XXX

En el año 1807 la vida en Lysye Gory había cambiado poco. Lo único que había variado es que en las habitaciones que ocupara de la difunta princesa estaba ahora el cuarto para el niño y allí vivían el pequeño príncipe, mademoiselle Bourienne y la niñera inglesa. La princesa ya no recibía sus lecciones de matemáticas y sólo iba a saludar a su padre por las mañanas, cuando él estaba en casa. El anciano príncipe había sido nombrado uno de los ocho comandantes en jefe de la milicia que se había establecido en toda Rusia. El anciano príncipe se había recuperado de tal modo tras el regreso de su hijo que no se había considerado con derecho a renunciar al deber para el que le había designado el propio emperador. Seguía igual, pero en los últimos tiempos, con más frecuencia por las mañanas, antes de desayunar y también antes de la comida tenía accesos de rabia, durante los que resultaba terrible para sus subordinados e insoportable para los miembros de su casa.

En el cementerio se levantaba un nuevo monumento sobre la tumba de la princesa, una capilla con una estatua de mármol de un ángel llorando. El anciano príncipe pasó a ver una vez esa capilla y sonándose enfadado se alejó de allí. Al príncipe Andréi tampoco le gustaba mirar ese monumento, probablemente le parecía, lo mismo que a su padre, que el rostro del ángel se parecía al de la princesa y ese rostro también decía: «Ah, ¡qué habéis hecho conmigo! Yo os di todo lo que pude y ¿qué habéis hecho vosotros conmigo?». Solamente la princesa María encontraba placer en ir a la capilla y lo hacía con frecuencia e intentando transmitir sus sentimientos al niño, llevaba consigo a su pequeño sobrino y le asustaba con sus lágrimas.

El anciano príncipe acababa de regresar de una ciudad de provincias donde había tenido que resolver ciertos asuntos militares y como de costumbre le sucedía, la actividad le había revitalizado. Llegó contento y se alegró particularmente de la llegada de su hijo con un invitado al que aún no conocía personalmente, pero sí por su padre, del que había sido amigo. El príncipe Andréi llevó a Pierre al despacho con su padre y después fue a las habitaciones de la princesa María y a ver a su hijo. Cuando regresó, el anciano y Pierre discutían y por los animados viejos ojos de su padre y por sus gritos, Andréi advirtió con placer que Pierre le había caído bien. Discutían, como era de esperar, sobre Bonaparte, sobre el que el príncipe Nikolai Andreevich parecía examinar a cada forastero que llegaba. El anciano no podía digerir la gloria de Bonaparte e insistía en que era un mal táctico. Pierre, aunque había cambiado en mucho su manera de ver al que había sido su héroe, aún le consideraba un hombre genial aunque le acusaba de haber traicionado los ideales revolucionarios. El anciano no entendía en absoluto ese punto de vista. Juzgaba a Bonaparte sólo como jefe militar:

—¿Y qué, en tu opinión ha actuado inteligentemente ahora situándose de espaldas al mar? —decía el anciano—. Si no fuera por Kusgeren (así llamaba él a Buchsgevden) se encontraría en una terrible situación.

—Ahí reside su fuerza —objetaba Pierre—, en que él desprecia la tradición bélica y todo lo hace a su modo.

—Sí, a su modo, y en Austerlitz se apostó entre dos fuegos…

Pero en este instante entró el príncipe Andréi y el anciano guardó silencio. Nunca hablaba de Austerlitz delante de su hijo.

—Siempre hablando de Bonaparte —dijo el príncipe Andréi con una sonrisa.

—Sí —respondió Pierre—, recuerde cómo le veíamos hace dos años.

—Sin embargo ahora —dijo el príncipe Andréi—, ahora para mí está claro que toda la fuerza de este hombre reside en el desprecio a las ideas y en la mentira. Sólo hace falta convencer a todos de que nosotros siempre vencemos y triunfaremos.

—Andréi, cuéntanos lo de la charca de Arcola —dijo el anciano echándose a reír antes de que empezara.

