9
Como a Ryan no se le da muy bien interrogar a la gente mayor, su huraña vidente toma las riendas. El sitio en el que su hijo le compró el piso se llama Larne Court, y según le cuenta a Ryan, está lleno de esa gente que no te echaría una mano ni aunque te cayeras muerta. Maureen es la residente de más edad, con al menos una década de diferencia. Lleva sus bolsas negras al contenedor una vez por semana y nadie se para nunca a ayudarla. Los vecinos se plantan delante de su ventana para fumar y hablar de sus vidas sin tapujos. Pero en Larne Court no hay secretos que valga la pena saber, se queja ella.
Maureen le cuenta su historia. Es de Cork hasta la médula; los años que pasó en Londres no consiguieron quitarle su acento. Sus viajes le otorgaron precognición, sin embargo, porque levar anclas te aviva el juicio y te da clarividencia. La soledad puede tener ese efecto en el alma, dice ella. La gente no está hecha para existir fuera de su tribu, de forma que a veces enloquece y a veces esa locura se manifiesta en forma de sensibilidad psíquica. La locura ama tanto la locura como la soledad ansía compañía, y así es como Maureen se vio atraída hacia Ryan y le fue revelado su carácter y pudo ver que tenía las costuras rotas. Pasar de largo de Ryan le habría resultado igual de imposible que atravesarlo.
Como es natural, él no se cree ni una palabra, pero tampoco puede hacer nada para obligarla a soltar la verdad. Se va al piso de ella inflamado de furia y ella le echa un cubo de agua encima inmediatamente.
—Puede que hacerte el chulito así te funcione con esos italianos de sangre caliente —lo reprende ella—, pero conmigo no va a funcionar, chaval.
—¿Qué pasa, que el oráculo especificó Italia?
—No. —De pie frente al fregadero para llenar la tetera, ella abre unas manos con las uñas cortas, de color claro y sin anillos—. Fuiste tú.
Y es posible. Es posible que el asombro que recuerda haber sentido estuviera más asociado con la bebida y con las drogas que con la afirmación que hizo ella de ser clarividente. Ryan habla mucho cuando va de pastis. De forma que ahora esa mujer que sabe que él es más malo que una caída de espaldas y que está más sucio por dentro que el palo de un gallinero le hace un té y a él no le queda más remedio que bebérselo.
Ella se apoltrona en el sofá y le dice:
—No estás preparado para hablar conmigo.
—¿De qué?
—¿Lo ves? —Ella suspira.
Así pues, ella continúa con su historia. Ryan analiza cada frase. Ella debe de tener la edad de su abuela, de forma que él escucha en busca de nombres de calles y enemigos comunes. Está claro que Maureen es del Northside.
—Háblame de música, entonces —dice Maureen de pronto, antes de que la historia de ella termine de forma satisfactoria para él.
—¿Qué quieres que te diga de la música?
—¿Cómo lo voy a saber? El músico eres tú, ¿no?
—Soy músico, sí —confirma él en voz baja.
—¿Y sigues sin tocar?
—Sí que toco.
—Me encantaría pensar que me equivoco en eso. ¿Qué tocas?
—El piano.
Maureen mira por encima de la cabeza de Ryan y dice:
—El piano. Eso te lo podría haber dicho yo. —Carraspea y pregunta—. ¿Hay muchos ganstercillos que toquen el piano?
—Tienes que dejar de decir eso.
—¿El qué? ¿Que eres un ganstercillo o que tocas el piano?
Ella recoge las tazas y vacía los posos. Las lava y las deja con cuidado en el escurridero. A la derecha del fregadero debe de haber dos semanas enteras de platos y ollas sucios.
—Te van a venir ratas.
—Qué va.
Ya son casi las ocho y hay una docena de cosas que Ryan debería estar haciendo en vez de quedarse ahí sentado con una chiflada escuchando mentiras.
—Háblame de lo del piano —dice ella, de vuelta en el sofá. Lleva un jersey de punto azul; se saca un pañuelo de papel de las mangas y se da unos golpecitos rápidos con él en la nariz.
—No es más que un hobby.
—¿Y ser gánster también es un hobby o es una vocación?
—No soy ningún gánster. —Ryan se inclina hacia delante en su asiento—. No estoy en ninguna banda. No empiezo guerras territoriales.
—¿Tienes antecedentes penales?
—No.
—Sí que los tienes. —Ella está encantada consigo misma.
—¿De dónde sacas esa idea?
—Del mismo sitio que todas las demás.
—Si fuera un gánster, ¿estaría sentado aquí?
—Sí —dice ella—, porque a un ganstercillo le preocuparía lo que digo, y vendría a preguntarme de dónde saco mis ideas.
—Un gánster estaría mucho más cabreado que yo.
—A menos que fuera de los que tocan el piano. —Se ríe y la risa se le despliega desde la barbilla arrogantemente enhiesta hasta los dobleces del regazo. Deja escapar un suspiro feliz—. Háblame de lo del piano —repite—. ¿Cuándo empezaste a tocar?
A los tres años. Una hora al día con su madre, incontables horas él solo, juntando cacofonías que la paciencia de ella pulía poco a poco en forma de melodías. Empezaron a calificarlo cuando tenía ocho años, y acababan de darle el diploma de cuarto de piano cuando su madre decidió quitarse de en medio. Fue lo más lejos que Ryan llegó en términos de educación formal. Su padre dio por sentado que aprobar la asignatura de música del primer ciclo de la secundaria ya era sustituto suficiente. Siempre y cuando Ryan hubiera hecho su examen práctico…
Él hace el gesto de degollarse.
