I
ESTOY YO Y ESTÁIS VOSOTROS

Se me puede objetar:

—Pero, ¿cómo no se te ocurrió nunca antes, pobre Moscarda, que al resto de la gente les pasaba lo mismo que a ti, que no se ven vivir; y que si tú no eras para los demás el que hasta entonces te habías creído, de igual modo los demás podían no ser tal como tú los veías, etcétera, etcétera?

Yo respondo:

Se me ocurrió. Pero, disculpad, ¿de verdad se os ha ocurrido también a vosotros?

Me gustaría suponerlo, pero no os creo. Mejor dicho, creo que si se os ocurriera en realidad un pensamiento semejante y arraigara en vuestra cabeza como lo ha hecho en la mía, todos vosotros cometeríais las mismas locuras que yo cometí.

Sed sinceros: nunca se os ha pasado por la cabeza querer veros vivir. Procuráis vivir para vosotros, y bien que hacéis, sin preocuparos de lo que, sin embargo, podéis ser para los demás, no porque no os importe nada la opinión ajena, que sí os importa y mucho, sino porque vivís en la feliz ilusión de que los otros, desde fuera, se hacen de vosotros una imagen igual a la que os hacéis de vosotros mismos.

Porque si luego alguien os hace notar que tenéis la nariz un poquito torcida hacia la derecha…, ¿no?, que ayer dijisteis una mentira…, ¿tampoco?, vamos, muy pequeña, sin consecuencias… En suma, si en alguna ocasión empezáis a sospechar que no sois para los demás el mismo que para vosotros, ¿qué hacéis? (Sed sinceros.) No hacéis nada, o bien poco. A lo sumo consideráis, con una total y absoluta seguridad en vosotros mismos, que los demás os han comprendido mal, os han juzgado mal; y eso es todo. Si mucho os apura, acaso tratéis de mejorar esa opinión, haciendo aclaraciones, dando explicaciones: si no, lo dejaréis correr, os encogeréis de hombros exclamando: «Bueno, al fin y al cabo, tengo la conciencia tranquila y ello me basta.»

¿No es así?

Perdonad, señores. Ya que me han venido palabras mayores a la boca, permitidme que os haga entrar en la cabeza un pensamiento muy simple. Es el siguiente: que vuestra conciencia no tiene nada que ver en esto. No diré que no valga nada, cuando para vosotros lo es precisamente todo; diré, para complaceros, que del mismo modo yo tengo también la mía propia y sé que no vale nada. ¿Sabéis por qué? Porque se que existe también la vuestra. Sí. Tan distinta a la mía.

Perdonadme si por un momento hablo al modo de los filósofos. Pero, ¿acaso es la conciencia algo absoluto que puede bastarse a sí misma? Si estuviéramos solos, tal vez sí. Pero entonces, amigos míos, no habría conciencia. Por desgracia, estoy yo, y estáis vosotros. Por desgracia.

Así pues, ¿qué quiere decir que tenéis vuestra conciencia y que os basta?

¿Que los demás, pueden pensar de vosotros y juzgaros como les plazca, es decir, injustamente, porque vosotros mientras tanto estáis seguros y satisfechos de no haber obrado mal?

¡Oh!, por favor, si no son los demás, ¿quién os proporciona, entonces, dicha seguridad, quién os proporciona dicho consuelo?

¿Vosotros mismos? ¿Y cómo?

¡Ah!, yo sé cómo: obstinándoos en creer que si los demás hubieran estado en vuestro lugar y les hubiera pasado el mismo caso que a vosotros, todos habrían actuado igual que vosotros, ni más ni menos.

¡Bien! Pero, ¿en qué os basáis para afirmar tal cosa?

¡Ah!, y también sé lo siguiente: sobre ciertos principios abstractos y generales, en los que de forma abstracta y general, es decir, al margen de los casos concretos y particulares de la vida, podemos estar todos de acuerdo (cuesta poco).

Pero, ¿cómo es posible, sin embargo, que todos os condenen o no os aprueben o se burlen incluso de vosotros? Está claro que son incapaces de reconocer, como vosotros, esos principios generales en el caso particular que os ha ocurrido, y de reconocerse a sí mismos en la acción que habéis llevado a cabo.

¿Para qué os basta, pues, la conciencia? ¿Para sentiros solos? No, por Dios. La soledad os espanta. ¿Y qué hacéis, entonces? Os imagináis muchas cabezas. Todas como la vuestra. Muchas cabezas que, mejor dicho, son la vuestra propia. Las cuales a un determinado ademán, como si tirarais de ellas por medio de un hilo invisible, os dicen que sí y que no, que no y que sí; tal como queréis vosotros. Y esto os consuela y os hace sentir seguros.

Pues vaya un magnífico juego este de vuestra conciencia que os basta.

II
Y, ENTONCES, ¿QUÉ?

¿Sabéis, en cambio, en que se apoya todo? Yo os lo diré. En una presunción que Dios ojalá os conserve para siempre. La presunción de que la realidad, tal como es para vosotros, tiene que ser igual para todos los demás.

Vivís dentro de ella; andáis fuera de ella, seguros. La veis, la tocáis; y dentro también, si os apetece, os fumáis un cigarrillo (¿la pipa?, la pipa) y os quedáis mirando dichosos las volutas de humo que poco a poco se desvanecen en el aire. Sin sospechar lo más mínimo que toda la realidad que os rodea no tiene para los demás mayor consistencia que ese humo.

¿Que no, decís? Mirad. Vivía yo con mi mujer en la casa que mi padre se había hecho construir tras la prematura muerte de mi madre, para dejar aquella otra donde había vivido con ella, llena de dolorosísimos recuerdos. Yo era a la sazón un niño, y no fue hasta más tarde cuando me di cuenta de que al final mi padre había dejado aquella casa inacabada y prácticamente abierta a cualquiera que quisiera entrar en ella.

