sí. Aquél era el lugar donde la vio por primera vez, como una sombra ligera en la niebla: Ulanya.
Se preguntó qué destino les hizo aventurarse en la niebla preternatural en la misma mañana primaveral; ella desde abajo y él desde arriba. No lo sabía. Lo único cierto para él era que al ver su silueta esbelta en la niebla tuvo la certeza de que la amaba. Aquel día partieron hacia el punto de encuentro de la niebla y la luz, más allá del cual él no se atrevía a poner un pie. Tres veces más consiguieron encontrarse entre las brumas. En la última despedida acordaron que ya no habría otra.
Skyleth, con el corazón latiendo con fuerza, avanzó por la ladera sin notar las piedras que saltaban bajo sus pies descalzos. La niebla era cada vez menos densa y, por fin, se fue convirtiendo en jirones hasta dispersarse. Se detuvo cegado por la brillante luz del sol: acababa de atravesar la Barrera.
Una voz, clara como el agua le habló.
—Skyleth, has venido.
Por fin pudo verla. Ante él había una mujer joven y esbelta, con unos ojos tan marrones como sus ropas hechas de piel de ciervo y un cabello oscuro como el cuchillo de obsidiana que llevaba prendido a la cadera. Le tendía una piel de lobo plateada. Avanzó trabajosamente hacia ella y de pronto se encontró envuelto en la cálida piel y el dulce abrazo de ella.
Se estremeció entre sus brazos. Las temibles palabras treparon por su garganta seca.
—No podré regresar jamás, Ulanya.
—Entonces vendrás conmigo, al valle. Nuestra cabaña nos está esperando —dijo ella abrazándole con más fuerza.
Sus temblores ya habían remitido y asintió. Entonces recordó el regalo que había traído consigo en contra de las reglas de la Partida y que había llevado escondido en la nuca, oculto tras su larga cabellera. Apartó los mechones de cabello que lo sostenían y el objeto le cayó en las manos. Luego se lo ofreció a ella: era una pulsera de marfil, grabada con dibujos. Era muy antigua y uno de los tesoros más importantes del Pueblo.
Ulanya profirió una exclamación de agrado y, tal como él le indicó, hizo pasar el anillo por su brazo. El color pálido del marfil brillaba en su piel morena. Él sonrió. Más tarde le explicaría el secreto de aquella pulsera. De momento bastaba con ver cómo la embellecía. La besó y luego empezaron a descender la montaña.
Cuando ya habían dado unos pasos, una ráfaga fría de viento se abalanzó desde las cumbres sobre la chica. Una mano de niebla se desprendió del muro gris de la Barrera y se interpuso entre Skyleth y Ulanya. De pronto, ella se vio apartada de él y el pánico se apoderó de Skyleth.
—¡Ulanya! —exclamó.
Durante un momento terrible no obtuvo respuesta alguna. Miró sin ver nada en la niebla ondulante. Luego una mano fría cogió la suya con fuerza.
—Estoy aquí.
El viento cambió de dirección y devolvió la niebla de nuevo a la Barrera. Su corazón se tranquilizó. Esta vez decidió no soltarla mientras bajaban la ladera y pronto la alegría volvió a él.
Sin embargo, durante todo el camino hacia el valle, Skyleth no pudo olvidar por completo el modo en que la fría niebla se había interpuesto de pronto entre ellos.
—¿Torvin? ¿Maese Torvin?
Todo me daba vueltas en una confusión de colores y luego se detuvo de repente. La gente del valle había abandonado su trabajo en la tumba; algunos de sus miembros se habían arremolinado a mi alrededor y me miraban con una expresión de preocupación dibujada en sus rostros sencillos y ajados por el viento. Antes, cuando ejercía la magia de ver el pasado, las visiones que obtenía a partir de un objeto focal eran turbias y apagadas, como si fueran acontecimientos vistos a través de un cristal deslustrado y oídos a través de gruesas capas de ropa. Pero esta vez habían sido tan claras, tan reales. Todavía resonaban en mi cabeza, de un modo fragmentario, claro, pero casi más nítidas que mis propios recuerdos. Nunca había sentido algo así. Agarré la azuela con fuerza.
—Maese Torvin ¿Se encuentra bien?
Levanté la vista. Aquella voz tosca era la de Merrit, el padre del chico que había venido a buscarme a la cueva. Evidentemente, no me sentía bien; mi cabeza estaba dolorida por el despertar súbito del conjuro, pero era preciso disipar sus temores. Conseguí erguirme; todavía tembloroso.
—No es nada. Un mareo pasajero, eso es todo. Un último achaque de la fiebre invernal. De todos modos, debería regresar a mi cueva.
