I
DE TÚ A TÚ

Un poco después, encerrado en mi habitación como un animal en su jaula, resoplaba por aquella violencia —la primera— a la que había recurrido con mi mujer, sin poder apartarla de mis ojos, hecha su leve figura un blanco temblequeo en su endeble persona que parecía desencuadernarse por entero a cada una de mis sacudidas, al tiempo que la empujaba hacia atrás, cogida por las muñecas, y la volvía a echar sobre el sillón.

¡Ah, qué leve, con todos aquellos volantes en torno al níveo vestido, ante el impacto brutal de mi violencia!

Rota ahora ya, cual frágil muñeca, arrojada con tanta furia sobre el sillón, nunca más iba a poder recomponerla. Y toda mi vida, tal como había sido hasta entonces con ella el juego con aquella muñeca: roto, acabado, acaso para siempre.

El horror de mi violencia latía vivo en mis temblorosas manos, Pero era consciente de que ese horror no nacía tanto de la violencia como del hecho de que brotaban ciegos dentro de mi un sentimiento y una voluntad que por fin me habían dado cuerpo: un cuerpo bestial que había infundido espanto y vuelto violentas mis manos.

Me convertía en «uno».

Yo.

Yo que ahora me quería así.

Yo que ahora me sentía así.

¡Por fin!

Se acabó el usurero (¡ya basta de ese banco!), y se acabó ese Gengè (¡ya basta de ese títere!).

Pero el corazón seguía palpitándome con tuerza en el pecho. Me impedía respirar. Abría y cerraba las manos, y me hundía las uñas en la carne. Y, casi sin darme cuenta, me rascaba la palma de una mano con la otra, mientras daba vueltas por la habitación y hacía muecas de dolor como un caballo reacio al freno. Deliraba.

—Pero yo, uno, ¿quién?, ¿quién?

¿Si no tenía ya ojos para verme por mi mismo como uno también para mí? Los ojos, los ojos de todos los demás los seguía viendo sobre mí, pero igualmente sin poder saber cómo me verían en esa voluntad mía recién nacida, si yo mismo no sabía aún en qué consistía pata mí.

Se acabó ya Gengè.

Otro.

Esto era precisamente lo que había querido.

Pero, ¿qué otro tenía yo dentro de mí, sino ese tormento que me descubría ninguno y cien mil?

Esta nueva voluntad mía, este nuevo sentimiento mío, podían sublevarse ciegos por esa herida causada en un punto sensible de mí que desconocía; pero en seguida se venían abajo, se venían abajo ante la terrible lucidez obsesiva que refulgía tétrica por todo cuanto había descubierto.

No obstante, quería entrever, para recuperarme, qué iba a poder montar con ese poco de sangre de aquella herida, con ese poco de sentimiento, lacerado, mortificado, sobre el descoyuntado esqueleto de ese poco de voluntad; ¡oh!, un pobre homúnculo demacrado, siempre asustado ante la mirada ajena, que llevaba en la mano la bolsa en que guardaba el dinero obtenido de la liquidación del banco. ¿Y cómo iba a ser capaz de guardar ahora ese dinero?

¿Acaso lo había ganado yo con mi trabajo? ¿Acaso bastaba con haberlo retirado del banco para que no siguiera contribuyendo a la usura, para limpiarlo de aquella de la que era fruto? Y entonces, ¿qué? ¿Había que tirarlo? ¿Y de qué viviría? ¿Qué trabajo era capaz yo de hacer? ¿Y Dida?

También ella era —bien que lo sentía ahora que ya no la tenía en casa—, también ella era un punto sensible en mí. Yo la amaba, pese al dolor que me causaba el ser perfectamente consciente de que mi cuerpo, en tanto que objeto de su amor, no me pertenecía. Pero a pesar de todo saboreaba la dulzura que daba a este cuerpo su amor, ciego en el goce del abrazo; aunque a veces sentía casi la tentación de estrangularla al verla balbucear, entre sus húmedos labios convulsos, como un vivo deseo de sonrisa o de suspiro, un nombre estúpido: Gengè.

II
EN EL VACÍO

La suspensa inmovilidad de todos los objetos de la sala de estar, en la que entré como atraído por el silencio que se había hecho; aquel sillón en el que hacía poco estaba ella sentada; aquel sofá en el que poco antes estaba hundido Quantorzo; aquel velador de clara laca fileteado de oro y las otras sillas y las cortinas, me produjeron una impresión tan horrible de vacío que me volví para mirar a los criados, Diego y Nina, quienes me habían anunciado que la señora se había ido con el señor Quantorzo dejando órdenes de que fueran recogidas todas sus ropas, metidas en baúles y mandadas a casa de su padre: y ahora estaban mirándome con el pasmo pintado en sus bocas abiertas y en sus ojos de mirada vacía.

