I
LOCURAS POR FUERZA
Pero antes quiero contaros, al menos sucintamente, las locuras que empecé a hacer para descubrir a todos esos otros Moscardas que vivían en mis conocidos más próximos, y para destruirlos uno por uno.
Locuras por fuerza. Porque, al no haber pensado hasta ese momento en construir de mí mismo un Moscarda que tuviera a mis ojos una manera de ser específicamente mía, se comprenderá que no me fuera posible actuar con una cierta coherencia lógica. Tenía que demostrarme cada vez a mí mismo que era lo contrario de lo que era o suponía que era en éste o en aquél de mis conocidos, tras haberme esforzado en comprender la realidad que me habían dado: mezquina, por fuerza, lábil, voluble y casi inconsistente.
Pero, eso sí: un cierto aspecto, un cierto sentido, un cierto valor debía de tener no obstante para los demás, aparte de por mis facciones que escapaban a mi vista y a mi capacidad de juicio, y también por muchas cosas en las que hasta aquel momento no había pensado nunca.
Pensar en elle y sentir un impulso de terrible rebelión fue todo uno.
II
DESCUBRIMIENTOS
El nombre, pase. Feo a más no poder. Moscarda. La mosca, y lo irritante de su fastidioso y áspero zumbido.
Mi espíritu no tenía en modo alguno nombre propio, ni tampoco estado civil: tenía todo un mundo suyo; y yo imprimía cada vez el sello de esc nombre mío, en el que no pensaba en absoluto, a cuantas cosas veía dentro de mí y a mí alrededor. Bien, pero para los demás yo no era ese mundo innominado que llevaba dentro de mí, entero, indiviso, y sin embargo distinto. En cambio, fuera, en su mundo, yo era alguien —separado— que se llamaba Moscarda, una pequeña y determinada faceta de realidad no mía, incluida fuera de mí en la realidad de los demás y llamada Moscarda.
Hablaba con un amigo: nada de extraño: me respondía; lo veía gesticular; tenía su voz de costumbre, reconocía sus gestos de costumbre. Nada de extraño, sí; pero mientras yo no pensara que el tono que para mí tenía la voz de mi amigo no era en absoluto el mismo que él conocía, porque tal vez el tono de su voz tampoco lo conocía él, porque aquélla era para él su voz; y que su aspecto era tal como yo lo veía, es decir, el que yo le daba, al verlo desde fuera, mientras que él, al hablar, no tenía en su mente, ciertamente, ninguna imagen de sí mismo, ni siquiera la que él se daba y se reconocía al mirarse en el espejo.
¡Oh Dios!, ¿y que sucedía, entonces, conmigo? ¿Sucedía lo mismo con mi voz, con mi aspecto? Yo no era ya un yo indistinto que hablaba y miraba a los demás, sino alguien a quien los demás miraban, fuera de ellos, y que poseía un tono de voz y un aspecto que yo no conocía de mí. Para mi amigo era aquello que él era para mí: un cuerpo impenetrable que estaba delante de él y que se representaba con facciones para él perfectamente conocidas, las cuales no significaban nada para mí; tanto es así que yo al hablar ni siquiera pensaba en ellas, ni podía vérmelas ni saber cómo eran; mientras que para él lo eran todo, en cuanto que le representaban para mí tal como era para él, uno entre muchos: Moscarda. ¿Era posible? Y Moscarda era todo lo que éste decía y bacía en aquel mundo para mí desconocido. Moscarda era también mi sombra; Moscarda, cuando lo veían comer. Moscarda, cuando lo veían fumar. Moscarda, cuando se iba de paseo. Moscarda, cuando se sonaba la nariz.
Yo no lo sabía, no pensaba en ello, pero en mi aspecto, es decir, en el que ellos me daban, en cada una de mis palabras que sonaban para ellos con una voz que yo no podía conocer, en cada uno de mis actos interpretado por cada uno a su manera, siempre estaban implícitos para los demás mi nombre y mi cuerpo.
Sólo que, ahora ya, por más que pudiera parecerme estúpido y odioso estar marcado así para siempre y no poder darme otro nombre, otros muchos a mi antojo, que cuadrasen cada vez con la variada diversidad de mis sentimientos y acciones; sólo que ahora ya, repito, habituado como estaba a llevar aquella carga desde el mismo momento de nacer, podía hacer ya caso omiso de todo ello, y pensar que yo, al fin y al cabo, no era ese nombre; que ese nombre para los demás era una forma de llamarme, no bonita, pero que hubiera podido ser aún más fea.
¿Acaso en Richieri no había un sardo que se llamaba Porcu? Sí.
—Señor Porcu…
Y sin embargo no respondía en absoluto con un gruñido.
—Sí, para servirle…
Respondía con extrema cortesía y sonriente. Tanto es así que a uno casi le daba vergüenza tener que llamarle de ese modo.
