I
CON EL RABO ENTRE LAS PIERNAS
Por fortuna, al menos por el momento, ello me hizo ganarme la consideración de Quantorzo, porque también mi padre en sus buenos tiempos se había dado «lujos de bondad» como éste mío, mezclados con una cierta alegre ferocidad; y porque a él, a Quantorzo, nunca se le había pasado por la cabeza la posibilidad de proponer que encerraran a mi padre en un manicomio o cuando menos incapacitarlo, como ahora Firbo sostenía a todo trance que había que hacer conmigo si se quería salvar el crédito del banco, seriamente comprometido por mi acto demencial.
Pero, ¡oh, Dios mío!, ¿acaso no sabían todos en la ciudad que yo nunca me había inmiscuido en absoluto en los asuntos del banco? ¿Cómo y por qué la amenaza de ese descrédito ahora? ¿Qué tenía, que ver esa acción mía con el banco?
Ya. Pero entonces de nada servía la consideración de Quantorzo, que trataba de protegerme tras la figura de mi padre, quien, aunque había tenido ocasionales inspiraciones de ese tipo, luego, a la hora de llevar los negocios, había demostrado tener la cabeza en su sitio, lo cual hizo que a nadie se le ocurriera encerrarlo en un manicomio o incapacitarlo, mientras que mi declarada inopia y mi desinterés ponían de manifiesto que yo era un loco de atar y nada más que eso, que no valía para otra cosa que para echar a perder escandalosamente lo que mi padre con disimulada habilidad había edificado.
¡Ah!, pero ni que decir tiene que la lógica estaba totalmente de parte de Firbo. Pero no lo estaba menos, si se quiere, de parte de Quantorzo, cuando éste (no me cabe la menor duda) debió de hacerle observar en confianza que, siendo yo el dueño del banco, mi desinterés por los negocios y mi ignorancia no podían esgrimirse como armas arrojadizas en mi contra, porque, precisamente gracias a ellas, los verdaderos dueños eran ellos; y que, por tanto, vamos, era mejor no tocar esta tecla y mantener el pico cerrado, al menos mientras yo no diera señales de querer cometer nuevas locutas.
Yo, por mi parte, habría podido hacer notar, en secreto, a Firbo, más cosas, si —chafado como estaba en aquel momento debido a la prueba que acababa de hacer—, no me hubiera convenido estarme con el rabo entre las piernas, mientras entre Quantorzo y él estallaba esa discusión, o mejor dicho, mientras seguía sin estar claro si prevalecerían en perjuicio mío las fervientes ganas de uno de tomarse venganza de la ofensa que yo le había causado delante de los empleados, o la interesada indulgencia del otro.
II
LA RISA DE DIDA
Abochornado por lo sucedido, me había refugiado entre las faldas de Dida, dentro de la sorda, tranquila y ociosa estupidez de su Gengè, para que quedara bien claro no sólo para ella sino también para todos que, si realmente quería atribuirse mi acto a la locura, había que considerarlo como una locura de ese Gengè, o lo que es lo mismo, más bien como un ligero y momentáneo capricho de un tonto inofensivo.
Y, ante las reprimendas que le echaba a su Gengè, sentía yo ahora que me consumía una humillación inexplicable, pues al mismo tiempo estallaban dentro de mí unas carcajadas que no sabía cómo contener, teniendo en cuenta que debía mantener un aspecto no ya de compungido, ¡líbreme Dios!, sino más bien de terco que no quería darse totalmente por vencido, pese a reconocer, eso sí, que la había armado un poco demasiado gorda. Y temía también, al mismo tiempo, que de repente, ya irrefrenable, la terrible desesperación de mi angustia secreta e inconfesable asomara por aquellos ojos para mirarla de reojo, o prorrumpiera por aquella boca en algún horrible grito.
¡Ah, inconfesable, inconfesable!, porque esa angustia era sólo de mi espíritu, al margen de toda forma que pudiera imaginar y reconocer como mía aparte de la que, por ejemplo, mi mujer daba, verdadera y tangible en mí, a ese su Gengè que tenía delante de ella y que no era yo; aunque ya no podía decir quién era yo entonces, y de quién y de dónde nacía, fuera de él, esa terrible angustia que me ahogaba.
Y tanto ahora ya, presa de este tormento, me había enajenado de mí mismo, que como un ciego ofrecía mi cuerpo a los demás, para que cada uno tomara de todos aquellos extraños inseparables que llevaba dentro de mí ese uno que yo era para él y, si quería, le diera una buena paliza; si quería, lo besara; o incluso fuera a encerrado en un manicomio.
—Ven aquí, Gengè. Siéntate aquí. Aquí, así. Mírame a los ojos. ¿Cómo que no? ¿No quieres mirarme?
¡Ah!, qué tentación cogerle la cara entre las manos para obligarla a mirar en el abismo de dos ojos muy distintos a aquellos que ella quería que la mirasen.
Estaba allí delante de mí; me agarraba con una mano por el pelo; se sentaba sobre mis rodillas; sentía el peso de su cuerpo.
¿Quién era?
Ella no tenía la más mínima duda de que yo sabía quién era.