Aquel arco de puerta sin la puerta que supera, de un lado, totalmente la cimbra y, del otro, la cerca, sin acabar, del amplio patio de enfrente; con el umbral interior destruido y las pilastras descantilladas, me hace pensar ahora que mi padre lo dejó así en el aire y vacío, acaso porque pensó que aquella casa, tras su muerte, sería para mí, que es lo mismo que decir para todos y para nadie, y que por eso era inútil la protección de una puerta.

En vida de mi padre, nadie se atrevió a entrar en aquel patio. Habían quedado en el suelo muchas piedras de sillar y cualquiera que pasara por allí podía pensar de entrada, al verlas, que la obra, interrumpida por un tiempo, se reanudaría en breve. Pero tan pronto como comenzó a crecer la hierba entre los guijarros y a lo largo de la tapia, aquellas piedras inútiles parecieron en seguida como caídas y viejas. Con el tiempo, muerto mi padre, se convirtieron en asientos para las vecinas del barrio, las cuales, al principio titubeantes, ahora una, luego otra, se atrevieron a trasponer el umbral, como si buscaran un lugar resguardado donde poder sentarse a la sombra y en silencio; y luego, en vista de que nadie decía nada, dejaron para sus gallinas sus titubeos, y empezaron a considerar aquel patio como suyo, así como también el agua cíe la cisterna que se alzaba en el centro; y lavaban allí y tendían la ropa a secar; y por último, con el sol fulgurando alegre entre aquella blancura de sábanas y de camisas agitadas por el viento que colgaban de las tensadas cuerdecillas, se soltaban alegres sobre los hombros sus cabellos relucientes de aceite para «buscarse» en la cabeza[3], igual que hacen los monos entre sí.

Nunca di muestras ni de enfado ni de contento por su invasión, por más que me irritara en especial el ver a una viejecita siempre quejosa, de ojos resecos y con una joroba muy acusada por un corpiño verde descolorido, y me revolviera las tripas una apestosa gorda andrajosa, con una horrible teta siempre fuera del corsé y un niño sucio en el regazo con una gran cabeza asquerosamente cubierta de costras lácteas entre su pelusilla pelirroja.

Quizá mi mujer tenía interés en dejarías estar allí, porque se servía de ellas en caso de necesidad, dándoles luego en compensación las sobras de la cocina o algún vestido viejo.

Adoquinado como la calle, este patio era completamente inclinado. Me veo de nuevo de niño, de vacaciones del colegio, asomado al atardecer a uno de los balcones de la casa entonces nueva. ¡Qué pena infinita me producía la vasta y lívida blancura de todos aquellos adoquines en pendiente con el gran pozo en medio, misteriosamente sonoro. La herrumbre se había casi comido ya entonces el barniz rojizo de la barra de hierro que, en lo alto, sostiene la roldana por donde corre la cuerda del cubo! ¡Y que triste me parecía aquel desvaído color de barniz en aquella barra de hierro que hubiérase dicho por ello enferma! Enferma quizá también por la melancolía de los chirridos de la roldana cuando el viento, de noche, agitaba la cuerda; y sobre el patio desierto reinaba la claridad del cielo estrellado pero velado por el polvo, que en aquella claridad vacía parecía fijado allá arriba, para siempre.

Tras la muerte de mi padre, Quantorzo, encargado de ocuparse de mis asuntos, pensó clausurar con un tabique las habitaciones que mi padre se había reservado para sí, y hacer de ellas un pisito de alquiler. Mi mujer no se había opuesto. Y a aquel pisito fue a vivir, al poco, un viejo y muy silencioso jubilado, siempre bien vestido, de una pulcra sencillez, bajito pero con un no sé qué de marcial en su delgado cuerpecito engallado y también en su enérgica, aunque un tanto estropeada, carita de coronel retirado. A ambos lados, como escritos caligráficamente, tenía dos perfectos ojos de pez, y las mejillas cruzadas por una densa trama de venitas violáceas.

No me había fijado nunca en él, ni me había preocupado de saber quién era ni cómo vivía. En varias ocasiones me lo había encontrado por la escalera y, al oírle decir con gran cortesía «buenos días» o «buenas tardes», había concebido sin más la idea de que ese inquilino de mi casa era un hombre muy cortés.

No había despertado en mí ninguna sospecha su queja por los mosquitos que le molestaban por la noche y que, en su opinión, provenían de los grandes almacenes que había a mano derecha de la casa, y que habían sido convertidos por Quantorzo, siempre después de la muerte de mi padre, en unas sucias cocheras de alquiler.

—¡Ah, ya! —había exclamado yo en aquella ocasión en respuesta a su queja.

Pero recuerdo perfectamente que en aquella exclamación mía se dejaba traslucir el disgusto, no por los mosquitos que molestaban a mi inquilino, sino por aquellos ventilados y limpios almacenes que de niño había visto construir y sobre cuyo resonante pavimento, salpicado aún de cal, había corrido tantas veces, extrañamente exaltado por la blancura deslumbrante del enlucido y como ebrio por lo húmedo de la reciente construcción. Ante el sol que entraba por las grandes ventanas enrejadas, había que cerrar los ojos de tan cegadoras como se volvían aquellas paredes.

Sin embargo, esas cocheras con aquellos viejos landós de alquiler, con su tiro de tres caballos, por más que estuvieran impregnadas de toda la porquería de la pajaza podrida y de la negra y sucia agua estancada allí delante, me hacían también pensar en la alegría de los paseos en coche, de niño, cuando íbamos de veraneo, por la carretera, entre los campos abiertos que se me antojaban hechos para acoger y difundir el alegre sonido de los cascabeles. Y en aras de este recuerdo me parecía que valía la pena soportar la proximidad de las cocheras; máxime cuando, aun sin esta cercanía, era perfectamente sabido por todos que en Richieri se sufría la molestia de los mosquitos, de los que en todas las casas solían protegerse normalmente con el uso de mosquiteras.

