X

Perseguido por el ejército francés constituido de centenares de miles de soldados bajo el mando de Bonaparte y encontrándose con la actitud hostil de los habitantes de la zona, sin confiar ya en sus aliados y padeciendo falta de víveres, obligado a actuar alejándose de todas las condiciones previstas para la guerra, el ejército ruso compuesto por treinta y cinco mil hombres bajo el mando de Kutúzov descendía apresuradamente por el Danubio, deteniéndose cuando le alcanzaba el enemigo y defendiéndose con acciones de retaguardia, lo necesario para poder retroceder sin perder su cargamento. Hubo acciones en Lambach, Amstetten y Melk, pero a pesar de la valentía y la resistencia, reconocida por los propios franceses, con la que peleaban los rusos, la consecuencia de estas acciones era sólo una retirada aún más rápida. Las tropas austríacas, que habían logrado escapar de la capitulación de Ulm y unirse con Kutúzov en Braunau, se habían separado ahora del ejército ruso y a Kutúzov sólo le quedaban sus débiles y extenuadas fuerzas. No se podía siquiera pensar en seguir defendiendo Viena. En lugar del plan ofensivo, hondamente urdido bajo las reglas de la nueva disciplina de estrategia militar que fue transmitido a Kutúzov por el Consejo Superior de Guerra austríaco durante su estancia en Viena, el único objetivo, casi inalcanzable, que se le presentaba ahora a Kutúzov consistía en, sin perder el ejército, como Mack en Ulm, unirse con las tropas provenientes de Rusia.

El 28 de octubre, Kutúzov pasó con su ejército a la orilla izquierda del Danubio y se detuvo por primera vez situando el Danubio entre sus tropas y las principales fuerzas francesas. El día 30 atacaba la división Mortier que se encontraba en la orilla izquierda del Danubio y la derrotaba. En esta acción por primera vez se consiguieron trofeos: banderas, cañones y dos generales enemigos. Por primera vez, después de dos semanas de retirada, las tropas rusas se detenían y después de la lucha no sólo mantenían su posición sino que expulsaban a los franceses. A pesar de que las tropas estaban mal vestidas, exhaustas, reducidas a una tercera parte a causa de los rezagados, los heridos, los muertos y los enfermos; a pesar de que se había dejado en la otra orilla del Danubio a heridos y enfermos con una carta de Kutúzov que los encomendaba a la humanidad del enemigo; a pesar de que la mayoría de los hospitales y de las casas en Krems, transformadas en hospitales, no podían albergar a más enfermos y heridos, a pesar de todo esto, la parada en Krems y la victoria sobre Mortier levantaron sustancialmente la moral de las tropas. Por todo el ejército y hasta en el cuartel general corrían los rumores más alegres, aunque inciertos, sobre el ficticio acercamiento de columnas de Rusia, sobre alguna victoria conquistada por los austríacos y sobre la retirada de un asustado Bonaparte.

El príncipe Andréi se encontraba durante la batalla junto al general austríaco Schmidt, muerto en esta acción. Su caballo había sido herido y a él una bala le había rozado el brazo. Como una especial gracia del comandante en jefe fue mandado a informar de la noticia de esta victoria a la corte austríaca, que ya no se encontraba en Viena, amenazada por el ejército francés, sino en Brünn. La noche de la batalla, agitado, pero no cansado (a pesar de su aspecto débil, el príncipe Andréi podía soportar el cansancio físico mucho mejor que los más fuertes soldados), habiendo llevado a caballo el informe de Dójturov para Kutúzov que se encontraba en Krems, el príncipe Andréi fue enviado esa misma noche como correo a Brünn. El ser designado correo, aparte de las condecoraciones, significaba un importante paso para el ascenso. Habiendo recibido el despacho, la carta y los recados de los compañeros, el príncipe Andréi de noche, a la luz de los faroles, salió al porche y se sentó en la carretela.

—Bueno, hermano —dijo Nesvitski, saliendo con él y abrazándole—, lo primero es que salude de mi parte a María Teresa.

—Como hombre de honor te digo —respondió el príncipe Andréi—, que si no me dieran nada me daría igual. Soy tan feliz, tan feliz… de poder llevar tales noticias… de lo que yo mismo he visto… tú me comprendes.

Esa estimulante sensación de peligro y de conciencia del propio valor que experimentara el príncipe Andréi durante la batalla estaba reforzada por la noche sin dormir y por el encargo de viajar a la corte austríaca. Era otro hombre, animado y afable.

