XV

De los jóvenes, sin contar a la hija mayor de los condes, que era cuatro años mayor que su hermana y se consideraba ya una mujer y la hija de la visita, se quedaron en la sala Nikolai y Sonia la sobrina, que estaba sentada con una fingida sonrisa festiva que mucha gente adulta considera que debe adoptar ante conversaciones ajenas y no dejaba de mirar con ternura a su primo. Sonia era delgadita, una diminuta morena con mirada dulce, sombreada de largas pestañas, tenía una espesa trenza negra, que le daba dos vueltas a la cabeza, y la piel de la cara, y especialmente la de los brazos y cuello desnudos, delgados pero graciosos y musculosos, de un bonito color aceituna. Por la armonía de sus movimientos, la delicadeza y la gracia de sus pequeños miembros y sus maneras un poco artificiosas y comedidas recordaba involuntariamente a una hermosa gatita aún sin formar, que en el futuro se convertiría en una seductora gata. Evidentemente consideraba que era adecuado mostrar interés por las conversaciones ajenas con su sonrisa festiva, pero en contra de su voluntad sus ojos, por debajo de las largas y densas pestañas, miraban a su primo que partía al ejército con tal apasionada devoción de doncella que su sonrisa no podía engañar a nadie, y era evidente que la gatita se había sentado solamente para saltar aún más enérgicamente y ponerse a jugar con su primo tan pronto como hubieran salido de la sala.

—Sí, querida mía —dijo el viejo conde, dirigiéndose a la visita y señalando a su Nikolai—. Como su amigo Borís ha sido promovido a oficial, éste por amistad no quiere separarse de él, deja la universidad y a su anciano padre y se va al ejército. Y eso cuando su puesto en los archivos ya estaba ultimado y todo. ¡¿He aquí la amistad?! —dijo el conde interrogativamente.

—Sí, dicen que ya se ha declarado la guerra —dijo la visita.

—Hace tiempo que comentan —dijo el conde indefinidamente—. De nuevo hablan, hablan y las cosas siguen igual. ¡He aquí la amistad! —repitió él—. Va a ser húsar.

La visita, no acertando que decir, bajó la cabeza.

—No es en absoluto por amistad —respondió Nikolai, encendiéndose y poniéndose a la defensiva, como si le estuvieran calumniando—. No es la amistad, es simplemente porque siento vocación por el servicio militar.

Miró a la hija de la visita y ella le devolvió la mirada aprobando con una sonrisa el proceder del joven.

—Hoy come con nosotros Schubert, el coronel del regimiento de húsares de Pavlograd. Ha estado aquí de permiso y se lo lleva consigo. ¿Qué se puede hacer? —dijo el conde encogiéndose de hombros y hablando en tono jocoso de algo que evidentemente le provocaba un profundo dolor.

Nikolai se encendió de pronto.

—Ya le he dicho, papá, que si no quiere que me vaya me quedaré. Sé que en ningún sitio voy a estar mejor que en el servicio militar, no valgo para diplomático, no sé esconder lo que siento —dijo él, gesticulando demasiado enérgicamente para sus palabras y mirando con coquetería de joven apuesto a Sonia y a la hija de la visita.

La gatita, con sus ojos clavados en él, parecía dispuesta a ponerse a jugar en cualquier momento y mostrar toda su naturaleza felina. La sonrisa de la hija de la visita continuaba siendo aprobatoria.

—Y puede ser que se pueda sacar algún provecho de mí —añadió él—, pero aquí no tengo aprovechamiento…

—¡Bueno, bueno, está bien! —dijo el viejo conde—. Enseguida se enciende. Ese Bonaparte hace a todos perder la cabeza; todos piensan que llegó de teniente a emperador. Dios quiera que… —añadió él, sin advertir la burlona sonrisa de la visita.

—Bueno, vete, vete, Nikolai, ya veo que tienes ganas de marcharte —dijo la condesa.

—Claro que no —respondió su hijo; pero sin embargo, un minuto más tarde se levantó, hizo una reverencia y salió de la habitación.

Sonia siguió todavía un rato sentada, sonriendo aún más y más fingidamente, y con esa misma sonrisa se levantó y se marchó.