Este relato lo había escuchado el anciano cientos de veces y siempre le obligaba a repetirlo. El relato consistía en los detalles de la toma del puente de Arcola en el año 1804, que el príncipe Andréi, estando preso, había conocido a través de un testigo de los hechos, un oficial francés. En aquel tiempo era conocida por todos y glorificada la supuesta hazaña de Bonaparte siendo aún comandante en jefe, en el puente de Arcola. Narraban, publicaban e inmortalizaban en cuadros cómo el ejército francés se había quedado rezagado en el puente, recibiendo disparos de metralla. Bonaparte tomó la bandera y se lanzó a avanzar por el puente y siguiendo su ejemplo las tropas avanzaron y tomaron el puente. El testigo le dijo a Andréi que nada de eso había sucedido. Era cierto que el ejército estaba detenido en el puente y que unas cuantas veces al serles ordenado que avanzaran salieron corriendo, es verdad que el mismo Bonaparte se acercó y bajó del caballo para observar el puente. En el instante en el que se bajó del caballo y sin encontrarse precisamente al frente del ejército, las tropas que habían avanzado echaron a correr hacia atrás, en ese mismo instante le hicieron caer patas arriba y al intentar librarse de ser aplastado, cayó en una zanja llena de agua, donde se ensució y se caló y de la que le sacaron con dificultad, le sentaron en un caballo ajeno y le llevaron a que se secara. Y además el puente no se tomó ese día sino al día siguiente, disponiendo las baterías que habían destrozado a los austríacos.

—Así es como se gana la gloria entre los franceses —decía el anciano riéndose con su desagradable risa—, y ordenó escribir en los boletines que había corrido al puente con la bandera.

—Sí, él no necesita esa gloria, su mejor gloria es haber aplacado el terror.

—Ja, ja, ja, el terror… Bueno, que así sea. —El anciano se levantó—. Bueno, hermano —dijo dirigiéndose a Andréi—, es excelente tu amigo, le he cogido cariño. Consigue que me sulfure. Otros dicen cosas inteligentes y no apetece escucharles, y él no dice más que tonterías y sin embargo me incita a la discusión. Con él me acuerdo del pasado, de cuando estuve en Crimea con su padre. Bueno, iros. Puede ser que vaya a cenar. Seguiremos discutiendo. Vete, amigo mío. Te gustará la boba de mi hija la princesa María.

El príncipe Andréi llevó a Pierre a ver a la princesa María, pero ella no les esperaba tan pronto y estaba en su habitación con sus huéspedes favoritos.

—Vamos, vamos a verla —dijo el príncipe Andréi—, ella está ahora escondida con sus gentes de Dios[36], seguro que se sentirá avergonzada, pero se lo tiene merecido y así tú verás a las gentes de Dios. Te aseguro que es muy curioso.

—¿Qué es eso de las gentes de Dios? —preguntó Pierre.

—Ahora lo verás.

Efectivamente, la princesa María se avergonzó y en su rostro aparecieron manchas rojas cuando entraron en su habitación. En el diván de su acogedora habitación con lámparas que ardían ante los iconos estaba sentado a su lado un joven con una larga nariz y largos cabellos, con un hábito de monje. En un sillón cercano estaba sentada una anciana con un pañuelo negro sobre la cabeza y los hombros.

—Andréi, ¿por qué no me has avisado? —dijo ella con cariñoso reproche, poniéndose delante de sus peregrinos como una gallina clueca frente a un halcón—. Me alegro de verle. Me alegro mucho —le dijo a Pierre mientras que él besaba su mano. Le conocía de pequeño y además, su amistad con Andréi, la desgracia de su esposa y sobre todo su rostro bondadoso y tímido le predisponían a su favor. Le miraba con sus bellos y luminosos ojos y parecía decir: «Le quiero mucho, pero por favor, no se ría de los míos».

—Ah, Ivánushka está de nuevo aquí —dijo Andréi señalando con una sonrisa al joven peregrino, mientras su hermana hablaba con Pierre.

—¡Andréi! —dijo con voz suplicante la princesa María.

—Tú ya sabes cómo son las mujeres —dijo Andréi a Pierre.

—Andréi, por el amor de Dios —repitió la princesa María.

Era evidente que la actitud burlona frente a los peregrinos y la inútil defensa que de ellos hacía la princesa María era algo acostumbrado en sus relaciones.