Y sin embargo yo sentía horror de aquellos ojos que me miraban sonrientes y seguros; horror de aquellas lozanas manos suyas que me tocaban convencidas de que yo era tal como sus ojos me veían; horror de todo su cuerpo que me pesaba sobre las rodillas, confiado en el abandono que me demostraba, sin la más remota sospecha de que no se entregaba realmente a mí, y que yo, al estrecharlo entre los brazos, no estrechaba con aquel cuerpo suyo a una mujer que me pertenecía totalmente, sino a una extraña, a la que no podía decir de ninguna de las maneras cómo era, porque para mí era tal como precisamente la veía y la tocaba: ésta, así, con esos cabellos, y esos ojos, y esa boca, tal como en el fuego de mi amor se la besaba; mientras que ella besaba la mía, con su fuego distinto al mío e inconmensurablemente lejano, porque para ella todo, sexo, naturaleza, imagen y sentido de las cosas, pensamientos y afectos que formaban su espíritu, recuerdos, gustos y el mismo contacto de mi áspera mejilla contra la suya delicada, todo, todo era distinto; dos extraños, abrazados así —horror—, extraños no sólo el uno para el otro, sino cada uno para sí mismo, en aquel cuerpo que el otro estrechaba.
Vosotros nunca habéis experimentado este horror, lo sé; porque habéis estrechado siempre y únicamente entre vuestros brazos todo vuestro mundo en vuestra mujer, sin advertir lo más mínimo que ella mientras tanto estrecha en vosotros el suyo, que es otro, impenetrable. Y sin embargo, para sentirlo, bastaría con que pensarais por un momento, ¡qué sé yo! En una nimiedad cualquiera, en una cosa que a vosotros os guste y a ella no: un color, un sabor, una opinión sobre algo; que no os hicieran pensar sólo superficialmente en una diferencia de gustos, de sensaciones o de opiniones, que los ojos de ella, mientras la miráis, no ven en vosotros, y como los vuestros, las cosas tal como vosotros las veis, y que el mundo, la vida, la realidad de las cosas tal como es para vosotros, tal como vosotros la tocáis, no lo es para ella, que ve y toca otra realidad en las mismas cosas, en vosotros mismos y en sí misma, sin que se pueda decir cómo es, porque para ella es ésa y es incapaz de imaginar que pueda ser otra para vosotros.
Me costó lo mío disimular la frialdad de un rencor que se me iba enquistando en el ánimo, al ver que Dida, en el fondo, por más que se esforzaba por poner cara seria, se reía de aquel desahogo brutal que Gengè se había permitido, evidentemente sin pensar que no todos habían comprendido que lo que había querido hacer era gastar una broma y nada más.
—Pero, ¿tú crees que se pueden gastar bromas así?
Un desahucio bajo la lluvia; ¡y encima estando tú presente, provocando la indignación general, tontorrón! ¡Poco faltó para que te molieran a palos!
Esto me decía, y volvía la cabeza para disimular la risa que mientras tanto le producía ver mi rencor, que, naturalmente, en el aspecto de su Gengè, tal como lo veía ahora delante de ella y como se imaginaba que tenía que ser en el momento del desahucio entre la indignación general, se le antojaba mero despecho, nada más que un ridículo despecho de su «tontorrón» a causa de la fallida y mal entendida broma.
—Pero, ¿qué te esperabas? ¿Que se rieran de los desvaríos de ese loco mientras tú mandabas poner en la calle sus cuatro trastos bajo la lluvia? ¡Y, mientras tanto, míralo a él, guardándose en la manga la sorpresa de la donación! Cuánta razón tiene el señor Firbo, ¿sabes? Es una cosa de locos, una broma de mal gusto que has pagado bien caro. ¡Venga, venga! Coge a Bibì, y sácala un ratito a pasear.
Veía cómo me ponía en la mano la correa roja de la perrita; veía cómo ella se inclinaba, con la facilidad con que lo hacen las mujeres, para ajustar en el morrito de Bibì el bozal, sin hacerle daño, y me quedaba allí como un pasmarote.
—Pero, ¿qué haces? ¿No te vas?
—Ya voy…
Tras cerrar la puerta detrás de mí, me apoyé en la pared del rellano con unas grandes ganas de sentarme en el primer escalón para no volver a levantarme nunca más.
III
HABLO CON BIBÌ
Y me veo, pegado a las paredes, por la calle, sin saber cómo ni adónde mirar, con esa perrita detrás, que parece querer dar a entender aposta que, así como yo no querría salir con ella, ella tampoco querría venirse conmigo, y se hace la remolona al tiempo que arquea las patitas, hasta que yo, enfadado, le doy un estirón, a riesgo de romper la correa roja.
Voy a esconderme a pocos pasos de casa, dentro del recinto de un solar vendido para la construcción de una casa, grande y fea a más no poder, a juzgar por las otras próximas. El terreno está parcialmente excavado para los cimientos; pero no han retirado los montones de tierra; y aquí y allá aparecen entre la hierba, que ha vuelto a crecer tupida, las piedras para la construcción del edificio, como si se hubieran venido abajo y vuelto viejas antes de ser utilizadas.