Dejemos, pues, el nombre, y dejemos también las facciones, a pesar de que —ahora que ante el espejo se me había hecho duramente patente la necesidad de no poder darme a mí mismo una imagen de mí distinta a aquella con la que me representaba— sentía también esas facciones ajenas a mi voluntad y desdeñosamente contrarias a cualquier deseo que pudiera nacer en mí de tener otras que no fueran ésas, es decir, este pelo, este color, estos ojos así, verduscos, y esta nariz y esta boca; dejemos, digo, también las facciones, porque al fin y al cabo era menester reconocer que hubieran podido ser monstruosas y habría tenido yo que cargar con ellas con resignación si lo que quería era vivir; no lo eran y, por tanto, adelante, pues; después de todo, podía darme por satisfecho con ellas.
Pero, ¿y la posición? Quiero decir la posición que no dependía de mí, la posición que me determinaba, al margen de mí, al margen de toda voluntad mía. La posición de mi nacimiento, de mi familia. No había pensado nunca en ella a fin de valorarla tal como podían valorarla los demás, cada uno a su manera, claro está, con su particular balanza, con el peso de la envidia, el peso del odio o del desdén o qué sé yo.
Hasta entonces me había creído un hombre en la vida. Un hombre, y punto. En la vida. Como si me hubiera bastado en todo a mí mismo. Pero así como aquel cuerpo no me lo había hecho yo, así como aquel nombre no me lo había dado yo, y así como en la vida me habían puesto otros sin contar con mi voluntad, así también, sin contar con mi voluntad, me habían caído encima otras muchas cosas, dentro, alrededor; otras muchas cosas que habían sido hechas para mí, dadas por los demás, en las que efectivamente nunca había pensado, a las que nunca había dado una imagen, la imagen extraña, enemiga, que esgrimían contra mí.
¡La historia de mi familia! La historia de mi familia en mi ciudad; no pensaba en ella; pero para los demás esa historia estaba en mí; yo era alguien, el último de esta familia; y llevaba impreso su sello en mi cuerpo y quién sabe cuántos hábitos de conducta y de formas de pensar sobre los que nunca había reflexionado, pero que los demás reconocían claramente en mí, en mi manera de andar, de reír, de saludar. Me creía un hombre en la vida, un hombre cualquiera, que vivía al día una vida en el fondo ociosa, aunque llena de curiosos pensamientos erráticos; y no, no: aunque para mí podía ser uno cualquiera, para los demás no; para los demás tenía muchos rasgos distintivos, que yo no me había dado ni buscado y de los que nunca me había preocupado; y esa misma capacidad mía de creerme un hombre cualquiera, quiero decir, ese mismo ocio mío, que creía propio de mí, ni siquiera era mío para los demás: me lo había proporcionado mi padre, dependía de la riqueza de mi padre; y era un ocio terrible, porque mi padre…
¡Ah, qué descubrimiento! Mi padre… La vida de mi padre…
III
LAS RAÍCES
Se me apareció. Alto, gordo, calvo. Y en sus claros y casi vidriosos ojos azulados su acostumbrada sonrisa brillaba para mí con una extraña ternura, que era en parte de compasión y en parte también de burla, pero una burla cariñosa, como si en el fondo le complaciera que yo fuera merecedor de esa burla suya, considerándome casi un lujo de bondad que él podía permitirse impunemente.
Sólo que esta sonrisa, en su poblada barba, tan pelirroja y tan cerrada que le descoloría las mejillas, esta sonrisa bajo los grandes bigotes un tanto amarillentos en el medio, era ahora traicionera, una especie de muda y fría mueca allí escondida y en la que yo nunca había reparado. Y esa ternura para conmigo, al aflorar y relucir en sus ojos por aquella mueca disimulada, me parecía ahora horriblemente maliciosa: me desvelaba de golpe tantas cosas que me recorrían la espalda unos escalofríos. He aquí que la mirada de esos ojos vidriosos me tenía, sí, me tenía fascinado para impedirme pensar en estas cosas, de las que sin embargo estaba hecha la ternura que sentía por mí, pero que a pesar de todo eran horribles.
«Pero si tú eras y sigues siendo un tonto…, sí, un pobre ingenuo atolondrado, que vas detrás de tus pensamientos, sin retener jamás ninguno para detenerte; y nunca nace en ti un propósito sin que te pongas a darle vueltas, y te lo piensas tanto que al final te duermes, y abres al día siguiente los ojos y lo ves delante de ti, sin saber ya cómo se te pudo ocurrir cuando ayer hacía ese aire y ese sol; por fuerza había de quererte yo así, ¿comprendes? ¿Las manos? ¿Que me miras? ¡Ah!, ¿estos pelos rojizos del dorso de los dedos? Las sortijas…, ¿demasiadas? Y este gran alfiler de corbata, y también la leontina del reloj… ¿Demasiado oro? ¿Qué miras?»
