Los narradores de cuentos

[Nick O’Donohoe]

La noche había caído hacía rato y Lunitari, una luna de otoño, roja y llena, brillaba sobre las montañas del este. Los mercaderes, peregrinos y todo tipo de viajantes habían aprovechado la luz extra para hacer trayectos más largos; pero ahora toda la gente prudente había acampado ya o se había recogido en las posadas o en sus hogares. Con luz de luna o sin ella, viajar de noche podía resultar peligroso.

En la posada El Fuego de la Espera los troncos ardían en la chimenea y la marmita del guisado ya estaba vacía. Al lado de ésta, una segunda marmita de barro con sidra hervía a fuego lento; la camarera se apresuró hacia allí, llenó una jarra y fue hacia las mesas. Aquella noche los bancos estaban todos ocupados con gentes que charlaban tranquilamente mientras acababan los últimos restos de pan que quedaban.

El posadero llamó a la camarera.

—¡Peilanne! Vuelve a llenar la marmita de sidra.

Ella asintió y colocó sobre la mesa la jarra caliente con un movimiento ágil y gracioso procurando no ponerla al alcance de una niña que mordisqueaba la corteza de una hogaza de pan fresco mientras su madre la acariciaba y le desenredaba el cabello.

Peilanne puso otra jarra bajo la cuba de sidra y abrió la espita.

—¿Va a venir alguien más, Darien?

Él la miró sonriendo.

—Eso nunca se sabe —dijo colocando, una por una, las jarras de cerveza en una gran bandeja—. De todos modos, si así fuera, sólo los dioses podrían decirnos dónde los alojaré.

Entonces una corriente de aire procedente de la puerta principal agitó la luz de las lámparas. Inmediatamente se produjo una algarabía de gritos:

—¡Cerrad la puerta!

—Hace frío ahí fuera.

—Siempre hay alguien que llega tarde.

Como hacía siempre con los forasteros, Darien examinó con cautela a los recién llegados. Físicamente no tenían nada de particular: eran de altura media y constitución delgada pero fuerte. Uno tenía el cabello negro, el otro, castaño; al sonreír a la gente de la posada con un gesto automático dejaron entrever unos dientes blancos. Con todo, a Darien le pareció que pasaban entre las mesas con una indiferencia absoluta, como si estuviesen muy por encima de las familias de la zona, los mercaderes y los viajantes.

Los recibió en el mostrador con una sonrisa más amplia que la de ellos.

—¿En qué puedo serviros?

—¿Hay algo de cena? —preguntó uno.

—Hace rato que se ha terminado —dijo Darien negando con la cabeza—. Mirad toda esta gente; tenemos todas las camas ocupadas. Los lugareños también vienen a comer aquí. Apenas me queda pan ¿No llevabais comida para el camino? —preguntó mirando sus pequeñas bolsas.

Los dos hombres se miraron.

—Comemos donde podemos y sólo llevamos lo suficiente para un día. Hace mucho que viajamos —repuso rápidamente el del cabello negro.

—¿Sois comerciantes? —preguntó el posadero, intrigado.

Ellos negaron con la cabeza.

—¿Peregrinos? —Y sin querer sonar despectivo, añadió indeciso—: ¿Sois clérigos huidos?

—Mi nombre es Gannie… —dijo el hombre del pelo castaño—… y éste es Kory. Somos narradores de cuentos.

—Contamos historias de miedo —agregó Kory.

—Tal vez a esta gente le gustaría oírlas —dijo Gannie echando un vistazo alrededor.

—¡Vaya! —repuso Darien mientras se rascaba la cabeza—. Parece ser que es posible vivir de contar cuentos ¿No?

—Si eres bueno, sí.

Kory miró directamente el barril de cerveza. Peilanne llenó dos jarras más y se acercó intrigada.

—¿Y cómo conseguís cobrar más por ser buenos?

—Hacemos una apuesta —dijo Kory sin gran entusiasmo.

—Fue idea mía —agregó Gannie con orgullo.

—¿Cómo lo hacéis? —preguntó Peilanne con una risa cristalina sumándose así a la conversación.

—Apostamos con vosotros y con cualquier persona de la sala que lograremos asustar a la gente con nuestro cuento —explicó Kory de mala gana—. Si perdemos no nos pagan y no comemos.

—Rara vez perdemos —añadió Gannie mirando ceñudo a su compañero.

—Pero podría ocurrir —replicó Kory.

—Ya comprendo. Para ganar, tenéis que asustar a casi todo el mundo del comedor —dijo Darien.

—Siempre y cuando no resulten ser kenders disfrazados o cualquier otra criatura que no conozca el miedo —dijo Kory con cautela.

—Señor mío, mira a tu alrededor: aquel anciano, Brann, es pastor, tiene el rebaño en el establo de atrás, ahí fuera. La pequeña Elinor, la que está poniendo la mesa perdida, es del pueblo, y aquélla es Annella, su madre. Aquel gordo de ahí es un comerciante de Solamnia; los que están con él, son todos humanos… —Se inclinó hacia ellos—. ¿No me querréis engañar? ¿Les vais a asustar simplemente con el cuento o hay algo más?

—Nuestros cuentos se bastan por sí mismos —aseguró Gannie.

—¿Y qué tendré que hacer yo si ganáis? —preguntó Darien llenando una jarra de cerveza.

—Nos pagas y nos preparas la comida.

—¿Prepararos la comida? —Darien miró automáticamente la marmita del cocido, que estaba vacía y se rió—. De momento, por lo menos, tendréis que conformaros con las últimas hogazas de pan. A cuenta de la casa, según cómo resulte la apuesta.

Peilanne lo miró sorprendida y abrió la boca para decir algo. Pero él le hizo un gesto para que callara; a continuación dio unos golpecitos en un vaso con su anillo de oro. El insistente ruido hizo que todo el mundo guardara silencio.

—Éste es Kory —dijo vacilante y luego señaló al otro hombre— y éste es Gannie. He hecho una apuesta con ellos.

Y procedió a explicar las condiciones de la misma.

—Quien lo desee también puede apostar —dijo Gannie tras hacer una profunda reverencia cuando Darien hubo terminado.

Los clientes de la posada se miraron entre sí. Apostar con un forastero que el cuento que les iba a explicar no les asustaría parecía dinero fácil. Kory pasó entre las mesas contando la gente interesada y luego volvió donde estaba Gannie.

—Espero que tengamos suficiente si perdemos —advirtió.

—¿Acaso hemos perdido alguna vez? —repuso Gannie con una mirada de asombro. Se apresuró a poner una mano en la boca de Kory y volvió a inclinarse ante los parroquianos—. Y ahora, nuestra historia.

—Yo quiero un cuento de osos lechuzas —pidió la niña.