Me siento en una de esas piedras. Contemplo el alto y blanco muro de la casa de al lado, recortado en el azul, que hasta ahora permanecía oculto. Tras haber quedado descubierto, todo tan blanco y liso, ese muro, con el sol que cae encima, ciega. Bajo los ojos hacia la sombra de esta inútil hierba, que, grasa y soleada, respira en el estático silencio, entre un zumbido de minúsculos insectos; hay un moscardón negro que se me viene encima, bordoneando, irritado por mi presencia; veo a Bibì que se ha sentado sobre sus cuartos traseros de/ante de mí con las orejas tiesas, desilusionada y sorprendida, como si quisiera preguntarme sor qué hemos venido aquí, a un lugar que no se esperaba, donde entre otras cosas…, pues sí, por la noche, alguien, al pasar…
—Sí, Bibì —le digo—. Este hedor… Lo siento. Pero, ¿sabes?, es lo menos que cabe esperar de los hombres, Es del cuerpo. Peor es el que emana de las necesidades del alma, Bibì. Y la verdad es que eres digna de envidia porque no puedes sentir su pestilencia.
La atraigo hacia mí por las dos patitas delanteras, y sigo hablando así:
—¿Quieres saber por qué he venido a esconderme aquí? ¡Ah, Bibì!, porque la gente me mira. La gente tiene este vicio, y no se lo pueden quitar. Tendríamos que quitarnos en ese caso todo cuanto podemos llevar de paseo, un cuerpo sujeto a ser mirado. ¡Ah, Bibì, Bibì! ¿Qué hacer? Yo no puedo ya soportar que me miren. Ni si quiera que lo hagas tú. Temo incluso cómo lo haces tú ahora. Nadie duda de lo que ve, y cada uno anda seguro entre sus cosas, convencido de que parecen a los demás tal como son para él; así que figúrate, además, si hay alguien que piensa que existís también vosotros, los animales, que miráis a los hombres y a las cosas con esos ojos silenciosos, y quién sabe cómo los veis, y qué os parecen. Yo he perdido, he perdido para siempre mi realidad y la de todas las cosas a los ojos de los demás. ¡Bibì! Apenas me toco, no me hallo. Porque bajo mi propio tacto supongo la realidad que los demás me dan y que yo no conozco ni podré conocer jamás. Así que, ¿ves?, yo, este que ahora te habla, este que ahora te sostiene levantadas las patitas, las palabras que te digo, no sé, no sé realmente, Bibì, quién te las dice.
Llegado a este punto, el pobre animalito tuvo un sobresalto imprevisto y quiso desprenderse de las manos que le sostenían las dos patitas. Sin pararme a reflexionar si aquel sobresalto se debía al espanto causado por lo que le había dicho, le solté las patas para no rompérselas, y ella no tardó en desahogarse landrándole a un gato blanco que había entrevisto entre la hierba al fondo del solar; sólo que, al correr, la correa roja que arrastraba entre las patas se enredó en una rama seca y fue tal el estirón que la hizo caer hacia atrás y rodar como si fuera un ovillo. Se enderezó rabiosa, pero allí se quedó, sobre las cuatro patas, sin saber adonde dirigir su interrumpida furia; miró a un lado y a otro. El gato ya no estaba.
Estornudó.
Yo pude reírme primero de su carrera, luego de la voltereta que había, dado y ahora de verla así; meneé la cabeza y la llamé para que viniera. Cosa que ella hizo muy ligera, casi bailando sobre sus delgadas patitas; cuando la tuve delante, levantó por sí sola las dos patitas delanteras para apoyarse en una de mis rodillas, como si quisiera proseguir la conversación que había quedado a la mitad, que en cambio le gustaba. Claro, porque mientras hablaba, yo le rascaba la cabeza detrás de las orejas.
—No, no, ya basta, Bibì —le dije—. Mejor cerremos los ojos.
Y le cogí la cabecita entre las manos. Pero el animal se sacudió para liberarse; y yo la dejé.
Al poco, echada a mis pies, con el morrito alargado entre las dos patitas delanteras, la oí que suspiraba fuerte, como si no pudiera más del cansancio y del aburrimiento, que tamo pesaban también sobre su vida de pobre perrita bonita y mimada.
IV
LA VISIÓN DE LOS DEMÁS
¿Por qué, cuando uno piensa en quitarse la vida, se imagina muerto, no ya para sí, sino para los demás?
Tumefacto y lívido, como el cadáver de un ahogado, vuelve a flote mi tormento con esta pregunta, tras haberme sumido por espacio de más de una hora en una reflexión, allí en el recinto de aquel solar, sobre si no era aquél el momento de poner fin a todo, no tanto para liberarme de ese tormento, cuanto para dar una buena sorpresa a la envidia que muchos ne tenían o incluso para muestras de la imbecilidad que muchos me atribuían.
Y entonces, entre las distintas imágenes de mi muerte violenta, tal como podía suponer que surgían de repente, entre la consternación y el pasmo, en mi mujer, en Quantorzo, en Firbo, en tantos y tantos conocidos míos, obligándome a responder a aquella pregunta, me sentí más perdido que nunca, porque debía reconocer que mis ojos no poseían verdaderamente una visión para mí, como para poder decir de algún modo cómo me veía sin la visión de los demás, para mi propio cuerpo y para cualquier otra cosa tal como podía figurarme que debían de verlas, y que, por tanto, mis ojos, para sí, fuera de esta visión de los demás, no sabían realmente lo que veían.
Me recorrió la espalda el escalofrío de un lejano recuerdo: de cuando era niño, un día que yendo pensativo por un campo de repente me vi perdido, lejos de todo camino transitado, en una remota soledad, tétrica de sol y atónita; el espanto que sentí y que entonces no supe explicarme. Era lo siguiente: el horror a algo que de un momento a otro pudiera revelarse sólo a mí, fuera de la vista de los demás.
