El fin de la gloria

[Chris Pierson]

El viento del verano, haciendo ondear los banderines azules y dorados, trajo consigo el leve frío del otoño. En las murallas del castillo, los caballeros arrastraban penosamente los pies y miraban con inquietud las Llanuras de Solamnia en dirección sudeste. Siempre al sudeste. Un escudero osado había dicho en una ocasión que si un ejército atacaba el alcázar por el noroeste, echaría abajo las murallas y estaría tomando un refrigerio en la fortaleza antes de que nadie pudiera darse cuenta de ello. Al oír el chiste, su señor le había enviado a limpiar establos por deslenguado. Hacía tiempo que en el alcázar no reinaba el buen humor: la causa de ello era la proximidad de la batalla contra el ejército enemigo.

Aun así, sir Edwin no pudo reprimirse y miró hacia el noroeste con una sonrisa al salir del edificio que antes había sido la capilla del castillo, antes del Cataclismo, antes de que los dioses se volvieran de espaldas al mundo. Sacudió la cabeza mientras ascendía por las escaleras que conducían a la muralla interior del alcázar. Sabía que el chiste era inofensivo: aunque los caballeros estaban cercados por el enemigo, el peligro no vendría del noroeste, pues no era allí donde se concentraba el grueso del ejército enemigo.

En cambio, el sudeste era otra cosa. Aunque tampoco en aquella dirección había nada que ver. Los exploradores situaban el ejército a varios días de marcha y el castillo de Archuran todavía estaba en su camino. Entre las tropas circulaban rumores terribles. Se decía incluso que los dragones habían regresado y oscurecían los cielos con sus alas igual que ya hicieron en los tiempos de Huma.

La mayoría de caballeros se mofaban de aquello, pero el semblante de Edwin se oscurecía al considerarlo. Sus compañeros no daban mucha importancia a las leyendas antiguas pero hacía tiempo que él, aun a riesgo de ser tenido por loco, creía que muchos de aquellos cuentos eran ciertos. Edwin era uno de los pocos que todavía honraba el recuerdo de Huma Dragonbane. Si Huma existió, entonces también los dragones deberían haber existido ¿Dónde podrían estar ahora? Edwin se preguntó si tal vez la respuesta no vendría demasiado pronto.

Miró a las almenas y por fin distinguió la silueta que buscaba cerca de la torre de sudeste. Estaba en pie, rígido, con la espalda vuelta hacia la muralla y la capa azul agitándose al viento. Los demás caballeros rehuían su trato mientras paseaban por las almenas y ninguno se detenía para intercambiar con él saludos de camaradería. Edwin suspiró y se encaminó hacia el caballero mientras cantaba los versos de una antigua canción solámnica de guerra:

A Hanford llegó el Caballero Encapuchado,

con capa de oro y corcel bayo,

su espada, brillante y plateada,

por matar un dragón sedienta estaba.

El Señor de Hanford le recibió aliviado

pues de su reino el dolor y la aflicción se habían apoderado:

Angethrim, así llamaban al dragón,

era de las gentes del pueblo la perdición.

Años hacía que la bestia sobre ellos se cernía

arrojando un hálito de fuego mientras las fauces abría.

Con la luna roja, tres veces al mes

quien a él se enfrentaba moría.

Edwin nunca había sido un gran cantante pero el talento que le faltaba lo compensaba con su entusiasmo. Los demás caballeros sonrieron y saludaron a su paso. Era bueno verles animados pues la desazón estaba a la orden del día.

La canción tenía más versos y Edwin los hubiera cantado todos, pero el caballero le hizo callar con una mirada implacable. A aquel hombre la canción no le había animado, más bien al contrario, pues adoptó un aire severo al notar que el joven caballero se le acercaba. Edwin se detuvo y guardó una distancia respetuosa.

—Flaco favor nos haces hablando así de los dragones —dijo el caballero.

—Sólo es una canción, hermano, para elevar el espíritu de los hombres —dijo Edwin queriendo quitarle importancia.

—Propaga el miedo —repuso el caballero—. Deja los dragones para los cuentos de niños.

—Pero y si… —Edwin se calló pero era demasiado tarde.

El meditabundo caballero dio la espalda a las llanuras y, con un golpeteo de su armadura, se volvió y miró con enfado a Edwin.

El joven caballero sostuvo la mirada penetrante de su hermano durante un momento y luego la apartó.

—¿Ibas a preguntar qué ocurriría si los rumores fueran ciertos? —replicó el caballero de mayor edad con su habitual expresión ceñuda.

—Sí, hermano, lo he estado pensando —repuso Edwin con una mirada sorprendida—. Ya conoces el dicho «Cuando el río suena, agua lleva».

—Aunque hubiera realmente dragones entre las filas del enemigo —dijo el veterano caballero volviendo la vista de nuevo hacia las llanuras yermas—. ¿Qué bien haría a los hombres el saberlo? Ya están suficientemente inquietos tal como está la situación. Poner dragones en su imaginación solamente empeora las cosas, existan o no. ¡Esta locura tiene que acabar!

Edwin bajó la cabeza y miró fijamente las baldosas.

—Sí, Derek —dijo con fatiga. A lo largo de sus treinta años de vida, había pronunciado estas palabras más veces de las que podía recordar.

Lord Derek Crownguard volvió la cabeza y posó la mano con guantelete en el brazo de Edwin.

—No pretendía ser brusco, hermano —dijo—. La batalla se cierne sobre nosotros y me preocupa la moral de los hombres. Las habladurías sobre dragones podrían desanimarles. —Se detuvo mirando a todos lados para cerciorarse de que nadie les escuchaba—. A veces me pregunto si los hombres de lord Gunthar no habrán divulgado estas historias precisamente con esa intención.

Edwin asintió y contempló a su hermano. Todo el mundo sabía que había más amor entre caballeros y goblins que entre Derek Crownguard y Gunthar Uth Wistan. Ambos ambicionaban desde hacía tiempo el codiciado puesto de Gran Maestro de la Orden de Caballería y los años de rivalidad habían levantado un muro de piedra entre ellos.

Sus maniobras políticas se asemejaban a una gran partida de khas, el juego favorito de Derek. A Edwin jamás le había interesado el khas ni la política pero comprendía que con el castillo de Crownguard a punto de ser sitiado y con lord Gunthar, cabeza nominal del Gran Consejo, presuntamente a salvo en la isla de Sancrist, Derek estaba a punto de perder la partida. Aunque se afanaba por librarse de aquella desagradable impresión, Edwin presentía que perder en política significaba para Derek más que perder el castillo de su familia o su propia vida.

—¿Se sabe algo de Sancrist? —preguntó Edwin.

Ahora fue Derek quien bajó la mirada y se inclinó levemente, pero sólo Edwin se dio cuenta de ello. En cambio, la furia de su mirada resultaba evidente para cualquiera que mirara en aquella dirección.

—Nada —dijo en un gruñido—. Seguro que Gunthar conoce nuestra situación. Se está retrasando el envío de refuerzos con la esperanza de verme vencido.

—Decir esto no es justo —dijo Edwin—. ¿Cómo puedes pensar así?

Derek miró bruscamente a su hermano. No se le escapó la acusación implícita que había en la pregunta: si los papeles se hubieran invertido, Derek hubiera hecho lo mismo, si no algo peor, con Gunthar.

—Haría cualquier cosa por impedir que yo sea Gran Maestre. Incluso impedir que lleguen refuerzos. Pero no le saldrá bien. —Derek se volvió y miró su castillo como si fuera una torre en un tablero de khas—. Recuerda lo que voy a decirte: Llegará un día en que Gunthar lamentará todo lo que ha hecho para desbaratar mis planes.

Permanecieron en pie en las almenas sin decirse nada más.

A menudo los que no los conocían se sorprendían al descubrir que Derek y Edwin Crownguard llevaban la misma sangre. Derek era serio, duro y huraño mientras que Edwin jamás fruncía el ceño y tenía una mirada brillante y bondadosa. Incluso había quien a sus espaldas le llamaba inocentón.

En los tiempos antiguos era costumbre que el primer hijo varón de un señor fuera su heredero. Su segundo hijo, que no heredaba las tierras, a menudo ingresaba en el clero. A pesar de que, evidentemente, desde el Cataclismo no existía el clero, los caballeros decían con burla que Edwin bien podría haber sido clérigo. Además de creer en viejas leyendas, pasaba mucho tiempo en la antigua capilla donde, según él decía, encontraba la paz interior.

Derek se mofaba de esas ideas. No toleraba ese tipo de comportamiento en nadie que no fuera su hermano y tenía la esperanza de que algún día éste perdería la costumbre. Sin embargo, al ver que su hermano era tan feliz sin la carga que la nobleza ponía sobre sus hombros, Derek se dio cuenta de que Edwin no cambiaría jamás. Y, aunque hubiera quien se riera de Edwin Crownguard y le llamara tonto, Derek se preguntaba a menudo si aquello que los demás consideraban inocencia en Edwin no era en realidad una claridad de visión que Derek nunca tuvo.

—¡Atención! ¡Vista a las llanuras!

