XXXII

El emperador vivía en Bartenstein. El ejército se encontraba en Friedland.

El regimiento de Pavlograd que se encontraba entre esa porción del ejército que estaba de campaña en el año 1805, y que siendo completado en Rusia se había retrasado para las primeras acciones, se encontraba entonces acampado en una aldea polaca devastada. Denísov, a pesar de su conocido valor, no era uno de esos oficiales que hacen progresos en el ejército; seguía comandando el mismo escuadrón de húsares, que, a pesar de que más de la mitad no eran los mismos, igual que antes no le temían sino que sentían por él una ternura infantil.

Nikolai, aunque era teniente, seguía siendo un oficial subalterno, del escuadrón de Denísov.

Cuando Nikolai volvió en coche de posta de Rusia y encontró a Denísov con su caftán de campaña, con su pipa de campaña en una habitación llena de objetos desparramados y tal como antes, sucio, barbudo y alegre, en absoluto repeinado como le había visto en Moscú y ambos se abrazaron, los dos comprendieron que el amor que se procesaban era de verdad. Denísov preguntó por todos los miembros de la casa y en especial por Natasha. No ocultó frente a Nikolai lo mucho que le gustaba su hermana. Decía directamente que estaba enamorado de ella, pero en ese momento añadía (dado que no había nada oscuro en Denísov):

—Pero no es para mí, que soy un viejo perro apestoso, ese encanto no puede ser mío. Mi tarea es asestar sablazos y beber. Pero la quiero, la quiero y siempre será así y nunca tendrá un caballero más fiel, hasta que yo no muera. Por ella soy capaz de matar a cualquiera y de arrojarme al agua o al fuego.

Nikolai decía sonriendo:

—No hay ninguna razón para ello. Ella te quiere.

—No te burles en mi cara. Espera, hermano, escucha. Vivo aquí solo y me aburro. Mira qué versos le he compuesto.

Y él leyó:

Hechicera, dime qué fuerza

me empuja hacia las abandonadas cuerdas,

¿qué fuego has encendido en mi corazón?,

¿qué entusiasmo se derrama por mi pecho?

Puede que hace tiempo yo, arrasado, desolado,

en una cruel tristeza desfalleciendo en secreto,

puede que hace tiempo hacia ti insensible y frío,

tu limpio don rechazara con desprecio.

Mas de pronto todo un mundo mágico de ilusión

se me abrió en los más seductores sueños,

me produjo sed de canciones,

e inflamó el fuego en las cuerdas de la felicidad.

En los ardientes nervios nacen las ideas,

y los pensamientos me envuelven como un enjambre de abejas,

surgen… desaparecen… de pronto de nuevo se agolpan.

Olvidado de todo… el sueño, el alimento y el descanso.

Hierve la sangre en los arrebatos de inspiración.

¡Y canto entusiasmado noche y día!

No hay fuerza que pueda deshacer el encantamiento,

¡ellas queman todo mi interior!

Sálvame, apiádate de mí,

calma el dolor de mis terribles sentimientos,

¡no, no, hechicera, no creas la plegaria!

¡Permíteme morir a tus pies!

Nikolai, avergonzado por sus actos, llegó agradecido al escuadrón con la intención de ser un buen soldado, guerrear, no pedir ni un solo kopek a sus padres y expiar su culpa. En ese estado de ánimo sintió más vivamente su amistad con Denísov y todo el encanto de la solitaria, serena y monacal vida del escuadrón, de su forzada ociosidad, a pesar de las cartas y el vodka y se sumergió en ella con gusto.