Quién sabe qué impresión debió de causar a mi vecino el ver una sonrisa en mis labios, cuando me espetó, con su carita orgullosa, que él nunca había podido soportar las mosquiteras, porque dentro de ellas sentía que se asfixiaba. Mi sonrisa expresaba sin duda asombro y compasión. No poder soportar la mosquitera, que yo habría seguido utilizando aunque hubieran desaparecido todos los mosquitos de Richieri, por lo deliciosa que la encontraba, sostenida en lo alto del pabellón como yo la tenía y bien tendida alrededor de toda la cama sin la menor arruga. La habitación que se ve y no se ve a través de aquellos miles de agujeritos del ligero tul; la cama aislada; la impresión de estar como envuelto en una blanca nube.

No hice caso de lo que él pudiera pensar de mí después de aquel encuentro. Seguí viéndolo por las escaleras, oyendo que me decía como antes «buenos días» o «buenas tardes», y yo seguí pensando que era una persona muy cortés.

En cambio, os aseguro que, al mismo tiempo que me decía cortésmente por la escalera «buenos días» O «buenas tardes», en su fuero interno él me consideraba un redomado imbécil porque toleraba en el patio aquella invasión de vecinas, aquella intensa peste a colada y los mosquitos.

Claro que yo no habría pensado: «¡Dios mío, qué cortes es mi vecino!», de haber podido verme dentro de él, quien, en cambio, me veía como yo no podría verme nunca, quiero decir, desde fuera, para mí, pero dentro de su propia visión que también él tenía de las cosas y de los hombres, y en la que me hacía vivir a su manera: como un redomado imbécil. No lo sabía y seguía pensando: «¡Dios mío, qué cortés es mi vecino!»

III
CON VUESTRO PERMISO

Llamo a la puerta de vuestra habitación.

Seguid, seguid cómodamente tumbados en vuestra agripina. Yo me sentaré aquí. ¿Que no, decís?

—¿Por qué?

¡Ah!, es el sillón en el que, hace ahora ya muchos años, murió vuestra pobre madre. Disculpad, pero yo no daría un céntimo por él, mientras que vosotros no lo venderíais ni por todo el oro del mundo; lo creo. En cambio, todo el que lo vea en esta habitación tan bien amueblada, sin duda, desconocedor de ello, se preguntará con asombro cómo podéis tenerlo aquí, viejo, descolorido y rasgado como está.

Éstas son vuestras sillas. Y esto es un velador, imposible que sea otra cosa. Ésa es una ventana que da al jardín. Y allí fuera, esos pinos, esos cipreses.

Lo sé. Unas horas deliciosas pasadas en esta habitación que tan bonita os parece, con esos cipreses que se ven allí. Pero por ella, sin embargo, os habéis enfadado con ese amigo que antes venía a visitaros casi a diario y que ahora no sólo no viene, sino que va diciéndole a todo el mundo que estáis locos, realmente locos por vivir en una casa como ésta.

—Con esa hilera de cipreses ahí delante —va diciendo—. Señores, mas de veinte cipreses, parece un cementerio.

No le cabe en la cabeza.

Vosotros entornáis los ojos; os encogéis de hombros; suspiráis.

—¡Gustos!

Porque os parece que en realidad es una cuestión de gusto, o de opinión, o de costumbre; y no dudáis lo más mínimo de la realidad de vuestras cosas queridas, tal como ahora con placer las veis y las tocáis.

Dejad esta casa: y volved al cabo de tres meses o de cuatro años con ánimo distinto al de hoy; veréis adónde ha ido a parar esa querida realidad.

—¡Oh!, mira, ¿es ésta la habitación?, ¿éste el jardín?

Y esperemos, por el amor de Dios, que no se os haya muerto otro pariente próximo, para que no veáis también vosotros esos queridos cipreses como un cementerio.

Ahora bien, decís que ya se sabe, que el humor cambia y que todo el mundo puede equivocarse.

Una vieja historia, en efecto.

Pero yo no tengo la pretensión de deciros nada nuevo. Simplemente os pregunto:

—¿Y por qué, entonces, Dios santo, hacéis como si no lo supierais? ¿Por qué seguís creyendo que la única realidad es la vuestra, ésta de hoy, y os asombráis, os irritáis, gritáis que el que está en un error es vuestro amigo, quien, por muchos esfuerzos que haga, nunca podrá tener, el pobre, el mismo ánimo que vosotros?

IV
PERDONAD DE NUEVO

Dejadme que os diga otra cosa, y luego se acabó.

No es mi intención ofenderos. Vuestra conciencia, decís. No queréis que sea puesta en tela de juicio. Lo había olvidado, perdonad. Pero reconozco, reconozco que para vosotros mismos, en vuestro fuero interno, no sois como yo, desde fuera, os veo. No por ninguna mala voluntad. Querría que por lo menos os convencierais de esto. Vosotros os conocéis, os sentís, queréis ser de una manera que no es la mía, sino la vuestra; y creéis una vez más que vuestra manera es la acertada y la mía la equivocada. Quizá, no Jo niego. Pero, ¿puede vuestra manera ser la mía y a la inversa?

¡Y vuelta a empezar!

Yo puedo creer todo lo que vosotros me decís. Lo creo. Os ofrezco una silla: sentaos y veamos si nos ponemos de acuerdo.

Al cabo de una larga hora de conversación, nos hemos entendido a la perfección.

Mañana vendréis a verme llevándoos las manos a la cabeza, gritando:

—Pero, ¿cómo? ¿Qué entendió usted? ¿No me dijo esto y lo otro?

Esto y lo otro, perfecto. Pero lo malo, queridos amigos, es que vosotros nunca sabréis, ni yo os lo podré hacer saber nunca, cómo se traduce en mí lo que vosotros me decís. No es que me habléis en chino, no. Hemos usado, vosotros y yo, el mismo idioma, las mismas palabras. Pero, ¿qué culpa tenemos, vosotros y yo, de que las palabras, en sí mismas, sean vacías? Vacías, queridos amigos. Y vosotros, al decírmelas, las llenáis de vuestro sentido; y yo, al recibirlas, las lleno inevitablemente del mío. Hemos creído que nos entendíamos y no nos hemos entendido en absoluto.