Mi explicación pareció satisfacerles y Merrit profirió un gruñido de aprobación a mis palabras. Explicó que habían terminado de cavar la tumba, habían envuelto los huesos y los demás enseres en una sábana vieja y que dos se habían adelantado ya hacia mi cueva con el bulto. Dejé a la gente del valle para que reanudara las tareas de arado y me encaminé lentamente por los campos estériles hacia arriba, por el camino sinuoso que llevaba a mi cueva. Cuando por fin llegué al umbral de piedra, no había ni rastro de los hombres que me habían precedido. En cambio, el bulto que habían traído estaba depositado en el centro de la cueva.
Dejé a un lado la azuela, de la que no había querido desprenderme a pesar de su peso, y encendí el brasero con un conjuro mágico. Incluso aquel pequeño hechizo me provocó un pinchazo agudo en la frente. Puse agua a calentar y me hice una infusión amarga de corteza de sauce y escaramujo. La bebí y cuando oí a los gorriones despedir la tarde con su canto a la entrada a la cueva, comí algo de pan sin levadura a pesar de no sentirme hambriento.
Cuando cayó la noche, la infusión ya había hecho efecto y el dolor de cabeza se encontraba en un nivel tolerable. Me dispuse a desplegar la sábana mientras me preguntaba si los huesos y los enseres se habrían roto al ser desenterrados o si la gente del valle había procedido tal como yo había indicado.
Me volví y contemplé la azuela que se encontraba junto al brasero. Era una locura volver a intentar tan pronto aquella magia, incluso podía resultar peligroso. De todos modos, me embargó un impulso repentino, tan fuerte, que sabía que no iba a poder resistirlo. Quería conocer algo más de aquella historia. La de Skyleth. No sabía por qué aquel deseo era tan abrumador. Al fin y al cabo, se trataba de un hombre que vivió y murió hacía más de dos mil años. ¿Cómo podía importarme lo que le hubiera ocurrido? Pero algo hacía que me importara. Tal vez fuera simplemente porque yo sabía lo que es ser un marginado.
Me senté con las piernas cruzadas y levanté la cabeza curvada del zapapico que tenía en el regazo. Pasé los dedos por la piedra pulida, como si fueran capaces de sentir los recuerdos impresos en ella. Aspiré profundamente, nervioso. Luego las palabras del conjuro surgieron de mis labios con fluidez.
Su hija nació en pleno invierno. La llamaron Iliana, que en el idioma del valle significaba Hija del Cielo. A pesar de que, como su madre, era de piel oscura y tenía el pelo negro como la obsidiana, ningún niño de la tribu tenía los ojos de ella. Eran de color gris azulado, el color del cielo en invierno, igual que los de su padre.
El parto no fue fácil para Ulanya. Estuvo tres días retorciéndose de dolor dentro de la cabaña, cubierta de pieles. Durante ese tiempo, la mujer sabia de la tribu dirigió miradas siniestras a Skyleth, como si aquella arpía arrugada creyera que todo aquello era culpa de él. Al final hubo mucha sangre, pero la mujer hizo bien su trabajo y tanto la madre como la hija salieron con vida. A pesar de que la niña era fuerte y se desarrolló pronto, aquella experiencia dejó a Ulanya muy débil.
Permaneció una luna sin abandonar la cabaña y durante varias lunas más apenas pudo hacer otra cosa que permanecer sentada allí donde la colocaran, abrigada en pieles cálidas. Sin embargo, en verano la fuerza regresó a Ulanya. Y, aunque todavía se le marcaban los huesos en las mejillas, por lo menos éstas ya tenían un aspecto más saludable.
A pesar de que al principio la tribu había tratado a Skyleth con pies de plomo, incluso con miedo, esto también empezó a cambiar.
El día en que Ulanya le llevó al círculo de cabañas de tejados redondos, al verlo tan alto, con aquellos ojos de color azul grisáceo y desnudo a excepción del abrigo que ella le había dado, la tribu pensó que la mujer había encontrado un espíritu de las montañas. Para apaciguar sus temores, él había cogido un cuchillo de piedra y se había hecho una herida en el brazo para demostrarles que su sangre era roja, como la de cualquier otro hombre. Sin embargo, a diferencia de los demás, el jefe de la tribu no se había asustado, sino enfadado. Ulanya era su única hija y le había prohibido unirse a aquel extranjero; al oírlo, los ojos de ella brillaron con fiereza. Luego había tomado la mano de Skyleth y le había acompañado hasta su alojamiento. Las mujeres tenían derecho a tomar el hombre que quisieran y llevárselo a su cabaña.
Durante muchos meses, la gente de la tribu rehuyó a Skyleth. Sin embargo, más tarde, durante la primavera posterior al nacimiento de Iliana, el hijo más joven del jefe cayó al río, que corría espumeante y crecido a causa de la nieve fundida. El muchacho se hubiera ahogado de no ser por Skyleth que, haciendo algo que ningún otro se atrevió, nadó en el agua helada y lo rescató.