Era el mes de abril, el tiempo del deshielo, había barro, hacía frío, los ríos se deshelaban y los caminos desaparecían, durante algunos días no recibieron aprovisionamiento. Se enviaron soldados a pedir patatas a los habitantes de la zona, pero no había ni patatas ni habitantes. Todo estaba abandonado y todos habían huido. Los mismos habitantes que no lo habían hecho estaban en una situación miserable y o bien era imposible quitarles ya nada o bien hasta los soldados menos compasivos no tenían el valor de hacerlo. El regimiento de Pavlograd apenas si había entrado en combate, pero la sola hambre le había reducido a la mitad. La muerte en los hospitales era cosa tan segura que los soldados enfermos de calentura y de hidropesía a causa de la mala alimentación preferían continuar en el servicio, arrastrando a duras penas las piernas. Al principio de la primavera los soldados encontraron una raíz que emergía de la tierra que por alguna razón llamaron «raíz dulce de Mashka» y se diseminaron por praderas y campos, buscando la raíz dulce (que era muy amarga), la desenterraban con los sables y se la comían a pesar de la orden de no hacerlo. Los soldados comenzaron a sufrir hinchazón de pies, manos y cara y se atribuyó a esa raíz. Pero a pesar de la prohibición seguían comiendo la raíz porque ya llevaban dos semanas prometiéndoles abastecimiento y solamente les daban una libra[38] de galletas por persona. Los caballos llevaban también dos semanas alimentándose de las techumbres de las casas y ya se habían acabado con toda la paja en tres millas a la redonda. Los caballos estaban en los huesos y aún cubiertos de jirones del pelaje invernal. Denísov, que había ganado en el juego, gastó más de mil rublos de su dinero para pienso y Rostov le prestó todo lo que tenía, pero no había donde comprar.

Pero a pesar de la terrible pobreza los soldados y los oficiales vivían igual que siempre: formaban en filas, hacían la limpieza y limpiaban los pertrechos, incluso hacían la instrucción, por las noches contaban fábulas y jugaban a las tabas. Los húsares que iban habitualmente elegantes y a la moda deslucieron bastante y los rostros de todos estaban más amarillentos y con los pómulos más salientes que de costumbre. Los oficiales seguían reuniéndose, bebiendo en ocasiones y jugando con mucha frecuencia y a lo grande y por lo tanto el dinero gastado del aprovisionamiento que no podía ser comprado era también mucho. Todos estaban en el juego.

—Bueno, hermano —gritó Denísov a Rostov una noche después de que llegara de ver al comandante del regimiento al que había ido a solicitar órdenes—. Voy a coger dos secciones y a capturar un convoy de provisiones. Que el diablo me lleve si permito que mis hombres mueran como perros. —Dio la orden al sargento de caballería de ensillar y se bajó del caballo.

—¿Qué convoy? ¿Uno enemigo? —preguntó Rostov, levantándose de la cama en la que estaba tumbado, solo y aburrido en la habitación.

—¡Uno nuestro! —gritó Denísov, con el mismo acaloramiento con el que había hablado con el comandante del regimiento.

—Voy, me encuentro un convoy y pienso que es para nosotros y voy a preguntar al administrador por nuestras galletas. Me vuelven a decir que no hay, que ése se lo llevan a los de infantería. Que espere un día más, que escriba una solicitud. He escrito ya siete, y seguimos sin tener provisiones. Cogeré el primero que me encuentre. No permitiré que mis hombres se mueran de hambre —decía Denísov—. Quien quiera, que me juzgue.

Sin abandonar ese estado de irritación en el que se encontraba, Denísov se sentó en el caballo y partió. Los soldados sabían hacia dónde se dirigían y aprobaban en gran medida las órdenes de su jefe, estaban alegres y bromeaban entre sí y sobre los caballos que tropezaban y caían. Denísov miró a los soldados y se volvió.

—Tienen un aspecto infame —dijo él y siguió al trote por el camino por el que debía pasar el convoy. No todos los caballos podían trotar; algunos caían de rodillas, pero sacaban sus últimas fuerzas para no perderse de los suyos. Alcanzaron el convoy, los soldados del mismo intentaron oponerse, pero Denísov golpeó en el hombro a un viejo sargento de caballería y se llevó el convoy. Media hora después dos oficiales de infantería, un ayudante de campo y el encargado de alojamiento del regimiento cabalgaron hasta allí para pedir una explicación. Denísov no les dijo ni una palabra y únicamente gritó a sus soldados:

—¡Vamos!

—Responderá de esto, capitán; esto es un escándalo, un saqueo, nuestros hombres hace dos días que no comen. Esto es pillaje. Responderá de ello, señor mío —y bamboleándose en el caballo, como se bambolean todos los oficiales de infantería al montar, se alejó.

—¡Va como un perro por una valla! —le gritó Denísov como buen oficial de caballería burlándose del modo de montar del de infantería y haciendo reír a todo el escuadrón.