—¡Qué transparentes son los secretos de esta juventud! —dijo la princesa Anna Mijáilovna señalando a Sonia y riéndose. Los invitados se echaron a reír.

—Sí —dijo la condesa, cuando el rayo de sol que había entrado en la sala junto con los jóvenes hubo desaparecido y como respondiendo a una pregunta que nadie le había hecho, pero que le preocupaba constantemente—. Cuántos sufrimientos, cuántas inquietudes —continuó ella—, hay que soportar para poder alegrarse ahora de ellos. Y lo cierto es que ahora dan más temores que alegrías. ¡Siempre se teme, siempre se teme! Esta edad es precisamente la más peligrosa para los muchachos y las muchachas.

—Todo depende de la educación —dijo la visita.

—Sí, tiene usted razón —continuó la condesa—. Hasta ahora he sido, gracias a Dios, amiga de mis hijos y gozo de su más absoluta confianza —dijo la condesa, repitiendo el error de muchos padres que creen que sus hijos no tienen secretos para ellos—. Sé que siempre seré la primera confidente de mis hijas y que si Nikólenka por su fogoso carácter cometiera alguna imprudencia (no se puede ser un joven sin cometer imprudencias), no sería en absoluto como esos señores de San Petersburgo.

—Sí, son buenos, buenos chicos —afirmó el conde, que siempre cortaba las cuestiones complicadas para él, juzgándolo todo bueno—. ¡Ya lo ve usted! ¡Quiere ser húsar! ¡Qué quiere usted, querida mía!

—Qué criatura más agradable su hija pequeña —dijo la visita, mirando con reproche a la suya, como si con esta mirada quisiera sugerir a su hija, que así era como había de ser para agradar, y no la muñeca que era—. ¡Pura pólvora!

—Sí, pura pólvora —dijo el conde.

—¡Ha salido a mí! ¡Y qué voz tiene! ¡Y qué carácter! Aunque sea mi hija diré la verdad, será cantante, otra Salomoni. Hemos contratado a un italiano para que la instruya.

—¿No es demasiado pronto? Dicen que es perjudicial para la voz educarla a tan temprana edad.

—¡Oh, no! ¡Qué va a ser temprano! —dijo el conde.

—¿Y cómo era posible que nuestras madres se casaran a los doce o trece años? —añadió la princesa Anna Mijáilovna.

—¿Y qué les parece que ya está enamorada de Borís? —dijo la condesa mirando y sonriendo en silencio a la madre de Borís, y continuó hablando obedeciendo evidentemente a un pensamiento que la preocupaba de continuo—: Ya ven ustedes, si la tratase con severidad, si le prohibiera… Dios sabe qué cosas harían a escondidas (la condesa pensaba que se besarían), y ahora sin embargo conozco cada una de sus palabras. Ella misma viene por la noche y me lo cuenta. Puede ser que la esté malcriando, pero verdaderamente creo que esto es mejor. A la mayor la trataba con más severidad.

—Sí, a mí me han educado de otro modo —dijo sonriendo la mayor de los hijos de la condesa, la hermosa Vera. Pero la sonrisa no embellecía el rostro de Vera, como sucede habitualmente, al contrario, su rostro adoptaba un aspecto poco natural y por lo tanto desagradable. La mayor, Vera, era bonita, inteligente y educada. Tenía una voz agradable. Lo que decía era sensato y oportuno, pero, cosa rara, tanto la invitada como la condesa, la miraron como sorprendiéndose de que hubiera dicho eso y se sintieron incomodadas.

—Siempre ocurre lo mismo con los hijos mayores; se quieren hacer cosas excepcionales —dijo la visita.

—¿Por qué ocultarlo, querida mía? La condesita se complicaba con Vera —dijo el conde—. Pero aun así ha salido una muchacha excelente.

Y él, con la intuición que es más perspicaz que el pensamiento, se acercó a Vera dándose cuenta de que se sentía incómoda y la acarició con la mano.

—Excúsenme, tengo aún que disponer algunas cosas. Sigan sentadas —añadió él haciendo una reverencia y preparándose para salir.

Las visitas se levantaron y se despidieron, prometiendo asistir a la comida.

—¡Qué forma de cumplir! ¡Uf, no se iban nunca! —dijo la condesa después de acompañar a las visitas.

Guerra y paz
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