El grito provenía de un joven Caballero de la Corona que se encontraba en lo alto de la gran torre del noreste. Señalaba a lo lejos. Derek, Edwin y los demás caballeros se volvieron y miraron asustados. Durante unos momentos permanecieron en silencio, luego uno de los caballeros maldijo en voz baja.

—¡Que Virkhus y sus legiones nos amparen! —musitó Edwin mientras tocaba con sus dedos a Trumbrand, su antigua espada.

Derek no dijo nada y se quedó mirando hacia el horizonte, que estaba cubierto de nubarrones.

A lo lejos, un grueso penacho de humo que el helado viento enroscaba en negras espirales, se elevaba en el cielo.

Al mediodía, el patio interior del castillo de Crownguard estaba abarrotado de refugiados, la mayoría tan aterrorizados que les faltaba hasta el habla. Los caballeros encontraron un hombre que no se había vuelto loco de miedo y lo condujeron ante Derek en el gran salón de la torre de homenaje.

—Linbyr de Archester, un curtidor —anunció sir Winfrid, el senescal, y a continuación hizo pasar a un hombre calvo y corpulento.

Derek levantó la vista de la gran mesa de guerra ocupada por un mapa de Solamnia y unas marcas que representaban los caballeros y las ubicaciones de los ejércitos de los Grandes Señores. Estudió al campesino a la rojiza luz del fuego de la chimenea, retorciéndose un extremo del largo bigote castaño. Linbyr le devolvió la mirada. Derek, que no estaba acostumbrado a ver esta actitud en un plebeyo, montó en cólera.

—No te quedes ahí parado haciéndome perder el tiempo. Dime —gruñó—. ¿Qué mal os aflige a ti y a tu gente?

—¿Qué mal? Yo os lo diré, señor —dijo enfadado y con voz ronca—: confiábamos en que gente como vos nos protegería. Éste es nuestro mal.

Derek hizo ademán de incorporarse, apretando los puños, pero luego se controló. No podía dejarse llevar frente a un inferior. De todos modos habló con la suficiente rabia para que Linbyr se calmara.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que quiero decir, milord, es que los ejércitos de la Reina Oscura han saqueado Archester —dijo Linbyr con desdén.

—Imposible —repuso Derek frunciendo el entrecejo—. Eso nunca ocurrirá mientras el castillo de Archuran proteja…

—El castillo de Archuran también ha caído.

Derek se quedó tan pasmado que pasó por alto la interrupción del hombre.

—¿Lord Aurik?

—Muerto, señor, junto a sus hombres.

Derek se recostó en el sillón. Lord Aurik había sido uno de sus mayores apoyos políticos. Había sido, además, un amigo, un formidable guerrero y un hombre de honor. Era impensable que él y el castillo de Archuran hubieran caído. Derek jamás había oído hablar de un asedio tan breve.

—¿Qué traición ha provocado esto?

—No ha habido ninguna traición, mi señor. El ejército tomó el castillo —dijo Linbyr con un tono más atemperado por respeto a los caballeros caídos; sin embargo, esta actitud compasiva sólo logró aumentar la ira de Derek.

—Durante miles de años, las murallas del castillo de Archuran jamás cayeron, ni por asedio ni por hechicería.

—Es posible que así fuera —repuso Linbyr—, pero se desmoronaron como si fueran de arcilla tras el paso de los dragones.

Derek apartó la mirada y apretó los puños. Se había vuelto realidad. La canción de Edwin había cobrado vida. A sabiendas de que aquello era irracional, secretamente culpó a su hermano por lo ocurrido.

—Sí, mi señor, dragones —repitió Linbyr—. Como en las viejas canciones. Los caballeros estaban demasiado ocupados muriendo para defender a nuestro pobre pueblo. —Y sacudiendo la cabeza agregó—: Y pensar que creíamos que nos podrían mantener alejados de todo peligro.

Dicho esto, y sin pedir permiso para retirarse, Linbyr dio media vuelta y abandonó la sala. Derek no hizo gesto alguno para impedírselo.

En la mente de Derek una palabra se repetía sin parar: «dragones». Los dragones habían derribado las murallas del castillo de Archuran, habían matado a Aurik y sus hombres y habían destruido de golpe las ambiciones de Derek. Movió cuidadosamente la mano y quitó del mapa la marca que representaba el castillo de Archuran.

—¿Mi señor?

Derek levantó la vista de la mesa y vio a sir Winfrid en el umbral de la puerta. El rostro envejecido del senescal reflejaba preocupación.

—¿Y bien? ¿Qué ocurre? —dijo Derek bruscamente, con más dureza de la que pretendía.

Winfrid conocía bien el temperamento de su señor y si la brusquedad de Derek le había molestado, no lo demostró.

—Un jinete se acerca por el noroeste, mi señor —dijo—. En su escudo luce el blasón de caballero.

Curiosamente lo primero que vino a la cabeza a Derek fue que, al fin y al cabo, el escudero bromista se había equivocado: a pesar de todo, los centinelas miraban al noroeste.

—¿Crees que será un mensajero de lord Gunthar? —preguntó.

—Se está aproximando a las puertas —dijo Winfrid encogiéndose de hombros—. Los arqueros están dispuestos, señor, por si se trata de una trampa.

—De acuerdo —repuso Derek—. Veamos quién es.

Salió de la sala tras Winfrid y cruzó el patio interior. Edwin estaba allí atendiendo a una aldeana, una joven con la pierna ensangrentada.

Derek no se molestó en dirigirle una segunda mirada. Edwin tenía un don para sanar enfermos y heridos. Sabía de plantas y de cómo curar huesos rotos. La gente decía que su sola presencia les hacía sentir mejor. Para Derek todo aquello era absurdo. Ni su hermano ni los aldeanos asustados y exhaustos ocupaban su pensamiento.

Acompañado de Winfrid, Derek entró por el puente levadizo y ascendió por las escaleras de la torre de vigilancia. En lo alto, los arqueros se agazapaban entre los merlones con las flechas dispuestas. Derek miró hacia el camino que llevaba hasta las pesadas puertas. Un jinete se aproximaba a galope y su escudo brillante lucía el martín pescador, la rosa, la espada y la corona de los Caballeros de Solamnia. Su armadura iba cubierta de hierbas con la intención de camuflarlo. El jinete, al aproximarse a las puertas, detuvo su caballo castaño, que echaba espuma por la boca. Miró hacia atrás como si le persiguieran y luego saltó de la montura. Las piernas no le sostuvieron y cayó al suelo en medio de un gran estrépito y mascullando un juramento.

Derek observó al caballero que yacía en el suelo. A juzgar por su aspecto, podía decirse que hacía poco que había vivido duras luchas. No era de extrañar: en las colinas abundaban los agentes enemigos y los caminos resultaban demasiado peligrosos para que un jinete se aventurara a viajar solo. El caballero se puso de rodillas y luego se sacó de un tirón el casco con visera. Una mata de cabello pelirrojo se desparramó sobre los hombros. La cara del hombre estaba pálida y una delgada costra de sangre seca le manchaba la barbilla. Sin embargo, al alzar la vista hacia la torre de vigilancia hubo un destello divertido en sus ojos.

—¡Salve, viejo amigo! —gritó a Derek. Estalló en un acceso de tos, pues había estado cabalgando durante tiempo y estaba sin aliento. Al recuperarlo, jadeó—. Un día fantástico para cabalgar por el campo ¿no?

Su bigote rojo se arqueaba sobre unos amplios labios. Derek se sorprendió. Aquella capa verde, el cabello pelirrojo, aquel sentido del humor irreprimible: sólo conocía a un caballero como aquél.

—¿Aran? —exclamó en cuanto el hombre consiguió ponerse en pie.

—El mismo que viste y calza —repuso el caballero de cabello rojizo. Miró hacia atrás en un gesto que parecía ser más reflejo que consciente y luego, hacia la torre de vigía—. Supongo que no te importará levantar el rastrillo y dejarme entrar.

Derek bajó de la torre de vigía y se dirigió a las puertas del castillo. Dos escuderos jóvenes le habían precedido para auxiliar a sir Aran Tallbow. Aran se esforzaba por apartarlos.

—Marchaos —decía entre gruñidos—. Acabo de cruzar a caballo media Solamnia. Creo que podré llegar al maldito patio yo solo.

—Ocupaos del caballo —ordenó Derek a los escuderos—. Que le sequen el sudor, le alimenten y le den de beber. Y que le saquen también las bardanas de la crin.

Los escuderos asintieron y tomaron las riendas del animal de Aran, se inclinaron y llevaron al caballo por la barbacana al patio interior.

Aran Tallbow, Caballero de la Corona, miró a Derek de arriba abajo y avanzó cansado y cojeante.

—Me alegra volverte a ver —dijo sonriendo a pesar del dolor que sentía por las largas horas de cabalgada.

Derek avanzó hacia él, le estrechó en sus brazos y esbozó un gesto que era lo más parecido a una sonrisa que nunca había hecho.

—Parece que has pasado momentos difíciles —dijo.

—He tenido algo de mala suerte cerca de Owensburg —contestó Aran con una mueca de dolor—. Me topé con una patrulla de hobgoblins, nunca había visto tantos de esos cabritos, y tuve que abrirme camino disparando flechas.