Siempre que descubrimos algo que suponemos que los demás nunca han visto, corremos a llamar a alguien para que lo vea en seguida con nosotros.
—¡Dios mío! ¿Qué es?
Allí donde la vista de los demás no nos es de ayuda para crear como quiera que sea la realidad de lo que vemos, nuestros ojos no saben ya lo que ven; nuestra conciencia se extravía; porque lo que creemos que es lo más íntimo de nosotros, la conciencia, quiere decir los demás en nosotros; y no podemos sentirnos solos.
De un salto me puse en pie, aterrado. Conocía, conocía mi soledad; pero sólo ahora sentía y palpaba de verdad el horror, delante de mí mismo, por cualquier cosa que viera; incluso si alzaba una mano y me la miraba. Porque la visión de los demás no está ni puede estar en nuestros ojos sino por una ilusión en la que ya no podía creer; y, en un extravío total y absoluto, pareciéndome ver ese mismo horror en los ojos de la perrita que se había levantado también de golpe y me miraba, para apartar de delante de mí ese horror, le propiné un puntapié; pero en seguida, al oír los desgarradores gañidos del pobre animal, me cogí desesperadamente la cabeza entre las manos, gritando:
—¡Me estoy volviendo loco! ¡Me estoy volviendo loco!
Sólo que, no sé cómo, volví a verme en aquel gesto de desesperación, y entonces el llanto que estaba a punto de prorrumpir de mi pecho no tardó en convertirse en un estallido de risa, y llamé a la pobre Bibì que medio cojeaba, y me puse a cojear también yo en plan de burla, totalmente presa de una terrible exaltación de alegría, y le dije que lo había hecho por simple juego, por simple juego, y que quería seguir jugando. El pobre animalito estornudaba, como diciéndome:
«¡Me niego! ¡Me niego!»
—Ah, ¿así que, Bibì, te niegas?
Y entonces me puse también yo a estornudar para imitarla, repitiendo a cada estornudo:
—¡Me niego! ¡Me niego!
V
EL BONITO JUEGO
¿Un puntapié? ¿Yo? ¿A ese pobre animalito?
¡Pues no! ¡Yo, qué va! Se lo había propinado en el campo un chaval que se había perdido, debido a no sé qué extraño espanto que le había entrado, de todo y de nada: de una nada que de repente podía convertirse en algo que le hubiera tocado ver a él sólo.
Pero ahora, aquí en la ciudad, por la calle, no existía ya ese peligro. ¡Diantre! Todos, ¡ésa sí que era buena!, con la ilusión dentro del otro; para convencerse a sí mismos de que todos los demás estaban en un error si decían que no, o sea, que ninguno era cono el otro lo veía.
Y me entraban ganas de gritárselo a todos:
—¡Pues sí! ¡Eh, eh! ¡Juguemos, juguemos!
Y también de sugerírselo a aquellos que por casualidad estaban mirando desde detrás de los cristales de alguna ventana. ¡Pues sí! ¡Ah, ah! Incluso si estaban abriendo aquella ventana para tirarse por ella.
—¡Bonito juego! ¡Y quién sabe luego qué graciosas sorpresas, querido caballero, querida señora, si, tras haberse vaciado de toda ilusión, pudieran volver por un breve momento, como muertos, a ver en la ilusión del resto de los vivos ese mundo en el que se imaginaron vivir! ¡Ah, ah!
El problema radicaba en que, vivo como yo estaba todavía, este juego lo veía en los otros vivos aún: por más que no pudiera penetrar en él. Y esta imposibilidad de penetrar en él, aun a sabiendas de que estaba allí en los ojos de todos, exasperaba hasta el paroxismo esa exaltación mía.
Pero el puntapié que hacía poco le había propinado a ese pobre animalito porque me miraba, que Dios me lo perdone, sentía ganas de propinárselo a todos.
VI
MULTIPLICACIÓN Y RESTA
De vuelta a casa, me encontré a Quantorzo en seria confabulación con mi mujer Dida.
¡Qué correctos, seguros, sentados los dos en la sala de estar de color claro en penumbra! El uno, gordo y moreno, hundido en el sofá verde; la otra, Mаса y Manca con su vestido lleno de volantes, sentada en el mismo borde y de medio lado en el sillón próximo, con un rayo de sol que le daba en la nuca. Estaban hablando sin duda de mí, porque al verme entrar exclamaron al unísono:
—¡Oh, aquí está!
Y puesto que eran dos los que me veían entrar, ganas me dieron de volverme para buscar al otro que entraba conmigo, a pesar de que sabía perfectamente que el «querido Vitangelo» de mi paternal Quantorzo no sólo estaba él en mí como el «Gengè» de mi mujer Dida, sino que estaba yo todo porque, para Quantorzo, no era otro que su «querido Vitangelo», así como para Dida no era otro que su «Gengè». Dos, así pues, no a sus ojos, sino sólo para mí, que sabía que para ellos era uno y uno\ cosa que para mí no constituía un más sino un menos, ya que quería decir que a sus ojos, yo, como tal yo, no era nadie.
¿Sólo a sus ojos? También para mí, también para la soledad de mi espíritu que, en aquel momento, al margen de toda consistencia aparente, concebía el horror de ver su propio cuerpo para sí como el de nadie, en la diversa e irreductible realidad que sin embargo le daban aquellos dos.
Mi mujer, al ver que me volvía, me preguntó:
—¿A quién buscas?