—Bueno, que Dios te acompañe…

—Adiós, alma mía. Adiós, Kozlovski.

—Besa de mi parte la linda mano de la baronesa Zaifer. Y trae una botellita de Cordial si te queda sitio —dijo Nesvitski.

—La traeré y la besaré.

—Adiós.

Chasqueó el látigo y la carretela se lanzó al galope por el oscuro y embarrado camino al lado de las hogueras del ejército. La noche era oscura, estrellada, el camino negreaba entre la blanca nieve, caída en la víspera, el día de la batalla. Bien movido por la sensación de la pasada batalla, bien imaginándose alegremente la impresión que iba a causar la noticia de la victoria, recordando los recados del comandante en jefe y de los compañeros, el príncipe Andréi experimentaba la sensación de una persona que ha estado esperando durante mucho tiempo y que finalmente ha conseguido el comienzo de una ansiada felicidad. Tan pronto como cerraba los ojos resonaban en sus oídos los fusiles y los cañones, que se mezclaban con el chirrido de las ruedas y la sensación de victoria. O bien se imaginaba a los rusos huyendo y a él mismo muerto, cuando de pronto se despertaba como si de un sueño se tratara reparando con alegría en que bien al contrario eran los franceses los que habían huido. De nuevo recordaba todos los detalles de la victoria, su tranquila virilidad durante la batalla y tranquilizándose se adormecía… Después de la oscura noche estrellada comenzó una despejada y alegre mañana. La nieve se fundía bajo el sol, los caballos cabalgaban rápidamente y pasaban indiferentes a derecha e izquierda variados bosques, campos y aldeas.

En una de las estaciones alcanzó a un carro de soldados rusos heridos. El oficial ruso que conducía el transporte, echado sobre el primer carro, gritaba algo, regañando con fuertes palabras a un soldado. En las largas carretas alemanas que traqueteaban por el camino empedrado iban de seis en seis los más pálidos, sucios y vendados soldados. Algunos conversaban (pudo escuchar las conversaciones en ruso), otros comían pan, los más graves, en silencio, miraban con agitada y tierna felicidad infantil al correo que pasaba al galope.

«¡Pobres desdichados! —pensó el príncipe Andréi—, y sin embargo son necesarios…» Ordenó detenerse y le preguntó al soldado en qué acción habían sido heridos.

—Antes de ayer en el Danubio —respondió el soldado. El príncipe Andréi sacó su bolsa y le dio tres monedas de oro al soldado.

—Para todos —añadió él, dirigiéndose al oficial que se acercaba—. Mejoraos, muchachos —le dijo a los soldados—, aún hay mucho trabajo que hacer.

—¿Qué noticias hay, señor ayudante de campo? —preguntó el oficial que evidentemente quería entablar conversación.

—¡Buenas! ¡Adelante! —le gritó él al cochero y siguió adelante. Ya era completamente de noche cuando el príncipe Andréi llegó a Brünn y se vio rodeado de altas casas, de las luces de las tiendas y de las ventanas, de las casas y de los faroles, de hermosos coches que rechinaban por los puentes y de toda esa atmósfera de una gran ciudad llena de vida que resultaba siempre tan seductora para un militar después de la vida de campaña. El príncipe Andréi, a pesar del rápido viaje y de la noche sin dormir, al acercarse al palacio se sentía aún más animado que la víspera. Sólo sus ojos brillaban con brillo febril y su pensamiento fluía con una excepcional rapidez y claridad. Todos los detalles de la batalla acudían a su mente muy vivamente, ya no de manera confusa, sino muy claramente en la sucinta exposición que para el emperador Francisco había urdido en su imaginación. Vislumbraba muy vivamente el rostro del emperador y todas las posibles preguntas que le pudiera hacer y las respuestas que daría. Suponía que en ese mismo momento se presentaría ante el emperador. Pero en la amplia puerta principal del palacio salió a su encuentro un funcionario y al ver que era un correo le condujo hasta otra puerta.

—Por el pasillo a la derecha; allí, Excelencia, encontrará al ayudante de campo del emperador que se encuentra de guardia. Él le llevará a ver al ministro de la Guerra.