Aran tomó el carcaj que llevaba a su espalda y lo abrió: sólo contenía dos flechas.

—Me pisaban los talones. He hecho galopar tanto a mi vieja Byrnie, que temo haberla reventado.

—Se pondrá bien —le aseguró Derek—. ¿Qué te trae por aquí en estos tiempos tan difíciles? Parece un mal momento para visitar a las viejas amistades.

—Es cierto, pero aquí estoy —contestó Aran riendo mientras se colocaba de nuevo el carcaj en la espalda—. Estaba en el castillo Uth Wistan cuando llegó el mensajero con tu petición de refuerzos. Pregunté a Gunthar si me podía enviar aquí.

—Entonces Gunthar viene en mi ayuda. —Derek dio un paso atrás y se frotó las manos con deleite. La sonrisa de Aran desapareció.

—Bueno, no es así, me temo. Soy todo lo que podía enviar —dijo rascándose la nuca.

—¡Maldito sea! —Derek escupió y dio un golpe en la pared con el puño enguantado en cota de malla. El metal resonó en la piedra—. ¡Ese idiota! ¿Acaso no se da cuenta…?

Se interrumpió y miró a su alrededor para ver si alguno de sus hombres había presenciado aquel acceso de cólera. Aran contempló preocupado a su amigo y luego volvió a sonreír.

—No he dicho que fuera el único que viene hacia aquí —dijo—. Antes de que el Consejo se retirara aparté a un lado a Alfred MarKenin y tuve unas palabras con él. Le expliqué lo agradecido que estarías, como Coronel Guerrero, con aquéllos que te hubieran ayudado cuando los necesitabas. Se mostró de acuerdo en enviar una compañía de Caballeros de la Espada sin que Gunthar lo sepa. Llegarán desde Solanthus de aquí a una semana. No adivinarías quién está al frente de ellos.

—No será Brian Donner… —dijo Derek asombrado mientras asumía cuanto escuchaba y se tragaba todo el odio contenido.

—Exacto. Lo has adivinado —dijo Aran con su sonrisa más amplia y cautivadora. Dio un palmetazo a Derek en la espalda—. Los tres juntos de nuevo ¿Qué te parece? Igual que cuando éramos jóvenes, nos acababan de armar caballeros y teníamos ganas de guerrear.

Derek asintió. Entretanto en su mente evaluaba ya el estado de su partida de khas y meditaba una nueva estrategia.

—Gracias por esto, Aran —dijo.

—No ha sido ningún problema, amigo —repuso el caballero de cabello rojizo. Miró hacia a la casa de la guardia—. ¿Está Edwin?

—Está en el patio interior. Atendiendo a los necesitados.

—Hay cosas que nunca cambian. No me extraña. ¿Todavía sueña con seguir los pasos de Huma? Bueno, tal vez ahora tendrá la oportunidad —dijo Aran riendo. Derek frunció el ceño.

—No es momento para bromas.

Aran iba a decir que aquello no era una broma, pero la dura expresión del rostro de Derek le hizo callar.

—Voy a saludarle —dijo Aran volviéndose para marcharse—. Creo que luego me echaré a descansar. No puedes imaginarte cómo me duele todo el cuerpo. No soy tan joven como antes. Esta noche habrá una fiesta de bienvenida para mí ¿no?

Derek asintió y Aran partió hacia el interior del castillo. Pese al cansancio y el dolor que sentía, el caballero del cabello rojizo todavía tenía un porte ágil en su modo de andar, como el que él mismo había tenido años atrás, cuando eran hermanos de aventuras junto con Brian Donner. Derek volvió a sus pensamientos sombríos. Aquél había sido un día aciago, lleno de malas noticias. Primero, el cuento de Linbyr sobre los dragones, el cual, se dijo para sí, no había sido confirmado, y ahora, por fin, una prueba de la negativa de Gunthar a reforzar el castillo de Crownguard.

—Crees que puedes vencer dejándome indefenso ante el enemigo —susurró a las sombras apretando con fuerza un puño—. Crees que me puedes sacrificar como si fuera un clérigo en una partida de khas. Reza para que tengas razón, Gunthar. Reza por ello.

—Me temo que nuestra hospitalidad ya no es la que era —dijo Edwin al ver que Aran Tallbow se servía personalmente una porción de jabalí asado.

En el gran salón los sirvientes se afanaban por mantener las jarras llenas de cerveza negra caliente. El pan, el queso y la fruta estival yacían esparcidos por la gran mesa de comedor pero, en comparación con las fiestas de los tiempos de paz, parecían escasear. Edwin hizo un gesto con su cuchillo señalando a los demás caballeros que se habían reunido para el banquete.

—A estas alturas, la mayoría ya nos hemos acostumbrado a las gachas de avena y al cerdo salado.

Derek, que apenas había hablado desde que se cortó la primera rebanada de pan miró con fiereza a su hermano.

—Edwin, cállate.

Aran esbozó una sonrisa tras su pedazo de carne. Tomó un sorbo de cerveza y sacudió la cabeza mientras su cabello rojo se agitaba con alegría.

—No temas, Derek —dijo sin más—. He sufrido ya otros asedios. Por lo menos no tenéis que contentaros con carne de rata. Recuerdo una vez que…

No continuó. Excepto Edwin, no había nadie que le escuchara y ni siquiera se esforzara por pretender que lo hacía. Aran miró a los comensales e hizo un gesto de descontento. Por mucho que se esforzara en levantarles la moral, aquellos hombres parecían determinados a sentirse pesimistas. Al fin y al cabo, se dijo, tenían razones para estarlo, como él mismo no había tenido más remedio que admitir. Antes de la fiesta había echado un vistazo a la mesa del mapa. El castillo de Crownguard estaba rodeado. Los hobgoblins que tantos problemas habían causado a Aran venían por el norte. Y según todas las informaciones, un ejército considerable se acercaba hacia allí procedente del sur, un ejército que había asolado nada menos que el castillo de Archuran. Esto Derek lo había oído de los campesinos antes de que partieran a probar fortuna en las colinas. Les había advertido que era posible que no lograran sobrevivir mucho tiempo en tierras agrestes, pero ellos se mostraron decididos a no permanecer en el castillo.

Sin embargo, lo que a Aran más le preocupaba era su anfitrión. Derek siempre había sido serio, incluso taciturno, pero ahora estaba sombrío y siniestro como una nube de tormenta. Y a Aran no le hacía ninguna ilusión escuchar el estallido del trueno.

—¿Con la ayuda de cuántos caballeros podemos contar, sir Aran? ¿Cuándo llegarán? —preguntó mientras se frotaba su bigote gris el viejo Pax Garrett, Caballero de la Espada, uno de los más íntimos amigos del padre de Derek.

—Bueno, veinte o treinta, siempre y cuando no se pierda ninguno por el camino. Llegarán en cinco o seis días, siempre y cuando, de nuevo, todo vaya bien —respondió Aran, algo violento, tras aclararse la garganta y dejar el cuchillo a un lado.

—¡Veinte o treinta! —repitió Pax sorprendido—. ¡Cinco o seis días! ¡Por el Abismo! ¡Es insuficiente! ¿Qué se cree Gunthar que está haciendo?

—Gunthar no hace nada —exclamó Derek con enfado mientras todas las miradas se posaban en él—. Está sentado en su castillo, acumulando tropas sin enviarlas al frente.

—No es así, mi señor —dijo Aran mientras negaba con la cabeza—. La verdad es que en Sancrist quedan muy pocos caballeros. Apenas bastan para proteger el Gran Consejo. La mayoría está luchando en Vingaard y Solanthus. Gunthar expresó su malestar por no poder ayudar…

—¡Bah! —repuso Derek gruñendo con los ojos brillantes por la luz de la chimenea—. Seguramente él y sus hombres se estarán riendo de nosotros. Lo ha hecho deliberadamente, para eliminarnos de su camino. Para eliminarme a mí de su camino. De hecho, no me sorprendería saber que ha hecho un pacto con el enemigo para dejarnos como pasto para los lobos y quedar él libre.

Toda la sala se quedó en silencio. Los caballeros miraban asustados a Derek. Aran bajó la vista al plato.

—¡Hermano! —dijo Edwin en tono acusador—. ¡No hablarás en serio!

Derek contempló la sala con asombro. Luego se frotó la frente, roja de ira.

—Lo siento. No quise decir eso —dijo cansado—. Pero el caso es que Gunthar nos ha dejado virtualmente sin ayuda para soportar el embate de las fuerzas del enemigo.

—Con todos los respetos, Derek, pero aquí no hay mucho que interese al enemigo —repuso Aran.

Eso era cierto. A pesar de que la familia Crownguard en su tiempo fue una de las más poderosas de Solamnia, en la actualidad lord Derek tenía un dominio pequeño. El prestigio de la familia se había venido abajo hacía tiempo y sólo años de delicadas y constantes maniobras habían puesto al alcance de Derek el puesto de Gran Maestro. Pero ahora incluso eso empezaba a hacerse trizas; al pensarlo Derek se enfureció y clavó el cuchillo en la mesa.

—Atacarán —dijo.