Me apresuré a responderle, sonriendo:
—¡A nadie, querida, a nadie! ¡Aquí nos tienes!
Naturalmente no comprendieron qué quería decir con aquel «nadie» que había buscado a mi lado; y creyeron que con aquel «nos» me refería a ellos dos, convencidísimos como estaban de que en esa sala de estar éramos ahora tres y no nueve, o mejor dicho, ocho, en vista de que yo —para mí mismo— ya no contaba.
Quiero decir:
1) Dida, tal como era para sí;
2) Dida, tal como era para mí;
3) Dida, tal cono era para Quantorzo;
4) Quantorzo, tal como era para sí;
5) Quantorzo, tal como era pata Dida:
6) Quantorzo, tal como era para mí;
7) el querido Gengè de Dida;
8) el querido Vitangelo de Quantorzo.
En aquella sala de estar, entre aquellos ocho que creían ser tres, iba a entablarse una bonita conversación.
VII
PERO, MIENTRAS TANTO, YO ME DECÍA:
(¡Oh, Dios mío!, ¿y no sentirán ahora que les falta de golpe su bonita seguridad, al verse mirados por mis ojos que no saben lo que ven?
Detenerse por un instante a mirar a alguien que esté haciendo aunque sea la cosa más obvia y habitual del mundo; mirarlo de manera que surja en él la duda de que para nosotros no resulta nada claro lo que está haciendo y que puede incluso no estar claro para sí mismo: basta con esto para que esa seguridad se ofusque y vacile. Nada turba y desconcierta más que dos ojos inútiles que muestren no vernos o no ver lo que nosotros vemos.
—¿Por qué miras así?
Y nadie piensa que todos debemos mirar siempre así, cada uno con los ojos llenos del horror de la propia soledad sin escapatoria.)
VIII
EL PUNTO SENSIBLE
En efecto, apenas mis ojos se cruzaron con los suyos, Quantorzo empezó a sentirse turbado; a perderse, mientras hablaba; hasta el punto de que sin querer hacía ademán de vez en cuando de alzar una mano, como si quisiera decir: «No, espera.»
Pero no tardé en descubrir el engaño.
Y así se perdía, no porque mi mirada hiciera vacilar su seguridad en sí mismo, sino porque le había parecido leer en mis ojos que yo había comprendido ya la secreta razón de su visita, que no era otra que atarme de pies y manos, en connivencia con Firbo, alegando que no podía seguir siendo director del banco si pretendía arrogarme el derecho de llevar a cabo otras acciones imprevistas y arbitrarias, cuya responsabilidad ni él ni Firbo podían asumir.
Entonces, convencido de esto, me propuse desconcertarle, pero no de la forma súbita a que había recurrido la vez anterior hablando y actuando, sino, al contrario, por el simple gusto de ver cómo se iría después de haberse presentado con tan firme propósito; el gusto, quiero decir, que podía darme el comprobar una vez más, aunque no lo necesitaba, que una nimiedad bastaría para echar por tierra toda su guerrera firmeza; una palabra que diría yo, el tono con que la diría; capaz de trastornarle y de hacerle cambiar de talante, y junto al talante, por fuerza, toda su solidísima realidad, tal como ahora la sentía dentro de sí, y fuera, la veía y tocaba.
Apenas me dijo que en especial Firbo no se podía creer lo que yo había hecho, le pregunte con una sonrisa fatua, para provocar su enfado:
—¿Aún no?
En efecto, se enfadó.
—¿Cómo que aún no? ¡Querido amigo! Por tu culpa, ha encontrado todos los expedientes de la librería en un desorden tal que harán falta por lo menos dos meses para ordenarlo todo de nuevo.
Entonces me puse muy serio y dirigiéndome a Dida dije:
—¿Lo ves, querida? ¡Y tú que creías que era una broma!
Dida me miró de repente con inseguridad; luego miró a Quantorzo; a continuación de nuevo a mí; y por último me preguntó con recelo:
—Pero, en resumen, ¿qué hiciste?
Le hice un gesto con la mano para que esperara. Más serio aún, me dirigí a Quantorzo y le pregunté:
—¿Así que el señor Firbo ha encontrado hecha un lío la librería? ¿Y por qué no preguntas qué fue lo que encontré en ella?
Y he aquí que Quantorzo se agitó en el sofá y parpadeó una veintena de veces como para recuperarse instintivamente del asombro en el que se veía caer, por la pregunta más que por el tono desafiante con que yo se la había hecho.
—¿Qué…, qué has encontrado? —balbuceó.
Mi respuesta no se hizo esperar, y acompañé las palabras con un gesto:
—¡Un palmo de polvo así!
Se miraron a los ojos, llenos de pasmo. Porque aquel tono excluía que yo hubiera dicho por necedad una cosa en sí tan tonta; y en su pasmo, Quantorzo repitió:
—¿Qué quiere decir un palmo de polvo?
—Pues quiere decir, ¡ésta sí que es buena!, que todos esos expedientes llevaban durmiendo allí desde hacía años. Digo que un palmo de polvo, un palmo. ¡Y a efectos prácticos, una casa sin alquilar; y de esa otra, quién sabe desde cuándo no se cobraba ya el alquiler!
Quantorzo —no me lo esperaba— fingió esta vez asombrarse más que nunca:
—¡Ah! —repuso él—, ¿y así es como tú despiertas a las casas: regalándolas?