—Pero, amiga mía —dijo el príncipe Andréi—, deberías estarme agradecida por aclararle a Pierre tu intimidad con este joven.

—¿De verdad? —dijo Pierre en serio (cosa por la que la princesa María le estuvo muy agradecida) mirando a través de las gafas al rostro de Ivánushka, que comprendiendo que se hablaba de él les observaba con ojos astutos.

La princesa María se inquietaba totalmente en vano por los suyos. Ellos no se azaraban en absoluto. La anciana hablaba con el príncipe Andréi con la voz rítmica que utilizaba cuando hablaba de cosas santas. El afeminado Ivánushka, intentando hablar con voz grave bebía té y sin turbarse, respondía al príncipe Andréi.

—¿Así que ha estado en Kíev? —le preguntó el príncipe Andréi a la anciana.

—Sí que he estado, padrecito, el padre Amfiloji me bendijo. Está muy debilitado, madrecita —dijo dirigiéndose a la princesa María—. Parece que va a ser salvado en este mundo. Está delgadísimo, pero cuando te acercas a que te bendiga las manos le huelen a incienso. Fui a la cueva. Ahora se puede entrar libremente a las cuevas. Los monjes me conocen. Me dieron la llave y entré y me postré ante los santos, les recé a todos, doy gracias a Dios por ello.

Todos guardaban silencio, la única que hablaba con voz rítmica y tranquila era la peregrina.

—¿Y dónde más has estado? —preguntó el príncipe Andréi—. ¿Has ido a ver a la Virgen?

—Ya basta, Andréi —dijo la princesa María—. No se lo cuentes, Pelaguéiushka.

—¿Y por qué no se lo voy a contar, madrecita? Tú piensas que se burlará. Pero no, él es bueno, piadoso, es mi bienhechor, me dio diez rublos, lo recuerdo. Estuve en Kaliazin. En Kaliazin, madrecita, la Santísima Madre de Dios se ha revelado y parece como si estuvieras viendo una imagen milagrosa. Y el milagro, padrecito, es que le mana crisma de las mejillas.

—Bueno, está bien, está bien, luego lo cuentas —dijo la princesa María ruborizándose.

—Permítame preguntarle —dijo Pierre—. ¿Cómo que crisma?

—Mana de las mejillas de la Virgen, padrecito, y es perfumado.

—¿Y usted cree en eso? —dijo Pierre.

—¿Por qué no voy a creerlo? —dijo asustada la peregrina.

—Porque es un engaño.

—¡Ah, padrecito, qué dice! —dijo horrorizada Pelaguéiushka, volviéndose hacia la princesa María en busca de ayuda.

—¿Qué sucede? Él está diciendo la verdad —dijo el príncipe Andréi.

—Señor mío Jesucristo —dijo la peregrina anciana—, también tú. Ay, no hables así, padrecito. Uno que no creía en Dios dijo: «Los monjes engañan», y según lo dijo se quedó ciego. Y soñó que se le aparecía la Santísima Madre de Dios y le decía: «Cree en mí y te curaré». Entonces él empezó a pedir: llevadme con ella. Te lo digo de verdad porque yo misma lo vi. Le llevaron al ciego a ver a la Virgen y él se arrojó a sus pies diciendo: «Cúrame y te daré todo lo que el zar me ha concedido». Yo misma lo vi, había una estrella engastada en la Virgen. ¡Y él recobró la vista! —dijo ella dirigiéndose a la princesa María.

La princesa María enrojeció. Ivánushka, con sus luminosos ojos, miraba a todos de reojo.

El príncipe Andréi no pudo evitar burlarse, le gustaba y estaba acostumbrado a irritar a su hermana.

—Es decir, que ascendieron a la Virgen a general.

—Padrecito, padrecito, no blasfemes, recuerda que tienes un hijo —dijo de pronto rabiosa y asustada la peregrina, completamente colorada mirando a la princesa María—. Es un pecado que digas esas cosas. Dios te perdonará. —Ella se santiguó—. Señor, perdónale. Madrecita, ¿qué es esto? —se levantó y al borde del llanto comenzó a recoger su hatillo. Era evidente que le resultaba doloroso y terrible lo que le habían dicho y que sentía vergüenza de haber recibido favores en una casa en la que se podían oír tales cosas. Entonces no le hizo falta a la princesa María pedirle a Andréi que se reportara. Tanto el propio Andréi como particularmente Pierre trataron de tranquilizar a la peregrina y de convencerla de que ninguno de los dos pensaba así y que esos comentarios se les habían escapado. La peregrina se tranquilizó y después estuvo durante largo rato narrándoles la felicidad que se experimentaba al caminar en soledad por las cuevas, sobre la bendición del padre Amfiloji, etcétera. Después entonó un canto.

La princesa María, permitiéndoles que se quedaran a pasar la noche, se llevó a su hermano y a la visita a tomar el té.

—Ya ve, conde —decía la princesa María—, Andréi no quiere acordar conmigo que la peregrinación es una gran hazaña. Dejarlo todo, todas las relaciones, las alegrías de la vida y partir, viviendo sólo de limosnas, recorrer el mundo y rezar por todos, por los bienhechores y por los enemigos.

—Sí —decía el príncipe Andréi—, si tú hicieras algo así para ti sería una ofrenda, pero para ellos es una carrera.

—No, tú no lo comprendes. Tienes que escuchar lo que dicen.

—Lo he escuchado y sólo oigo ignorancia, error y el anhelo de vagabundear, y sin embargo tú escuchas lo que quieres escuchar y lo que tienes en el alma.

—No, yo estoy de acuerdo con la princesa —decía Pierre—. Lo único que me apena es la superstición.

—Oh, tú vas a estar en todo de acuerdo con la princesa María, sois idénticos.

—Eso me enorgullece mucho.

Cuando Pierre partió y todos los miembros de la familia se sentaron juntos, como siempre ocurre, excepto Bourienne, todos comenzaron a hablar de él y como raramente sucede, todos dijeron cosas buenas. Incluso Mijaíl Ivánovich le alababa con frecuencia, sabiendo que con eso le daba una satisfacción al anciano príncipe. La princesa María preguntaba con frecuencia por él y le pedía a Andréi que le escribiera con más frecuencia. Andréi rara vez hablaba de él, pero su visita había marcado época. Todos los sueños de Pierre de los que prácticamente se había burlado y que le había rebatido al conversar con él, todas esas hipótesis, comenzó el príncipe Andréi a llevarlas a cabo en sus propiedades sin decírselo a nadie. En Boguchárovo se levantó un ala para hacer un hospital, se llamó a un sacerdote y se le pagó para que enseñara a los niños, se disminuyó la angaria y se envió una solicitud para la manumisión de los campesinos.

Era el día 26 de febrero. El cochero que había llevado al anciano príncipe al volver de la ciudad trajo documentos y cartas para el príncipe Andréi. El ayudante de cámara, al no encontrarle en el despacho, fue hacia las habitaciones de la princesa María, pero tampoco allí le encontró y le dijeron que fuera al cuarto del niño.

—Perdone, Excelencia, Petrushka ha traído documentos —dijo una de las doncellas ayudantes de la niñera dirigiéndose al príncipe Andréi que estaba sentado en una pequeña silla de la habitación del niño y con manos temblorosas y el ceño fruncido vertía en medio vaso de agua unas gotas de un frasco de medicina, de pronto lo tiró enfadado al suelo y pidió otro porque había echado más gotas de la cuenta.

—Amigo mío —decía la princesa María desde la cuna junto a la que se encontraba—, es mejor esperar a después…

—Ah, haz el favor, siempre estás diciendo tonterías, siempre quieres esperar, mira a lo que nos lleva esperar —gruño él queriendo evidentemente herir a su hermana.

—Amigo mío, es mejor no despertarle, está durmiendo.

El príncipe Andréi se acercó indeciso de puntillas con el vaso.