Después de esto, las cosas empezaron a cambiar. La gente de la tribu, si bien no aceptaba a Skyleth, por lo menos no parecía temerosa de él. Les enseñó buenos lugares donde apostarse para acechar a los uros de largas pieles rojas y les mostró cómo un arco más curvado hacía que las flechas con punta de piedra volaran más lejos y con más fuerza. Los ojos de Ulanya brillaban con ilusión al verle hacer esas cosas y durante aquel año los días transcurrieron felices.
En invierno, Ulanya cayó enferma. Pero cuando los vientos de la primavera empezaron a soplar desde las montañas, la enfermedad ya había desaparecido y Skyleth se olvidó pronto. Por aquel entonces Iliana ya andaba y estaba aprendiendo a hablar por lo que les exigía toda su atención. Una tarde en la que el verde verano dejaba paso al otoño dorado, Ulanya le comunicó a Skyleth que volvía a esperar un hijo. Él la besó y la abrazó con fuerza.
—Lo eres todo para mí, Ulanya —murmuró casi con devoción.
Ella sonrió, y, sin responder, le acarició dulcemente la mejilla.
Tres días más tarde falleció.
La mujer sabia dijo que el niño había sido mal concebido. Había salido fuera del cuerpo de la madre y al hacerlo la había desgarrado. Todo ocurrió muy rápidamente. Skyleth estaba de caza. Cuando llegó a la cabaña, Ulanya ya se había ido.
Él mismo cavó la tumba con un zapapico de piedra. Los demás la depositaron al lado cubierta por una sábana y adornada con abalorios y pieles finas. Skyleth se arrodilló y besó los labios sin vida. Luego le quitó el brazalete de marfil que le había regalado.
—No necesitas volar más, amor mío —murmuró, y se lo colocó en su propio brazo.
Iliana lloraba y llamaba a su madre, pero ninguna de las mujeres consoló a la chiquilla. Skyleth la cogió y en cuanto se sintió en brazos de su padre, se tranquilizó. Muchos de la tribu les lanzaban miradas sombrías. Su buena voluntad hacia él se había extinguido con Ulanya y de nuevo sus rostros estaban llenos de temor y superstición. Era posible que hubieran llegado a aceptar a Iliana de no ser por sus ojos claros, que la señalaban como distinta. Ahí ya no quedaba nada para ninguno de los dos.
Mientras los demás depositaban el cuerpo inerte de Ulanya en la tierra, Skyleth elevó sus ojos hacia la cima en forma de cuerno que se asomaba por encima del valle. Le recorrió un extraño escalofrío. Le habían prohibido regresar al lago. Pero no a Iliana. El Pueblo del Dragón ahora era el pueblo de ella. Sólo ellos podían enseñarle quién era realmente. Aunque Tevarrek había dicho que era imposible regresar tenía que intentarlo por el bien de Iliana.
Cuando los demás se marcharon tras lanzar unos puñados de tierra a la sepultura, Skyleth sujetó firmemente a Iliana y partió dejando caer el zapapico para…
La visión se desvaneció.
En cuanto abrí los ojos jadeé. Me quedé mirando el zapapico durante un buen rato, luego lo dejé caer de mis manos. No tenía más recuerdos que contar. Esta vez el dolor en la frente no era tan intenso. Es posible que la infusión aún hiciera algún efecto. O tal vez me estaba acostumbrando al poder de aquellas imágenes.
Me arrodillé junto al bulto que los hombres habían llevado a mi cueva y abrí aquel paquete de tela basta. Los huesos brillaban a la luz del fuego y el cobre centelleaba con un rojo intenso. La mujer de la tumba era definitivamente Ulanya. Sentí en mis mejillas una leve humedad y me la sequé. Es curioso que llorara por alguien a quien no conocí jamás y que había desaparecido miles de años antes de que yo naciera.
Me puse en pie y me dirigí al fondo de la cueva. Para cualquier otro, sólo parecía la sombra estrecha de una piedra. Pero yo sabía que era otra cosa. Encendí una vela, me escurrí por la hendidura estrecha y pasé a la pequeña cavidad que había tras ella. Sobre una estantería de piedra descansaba un baúl de cedro. Levanté la tapa y se elevó un dulce aroma. Allí guardaba todas aquellas cosas que no me atrevía que viera la gente del valle: rollos frágiles de pergamino, frascos de cristal de colores y vasijas de arcilla llenas de ungüentos y polvos. Mis enseres, las herramientas mágicas.