—Silencio, Elinor —dijo su madre en voz baja; miró a los dos jóvenes con una expresión de disculpa y agregó—: Le encantan los cuentos.

—Es una niña estupenda. —Kory se apoyó en una rodilla—. Lo siento, pero nuestro mejor cuento no es de osos lechuzas. —Levantó la vista hacia los demás y dijo con una fuerza sorprendente—. ¿Qué tal un cuento de dragones?

Los parroquianos, sobresaltados, se removieron inquietos en sus asientos. Darien y Peilanne se apoyaron en el mostrador con preocupación.

—Perfecto. —Gannie reposó un pie en el borde de un banco y se inclinó hacia su público—. Una vez, no hace mucho tiempo, había dos hombres que vagaban por el mundo. Eran narradores de cuentos e iban de posada en posada derrochando dinero en busca de sueños. Los llamaremos —dijo haciendo ver que dudaba— Koryon y Elgan…

La similitud de los nombres no escapó a nadie. Brann, el pastor, sonrió condescendiente y se dispuso a disfrutar de un cuento dentro de otro. Incluso Elinor escrutó con un repentino interés a esos dos narradores de cuentos, como si esperara poder leer sus nombres auténticos escritos en la frente.

—Aquella mañana Elgan se despertó y…

Elgan se despertó bajo aquel sol de verano sintiendo un picor intenso en la nariz. Una ramita de hierba le estaba haciendo cosquillas. Koryon era quien la sostenía.

—Bienvenido a la mañana ¿Qué tal estás?

Elgan movió los dedos de los pies, se contó los de las manos y finalmente, con cierta ansiedad, se apretó la nariz y se sonó. Todo seguía en su sitio.

—Muy bien. —Se desembarazó de su capa, fue a gatas al riachuelo y sumergió la cabeza en él mientras bebía con avidez.

—Una noche divertida ¿eh? —dijo Koryon—. Qué gente tan agradable.

Elgan miró hacia el valle; las chimeneas de las granjas humeaban, sobre todo la de la posada de El Reposo en el Camino. Luego se volvió hacia Koryon.

—Tendrías que controlarte un poco más —dijo éste en tono de desaprobación.

—Sólo fue un pasatiempo normal.

—¿Normal? ¿Aquel truco con los cuchillos? Fue una imprudencia.

Elgan sonrió. Uno tras otro, había ocultado en la manga doce cuchillos, que luego hizo aparecer en sus manos, lanzándolos para dibujar la silueta de Koryon en la pared.

—¿Pero acaso te di con alguno?

Koryon se rascó la cabeza y luego se tocó la oreja izquierda. Miró con reproche a Elgan.

—Está bien ¿Acaso te di con más de uno?

—Debería estar muerto —dijo Koryon con malhumor.

—Controla tus deseos —respondió Elgan distraído.

—No es un deseo, es un hecho. —Koryon ya no se tocaba la oreja pero todavía tenía el entrecejo fruncido—. Y todas esas historias sobre batallas de dragones… fanfarronadas. Te conozco desde que eras un niño y…

—Ya entonces eras un pesimista…

—… y sé seguro que nunca has participado en una batalla de dragones. —Se detuvo—. Creo que ni siquiera has visto una.

—Eso no es verdad —dijo Elgan con firmeza—. Seguramente recordarás que, con ocasión del cumpleaños de mi hermano mayor, presenciamos una batalla campal entre tres hombres armados y tres dragones…

—¡Por Dios, Elgan! ¡Aquello era un espectáculo de marionetas! —Y tras unos instantes de silencio, Koryon prosiguió—: No has dicho nada sobre Beldieze.

—Beldieze.

Elgan se desperezó con los ojos cerrados y actitud soñadora. Ella se le había acercado después del lanzamiento de cuchillos y lo había mirado muy fijamente. Tenía unos ojos de color azul plateado y en ellos, además de reflejarse de un modo extraño la luz de las velas, podía verse algo más. Su cabellera negra, larga y lacia, le enmarcaba el rostro; al contemplarlo, Elgan de pronto tuvo la certeza de que no podría librarse ni escapar de su influjo. Luego la voz cristalina de aquella mujer había empezado a hacer preguntas…

—Me preguntó sobre las luchas entre dragones —empezó a decir.

—Y te pasaste la noche contando cuentos —dijo Koryon en un bufido.

Al final de aquella velada, se juntaron las mesas en el centro de la sala y Elgan se subió a la central, agitando una jarra de cerveza y explicando batallas de dragones. Luego se había encaramado a las espaldas del posadero, que era fuerte y de buen carácter, tomó una escoba y la blandió de un lado a otro de la posada para mostrar los aspectos más sutiles de la puntería con lanza. En cierto momento, recordó Elgan, había logrado atravesar un anillo de cortinas sostenido por Beldieze.

Luego recordaba muchos besos y un paseo bajo las estrellas.

—¿Adónde fuisteis?

—Por ahí. Primero dimos un paseo y luego… visitamos a una persona.

—¿A quién? —Koryon, suspicaz, como siempre frunció el entrecejo.

—Una persona… una autoridad. Era muy bueno con la pluma… escribía. —Entornó los ojos intentando recordar—. Al final de la noche redactamos algo. Juntos. Me gustaría saber el qué.

Koryon, que estaba sacando una camisa limpia, se paró y miró colina abajo.

—¿Por qué no se lo preguntas a ella?

—¡Por todos los dioses! Soy un desastre —dijo Elgan poniéndose en pie de un salto. Arrebató la camisa de las manos de Koryon y al ponérsela murmuró—: Gracias.

Mientras se apresuraba colina abajo recordó que la chica le había parecido bastante atractiva… Al verla bajo la luz del sol pensó que, o la posada de El Reposo en el Camino era un lugar muy oscuro, o que él había estado ciego toda la noche: aquélla era una mujer muy hermosa. La cabellera negra y lacia le llegaba hasta la cintura, tenía una silueta de bailarina y una boca de labios gruesos, que la noche anterior habían sonreído con picardía. Y, naturalmente, tenía unos ojos grandes y hermosos, casi luminosos. Ahora esos ojos lo escrutaban con una tímida sonrisa.

—¿Beldieze? —dijo casi para comprobar cómo sonaba el nombre de ella en su boca.

—Elgan. No estaba segura de cómo te encontrarías hoy. —Le apoyó una mano en el brazo.

Koryon, con el pecho cubierto con una capa, permanecía en pie en segundo plano, bebiendo una jarra de agua y haciendo ver que no escuchaba. Elgan puso su mano en la de ella y le devolvió la sonrisa.

—¿Todavía te gusto a la luz del día?