—No, amigo —le grité yo al punto, calentándome, un poco, sí, deliberadamente, pero también un poco en serio—. ¡No, amigo! ¡Para demostraros lo muy, pero muy equivocados que estáis respecto a mí, tú, Firbo y todos! Hablo, hablo, digo tonterías, me hago el distraído; pero eso no es verdad, ¿sabes? ¡Porque en cambio lo observo todo, lo observo todo!
Quantorzo —esta vez sí, tal como me esperaba—, intentó reaccionar y exclamó:
—Pero, ¿qué vas a observar tú? Pero, ¡por favor! ¡El polvo en los estantes es lo que tú observas!
—Y mis manos —se me ocurrió añadir de pronto, no sé por qué, enseñándolas: con un tono de voz tal que provocó de improviso en mí un estremecimiento, al volver a verme con los ojos de la imaginación en aquel cuarto de la librería mientras levantaba las manos para robarme a mí mismo el expediente, después de haber imaginado allí dentro las de mi padre, blancas, regordetas, llenas de sortijas y con los pelos rojizos en el dorso de los dedos.
—Voy al banco —proseguí, cansado y asqueado de repente, entre el creciente asombro de uno y de otra—, voy al banco sólo cuando me llamáis para firmar; pero andaos con cuidado, porque no necesito ir al banco para saber todo lo que allí pasa.
Miré de reojo a Quantorzo; me pareció palidísimo. (Pero, ¡ojo!, me refiero en todo momento al mío, porque tal vez el Quantorzo de Dida, no; pues aunque también a Dida le debió de parecer que el suyo palidecía, quizá creyó que era por desdén y no por miedo, como yo hubiera podido jurar del mío.) En cualquier caso, no cabe duda de que se llevó las manos al pecho; y desencajó los ojos para preguntarme:
—¡Ah!, ¿tienes espías allí? ¿Desconfías, entonces, de nosotros?
—No desconfío, no desconfío; y no tengo espías —me apresure a tranquilizarle—. Observo, desde fuera, el efecto de vuestras operaciones; y me basta con ello. Respóndeme: tú y Firbo seguís al tratar los asuntos las normas de mi padre, ¿no?
—¡Punto por punto!
—No lo dudo. Pero vosotros os sentís protegidos por la posición que ocupáis: el uno de director y el otro de asesor jurídico. Mi padre, por desgracia, murió. Me gustaría saber quién responde ante los clientes de las operaciones del banco.
—¿Cómo que quién responde? —dijo Quantorzo—. ¡Pues nosotros, nosotros! Y precisamente porque respondemos nosotros, queremos estar seguros de que no vas a volver a inmiscuirte, interviniendo con determinadas acciones, que calificaré de faltas de consideración, por no llamarlas de otro modo.
Negué primero con el dedo; luego, tranquilo, dije:
—No es cierto. Vosotros, no, si seguís punto por punto las normas de mi padre. En todo caso, deberíais ser vosotros quiénes respondierais ante mí, si no las siguierais y os pidiera yo cuentas por ello. Me refiero ahora ante los clientes: ¿quién responde de esas operaciones? Yo, que las firmo: ¡yo! Y esto es lo queme tengo que ver: que vosotros queréis mi firma para todo lo que hacéis y, en cambio, me negáis la vuestra para una cosa que yo hago.
Debía de tener el miedo metido en el cuerpo, porque llegado a este punto le vi dar tres alegres saltos sobre el sofá, exclamando:
—¡Ésta si que es buena! ¡Ésta sí que es buena! ¡Ésta sí que es buena! ¡Porque lo que nosotros hacemos es lo normal en el mundo de la Banca! ¡Mientras que lo que has hecho tú, perdona que te lo diga, pero me obligas a ello, ha sido algo propio de un loco! ¡De un loco!
Me puse en pie como movido por un resorte; le apunté con el índice de una mano en el pecho, como si se tratara de un arma.
—¿Y tú me crees loco?
—¡No, no! —dijo, palideciendo al punto como un muerto bajo la amenaza de aquel dedo.
—¿No, eh? —grité yo, mirándole con aire retador—. ¡Cuidadito, porque queda esto establecido entre nosotros!
Entonces, Quantorzo, quedándose como con la palabra en la boca, no supo ya qué decir; no porque hubiera surgido en el acto de nuevo en él la duda de que yo pudiera estar de verdad loco, sino porque, al no comprender la razón por la que a mí me urgía establecer que él no me tenía por tal, en su incertidumbre, temiendo una trampa por mi parte, casi estaba arrepentido de haber dicho que no antes, y trató de desdecirse con una media sonrisa:
—No, espeta…, pero admitirás que…
¡Qué bonito! ¡Qué bonito! Ahora Dida, que seguía mirando un tanto ceñuda unas veces a mí y otras a Quantorzo, daba a entender bien a las claras que no sabía ya que pensar tanto de él como de mí. Aquella salida mía, aquella pregunta hecha a bocajarro, que para ella —se entiende— habían sido una salida y una pregunta de su Gengè; y totalmente incomprensibles como propias de él, a no ser que Quantorzo allí presente y el señor Firbo hubieran hecho una tan gorda como para volver ahora, Dios mío, irreconocible a su Gengè, ante la momentánea turbación de Quantorzo; esa salida, quiero decir, y esa pregunta habían producido el electo de hacerle dudar más que nunca del reconocido buen sentido de su respetable Quantorzo. Y tan manifiesta era esta duda en sus ojos que, Quantorzo, tan pronto como pensó en dirigirse también a ella, en su intento de desdecirse con su media sonrisa, se turbó aún más, al comprobar al punto que le faltaba ese asentimiento seguro con el que hasta ese momento había creído poder contar.