—Pero ¿por qué? —preguntó Aran—. ¿De qué serviría? Incluso lord Alfred dudaba de la necesidad de mermar tropas de Solanthus para enviarlas a defender Crownguard cuando el enemigo puede simplemente pasarnos por alto y atacar a jinetes.

—Nos atacarán —repuso Derek con la mirada imperturbable— porque pueden ganar con rapidez.

—Y tienen dragones —agregó Edwin.

Esta vez incluso los sirvientes se detuvieron, mirando asombrados. Derek lanzó una mirada de rencor a su hermano; todavía no había explicado a los demás el cuento de Linbyr. La explicación, de todos modos, no era necesaria, pues los otros ya habían oído rumores, pero aquélla era la primera ocasión en que alguien lo pronunciaba en voz alta. Pax y los demás caballeros tenían el semblante afligido.

Aran rompió el silencio con una risa falsa.

—¡Dragones! ¡Vaya, vaya! —exclamó a la vez que intentaba hacerlo pasar como un chiste. A decir verdad no se lo podía creer—. Esto sí que es una buena broma, Edwin. ¿No es así, Derek?

Pero los demás caballeros no se reían y Aran miraba fijamente a Derek.

—¿No es así, Derek? —insistió con mayor vehemencia.

—Aunque lo haga con su habitual falta de tacto, mi hermano dice la verdad —dijo Derek con brusquedad mientras removía la carne de su plato. Luego tomó un trago de cerveza que le supo igual que agua sucia—. Los dragones han matado a Aurik y a sus hombres y han arrasado el castillo de Archuran. Todos y cada uno de los supervivientes cuentan la misma historia.

Aran resopló. Ahora entendía por qué la conversación tranquila que habían sostenido en la mesa durante la fiesta había sonado tan forzada y poco entusiasta. Por fin comprendía la desesperación de Derek. Dejó el cuchillo a un lado, de pronto se le había quitado el apetito, y contempló las filas de escudos brillantes que colgaban de las paredes del salón. Cada una lucía el blasón de un Crownguard, marcado con el sello de un Caballero de la Rosa. Aunque los Tallbow eran un clan menos notable, Aran podía comprender el orgullo que Derek sentía por su herencia. Y ésta ahora estaba condenada sin remedio.

—¿Qué es esto? —retumbó sir Pax mientras golpeaba la mesa con el puño—. ¿Pesimismo ante la perspectiva de una muerte honrosa? Sin duda los que me rodean no son Caballeros de Solamnia; éstos no ponen el semblante fúnebre ante sus jarras de cerveza cuando piensan en enfrentarse con dragones en una lucha justa.

Esas palabras animaron a los caballeros, pero en cuanto la fiesta terminó todos se dispersaron rápidamente para vigilar durante la noche desde las almenas. Al poco sólo quedaron Derek, Edwin y Aran tomando una copa de licor alrededor de la mesa del mapa.

—¿Cuánto falta para que llegue el ejército? —preguntó Aran por fin mientras agitaba su copa de licor dorado.

—Los campesinos dijeron que el enemigo les siguió durante parte del camino y que en las cercanías de Axewood se retiró. —Derek señaló un pequeño grupo de árboles en el mapa—. Tendrán que reponer sus carros de avituallamiento; pero supongo que les avistaremos en dos días a partir de mañana.

—Por lo tanto, seguramente la compañía de Brian no llegará a tiempo —dijo Aran con firmeza—. No podemos contar con más de lo que ya tenemos.

—Hemos levantado ya las defensas —añadió Edwin—. Nos gustaría que encabezaras a nuestros arqueros.

—Esperaba que me lo solicitarais. Será un honor. Por supuesto, con tu permiso, lord Derek —dijo Aran.

Derek asintió con un ademán ausente. No hacía falta decir que Aran, uno de los mejores arqueros de Solamnia, encabezaría a los arqueros del castillo. La mente de Derek estaba en otro lugar.

—Aran ¿tú qué sabes sobre dragones? —preguntó.

—Me temo que no más que tú, es posible que incluso menos. Sólo sé lo que mi niñera me contó cuando era pequeño —repuso el caballero del pelo rojo—. Son grandes, tienen escamas, dan miedo y comen niños malos para almorzar.

Soltó una risita y Edwin sonrió. Derek, sin embargo, frunció el entrecejo. Aran lanzó un suspiro y sacudió la cabeza. Agitó el licor en la copa y le cayeron unas gotas en los dedos.

—¡Maldita sea, Derek! ¿Qué quieres que te diga? Hasta esta noche ni siquiera sabía que los dragones existían. Y, desde luego, no sé cómo matar a una de estas malditas bestias. Si crees en los cuentos, Huma usó la Dragonlance. ¿No tendrás por casualidad una de estas lanzas en la armería, verdad?

Derek echaba fuego por los ojos pero no respondió. Aran, disgustado, se lamió el licor de la mano.

—El Caballero Encapuchado sólo se sirvió de su espada —dijo Edwin sin más.

—¡Maldita sea! —gritó Derek de repente—. ¡El Caballero Encapuchado es sólo un cuento! ¡Igual que Huma!

—¿Y qué son si no los dragones, hermano? —preguntó Edwin—. ¿Son un cuento? ¿Son reales? Ya no estás tan seguro, ¿verdad?

Aran había oído esta discusión otras veces. Edwin creía en los cuentos antiguos. Sus héroes eran Huma, Vinas Solamnus y Berthel Brightblade. Derek siempre se había burlado de su hermano por ello; él sólo creía en sí mismo. Aran sabía que aquella discusión podía durar toda la noche y optó por una retirada estratégica.

—Me temo que la cabalgada hasta aquí me ha agotado —dijo Aran fingiendo un bostezo—. Con tu permiso, me retiraré, mi señor.

Derek le despidió con un gesto y la mirada feroz todavía clavada en Edwin. Aran hizo una mueca de disculpa al caballero más joven, se levantó y se marchó. Procuró cerrar la puerta lo más silenciosamente posible pero aún así sonó como un trueno en aquel silencio cavernoso.

Después de la marcha de Aran, los dos hermanos se quedaron sentados en medio de un silencio tenso. Edwin le aguantó la mirada tanto como le fue posible, luego bajó la vista a sus manos, que reposaban en su regazo.

—Yo…, lo siento, Derek. No quería decir…

—Sí querías —dijo Derek con frialdad—. Soy un necio sólo porque no me creo ninguna canción de las que cantan los bardos. ¿No es eso?

—Hermano, por favor… —dijo Edwin encogiéndose.

—No, no —repuso Derek mientras agitaba una mano con desprecio—. Está claro, tienes razón. En las filas del enemigo hay dragones. Lo mejor que podrías hacer es marcharte a toda prisa, encontrar el Mazo de Kharas y forjar tú mismo algunas lanzas. Así podrás salvar al mundo.

—Basta ya, Derek. —Edwin echó atrás su silla y se puso en pie mientras apuntaba con un dedo tembloroso a su hermano—. Estoy harto de tus burlas. Ya no soy un niño. No quiero ser Huma, Derek. Sólo quiero creer en algo. ¿Acaso no puedes comprenderlo?

Derek miró con fiereza a Edwin. Su mirada era sombría y tenía los puños apretados bajo la mesa. Esta vez, sin embargo, Edwin sostuvo la feroz mirada de su hermano con actitud desafiante. La mirada de Derek se tornó glacial. Luego sacudió la cabeza.

—Muy bien. Pues cree en algo —dijo—, cree en los dragones. Y, como están de camino, tendremos que enviar un hombre a Vingaard para advertir a los caballeros de allí.

—Sí, es una buena idea —convino Edwin. Pero al darse cuenta de lo que su hermano quería decir se interrumpió—. No, Derek. Sin duda tú no…

—Sí, Edwin. Quiero que vayas.

—Pero éste es mi hogar. No puedo marcharme…

—Si los dragones vienen, no tendrás hogar —prosiguió Derek—. Moriremos todos, igual que ocurrió en el castillo de Archuran. El nombre de Crownguard no puede extinguirse. Tú tienes esposa, y está a salvo en Vingaard. Yo, no. Tienes que engendrar un heredero para que la familia continúe. —Se detuvo un momento y apretó los labios con firmeza—. Y tienes que llegar antes que lord Gunthar y acusarle de haber participado en mi muerte y en la de mis hombres.

—¡Así que de eso se trata en realidad! —exclamó Edwin dando un puñetazo en la mesa. Su voz temblorosa resonaba por la sala—. Si tú no puedes ser Coronel Guerrero, habrá que deshonrar a lord Gunthar para que él tampoco pueda serlo. Llevas tanto tiempo jugando a este maldito juego del poder que no ves nada más ¡Ni siquiera tu propio honor! —Derek no estaba habituado a esta actitud desafiante. Miró a su hermano con asombro—. Envía a otro lacayo para tus recados, hermano —prosiguió Edwin. En sus treinta años jamás había hablado a su hermano con tanta ira—. No voy a ser un peón en tu tabla de khas.

Cuando acabó de decir estas palabras, dio media vuelta y se marchó.