Repartieron abundantemente las galletas entre los soldados e incluso las compartieron con otros escuadrones, y el comandante del regimiento al conocer toda la historia, repetía, tapándose los ojos con las manos abiertas:

—Haré la vista gorda ante esto, pero ni respondo de ello ni sé nada.

Sin embargo al día siguiente, tras haber recibido una queja del comandante de infantería, llamó a Denísov y le aconsejó que fuera al Estado Mayor y que allí al menos acusara recibo en el departamento de aprovisionamiento y que dijera que había recibido unas provisiones que estaban registradas para el regimiento de infantería. Denísov partió y volvió furioso, colorado y con tal congestión que resultó indispensable hacerle inmediatamente una sangría; un plato lleno de sangre negra salió de su brazo peludo y sólo entonces se encontró en situación de contar lo que le había sucedido. Pero cuando llegaba al momento culminante de la historia, se acaloraba de tal modo que la sangre le manaba del brazo y fue necesario vendárselo.

—Llego. ¿Y piensas que son tan pobres como nosotros? ¡Qué va! Miro a los judíos de aprovisionamiento, todos limpitos, planchaditos y alegres. Bueno, ¿dónde está vuestro jefe? Me lo dijeron. Esperé durante un buen rato. Esto ya me irritó bastante. Les imprequé a todos y les mandé que me anunciaran. Estoy de servicio y he cabalgado treinta verstas. Bien, llega el ladrón en jefe: Vaya a ver al comisario, regístrese allí y su asunto será presentado al alto mando.

—Usted a mí no me tiene que dar lecciones, padrecito, y será mejor que no me hagan esperar tres horas.

Le insulté y me fui. Fui de un funcionario a otro y a otro, me hacían pasar de uno a otro y todos eran unos petimetres, te digo que ya me estaba poniendo furioso. Llego a ver a un consignatario. Me lo encuentro comiendo y veo que le llevan cerveza y pavo. Y pienso, a éste no le voy a esperar. Entro y a quién te crees que me encuentro (en ese momento se soltó la venda y salpicó la sangre). ¡Telianin!

—¡Así que eres tú quien nos mata de hambre! ¡Y le di, zas, zas, en toda la jeta! ¡Ah… (dijo una palabrota)! Si no me lo quitan le habría matado… ¿Bonito, eh?

—Pero por qué gritas, tranquilízate —decía Rostov—. Va a haber que sangrarte de nuevo.

En la batalla de Friedland dos escuadrones de Pavlograd, que comandaba Denísov, fueron situados en el flanco izquierdo, cubiertos por la artillería, como les había dicho por la mañana el comandante del regimiento. Desde el comienzo de la batalla se abrió un fuego muy intenso sobre los húsares. Las filas caían una tras otra y nadie les dio orden de retirarse o de cambiar la posición. Denísov, aunque estaba igual de repeinado y de perfumado para la batalla que siempre, estaba triste y daba enfadado las órdenes para la retirada de los muertos y heridos. Al ver no muy lejos a un general que se acercaba cabalgó hasta él y le explicó que estaban aniquilando a toda la división sin que esto supusiera ningún beneficio para nadie. Los caballos estaban tan débiles que no podían cabalgar al ataque y aunque esto hubiera sido posible, la zona era intransitable y no había ninguna necesidad de formar bajo las balas, cuando se podía seguir adelante. El general sin terminar de escucharle se dio la vuelta y se alejó.

—Diríjase al general Dójturov, yo no soy el superior. —Denísov buscó a Dójturov. Éste le dijo que el superior era un tercer general y este tercero le dijo que el superior era el primero.

«Que el diablo les lleve», pensó Denísov y regresó cabalgando. A Kirsten ya le habían matado y el oficial superior era Rostov. Ya había tantas bajas que la gente se mezclaba y abandonaban las posiciones. Denísov consideró que era su deber reagrupar a sus hombres. Pero en ese momento la infantería tropezó con ellos y se lo impidió.

—No merecía la pena perder la mitad del escuadrón. ¡Demonio! —dijo él, pero en ese instante le alcanzó metralla en la espalda y le hizo caer sin sentido del caballo. Rostov ya estaba acostumbrado a soportar la sensación de terror que siempre se le repetía en la batalla, igual que sabía esmerarse en reunir al batallón en la huida y después correr como fuera.

Guerra y paz
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