Veía extrañamente a mi angustia apartarse no sin esfuerzo de esos ojos, de todo ese oro, para fijarse en unas venillas azuladas que se le transparentaban sinuosas en lo alto de su pálida frente que reflejaba pena; del reluciente cráneo rodeado de pelos rojizos, rojizos igual que los míos —es decir, los míos igual que los suyos— ¿y por qué míos, si tan evidente era que provenían de él? Y ese cráneo reluciente se me desvanecía poco a poco como tragado por el vacío del aire.
¡Mi padre!
En el vacío, ahora, un silencio aterrador, grávido de todas las cosas insensatas e informes, porque permanecen en la inercia mudas e impenetrables al espíritu.
Fue un instante, pero eterno. Sentí en él todo el espanto de las necesidades ciegas, de las cosas que son imposibles de cambiar; la cárcel del tiempo; el nacer ahora y no antes ni después; el nombre y el cuerpo que nos es dado; el encadenamiento de las causas; la semilla sembrada por aquel hombre, mi padre, sin querer; mi venida al mundo, por esa semilla; involuntario fruto de ese hombre; atado a aquella rama; brotado de aquellas raíces.
IV
LA SEMILLA
Entonces vi por primera vez a mi padre como nunca lo había visto: fuera, en su vida; pero no como era para sí, como se sentía en sí, cosa que yo no podía saber, sino como totalmente ajeno a mí, en la realidad que, tal como ahora se me aparecía, podía suponer que le daban los demás.
Tal vez les haya ocurrido a todos los hijos. Notar como un no sé qué de obsceno que nos mortifica, en aquello que es para nosotros todo padre que se respete. Notar, quiero decir, que los demás no dan ni pueden dar a ese padre la misma realidad que le damos nosotros. Descubrir cómo vive y es hombre fuera de nosotros, para sí solo, en sus relaciones con los otros, si esos otros, al hablar con él o al empujarlo a hacerlo, a reír, a mirar, se olvidan por un momento de que nosotros estamos presentes, y nos permiten entrever así al hombre que ellos conocen en él, al hombre que él es para ellos. Otro. ¿Y cómo? Imposible saberlo. En seguida nuestro padre ha hecho una señal, con la mano o con los ojos, para avisar de que estamos nosotros presentes. Y esta pequeña señal furtiva, sí, ha abierto en cosa de un instante un abismo dentro de nosotros. El que estaba tan cerca de nosotros, he aquí que ha saltado lejos y lo hemos entrevisto allí como un extraño. Y sentimos nuestra vida toda como desgarrada, excepto en un punto por el que sigue estando ligada a ese hombre. Y este punto es vergonzante. Nuestro nacimiento, separado, escindido de él, como un caso común y corriente, tal vez previsto, pero involuntario en la vida de ese extraño, prueba de un gesto, fruto de un acto, algo que en suma ahora, sí, nos avergüenza, nos provoca desdén y casi odio. Y si no propiamente odio, notamos un cierto fastidio agudo también en los ojos de nuestro padre, que en ese instante se han encontrado con los nuestros. Somos para él, allí, de pie y con dos vigilantes ojos hostiles, lo que él no se esperaba del desahogo de una necesidad o un placer momentáneos suyos; esa semilla arrojada que él desconocía, erguido ahora y con dos ojos saltones de caracol que miran a ciegas y juzgan y que le impiden sentirse aún totalmente a gusto, libre, otro también respecto a nosotros.
V
TRADUCCIÓN DE UN TITULO
Nunca basta aquel momento había disociado a mi padre así de mí. Siempre había pensado en él, lo había recordado como padre, tal como era para mí; bien poco a decir verdad, puesto que, habiendo muerto mi madre muy joven, me mandaron a un colegio lejos de Richieri, y luego a otro y después a un tercero en el que me quedé hasta los dieciocho años para ir a continuación a la universidad, donde durante seis años pasé de una carrera a otra sin sacar provecho práctico de ninguna de ellas, razón por la cual fui finalmente reclamado a Richieri y en seguida, ignoro si como recompensa o como castigo, obligado a tomar mujer. Dos años después, murió mi padre sin dejarme de sí mismo, de su afecto, otro recuerdo vivo que esa sonrisa Je ternura que era —como he dicho— un poco de compañón y un poco de burla.
Pero, ¿qué había sido ello en sí? Ahora mi padre se moría definitivamente. Lo que había sido para los demás… ¡Y tan poco para mí! Y esa sonrisa que me dirigía le venía también de los demás, ciertamente, de la realidad que los demás le daban y que él sospechaba… Ahora lo entendía y entendía el porqué, de forma horrible.
—¿A qué se dedica tu padre? —me habían preguntado muchas veces en el colegio mis compañeros.