—Todavía te admiro —dijo ella inmediatamente—. Tus cuentos sobre las batallas de dragones impresionaron a todo el mundo. No sólo era el modo en que los contabas —dio un paso atrás y extendió los brazos—, eran los detalles. Las arremetidas, las maniobras evasivas, el planeo silencioso, las corrientes de aire, las acometidas con las lanzas… —Agitó los brazos fingiendo asestar un lanzazo al aire; al mismo tiempo se aproximó hacia él y le tocó la cintura.

—No pretendía fanfarronear —dijo sonrojado.

Koryon, que en teoría no escuchaba, resopló.

—Parecías un experto, no un fanfarrón. De hecho —dijo ella mientras le tocaba juguetona la nariz—, te pregunté si lucharías contra un dragón por mí y tú dijiste que sí. ¿Te acuerdas?

—Claro. —A Elgan no le gustaba el rumbo que tomaba la conversación—. Pero es posible que no tenga la experiencia suficiente como para luchar con un dragón de verdad.

—Ayer por la noche ya me temí que luego dirías esto —dijo ella con una sonrisa triste—. Y te lo dije. Pero tú juraste que podrías y lo harías. Entonces lo acordamos por contrato, lo redactó un clérigo, un hombre viejo que vive justo en las afueras de la ciudad. —Con un ligero énfasis adicional agregó—: De hecho, más bien es un mago.

—¿Por qué un mago? —Elgan sentía que los pelos de la nuca se le erizaban.

—Para que el contrato sea vinculante. —Ella lo tomó y se lo mostró.

—No voy a luchar contra un dragón…

Entonces, de pronto, el pergamino se soltó de las manos de ella, se aferró al brazo derecho de Elgan y empezó a oprimírselo con fuerza. El joven tiró de él sin éxito. Cogió un cuchillo e intentó cortarlo. Pero el pergamino apretaba cada vez con más fuerza.

—¿Lo ves? —Beldieze estaba en pie con los brazos cruzados y miraba con ansiedad al pergamino—. Es exactamente lo que querías: es un contrato y es vinculante.

El pergamino le apretaba cada vez más el brazo y Elgan tenía ya la mano amoratada. El muchacho se mordía los labios mientras veía cómo aquel tubo de papel se iba cerrando dispuesto a cortarle el brazo. Koryon lo observaba todo con preocupación.

—De acuerdo. Cumpliré mi palabra —dijo Elgan con un estremecimiento y respirando con dificultad.

—Bien. —Ella señaló hacia el pie de la colina—. Tu silla y tu lanza están ahí abajo; búscate tu propia montura. Sólo tienes dos días.

Al decir esto, señaló al pergamino, que se había soltado un poco pero todavía permanecía en el brazo. Elgan lo miró fijamente; no comprendía muy bien los términos legales pero sí reconoció su firma bajo las palabras «luchar contra un dragón».

—Bien. ¿Y dónde está ese supuesto dragón? —dijo escéptico, dándose ya por vencido.

—El contrato dice Jaegendar —dijo ella con una mueca extraña.

Koryon, que supuestamente no estaba escuchando, respingó, dejó caer la jarra y se atragantó.

Elgan corrió hacia él y le dio unas palmadas, tal vez demasiado fuertes, en la espalda; Koryon cayó de rodillas, respirando con dificultad.

—¿Estás bien?

—Lo estaría si no fuera por mi espalda —dijo Koryon con una mirada torva.

—Te debes de haber atragantado con algo.

—Por supuesto —dijo con frialdad.

Elgan se volvió hacia Beldieze, cruzó los brazos y preguntó tranquilamente:

—¿Y por qué Jaegendar?

—¿Has oído hablar de él?

—No sé si es el mismo dragón. ¿A este Jaegendar se le conoce también como Jaegendar, el Negro? ¿Es Jaegendar el Oscuro? —Y agregó incómodo—: ¿Las Alas de la Muerte?

—Sí, y también se le conoce como Jaegendar el Opulento. El único e inimitable Jaegendar.

—¿Por qué Jaegendar? —preguntó Elgan, ceñudo.

Esperaba cualquier cosa: un cuento de tragedia y venganza, una historia de avaricia humana y horda de dragones, o de la búsqueda de la gloria o de un símbolo mágico. Lo que no esperaba era la agitación repentina del aire y el batir de alas cuando la forma humana de la mujer se desvaneció y en su lugar, ante ellos, apareció una hembra de Dragón Plateado.

—Si muere —dijo con calma aquella criatura—, su hijastra lo heredará todo. —Miró a los humanos y dibujó una sonrisa en su rostro—. No todo el mundo que había en la posada anoche era humano.

Koryon volvió a atragantarse.

Beldieze soltó una risa cristalina que resonó en las colinas. Luego, se alejó volando.

—Y se alejó volando.

Kory se detuvo e hizo un guiño hacia Peilanne, que respondió con un gesto de enfado. No le había pasado por alto la alusión a su risa cristalina.

Peilanne recogió los cuchillos y frotó inútilmente las señales de la tabla del pan. Por si a alguien se le habían escapado los paralelismos entre ellos y su historia, Gannie había ocultado en la manga cuatro cuchillos; entonces, de pronto, de una mano que aparentemente estaba vacía, salieron lanzados contra Kory, que los recogió en la tabla para el pan y los devolvió, escondiéndolos en la manga por última vez.

—Bien. —Peilanne se inclinó sobre el mostrador—. Por ahora tenemos un dragón ambicioso y perverso y una joven hembra de dragón traidora y feroz ¿Qué vendrá ahora? —Toda la gente de la posada la escuchaba atenta—. ¿Por qué tenéis tan mal concepto de los dragones? ¿Y por qué tu amigo no para de mirar por la ventana?

Gannie se retiró sobresaltado.

—Es una costumbre. Lo siento. —Se volvió—. Como ya veréis en nuestro cuento, no todos los dragones son malos. Así que después de que Beldieze se marchara…

Después de que Beldieze se marchara, Koryon increpó a Elgan.

—Tienes —dijo con la satisfacción que se siente cuando los amigos han actuado mal—… un problema muy serio.

—Sí, lo tenemos.

—¿Nosotros? —Koryon miró a su alrededor simulando estar confundido. Elgan también echó una ojeada en derredor antes de corroborar:

—Claro. Yo no veo a nadie más.

—Cuando Jaegendar te vea se morirá de risa —dijo Koryon convencido.

Elgan le echó una mirada sombría.

—Bueno, cuando nos vea —se corrigió Koryon de mala gana.

—Encontraremos un modo de vencerlo. Lo haremos muy bien. Somos jóvenes, ágiles, listos, estamos compenetrados…

—Sin duda —dijo Koryon y se estremeció—. Pero Jaegendar…

—Sólo es un dragón ¿verdad?

—De pequeño —repuso Koryon con voz apagada— mis padres acostumbraban a asustarme contándome cuentos de Jaegendar.

—A mí también, si te sirve de consuelo.

Koryon se quedó callado de repente, pensativo.

—¿El contrato dice «luchar contra un dragón» o «matar a un dragón»? —preguntó.

—«Luchar».

—Bueno, pues ahí está la solución. Luchamos un rato y luego abandonamos. No es ninguna vergüenza.

—De hecho sí lo es.

—Tal vez, pero puedo vivir mejor con esta vergüenza que con mi muerte. Y eso suponiendo que sobrevivamos a una auténtica lucha contra Jaegendar ¿Por qué sonríes así?

—Tengo una idea. Los dragones son seres razonables, ¿no? —Sonrió a Koryon—. La mayoría lo son.

—Esto me recuerda una cosa ¿Le dijiste a Beldieze cómo es que sabes tanto de luchas de dragones?

—No le dije que, en realidad, había estado en una. —Elgan se movió incómodo.

Entonces Koryon pareció desvanecerse, su figura se desdibujó y ante Elgan se mostró un dragón.

—Así que ella todavía no sabe la verdad.

—No, no la sabe —suspiró Elgan mientras modificaba también su aspecto con la misma rapidez.

—Esto no me gusta —dijo con firmeza Peilanne mientras arreglaba una mesa—. Un dragón pérfido y perverso, una hembra de dragón joven, ambiciosa y cruel, y ahora dos dragones sinvergüenzas —dijo enfatizando la última palabra—. Por otra parte, aquí veo muchos cambios de forma. No todos los dragones pueden transformarse.

—Algunos, sí. —Todo el mundo se giró para mirar a Armella, la madre de Elinor. Vaciló un poco al sentirse observada; pero se sobrepuso y prosiguió—: Los Dragones Rojos cambian de forma, igual que los Plateados. En cambio, los Dragones Negros, no.

Brann asintió tras su jarra de cerveza.

—La joven Annella tiene toda la razón, incluso en lo de los Dragones Negros. Los Dragones Rojos y los Plateados pueden cambiar; pero los Negros, no. Eso es lo que se dice.

—Y Koryon y Elgan son Dragones Plateados —dijo Gannie asintiendo con aprobación. Luego se cruzó de brazos.

—De todos modos —dijo Kory pensativo—, hay otros dragones con poderes mágicos.

—Es cierto —dijo Gannie. Y con un tono de voz nada agradable añadió—: Incluso un Dragón Negro como Jaegendar podría tener un anillo polimórfico.

El público se agitó nervioso en los bancos. Apelaron con la mirada al posadero.

—Tienen razón —dijo Darien de mala gana—. Si un Dragón Negro hallara un anillo polimórfico podría tomar forma humana.

—¿Lo ves? —Gannie sonrió ampliamente a Peilanne—. Ahora mismo entre nosotros podría haber un dragón y nadie lo sabría…

Sorprendentemente, Jaegendar resultó fácil de encontrar. Tal como había vaticinado Koryon con pesimismo, bastaba con seguir las huellas de la desolación. Vieron que en las colinas ardía una granja. Elgan ascendió hasta allí con forma humana para no sembrar el pánico entre los supervivientes.

Un enorme Dragón Negro, tres veces mayor que Elgan cuando no tenía forma humana, estaba encaramado en lo alto de una granja sin techo mirando dentro de ella como si fuera una corneja negra. Con su mirada fría escrutaba de un lado a otro todos los rincones. Luego posó los ojos detenidamente en Elgan, que se había detenido a una distancia prudente.

—¿Quién anda ahí?

—Sólo soy yo, Elgan —respondió humedeciéndose los labios, pues los sintió resecos de pronto.

—¿Elgan? —El Dragón Negro lo contempló de pies a cabeza sin sonreír ni mostrar enojo. Jaegendar agitó una garra teñida de rojo—. No importa, está claro: ¿has venido a luchar contra mí?

—Eso parece —Elgan sentía cómo sus orejas enrojecían—; el caso es que la noche pasada dije que sabía cómo luchar contra los dragones y…

—Estabas fanfarroneando. —Un ruido, medio chillido, medio lamento, surgió del interior de la granja—. Disculpa un momento.

Jaegendar siguió con la vista algo que se movía dentro de la granja, debajo de él; de pronto bajó la cabeza veloz como una grulla en el agua. Al introducir la testa en la granja y agitarla de un lado a otro, se oyó un chillido y luego, otro.

—Y yo me preguntaba —dijo Elgan sintiéndose de pronto avergonzado de sí mismo al decirlo— si, ya que probablemente no querrás luchar de verdad y todo esto, eso… digo que me preguntaba si podríamos hacer una lucha fingida para complacer…

—Deja que lo adivine. —El Dragón Negro se incorporó limpiándose las fauces con las garras—. Una dama te obliga a luchar contra mí. Y quiere que me mates a causa de mi cruel manera de ser. ¿No es así?

—Bueno, ella tiene sus propios motivos… fundamentalmente monetarios…

—¡Ah! ¡Beldieze! ¿Por qué no me sorprende? —dijo Jaegendar sonriendo y mostrando de pronto sus colmillos amarillentos. En uno de ellos brillaba una mancha roja—. Discúlpame otra vez.

A continuación se pasó la lengua por el colmillo para limpiarlo. Entornó los ojos con deleite, relamiéndose como un gato ronroneante.

—¿Y no puedo disuadirte de esta… lucha? —dijo al volver a abrir los ojos.

—Me gustaría que así fuera —respondió Elgan con sinceridad.

—Bueno, vamos a probar. —Y acto seguido, como si tal cosa, le lanzó una piedra del tamaño de un kender. Como Elgan logró esquivarla, Jaegendar tiró otra, y luego, otra.

Elgan buscó rápidamente un lugar donde refugiarse. Al cabo de unos momentos, encogido de miedo dentro de una zanja y medio enterrado entre cascotes, oyó una risa burlona; a continuación sintió una ráfaga de viento frío y pensó que Jaegendar se había elevado por los aires y se marchaba.

Entonces, en aquel montón de piedras algo rodó sobre él; levantó un brazo para protegerse y sintió el contacto de algo blando, húmedo y viscoso. Elgan se estremeció e intentó ocultarse entre las piedras, pero algunas de ellas se desprendieron y dejaron ver el rostro de Koryon.

—Vi cómo se marchaba volando. Es enorme ¿no? ¿Cómo te ha ido? —Ladeó la cabeza y olfateó el aire—. Huelo a sangre ¿Estás bien?

—Sácame de aquí —dijo Elgan alargando el brazo—. Luego pensaremos en una estrategia para mañana. —Miró al punto negro en la lejanía—. Una buena estrategia.

Elinor había escondido la cabeza en el suéter de su madre y sólo miraba con un ojo asustado.