Su sola visión me irritó. Grité:

—Está bien, cumplid con lo mandado.

Una orden que cumplir, en aquel vacío, era ya al menos algo para los demás. Y también para mí, si me quitaba de en medio por el momento a aquellos dos.

Apenas me quedé solo, con un extraño contento repentino, pensé: «¡Estoy libre! ¡Se ha ido!» Pero no me lo podía creer. Tenía la curiosísima impresión de que se había ido para demostrarme lo acertado de mi descubrimiento, un descubrimiento que adquiría para mí una importancia tan grande y absoluta que, en comparación con él, cualquier otra cosa no podía sino tener una importancia mucho menor y relativa: por más que tuviera como resultado el perder a mi mujer, es más, precisamente, por esto.

—¡Así que es cierto!

Sólo la prueba era terrible. Todo lo demás —¡pues sí, realmente!— podía parecer incluso ridículo: esa manera de largarse con Quantorzo sin pensárselo dos veces, así como mi reacción violenta por aquella estupidez, el que la gente me creyera un usurero.

Pero, entonces, ¿qué?, ¿estaba condenado ya a esto? ¿A no poder tomarme nada en serio? ¿Y mi herida de poco antes, por la que había tenido aquel arrebato violento?

Ya. Pero, ¿dónde estaba la herida? ¿En mí?

Tanteándome las ropas, frotándome las manos, sí, decía «yo»; pero, ¿a quién se lo decía?, ¿y para quién? Estaba solo. En el mundo entero, solo. Para mí mismo, solo. Y en el mismo instante del estremecimiento, que me hacía temblar ahora hasta la misma raíz del cuero cabelludo, sentí la eternidad y el frío glacial de esta infinita soledad.

¿A quién decir «yo»? ¿De qué servía decir «yo», si para los demás tenía un sentido y un valor que no podían ser nunca los míos: y a mí, tan aislado de los demás, de qué me servía asumir un solo «yo» si eso se trocaba al instante en el horror de este vacío y de esta soledad?

III
SIGO COMPROMETIÉNDOME

A la mañana siguiente, vino a verme mi suegro.

Debería explicar previamente (aunque no lo haré) hasta qué extremos había llegado con la imaginación, delirando durante gran parte de la noche, a fuerza de extraer consecuencias de la situación en la que yo mismo me había mecido no sólo ante los demás, sino también respecto a mí mismo.

Había salido, apesadumbrado, de un sueño plomizo, con la sensación de la hostil pesadez de todas las cosas, incluso del agua recogida en el cuenco de mis manos, para lavarme, incluso de la toalla que a continuación había usado, cuando, ante el anuncio de la visita, me sentí repentinamente aligerado por el súbito despertar de esa inspiración alegre que por suerte, como un benéfico viento, me airea el espíritu a ratos.

Lancé al aire la toalla y le dije a Nina:

—Bien, bien. Hazle pasar a la sala de estar y dile que voy en seguida.

Me miré en la luna del armario con una irresistible confianza, llegando incluso a guiñar un ojo para dar a entender a aquel Moscarda que los dos nos entendíamos ya de maravilla. Y, a decir verdad, también él me lo guiñó al punto a mí para confirmar nuestro entendimiento.

(Me diréis, ya lo sé, que esto era porque el Moscarda del espejo era yo mismo; y una vez más demostraréis con ello no haber entendido nada. No era yo, os lo puedo asegurar. Tan cierto es que, al cabo de un instante, cuando volví ligeramente la cabeza antes de salir para contemplarlo de nuevo en el espejo, era ya otro, también para mí, con una sonrisa diabólica en sus ojos de mirada penetrante y muy relucientes. Estoy seguro de que vosotros os habríais asustado; pero yo no; porque ya lo sabía; y le hice un saludo con la mano. A decir verdad, él también me saludó con la mano.)

Dicho sea todo esto para empezar. La comedia siguió luego en la sala de estar con mi suegro.

¿Entre cuatro?

No.

Ya veréis cuántos variados Moscardas, de todos los que yo era, me divertí representando aquella mañana.