Derek se quedó en la sala con la mirada perdida, hasta que el fuego de la chimenea empezó a consumirse. Si todo fuera tan sencillo como Edwin imaginaba, se dijo a sí mismo. Sería magnífico que Paladine apareciera de golpe y los salvara. Pero Paladine no vendría. Ni ahora ni nunca.

Finalmente, Derek decidió que la negativa de Gunthar a enviar refuerzos formaba parte de un plan. Gunthar era quien había socavado la moral de sus hombres, había puesto a Edwin en su contra y había provocado la desgracia en la familia Crownguard. Y todo para impedir que Derek alcanzara el puesto que merecía.

Derek lanzó su copa de cristal contra la pared. Antes de hacerse añicos contra las piedras, la copa describió un arco de licor dorado en el aire. Derek permaneció sentado en silencio, mirando absorto los brillantes fragmentos de cristal. Y así estuvo durante horas, planeando su próximo movimiento.

Al amanecer, el cielo sobre el castillo de Crownguard estaba cubierto de nubes tormentosas del color de una armadura sin pulir. Las tierras al sudeste estaban cubiertas de brumas debidas a la lluvia que se avecinaba y el viento había dejado de ser fresco para convertirse en húmedo y frío. En las murallas los hombres aferraban sus alabardas tiritando y bajaban las viseras de sus yelmos ante el azote del viento. Ahora ya nadie cantaba. Pocos hablaban. Los exploradores del castillo habían sido dados por desaparecidos. Debían haber regresado de la ronda hacía varias horas; pero ni siquiera el centinela con mejor vista podía distinguir ningún signo de ellos. Con la tormenta a punto de estallar y el ejército enemigo acechando, las esperanzas de volver a verlos menguaban a cada instante.

Al final de la mañana, la lluvia azotaba ya las murallas del castillo y algunos de los escuderos más inexpertos hablaban de seguir a las gentes de Archester hacia las colinas. Los caballeros pusieron un pronto final a esas habladurías, pero ni siquiera las reprimendas más severas consiguieron ahuyentar la sombra del terror que se alzaba ante la vista de los hombres más jóvenes. Sir Winfrid ordenó doblar la guardia en la puerta posterior para impedir deserciones y los cobardes fueron encerrados para evitar que propagaran el miedo por el alcázar.

Derek se enfureció al descubrir la disensión y tomó nota del nombre de cada uno de los responsables; si, de algún modo, él lograba sobrevivir juró que denunciaría aquella cobardía ante el Gran Consejo. Si de él dependiera, ninguno de ellos conseguiría ser caballero.

Sin embargo, aquello no era lo peor. Derek averiguó que su hermano había ido a la vieja capilla a hacer vigilia a la manera antigua y que algunos de los caballeros jóvenes querían unirse a él. Era una locura sacrílega y meditó la posibilidad de ponerle freno. Pero las palabras de enfado de Edwin la noche anterior todavía le dolían y, a su pesar, permitió que su hermano continuara con aquella fantasía.

Al abandonar la mesa del mapa del gran salón para ir a inspeccionar las defensas del castillo, Derek Crownguard no estaba de buen humor. En la alta muralla interior del alcázar se encontró a Aran Tallbow sentado bajo una cubierta de madera haciendo astiles de flechas pacientemente. El magnífico arco de Aran descansaba junto a él con la cuerda cubierta para mantenerla seca. Al oír el ruido de la armadura de Derek, Aran levantó la vista.

—Buen día tengáis, mi señor —dijo con una sonrisa irónica.

Derek frunció el entrecejo y no devolvió el saludo.

—No hace falta que hagas flechas, Aran —dijo acurrucándose bajo la cubierta y limpiándose la lluvia del rostro—. Tenemos suficientes para todo el invierno si es preciso.

—Ya me conoces, Derek —replicó Aran—. En una batalla, antes me pondría la armadura de otro caballero que lanzar una flecha que no haya hecho yo mismo. —Acto seguido, con la cola que sacó de un tarro de arcilla, pegó la pluma teñida de verde en el astil—. ¿Se sabe algo de la patrulla? —preguntó mientras cogía otra pluma de su bolsa de gamuza.

—Es posible que hayan buscado refugio para aguantar la tormenta —dijo Derek tras hacer un gesto negativo con la cabeza.

Aran encoló una tercera pluma y procedió a insertar una punta de acero en el astil.

—No te lo crees —dijo asegurándose de que la punta estaba bien colocada—. Pero tendrás problemas graves si este viento no amaina. Los arqueros no podrán hacer blanco en nada.

—Tampoco ellos —dijo Derek gruñendo.

—Será de poca ayuda cuando levanten las escaleras de asedio.

Aran colocó satisfecho la flecha terminada dentro del carcaj, que ya estaba a medio llenar. Inmediatamente cogió su cuchillo y se dispuso a hacer otra flecha.

—¿Has visto a Edwin?

—Está en la vieja capilla.

—¿Rezando al bendito Paladine? Espero que obtenga una respuesta.

Derek miró con fiereza al caballero. Aran sonrió.

—Amigo mío, de vez en cuando podrías intentar reírte con algún chiste.

Derek, ceñudo, sacudió la cabeza y miró a otro lado. Aran siempre había sido bueno en dar en el blanco, tanto con las flechas como con las palabras. Derek tenía la terrible sensación de que Edwin estaba rezando a los dioses antiguos. ¡Eso era lo único que le faltaba! Derek se volvió y miró al patio interior del castillo. En el gran salón varios sirvientes se afanaban por cubrir una ventana cuyo postigo había sido reducido a añicos por la tormenta. Sir Pax y sir Winfrid estaban enfrascados en una conversación cerca de la torre del noreste. Un escudero corría en pos de una capa que el viento arrastraba por el patio.

De repente, una forma oscura asomó en el cielo procedente del este y cayó a plomo sobre el castillo. Derek dio un respingo y tocó el brazo de Aran. El caballero del cabello rojizo dejó de tallar y miró hacia el cielo.

—¿Pero qué demonios es eso? —se preguntó con los ojos desorbitados—. ¡Por Huma, el martillo y la lanza!

Aquello era, o había sido, un hombre.

El cuerpo dio contra la muralla oeste del alcázar con un repulsivo golpe sordo y cayó sobre el tejado del granero. Varios caballeros bajaron el cadáver al suelo del patio. Cuando Derek y Aran llegaron, yacía sobre los guijarros, cubierto por la capa azul oscuro de sir Winfrid. Aran se abrió paso entre la multitud; Derek avanzó y levantó la mortaja.

Al mirar aquel cuerpo, reconoció por las vestiduras a uno de los exploradores; la cara estaba demasiado desfigurada para reconocerlo. Numerosos cortes atravesaban el rostro de aquel hombre, que parecía destrozado por las fauces de algún animal. Las heridas eran largas y profundas. Los colmillos que las habían provocado tenían que ser afilados como puntas de lanza.

A pesar de sus esfuerzos, Derek se estremeció al cubrir de nuevo el cuerpo.

—Llevadlo a la capilla —dijo con una calma forzada—, y volved a vuestros puestos.

Los hombres empezaron a dispersarse de mala gana. Derek dio media vuelta y se marchó hacia la casa de la guardia. Sir Winfrid corrió hacia él.

—¡Mi señor! —exclamó. Cuando Derek se detuvo y se volvió, el senescal prosiguió—: Había algo más, señor. El cuerpo llevaba un mensaje.

Derek tomó en silencio el pergamino que sir Winfrid le tendía; luego se dio la vuelta y se encaminó hacia la casa de la guardia. Aran le siguió. En cuanto estuvieron a salvo de la tormenta, Derek desenrolló el mensaje y lo levantó para aprovechar la luz de la antorcha. A pesar de que la tinta se había corrido con la lluvia y una mancha de sangre teñía una esquina, las palabras todavía eran legibles. Para sorpresa de Derek, el texto, escrito por una mano decidida y firme, estaba escrito en buen solámnico:

«Al señor de este castillo: Vas a morir. Ríndete. La Dama Oscura».

—Bien, bueno —dijo Aran con una sonrisa torpe y forzada—. Esto es… ¿qué?

No faltó tiempo para que los rumores se divulgaran. El enemigo se acercaba y si había que elegir entre los dragones y las patrullas de hobgoblins que vagaban por las colinas circundantes, los sirvientes, escuderos y lacayos preferían los segundos. Los caballeros de la poterna retenían con esfuerzo a los hombres y mujeres aterrorizados que intentaban huir del castillo. Finalmente, por temor a sufrir un amotinamiento, Derek ordenó a los caballeros no intervenir. Al atardecer sólo quedaban los caballeros y unos pocos plebeyos valientes. La noticia de la amenaza de la Dama Oscura había reafirmado el ánimo de muchos caballeros, pero algunos de los jóvenes estaban empezando a perder los nervios.

Al caer la noche, la tormenta se recrudeció. El viento aullaba. El cielo, cubierto de nubes, resplandecía con los relámpagos, y los truenos sacudían el castillo. Aran, de mala gana, tuvo que dejar de hacer flechas y pasó a pulir su espada. Derek paseó con aplomo por la muralla interior para infundir ánimo a los caballeros. Al ver que había algunos que no estaban en sus puestos pensó que habían desertado.

—Mi… mi señor —dijo Pax—. Están en la vieja capilla.

Edwin estaba de rodillas dentro de la capilla, con la cabeza inclinada y la antigua espada Trumbrand entre las manos. Mientras los hombres depositaban el cuerpo mutilado del explorador en un féretro, Edwin se mantuvo imperturbable y, si llegó a ver el cadáver, no lo demostró.

Los jóvenes caballeros avanzaron despacio mirándose nerviosos entre sí. Edwin no levantó la vista y ni siquiera se movió cuando se arrodillaron junto a él. Tenía los ojos cerrados, su respiración era lenta y profunda y los labios estaban entreabiertos.

—Dame una señal —rezaba suplicante a cualquier poder que pudiera escuchar su voz—. No tengo miedo, haré lo que me pidas. Sólo dame una señal de que no estoy solo.

Repetía esta súplica una y otra vez. La plegaria le llenaba el pensamiento, le calmaba el hambre y la debilidad y le proporcionaba paz y tranquilidad. En su juventud, cuando podía escaparse una o dos horas sin que Derek se diera cuenta, había ido a menudo a aquella capilla. Se arrodillaba y mantenía la vigilia tal como Huma, Vinas y el Caballero Encapuchado hacían en los cuentos. Algunas veces creyó sentir aleo, pero nunca estuvo seguro de ello. Ahora rezaba con más Fervor todavía. Unos dragones, dragones de verdad, se estaban acercando. Y si los dragones eran reales, eso significaba que Huma podría haber existido. Por consiguiente, y ya con pensarlo se estremecía, eso significaba que Paladine también era real.

—Joven, debes de estar cansado.

Edwin, sobresaltado, dio tal respingo que casi se ahoga. Abrió los ojos, asombrado. No había nadie. Miró a ambos lados. Los jóvenes caballeros que se le habían unido en la vigilia dormitaban arrodillados.

—He dicho que debes de estar cansado, Edwin —escuchó de nuevo.

La voz sonó a sus espaldas. Edwin, con una mueca de dolor al mover su cuerpo tras horas de absoluta quietud, se giró para ver quién se le había unido. Era Pax Garrett, con el viejo rostro lleno de compasión. Posó la mano enguantada sobre el hombro de Edwin y sonrió con amabilidad.

—¡S-Sir Pax! —balbuceó Edwin—. ¿Por qué has venido? ¿Ha pasado algo importante? ¿Nos atacan ya?

Edwin se incorporó preocupado, con Trumbrand dispuesta en su mano.

—No, no —dijo Pax a la vez que con un gesto amable pero firme tranquilizaba a Edwin—. Nada de eso. Sólo necesitaba alejarme de esta maldita tormenta durante un rato. —Y mirando por encima del hombro a la puerta cerrada de la capilla prosiguió—: Tenía que hablar contigo esta noche.

Pax buscó en su bolsa una botella, la abrió y tomó un largo trago. Luego la ofreció a Edwin mientras se limpiaba la barba canosa.

—Me temo que sólo es agua —dijo el anciano caballero—. Si bebo algo más fuerte estos días mi corazón estallará.

Edwin tomó la botella y bebió con avidez. Pax se arrodilló junto a él con un crujido de rodillas.

—¿Por qué has venido a verme? —preguntó Edwin—. Mi hermano…

—Tu hermano tiene suficientes preocupaciones ahora —contestó Pax mientras dirigía a Edwin una mirada penetrante.

»Sabía que este día llegaría —prosiguió mientras su expresión iba adquiriendo un tono afectuoso—. En cierto modo estoy contento de que así haya sido. Siempre fuiste alguien especial, Edwin. Muy poca gente cree en los cuentos en estos días. Cuando era un niño, había algunos que se mofaban, pero eran pocos. Ahora los tiempos han cambiado. La gente cree que las historias son pura fantasía, que Quivalen Soth y Rutger de Saddleway sólo eran unos mentirosos redomados.

Edwin asintió. Había oído tantas veces aquello, de Derek y de otros… toda su vida.

—Entonces… los cuentos… ¿son ciertos? —preguntó lentamente bajando la voz.

—¿Quién sabe? —contestó Pax con una sonrisa y una risita—. Yo no vi a Huma arremeter contra La de los Muchos Colores y Ninguno, ni al Caballero Encapuchado luchando contra Angethrim. Y tampoco he visto ningún dragón. Es posible que algunos cuentos sean falsos, algunos ciertos, y algunos ni lo uno, ni lo otro. ¿Qué importancia tiene? Lo importante es creer. Nunca conseguí que Derek entendiera esto, pero tú —dijo tocando con afecto el hombro de Edwin— siempre lo has sabido. Continúa creyendo, Edwin, y es posible que algún día los bardos canten sobre ti.

—¿Y qué hay de ti, Pax? —La mano enguantada de Edwin tomó la del anciano—. ¿Los bardos cantarán sobre ti?

—Lo dudo —contestó Pax con una risa que contrastaba con su mirada melancólica—. En los cuentos no hay muchos exterminadores de dragones que hayan visto ochenta veranos. Pero nunca se sabe, ¿no? —Pax se puso en pie tambaleándose y tocó la frente de Edwin—. Continúa creyendo, muchacho. —Luego se marchó.

Edwin miró el féretro colocado donde antes había estado el altar de Paladine. Le sorprendió ver la primera luz gris del amanecer asomando a través de los postigos de las estrechas ventanas situadas tras el sepulcro.

Entonces se oyó un chillido a través de la ventana que despertó a los jóvenes caballeros. Edwin hizo un gesto de sorpresa. Los postigos se habían abierto. En el alféizar se había posado un rey pescador con su plumaje azul brillante por la lluvia; tenía la cabeza vuelta en su dirección, como si estuviera estudiando a los caballeros. Abrió el pico para volver a proferir aquel grito agudo y luego se marchó volando con un destello de sus alas azules.

—Gracias —susurró Edwin a la vez que asentía para sus adentros y sonreía.

La mañana, una sombra pálida, llegó. Los caballeros vigilaban y esperaban, la mayoría de ellos con una triste desesperanza. Incluso el viejo Pax, en pie espada en mano cerca de la torre del noreste, parecía cansado y preocupado. Transcurrían las horas y no había nada que ver en las llanuras azotadas por la tormenta. Derek, pesimista, le dijo a Aran que las cosas no podían ir peor. Luego, al mediodía la tormenta cesó.

El viento amainó lo suficiente como para que Aran pudiera empuñar de nuevo el arco. La lluvia se volvió llovizna y la tormenta dejó paso a un cielo más iluminado. Los caballeros oteaban con inquietud hacia el sudeste, las puntas de las albardas temblaban ante la perspectiva de ver las formas oscuras del ejército enemigo avanzando por las llanuras. Derek, que había bajado al patio interior para hablar con Winfrid, tocó su espada y miró al cielo con cautela. Aran, en la torre del sudeste, colocó una flecha en su arco y esperó.

La puerta de la capilla se abrió. Edwin salió cegado por la luz. Su armadura, escudo y espada brillaban bajo la luz apagada del día. Tras él, con los ojos entornados salieron cinco jóvenes caballeros. Derek se volvió y los miró con fiereza.

—Yo tenía razón, Derek. —La serenidad en la voz de Edwin puso los pelos de punta al otro caballero—. Tenía razón al creer en los cuentos. Pax me lo dijo.

—¿De qué hablas? —dijo Derek frunciendo el entrecejo.

—Esta noche Paladine me dio una señal en la capilla. —Y luego repitió—: Yo tenía razón, Derek. Ahora lo sé.

—Basta ya, Edwin —exclamó Derek irritado y violento—. Estás diciendo tonterías. Haz que estos hombres vuelvan a sus puestos. Luego les aplicaré medidas disciplinarias.

—Pero…

—Ahora, Edwin —gritó Derek. Luego volvió la cara. Al cabo de un momento oyó que Edwin daba un suspiro quedo y marchaba con los cinco caballeros tras él.

—¿Qué crees que habrá sido? —preguntó sir Winfrid.

—Es posible que se durmiera —dijo Derek encogiéndose de hombros—. Es propio de Edwin no reconocer la diferencia entre un sueño y… —Se interrumpió al ver un cambio en la mirada de Winfrid—. ¿Qué ocurre ahora?

—Es tu hermano —respondió sir Winfrid—. Está subiendo a la torre del noreste.

Derek maldijo en voz baja. Se volvió justo a tiempo para ver que sir Pax se hacía a un lado dejando paso a Edwin y los cinco jóvenes caballeros, al parecer, a las órdenes ya de Edwin. Pasaron la muralla interior y entraron en la alta torre. Al poco aparecieron en lo alto de la misma y levantaron sus espadas. El resto de los hombres miraba fascinado cómo Edwin se colocaba bajo el estandarte de los Crownguard, que ondeaba a lo alto de la torre.

—¡Está loco! —gritó Derek mientras Edwin levantaba a Trumbrand a la altura de los labios y besaba la empuñadura.

Entonces la pesadilla surgió entre las nubes.

El dragón era enorme, casi la mitad de largo que el ancho del castillo de Crownguard. Su cuerpo de escamas, sostenido por unas alas enormes de color celeste, brillaba como un gran zafiro imperfecto. Las garras, perversamente curvadas, centellearon. Los ojos, rojos como el fuego del infierno, fulgían intensamente en aquel rostro mortífero. Filas y filas de colmillos como espadas emergían de las fauces abiertas. La gran y serpenteante cola se agitaba detrás.

Los caballeros abandonaron sus armas y huyeron.

Sir Pax gruñó furioso al ver que los hombres jóvenes se dispersaban abandonando espadas, alabardas y escudos para escapar de la monstruosidad que se zambullía sobre el castillo. El terror, intenso y sobrecogedor, precedía el paso del dragón y derretía las fuertes rodillas de los hombres y llenaba de pensamientos de muerte sus mentes. Sólo quedaron unos pocos, entre ellos, Pax, con el rostro pálido, y Aran, que miraba al dragón con asombro. En el patio, Winfrid quedó paralizado ante la mirada siniestra de aquel monstruo. Incluso Derek, que nunca había sentido miedo, que en su juventud se había enfrentado junto con Aran y Brian a ogros, magos y cosas peores, se amedrentó y quedó paralizado por las oleadas de miedo mágico que invadieron el castillo de Crownguard.

Sólo Edwin, en pie con sus hombres en lo alto de la torre del noreste no parecía afectado. Su espalda estaba erguida y su porte, firme.

El dragón describió un círculo. Derek intentó en vano mover las piernas. Una mitad de él lo urgía a ponerse a salvo de aquella bestia y la otra mitad quería correr hacia la torre del noreste y salvar a su hermano. Pero Derek no hizo nada. Tras él sir Winfrid perdió su coraje y se precipitó en busca de refugio en la casa de la guardia sin que Derek se diera cuenta.

Finalmente, aquel monstruo ascendió por los aires y desapareció entre las nubes. Aran profirió un grito de entusiasmo contenido. Pero calló de inmediato en cuanto un aullido horrible, fuerte como un trueno, hendió el aire.

El dragón se precipitó como una flecha con la boca abierta y las alas plegadas; se dirigía directamente contra la torre del noreste, contra Edwin, que le miraba impávido. Entonces Derek oyó algo extraño, algo que le pareció increíble. Su hermano empezó a cantar.

A Hanford llegó el Caballero Encapuchado,

con capa de oro y corcel bayo,

su espada, brillante y plateada,

por matar un dragón sedienta estaba.

Edwin levantó su espada. El gran Dragón Azul tomó aire. Y exhaló un poderoso rayo.

Aquel relámpago alcanzó la espada de Edwin. Las chispas se desprendieron de la armadura y se desparramaron a su alrededor. Un haz de luz brillante impactó contra la torre del noreste del castillo de Crownguard.

—¡Edwin! —chilló Derek mientras se cubría los ojos con el brazo. Oyó los aullidos del dragón, el crepitar de las llamas, las piedras que se desplomaban sobre el patio. Luego todo aquel fragor quedó ahogado por el ruido de la torre al caer al suelo. Una esquirla hirió la mejilla de Derek haciendo brotar sangre; furioso, forzó los ojos para poder ver. Centró la vista en una gran mancha borrosa azul; tenía que ser el dragón, que se encumbraba hacia el cielo. El aire de las alas al agitarse derribó a Derek y lo dejó tumbado en el suelo de adoquines. Cuando logró ponerse en pie, la gran mancha azul había desaparecido.

Todo estaba en calma. El aire olía a ozono. Derek miró hacia la masa de nubes. El dragón se había ido, de eso estaba seguro, pues el terror había dejado de oprimirle el pecho. Entonces su mirada se posó en las ruinas de la torre del noreste.

Todo lo que quedaba de ella era un montón de escombros, resultado del impacto del relámpago. A través del hueco donde antes se había erguido la mole, Derek podía ver las llanuras solámnicas. El estandarte de los Crownguard, una corona de oro en azur, ardía lentamente sobre aquellas ruinas.

Entre los escombros se encontraron cuatro de los cuerpos de los caballeros, pero no así el del quinto y el de Edwin. Los caballeros se afanaban en encontrarlos. La avalancha de piedras había dañado el tejado de pizarra del gran salón y habían aplastado la mesa del mapa de Derek así como todas las marcas, tan cuidadosamente colocadas. Lo extraño era que la vieja capilla, que se encontraba junto a la torre, había resultado indemne. Los caballeros llevaron a sus compañeros caídos dentro y los colocaron, envueltos en sábanas blancas, junto al explorador muerto. No rezaron ni entonaron ningún canto fúnebre.

Derek se encontraba solo en la capilla a media luz con la mirada fija en el féretro. El pensamiento de que su hermano estaba muerto iba abriéndose camino en su cerebro. A pesar de que no habían hallado el cadáver, nadie era capaz de sobrevivir a un embate como aquél.

A sus espaldas, la puerta de la capilla crujió suavemente al abrirse. Derek no se volvió. Los pasos se aproximaron y reconoció a su visitante por el ruido de las flechas en el carcaj.

—Ha sido culpa mía, Aran —dijo sin entonación alguna—. Debería haberlo detenido.

Aran Tallbow no tenía nada que decir al respecto. Se balanceó de forma que su armadura hizo un ligero sonido. Derek se giró hacia él.

—¡Tienes noticias! —dijo Derek impaciente—. ¡Suéltalas!

El caballero del pelo rojizo meneó la cabeza en señal negativa.

—Winfrid y yo hemos valorado los daños. Las murallas no pueden repararse. Un ejército bien ordenado podría penetrar por la brecha en un día, hagamos lo que hagamos por impedirlo.

—Entonces, todo está perdido —dijo Derek en tono cansado mientras se reclinaba en el sepulcro—. Aún no ha comenzado el asedio y el castillo de Crownguard ya ha caído.

Se oyó un golpe en la puerta de la capilla.

—Adelante —exclamó Derek. La puerta se abrió dando paso a un sir Winfrid ojeroso. Al igual que la mayoría de caballeros estaba avergonzado por haber huido ante el dragón.

—Acaban de encontrar al otro caballero —dijo y, al ver el brillo en los ojos de Derek agregó—: No es Edwin. Es sir Rogan Montoblanco, Caballero de la Corona.

—Montoblanco —repitió Derek intentando sin éxito recordar la cara que acompañaba a aquel nombre.

»Cuando le hayáis rescatado, ponedlo aquí con los demás.

—Pero, señor —repuso Winfrid—, todavía está vivo.

Derek y Aran se intercambiaron miradas de asombro y corrieron hacia la puerta.

Sir Rogan estaba todavía con vida, pero era discutible pensar que había sido afortunado. Tenía las piernas y la espalda destrozadas. El rostro estaba quemado y tenía el cabello y el bigote chamuscados por el hálito de fuego del dragón. Estaba débil y agitaba la cabeza de un lado a otro. Cada inhalación era un estertor gorgoteante y de sus labios abrasados brotaba sangre.

—Ha solicitado hablar con vos, mi señor —dijo uno de los caballeros.

Derek y Aran avanzaron por los escombros y se unieron al pequeño círculo de caballeros que habían dejado de intentar arreglar las destrozadas murallas para confortar a su compañero agonizante.

Sir Rogan —dijo Derek agachándose. Encogió la nariz ante el hedor de carne quemada—. Estoy aquí, ¿qué quieres decirme?

—Mi señor —musitó Rogan. Miró hacia Derek con grandes ojos vidriosos. Su voz no era más fuerte que un susurro y Derek y Aran tuvieron que acercarse mucho para escucharlo—. Vuestro hermano…

Aran tomó la mano del joven caballero y luego miró a Derek.

El rostro de éste estaba impávido, sin expresión alguna.

—¿Qué sabes de él?

—Clavó la espada en el cuello… del dragón —dijo Rogan en un susurro—. Él no soltó… no soltó… —Emitió un estertor agonizante y cerró los ojos. Ya no los volvió a abrir—. Justo antes de que… la torre… cayera… vi al dragón… volando. Él… Edwin… todavía… tenía bien agarrada… la… espada.

Respiró larga y lentamente. El brazo se aflojó y la mano se escapó de la de Aran.

—Descansa —susurró Aran mientras colocaba una mano sobre la frente del caballero muerto. Miró a Derek esperanzado pero el semblante de su amigo no había cambiado—. ¿En qué estás pensando?

—Deliraba —dijo Derek negando con la cabeza.

—Es probable —dijo Aran frotándose pensativo su bigote rojo—. Por supuesto, Derek, tienes razón. Sin embargo… —Miró a Derek con cuidado.

—No —dijo Derek y con el tono en que lo dijo no había dudas de que era definitivo—. Mi hermano muerto está en algún lugar debajo de esto —dijo señalando los cascotes que se amontonaban a su alrededor—. Esto no es uno de esos cuentos antiguos, Aran. Los hombres no se marchan volando cogidos a espadas clavadas en gargantas de dragones. Mi hermano creyó toda la vida en esas canciones y esto provocó su muerte. No voy a permitir que él se vuelva otro cuento basado en los desvaríos de un hombre moribundo.

Aran hizo ademán de replicar pero al ver la mirada fiera de Derek asintió y colocó la mano de sir Rogan sobre su pecho inmóvil.