El ayudante de campo de guardia, al encontrarse con el príncipe Andréi, le pidió que esperara y fue a ver al ministro de la Guerra. Cinco minutos después volvió el ayudante y con una particular cortesía se inclinó y, dejando pasar delante al príncipe Andréi, le acompañó por el pasillo hasta el despacho donde se encontraba el ministro de la Guerra. El ayudante de campo del emperador, con su rebuscada cortesía, parecía querer protegerse de cualquier intento de familiaridad por parte del ayudante de campo ruso. El alegre sentimiento del príncipe Andréi se debilitó sensiblemente cuando se acercó a la puerta del despacho del ministro de la Guerra. Se sentía ofendido y como siempre ocurría en su orgulloso espíritu, la sensación de ofensa se transformó en ese mismo instante, sin que él mismo lo advirtiera, en un sentimiento de desprecio, completamente carente de fundamento. Su agudo ingenio le sugirió el punto de vista desde el que podía tener derecho a despreciar al ayudante de campo y al ministro de la Guerra. «A ellos les debe resultar muy fácil alcanzar una victoria sin haber olido la pólvora», pensó él. Entornó despreciativamente los ojos, dejó caer inertes los miembros y arrastrando los pies como si le pesaran entró en el despacho del ministro de la Guerra. Su sentimiento de desprecio se reforzó aún más cuando vio al ministro de la Guerra, sentado en la gran mesa y que durante los primeros dos minutos no prestó atención al recién llegado. El ministro de la Guerra leía con su calva cabeza con cabellos grises en las sienes agachada entre dos velas apuntando algo en un papel. Dejó de leer, sin levantar la cabeza, en el momento en el que se abrió la puerta y se escucharon unos pasos.

—Tome esto y envíelo —dijo el ministro de la Guerra a su ayudante, dándole unos papeles y sin prestar atención al correo.

El príncipe Andréi sintió que o bien de todos los asuntos que ocupaban al ministro de la Guerra las acciones del ejército de Kutúzov eran las que menos podían interesarle o bien eso era lo que quería que pensara el correo ruso. «Pero me da igual», pensó él. El ministro de la Guerra se acercó el resto de los papeles, los ordenó, juntando los extremos y levantó la cabeza. Tenía una faz inteligente y con carácter, pero en el instante en el que se dirigió al príncipe Andréi, la expresión firme e inteligente del rostro del ministro de la Guerra cambió de manera habitual y premeditada y en su rostro apareció la sonrisa estúpida y falsa, que no ocultaba su falsedad, de una persona que está acostumbrada a recibir peticiones una detrás de otra.

—¿Del general en jefe Kutúzov? —preguntó él—. Espero que sean buenas noticias. ¿Hubo enfrentamiento con Mortier? ¿Victoria? ¡Ya era hora!

Tomó el despacho que estaba a su nombre y comenzó a leerlo con una expresión triste.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Schmidt! —dijo él en alemán—. ¡Qué desgracia, qué desgracia! —Habiendo leído rápidamente el despacho, lo dejó en la mesa y miró al príncipe Andréi evidentemente reflexionando.

—¡Ah, qué desgracia! ¿Dice usted que ha sido una acción decisiva? Sin embargo no se ha apresado a Mortier. —Se paró a pensar—. Estoy muy contento de que haya traído buenas noticias, aunque la muerte de Schmidt es un alto precio por una victoria.

—Su Alteza seguramente deseará verle, pero no hoy. Le doy las gracias, vaya a descansar. Esté mañana a la salida después del desfile. De todas maneras le avisaré.

La estúpida sonrisa que había desaparecido durante la conversación apareció de nuevo en el rostro del ministro de la Guerra.

—Hasta la vista, le estoy muy agradecido. Su Alteza el emperador seguramente querrá verle —repitió él e hizo una inclinación de cabeza.

El príncipe Andréi salió a la antesala. Allí había dos ayudantes de campo que hablaban entre ellos, evidentemente de algo que no tenía nada que ver con la llegada del príncipe Andréi. Uno de ellos se levantó con desgana y con esa misma ofensiva cortesía le pidió que escribiera su graduación, nombre y dirección en un libro que le daba. El príncipe Andréi cumplió sus deseos y sin mirarle salió de la antesala.

Cuando salió del palacio sintió que todo el interés y la felicidad que le habían causado la victoria le habían abandonado y se habían quedado en las indiferentes manos del ministro de la Guerra y del cortés ayudante de campo. Todo su pensamiento cambió instantáneamente, la batalla le pareció un recuerdo antiguo y lejano; los asuntos inmediatos e interesantes pasaron a ser la recepción del ministro de la Guerra, la cortesía del ayudante y el inminente encuentro con el emperador.