Con un simple gesto y antes de que la madre pudiera oponerse, Kory se colocó a Elinor sobre los hombros, tomó el cucharón de la sidra y arremetió contra Gannie, el cual empezó a sacudir los brazos con un pánico fingido mientras se escabullía entre las mesas de la posada. Saltaban, se agazapaban, daban vueltas, brincaban cerca del fuego y hacían incursiones rápidas en el aire frío cercano a la puerta. De vez en cuando, uno u otro chillaba:

—¡Planeo!

—¡Evasión!

—¡Caída!

—¡Giro!

Elinor blandía el cucharón e intentaba golpear a Gannie. Estaba muy contenta. Sin embargo, Peilanne, Darien y los clientes se miraban nerviosos y a nadie le pasó por alto que Gannie se detuviera junto a la ventana para escrutar el cielo.

Cuando Kory se detuvo sin aliento al lado de una mesa y dejó a la niña, Annella la abrazó estrechamente. Elinor agitaba sus brazos con entusiasmo.

—¡Lo saben todo de los dragones!

—Bueno, algo sí —admitió Gannie. Los demás adultos de la sala no parecían tan convencidos y se volvieron hacia Darien en busca de una confirmación.

—¿Qué voy a saber yo? —dijo irritado—. Yo sólo llevo una posada. —Tras un momento de silencio admitió de mala gana—: Pero sí, sé algo de dragones, lo que un hombre como yo escucha por ahí, y, sí, todos los detalles parecen ciertos.

Gannie se sentó junto a Brann. El pastor se estremeció.

—¿Tienes frío? —Gannie hizo un gesto en dirección a la lumbre, que se había reducido a unas ascuas moribundas—. Pronto estará cubierta de ceniza gris, como al despertar por la mañana junto a una hoguera de campamento extinguida…

Se despertaron cubiertos por una ligera capa de ceniza, como ocurre con las hogueras de campamento cuando se extinguen. Miraron hacia el valle y vieron que, la mayor parte de él, estaba sepultado bajo el humo. Se sacudieron el polvo en silencio sin mirarse entre sí.

A continuación se encaminaron lentamente hacia el pie de la colina, en forma humana, con la lanza y la silla. Al aproximarse a los aldeanos, nadie los miró ni se extrañó por su equipaje: todos iban muy cargados. Algunos caminaban sin expresión alguna en el rostro, otros estaban enfurecidos, había quien lloraba. Acarreaban baúles, fardos mal atados o sacos de grano llenados a toda prisa. Muchos de ellos llevaban en brazos niños demasiado pequeños o cansados para poder andar.

Frente a Elgan y Koryon, el letrero de la posada de El Reposo en el Camino se mecía mientras era devorado por las llamas; las letras brillaban mientras ardían.

El posadero era uno de los fugitivos y avanzaba torpemente. A sus espaldas llevaba un estante de jarras de cerveza de peltre. Tropezó con una piedra del camino. Koryon corrió para equilibrarle la carga y ayudarle a tenerse en pie.

—¿Se encuentra bien?

El posadero lo miró como si no comprendiera las palabras.

—Ha quemado nuestras casas y nuestras granjas —dijo señalando a la colina del otro lado donde se adivinaban entre el humo ruinas de granjas y cobertizos—. Ha incendiado la segunda cosecha de heno que necesitábamos para el verano. —Frunció el ceño—. Dijo que se estaba entrenando para una lucha especial.

Koryon y Elgan se quedaron mirando cómo el hombre avanzaba penosamente por el valle. Elgan se frotó el brazo donde todavía llevaba pegado el contrato. Koryon se apresuró tras los restos de un granero y echó una moneda al aire.

—Nos lo jugaremos a cara o cruz. Colócame la silla —musitó en tono sombrío al poco tiempo mientras cambiaba de forma.

Koryon, con Elgan a su espalda, utilizó el viento de la mañana para tomar impulso y ascender por la ladera de la colina opuesta, hacia las afueras de la ciudad. Ante ellos ardía un granero, con un carro de heno al lado. Elgan tiró de la rienda izquierda.

—Rodéalo por la izquierda y mantén las alas quietas para no hacer ruido, asciende hacia la derecha por la corriente térmica ascendente del fuego…

—Ya sé volar.

Elgan calló y Koryon se zambulló hacia el incendio. Una mujer corría de un lado a otro delante del granero y clamaba al cielo mientras elevaba un niño. El bebé no se movía. Elgan cerró los ojos.

—Apresúrate.

Cuando Koryon planeó por el extremo de la corriente térmica, su ala derecha se movió hacia arriba gracias a la corriente de aire ascendente. Se metió en ella y comenzó a subir en espiral, desplazándose poco a poco hasta conseguir ascender en una espiral cerrada. Tras comprobar por novena vez el pivote de la lanza, Elgan continuó vigilando constantemente por todos lados.

—¿Koryon?

—¿Sí? —Koryon mantenía los labios fuertemente apretados sobre el bocado y se balanceaba de un lado a otro con nerviosismo.

—Creo que sabe…

—Por supuesto —dijo con frialdad una voz junto a ellos. Elgan tiró de las riendas hacia la izquierda cuando una forma oscura, arañando con las garras el aire vacío, atravesó vertiginosamente el espacio donde habían permanecido.

—… todo lo que vamos a hacer.

Elgan sostuvo la lanza muy cerca de él y se sintió contento de no haberla dejado caer; cuando Koryon hubo esquivado el choque cambiando bruscamente de dirección, levantó un dedo con el brazo extendido como si fuera una punta de ala y comprobó la brisa. Era fría.

Estaban suspendidos bajo de una nube y miraban a todos lados en busca de Jaegendar.

—¿Cuál es la maniobra clásica tras una embestida fallida? —dijo Elgan por fin.

—Encorvarse, ganar velocidad, ahuecar las alas en la parte inferior, catapultarse hacia arriba, batir las alas con fuerza, encontrar una corriente de aire ascendente, penetrar en las nubes —Koryon echó un rápido vistazo a la capa de nube que tenían cerca—, esconderse ahí y esperar a tener ventaja —finalizó lentamente.

—Ha tenido que emplear otra corriente de aire ascendente. El viento de las montañas o bien… —Elgan se detuvo en cuanto vio las ruinas flameantes que les rodeaban—. Kory, este lugar es el campo de batalla de Jaegendar. Ha creado todo un sistema de corrientes de aire ascendentes para él… Elévate y ve pasando de una corriente térmica a otra; a ver si logramos despistarle.

—No creo que lo logremos —dijo Koryon en tono pesimista.

Evidentemente, no lo consiguieron. En su siguiente ataque Jaegendar se lanzó como una piedra desde lo alto de las nubes dejando un pequeño agujero desigual en ellas antes de que pudieran cerrarse. Se dirigía hacia ellos sin apenas agitar la punta de sus alas. Elgan chilló y se tendió sobre la silla. Koryon esquivó el golpe con poca elegancia y empezó a perder altura. Elgan se agarraba a él desesperadamente.