Y yo respondía:
—Es banquero.
Porque mi padre, para mí, era banquero.
Si vuestro padre fuera verdugo, ¿сómо se traduciría en vuestra familia este título para conciliario con el amor que vosotros sentís por él y que él siente por vosotros?, ¡oh, el que tan bueno es con vosotros!, ¡oh, lo sé, lo sé!, no hace falta que me lo digáis; puedo imaginarme perfectamente el amor de un padre semejante por su hijo, la trémula delicadeza de sus grandes manos al abotonarle la camisa blanca alrededor del cuello. Y luego, mañana, al amanecer, sus manos, terribles, en el patíbulo. Porque también un banquero, puedo imaginármelo perfectamente, pasa del diez al veinte y del veinte al cuarenta por ciento, conforme crece en la ciudad, junto con la falta de estima ajena, su fama de usurero, que el día de mañana pesará como un oprobio sobre su hijo que por el momento lo ignora y se distrae detrás de extraños pensamientos, un pobre lujo de bondad, porque verdaderamente se la merecía, os lo digo yo, esa sonrisa de ternura, medio de compasión y medio de burla.
VI
EL BUEN HIJO TERRIBLE
Me presenté justo entonces ante Dida, mi mujer, con el espanto pintado en los ojos por este descubrimiento, pero velado el espanto por una humillación, una tristeza que obligaban sin embargo a mis labios a esbozar una vacua sonrisa, ame la sospecha de que nadie pudiera creerlas y admitirlas de verdad en mí.
Recuerdo que estaba en una habitación luminosa, vestida de blanco y envuelta toda ella en un fulgor de sol, colocando en el gran armario de tres cuerpos laqueado de blanco y oro sus vestidos nuevos de primavera.
Haciendo un esfuerzo, agriado por una secreta vergüenza, para encontrar una voz que no pareciera demasiado extraña, le pregunte:
—¿Verdad que tú sabes, Dida, cuál es mi profesión?
Con una percha en la mano de la que colgaba un vestido de tul isabelo, Dida se volvió para mirarme como si no me reconociera. Atónita, repitió:
—¿Tu profesión?
Y tuve que volver a saborear el acre regusto de aquella vergüenza para volver a coger, como de un desgarro de mi espíritu, la pregunta que pendía de él. Pero esta vez se me deshizo en la boca:
—Sí —dije—, ¿a que me dedico yo?
Dida, entonces, se me quedó mirando un instante, para soltar acto seguido una gran carcajada.
—Pero, ¿qué dices, Gengè?
El estallido de aquella carcajada hizo desvanecerse de golpe mi horror, la pesadilla de aquellas necesidades ciegas contra las que mi espíritu, sumido en profundas elucubraciones, había topado hacía poco, estremeciéndose.
¡Ah!, por supuesto, para los demás era un usurero; para mi mujer Dida un estúpido. Gengè era yo; uno éste de aquí, en la mente y ante los ojos de mi mujer; y quién sabe cuántos otros Gengès fuera, en la mente o sólo ante los ojos de la gente de Richieri. No se trataba de mi espirita, que dentro de mí se sentía libre e inmune, en su intimidad originaria, a todas aquellas consideraciones de las cosas que habían ido a parar a mí, que habían sido hechas para mí y dadas por los demás, y principalmente de ésta del dinero y de la profesión de mi padre.
¿No? ¿Y de qué se trataba, pues? Aunque podía reconocer como no mía esta despreciable realidad que los demás me daban, ¡ay!, preciso era reconocer sin embargo que aunque me hubiera dado yo una, para mí esta realidad no habría sido más verdadera, como tal realidad, que la que me daban los demás, que aquella en la que los demás me hacían consistir con ese cuerpo que ahora, delante de mi mujer, tampoco podía parecerme mío, ya que se lo había apropiado aquel Gengè suyo, que acababa de decir una estupidez por la que tanto se había reído. ¡Mira que querer saber su propia profesión! ¡Como si no la supiera!
—Un lujo de bondad… —dije, casi entre mí, haciendo surgir a la voz de un silencio que me pareció fuera de la vida, porque, sombra delante de mi mujer, ya no sabía desde qué lugar yo —en tanto que yo— le estaba hablando.
—¿Qué dices? —repitió ella, desde la sólida seguridad de su vida, con ese vestido color isabelo en el brazo.
Y como yo no respondí, se acercó a mí, me cogió por los brazos y me sopló en los ojos, como si quisiera borrar de ellos una mirada que no era ya de Gengè, de ese Gengè que ella sabía que, lo mismo que ella, tenía que fingir que ignoraba cómo se traducía en la ciudad el nombre de la profesión de mi padre.