¡Ah!, es una vieja historia ésta también, ya se sabe. Y yo no pretendo decir nada nuevo vuelvo simplemente a preguntaros:

—Pero, ¿por qué, entonces, Dios santo, seguís haciendo como si no se supiera? Para hablarme de vosotros, si sabéis que para ser para mí como vosotros sois para vosotros mismos, y yo para vosotros como soy para mí, haría falta que yo, dentro de mí, os diera esa misma realidad que vosotros os dais, y a la inversa; ¿y esto no es posible?

¡Ay!, queridos amigos, por mucho que os esforcéis, vosotros me dais siempre una realidad a vuestra manera, aun creyendo de buena fe que es la mía; y lo será, no digo que no; es probable que lo sea, pero de una «manera mía» que yo no sé ni podré saber nunca: que sabréis sólo vosotros que me veis desde fuera: así pues, una «manera mía» para vosotros, no «una manera mía» para mí.

¡Si hubiera fuera de nosotros, tanto para nosotros como para mí, si hubiera una señora realidad mía y una señora realidad vuestra, quiero decir, en sí mismas, e iguales e inmutables! Pero no la hay. En mí y para mí hay una realidad mía: la que yo me doy; en vosotros y para vosotros hay una realidad vuestra, la que vosotros os dais; las cuales nunca serán las mismas ni para vosotros ni para mí.

¿Y entonces?

Pues, entonces, amigos míos, hemos de consolarnos pensando que no es más verdadera la mía que la vuestra, y que duran un instante tanto la vuestra como la mía.

¿Os mareáis un poco? Pues, entonces, entonces… concluyamos.

V
FIJACIONES

He aquí, pues, a donde quería ir yo a parar, que no debéis seguir diciendo, que no debéis decir que tenéis vuestra conciencia y que os basta.

¿Cuándo habéis actuado así? ¿Ayer, hoy, hace un minuto? ¿Y ahora? ¡Ah!, ahora estáis dispuestos a admitir que tal vez hubierais actuado de otro modo. ¿Por qué? Vaya, veo que palidecéis. ¿Acaso reconocéis que hace un minuto erais otro?

Pues sí, pues sí, queridos amigos, pensadlo bien: hace un minuto, antes de que os ocurriera este caso, erais otro; y no sólo eso, sino que erais otros cien, otros cien mil. Y Creedme, no hay que asombrarse. Considerad más bien si os parece que podéis estar tan seguros de que de la noche a la mañana seréis ese que creéis ser hoy.

Amigos míos, la verdad es que son todo fijaciones. Hoy os fijáis de un modo y mañana de otro.

Luego os diré cómo y por qué.

VI
MEJOR DICHO, OS LO DIRÉ AHORA

¿Habéis visto alguna vez construir una casa? Yo, aquí, en Richicri, muchas. Y he pensado:

«¡Pero mira de qué cosas es capaz el hombre! Mutila la montaña; extrae piedras de ella; las labra, las coloca una encima de otra y, como quien no quiere la cosa, lo que era un pedazo de montaña se ha convertido en una casa.»

—Yo —dice la montaña— soy montaña y no me muevo.

¿Que no te mueves, querida? Pues mira esos carros tirados por bueyes. Van cargados de ti, de piedras tuyas. ¡Te llevan en carro, amiga mía! ¿Crees que permaneces así? Y ya una mitad tuya está a dos leguas de aquí, en el llano. ¿Dónde? Pues en aquellas casas de allí, ¿no te ves? Una amarilla, otra roja, una tercera blanca; de dos, de tres, de cuatro plantas.

¿Y tus hayas, tus nogales, tus abetos?

Están aquí, en mi casa. ¿No ves que bien tallados? ¿Quién los reconocería en estas sillas, en estos armarios, en estas estanterías?

Tú, montaña, eres mucho mayor que el hombre. Y también tú, haya, y tú, nogal, y tú, abeto; pero el hombre es un pequeño animalejo, sí, sin duda, que sin embargo tiene dentro de sí algo que vosotros no tenéis.

Se cansaba de estar siempre de pie, erguido sólo sobre sus dos piernas; echarse en el suelo como el resto de animales no le resultaba cómodo y se lastimaba, porque, además, había perdido el pelo, y la piel, ah, su piel se había vuelto más fina. Vio entonces el árbol y pensó que se podía sacar algo de él para sentarse más cómodamente. Y luego sintió que tampoco la madera desnuda era cómoda y la tapizó; descuartizó a las bestias sometidas, a otras las esquiló, y revistió la madera de cuero y entre el cuero y la madera puso Una. Y se tumbó encima, tan feliz:

—¡Ah, qué bien se está así!

El jilguero canta en la jaula colgada entre las cortinas en el modillón de la ventana. ¿No sentirá acaso que se acerca la primavera? ¡Ay!, tal vez la siente también la antigua rama de nogal de que fue hecha mi silla, que, al lado del jilguero, ahora cruje.

Tal vez, con ese canto y ese crujido, se entienden el pájaro prisionero y el nogal reducido a silla.

VII
¿Y QUÉ TIENE QUE VER LA CASA?

A vosotros os parece que lo que digo sobre la casa no tiene nada que ver, porque ahora, vuestra casa, la veis tal como es, entre las otras casas que forman la ciudad. Veis en torno a vosotros unos muebles, que son como vosotros, según vuestro gusto y vuestros medios, los habéis querido para vuestra comodidad. Y os inspiran el dulce consuelo familiar, animados como están por todos vuestros recuerdos; no son ya cosas, sino casi partes íntimas de vosotros mismos, en las que podéis tocar y sentir esa que os parece la segura realidad de vuestra existencia.

Tanto si son de haya como si son de nogal o de abeto, vuestros muebles, al igual que los recuerdos de vuestra intimidad doméstica, tienen el regusto de ese particular aliento que exhalan todas las casas y que confiere a vuestra vida una especie de olor que tintamos tanto más cuanto más lo echamos de menos, es decir, cuando al entrar en otra casa advertimos un aliento distinto. Y os molesta, ya lo veo, que yo os haya recordado las hayas, los nogales y las abetos de la montaña.

