17

Salúdala con una broma, piensa Ryan, pero lo mejor que le sale cuando Maureen abre la puerta es un: «Esto no lo habías previsto, ¿verdad?» en tono resentido.

—Dios bendito del cielo. ¿Qué te ha pasado?

—Me han pillado haciendo algo que no debía.

Maureen le agarra el hombro, cierra la puerta detrás de él y lo lleva hasta el fregadero, de debajo del cual saca una botella de Dettol.

—Quédate ahí —le ordena, como si él tuviera el poder de hacer lo contrario. Regresa con un puñado de algodón—. Te voy a curar la boca —le dice— y así podrás hablar, chico.

Pero la pausa forzosa mientras ella le limpia los labios afecta a Ryan. Se queda con los hombros caídos junto al fregadero y se le asienta el dolor en el vientre, costillas, espalda, garganta y mentón.

—Tranquilo —le dice ella—. Arreglaremos esto.

—Esto no se puede arreglar.

—Tonterías. Tengo buena mano para estas cosas, no te preocupes por nada.

—No lo entiendes, tía. Me va a liquidar.

—Nadie te va a liquidar. —Ella desperdicia una pausa severa con él—. No eres un perro, Ryan.

Y, como un perro, Ryan se muestra en desacuerdo:

—Me he follado a su novia.

—¡Nada de palabrotas! —le dice ella en tono cortante, y continúa—. ¿A la novia de quién?

—De mi jefe.

—Ajá. Y esa es la típica cosa que a los jefes no les gusta. ¿Cómo se te ocurre hacer algo así?

—No lo sé.

—No lo sabes. ¿Y con esa ya van tres novias, pues?

—No…

Ella comprende el sentido de su pausa por el contexto.

—Ah, no —dice, dejando caer el brazo—. La pija no.

Resulta desconcertante que te estén curando y soltando un sermón al mismo tiempo.

—Dijiste que ella sabía cómo eras —rezonga Maureen—. Es obvio que tu forma de ser es exactamente lo que le gusta a ella, el tipo sinvergüenza… —Ryan da la cara por defender el honor de Natalie y Maureen le pone la zancadilla—. ¿Cómo va a ser una coincidencia? —dice—. Vale, muy bien, así va la cosa con los chavales, no podéis ver más allá de vuestra polla, pero las chavalas… No las entendéis. —Termina de curarle el mentón y lo fulmina con la mirada—. O por lo menos no las entiendes.

—Lo siento.

—¿Qué es lo que sientes? —El ceño se le ondula. Deja el algodón junto al fregadero y le agarra las manos—. Ryan. Para de una vez. —Le clava los pulgares en las palmas de las manos—. Joder, ¿no te dije que no estabas hecho para esto? Ah, la música te llegó demasiado pronto, chico.

Procede a inspeccionarle el pecho. Le levanta la camisa y le ve la pistola.

—Dios —dice, ofendida. Le quita la pistola. Ryan levanta la mano derecha hasta la cintura y da un manotazo al aire. Es una protesta tan débil que ella ni siquiera parece darse cuenta. Lleva la pistola a la mesilla del café y vuelve para pasarle las manos por las costillas. Ratifica que no hay nada roto, tal como Ryan pensaba, y luego le pasa los pulgares por las pestañas inferiores.

—Atontado —le dice en tono afectuoso.

Ryan quiere detectar veteranía en sus mimos.

—¿Hacías esta clase de cosas para tu hijo? —le pregunta, pero no tiene la suerte de que su estupidez llorosa cuente con un precedente.

—No —dice ella, sin dejar de sonreír—. No. —Se mete los pulgares dentro de los puños para secárselos—. Cuando él era pequeño, yo no estuve muy presente. Y de mayor no es como tú. Es más duro que el suelo en invierno. Aunque, mira, se le darían bien esta clase de jaleos.

—Porque a mí no.

Maureen niega con la cabeza.