Pero, ¿no era yo peor que mi padre? ¡Ah! Al menos mi padre trabajaba. ¡Pero yo! ¿Qué hacía yo? De buen hijo terrible. El buen hijo que hablaba de cosas extrañas (extravagantes incluso): del descubrimiento de la nariz que tenía torcida hacia la derecha: o bien de la otra cara de la luna; mientras que el llamado banco de mi padre, gradas a dos fieles amigos, Firbo y Quantorzo, seguía trabajando, prosperaba. En el banco había también socios menores, así como los dos fieles amigos que estaban —como suele decirse— cointeresados, y todo iba viento en popa sin que yo me inmiscuyera en nada, apreciado por todos los socios, por Quantorzo, como un hijo, y por Pirbo, como un hermano; todos ellos sabían que conmigo era inútil hablar de negocios y que bastaba con llamarme de vez en cuando para firmar; yo firmaba y eso era todo. No todo, porque también de vez en cuando venía alguien a rogarme que le diera una carta de recomendación para Firbo o para Quantorzo; y entonces yo descubría en su barbilla un hoyuelo que se la dividía en dos partes no perfectamente iguales, una más prominente de un lado y otra más rehundida del otro.
¿Cómo no me habían dado una paliza de muerte hasta entonces? Pues no lo habían hecho, señores, porque así como yo hasta entonces no había tomado distancia de mí para verme, y vivía como un ciego en la posición en que me habían puesto, sin considerar cuál era, porque había nacido y crecido en ella y por eso la encontraba natural, también para los demás resultaba natural que yo fuera así; me conocían así, no podían pensar en mi de otro modo, y todos podían mirarme ya casi sin odio e incluso sonreír ante ese buen hijo terrible.
¿Todos?
De golpe sentí clavados en mi alma dos pares de ojos como si fueran cuatro puñales envenenados: los ojos de Marco di Dio y de su mujer, Diamante, con los que me topaba cada día de camino de vuelta a casa.
VII
PARÉNTESIS NECESARIO, UNO PARA TODOS
Marco di Dio y su mujer Diamante tuvieron la suerte de ser (si mal no recuerdo) mis primeras víctimas. Quiero decir, las primeras elegidas para el experimento de la destrucción de un Moscarda.
Pero, ¿con qué derecho hablo yo de ellos? ¿Con qué derecho doy aquí aspecto y voz a otros fuera de mí? ¿Qué sé yo de ellos? ¿Cómo puedo hablar de ellos? Los veo, desde fuera, y naturalmente tal como son para mí, es decir, de una forma en que ellos sin duda no se reconocerían. ¿Y no causo con ello, por tamo, a los demás, la misma ofensa de la que yo tanto me quejo?
Sí, sin duda; pero con la pequeña salvedad de las fijaciones, a las que me he referido ya al principio; de esa determinada manera en que cada uno quiere ser, al construirse así o asá, según como se ve y cree ser sinceramente, no sólo para sí, sino también para los demás. Presunción, de todos mocos, que tiene un precio.
Pero vosotros, lo sé, no queréis rendiros aún y exclamáis:
—¿Y los hechos? ¡Oh, por Dios!, ¿acaso no existen los hechos?
—Sí que existen.
Nacer es un hecho. Nacer en una época y no en otra, ya os lo be dicho; y de este o de aquel padre, y en esta o aquella posición social; nacer varón o hembra; en Laponia o en el centro de África; y guapo o feo; con giba o sin ella: hechos. Y también si perdéis un ojo es un hecho; y podéis incluso perder los dos, y si sois pintor es lo peor que puede pasaros.
Tiempo, espacio: necesidades. Destino, fortuna, azares: trampas todas de la vida. ¿Queréis ser? Ocurre lo siguiente. En abstracto no se es. Preciso es que el ser quede atrapado en una forma, y durante algún tiempo limitarse a ella, así o asá. Y todas las cosas, mientras duran, llevan consigo la pena de su forma, la pena de ser así y no poder ser de otro modo. Aquel contrahecho parece ser un motivo de chunga, de guasa, que nos permitimos durante un minuto, y luego se acabó; luego… ¡arriba!, erguido, esbelto, ágil, alto…, ¡pero qué va!, siempre así, y para toda la vida, que no hay más que una; y uno tiene que resignarse a pasarla enteramente así.
Y lo mismo ocurre con las formas, los actos.
Cuando se ha hecho algo, hecho está; ya no cambia. Cuando uno, quienquiera que sea, ha actuado, por más que luego no se sienta ni reconozca en los actos que ha llevado a cabo, lo hecho ahí queda: es como una prisión para él. Si os habéis casado, o incluso en el orden material, si habéis robado y os han descubierto; si habéis matado, las consecuencias de vuestras acciones os envuelven como anillos y tentáculos; y sobre vosotros, a vuestro alrededor, pesa una especie de aire denso, irrespirable, la responsabilidad que por esas acciones y sus consecuencias, no deseadas o no previstas, habéis contraído. ¿Y cómo podéis liberaros ya de ellas?