Pasé los dedos por el fino tejido blanco de mi túnica, perfectamente doblada. Como Skyleth, me pregunté si podría regresar alguna vez a la Torre y a mis estudios. ¿Qué encontraría si lo hiciera? No lo sabía. Posiblemente, lo mismo que Skyleth encontró si alguna vez logró regresar al lago del Dragón. Si alguna vez… No había modo de saberlo a no ser que…
En cuanto se me ocurrió aquella idea, supe que lo iba a intentar. Preparé las cosas que necesitaría: comida, un frasco con agua y mi ropa de viaje. Pasé el resto de la noche extendiendo los huesos de Ulanya en la sábana y colocando a su alrededor los tesoros de la sepultura de forma apropiada. Cuando regresara le daría un entierro adecuado. De momento, esto tenía que esperar.
Con la luz gris previa al amanecer me puse en marcha hacia el paso que conducía al lago. En cuanto crucé el valle observé que la gente ya estaba en pie y empezaba el duro trabajo del día. Al pasar junto al grupo de casas de piedra me topé con Merrit. Me dirigió una mirada extraña. No era habitual en mí pasar por el pueblo, especialmente tan temprano.
Merrit me saludó y luego se frotó las manos.
—¿Enterró ya los huesos, maese Torvin?
—Sí, sí. —Mentí contrariado por aquel retraso—. Hoy ya no hay espíritus que te puedan inquietar, Merrit. Oye, ¿no tienes que ir a arar?
Agachó la cabeza y se marchó apresuradamente, no sin antes dirigir una mirada de soslayo en mi dirección. Si yo no hubiera tenido otras cosas en la cabeza, posiblemente me hubiera llamado la atención la sospecha que brillaba en sus ojillos. Sin embargo, proseguí por mi camino en dirección al extremo sur del valle. Allí el estrecho desfiladero ascendía, y de un terraplén de piedra a otro, llegaba hasta el pico en forma de cuerno, la Montaña del Dragón, que se alzaba ante mí, teñida del color carmesí de la primera luz de la mañana. Inicié la ascensión.
La marcha no fue fácil. La vida en la Torre y luego en la cueva no me habían preparado para un ejercicio tan duro y pronto me quedé sin aliento. Subí penosamente por la cuesta empinada pues las botas resbalaban por las morrenas de piedra suelta. Pronto me di cuenta de que mi báculo no me ayudaba a avanzar, entonces lo abandoné y empecé a usar brazos y piernas para ascender. Conforme iba subiendo, el aire era menos denso y penetraba en mis pulmones como un cuchillo afilado.
Cuando creí que no iba a poder proseguir por más tiempo, la inclinación de la cuesta disminuyó. El paso se ensanchaba en un valle extenso cuyo fondo circular me dio a entender que había sido tallado por los glaciares mucho tiempo atrás. El suelo ahora estaba cubierto por pastos verdes. Al llegar ahí aceleré el paso, si bien de vez en cuando me detenía a beber agua o tomar algo de comida.
Por fin conseguí atravesar aquel valle verde. Al volver la vista atrás, comprobé que había llegado mucho más lejos de lo que pensaba. El valle donde yo vivía se encontraba abajo, a lo lejos, ocultó por la neblina y la distancia. Me giré y alargué el cuello. No veía la Montaña del Dragón. Las montañas tienen la curiosa cualidad de verse más fácilmente de lejos que cuando se está cerca de ellas. De todos modos, la sabía cercana.
Decidí descansar un poco antes de emprender el ascenso final. Cerca de mí había una gran piedra plana, caliente por el sol. Me senté en ella, comí unos frutos secos y bebí unos sorbos de agua. Luego me puse en pie para continuar la marcha.
Entonces los vi, desparramados por la base de aquella piedra. Cogí uno. Era un pequeño trozo de sílex, grueso por un extremo y fino hasta ser afilado por el otro. Alguien, hacía muchos años, se había detenido en este lugar al igual que yo y se había hecho una herramienta de piedra, probablemente un cuchillo. Aquellos trozos de sílex eran los restos como los fragmentos de piedra desechados de una escultura artística abandonados en el suelo de un estudio.
Contemplé el trozo de piedra en la palma de mi mano. Me pregunté si era posible. Pocos eran los que habían tomado aquel camino alguna vez. Apreté con fuerza el trozo. Sólo había un modo de saberlo. Puse mi mente en blanco y susurré las palabras del hechizo, que ahora ya me resultaban familiares.
Skyleth se detuvo al sentir que sus fuertes piernas se doblaban tras subir por unas rocas. Ante él se erguía una ondulante muralla de niebla gris: la Barrera.
Iliana se retorcía nerviosa en sus brazos. Sus piernecitas querían correr, pero no en aquella dirección. Skyleth cogió a la niña con fuerza sin hacer caso de sus lloros de protesta. Un tentáculo de niebla se desprendió y le rozó el brazo; aquella frialdad le hizo retroceder, pero logró sobreponerse. La única esperanza para Iliana estaba más allá de la Barrera. Se irguió con decisión y dio un paso hacia adelante. La niebla se cerró en silencio tras él.