—Mantente cerca las nubes. Por lo menos así no podrá caer en picado sin más.

Koryon se elevó evitando las corrientes de aire ascendente fáciles de ver. El tiempo era inestable; los vientos de costado les sacudían y obligaban a Koryon a corregir constantemente la dirección sólo para mantenerse por encima de la ladera. A aquella altura su aliento salía en forma de bocanadas blancas.

Elgan dio una palmada en el costado de Koryon.

—Mira.

Ante ellos, Jaegendar se desplazaba lentamente en ángulo mientras examinaba el espacio que tenía debajo.

—¿Dónde nos escondemos ahora? —preguntó Koryon.

—No lo haremos —dijo Elgan—. Vamos a atacar. Caeremos en picado silenciosamente y a gran velocidad. Y en el último momento te retiras. Tengo una idea.

—Esto no es una posada y no quiere que le entretengas —dijo Koryon tras escuchar el plan de Elgan.

—Tenemos que intentar algo —dijo Elgan contemplando el excelente vuelo de Jaegendar.

Con un bufido de recelo, Koryon avanzó, aprovechó la última brisa para elevarse y luego se zambulló mientras iba ganando velocidad. Elgan contempló con cautela su objetivo y se preparó para anular el ataque en el momento oportuno. Jaegendar no miraba hacia ellos. Estaba casi parado, con las alas extendidas para tomar una corriente de aire ascendente y dejarse caer levemente cuando se elevara demasiado. Era un objetivo perfecto pues estaba ensimismado mirando atentamente un estanque circular, profundo y bordeado por abruptas rocas de piedra caliza, en las colinas verdes que tenía debajo.

Elgan también miró al fondo. El estanque estaba completamente en calma y ninguna brisa agitaba sus aguas inmóviles. Era como un espejo…

Entonces Elgan vio con horror que los dos dragones se reflejaban claramente en el estanque.

—¡¡Retirada!! —gritó Elgan tirando de las riendas hacia la izquierda. Koryon cambió inmediatamente de dirección con un giro tan brusco que clavó a Elgan contra la silla.

Jaegendar se volvió mostrando una sonrisa siniestra y se dirigió hacia al punto donde Koryon debía dejar de girar o bien hacer una maniobra de evasión. Elgan tiró con fuerza de las riendas hacia la derecha.

—De acuerdo —musitó Koryon y acto seguido dio casi una vuelta de campana colocando el ala izquierda donde antes había estado la derecha. Elgan se asió a la silla mientras giraban en una maniobra alocada, torpe y cansada que les salvó las vidas cuando Jaegendar les pasó a toda velocidad por su lado, con las garras tan cerca como para erizar el pelo de Elgan.

—Estamos muertos —dijo Elgan en voz baja a Koryon.

—Si tenemos suerte —asintió Koryon.

—¿Nos escondemos en las nubes?

—Nos perseguirá. Puede ir a cualquier sitio adonde nosotros vayamos.

Jaegendar avanzaba de nuevo hacia ellos, cada vez a mayor velocidad.

Oyeron el estruendo de un trueno. Una tempestad se avecinaba por encima de las montañas. Los nubarrones, sacudidos por el viento furioso de la tormenta, eran muy negros.

—¿Succión en nube? —dijo Elgan inclinándose sobre Koryon.

—Es una mala idea. Nos arrojaría de un lado a otro como si fuéramos muñecos —agregó Koryon—. Ningún dragón en su sano juicio… De acuerdo. —Y volviéndose hacia la corriente agregó—: Vigila detrás de mí.

—Ve en zigzag a la izquierda de la tempestad.

Cuando estuvieron justo debajo de la nube, Koryon dejó de agitar las alas. El sonido de los truenos era ensordecedor, de tan cercano, y el viento era tan violento que forzó a Elgan a agarrar el pivote de la silla y apretar las piernas con fuerza para sostenerse. A su alrededor el aire subía con furia. Al cabo de pocos segundos se encontraron dentro del nubarrón.

Oscilaban de un lado a otro en la oscuridad, rota sólo por la luz de los rayos. Koryon hacía esfuerzos constantes para mantenerse derecho. Elgan resistía y recordaba una leyenda sobre un dragón que quedó inconsciente hasta caer de cabeza al suelo a causa de los embates recibidos en una tormenta.

Bajo la luz de un rayo especialmente intenso, Koryon se volvió hacia Elgan. Estaba asustado.

—No puedo hacer esto mucho tiempo. Me estoy quedando sin fuerzas —dijo en tono de disculpa.

—Jaegendar también lo estará y él, además, es viejo. ¿Acaso no estás en mejor forma que él?

—Jaegendar —dijo Koryon con firmeza— no lleva jinete.

Elgan se quedó pensativo.

—Déjate llevar por la corriente hacia adelante —exclamó con las manos ahuecadas delante de la boca para hacerse oír por encima del estruendo de los truenos—. Luego ve hacia la izquierda y después, hacia abajo. Ha llegado el momento.

—Si no hay más remedio —dijo Koryon sombríamente.

Cuando salieron de las nubes, vieron que los edificios en llamas que había debajo de ellos se habían desplomado. Elgan tiró de la rienda derecha de Koryon y lo dirigió hacia el granero destrozado donde habían dejado a Beldieze.

Entretanto el viento empezó a disolver las nubes.

—Creo que pronto asomará el sol —dijo Elgan aliviado.

—¿Acaso eso nos dará alguna ventaja?

—Dará ventaja a alguien —dijo vagamente—. No vayas directamente al granero, da una vuelta sobre él y comprueba si hay algún rastro de Jaegendar. Ve por la izquierda —agregó con rapidez. No era momento de formulismos.

Koryon se ladeó hacia la izquierda y luego descendió. Elgan cogió con fuerza el soporte de la lanza.

—¿Adónde vas?

Pero antes de que pudiera responder, Elgan miró a lo alto.

—Compañía a la izquierda —dijo.

Sin detenerse a comprobarlo, Koryon planeó vertiginosamente hacia la izquierda. Jaegendar se precipitó desde una de las nubes que quedaban y luego desapareció. Sin embargo, no había duda de que les había visto.

—¿Y ahora qué? —preguntó Koryon tras terminar el giro y enderezarse.

—No está en ningún lado. —Las nubes que quedaban casi habían desaparecido, excepto el nubarrón que se extendía sobre el valle.

Koryon permanecía casi quieto bajo la luz del sol y estiraba el cuello de arriba abajo.

—¿Abajo? —Miró—. ¿Arriba? —Echó un vistazo—. Nada. Le hemos perdido. Espero.