Ya. Pero, ¿qué pretendéis decir con todo esto? ¿Que los actos, al igual que las formas, determinan mi realidad o la vuestra? ¿Y cómo? ¿Por qué? Nadie puede negar que son una prisión. Pero si lo único que queréis afirmar es esto, cuidadito con afirmar nada contra mí, porque soy yo quien digo precisamente, incluso sostengo, que nuestros actos son una prisión y la más injusta que pueda imaginarse.
¡Me parecía, Dios santo, que os lo había demostrado! Conozco a Fulanito. Según lo que yo sé de él, le doy una realidad: para mí. Pero a Fulanito también lo conocéis vosotros, y sin duda el que vosotros conocéis no es el mismo que yo conozco, porque cada uno de nosotros lo conoce a su manera y le da una realidad a su manera. Ahora bien, también Fulanito tiene para sí mismo tantas realidades como personas conoce, porque conmigo se conoce de una manera y contigo de otra, y con un tercero, y con un cuarto y así sucesivamente. Lo que quiere decir que Fulanito es realmente uno conmigo, uno contigo, otro con un tercero, otro con un cuarto y así sucesivamente, aunque él se haga la ilusión, sobre todo él, de ser uno para todos. El problema es este; o la broma, si preferís llamarla así. Hacemos algo. Creemos sinceramente que estamos por entero en ese acto. Nos damos cuenta de que por desgracia no es así, y que el acto es en cambio siempre y sólo de uno de los muchos que somos o que podemos ser, cuando, por una malhadada casualidad, quedamos como enganchados y suspendidos de improviso de él: quiero decir, que nos damos cuenta de que no estamos por entero en ese acto y que, por tanto, sería una injusticia terrible juzgarnos sólo por él, mantenernos enganchados y suspendidos de él, en la picota, durante una existencia entera, como si esta se resumiera en ese solo acto.
—¡Pero yo soy también esto y lo otro y lo de más allá! —nos ponemos a gritar.
Muchos, ¡ya, ya!; muchos que estaban al margen del acto de ese alguien, y que nada o bien poco tenían que ver con él. Y no sólo esto, sino que también ese mismo alguien, es decir, esa realidad que en un momento nos hemos dado y que en ese momento ha llevado a cabo el acto, a menudo poco después ha desaparecido; y tanto es así, que el recuerdo del acto queda en nosotros, si es que queda, como un sueño angustioso, inexplicable. Otro, otros diez, todos aquellos otros que somos o podemos ser, surgen uno a uno en nosotros para preguntarnos cómo hemos podido hacer semejante cosa, y no sabemos ya darles una explicación.
Realidades pasadas.
Si los hechos no son tan graves, llamamos a estas realidades pasadas desengaños. Sí, está bien, porque verdaderamente toda realidad es un engaño. Ese engaño justamente por el que ahora yo os digo a vosotros que tenéis otro delante.
—¡Estás en un error!
Somos muy superficiales, tanto vosotros como yo. No ahondamos mucho en la broma, que es más profunda y radical, queridos amigos. Y consiste en lo siguiente: que el ser actúa necesariamente por formas, que son fas apariencias que él se crea y a las que nosotros damos valor de realidad. Un valor que cambia, como es natural, según se nos aparece el ser en esa forma y en ese acto.
Y por fuerza ha de parecemos que los demás están en un error; que una forma dada, un acto dado no es esto y no es así. Pero inevitablemente, poco después, a poca distancia que tomemos, nos damos cuenta de que también nosotros estábamos en un error, y que no es esto y no es así; de manera que al final nos vemos obligados a reconocer que nunca será ni esto ni así de ninguna manera estable y segura, sino ahora de una manera y luego de otra; que todos en un determinado momento nos parecerán equivocados o todos verdaderos, que viene a ser lo mismo; porque ninguna realidad ha sido dada ni existe, sino que, si queremos ser, debemos construírnosla nosotros; nunca será una para todos, una para siempre, sino que será constante e infinitamente inmutable. Si por una parte nos sostiene nuestra capacidad de hacernos ilusiones de que la realidad de hoy es la única verdadera, por otra nos precipita en un vacío sin fondo, porque la realidad de hoy está destinada a revelarse mañana ilusión. Y la vida no concluye. No puede concluir. Pues si mañana concluyese, se acabó.
VII
DESCENDAMOS UN POCO DE LAS ALTURAS
¿Os parece que me he remontado demasiado alto? Pues descendamos un poco de las alturas. La pelota es elástica; pero para que bote es preciso que toque el suelo. Toquemos el suelo y hagamos que vuelva a nuestra mano.