De pronto no pudo respirar. Aquel ambiente grisáceo parecía querer llenarle los pulmones y asfixiarle. Oyó llorar a Iliana pero aquel sonido le llegaba distante y amortiguado, a pesar de que podía sentir su diminuta figura aferrada a él con terror. La cogió con aún más fuerza y le pareció que la niebla aflojaba la presión y que le dejaba tomar aire en bocanadas dificultosas. Apenas bastaban para mantenerle con vida, pero era todo lo que precisaba.
Avanzó trabajosamente. La niebla se apartó de él de mala gana. Era como intentar pasar por barro semicongelado. El aire húmedo se pegaba a él y le debilitaba cada vez más hasta que apenas pudo mover las piernas. Sin embargo, los brazos de Iliana se agitaban nerviosos, desenfrenados y salvajes, sin que la niebla le resultara un estorbo. Se inclinó sobre ella. La niebla se separaba de Iliana a su paso y de este modo pudo avanzar algo, como una hoja flotando tras la estela de una canoa.
Sin Iliana, no hubiera sido capaz de avanzar diez pasos dentro de la Barrera. A ella no le afectaba el destierro que pesaba sobre él. Era como una llave, con ella podía avanzar penosamente, mascando y ahogándose en aquella niebla antinatural, con sus poderosos miembros luchando contra la magia invisible que se le oponía.
Por fin el llanto de Iliana se volvió un gemido débil y Skyleth sintió la cabeza extrañamente ligera. La niebla se arremolinaba de forma salvaje a su alrededor y se preguntó si estaba volviéndose loco. Su pensamiento se volvió vago y confuso. Entonces tropezó contra una roca lisa que no había visto, cayó de rodillas y se cortó. En aquel preciso instante, una repentina ráfaga de aire hizo trizas la niebla que se deslizaba sobre el suelo rocoso. De repente ante él apareció una cuesta de color verde grisáceo que ascendía hacia las altas cumbres. Detrás, el muro de niebla se desvaneció con el aire frío.
Se le escapó un sollozo y escondió su cabeza en la cabellera suave y negra de Iliana. Ella, presintiendo la importancia de aquel momento, estaba quieta y contemplaba la montaña con sus ojos azules bien abiertos.
Finalmente, Skyleth se detuvo. Ambos estaban hambrientos y necesitaban comer antes de emprender el ascenso final. Vio un conejo que había penetrado en la niebla y se había perdido. Lo mató de un rápido golpe en la nuca y lo llevó a la piedra plana donde había dejado a Iliana. Fabricó rápidamente un cuchillo de sílex y lo utilizó para descuartizar el conejo. Comieron la carne cruda y luego descansaron un rato.
Luego Skyleth se levantó. Iliana se había quedado dormida y la tomó cuidadosamente en sus brazos.
—Vamos, cariño. Vamos a casa —susurró inclinándose sobre ella.
Y de nuevo emprendieron el camino.
Llegué al lago a la puesta del sol.
Sentía que mis pulmones ardían y mis piernas temblaban de cansancio. Sin embargo, no me detuve para descansar. Skyleth lo había hecho tras pasar la Barrera. Las visiones que obtuve de los trozos de piedra desechada así lo confirmaban. Pero ¿qué ocurrió después? ¿Un marginado puede regresar? Tenía que saberlo.
Me quedé contemplando el lago y entonces sofoqué un grito de asombro. Bajo las aguas cristalinas yacía un Dragón de Cobre. Se trataba, en realidad, del reflejo de la cima con forma de cuerno, bañada por la luz del crepúsculo. La imagen reflejada en las aguas parecía tan real que por un momento mi corazón dio un vuelco; en parte deseé y en parte temí que el dragón fuera una criatura real. Sin embargo, los dragones son un mito y se trataba, simplemente, de una ilusión creada por la luz y el agua. Me volví de espaldas al lago y empecé a buscar algo. Tenía que haber alguna cosa ahí, algún vestigio de aquellos tiempos remotos.
Es posible que el azar me condujera al lugar adecuado, o tal vez fuera que Skyleth y yo estuviéramos relacionados de alguna extraña manera. En cualquier caso, al trepar por un montículo de cantos rodados para ver mejor, una de las rocas cedió bajo mis pies. Al no tener donde apoyarme, caí a un estrecho hoyo que había debajo.
Él estaba tumbado sobre una piedra, exactamente igual que como había quedado recostado dos mil años atrás mientras exhalaba su último suspiro. No sé por qué pero supe que era él. Tenía los huesos amarillos y quebrados por el tiempo, muchos estaban rotos y astillados. No obstante, al verlos, supe que en vida habían pertenecido a un hombre alto y de porte imponente. Cualquier duda que hubiera podido tener se despejó al ver el brazalete de marfil que todavía le rodeaba el brazo.