Guerra y paz
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
neditor.xhtml
nautor.xhtml
primera_parte.xhtml
1_0001.xhtml
1_0002.xhtml
1_0003.xhtml
1_0004.xhtml
1_0005.xhtml
1_0006.xhtml
1_0007.xhtml
1_0008.xhtml
1_0009.xhtml
1_0010.xhtml
1_0011.xhtml
1_0012.xhtml
1_0013.xhtml
1_0014.xhtml
1_0015.xhtml
1_0016.xhtml
1_0017.xhtml
1_0018.xhtml
1_0019.xhtml
1_0020.xhtml
1_0021.xhtml
1_0022.xhtml
1_0023.xhtml
1_0024.xhtml
1_0025.xhtml
1_0026.xhtml
1_0027.xhtml
1_0028.xhtml
1_0029.xhtml
1_0030.xhtml
1_0031.xhtml
1_0032.xhtml
1_0033.xhtml
1_0034.xhtml
1_0035.xhtml
1_0036.xhtml
1_0037.xhtml
segunda_parte.xhtml
2_0001.xhtml
2_0002.xhtml
2_0003.xhtml
2_0004.xhtml
2_0005.xhtml
2_0006.xhtml
2_0007.xhtml
2_0008.xhtml
2_0009.xhtml
2_0010.xhtml
2_0011.xhtml
2_0012.xhtml
2_0013.xhtml
2_0014.xhtml
2_0015.xhtml
2_0016.xhtml
2_0017.xhtml
2_0018.xhtml
2_0019.xhtml
2_0020.xhtml
2_0021.xhtml
2_0022.xhtml
2_0023.xhtml
2_0024.xhtml
tercera_parte.xhtml
3_0001.xhtml
3_0002.xhtml
3_0003.xhtml
3_0004.xhtml
3_0005.xhtml
3_0006.xhtml
3_0007.xhtml
3_0008.xhtml
3_0009.xhtml
3_0010.xhtml
3_0011.xhtml
3_0012.xhtml
3_0013.xhtml
3_0014.xhtml
3_0015.xhtml
3_0016.xhtml
3_0017.xhtml
3_0018.xhtml
3_0019.xhtml
3_0020.xhtml
3_0021.xhtml
3_0022.xhtml
3_0023.xhtml
3_0024.xhtml
3_0025.xhtml
3x0026.xhtml
3_0027.xhtml
3_0028.xhtml
3_0029.xhtml
3_0030.xhtml
3_0031.xhtml
3_0032.xhtml
3_0033.xhtml
3_0034.xhtml
cuarta_parte.xhtml
4_0001.xhtml
4_0002.xhtml
4_0003.xhtml
4_0004.xhtml
4_0005.xhtml
4_0006.xhtml
4_0007.xhtml
4_0008.xhtml
4_0009.xhtml
4_0010.xhtml
4_0011.xhtml
4_0012.xhtml
4_0013.xhtml
4_0014.xhtml
4_0015.xhtml
quinta_parte.xhtml
5_0001.xhtml
5_0002.xhtml
5_0003.xhtml
5_0004.xhtml
5_0005.xhtml
5_0006.xhtml
5_0007.xhtml
5_0008.xhtml
5_0009.xhtml
5_0010.xhtml
5_0011.xhtml
5_0012.xhtml
5_0013.xhtml
5_0014.xhtml
5_0015.xhtml
sexta_parte.xhtml
6_0001.xhtml
6_0002.xhtml
6_0003.xhtml
6_0004.xhtml
6_0005.xhtml
6_0006.xhtml
6_0007.xhtml
6_0008.xhtml
6_0009.xhtml
6_0010.xhtml
6_0011.xhtml
6_0012.xhtml
6_0013.xhtml
6_0014.xhtml
6_0015.xhtml
septima_parte.xhtml
7_0001.xhtml
7_0002.xhtml
7_0003.xhtml
7_0004.xhtml
7_0005.xhtml
7_0006.xhtml
7_0007.xhtml
7_0008.xhtml
7_0009.xhtml
7_0010.xhtml
7_0011.xhtml
7_0012.xhtml
7_0013.xhtml
7_0014.xhtml
7_0015.xhtml
7_0016.xhtml
7_0017.xhtml
7_0018.xhtml
7_0019.xhtml
7_0020.xhtml
7_0021.xhtml
7_0022.xhtml
7_0023.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml