VIII
El 15 de noviembre partió de Olmütz la unión de los dos ejércitos, en cinco columnas cada una bajo las órdenes de un general, de los que ni uno sólo tenía nombre ruso. Sus nombres eran los siguientes: primera columna: Vimpfen, segunda columna: el conde Langeron, tercera columna: Przebyszewski, cuarta columna: el príncipe Lichtenstein y quinta columna: el príncipe Grenglow. El tiempo era frío y luminoso y la gente marchaba alegremente. A pesar de que nadie, excepto los altos mandos, sabía adonde se dirigía el ejército y por qué razón, todos estaban contentos de entrar en acción después de la inactividad en el campamento de Olmütz.
Las columnas se movían con la música según las órdenes, con las banderas desplegadas. Todo el camino debía transcurrir armoniosamente, como en la revista, y marcando el paso. A las nueve de la mañana, el zar con su séquito adelantó a la guardia y se puso al lado de la columna de Przebyszewski. Los soldados gritaron alegremente «hurra» y durante diez verstas que hicieron los ochenta mil soldados movilizados, se abrieron paso mezclándose artificialmente con las siguientes unidades, el sonido de la marcha del ejército y las canciones de los soldados. Los ayudantes de campo y los guías de las columnas, que iban y venían por los regimientos, tenían una expresión en el rostro de alegre autocomplacencia. El general Weirother, dirigiendo excepcionalmente el movimiento del ejército durante la tarde, dejaba pasar por su lado el ejército, quedándose en un lado del camino con algunos oficiales de la escolta y con el príncipe Dolgorúkov que iba a su lado y tenía el aspecto satisfecho de una persona que desempeña un maniobra con agradecimiento. Preguntaba a los guías de división que pasaban, dónde estaba determinado que pasaran la noche y los testimonios de los guías de división concordaban con los pronósticos que le hacía a Dolgorúkov, que estaba a su lado.
—Fíjese, príncipe —decía él—, los de Novgorod forman en Rauznitz, como yo decía, tras ellos van los Mosqueteros, que forman en Klauzebitz —comprobaba su libreta de anotaciones—, después los de Pavlograd, después la guardia que va por el camino principal. Estupendo. Maravilloso. No veo —dijo él, recordando una réplica que le había hecho un anciano general ruso—, no veo por qué suponen que los ejércitos rusos no pueden hacer tan bien las maniobras como los austríacos. Vea, príncipe, lo firme y precisamente que se mantiene la disposición, si la disposición es sólida…
El príncipe Dolgorúkov escuchaba sin mucha atención al general austríaco; le ocupaba la duda de si era o no era posible y si lo era, cómo atacar al regimiento francés, contra el que topaba el ejército ruso esa misma tarde frente a la pequeña ciudad de Wischau.
Le hizo esta pregunta al general Weirother. Weirother dijo:
—Esta cuestión sólo puede resolverla la voluntad de Su Majestad. Por lo demás es muy posible.
—No podemos dejar ante nuestras narices a este regimiento francés —dijo Dolgorúkov y con estas palabras fue hacia el cuartel de los emperadores. En el Estado Mayor de los emperadores ya se encontraba el explorador de la avanzadilla, enviado por el príncipe Bagratión, que comunicaba que el regimiento francés no era muy poderoso y carecía de refuerzos.
Media hora después de que llegara el príncipe Dolgorúkov se había decidido atacar a los franceses al amanecer del día siguiente y con ello ignorar la llegada del emperador Alejandro al ejército y su primera campaña.
El príncipe Dolgorúkov debía tomar parte en esta acción comandando la caballería.
El emperador Alejandro se resignó con un suspiro a la propuesta de sus allegados y decidió quedarse en la tercera columna.