Una sombra se abalanzó sobre ellos creciendo a cada segundo.

—¡Estaba en el sol! ¡Estaba en…! —Elgan exclamó con un pánico repentino. Koryon dio una sacudida hacia un lado y Elgan enderezó la lanza de forma que cuando Jaegendar les pasó rozando se hirió el ala izquierda con ella. Sin embargo, tras el impacto, Elgan dejó caer su lanza. Ésta resbaló por el cuerpo de Koryon y se perdió de vista.

De nuevo subieron para guarecerse en una nube. Jaegendar redujo la marcha y se volvió; al ver que Elgan no llevaba nada en las manos, lanzó un aullido. Koryon, con el cuello tenso hacia adelante, agitaba rápido y con esfuerzo las alas a la mayor velocidad que le era posible.

Al mirar hacia arriba, vieron que la tormenta se había desplazado hacia el valle; Jaegendar descendió en círculos hacia ellos desde las nubes más oscuras. Su cuerpo negro se recortaba bajo la luz de los relámpagos.

—¡Perfecto, le has puesto furioso! —dijo Koryon casi con voz natural.

—¿Le había puesto furioso? —dijo Darien incrédulo aunque atrapado ya por la historia a pesar de sí mismo—. ¿Qué clase de truco es ése?

—Un truco de locos —dijo Gannie con severidad. A continuación se dirigió hacia la derecha de la ventana y miró hacia fuera procurando no dejar ver su silueta. Entretanto Elinor se había quedado dormida en las espaldas de Koryon; éste la bajó sin despertarla y la dejó en los brazos de Peilanne.

—De todos modos —dijo Gannie pensativo—. Un enemigo enfadado es un enemigo que no piensa. La única esperanza que queda es conseguir engañarle…

—Nos ha engañado —dijo Koryon escrutando el cielo de un lado a otro—. ¿Adónde habrá ido?

—Bajaba en picado hacia nosotros y luego ha salido catapultado de nuevo hacia las nubes mientras mi cuerpo te impedía verlo. Es así de bueno.

A continuación descendieron en picado y recuperaron velocidad. Koryon avanzaba y se dejaba caer ligeramente a fin de ganar algo más de rapidez. Su cuerpo continuaba recto y rígido.

—Esto es extraño ¿Crees que habrá visto que ya no tienes la lanza?

—Vio que se me caía. Estoy seguro. —En un intento por relajarse Elgan dobló y estiró los brazos desocupados.

El estanque circular estaba ante ellos. Koryon se dirigió hacia allí, dejando pasar el aire por el ala izquierda para así poder bajar mientras giraba. Contempló su sombra en la hierba y la siguió hasta encontrarse casi entre el estanque y el sol, que brillaba directamente sobre sus cabezas.

En aquel momento intenso, cuando el estanque era como un ardiente disco dorado, Koryon vio, o creyó ver, reflejado un segundo punto negro sobre ellos.

—Mira arriba. Ya —susurró a Elgan.

—No puedo ver nada… —dijo mientras miraba.

—Mantén tu pulgar en alto, tapa el sol con él y busca unas alas a ambos lados.

—Allí —exclamó Elgan—. Directamente, en el sol, cae en picado sobre nosotros. Está descendiendo, cada vez más, más cerca. ¡Dios mío, sus garras…!

—¡Resiste! —chilló Koryon y doblando los extremos delanteros de sus alas sobre el cuerpo invirtió la velocidad de bajada por la de subida, en un efecto singular de catapulta. Simultáneamente apretó las garras contra el cuerpo como si se estuviera protegiendo de aquel horror.

Jaegendar, ya directamente sobre ellos, dobló sus enormes garras y gruñó con enfado y placer mientras iba cayendo…

—¡Toma! —Koryon levantó la cabeza, mostró la lanza que había estado ocultando debajo del cuerpo y se la pasó a Elgan. Éste la cogió ágilmente y la arrojó hacia adelante como si fuera un arpón, empleando para ello todo el impulso que llevaban y toda su fuerza.

El aire silbaba alrededor de la lanza cuando dio contra el esternón de Jaegendar. Se hundió con tanta facilidad como si hubiera penetrado en una nube negra.

Jaegendar cayó, dando volteretas en el aire, lentamente y fue a estrellarse contra la punta de una roca. Sólo el impacto ya habría acabado con él. Koryon descendió, satisfecho de que el truco hubiera funcionado.

—¿Un truco así funcionaría, señores? ¿Contra otro dragón? —Brann sólo quería saber la respuesta, no era una objeción.

—¿Contra uno arrogante y estúpido que no había sido retado desde hacía mucho tiempo? Fue fácil —dijo Gannie mirándolo con frialdad.

Brann se acoquinó y se apresuró a llevarse la copa a los labios, más para esconderse que para beber.

—Por lo menos —prosiguió Gannie—, funcionó todo lo bien que era de esperar. Koryon bajó…

Koryon bajó para ver si Jaegendar había muerto. Del cuerpo del dragón tendido en la hierba ascendía una neblina, como la de las fuentes termales o la que hace el agua al chocar con el fuego. La lanza, que le atravesaba el cuerpo, lo tenía clavado a la tierra.

—¡Lo hemos conseguido! —dijo Koryon aliviado.

El contrato cayó del brazo de Elgan y se deshizo en cenizas con un chasquido. El aire recogió las cenizas y las envió hacia los orificios nasales de Jaegendar… donde se elevaron a causa de un resoplido. Jaegendar abrió un ojo. Respiraba con dificultad.

—Muy bien —dijo Jaegendar fríamente.

Koryon y Elgan, ya en el suelo, se estremecieron.

—Habéis estado a punto de lograrlo. Si la hubierais lanzado mejor ya estaría muerto —se miró el cuerpo—, en lugar de sufrir tanto. Sabed una cosa —dijo en un silbido—, sabed que me recuperaré y os encontraré.

—Nunca nos encontrarás —dijo Elgan sin inmutarse apenas.

Jaegendar tomó la lanza con sus pérfidas garras y la partió un poco por encima del orificio de entrada de la herida.

—Os encontraré, sea cual sea la forma que adoptéis y quemaré y destruiré todos los sitios donde hayáis estado hasta que os atrape. Vagaréis por la tierra, y la muerte y la desolación os acompañarán cada noche.

Elgan abrió la boca, la cerró y se alejó a grandes zancadas. Koryon cambió a su forma de humano y lo siguió. Antes de abandonar aquel valle humeante sólo se detuvieron para tomar sus bolsas de viaje. Al cargarse la suya a las espaldas, Elgan miró pensativo aquella enorme figura negra.

—Me pregunto con qué rapidez puede curarse.

Y ambos emprendieron el primero de los muchos caminos que siguieron.

… el primero de los muchos caminos que siguieron.