—Quizá tengas razón en lo de no despertarle —dijo él. La princesa María le señaló a la doncella que le llamaba. El príncipe Andréi salió rezongando «que se los lleve el diablo» y arrebatando de la mano que le alargaba los sobres y las cartas de su padre volvió a la habitación del niño. El anciano príncipe había escrito lo siguiente en un papel azul con sus trazos grandes y alargados utilizando de vez en cuando signos de abreviación: «Acabo de recibir a través del correo una noticia muy alegre si no es falsa. Parece que Bennigsen ha logrado una victoria completa sobre Bonaparte en Pultusk. En San Petersburgo todo el mundo lo está celebrando y se han mandado al ejército innumerables condecoraciones. A pesar de que es un alemán le felicito. No entiendo qué es lo que hace el jefe de Korchev, un tal conde Rostov, hasta el momento no ha enviado ni contingentes adicionales de soldados, ni provisiones. Ve inmediatamente y dile que le cortaré la cabeza si no lo tiene todo preparado en una semana. Acabo de recibir una carta de Pétenka, dice que todo es verdad. Cuando no se mete el que no debe meterse, hasta un alemán puede vencer a Bonaparte. Dicen que ha huido bastante diezmado».

La recepción de esta carta que en otro momento inmediatamente después de leerla y de haber comprendido su contenido hubiera resultado un duro golpe para el príncipe Andréi, consistente en que, uno, el destino continuaba burlándose de él, disponiéndolo de tal modo que Napoleón fuera vencido ahora que él estaba en su casa, avergonzándose inútilmente de la deshonra de Austerlitz, y dos, que su padre le exigía partir inmediatamente a Korchev a ver a un tal Rostov, sin embargo le dejó completamente indiferente hacia ambos asuntos.

«Que el diablo se lleve a todos los Pultusk, los Bonapartes y las condecoraciones —pensó acerca de lo primero—. No, disculpe, pero no voy a partir mientras Nikólenka se encuentre en este estado», pensó de lo segundo, y con la carta abierta en la mano y de puntillas volvió hacia el cuarto del niño buscando con la mirada a su hermana.

Era la segunda noche que no dormía cuidando del pequeño que ardía en fiebre. Durante esas veinticuatro horas, sin fiarse del médico de la casa y esperando al que habían mandado a llamar a la ciudad, probaron un remedio detrás de otro. Agotados por la falta de sueño y por la inquietud, se hacían mutuamente reproches y discutían. En el instante en el que de nuevo entró el príncipe Andréi con la carta en la mano vio que la niñera ocultaba algo de su vista con rostro asustado y que la princesa no estaba junto a la cuna.

—Amigo mío —escuchó detrás de él el susurro de la princesa María, que a él le pareció desesperado. Y como sucede en los momentos de terrible incertidumbre se apoderó de él un inmotivado temor. Todo lo que veía y oía le parecía un confirmación de sus temores.

«Todo ha acabado, ha muerto», pensó él. El corazón se le desgarró y un sudor frío surgió en su frente. Se acercó a la cuna aturdido, convencido de que la encontraría vacía, pero el lindo y sonrosado niño, murmurando en sueños, estaba tumbado en ella. El príncipe Andréi se agachó y como le había enseñado su hermana probó con los labios si el niño tenía fiebre. La delicada frente estaba húmeda, él le tocó con la mano, incluso los cabellos estaban mojados. Una sombra se divisó a su lado bajo las cortinas de la cama. El príncipe no miró sin caber en sí de la felicidad de mirar al rostro del niño y escuchar su rítmica respiración. La sombra era la princesa María, que se había acercado con pasos inaudibles a la cuna, había levantado la cortina y la había dejado caer tras de sí. Bajo la cortina de muselina había una penumbra mate y los tres parecían encontrarse aislados del mundo.

—Está sudando —dijo el príncipe Andréi.

—He ido a buscarte para decírtelo.

El príncipe Andréi miró a su hermana con sus bondadosos ojos y sonrió con aire culpable. Los luminosos ojos de la princesa María brillaban más que de costumbre a causa de las lágrimas de felicidad que había en ellos. Despacio para no despertar al niño, se cogieron de la mano y la torpe princesa María con este gesto enganchó levemente la manta de la cuna. Se riñeron el uno al otro, permaneciendo aún de pie en esa luz mate de la cortina como si lamentaran despedirse de ese mundo apartado, limpio y lleno de tanto amor y, finalmente, enganchándose el cabello y suspirando salieron y cerraron tras ellos las cortinas.

Al día siguiente el niño estaba completamente recuperado y el príncipe Andréi partió para Korchev para cumplir el encargo de su padre.

Guerra y paz
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