Era extraño, me sentí como si hubiera encontrado de nuevo a un viejo amigo después de muchos años de separación; en cierto modo es posible que así fuera. Aunque separados por milenios, de algún modo, nuestras vidas, nuestro destino, se habían encontrado. Me tembló la mano al tocar y coger el brazalete, su regalo para Ulanya, del viejo hueso donde se encontraba.
—Perdóname —murmuré. Y me sentí perdonado.
Contemplé largo rato aquella joya tan profusamente labrada que tenía en las manos. Luego, por última vez, utilicé mi magia para ver a través de los ojos de otro.
Estaba en pie a la orilla del lago. La tribu se había arremolinado a su alrededor y sus semblantes reflejaban un gran disgusto. Uno de ellos dio un paso al frente, era un hombre corpulento de pelo cobrizo. Al hablar, su voz sonó amenazante.
—Contigo has traído nuestra destrucción, Skyleth.
—No, Tevarrek. —Skyleth negó con énfasis agitando la cabeza—. Os he traído la esperanza.
Skyleth puso la niña ante Tevarrek. La chiquilla lo contempló callada y con expresión tranquila.
—No hay esperanza con esta abominación —gruñó Tevarrek a la vez que señalaba con un dedo acusador la pulsera de marfil que Skyleth llevaba en el brazo—. Primero nos robaste nuestro tesoro más sagrado y luego lo regalas a alguien que jamás debería haberlo recibido para hacer esa… esa cosa. —Tevarrek señaló con enojo a Iliana—. Con su ayuda has logrado destruir la Barrera. Ahora sólo es cuestión de tiempo que nos descubran. Tendremos que huir y no sé adonde. De todos modos, sea donde sea, tú no vendrás con nosotros.
—Eso no me importa. —Skyleth dio un paso al frente—. Basta con que os llevéis a Iliana con vosotros. Es todo lo que os pido.
—¡Jamás! —La ira teñía las mejillas de Tevarrek—. No es una de los nuestros.
—Sí lo es —imploró Skyleth—. ¡Mírale los ojos!
—Ésa es mi decisión y digo que no vendrá —dijo Tevarrek con un ademán de marchar sin mirar siquiera a la niña.
—Entonces tengo que desafiarte.
Un grito sofocado surgió de la gente allí reunida. Antes de que Tevarrek pudiera responder, Skyleth dejó la niña en el suelo y abrió los brazos. Luego inclinó su cabeza hacia atrás y dejó escapar un aullido feroz que retumbó por las montañas. Tevarrek se volvió de un salto con una mirada furibunda. El cuerpo de Skyleth se estremeció en un espasmo. Bajo la piel sus músculos cambiaron de forma y crecieron de un modo imposible, rompiendo las ropas. Su cuerpo creció a gran velocidad y empezó a tomar una nueva forma. De pronto, Skyleth, el hombre, desapareció y en su lugar se irguió hacia el cielo una gran forma de enormes alas plateadas, que ladeaba la cabeza provista de cuernos sobre una garganta sinuosa y lanzaba un grito atronador.
Era un dragón de plata. La euforia embargó a Skyleth cuando empezó a batir sus alas y se alzó sobre el lago, cada vez más arriba. Disfrutó la sensación de sentir el aire en sus escamas resplandecientes. Llevaba cinco siglos sin adoptar aquélla, su forma verdadera. Desde la Guerra de los Dragones no había sentido el gozo de la lucha. Al final de la guerra, aquél al que los mortales llamaban Huma había expulsado a todos los dragones del Mal, y los del Bien se habían marchado voluntariamente para mantener el equilibrio en el mundo, excepto algunos de ellos que adoptaron la forma humana y llegaron a aquel lugar para ocultarse de un mundo del que ya no formaban parte. Ahora todo aquello había terminado.
Skyleth surcaba el aire, casi ebrio por la sensación de volar tras tanto tiempo sin hacerlo. Sin embargo, un aullido de furia procedente de abajo le devolvió a la realidad. En la tierra, Tevarrek extendió los brazos y empezó a brillar. De pronto, en su lugar apareció en el aire un gran dragón de escamas de bronce. Las alas de color rojo y dorado se agitaron y el cuerpo de bronce se abalanzó contra el de plata a una velocidad brutal. Skyleth sabía que el otro dragón le aventajaba, pero aquel desafío era la única esperanza para Iliana.
Entretanto la tribu contemplaba desde abajo cómo los dos dragones daban vueltas por encima del lago. Tevarrek, sin previo aviso, cambió de dirección y embistió. Skyleth se defendió pero fue algo lento. Las garras del Dragón de Bronce abrieron una herida en un costado de Skyleth. Sin embargo al agitar con fuerza las alas pudo esquivar a su contrincante y luego cambiar de dirección. Durante un momento confuso no pudo ver a su enemigo. Luego llegó a sus finos oídos un repentino ruido procedente de arriba. Levantó su cuello sinuoso y aulló. En sus años de humano había olvidado muchas cosas. Desplazarse por el aire no era lo mismo que por tierra. Al parecer Tevarrek se acordaba más que él.