El fuego se había reducido a unas brasas y las lámparas se habían ido apagando. La posada estaba a oscuras y de pronto parecía tan fría como la noche.

—Así que los dos tomaron forma de humanos —finalizó Kory— y huyeron de ciudad en ciudad, de posada en posada, intentando esconderse entre los humanos y cada noche eran perseguidos por el dragón Jaegendar, ya recuperado. Y a todas partes adonde llegaban, al poco les seguían las llamas y la destrucción. Hasta el día de hoy, ahí donde van pocos son los que logran sobrevivir.

Nadie dijo nada por un buen rato.

—¿Y logró atraparlos? —preguntó por fin Brann con voz trémula.

—Todavía no. —Gannie, ya sin sonrisa alguna, miró por veinteava vez por la ventana.

—Y ha destruido todos los lugares donde ellos han estado.

—Por completo. —Kory miró con nerviosismo la expresión de Gannie—. No queda piedra sobre piedra. Sólo refugiados, sangre y lágrimas.

—Así que son dos dragones que huyen de otro. ¿Para siempre? —preguntó el pastor lastimeramente.

Kory abrió las manos y extendió los brazos en ademán de finalizar. A la luz de la hoguera, las sombras de sus brazos dibujaron en la pared unas alas suspendidas sobre las mesas. Nadie se movió hasta que dejó caer los brazos.

—Me temo que éste es el final. —Kory tosió discretamente y con un tono sombrío agregó—: Si os acordáis, nuestra apuesta fue que si nuestro cuento os asustaba, nos pagaríais. —Miró fijamente a cada uno de ellos, uno por uno; algunos de ellos se estremecieron—. Creo que nos merecemos la recompensa.

La gente, nerviosa, empezó pagar; el dinero salía de bolsillos y bolsas. Lo depositaban en las manos de Kory y de Gannie como si fuera una prenda de paz o un soborno. El pastor sacó cinco o seis monedas gastadas y las apretó con fuerza en la mano de Kory.

—Es todo lo que tengo —dijo con tristeza.

Kory le dio una palmadita conciliadora en la espalda pero se quedó con todas las monedas. Annella tomó a Elinor, que todavía dormía, de los brazos de Peilanne y la acunó en actitud protectora mientras salía de la posada. Kory intentó acariciar la cabeza de Elinor, pero su madre se lo impidió. Uno por uno, incluso los viajeros de largas distancias, se colocaron los abrigos y salieron a la noche.

Kory y Gannie, con sus sombreros rebosantes de dinero, se quedaron solos con el posadero y la camarera en una posada con todas las camas desocupadas.

—¿Os parece bonito? —les dijo Peilanne mientras limpiaba las mesas.

—¿Por casualidad no tenéis una habitación para nosotros? —dijo Kory con inocencia.

—Tengo sitio de sobra —dijo Darien con frialdad—. Gracias a vosotros.

Peilanne dejó las jarras con un golpe violento. No había ni siquiera una moneda en la bandeja. Todas las propinas habían ido a parar a aquellos narradores de historias.

—Eso de mirar por la ventana es un buen truco.

Gannie volvió la cabeza con un gesto de inocencia herida.

—Las brasas se están apagando —dijo señalando la chimenea.

—Está bien así. —Darien miró la posada vacía—. Al fin y al cabo ésta es la posada El Fuego de la Espera.

—Todavía no nos habéis pagado —dijo Kory directamente.

—¿Y con qué esperáis que os pague, si me habéis arruinado el negocio?

—Este anillo es bonito. —Gannie tocó descaradamente un dedo a Darien.

—No, no lo es —dijo Darien mirándolo divertido—. Tiene un valor mayor del que aparenta, por lo menos para mí. Aquí tenéis. —Gannie miró con desconfianza cómo Darien sacaba dos monedas de oro del cajón y se las entregaba, una a cada uno—. Es lo menos que puedo hacer.

»Y ahora —agregó con gravedad—, si realmente podéis transformaros en dragón, os recomiendo que lo hagáis.

Ahora era su sombra la que crecía en la pared. Kory y Gannie intercambiaron miradas incómodas.

—Como hemos intentado explicar —dijo Kory, por fin en tono lastimero—: sólo es un cuento.

—Pero no es una historia tan buena —dijo Darien en tono familiar—. Necesita un final mejor ¿Os gustaría oír uno?

Ninguno de los dos dijo nada. Desde el mostrador, Peilanne observaba con atención mientras limpiaba copas.

—Una vez, no hace mucho tiempo, había dos jóvenes irresponsables que explicaban un cuento en el que difamaban a dos dragones. Se ganaban la vida contando una y otra vez ese cuento, y con él asustaban a la gente y difundían prejuicios y temores contra los dragones insinuando de forma clara que ellos mismos también lo eran. Otra cosa que daban a entender era que un Dragón Negro les perseguía debido a la perfidia de un Dragón Plateado y embellecían la historia con otros detalles que eran falsos casi por completo.

—Nuestro cuento se basa en un hecho real —dijo Gannie ofendido.

—Se basa —dijo Darien con frialdad— en un Dragón Negro real y en un Dragón Plateado también real. Todo lo demás os lo habéis inventado.

—¿Y qué hay de malo en ello? —dijo Kory con voz débil—. Un cuento es un cuento.

—No siempre. —Darien le sonrió y dio unos golpecitos con el anillo que llevaba en el mostrador—. ¿Qué clase de dragón idiota iría a la caza de un par de mentirosos de taberna por todo Krynn… —Los dos narradores de historias sonrieron con alivio—… cuando todo lo que tiene que hacer es encontrar una posada y esperar a que lleguen?

Las sonrisas se desvanecieron.

La sombra del posadero aumentó de tamaño y creció hacia el techo; los brazos parecieron fundirse en aquella sombra y, por fin, se vio un Dragón Negro, con el anillo polimórfico todavía en sus garras, sentado en cuclillas en el comedor.

—No he terminado de pagaros la apuesta…

—Estás perdonado —dijo Gannie asustado.

—Eso es, claro —le apoyó Kory con voz trémula.

—Tonterías. —Levantó una garra del color de la obsidiana simulando un gesto pensativo—. Ah sí. Dijisteis que debería prepararos la comida. —Bajó la mirada hacia ellos con sus dientes afilados brillando rojos a la luz de la chimenea—. Será un placer.

—Jaegendar, aquí dentro, no —dijo con firmeza una hembra de Dragón Plateado.

Y aunque la ventana no estaba abierta, Kory y Gannie se apresuraron a hacer caso del aviso. Los dos dragones los siguieron tras apartar a un lado el marco de la ventana, que estaba hecho añicos. El fuego de la chimenea se extinguió por completo mientras los chillidos de pánico y el fragor de las alas batientes se perdían en la distancia.