Me eché a reír; pero ni uno ni otra adivinaron la razón de mi risa; tentado estuve de gritársela a la cara, zarandeándolos: «Pero ¿lo veis? ¿Lo veis? ¿Cómo podéis estar tan seguros, entonces, si en cosa de un minuto basta la más mínima impresión para haceros dudar de vosotros mismos y de los demás?»
—¡Dejémoslo estar! —corté por lo sano con un gesto de desdén, para darle a entender que lo que pudiera pensar de mi salud mental ya no tenía, por el momento al menos, la menor importancia—. Respóndeme. He visto en el banco unas balanzas grandes y pequeñas. Os sirven para pesar los objetos dejados en prenda, ¿no es así? Pero dime una cosa, tú, tú, en tu conciencia, ¿has sopesado alguna vez, con el peso que pueden tener para los clientes, las que tú llamas operaciones normales del banco?
A esta pregunta Quantorzo volvió a mirar a su alrededor como si fueran otros, aparte de mí, los que, traicioneramente, querían hacerle perderse.
—¿Cómo que en mi conciencia?
—¿Crees que no tiene nada que ver? —rebatí yo al punto—. ¡Ah, lo sé! Y quizá crecí que tampoco la mía tiene nada que ver, porque os la he dejado durante muchos años en el banco, con todo el resto de mi patrimonio, para que la administrarais de acuerdo con las normas de mi padre.
—Pero el banco… —trató de objetar Quantorzo.
Salté de nuevo como movido por un resorte:
—El banco…, el banco… Tú no sabes ver otra cosa que el banco. ¡Pero luego es a mí a quien tachan de usurero!
Ante esta inesperada salida, Quantorzo se puso a su vez en pie de un salto, como si hubiera dicho la más terrible de las blasfemias o la más soberana estupidez y, fingiendo querer escapar de allí, exclamó con los dos brazos levantados: «¡Uf, santo cielo!» Y luego de nuevo: «¡Uf, santo cielo!», al tiempo que echaba pie atrás, llevándose las manos a la cabeza y mirando a mi mujer, como queriendo decir: «Pero, ¿oyes tú qué puerilidades? ¡Y yo que suponía que me diría algo serio!» Me agarró por los brazos, quizá para sacarme del estupor que, a mi vez, me había producido instintivamente su furiosa pantomima y me gritó:
—Pero, ¿en serio te preocupa esto? ¡Vamos, hombre! ¡Vamos!
Y para tomarse la revancha me señaló en prueba de lo dicho a mi mujer que se estaba riendo, ¡ah!, se estaba riendo, se partía de risa, sin duda por lo que yo había dicho, pero quizá también por el efecto que mis palabras habían producido en Quantorzo, y además por el estupor que ello había producido en mí y que sin duda despertaba de nuevo en ella finalmente la más clara y patente imagen de la conocida y querida estupidez de su Gengè.
Pues bien, me sentí de repente herido por aquella carcajada como nunca me hubiera esperado que pudiera sucederme en ese momento, dada la disposición de ánimo con que había abordado esta discusión, en parte de forma voluntaria, en parte dejándome arrastrar a ella: herido en lo más vivo, en un punto sensible de mí que no habría sabido decir qué era ni dónde se hallaba localizado, pues me había parecido tan claro que yo, en presencia de ellos dos, yo como tal yo, no estaba y estaban en cambio el «Gengè» de ella y el «querido Vitangelo» de él, en los que yo no podía sentirme vivo.
Al margen de toda imagen en la que pudiera representarme vivo a mí mismo, como alguien también para mí, al margen de toda imagen de mí tal como me figuraba que podía ser para los demás, se había sentido herido en mí tan profundamente un «punto sensible», que me cegó la ira.
—¡Pero deja ya de reír! —le grité a mi mujer, pero con una voz tal, que ella, mirándome (y quién sabe qué expresión debió de ver en mí), enmudeció de golpe, quedándose turulata.
—Y tú presta mucha atención a lo que voy a decirte —añadí a renglón seguido, dirigiéndome a Quantorzo—. Quiero que esta misma tarde se cierre el banco.
—¿Que se cierre? Pero, ¿qué dices?
—¡Que se cierre! ¡Que se cierre! —repetí, acercándome a él—. ¡Quiero que se cierre! Yo soy el dueño, ¿sí o no?
—¡No, amigo! ¡Qué dueño ni qué porras! —se sublevó—. ¡Tú no eres en absoluto su único dueño!
—¿Y quién más lo es? ¿Tú? ¿El señor Firbo?
—¡Tu suegro! ¡Y muchos más!
—Pero el banco está sólo a mi nombre.
—¡No, al de tu padre, que fue su fundador!
—Pues bien, ¡quiero que se quite!
—¿Cómo que se quite? ¡Imposible!
—¡Un momento! ¿Acaso no soy yo el dueño de mi nombre? ¿Del nombre de mi padre?
—No, porque ese nombre figura en el acta de constitución del banco; es el nombre del banco: ¡tan hijo de su padre como tú! ¡Y lleva su nombre con el mismo derecho que tú!
—¿Ah, es así?