El Dragón de Bronce se le venía encima.
Skyleth había olvidado la ventaja de la altura. Mientras huía, Tevarrek se había encumbrado en el cielo. Ahora aquel enorme dragón había plegado sus alas y caía a una velocidad aterradora. Skyleth arqueó su espalda y agitó las alas, pero sabía que no tenía tiempo suficiente para evitar la acometida de su enemigo.
Justo entonces, por un instante, ahí abajo, algo le llamó la atención. Skyleth miró hacia abajo durante una fracción de segundo. Una diminuta forma estaba al lado del lago agitando los brazos, intentando alcanzarle. Una punzada de amor y dolor le tocó el corazón. Sabía lo que tenía que hacer. No había escape para él. Ahora lo importante era la libertad de la niña.
Levantó la cabeza. Tevarrek casi estaba sobre él. Los ojos del Dragón de Bronce brillaban con una mortal luz dorada. Una mueca victoriosa dejaba al descubierto sus afilados dientes. Skyleth tensó sus alas y luego voló hasta chocar contra su enemigo. La furia de los ojos de Tevarrek se transformó en sorpresa. Aquélla no era la acción que esperaba. Se estaban precipitando de cabeza el uno contra el otro. Tevarrek extendió sus alas para intentar cambiar de dirección pero ya era demasiado tarde.
Los dos dragones chocaron con estruendo. Un dolor inmenso se apoderó de Skyleth, pero sobreponiéndose clavó sus dientes en Tevarrek, sin que las garras de su oponente pudieran hacer mella en él. Tevarrek se agitaba con fuerza, intentando librarse, pero le era imposible. No podía extender sus alas lo suficiente para mantenerse en el aire. Los dos dragones se precipitaron hacia el suelo en un amasijo de plata y bronce. Durante unos instantes sus chillidos confusos resonaron contra las frías rocas. Luego, como si fueran uno solo, cayeron sobre unas rocas puntiagudas y se hizo el silencio.
Skyleth supo inmediatamente que Tevarrek había muerto y que él lo haría pronto. No podía moverse y su mente le pareció ligera como los vilanos mecidos por el aire. Una sombra cruzó su vista. Vio que una mujer del Pueblo llevaba a Iliana en brazos. La niña le miró sin asustarse; no pareció reconocerle. «Es natural —se dijo—, no conoce esta forma». Se concentró en las pocas fuerzas que le quedaban. Su cuerpo magullado yacía ahora en forma humana sobre las rocas, desnudo a excepción del brazalete de marfil que todavía le rodeaba el brazo.
—Tenemos que irnos ya —dijo la mujer con la tristeza reflejada en sus ojos claros.
—¿Adónde? —musitó sin fuerzas Skyleth.
—Creo que vamos a abandonar este mundo —respondió ella—. Vamos a unirnos a los demás, tal como deberíamos haber hecho hace mucho tiempo.
Iliana extendió su manita y acarició las mejillas de Skyleth, que estaban cubiertas de sangre. Luego, la mujer, con la niña en brazos, se marchó para unirse al resto del Pueblo.
Al poco, Skyleth parpadeó. La mujer había desaparecido y, con ella, todo el Pueblo del Dragón. La orilla del lago estaba desierta. Sin embargo, reflejadas en el agua, vio cómo se elevaban hacia el cielo dos docenas de magníficas formas plateadas. Con ellas se elevaba también una forma menor, que extendía unas alas pequeñas y brillantes. Skyleth sonrió viendo cómo se marchaban en el crepúsculo. Luego, por fin, todo se oscureció.
Habían llegado atraídos por el reflejo del lago; pero no debían a él su nombre. Ahora ya lo sabía. A pesar de lo que la gente decía, los dragones no eran un mito.
Abandoné el lago al amanecer. La noche había sido larga y fría y temí bajar por el paso a oscuras. Además, una parte de mí no quería alejarse. Era como abandonar algo de mí mismo debajo de las piedras frías. Deslicé el brazalete de marfil en mi bolsillo. Por lo menos había conseguido esto. Eché un último vistazo al plateado lago del Dragón antes de dar la vuelta y descender por la montaña.
Divisé el humo cuando todavía estaba por encima del valle. Ascendía en forma de una delgada línea azul, si bien a aquella distancia no podía distinguir el origen. Continué descendiendo por la ladera rocosa. A cada paso crecía en mí una cierta desazón que no me podía explicar. Comencé a avanzar más deprisa.