—No podemos perder más tiempo en una búsqueda infructuosa. Éste será el sepulcro de mi hermano.

Derek se irguió y se limpió el polvo de la capa.

—Colocad a este hombre junto a los demás en la capilla —ordenó señalando el cuerpo de Rogan—. Luego dejad de cavar. Reunid a los hombres.

Ceñudo Derek dio la espalda al caballero muerto y se marchó.

Dos horas más tarde el castillo de Crownguard estaba desierto. Antes había sido poderoso e inexpugnable, ahora sólo era una ruina humeante más en el campo de Solamnia. Los caballeros dejaron atrás todo cuanto no podían cargar a lomos de su caballo, como los cuerpos de los exploradores, los de los cinco caballeros de Edwin y el de sir Pax Garrett.

Derek halló el cuerpo inerte del anciano en el suelo de sus aposentos. Entre los caballeros se rumoreaba que, incapaz de afrontar su huida al ver el dragón, Pax se había quitado la vida siguiendo las tradiciones. Derek puso un rápido final a este rumor. Pax era un hombre mayor y el temor sobrecogedor del dragón puso fin a lo que la edad ya había iniciado. Su corazón se había parado y eso era todo.

El viaje a caballo hacia el oeste fue lento y peligroso. Aran abría la marcha con una flecha siempre preparada en su arco en busca de indicios de emboscadas de hobgoblins. Sir Winfrid cerraba la retaguardia, dirigiendo frecuentes miradas al castillo, incluso mucho después de que las colinas arboladas lo ocultaran. Todos los caballeros oteaban inquietos el cielo, temerosos de que la muerte azul descendiera sobre ellos, pero el cielo se mantenía despejado como en un día de verano a pesar de que en el viento persistía el frío del otoño.

Lord Derek apenas decía palabra y los hombres respetaban su silencio. Al fin y al cabo, él había perdido el hermano, el hogar y las propiedades de un solo golpe. Su pesadumbre estaba justificada. Uno de los jóvenes Caballeros de la Corona captó durante el viaje una mirada especial en su señor e hizo notar a sus compañeros que la actitud de Derek no era la de un hombre consumido por la rabia o el dolor.

—Más bien parece un hombre ante un tablero de khas sopesando el último movimiento de su contrincante —observó el caballero. Lo que aquel guerrero no dijo porque no le pareció correcto especular sobre su señor era que aquel brillo en los ojos podría ser propio de una locura incipiente.

De cualquier manera, no se produjo ninguna emboscada de hobgoblins. Los caballeros cabalgaron dos días y dos noches por el camino de Solanthus sin encontrar nada más amenazante que una ardilla. Al tercer día, Aran regresó para unirse al grueso del grupo. Los caballeros, precavidos, se apresuraron a echar mano de sus espadas y mazas pero Aran les hizo un gesto tranquilizador. Se detuvo ante Derek mientras sir Winfrid avanzaba para unirse a ellos.

—¿Qué noticias nos traes? —preguntó Derek con voz ronca a causa del prolongado silencio.

—Ante nosotros, en el camino, avanza una compañía de caballeros —contestó Aran—. Brian Donner los encabeza.

—Nuestros refuerzos —dijo Winfrid con amargura.

Derek asintió y apretó los labios.

—Sigamos avanzando.

Poco después, los caballeros del castillo de Crownguard divisaron la compañía de sir Brian Donner, Caballero de la Espada. Los refuerzos no eran más de veinte personas y Derek se enfureció, impotente, al ver los pocos hombres que su llamada de auxilio había reunido.

Luego, más calmado, se dijo que aquello no tenía importancia. En cualquier caso llegaban demasiado tarde para ser útiles. Volvió a mirarlos y se le ocurrió una idea. Al reconsiderar su particular partida de khas se dijo que podían llegar a ser de mayor utilidad que todo un regimiento. Dio varias vueltas a la idea en su cabeza y, al hacerlo, su estado de ánimo mejoró. Para cuando Brian Donner les saludó, espoleando su semental gris, Derek Crownguard casi se sentía amable.

—¡Amigos! —exclamó sir Brian mientras su bigote rubio con hebras plateadas se curvaba dibujando una sonrisa cálida—. Está claro que nosotros tres tenemos que estar juntos de nuevo.

Aran avanzó cabalgando hacia Brian y ambos se estrecharon la mano. Tiempo atrás, antes de la muerte de lord Kerwin Crownguard, Derek, Brian y Aran habían cabalgado juntos en busca de aventuras. Vivieron más hazañas de las que podían recordar hasta que Derek tuvo que marcharse para tomar posesión de la capa de lord en el feudo de su familia. El encuentro dejó a Aran sin habla. Derek avanzó y tendió la mano a sir Brian. Es posible que hubiera sonreído si no fuera porque Brian hizo un gesto de preocupación al ver a los hombres del castillo de Crownguard.

—Pero ¿por qué no habéis esperado nuestra llegada al alcázar, mi señor? —preguntó tras aclararse la garganta. Aran apartó la mirada con el entrecejo fruncido.

—No había necesidad —dijo Derek con orgullo—. Logramos romper el asedio y ahora estoy enviando a mis hombres al norte, al alcázar de Vingaard, para ayudar a sus defensores. Te ruego que hagas lo mismo.

—¿M-mi señor? —musitó sir Winfrid mirando asustado a Derek. Tras él Aran quedó boquiabierto. Derek se volvió para mirarlos. Aran se acobardó al ver un brillo peculiar en sus ojos fríos y azules.

—Estoy contándole a sir Brian nuestra valerosa defensa frente el ejército enemigo y los dragones —dijo Derek volviéndose de nuevo hacia Brian—. ¡Fue magnífico! Mis hombres lucharon con fiereza y finalmente el enemigo se retiró. Supongo que pensó que el castillo de Crownguard no merecía tanto esfuerzo. No se atreverán a atacarlo de nuevo.

—Derek… —dijo Aran en voz baja.

—¿Sí? —preguntó Derek girándose sobre su montura y mirando inquisitivamente al caballero del pelo rojo.

Aran se irguió alarmado; el brillo de la mirada de Derek se había convertido en una llamarada.

—N-nada. Puede esperar —susurró Aran sintiendo que el miedo le hacía un nudo en la garganta.

—Así que vencisteis —dijo Brian, mirando alternativamente a Derek y a Aran.

—Así es —exclamó Derek volviéndose de nuevo—. Desaparecieron de nuestra vista. Los desanimamos, les dimos un motivo para temer a los Caballeros de Solamnia.

Brian asintió vacilante. Volvió a mirar a los caballeros de Derek. Al oír las palabras de éste algunos de ellos se agitaban inquietos.

—Y ¿qué…? —empezó a decir Brian, luego dudó.

Derek le escrutó con la mirada y Aran apartó la vista rápidamente.

—¿Q-qué ha sido de sir Edwin? —preguntó Brian. El ojo izquierdo de Derek hizo un guiño nervioso, pero Brian intentó no dar muestras de haberlo advertido.

—Perdido, en justa lid, junto con sir Pax Garren —repuso Derek con voz hueca—. Lucharon con valentía pero así es la guerra y los hombres mueren. Es posible —agregó con los ojos entornados amenazadoramente— que no hubieran fallecido si tus hombres hubieran llegado antes.

—M-mi señor, hemos venido tan rápido como nos ha sido posible… —repuso Brian sofocado.

—No, no, no es culpa tuya, amigo mío —dijo Derek colocando su mano enguantada sobre el hombro de Brian—. Es culpa de Gunthar. Nos ha traicionado, ha traicionado a toda la Orden de Caballería. Su desidia nos ha costado caro y ya tendrá noticias mías. Tú, sir Brian, cabalgarás con Aran y conmigo hasta Sancrist, donde relataremos al Gran Consejo mi triunfo y la traición de lord Gunthar. Luego —agregó mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa que estremeció a Aran— yo seré Gran Maestre.

Continuaron cabalgando. Cuando el camino se bifurcó, los caballeros prosiguieron hacia el norte siguiendo a sir Winfrid. Jamás hablaron de la batalla del castillo de Crownguard. Ni entonces, ni nunca. Sólo explicaban que Edwin Crownguard, en pie en lo alto de la torre del noreste, murió mientras defendía su hogar.

Derek, Aran y Brian se dirigieron hacia el sur. Cuando estuvieron suficientemente apartados de los demás, Brian no pudo reprimir la pregunta que le consumía.

—Mi señor —preguntó—. ¿Qué ocurrió realmente en el castillo de Crownguard?

Derek se volvió lentamente y lanzó una mirada a sir Brian que podría haber atravesado el acero.

—Victoria —dijo—. Fue una victoria gloriosa. Llegará un día en que nuestros bardos la cantarán.

Brian miró a Aran y éste hizo un gesto negativo con la cabeza. En los ojos preocupados del caballero había un claro mensaje: no preguntes más.

Brian, pensativo, se mordió el labio inferior y luego se encogió de hombros.

—Si así lo deseas, mi señor —dijo, y fijó la vista en el camino polvoriento.

Ninguno de los tres dijo una sola palabra más aquel día.