I
En la primavera del año 1812 el príncipe Andréi estaba en Turquía en el ejército, el mismo al que tras Prozorovski y Kámenski había sido destinado Kutúzov. El príncipe Andréi, cuya opinión sobre el ejército había cambiado mucho, rechazó el puesto en el Estado Mayor que le ofreció Kutúzov y entró en el frente en el regimiento de infantería, con el cargo de comandante de batallón. Después de la primera acción le ascendieron a coronel y le asignaron un regimiento. Consiguió lo que deseaba: actividad, es decir, librarse de la sensación de ociosidad y además, soledad. A pesar de que se consideraba muy cambiado desde la batalla de Austerlitz y la muerte de su esposa, a pesar de que realmente había cambiado mucho desde entonces, para los demás, para los colegas, los subordinados e incluso para los mandos, seguía resultando una persona igual de orgullosa e inaccesible que antes. Sólo con la diferencia de que su orgullo no era ahora ofensivo. Los subordinados y los compañeros sabían que era un hombre honrado, valiente y con algo peculiar: despreciaba a todos por igual. (Nada causa tanto desprecio como la aspereza ni tanta admiración como la firmeza).
Encontraba en el regimiento más soledad no solamente que en su aldea, sino más de la que hubiera podido hallar en un monasterio. La única persona que conocía su pasado y sus penas era Piotr, su ayuda de cámara, todos los demás eran soldados, oficiales, gente con la que se encontraba hoy y con los que se comparte el campo de batalla, pero a los que probablemente nunca verás cuando dejes el regimiento. Ellos te miran y tú les miras sin conciencia del pasado y del futuro y por esa razón de un modo especialmente sincero, amistoso y humano. Además, el comandante del regimiento estaba situado en un puesto solitario. Le querían, le llamaban nuestro príncipe. Le querían no porque fuera recto, atento, valiente, sino principalmente porque no le avergonzaba asumir sus culpas. Así de evidente era que él —nuestro príncipe— se encontraba por encima de los demás. El ayudante de campo, el ayuda de cámara, el comandante del batallón, apocados, entraban en su siempre elegantemente arreglada y limpia tienda donde él, limpio, delgado, siempre tranquilo, estaba sentado en la acostumbrada silla y les avergonzaba informarle de las necesidades del regimiento, como si temieran distraerle de sus importantes lecturas o reflexiones. No sabían que sus lecturas eran de Schiller y las reflexiones eran ensoñaciones sobre el amor y la vida en familia. Llevaba bien los asuntos del regimiento, precisamente porque la mayor parte de sus fuerzas estaban puestas en sus ensoñaciones y a las cuestiones del ejército sólo dedicaba una atención insignificante, negligente y mecánica. Como siempre sucede las cosas iban bien porque no se ponía en ellas demasiado celo.
El 18 de mayo del año 1812 el Estado Mayor y su regimiento se encontraban en Oltenitz a orillas del Danubio. No había actividad militar. Después de vigilar desde por la mañana el batallón que llegaba fue a pasear en caballo como siempre hacía y después de haber recorrido seis verstas se acercó a la aldea moldava de Budsheta. Allí era día de fiesta. El pueblo, bien alimentado, bebiendo vino, sureños, todos vestidos con blusas de cáñamo, celebraban la fiesta. Las muchachas, que jugaban al corro, le miraron y continuaron jugando. Cantaban alegre, melódica y afectadamente. Una gitana con firmes pechos bajo la blusa blanca de cáñamo abigarrada y feliz. Un gitano pequeño, encorvado y lleno de adornos. Se asustaron al ver al militar y se apretaron el uno contra el otro. Les compró unas nueces, pero no se las comió. Estaba alegre, sonreía, pero se puso tan triste que le dio miedo. Se encontraba en ese estado de viva observación en el que se encontrara en el campo de Austerlitz y con los Rostov. Se internó en el bosque. Las tempranas hojas de los robles. La sombra y la luz ondulaban en el aire cálido y perfumado. Los oficiales pensaban que estaba observando la posición, pero él no sabía qué era lo que le sucedía. Envío un guía y se alejó apresuradamente para que nadie le viera. Tenía ganas de llorar.