En cuanto llegué a la parte baja del paso eché a correr sin atender al suelo poco firme de la pendiente. Finalmente los muros de roca desaparecieron de los lados y me encontré en el conocido paisaje del valle. Corrí por los campos a medio arar: estaban vacíos, sin nadie a la vista. A pesar de mi cansancio avancé a toda prisa por el camino del bosquecillo de álamos que llevaba a mi cueva. Al doblar el último recodo me detuve de golpe y me quedé sin aliento. Por fin sabía el origen del humo y de mi extraña inquietud.
Habían incendiado mi cueva. Un humo negro y azulado emergía de la entrada y se elevaba perezosamente hacia el cielo. Sorprendido, avancé un paso inseguro pero el intenso calor me hizo volver atrás. Demasiado tarde. Todo estaba perdido: Ulanya, los artefactos, mis pergaminos, mis libros y mi blanca túnica. Contemplé paralizado el humo ondulante. No estaba enfadado ni apesadumbrado, sólo me sentía extrañamente vacío.
Oí el quejido de unas ramas al quebrarse detrás de mí. Unas sombras avanzaron desde el bosque hacia el claro que había delante de la cueva.
—Así que has vuelto.
Me volví lentamente. Era Merrit. Una luz peligrosa ardía en sus ojillos y sostenía una horca en sus manos carnosas. Tras él avanzaba un grupo de gente del valle, con rostros que traslucían odio y superstición. Todos llevaban algún tipo de arma, un hacha, una pala o una estaca.
Merrit dio un paso hacia adelante con actitud desafiante.
—Sabemos lo que eres.
No dije nada. No podía apartar mi vista de la horca que llevaba en las manos.
—Esta mañana Selda vino a tu cueva por un dolor de muelas —prosiguió Merrit en un tono de voz siseante— y encontró los huesos que habías dicho que habías enterrado. Estaban todos desperdigados, como si fuera una especie de hechizo. Nos llamó y registramos la cueva. Lo encontramos todo: esas fétidas pociones y los malditos libros de magia negra. Nos has mentido todo este tiempo pero ahora ya no puedes ocultarte… hechicero.
Aquella última palabra la pronunció como si fuera un veneno. No pude impedir una mueca de dolor ante el aborrecimiento que se reflejaba en su voz. Sin querer, di un paso atrás, hacia la entrada de mi cueva, que estaba llena de humo. Ellos avanzaron siguiendo mis movimientos y levantando las armas. Querían matarme.
—No lo entendéis —murmuré en voz baja. No lo dije a modo de protesta o de denuncia: sólo era una constatación de hechos.
—Yo sí lo entiendo. —Una sonrisa terrible asomó en el rostro de Merrit—. Entiendo que vas a morir quemado, como dice el Señor de Istar que tienen que morir todos los herejes. —Hizo una seña a los demás—. ¡A la cueva con él!
En cierto modo me alegraba de que por fin terminara aquella charada tan prolongada. Al igual que el Pueblo del Dragón, yo sólo podía ocultar lo que era hasta cierto punto. Metí la mano en el bolsillo y extraje el brazalete de marfil. La gente del valle avanzaba en bloque con sus armas en alto. El calor del fuego me quemaba la espalda. Había deseado durante mucho tiempo liberarme de los temores, del odio y de la ignorancia. Por fin había llegado el momento. Cerré los ojos y coloqué la pulsera en el brazo a modo de tesoro para mi propio funeral.
Entonces el griterío de los del valle se alejó en la distancia. Se oían gritos, pero me pareció que eran más de miedo que de odio. El calor del fuego desapareció y un aire frío me rodeó. Sentía mi cuerpo extrañamente suave y brillante. Una energía radiante me circulaba por las venas. Era una sensación gloriosa. ¿Aquello era morir?
Abrí los ojos y supe de pronto que no había muerto. Por algún motivo, las gentes del valle, que ahora estaban debajo de mí, tiraban las armas al suelo aterrorizadas y se desperdigaban por el bosque como ratones asustados. Mientras les miraba, el mundo se iba haciendo cada vez más pequeño y por fin la entrada humeante de la cueva dejó de verse. Los álamos altos parecían ramitas de color pálido.
Ascendí con una sensación de energía y libertad desconocidas para mí. El valle desapareció en la neblina y pronto una cima en forma de cuerno se mostró ante mí: la Montaña del Dragón. Miré hacia abajo y comprendí por fin el poder de aquel brazalete y el tipo de regalo que Skyleth le había hecho a Ulanya. De nuevo en la superficie del lago del Dragón vi reflejado un dragón enorme: las ondulantes alas plateadas, el grácil cuello extendido y los ojos brillantes como zafiros. Pero esta vez no era un juego de luces y agua. Aquel dragón era real. Nunca podría regresar pero podía volar libremente.
Abrí la boca y dejé escapar un aullido triunfante de alegría; mi corazón se elevaba del mismo modo que el aire que me hacía subir cada vez más alto.