¿De qué hechos queréis hablar? ¿Del hecho de que yo he nacido tal año, tal mes, tal día, en la noble ciudad de Richieri, en la casa de la calle tal, número tal, hijo de don Fulanito de tal y de doña Menganita de tal; bautizado en la catedral a los seis días; mandado a la escuela a los seis años; casado a los veintitrés; de un metro sesenta y ocho de estatura; pelirrojo, etcétera, etcétera?
Son mis datos personales. Datos reales, diréis vosotros. ¿Y de ellos queréis inferir mi realidad? Pero estos mismos datos que por sí mismos no dicen nada, ¿creéis que tienen la misma importancia para todos? Y aunque me representan por entero y de forma precisa, ¿dónde me representarían?, ¿en qué realidad?
En la vuestra, que no es la de otro; y luego en la de otro, y de otro. ¿Acaso hay una única realidad, la misma para todos? ¡Pero si hemos visto que ni siquiera hay una para cada uno de nosotros, porque en nosotros mismos la nuestra cambia de continuo! Y, entonces, ¿qué?
Vamos, a tierra, a tierra. ¿Cinco sois? Venid conmigo.
Ésta es la casa la que nací, el año tal, el mes tal y el día tal. Pues bien, por el hecho de que, topográficamente y por su altura, anchura y número de ventanas que se abren en la fachada, esta casa es la misma para todos; por el mero hecho de que para vosotros cinco yo he nacido en ella en el año tal, el mes tal y el día tal, pelirrojo y de un metro sesenta y ocho actualmente de estatura, ¿acaso cabe deducir que los cinco dais la misma realidad a esta casa y a mí? A ti que vives en una casucha, esta casa te parece un palacio; a ti que tienes cierto gusto artístico, esta casa te parece de lo más vulgar; tú que pasas de mala gana por la calle donde ella se alza, porque te recuerda un triste episodio de tu vida, la miras con cara de perro; tú, en cambio, con mirada afectuosa porque —lo sé— aquí delante vivía tu pobre madre, que fue una muy buena amiga de la mía.
¿Y yo que nací en ella? ¡Oh Dios! Aunque para vosotros cinco en esta casa, que es una y cinco, hubiera nacido un imbécil el año tal, el mes tal, el día tal, ¿creéis que sería el mismo imbécil para todos? Para uno seré un imbécil porque permito que Quantorzo sea el director del banco y que Firbo sea el asesor jurídico, es decir, por la misma razón precisamente por la que el otro me considera listísimo, el cual cree en cambio que mi imbecilidad es clara y patente por el hecho de que cada día saco a pasear a la perrita de mi mujer, y así sucesivamente.
Cinco imbéciles: uno en cada uno. Cinco imbéciles que tenemos delante, tal como los veis desde fuera, en mí que soy uno y cinco como la casa, todos con este nombre de Moscarda, que no es nadie para sí, ni siquiera uno, aunque sirva para designar a cinco imbéciles distintos, que, eso sí, sedarán todos ellos la vuelta si gritáis: «¡Moscarda!», pero cada uno con el aspecto que vosotros le dais: cinco aspectos; si sonrío, cinco sonrisas, y así sucesivamente.
¿Y no será para vosotros, todo acto que yo lleve a cabo, el acto de uno de esos cinco? ¿Y acaso podrá ser el mismo ese acto si les cinco son distintos? Cada uno de vosotros lo interpretará, le dará sentido y valor según la realidad que me haya dado.
Uno dirá:
—Moscarda ha hecho esto.
El otro:
—¡Que va a haber hecho eso! ¡Ha hecho lo contrario!
Y el tercero:
—Pues para mí que ha hecho muy bien. ¡Tenía que hacerlo así!
El cuarto:
—Pues no. Ha hecho muy mal. Lo que en cambio hubiera tenido que hacer es…
Y el quinto:
—¿Qué hubiera tenido que hacer? ¡Si no ha hecho nada!
Y seríais capaces de llegar a las manos por lo que Moscarda ha hecho o ha dejado de hacer, por lo que tenía o no tenía que hacer, sin querer comprender que el Moscarda de uno no es el Moscarda del otro; creyendo hablar de un único Moscarda, que, sí, es realmente uno, ese que tenéis delante de vosotros así y asá, tal como vosotros lo veis, tal como vosotros lo tocáis; mientras que habláis de cinco Moscardas, porque los otros cuatro también tienen a uno delante, uno para cada uno, que es sólo aquél, así y asá, como cada uno lo ve y lo toca. Cinco; y seis, si el pobre Moscarda se ve y se toca a sí mismo; uno y ninguno, ¡ay!, tal como él se ve y se toca, si los otros cinco lo ven y lo tocan de manera distinta.
