I
EL JUEZ QUIERE TOMARSE SU TIEMPO
En general, a las actuaciones normales de la justicia no se les puede reprochar la prisa.
El juez encargado de instruir el caso contra Anna Rosa, persona de natural honesto y de principios, quiso ser sumamente escrupuloso y perdió meses y meses antes de llegar al llamado lugar de los hechos, después de haber reunido, se entiende, datos y testimonios.
Pero no le había sido posible obtener de mí la más mínima respuesta en el primer interrogatorio que hubiera querido hacerme, inmediatamente después de ser trasladado de la pequeña habitación de Anna Rosa al hospital. Cuando luego los médicos me permitieron abrir la boca, la primera respuesta que di, en vez de incomodar a quien me interrogaba, fue amia quien incomodó.
Hela aquí: el paso en Anna Rosa de esa compasión por la que me había tendido los brazos desde la cama al impulso instintivo que la había empujado a llevar a cabo contra mí su violenta acción fue tan fulminante, que a mí, ciego ya al sentir a mi lado el calor de su provocativa persona, no me dio tiempo, ésa es la verdad, de advertir que se las había ingeniado para sacar de repente el pistolete de debajo de la almohada para dispararme. De modo que, al parecerme imposible que ella, tras haberme atraído hacia sí, quisiera acto seguido darme muerte, con la mayor sinceridad, di, a quien me interrogaba, la explicación del caso que me parecía más probable, es decir, que mi herida, igual que la de Anna Rosa en el pie, había sido accidental, debido al hecho, sin duda reprobable, de tener ese pistolete debajo de la almohada y que sin duda debía de haberlo tocado yo, haciendo que se disparase, en mi intento de levantar a la enferma que me había pedido que la sentara en la cama.
Para mí la mentira (dictada por el deber) radicaba sólo en la última parte de esta respuesta; a quien me interrogaba le pareció por el contrarié tan descarada, que me reprendió con aspereza. Fui informado de que obraba, por suerte, en poder de la justicia, la confesión explícita de la acusada. Entonces yo, por una necesidad irresistible de demostrar mi sinceridad, fui tan cándido que mostró, en mi aturdimiento, la más viva curiosidad por conocer las razones que Anna Rosa había podido tener para llevar a cabo esa acción violenta contra mí.
La respuesta a esta pregunta fue una estrepitosa rociada que casi me lavó la cara.
—¡Ah!, ¿así que lo que usted quería era sentarla en la cama?
Me quedé helado.
Debía de obrar también en manos de la justicia una declaración de mi mujer, la cual, ahora más que nunca con aquella prueba de facto, había podido ciertamente dar fe, con la conciencia muy tranquila, de mis viejos amores con Anna Rosa.
Sin duda habría quedado así acreditado ante la justicia que Anna Rosa había intentado matarme para defenderse de una brutal agresión por mi parte, de no haber asegurado la propia Anna Rosa al juez, bajo juramento, que no había habido agresión alguna por mi parte, sino ese hechizo ejercido involuntariamente sobre ella con mis curiosísimas consideraciones acerca de la vida: hechizo por el que ella se había dejado arrastrar tan irresistiblemente, hasta el punto de llevarla a cometer aquella locura.
El escrupuloso juez, no contento con el somero informe que Anna Rosa había podido hacerle de esas consideraciones mías, juzgó deber suyo contar con una información más precisa y detallada de ellas, y quiso venir personalmente a hablar conmigo.
II
LA MANTA DE LANA VERDE
Había sido llevado del hospital a mi casa en camilla; y, al entrar ya en convalecencia, había abandonado la cama y estaba aquellos días felizmente tumbado en un sillón cerca de la cama, con una manta de lana verde sobre las piernas.
Me sentía flotar como ebrio en un vacío tranquilo, agradable, de sueño Había vuelto la primavera y los primeros rayos tibios del sol me provocaban una languidez de inefable delicia. Tenía casi miedo de sentirme herido por lo suave del aire limpio y nuevo que entraba por la ventana entornada, y me protegía de él; pero de vez en cuando levantaba la vista para contemplar aquel vivo azul del ciclo de marzo recorrido por alegres nubes luminosas. Luego me miraba las manos que seguían temblándome exangües; las bajaba sobre las piernas y, con la yema de los dedos, acariciaba levemente la verde pelusilla de aquella manta de lana. Veía en ella el campo: como si fuera un inmenso trigal; y, al acariciarla, me sentía de veras en medio de todo ese trigo, con una sensación de tan remota lejanía, que casi me producía angustia, una dulcísima angustia.
¡Ah, perderse allí, tumbarse y abandonarse, entre la hierba, bajo el silencio de los cielos; llenarse el alma de todo aquel azul y hacer que naufragaran en él todo pensamiento, toda memoria!
¿Podía, pregunto yo, resultar más importuno aquel juez?
Lamento, si vuelvo a pensar en ello, que aquel día se fuera de mi casa con la impresión de que yo quería burlarme de él. Tenía algo de topo, con aquellas manitas diminutas siempre levantadas cerca de la boca, y sus ojillos plúmbeos que casi no veían, entornados; contrahecho en todo su flaco cuerpo mal vestido, con un hombro más alto que el otro. Por la calle andaba torcidamente, como los perros; aunque todo el mundo decía que, moralmente, nadie sabía actuar más rectamente que él.
¿Mis consideraciones sobre la vida?
—¡Ah!, señor juez —le dije—. ¡Es imposible que se las repita! ¡Mire esto! ¡Mire esto!
Y le mostré la manta de lana verde, pasando la mano por encima de ella con delicadeza.
—Su oficio consiste en reunir y preparar los elementos de los que mañana se servirá la justicia para dictar sus sentencias, ¿y viene a preguntarme a mí mis consideraciones sobre la vida, esas que para la acusada han sido motivo para intentar darme muerte? Si yo se las repitiera, señor juez, mucho me temo que condenaría usted a muerte no a mí, sino a usted mismo, por el remordimiento de haber ejercido durante tantos años su profesión. ¡No, no, no se las diré, señor juez! Es más, hará bien incluso tapándose los oídos para no oír el terrible fragor de una cierta corriente arrolladora bajo los diques, más allá de los límites que usted, como buen juez, se ha trazado e impuesto para crearse su escrupulosísima conciencia. Pueden venirse abajo, ¿sabe?, en un momento de tempestad como el que ha tenido la señorita Anna Rosa. ¿Que de qué corriente arrolladora le hablo? ¡Ah, la de la gran inundación, señor juez! Usted ha encauzado perfectamente en sus afectos, en los deberes que se ha impuesto, en los hábitos que se ha trazado; pero luego vienen los momentos de crecida, señor juez, y la riada se desborda y todo lo arrasa. Yo lo sé. ¡Todo sumergido para mí, señor juez! Me he arrojado a ella y ahora nado en ella, nado en ella. ¡Y si supiera usted lo lejos que estoy ya! Casi no la veo. ¡Que usted lo pase bien, señor juez, que usted lo pase bien!
Permaneció allí, patidifuso, mirándome como se mira a un enfermo incurable. Confiando en sacarle de aquella penosa actitud, le sonreí; levanté de encima de las piernas, con ambas manos, la manta y se la enseñé una vez más, preguntándole con donaire:
—Pero, perdone usted, ¿de veras no le parece bonita, tan verde, esta manta de lana?
III
LA SUMISIÓN
Me consolaba pensando que todo esto facilitaría la absolución de Anna Rosa. Pero, por otra parre, estaba Sclepis, quien, varias veces, con gran temblequeo de codos sus cartílagos, había acudido a decirme que yo le había hecho y le hacía cada vez más difícil la tarea de mi salvación.
¿Era posible que no me diera cuenta del enorme escándalo provocado por aquella aventura, justo en el momento en que hubiera tenido que dar muestras de que tenía más que nadie la cabeza en su sitio? ¿Y no había dado muestras en cambio de que no le faltaban motivos a mi mujer para irse a casa de su padre debido a mi indigno comportamiento para con ella? ¡Yo la traicionaba; y sólo para causar una buena impresión a aquella muchacha exaltada, había declarado que no quería que me siguieran llamando usurero en la ciudad! ¡Y mi ceguera por aquella pasión culpable era tan grande, que había querido y me obstinaba en querer arruinarme a mí y a los demás, sin contar con que esa pasión culpable había estado a punto de costarme la vida!
Frente a la sublevación general, a Sclepis ahora ya no le quedaba sino reconocer mis deplorables culpas, y no veía otra salida para salvarme que una confesión abierta por mi parte. Pero para que esta confesión no fuera peligrosa, era menester que yo demostrara al propio tiempo la necesidad aguda y urgente para mi alma de una heroica contrición que le devolviera a él el ánimo y la fuerza necesarios para pedirles a los demás el sacrificio de sus propios intereses.
Yo no hacía sino asentir con la cabeza a todo cuanto él me decía, sin esforzarme en desentrañar en que medida y hasta qué punto aquella no era sino una argumentación dialéctica que, calentándose por momentos, se convertía para él realmente en sincero convencimiento. Es cierto que parecía cada vez más satisfecho; pero tal vez en su fuero interno estaba también un tanto perplejo, toda vez que su satisfacción obedecía a un verdadero sentimiento caritativo o a su agudeza intelectual.
Se llegó a la decisión de que yo daría una ejemplar y solemnísima demostración de arrepentimiento y de abnegación, haciendo donación de todo, incluso de mi casa y de todos mis bienes, a fin de fundar con lo que me correspondiera en la liquidación del banco un hospicio de mendicidad con un comedor de caridad anejo abierto durante todo el año, no sólo en favor de los hospicianos, sino también de todos los pobres menesterosos; y aneja también una guardarropía para proveer de indumentaria a personas de ambos sexos y de todas las edades, de un número determinado de prendas anuales; y que yo mismo iría a residir allí, durmiendo, sin distinción de ninguna clase, como un mendigo más, en un camastro, tomando como lodos los demás la sopa en una escudilla de madera y vistiendo el hábito de la comunidad destinado a alguien de mi sexo y edad.
Lo que más me escocía era que esta total sumisión fuera interpretada como un verdadero arrepentimiento, considerando que yo lo daba todo y no me oponía a nada, porque estaba ya muy lejos de todo cuanto pudiera tener algún sentido o valor para los demás, y no sólo estaba totalmente enajenado de mí mismo y de todo lo mío, sino también horrorizado de seguir siendo a pesar de ello alguien, en posesión de algo.
Al no querer ya nada, sabía que no podría ya hablar. Y permanecía callado, mirando con admiración a aquel viejo prelado enclenque que era capaz de querer tan desprendidamente y de ejercer su voluntad con tan finas artes, y no en interés propio, ni quizá tampoco para hacer un bien a los demás, sino por el mérito que ello reportaría a esa casa de Dios, de la que era fidelísimo y celosísimo servidor.
He aquí: para sí, nadie.
Tal vez era éste el camino que conducía a convertirse en uno para todos.
Pero había en aquel sacerdote demasiado orgullo, de su poder y de su saber. Pese a vivir para los demás, quería seguir siendo uno para sí mismo, uno que se distinguiera de los demás por su sabiduría y su poder, así como también por su más que probada fidelidad y su gran celo.
Razón por la cual, al mirarlo —sí, seguía mirándolo con ojos de admiración—, me daba también pena.
IV
NO CONCLUYE
Anna Rosa tenía que ser absuelta; pero yo creo que su absolución se debió en parte también a la hilaridad que recorrió toda la sala de juicios, cuando, al ser llamado para hacer mi declaración, me vieron aparecer con la gorra, los zuecos y el blusón azul oscuro del hospicio.
No he vuelto a mirarme en un espejo, y ni siquiera se me pasa por las mientes querer saber lo que ha sido de mi cara y de mi entero aspecto. El que tenía para los demás debió de parecer muy cambiado y bastante bufo, a juzgar por el asombro y las carcajadas con que fui recibido. Y sin embargo todos querían seguir llamándome Moscar da, por más que el nombre de Moscarda tuviera para cada uno de ellos un significado tan distinto al de antes, que bien hubieran podido ahorrarle a aquel chalado, barbudo y sonriente, con los zuecos y el blusón azul, la pena de obligarle aún a darse la vuelta al oír ese nombre, como si realmente le perteneciera.
Ningún nombre. Ningún recuerdo hoy del nombre de ayer; del nombre de hoy, mañana. Si el nombre es la cosa; si un nombre es en nosotros el concepto de toda cosa fuera de nosotros; y sin nombre se carece del concepto, y la cosa está en nosotros ciega, no diferenciada y no definida; pues bien, este que llevé entre los hombres grábelo cada uno, a modo de inscripción funeraria, en la frente de esa imagen con la que aparecí ante ellos, y lo deje en paz y no hable más de él. Un nombre no es más que eso, una inscripción funeraria. Adecuada para los muertos. Para quien ha concluido. Pero la vida no concluye. Y no sabe de nombres, liste árbol, trémulo hálito de hojas nuevas. Soy este árbol. Árbol, nube; mañana libro o viento: el libro que leo, el viento que bebo. Totalmente fuera, vagabundo.
El hospicio se alza en el campo, en un lugar muy ameno. Yo salgo todas las mañanas, al amanecer, porque ahora quiero conservar el espíritu así, fresco al amanecer, con todas las cosas como recién descubiertas, cuando saben aún a lo crudo de la noche, antes de que el sol seque su húmedo aliento y las mustie. Aquellas nubes de agua, allí, pesadas, plomizas, aborregadas sobre los cárdenos montes, que hacen que parezca más ancho y claro, en ese hilo de sombra aún de noche, ese verde retazo de cielo. Y aquí estas briznas de hierba, tiernas también de agua, frescor vivo de las riberas. Y aquel borriquillo que ha pasado toda la noche al raso, que mira ahora con ojos empañados y resopla en este silencio que le es tan próximo y que poco a poco parece que se retire de él al empezar, aunque sin asombro, a clarear a su alrededor, con la luz que se difunde apenas por los campos desiertos y atónitos. Y esos caminos carreteros de aquí que aún conservan, entre negros setos y muretes desmoronados, la huella de las roderas y por los que ya no pasa nadie. Y el aire es nuevo. Y todo, instante a instante, es como es, y cobra vida para manifestarse. Aparto en seguida la mirada para no ver detenerse ya nada en su apariencia y morir. Sólo puedo vivir ahora. Renacer momento a momento. Impedir que el pensamiento se ponga a trabajar de nuevo en mi interior, y rehaga dentro de mí el vacío de las vanas construcciones.
La ciudad está lejos. Pero llega a veces de allí, en la calma del véspero, el sonido de las campanas. Pero ahora esas campanas no las oigo ya sonar dentro de mí, sino fuera, pata sí, y acaso se estremecen de alegría en su cavidad resonante, bajo un bonito cielo azul invadido de cálido sol, en medio de los chillidos de las golondrinas o del viento cargado de nubes, pesadas y tan altas sobre los aéreos campanarios. Pensar en la muerte, rezar. No faltan aún quienes sienten esta necesidad, una necesidad de la que se hacen eco las campanas. Yo ya no la tengo; porque muero a cada instante y renazco nuevo y sin recuerdos: vivo y entero, no ya en mí, sino en todas las cosas de fuera.