IV
¿MÉDICO? ¿ABOGADO? ¿PROFESOR? ¿DIPUTADO?

Mi suegro era sin duda la razón de aquel inesperado despertar de mi inspiración, por aquella (sí, ¡Dios mío!), quizás irrespetuosa realidad que yo hasta entonces le había dado de hombre rematadamente estúpido siempre satisfecho de sí mismo.

Atildadísimo, no sólo en el vestir, sino también en su forma de peinarse y de llevar los bigotes, hasta el más mínimo pelo; muy rubio y de aspecto, no diré que vulgar, sino de lo más corriente, hubiera podido ahorrarse todos aquellos cuidados, porque los trajes que llevaba, de corre impecable, parecían no ser suyos, sino del sastre que se los había confeccionado, e igualmente aquella cabeza tan repeinada y sus manos tan torneadas y lustrosas, más que estar unidas, vivas y ser de carne y hueso, al cuello duro de su camisa y a sus mangas, hubieran podido figurar sin desdoro expuestas, cortadas y de cera, en el escaparate de un peluquero o de un guantero. Oírle hablar, verle entornar sus irisados ojos azul celeste con la dicha de una permanente sonrisa por todo cuanto salía de su boca de labios de coral; verle acto seguido abrir de nuevo los ojos y quedarle el párpado del derecho un tanto atirantado y pegado, como si no consiguiera separarse tan pronto por el exquisito regusto de una satisfacción íntima que nunca nadie hubiera supuesto en él, no podía sino causar una impresión extrañísima, hasta tal punto, repito, de que hubiérase dicho fingido: maniquí de sastre y cabeza de escaparate de barbero.

Ahora, mientras yo me esperaba verlo así, la sorpresa de encontrármelo delante totalmente descompuesto y agitado no sirvió más que para espolear en mí de improviso el deseo de experimentar ese riesgo exquisito con que uno avanza inerme y sonriente contra un enemigo que le amenaza armado, tras haberle conminado a no dar un paso más.

La reencendida inspiración imprimía, de hecho, en mis labios una sonrisa de desafío y en mi frente un aire de desmemoria por el peligrosísimo juego que quería seguir, cuando andaban de por medio intereses tan importantes para aquel hombre y para otros muchos: la suerte del banco, la suerte de mi familia: contar con más pruebas de aquello terrible que yo ya sabía, es decir, que inevitablemente se me tomaría por loco, incluso más que antes, con lo que pensaba decir, lanzándome a tumba abierta por la pendiente de aquella increíble e inverosímil ingenuidad que había dejado patidifuso a Quantorzo y hecho partirse de risa a mi mujer.

En realidad, tampoco para mí, bien pensado, la conciencia a la que quería aferrarme pedía ser ya una excusa válida. ¿Podía sentir en serio remordimientos por esa usura que nunca había pretendido ejercer? Había firmado, sí, las operaciones del banco; había vivido hasta entonces de sus beneficios sin reflexionar jamás sobre el particular; pero ahora que finalmente tomaba conciencia de ello, retiraría el capital del banco, y bien pronto, a fin de disipar todo equívoco, me liberaría de él como fuese, instituyendo una fundación benéfica o algo parecido.

—¡Pero cómo! ¿Todo esto te parece una nimiedad? ¡Pero Dios mío!, ¿así que es cierto?

—Cierto, ¿el qué?

—¡Que te has vuelto loco! ¿Y qué quieres hacer con mi hija? ¿Cómo piensas vivir? ¿De qué?

—Ah, esto sí: esto me parece importante. Es digno de ser estudiado.

—¿Arruinar para siempre tu posición? Todo el mundo se ha dedicado siempre a sus negocios, desde que el mundo es mundo.

—Muy bien. Así pues, de ahora en adelante, yo me dedicaré a los míos.

—Pero, ¿cómo que a los tuyos, si tiras por la borda el dinero ganado por tu padre en tantos años de trabajo?

—Tengo seis años de universidad.

—¡Ah! ¿Quieres volver a la universidad?

—Podría.

Hizo amago de levantarse. Le contuve, preguntándole:

—Perdone: ames de liquidar el banco, pasará cierto tiempo, ¿no?

—¡Pero cómo que liquidar! ¡Liquidar! ¡Liquidar!

—Si me permite usted explicarme…

Se volvió como movido por un resorte:

—Pero, ¿que pretendes decir? ¡Deliras!