«Hay —pensaba él— sinceridad y amor y un camino fiel y feliz en la vida. ¿Dónde está? ¿Dónde está? —Se bajó del caballo, se sentó en la hierba y se echó a llorar—. El bosque cálido y perfumado. La gitana de los firmes pechos. El alto cielo y las fuerzas de la vida y el amor y Pierre y la humanidad, Natasha. Sí, Natasha, la amo más que a nada en el mundo. Amo el silencio, la naturaleza, el pensamiento». Y de pronto, descubrió qué era lo que le sucedía, se apresuró a levantarse y se marchó alegre y feliz a casa. Cuando llegó se sentó y escribió dos cartas, una en una tarjeta postal y otra en papel normal. Una era su dimisión y la otra una carta al conde Rostov en la que le pedía oficialmente la mano de su hija con una nota adjunta para Natasha en francés: «Ya sabe que la amo. Hasta ahora no me he atrevido a ofrecerle mi roto corazón, pero mi amor por usted lo ha animado de tal modo que me encuentro con fuerzas para consagrar toda mi vida a nuestra felicidad. Espero su respuesta».
Esto, al igual que la otra decisión, eran un sacrificio para el príncipe Andréi. Dejar el ejército cuando había sido ascendido a general y le habían propuesto el cargo de general de guardia, cuando su reputación en el ejército era excelente, era un privación y una renuncia de todo lo anterior, pero tanto más placer le causaba la idea de que renunciaba a todo eso, ¿a causa de qué? A causa de la idea de la que se había reído más de una vez al escucharla de Pierre, de que la guerra es el mal en el que sólo pueden tomar parte las estúpidas armas y no la gente que es capaz de pensar por sí misma. Se sacrificaba de ese modo por la humanidad. Y todo eso se encontraba ya en su ser, pero a causa de la impresión de la gitana, las nueces que había comprado y la cálida y ondulante sombra de las hojas había salido fuera y así sería. Otro sacrifico era adentrarse en las disputas de la vida familiar. Si ella, como la gitana, estuviera allí, eso no sería un sacrificio.
Le aterraba el futuro, pero decidió firmemente pasar por encima de todo. Sobre la vulgaridad de los parientes de Natasha, sobre el disgusto de su padre. Se la imaginaba llorando y coqueteando con Pierre. «No, no puedo, no puedo vivir sin ella», y la gitana de la blusa de cáñamo se relaciona con todas estas decisiones.
En su casa siempre comían unos cuantos oficiales. La conversación trataba sobre la guerra con los franceses. Sobre la reparación de los transportes. Sobre los ascensos. Después de la comida llegó el correo.
—Les felicito, señores.
—Se lo debemos a usted, Excelencia.
—¿Y usted, príncipe?
—Me ascienden a general y me fijan un destino.
—¿Así que nos deja? —dijo el comandante del batallón intentando aparentar tristeza.
—Les dejaría de todos modos —dijo el príncipe Andréi—. Tómese la molestia de mandar el sobre. Disculpen —comenzó a leer la carta. En ella se relataba la historia de la caída de Speranski y todos los planes de constitución y se escribía sobre la guerra prevista para ese mismo año.
«Napoleón se ha acercado al Niemen, la guerra es inminente. ¿Quién la comandará? Pero ahora no es ninguna broma. No puede ser que tomen Moscú. No me puedo imaginar qué sucederá.
»Tiene suerte de estar en el ejército. Y yo nada. No he visto a los Rostov, están en el campo. Yo todavía tengo esperanzas».
Esta carta agitó de tal modo al príncipe Andréi que perdió el aliento. Acaso no iba él a tomar parte en esta guerra que decidiría el destino de la nación y ¿con quién va entrar en esta batalla decisiva, con ese pequeño teniente? No, él estaba por encima de eso. Tenía obligaciones consigo mismo. Fue a Bucarest y se encontró con Kutúzov en un baile anudándole la bota a una joven moldava. Se despidió fríamente y se marchó de permiso, dado que no aceptaron su dimisión.