IX
CERREMOS EL PARÉNTESIS
No obstante, me esforzaré en daros, no os quepa duda, esa realidad que vosotros creéis tener; que es como decir, quereros en mí tal como vosotros os queréis en vosotros. No es posible, ahora ya lo sabemos perfectamente, puesto que, por muchos esfuerzos que yo haga por representaros a vuestra manera, ésta será siempre «una manera vuestra» sólo para mí, no una «manera vuestra» para vosotros y para los demás.
Pero, perdonad: si, para vosotros, yo no tengo otra realidad fuera de la que vosotros me dais, y yo estoy dispuesto a reconocer y admitir que ella no es menos verdadera que la que yo podría darme, mejor dicho, que ella para vosotros es la única verdadera (¡y Dios sabe cómo es esa realidad que me dais!), ¿vais a quejaros ahora de la que yo os dé, con toda mi buena voluntad de representaros del mejor modo posible a vuestra manera?
No presumo que seáis como yo os represento. Ya he afirmado que ni siquiera sois ese uno que os representáis a vosotros mismos, sino muchos al mismo tiempo, de acuerdo con todas vuestras posibilidades de ser, según los azares, las relaciones y las circunstancias. Y por tanto, ¿qué injusticia os hago yo? Sois vosotros quienes me la hacéis a mí al creer que no tengo yo o que no puedo tener otra realidad fuera de esta que me dais, la cual, creedme, es sólo vuestra: una idea vuestra, la que os habéis hecho de mí, una posibilidad de ser como vosotros la sentís, como a vosotros os parece, tal como la reconocéis en vosotros posible; ya que de aquello que yo pueda ser para mí, no sólo nada podéis saber vosotros, sino nada ni siquiera yo mismo.
X
DOS VISITAS
Y me alegra que ahora mismo, mientras estabais leyendo este librito mío con esa sonrisita un tanto burlona que desde un principio ha acompañado vuestra lectura, dos visitas, una dentro de la otra, hayan venido a demostraros de repente lo tonta que era vuestra sonrisa.
Estáis aún desconcertados —bien lo veo—, irritados, confusos por el papelón que habéis hecho con vuestro viejo amigo, al que habéis echado, al poco de haber llegado el nuevo, con un pretexto poco convincente, porque no aguantabais verlo más allí delante, oírle hablar y reír en presencia del otro. ¿Cómo? ¿Echarlo así, cuando, poco antes de llegar el otro, tanto os gustaba hablar y reír con él?
Echado. ¿A quién? ¿A vuestro amigo? ¿En serio creéis que lo habéis echado?
Reflexionad un poco.
No había ninguna razón para echar a vuestro viejo amigo, en sí y por sí, al presentarse de improviso el nuevo. Ellos dos no se conocían; los habéis presentado vosotros; y hubieran podido pasar juntos media horita en vuestra sala de estar charlando de sus cosas. Ninguna incomodidad ni para uno ni para el otro.
La incomodidad la habéis sentido vosotros, y tanto más viva e insoportable cuanto más veíais que ambos iban acercando posiciones para ponerse de acuerdo. Un acuerdo que vosotros habéis roto en seguida. ¿Por qué? Porque vosotros, ¿no queréis entenderlo aún?, vosotros de repente, es decir, al llegar vuestro nuevo amigo, habéis descubierto que erais dos, uno tan distinto al otro, que por fuerza en un determinado momento, no pudiendo soportarlo ya, habéis tenido que echar a uno de los dos.
Y no a vuestro viejo amigo, no; es habéis echado a vosotros mismos, habéis echado a ese uno que sois para vuestro viejo amigo, porque habéis sentido que era completamente distinto al que sois, o queréis ser, para el nuevo.
Esos dos no eran incompatibles entre sí, no eran extraños el uno para el otro, sino ambos de lo más corteses y acaso estaban hechos para entenderse de maravilla; pero sí lo eran los dos vosotros que habéis descubierto de repente en vosotros mismos. No habéis podido soportar que las cosas de uno se mezclaran con las del otro, ya que no tenían realmente nada en común entre sí. Nada, nada, ya que vosotros para vuestro viejo amigo tenéis una realidad y otra para el nuevo, tan distintas que vosotros mismos os habéis dado cuenta de que, al dirigiros a uno, el otro se habría quedado mirándoos estupefacto; no os hubiera ya reconocido. Habría exclamado para sus adentros: «Pero, ¿cómo? ¿Es éste?, ¿es así?»
Y ante el insostenible embarazo, siendo dos al mismo tiempo, habéis buscado un pretexto poco convincente para libraros, no de uno de ellos, sino de uno de los dos que esos dos os obligaban a ser al mismo tiempo.
Vamos, vamos, volved a leer este librito mío, sin sonreíros ya de nuevo como lo habéis hecho hasta ahora.
Y creed también que, si la experiencia por la que acabáis de pasar ha podido resultaros ingrata, esto no es nada, porque no sólo sois dos, sino quién sabe cuántos, sin saberlo, creyéndoos siempre uno.
Prosigamos.