—Estoy de lo más tranquilo —le hizo observar yo—. Lo que quería decirle es que tengo muchas materias muy avanzadas y que las dejé abandonadas.

Me miró desconcertado.

—¿Materias? ¿Qué pretendes decir?

—Que podría, en poco tiempo, licenciarme en Medicina o sacarme la licenciatura en Filosofía y Letras.

—¿Tú?

—¿No me cree? Estudié también para médico. Tres años. Y me gustaba. Pregúntele, pregúntele a Dida con qué ojos vería mejor a su Gengè, si como médico o como profesor. Tengo facilidad de palabra: si quisiera, podría ser también abogado.

Él se sacudió violentamente.

—¡Pero si nunca has querido dar golpe!

—Es cierto. Pero no por ligereza, sepa usted. ¡Sino muy al contrario! Profundizaba demasiado. Y, créame, profundizando demasiado en lo que sea no se consigue nada. ¡Se hacen ciertos descubrimientos! Pero le aseguro que, sin mayor esfuerzo, podría ser abogado, o si Dida lo prefiere, profesor. Basta con que me ponga a ello.

Negro por lo violento que le resultaba tener que seguir escuchándome, en este punto salió pitando. Corrí tras él, exclamando:

—¡No, no, óigame! ¡Piense en la popularidad que me daría tirar por la borda el dinero de mi padre! Podrían incluso elegirme diputado: ¡piénselo! Si a Dida ello le gustara, y también a usted: un yerno diputado… ¿No me ve como diputado? ¿No me ve?

Pero se iba ya a escape, gritando a cada una de mis palabras:

—¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!

V
Y DESPUÉS DE TODO, DIGO YO, ¿POR QUÉ?

No niego que mi tono era burlón, por culpa de esa maldita inspiración. Y reconozco que podía parecer que hablaba no sin una cierta fatuidad. Pero las propuestas de un Gengè médico o abogado o profesor o incluso diputado, aunque a mí podían hacerme reír, a él, digo yo, hubieran podido al menos hacerle sentir esa consideración, ese respeto, que en provincias se suele tener por estas nobles profesiones, que por lo común ejercen muchos mediocres con quienes, por otra parte, no me hubiera sido difícil competir.

La razón era otra, bien lo sé. Tampoco mi suegro me veía en ninguna de ellas. Por motivos muy distintos a los míos.

Encontraba inadmisible que yo sacara a su yerno (aquel Gengè suyo que él veía en mí, quién sabe cómo) de esa posición en la que había estado hasta entonces, es decir, de esa cómoda entidad de títere que él, por un lado, y su hija por otro, así como todos los socios del banco, le habían dado.

Tenía que dejar tal como era ese buen hijo terrible de Gengè, viviendo sin pensar en la usura del banco que no era administrado por él.

Y os juro que lo habría dejado, para no disgustar a mi pobre muñeca, cuyo amor tanto me importaba, y para no causar un trastorno tan grave a tanta buena gente que me apreciaba, si, dejándolo en paz para los demás, yo, por mi cuenta, hubiera podido largarme a otra parte con otro cuerpo y otro nombre.

VI
VENCIENDO LA RISA

Sabía, además, que, asumiendo una nueva posición en la vida, presentándome ante los demás el día de mañana, pongamos como medico, o como abogado o como profesor, no por ello iba a resultar nunca uno para todos ni tampoco para mí mismo, bajo la apariencia y la actividad de ninguna de esas profesiones.

Bastante era ya el horror que sentía al encerrarme en la prisión de una forma cualquiera.

No obstante, esas mismas propuestas, hechas en plan de broma a mi suegro, no me las había dejado de hacer yo en serio durante la noche, venciendo la risa que me producía el verme a mí mismo de abogado, médico o profesor. Había pensado, en suma, que tendría que asumir y aceptar una de esas profesiones u otra cualquiera como una necesidad si Dida, volviendo conmigo como era mi deseo, me obligaba a ello para sostener del mejor modo posible su nueva vida con un nuevo Gengè.

Pero, por la furia con que mi suegro se había largado, cabía argüir que, tampoco para Dida, podía nacer del viejo ningún nuevo Gengè. Muy evidente debía de resultarle que el viejo se había vuelto loco sin remedio, si por nada quería mandar al traste de la noche a la mañana su posición en la vida, en la que había vivido felizmente hasta aquel entonces.

Y loco de verdad tenía que estar yo para pretender que una muñeca como ella enloqueciera a mi lado, así, por nada.