—¡Así es, así es!
—¿Y el dinero? ¿El que puso mi padre, el suyo? ¿A quién se lo dejó mi padre, al banco o a mí?
—A ti, pero invertido en operaciones del banco.
—¿Y si yo no quiero seguir teniéndolo? Y si quiero retirarlo para invertirlo en otra cosa, ¿no soy dueño de hacerlo?
—¡Pero así hundes el banco!
—¡Y eso a mí qué me importa! ¡Te digo que no quiero oír hablar más de él!
—¡Pero, perdona, a los demás si que les importa! ¡Arruinas los intereses de los demás, tus propios intereses, los de tu mujer, los de tu suegro!
—¡De ningún modo! Los demás que hagan lo que quieran; que sigan teniendo el suyo invertido, pero yo retiro el mío.
—¡Así que quieres liquidar el banco!
—¡Yo no sé nade de estas cosas! ¡Lo único que sé es que quiero, «quiero», ¿comprendes?, quiero retirar mi dinero, eso es todo!
Ahora veo claramente que estas ásperas discusiones, este toma y daca, son verdaderos pugilatos entre dos voluntades enfrentadas que tratan de acabar una con la otra, asestando golpes, parándolos, respondiendo, segura cada una de que el golpe que asesta mandará a la lona a la otra, mientras no tengan tanto una como otra la prueba, cada vez más evidente, por la obstinada resistencia del adversario, de que es inútil insistir ya que la otra no piensa dar su brazo a torcer. Lo más ridículo del caso es ese instintivo alzar de puños para acompañar airados las andanadas verbales, o mejor dicho, lanzados justo hasta la altura de la jeta adversaria, pero sin tocarla, con los dientes apretados, la nariz arrugada y las cejas fruncidas y toda la persona temblando.
Con la última andanada de aquellos tres «quiero», «quiero», «quiero» debía de haber castigado duramente la resistencia de Quantorzo. Vi que juntaba las manos en actitud suplicante:
—Pero, ¿se puede saber al menos por qué? ¿Porqué así, de repente?
Al ver su actitud sentí como una especie de vértigo. Me di cuenta de improviso de que no me sería posible, desde luego, explicarles a él y a mi mujer, que estaban pendientes de mis labios, el uno suplicante y la otra ansiosa y espantada, los motivos de mi terca decisión, de tanta trascendencia para todos. Motivos que, sintiéndolos aún enrevesados en mi interior en aquel momento, sutiles y retorcidos por las largas cuitas de mis muchas meditaciones, no resultaban claros siquiera para mí, arrancado por la agitación de la ira de esa terrible lucidez obsesiva que resplandecía tétrica por todo cuanto había descubierto de manera tan solitaria: tinieblas para todos los demás que vivían ciegos y seguros en la habitual plenitud de sus sentimientos. En seguida tomé conciencia de que, de haber manifestado uno solo de esos motivos, habría parecido irremisiblemente loco para uno y para otra: decirles, por ejemplo, que nunca me había visto hasta hacía poco tiempo, tal como ellos ene habían visto siempre, es decir, como alguien que vivía tranquilo y despreocupado de la usura de aquel banco, incluso sin tener que reconocerla además abiertamente. Justo acababa de reconocerla en presencia suya, y tanto a uno como a la otra les había parecido una ingenuidad tan inverosímil como para provocar en él esa cómica y furiosa mímica y en ella esa interminable carcajada. ¿Cómo decides, pues, que precisamente basaba todo el peso de mi decisión en esa misma «ingenuidad» casi increíble a sus ojos? ¡Pero si siempre había sido usurero, siempre, desde antes incluso de haber nacido! ¿No me había visto yo mismo en la vía directa a la locura llevando a cabo una acción que a los ojos de todos debía de parecer incoherente y que iba justo en contra de mí, al exteriorizar mi voluntad, igual que se saca uno el pañuelo del bolsillo? ¿No había reconocido yo que el señor usurero Vitangelo Moscarda, si bien podía enloquecer, no podía de ningún modo destruirse?
Pues bien, éste, precisamente éste, era el «punto sensible» que había sido herido en mí, que me cegaba y que en aquel momento me impedía comprender nada: que usurero no, que aquel usurero que nunca había sido yo para mí, tampoco quería serlo ahora para los demás, y no lo sería, aun al precio de provocar la ruina de la posición de que disfrutaba en la vida, Y que éste era, por último, un sentimiento perfectamente cimentado en mí por la voluntad, que me procuraba (por más que hasta entonces esta constatación me inspirase cierto recelo y desconfianza) la misma sustancial solidez que a los demás, una solidez sorda y cerrada en sí misma como una piedra. De modo que bastó con que mi mujer, aprovechándose de mi imprevisto desconcierto, se pusiera en pie ordenando a su Gengè que acabara de una vez con esos ridículos aires mandones que quería darse, y se acercara a mí, al decir esto, con las manos en la cara, bastó con esto, digo, pura que yo perdiera de nuevo los estribos y la asiera por las muñecas y, tras sacudirla y empujarla hacia atrás, la obligara a sentarse de nuevo en el sillón:
—¡Acaba ya con esto! ¡Yo no soy tu Gengè, no lo soy, no lo soy! ¡Basta ya con este títere! Quiero lo que quiero: ¡y se hará como yo quiera!
Me volví hacía Quantorzo:
—¿Entendido?
Y salí, hecho una furia, de la sala de estar.