—Ojalá tuviera otra camisa que darte —dice ella—. Lo que puedo hacer es lavarte esta. Ponte cómodo como un buen chico.

Ella lo hace sentarse en el sofá y le trae una manta para echársela sobre los hombros. Le prepara una taza de té y un bocadillo de beicon y desde la cocina le sonsaca el resto de la historia, la revelación tal como la experimentó Dan. Una vez convencida de los remordimientos de Ryan, se pone a hurgar en sus sentimientos por Natalie y los despliega en forma de instantáneas y canciones para examinarlos.

—Ahora —le dice al final— quiero que me hagas el favor de dormir.

Le trae una almohada y Ryan se tumba rígidamente en el sofá. Ella dice ajá y se va a buscarle un par de pastillas y un vaso de agua.

—El año pasado me hice daño en la muñeca —dice—. El médico me dio estas pastillas para ayudarme a dormir.

Ryan se toma la medicina. Maureen se acomoda en el sillón de delante y se pone a contarle una de sus historias, esta vez una de fantasmas, y él se mete tanto en la historia que cuando le llega el sueño ya está entregado a ella y las palabras se le arremolinan y le difuminan la visión, amortiguan los sonidos y ahora está hablando con una figura borrosa en forma de hombre que hay en la otra punta del sofá que ha despertado a Ryan con un pellizco y una palabrota por lo bajo, susurrada al oído, y ahora esa figura está sentada en plena oscuridad y locura, preguntándole a Ryan cómo lo va a compensar por sus deslealtades, si le basta con sangrar y seguir sangrando, si piensa que un abrevadero de lágrimas escarlata es una mala compensación suficiente para aplacarlo.

Ryan intenta tranquilizarse.

—Dan —le dice, y quiere que su voz transmita confianza en sí mismo, pero es como si tuviera la boca llena de algodón empapado de sangre y antiséptico—. Escucha, colega…, escucha…


—¿Ya has vuelto de tus vacaciones? ¿Has estado en algún sitio bonito?

Está claro que no; en sus últimas vacaciones Ryan tuvo la sensación de que se le hundía la tierra bajo los pies.

—¿Qué? —Una risa bronca por encima de él. Ryan abre los ojos y no ve más que un gris magullado. Siente un dolor persistente en el pómulo aplastado contra el suelo. Nota un frío fluido alrededor de la boca y por el cuello. Es consciente de tener frío, y ese frío lo muerde una y otra vez.

—No está hablando inglés, eso está claro.

Ryan vuelve a abrir los ojos. Hierro y carbón. Intenta incorporarse sobre las manos y las rodillas, llega a medio camino y se vuelve a encoger.

Mi dispiace. Mi dispiace moltissimo. Su boca intenta formar las palabras, los labios se le cierran, y solo consigue babear sobre las tibias disculpas que ya le han formado un charco debajo de la mejilla.

Stai tranquilo, cucciolo mio, dice ella, nuevamente a varias eras geológicas de distancia.

—Dile a Jimmy que volvemos a tenerlo con nosotros.

Hay un hombre en cuclillas junto a la cabeza de Ryan. El hombre lo está mirando desde una escena que se va volviendo más y más nítida; asiente con la cabeza y se pone de pie justo cuando Ryan lo reconoce. Primero distingue las mejillas cubiertas de barba canosa y unos ojos vivos hundidos en una máscara vigorosa. Poco después, el nombre: Tim Dougan. Su cargo le llega a continuación en medio de un sudor frío: el lugarteniente de Jimmy Phelan y ejecutor de los deseos de su señor.

Ryan se ubica por fin.

Está todavía sin camisa, tumbado sobre el costado derecho con el puño cerrado junto a la nariz sobre un suelo de cemento. El espacio resulta todavía más enorme gracias a que está vacío y al hecho de que la disociación de Ryan se debilita lentamente. Las paredes, a muchos metros de distancia, son todas de un gris mortecino idéntico. Hay un par de marcos metálicos apoyados en la pared de su derecha. Hay una mesa de patas plateadas. Y está Dougan, con botas y vaqueros negros y una chaqueta de cuero gastada que le golpea los muslos cada vez que se mueve.

Ryan dirige su atención a su brazo izquierdo y se concentra en su reloj de pulsera; se inclina sobre su mano izquierda, vuelve a intentar incorporarse y esta vez le parece que lo va a conseguir; se le está despejando la cabeza, como si acabara de adentrarse en una mañana de invierno. Antes de poder levantarse lo bastante como para darse la vuelta, sin embargo, siente una presión en la nuca; la presión lo empuja hacia el suelo.

—Quédate quieto —le dice Dougan—. Buen chico.

Ryan se acuerda primero de Maureen, que es quien le quitó la camisa, y el resto se despliega a partir de ahí: Dan, Natalie, el castigo de las palizas.

—La mujer con la que yo estaba —dice—. ¿Está bien?

Está hablando con voz gangosa. Se lleva la mano derecha a la cara y se palpa las heridas que Maureen le curó. Alguien ha deshecho su trabajo. Tiene un rasguño nuevo en la barbilla y el labio otra vez roto. Se seca la humedad que le rodea la boca. Tiene saliva apelmazada en la comisura y por todo el mentón; cuando aparta la mano, se encuentra el pulgar todo teñido de rojo.

—Está preguntando por ella —le señala Dougan a alguien que está detrás de Ryan, y Ryan es consciente de otras presencias que se mueven en silencio.

Intenta darse la vuelta otra vez pero Dougan le vuelve a empujar la nuca hacia abajo con la bota.

—¿No te he dicho que te quedes quieto?

—Me quedaré quieto cuando me digas qué coño está pasando.

—Le corresponde a Jimmy contarte qué coño está pasando —dice Dougan—. Y cuando termine de contártelo, te seguirás quedando quieto un rato muy largo, joder.

Sacude el pie. El suelo le raspa a Ryan la punta de la nariz.

—Espero que me deje terminar el trabajo. Eres una preciosidad. —La bota de Dougan le da otro golpe, esta vez en la mejilla—. Te han dado una buena tunda, ¿verdad, chaval? —Suspiro de satisfacción—. Así me gustan, bien reblandecidos.

Se abre una puerta en alguna parte. Se oyen pasos acercándose a él.

—¿Cómo de despierto está?

Ryan es levantado en volandas y sostenido en posición de crucificado entre dos matones recios y mudos. Parpadea y traga saliva y se queda mirando cómo Jimmy Phelan lo mira a él.

—Hola, Cusack.

Ha desaparecido la fría superioridad de Phelan. Ahora está mirando a Ryan con un odio irradiado que le tira del ceño hacia las pupilas.

—¿Qué está pasando? —dice Ryan.

—Dímelo tú —responde Phelan entre dientes.

Las palabras italianas que aconsejaban a Ryan mientras dormía se disipan. Ahora araña las horas anteriores, presa del pánico.

—¿Por qué estoy aquí? —le pregunta a Phelan—. ¿Qué le habéis hecho a la mujer?

—¿Estás intentando ir de listillo o qué, joder? —Phelan niega con la cabeza, incrédulo—. ¿Es que no entiendes lo que estoy a punto de hacerte, Cusack?

—¿Hacerme?

La cara cada vez más roja de Phelan se dirige bruscamente hacia la de su lugarteniente.

—¿Cuánto le has dado?

—La dosis normal —dice Dougan.

—Bueno, pues por si acaso te rompemos por accidente —dice Phelan, girándose otra vez—, te lo preguntaré en términos simples. ¿Quién te ha hablado de Larne Court?

—¿Larne Court?

—¿Qué cojones estabas haciendo en Larne Court?

Ella le hizo un té y le dijo que todo se iba a arreglar. Otro de los mantras de Maureen, un hueso larguirucho que le tiró para que Ryan lo atrapara. Esboza un mapa desesperado de las ventanas y de las puertas de Larne Court y trata de recordar cualquier elemento fuera de lo normal, cualquier movimiento periódico y nocturno que pueda identificar la casa de un vecino como almacén de alijos o punto de venta de drogas, y cuanto más intenta recordarlo, más pierde la calma y más rápida y entrecortada es su respiración.

—Nada. Estaba de visita… ¿Qué habéis hecho con ella?

—¿Por qué no para de preguntar por ella? —le pregunta Phelan en tono feroz a Dougan antes de acercarse a Ryan y amenazarlo—. Aquí no estamos jugando a nada que puedas ganar, Cusack. Te voy a matar. Lo único que estás haciendo es suplicarme que lo alargue, y chaval, no tienes ni puta idea de cuánto puede alargar la cosa Dougan. Así que te lo voy a preguntar una vez más: ¿quién le ha hablado a Dan Kane de Larne Court?

—Larne Court no tiene nada que ver con Dan. Te lo juro por Dios, hostia, J. P. ¡Te juro por Dios que no sé de qué estás hablando!

—Cusack, me acaban de llamar para que te saque de la puta sala de estar de mi madre. ¿Qué pasa, que la ketamina te ha colocado tanto que no te acuerdas?

Ryan se lo queda mirando embobado y Phelan abre mucho los ojos a modo de respuesta.

—¿Qué?

—Oh, me cago en Dios —Phelan se da la vuelta y con la misma rapidez se gira y le da un puñetazo en el vientre a Ryan. Las manos sueltan a Ryan y sus huesos se desploman sobre el cemento, un montón de trozos y entrañas. Tose todo lo que tiene dentro y el dolor se amortigua hasta ser una quemazón apagada. Se le permite recuperar el aliento lo bastante como para oír otra vez a Phelan.

¿La sala de estar de su madre?

Uno de los sicarios de Phelan le agarra las muñecas a Ryan y se las pone detrás de la espalda, obligándolo a flexionar las rodillas.

—Habla, Cusack.

—Te lo juro por Dios —dice Ryan, ahogándose—. J. P., te lo juro, no tenía ni puta idea.

El hijo de Maureen, el mismo que le compró el apartamento y que la instaló allí y que tuvo disputas con ella y que se comporta como un gusano y que es más duro que el suelo en invierno y que sí está hecho para la clase de enredos que han reducido a Ryan a una ruina gimoteante, le escupe:

—¿No tenías ni puta idea? ¿Qué pasa, que mi madre es parte de tu servicio a la comunidad? ¿Trabajas de voluntario con ancianos pero no te olvidas de llevarte una pistola cargada porque cuando se acaba la hora tienes que volver a ser un maleante?

—Dios bendito, no.

Durante el rato que tarda Phelan en ir y venir tres veces, esa es la única explicación que Ryan es capaz de dar, y ni siquiera consiguen espabilarlo las promesas que le hace Phelan de que «vas a morir aquí».

—¡Dios bendito! —lo imita finalmente Phelan; se saca una pistola de la cintura, le quita el seguro y apunta al centro de la frente de Ryan—. ¿Dudas de mí, Cusack?

—Te lo juro. Nadie me habló de Larne Court. Esto no tiene nada que ver con Dan. Te lo juro, J. P. ¡Te lo juro por mi madre, hostia!

—¿Te crees que no te lo voy a sacar, chaval? Esto es por tu bien. Dímelo ahora y te mataré deprisa. Sigue mareando la perdiz y por Dios que acabarás suplicando la bala.

—¡Pues pregúntaselo a Maureen! ¡Pregúntaselo! Nunca la he amenazado, colega. Nunca… ¡Fue ella quien me encontró a mí!

—¿Ella te encontró?

—Hace meses. Me dijo que conocía mi…

De pronto todo lo que Maureen dijo tiene toda la lógica del mundo. Su madre, su padre, su trayectoria profesional. Si pudiera llenar los pulmones de aire, Ryan gritaría de furia y de miedo y oh Dios, joder, che cazzo…

—¿Te dijo que conocía el qué?

—¡Me dijo que me conocía!

—¿Mi madre —dice— te encontró a ti, entre todos los nietos de viejas amistades y colegas, entre todos los chavales de Cork, en el mismo puto momento en que tú te estabas escondiendo como podías, solo para poder pedirme ayuda a mí? ¿Estás todavía colocado de keta o qué, Cusack?

—¡No lo sé, no sé qué está pasando!

—Muy bien. —Phelan lo encañona y le aprieta el arma contra el mentón y levanta la vista al techo—. No estás lo bastante asustado —dice—. Vale. Pues lo hacemos por las malas. ¿A ti qué te parece, Tim? —Ladea la cabeza—. ¿Te apetece un poco de carnicería?

—Joder, Jimmy. —Dougan se acerca a la mesa de patas plateadas con las manos en los bolsillos—. Ya era hora de que me lo pidieras.

Phelan se acerca. El cañón de su arma le baja a Ryan por la nariz, por la boca, por debajo de la barbilla y hasta la garganta:

—Este tío es DJ —dice Phelan—. Y tiene ambiciones de DJ. Lleva un garito llamado Cacalizador.

—Suena a mierda. —Dougan está de espaldas—. ¿Te acuerdas de las fiestas que nos solíamos pegar pinchando con los platos, J. P.? ¿Tú crees que a este mariconcillo le apetece un poco de fiesta?

—Eso solo lo sabe él y solo lo puedes averiguar tú, Tim.

—El trabajo primero, colega. Es DJ, para eso necesita los dedos.

—Un momento. —Ryan se atraganta bajo la pistola—. Un momento.

—Uy, no sabes ni la mitad —dice Phelan—. Antes de ser DJ era pianista. Es un virtuoso, el tío. Maricón hasta la médula.

Dougan mira por encima del hombro.

—Bah, no me hace falta que sea maricón, colega. Solo tiene que poner el culito.

Ryan menea la barbilla.

—Eso no es…

—¿Tienes ganas de charlar? —Phelan finge asombro.

—J. P., colega, no tengo nada que contarte, te lo juro, no te miento.

—¿Sabes? No te había tomado por un tío duro para nada —dice Phelan—. No pareces duro.

—No lo parece, ¿verdad? —dice Dougan—. Espero de verdad que se venga abajo antes de tener que joderle la cara.

—¿Qué pasa, que te gusta este chico, Tim?

—Oh, es exactamente mi tipo.

Se da la vuelta, blandiendo un cuchillo con el mango desgastado y el filo largo y curvado.

—¿Qué haces, colega? ¡No te me acerques con eso, joder!

Dougan avanza.

—¡No te puedo contar nada más, colega, te lo juro…! —grita Ryan—. ¡Por favor!

—Pues, mira, tendrías que haber dicho por favor primero de todo —dice Dougan—. No está bien sacar los modales como último recurso, ni siquiera con una boca tan bonita como la tuya. Ahora todo será más fácil si extiendes la mano.

—No me acostumbro nunca a esto —dice uno de los hombres-montaña, mientras le extienden hacia delante la mano derecha a Ryan.

—Acuérdate de esto más tarde —dice Dougan, acuclillándose—. Me he puesto de rodillas por ti.

Ryan patalea y arrastra los pies detrás de sí; empuja hacia atrás contra la persona que lo está empujando hacia delante; maúlla como un gatito.

—¡Te lo juro, Dan no ha tenido nada que ver con esto! ¡Te lo juro, joder! ¡Yo no he hecho nada!

—Llegar a casa de mi madre con una pistola cargada es algo. —Phelan agarra a Ryan de la garganta y lo empuja hacia atrás a un aire repentinamente vacío.

La cabeza de Ryan choca contra el suelo.

—¡Pregúntaselo a ella, joder! ¡Pregúntaselo a ella!

—¿Y qué información podrá darme ella sobre los tejemanejes de tu mente criminal?

—¡Pues te sorprendería, joder!

Una hábil entrega del cuchillo, del puño de Dougan al de Phelan. Ahora este lo sostiene a un par de dedos por debajo de la oreja izquierda de Ryan y en sentido horizontal contra la simple membrana que protege sus venas y arterias.

—¿No te das cuenta de que Dan Kane nunca sabrá con cuánta valentía luchaste para defenderlo? Lo que estás a punto de sufrir no lo va a proteger, Ryan.

—No estoy intentando proteger a Dan. ¡Ya te lo dije, he caído en desgracia con Dan!

—Eso he oído, de ti y de mi madre. Aunque mi madre no es lo bastante granuja para entenderlo, Ryan, para entender cómo la desesperación de un hombre por subirse a las espaldas de su jefe lo vuelve malicioso. Mi madre no sabe que eres tan bellaco.

—¡La conozco desde antes de Navidad! ¿Te crees que he ido trabajando en esto durante meses para intimidarte? ¡No estoy loco, joder!

El cuchillo de Phelan le oprime el pulso contra la garganta.

—Si no me entero en los próximos sesenta segundos de cómo has encontrado Larne Court, te voy a torturar, Cusack. Te voy a cortar todos los dedos a la altura de los nudillos y luego te voy a clavar a este suelo y te voy a hacer pasar un tren por encima. Solo morirás después de que se te folle media ciudad, y tu padre se vendrá abajo cuando encuentre el vídeo.

—Te lo juro por Dios que está en el cielo, Dan no sabe nada de Larne Court. ¡Pregúntale a tu madre, ella me dijo que me conocía, yo no tenía ni idea de que tenía ninguna relación contigo!

Cuchillo, presión y sumisión, sumisión cobarde, compuesta de lágrimas y mocos y lamentos. Phelan le aparta el cuchillo de la garganta. Extiende el brazo de Ryan y le pone la mano plana sobre el suelo. Y levanta la suya.

—¡Italia, colega, Italia!

El esfuerzo de desviar la atención de la mano de Ryan a su boca le arranca una mueca a Phelan.

—¿Qué?

—Las nuevas rulas de Dan. Se las hace traer de Italia.

—¿Y qué?

—De Salerno a Ringaskiddy, colega, doscientas mil a principios de abril, lo sé porque yo cerré el puto trato: cantidades, precios, métodos, todo, hostia. ¿Quieres esas pastillas? Yo te las puedo conseguir. Esas putas pastillas son la única razón de que Dan no me haya pegado un tiro ya.

Phelan baja el cuchillo y se pone a horcajadas sobre Ryan, con las dos manos en su garganta.

—¿Y no me lo has dicho hasta ahora? ¿Eso no justifica también que te liquide?

—Quédatelas —lloriquea Ryan—. Pero, por favor, no… Por favor.

Phelan mira hacia atrás. Ryan no puede ver qué expresión le dedica Dougan, pero la presión se relaja. Phelan se retira hasta dejar las manos apoyadas en el pecho de Ryan y se incorpora hasta sentarse.

—Dios bendito —dice—. Como me estés mintiendo, Cusack…

Cuando se aparta, a Ryan solo le queda espacio para respirar. Ni siquiera puede darse la vuelta. Se queda tumbado de espaldas, con las piernas encogidas, jadeando, húmedo desde el pelo de la cabeza hasta los pies.

—Atadlo bien —dice Phelan—. Necesito hablar con mi madre.


Ryan está esposado a una tubería que recorre la pared del fondo. Lo han dejado solo, las luces están apagadas y él está ahí sentado temblando, demasiado asustado, incluso en su ausencia, para insultar a Phelan en voz alta.

Cuando Phelan vuelve, Ryan se ha cortado las muñecas con las esposas, nota un sabor metálico entre los dientes y sigue sufriendo convulsiones como si tuviera el mono.

—Joder, colega —dice Phelan—. Unas cuantas horas solo y estás hecho polvo. Yo pensaba que agradecerías el rato de descanso.

Le quitan las esposas y lo levantan hasta ponerlo cara a cara con Phelan y Phelan le habla con ecos mientras se corren unas cortinas oscuras en torno a la sala…


—Debe de ser el shock. —La voz de Dougan se apaga—. O congelación. Te aseguro que nadie le ha tocado un pelo.

—Trae a O’Leary. Deprisa.

Ryan vuelve a despertarse sobre el cemento. Acierta a ver a Phelan, acuclillado a medio metro de él.

—Un chaval tan majo como tú y te me caes encima. ¿Puedes levantarte?

Ryan espera un momento más, luego toma impulso para levantarse, se tambalea a medio camino y se encuentra una vez más tirado de costado, medio metro más a la izquierda.

Phelan se muestra socarrón. Deja que Ryan pugne unos minutos más con la confusión y la vergüenza.

—Está viniendo un médico a echarte un vistazo —le comenta por fin.

—No necesito un médico. Necesito volver.

—Lo dices como si me importara una mierda, Cusack. Aun así, tiene sentido que mees tan fuera de tiesto. Debes de tener cosas en común con la puta chiflada de mi madre. Parece que le caes muy bien a Maureen.

Mientras Ryan consigue ponerse por fin de pie, Phelan le cuenta que después de quedarse dormido en el sofá de Maureen, ella telefoneó a su hijo y le pidió ayuda para acabar con las penas de Ryan.

—Por supuesto, sabiendo lo que sé de ti, Cusack, no me puedes recriminar que diera por sentado que le habías tomado el pelo.

Ryan parecía dormir como un lirón cuando lo encontraron, pero Phelan hizo que Dougan le administrara una dosis de ketamina, por si acaso. Phelan le señala el hombro izquierdo y Ryan se lo mira; hay una magulladura, aunque tiene magulladuras por todos lados.

—Es por eso —le explica su asaltante— por lo que te vamos a echar un vistazo.

Después de que Ryan le ofreciera la ruta, Phelan volvió con su madre, que le echó una bronca de narices, postergando la extracción de la historia entera y dilatando perversamente el sufrimiento de Ryan.

—Mi madre me ha contado cómo te conoció —dice Phelan—. Y la creo. Porque me da la impresión de que nadie admitiría algo tan expresamente humillante si no estuviera del todo desesperado.

Le suena el teléfono y se lo saca del bolsillo de la chaqueta.

—Pero, bueno, ahora que hemos llegado a un entendimiento para emprender nuevas aventuras comerciales, diría que todo ha valido la pena, ¿no crees? ¿Hola?

Parece que Phelan tiene asuntos más urgentes. Deja a Ryan solo durante otra eternidad y este se queda sentado contra la pared con los brazos cruzados sobre el vientre, sin pensar en nada más que el frío; el frío es todo lo que hay, durante muchísimo rato.

Phelan vuelve con un médico, un tipo de mediana edad de garganta velluda y camisa de color lavanda. Phelan hace que Ryan se ponga de pie para recibirlo, pero el examen médico no va más allá de eso. El médico frunce el ceño, se gira hacia la mesa despejada y le escribe una derivación a urgencias.

Phelan se quita la chaqueta.

—Póntela —le ordena.

Ryan es llevado hasta el asiento de atrás de un monovolumen. Phelan se le sienta al lado y alguien los conduce desde la esquina de una propiedad industrial de Little Island de vuelta a la ciudad.

Hacen parada en Larne Court.

Maureen sale hecha una furia por la puerta, se queda mirando la miseria concentrada de Ryan y le grita a Phelan:

—¡Pero qué sinvergüenza estás hecho!

—Dale el resto de su ropa —dice él—. Quiero recuperar mi chaqueta.