Como si ya empezarais a compenetraros un poco con mi locura, en seguida, por cualquier cosa que os digo, os ponéis sombríos y preguntáis:

—¿Por qué? ¿Qué tiene esto que ver?

VIII
FUERA, AL AIRE LIBRE

No, vamos, no temáis que os eche a perder los muebles, la paz, el amor a vuestra casa.

¡Aire!, ¡aire! Dejemos la casa, dejemos la ciudad. No digo que podáis fiaros mucho de mí; pero, vamos, perded el miedo. Podéis seguirme hasta donde desemboca fa carretera con esas casas en el campo.

Sí, es una carretera. ¿Tenéis miedo en serio de que pueda deciros que no? Carretera, carretera. Una carretera llena de guijarros; y cuidado con los cantos. Y eso son farolas. Venid, avanzad tranquilos.

¡Ah, esos lejanos montes azules! Digo «azules»; y vosotros también decís «azules», ¿no es así? De acuerdo. Y esto de aquí cerca es un bosque de castaños: castaños, ¿no?, ¿veis?, ¿veis como nos entendemos? De la familia de las cupulíferas, de alto tronco. Castaño pardo. ¡Oh, qué gran llanura delante! («Verde», ¿eh?, para vosotros y para mí «verde»; digámoslo así, porque nos entendemos de maravilla.); y en esos prados, mirad, mirad, ¡qué llamear de amapolas rojas al sol! —¡Ah!, ¿cómo?, ¿son capuchitas rojas de niños?— ¿Ya? ¡Qué ceguera la mía! Capuchitas de lana roja, tenéis razón. Me habían parecido amapolas. Y vuestra corbata también roja… ¡Qué alegría en este fresco vacío, azul y verde, de aire claro y de sol! ¿Os quitáis el sombrero gris de fieltro? ¿Estáis ya sudando? ¡Ah, estáis hermosotes, que Dios os bendiga! ¡Si os vierais los cuadritos blancos y negros de los pantalones en la culera! ¡Bajaos, bajaos la americana! Parece demasiado.

¡El campo! ¡Qué paz más distinta!, ¿eh? Os sentís relajados. Si, pero si supierais decirme dónde está. Me refiero a la paz. ¡No, no, no temáis! ¿Realmente os parece que hay paz aquí? ¡Entendámonos, por el amor de Dios! No rompamos nuestro perfecto entendimiento. Yo lo único que veo aquí, con vuestro permiso, lo único que advierto en mí en este momento es una inmensa estupidez que da a vuestra cara, y sin duda también a la mía, un aspecto de tontos felices; pero que nosotros sin embargo atribuimos a la tierra y a las plantas, las cuales nos parecen que viven por vivir, tal como sólo en esta estupidez pueden vivir.

Digamos, pues, que eso que llamarnos paz está en nosotros. ¿No os parece? ¿Y sabéis de dónde nace? Pues del simple hecho de que acabamos de dejar la ciudad, es decir, sí, un mundo construido: casas, calles, iglesias, plazas; y no sólo construido, sin embargo, por esto, sino también porque no se vive ya simplemente por vivir, como estas plantas, sin saber que se vive; sino por algo que no existe y que nosotros añadimos; por algo que da sentido y valor a la vida: un sentido, un valor que aquí, al menos en parte, conseguís perder o cuya desoladora vanidad reconocéis. Y eso os produce languidez, sí, y melancolía. Lo comprendo, lo comprendo. Relajamiento de nervios. Una penosa necesidad de abandonaros. Sentís que os relajáis, que os abandonáis.

IX
NUBES Y VIENTO

¡Ah!, ¡no tener ya conciencia de que se es, como una piedra, como una planta! ¡No acordarse ya ni del propio nombre! Tumbados en la hierba, con las manos entrelazadas bajo la nuca, mirar en el ciclo azul las blancas nubes deslumbrantes que navegan henchidas de sol; escuchar el viento que sopla allí al fondo, entre los castaños del bosque, como un fragor de mar.

Nubes y viento.

¿Qué habéis dicho? ¡Ay, ay! ¿Nubes? ¿Viento? ¿Y no os parece ya mucho advertir y reconocer que esas formas que navegan luminosas por la infinita extensión azul son nubes? ¿Acaso la nube sabe que lo es? Y tampoco saben de ella el árbol ni la piedra, que se ignoran también a sí mismos; y están solos.

Al advertir y reconocer la nube, vosotros, queridos amigos míos, podéis pensar en el agua (¿y por qué no?), que se convierte en nube para convertirse posteriormente de nuevo en agua. Bonita cosa, sí. Y basta para explicaros esto cualquier profesorcillo de física. Pero, ¿y para explicaros el porqué del porqué?

X
EL PAJARILLO

Oíd, oíd: arriba, en el bosque de castaños, unos hachazos. Abajo, en la cantera, unos golpes de pico.

Mutilar la montana, talar árboles para construir casas. Allí, en la vieja ciudad, unas casas. Penas, afanes, fatigas de todo tipo; ¿por qué? Pues para llegar a una chimenea, señores; y para echar luego por esa chimenea un poco de humo, pronto dispersado en la inmensidad del espacio.

Y como ese humo, todo pensamiento, todo recuerdo de los hombres.

Aquí estamos en el campo: la languidez nos ha relajado los miembros; es natural y lógico que las ilusiones y los desengaños, las penas y las alegrías, las esperanzas y los deseos, nos parezcan inútiles y pasajeros frente al sentimiento que exhala de las cosas que, impasibles, permanecen y sobreviven a aquéllos. Basta con mirar allí a aquellas altas montañas allende el valle, lejanas, difuminadas en el horizonte, leves en el crepúsculo, en medio de rosáceos vapores.

Sí: tumbados, arrojáis al aire el sombrero de fieltro, os ponéis casi trágicos y exclamáis:

—¡Oh, ambiciones humanas!

Ya. Por ejemplo, ¡qué gritos de triunfo porque el hombre, al igual que su sombrero, se ha puesto a volar, a hacerse el pajarillo! He aquí mientras tanto un verdadero pajarillo que vuela. ¿Lo habéis visto? La facilidad más pura y leve, acompañada espontáneamente de un trino de alegría. ¡Pensad ahora en el torpe y petardeante aparato y en el espanto, la ansiedad, la angustia mortal, del hombre que quiere hacerse el pajarillo! Aquí un aleteo y un trino; allá un motor estrepitoso y maloliente, y por delante la muerte. El motor se estropea; se para el motor: ¡adiós pajarillo!

—Hombre —decís vosotros, tumbados en la hierba—, ¡deja de volar! ¿Por qué quieres volar? ¿Cuándo has volado?

Muy bien. Eso lo decís ahora; porque estáis tumbados en el campo; en la hierba. Pero levantaos, volved a la ciudad y, en cuanto regreséis, en seguida comprenderéis por qué quiere volar el hombre.

Aquí, amigos míos, habéis visto al verdadero pajarillo, que vuela de verdad, y os habéis olvidado del sentido y del valor de las alas falsas y del vuelo mecánico. Lo recuperaréis bien pronto allí, donde todo es falso y mecánico, reducción y construcción: un mundo dentro del mundo. Un mundo manufacturado, combinado, engranado; un mundo de artificio, de retorcimiento, de adaptación, de fingimiento, de vanidad. Un mundo que sólo tiene sentido y valor para el hombre que es su artífice. Vamos, vamos, esperad que os dé la mano para que os levantéis. Estáis gordos. Esperad: aquí en la espalda os han quedado unas briznas de hierba… Sí, vámonos.

X
DE VUELTA A LA CIUDAD

Ahora, haced el favor de mirar esos árboles que flanquean aquí y allá, en fila a lo largo de las aceras, nuestro Corso di Porta Vecchia, ¡qué aire perdido tienen, los pobres árboles urbanos, esquilados y peinados!

Probablemente los árboles no piensan; los animales, probablemente, no razonan. Pero si los árboles pensaran, Dios mío, y pudieran hablar, ¡quién sabe qué dirían esos pobrecillos a los que, a fin de darnos sombra, hacemos crecer en medio de la ciudad! Parecen preguntar, al verse reflejados en los escaparates de las tiendas, qué hacen allí entre tanta gente atareada, en medio del ruidoso tráfago de la vida urbana. Plantados hace muchos años, se han quedado en míseros y tristes arbolillos. Oídos, no parecen tener. Pero, ¿quién sabe?, tal vez, para crecer, los árboles tienen necesidad de silencio.

¿No habéis estado nunca en la Piazzetta dell’Olivella, extramuros? ¿En el pequeño y antiguo convento de los Trinitarios blancos? ¡Qué aire de sueño y de abandono reina en esa plazuela, y qué extraño silencio, cuando por las negras y musgosas tejas de aquel viejo convento se asoma, niña, azul, azul, la sonrisa de la mañana!

Pues bien, cada año la tierra, allí, en su estúpida ingenuidad maternal, procura sacar partido de ese silencio. Tal vez cree que se acaba allí la ciudad; que los hombres han desertado de esa plazoleta; y trata de reconquistaría, haciendo crecer a la chita callando, poquito a poco, entre el empedrado, muchas briznas de hierba. Nada más fresco y tierno que esas delgadas y tímidas briznas de hierba que pronto harán verdear la plazuela entera. Pero, ¡ay!, no duran más que un mes. Aquello es ciudad; y a las briznas de hierba no les está permitido brotar. Todos los años se presentan cuatro o cinco barrenderos, que se agachan y las arrancan con sus herramientas.

Yo vi allí, el año pesado, a dos pajarillos que, al oír el chirrido de esas herramientas sobre los grises e irregulares adoquines del empedrado, volaban del seto al canalón del convento, y de nuevo de este al seto, mientras sacudían la cabecita y miraban de reojo, como preguntándose, angustiados, qué estaban haciendo allí aquellos hombres.

—¿Es que no lo veis, pajarillos? —les dije yo—. ¿Es que no veis lo que hacen? Pues están afeitando ese viejo empedrado.

Aquellos dos pajarillos huyeron despavoridos.

¡Dichosos ellos que tienen alas y pueden escapar! ¡Cuántos otros animales no pueden, y son apresados y enjaulados y domesticados en la ciudad y en los campos! ¡Y qué triste es su forzada obediencia a las extrañas necesidades de los hombres! ¿Qué entienden de ellas? Tiran del carro, tiran del arado.

Pero quizá también ellos, los animales, las plantas y todas las cosas, posean un valor y un sentido por sí mismos que el hombre no puede entender, apresado como está en ese valor y ese sentido que él por su cuenta les da y que muchas veces la naturaleza, por su parte, parece no reconocer e ignorar.

Haría falta un poco más de entendimiento entre el hombre y la naturaleza. Con harta frecuencia la naturaleza se divierte dinamitando todas nuestras ingeniosas construcciones. Ciclones, terremotos… Pero el hombre no se da por vencido. Reconstruye, reconstruye, pobre bestia obstinada. Y todo es pare él materia de reconstrucción. Porque tiene dentro de sí algo que no se sabe qué es y por lo que debe forzosamente construir, transformar a su manera la materia que le ofrece la naturaleza ignorante y quizá, cuando quiere al menos, pacífica. ¡Pero si se limitara sólo a las cosas, de las que, al menos mientras no se demuestre lo contrario, no se sabe que posean facultades para sentir el tormento ocasionado por nuestras adaptaciones y nuestras construcciones! No, señor. El hombre se toma como materia incluso a sí mismo, y se construye, sí, señores, como una casa.

¿Creéis conoceros si no os construís de algún modo? ¿Y que yo pueda conoceros, si no os construyo a mi manera? Sólo podemos conocer aquello a lo que conseguimos dar forma. Pero, ¿qué conocimiento puede ser éste? ¿Acaso es esta forma la cosa misma? Sí, tanto para mí como para vosotros; pero no así para mí como para vosotros: tan cierto es que yo no me reconozco en la forma que vosotros me dais, ni vosotros en la que yo os doy; y la misma cosa no es igual para todos e incluso para cada uno de nosotros puede cambiar de continuo, y de hecho cambia de continuo.

Y sin embargo, no hay otra realidad fuera de ésta, es decir, fuera de la forma momentánea que logramos darnos a nosotros mismos, a los demás, a las cosas. La realidad que yo tengo para vosotros está en la forma que vosotros me dais; pero es realidad para vosotros y no para mí; la realidad que vosotros tenéis para mí está en la forma que yo os doy; pero es realidad para mí y no para vosotros. Y para mí mismo yo no tengo otra realidad fuera de le forma que logro darme. ¿Cómo? Pues construyéndome, justamente.

¡Ah!, ¿creéis vosotros que se construyen sólo las casas? Yo me construyo de continuo y os construyo, y vosotros hacéis otro tanto. Y la construcción dura mientras no se resquebraja el material de nuestros sentimientos y mientras dura el cemento de nuestra voluntad. ¿Y por qué creéis que se os recomienda tanto la firmeza de voluntad y la constancia en los sentimientos? Basta con que aquélla vacile un poco y con que éstos se alteren ligeramente o cambien mínimamente, ¡y adiós realidad nuestra! Caemos de pronto en la cuenta de que era una mera ilusión.

Firmeza de voluntad, pues. Constancia en los sentimientos. Manteneos fuertes, manteneos fuertes para no dar esos saltos en el vacío, para no ir al encuentro de esas ingratas sorpresas.

¡Pero a qué hermosas construcciones dan pie!

XI
ESE QUERIDO GENGÈ

¡No, no, querido amigo mío, mantén cerrada la boca! ¿Crees que no sé lo que te gusta y lo que no ce gusta? Conozco bien tus gustos y cómo piensas.

¿Cuántas veces no me había hablado así Dida, mi mujer? Y yo, tonto de mí, no le había hecho nunca caso.

¡Pero ya lo creo que ella conocía a ese Gengè suyo mejor que yo! ¡Si se lo había construido ella! Y no era en absoluto un fantoche. Si acaso, el fantoche era yo.

¿Atropello? ¿Suplantación?

¡Qué va!

Para atropellar a alguien es preciso que éste alguien exista. Y para suplantado es necesario igualmente que exista para cogerlo y hacerlo a un lado, para poner a otro en su lugar.

Dida, mi mujer, nunca me había atropellado ni me había suplantado. Muy al contrario, le habría parecido un atropello y una suplantación si yo, rebelándome y afirmando como quiera que fuese la voluntad de ser a mi manera, me hubiera quitado de en medio a ese Gengè suyo.

Porque ese Gengè suyo existía, mientras que yo para ella no existía en absoluto, no había existido nunca.

Mi realidad estaba para ella en el Gengè que ella se había forjado, que poseía pensamientos, sentimientos y gustos que no eran míos, y que yo no hubiera podido alterar en lo más mínimo sin correr el riesgo de convertir me al punto en otro que ella ya no hubiera reconocido, un extraño que ella no hubiera podido ya comprender ni amar.

Por desgracia nunca había sabido dar una forma cualquiera a mí vida; no me había querido nunca firmemente de un modo propiamente mío y particular, ya porque nunca había encontrado obstáculos que despertaran en mí la voluntad de resistir y de afirmarme como quiera que fuese ante los demás y ante mí mismo, ya por ese ánimo mío dispuesto a pensar y a sentir incluso lo contrario de lo que poco antes pensaba y sentía, es decir, a descomponer y disgregar en mí con frecuentes y muchas veces opuestas reflexiones toda formación mental y sentimental; ya fuera, por último, por mi natural tan dado a ceder, a entregarse a la voluntad ajena, no tanto por debilidad cuanto por descuido y anticipada resignación a los disgustos que ello pudiera ocasionarme.

¡Y he aquí, mientras tanto, lo que me había pasado! No me reconocía en absoluto, me encontraba como en un estado de fusión permanente, era casi fluido, maleable; me conocían los demás, cada uno a su manera, según la realidad que me habían dado, o sea, cada uno de ellos veía en mí un Moscarda que no era yo, sin ser yo propiamente nadie para mí; tantos Moscardas como ellos eran, y todos más reales que yo, que, repito, no tenía ninguna realidad para mí mismo.

Gengè sí que la tenía para mi mujer Dida. Pero ello no podía consolarme de ningún modo, porque os aseguro que difícilmente cabría imaginar un ser más necio que ese querido Gengè de mi mujer Dida.

Y lo mejor de todo, sin embargo, era que ese Gengè suyo no estaba libre para ella de defectos. ¡Pero ella se los perdonaba todos! Muchas cosas de él no le gustaban, porque no todo se lo había construido a su manera, de acuerdo a su gusto y capricho: no.

Pero, ¿a la manera de quién, entonces?

Ciertamente no a mi manera, porque yo, repito, no lograba en verdad reconocer como míos los pensamientos y gustos que ella atribuía a su Gengè. Es evidente, así pues, que se los atribuía porque, según ella, Gengè tenía esos gustos y pensaba y sentía así, a su manera, propia mente suya, según su realidad que no era en absoluto la mía.

Algunas veces la veía llorar por ciertas amarguras que él, Gengè, le ocasionaba. ¡Él, sí, señores! Y si le preguntaba:

—Pero, ¿a qué viene esto, querida?

Me respondía:

—¡Ah!, ¿y tú me lo preguntas? ¿No te basta con lo que acabas de decirme?

—¿Yo?

—¡Tú, sí, tú!

—Pero, ¿cómo? ¿El qué?

Me quedaba asombrado.

Era evidente que el sentido que yo daba a mis palabras era un sentido para mí; el que luego adquirían para ella, como palabras de Gengè, era completamente distinto. Ciertas palabras que, dichas por mí o por otro, no le habitan dolido, dichas por Gengè le hacían llorar, porque en boca de Gengè adquirían quién sabe qué otro valor; y le hacían llorar, sí, señores.

Yo, así pues, hallaba para mí sólo. Ella hablaba con su Gengè. Y éste le contestaba por boca mía de una manera que para mí seguía siendo totalmente desconocida. Y es increíble hasta qué punto se volvían estúpidas, falsas, sin sentido todas las cosas que yo le decía y que ella me repetía.

—Pero, ¿cómo? —le preguntaba—. ¿Yo he dicho eso?

—¡Sí, Gengè mío, eso has dicho!

Sí: eran de su Gengè aquellas tonterías; pero no eran tonterías: ¡muy al contrario! Aquélla era la manera de pensar de Gengè.

¡Y yo, ah, cómo le hubiera abofeteado, apaleado, despedazado! Pero no podía tocarlo. Porque, pese a los disgustos que le daba, pese a las bobadas que decía, mi mujer Dida quería mucho a Gengè; para ella, tal como era, respondía al ideal del buen esposo, al que se perdona algún defectillo debido a sus otras muchas cualidades.

Si yo no quería que Dida, mi mujer, fuera a buscar en otro su ideal, no debía tocar a aquel Gengè suyo.

Al principio pensaba que tal vez mis sentimientos eran demasiado complicados; mis pensamientos, demasiado abstrusos; mis gustos, demasiados poco corrientes; y que por eso muchas veces mi mujer, al no entenderlos, los tergiversaba. Pensaba, en suma, que mis ideas y mis sentimientos no podían entrar, sino reducidos y empequeñecidos, en su pequeño cerebro y en su corazoncito; y que mis gustos no podían estar de acuerdo con su simplicidad.

¡Pero qué va!, ¡qué va! Ella no los tergiversaba, no empequeñecía mis pensamientos ni mis sentimientos. No, no. Mi mujer Dida, así tergiversados, así empequeñecidos, tal como le llegaban deboca de Gengè, los consideraba necios. También ella, ¿comprendéis?

¿Quién, pues, los tergiversaba y empequeñecía así? ¡Pites la realidad de Gengè, señores! Gengè, tal como ella se lo había forjado, no podía sino tener aquellos pensamientos, aquellos sentimientos, aquellos gustos. Tonto pero simpático. ¡Ah, sí, tan queridito para ella! Ella le quería así: tontito y queridito. Y lo quería de verdad.

Podría aportar gran cantidad de pruebas. Pero bastará con ésta: la primera que se me ocurre.

Dida, de soltera, se peinaba de manera que no sólo me gustaba a mí muchísimo, sino también a ella. Recién casada, cambió de peinado. A fin de dejarle que hiciera lo que quisiera, yo no le dije que ese nuevo peinado no me gustaba nada. Cuando he aquí que una mañana se presenta ante mí de repente, en bata, con el peine aún en la mano, peinada como en otro tiempo y el rostro encendido.

—¡Gengè! —me gritó abriendo la puerta y rompiendo a reír.

Yo me quedé admirado, casi deslumbrado.

—¡Oh! —exclamé—, ¡por fin!

Pero ella en seguida se llevó las manos al pelo, se quitó las horquillas y se sobó en cuestión de un instante el peinado.

—¡Vamos, hombre! —me dijo—. Sólo he querido gastarte una broma. ¡Ya sé, señorito, que no te gusto peinada así!

Yo protesté, como movido por un resorte.

—Pero, ¿quién te ha dicho tal cosa, Dida querida? Yo te juro que…

Me tapó la boca con la mano.

—¡Vamos, hombre! —repitió—. Lo dices para complacerme. Pero yo no he de gustarme a mí, querido. ¿Cómo no voy a saber cómo gusto más a mi Gengè?

Y se fue.

¿Comprendéis? Estaba segurísima de que a su Gengè le gustaba más peinada de aquel otro modo, y se peinaba de aquella otra manera que no me gustaba ni a mí ni a ella. Pero gustaba a su Gengè; y ella se sacrificaba. ¿Os parece poco? ¿No son auténticos sacrificios éstos para una mujer?

¡Lo quería tanto!

Y yo —ahora que finalmente todo se había aclarado para mí— comencé a volverme terriblemente celoso —no de mí mismo, os ruego que me creáis: ¡os dan ganas de reíros!—, no de mí mismo, señores, sino de uno que no era yo, de un imbécil que se había entrometido entre mi mujer y yo, y no como una sombra insustancial, no —¡os ruego que me creáis!—, porque él me convertía a mí en sombra insustancial, a mí, apropiándose de mi cuerpo para que ella lo amara.

Consideradlo bien. ¿Acaso no besaba mi mujer, en mis labios, a alguien que no era yo? ¿En mis labios? ¡No! ¡Qué míos! ¿En qué eran míos propiamente míos, los labios que ella besaba? ¿Acaso tenía ella entre los brazos mi cuerpo? Pero, ¿cómo podía ser realmente mío ese cuerpo, cómo podía realmente pertenecerme, si no era a mí a quien ella abrazaba y amaba?

Consideradlo bien. ¿No os sentiríais traicionados por vuestra mujer con la más refinada de las perfidias si os enterarais de que ella, al estrecharos entre sus brazos, saborea y goza por medio de vuestro cuerpo del abrazo de otro que está en su mente y en su corazón?

Pues bien, ¿en qué difería mi caso? ¡Mi caso era incluso peor! ¡Porque, en ése, vuestra mujer —perdonad— al abrazaros finge sólo que abraza a otro, mientras que en mi caso mi mujer estrechaba entre sus brazos la realidad de alguien que no era yo!

Y tan real era este alguien que cuando al final, exasperado, quise destruirlo imponiendo, en vez de la suya, una realidad mía, mi mujer, que nunca había sido mi mujer sino la mujer de ese otro, se encontró de pronto, horrorizada, como en los brazos de un extraño, de un desconocido; y dijo que ya no podía amarme, que no podía convivir conmigo ni un minuto más, y se largó.

Sí, señores, como veréis, se largó.