—¿Qué? —insiste Maureen.
—Que vendió el piano.
Ella tiene la generosidad de palidecer.
—Mi nieta toca el piano —dice.
—Ah, ¿sí?
Maureen hace una mueca.
—No me preguntes en qué nivel está ni qué exámenes ha hecho, porque no tengo ni idea. Pero todo lo que toca suena como la marcha fúnebre.
—¿Cuál?
—No seas descarado —dice ella.
Aunque sabe que no debería, Ryan ensancha la boca en una sonrisa.
—¿Y fue entonces cuando dejaste de tocar? —Maureen saca un cigarrillo del paquete de la mesilla que hay entre ellos, pero no lo enciende; se limita a sostenerlo entre el pulgar y el índice y a darse unos golpecitos con él en el labio inferior.
—Durante mucho tiempo.
—¿Cuánto?
Ryan se encoge de hombros. Por aquella época ya había encontrado equivalentes: el sexo, las drogas, la sangre. La música no era lo único capaz de emocionarlo. El piano ya no estaba pero ahora tenía una novia, acceso a todos los estimulantes que quisiera y el descubrimiento incipiente de su propia fuerza, aunque sabía que no debía usarla nunca contra su padre. Se lo planteó, por supuesto. De madrugada, en el dormitorio que compartía con sus hermanos, se imaginaba su venganza del patriarca debilitado en la seguridad del interior de su cabeza, donde su rabia no tenía donde ir.
Debió de ser al menguar la cólera cuando volvió la necesidad de la música, pero para entonces Ryan ya le había cogido miedo, ya le preocupaba la posibilidad de que su talento solo pudiera existir en competencia con las drogas, la sangre y el sexo cuando no podía pasar sin su trabajo, su mala actitud o su novia. De forma que durante una temporada lo que hubo eran sets de DJ que lo alucinaban: Danny Howells, Steve Lawler, John Digweed. Aprendió a hacer mezclas, luego a componer temas con sampleados y por fin a grabar los suyos propios. Le compró un teclado MIDI de segunda mano a un tipo que se había dado cuenta demasiado tarde de que hacer música era difícil, pero juguetear con el teclado solo consiguió amplificar el déficit, de forma que terminó gastándose casi mil euros en un piano digital Yamaha, lo instaló meticulosamente en su habitación y se dedicó a contemplarlo con resentimiento durante mucho más tiempo del que puede entender ahora.
Y por supuesto, hubo también el silencio entre su sobredosis accidental / no accidental y el momento de llevarse accidentalmente a la cama a Natalie. Pero eso no lo menciona. Tampoco menciona el hecho de que pasó nueve meses entre rejas sin nada para seguir el ritmo más que el latido entrecortado de su corazón.
—¿Y tocas bien? —pregunta Maureen.
—De pena.
—Anda ya, tan mal no lo debes de hacer si llevas tocando desde niño.
—Sí, pero no es el caso, ¿verdad? Toqué de los tres a los once y luego medio toqué de los once a los quince y luego me pasé años sin tocar como Dios manda. La negligencia te mata. Así que tenías razón cuando adivinaste que ya no toco. El otro día toqué una tarantela y sonaba a…, joder. —Se pasa una mano por la frente—. A cuervos cagando en un techo de uralita.
—Bah, seguro que es falsa modestia. Tienes que tocar para mí.
—Claro.
—Deberías. Tengo muy buen oído.
—Muy buen oído y un tercer ojo. Supongo que también puedes tocar olores. Y probar la cena antes de cocinarla.
—Dios, pero mira que eres grosero. Supongo que es lo apropiado para un ganstercillo. ¿Tienes coche?
Él frunce el ceño.
—¿Por qué?
—Porque necesito que me lleves a un sitio.
—Eh, para el carro, ¿vale? No soy un taxi.
—Ya sé que no eres un taxi. Pero sé que eres un chaval como Dios manda y que te das cuenta de que afuera hace un frío que pela.
—¿Como Dios manda? ¿Pero no me acabas de decir que soy un gánster?
—Tienes edad de ser las dos cosas —dice ella—. Aunque ya te queda poco para que yo cruce la calle para evitarte.
Él sonríe.
—Y, a todo esto, ¿quién dice que tengo coche?
—Bueno, espero que ese bulto que tienes en el bolsillo sean unas llaves.
La sonrisa se evapora.
—¿Cómo?
—¿Son las llaves de tu coche o no?
—Dios bendito, menudo comentario.
Maureen recoge su abrigo del respaldo del sofá.
—Venga —dice—. No tengo toda la noche.
Ella espera a que Ryan salga del piso antes de cerrar.
—En los setenta yo salía con chicos —le explica—. Y por entonces también llevaban los pantalones muy ajustados.
—A ver, ¿te importa no ir de pervertida conmigo?
—Tienes una opinión muy elevada de ti mismo. Me temo que estás un poco verde para mi gusto.
Ella lo sigue hasta el coche.
—Muy bonito —le dice, acomodándose dentro—. Debes de ganarte bien la vida con tus chanchullos.
—Pues, mira, en realidad lo compré a precio de ganga porque el dueño anterior se iba a Australia, y aun así tuve suerte de que me llegara la pasta, así que… —Y a punto está de decir «vete a la mierda».
Maureen va a Glanmire, que le pilla de camino, según ella, aunque Ryan no recuerda haberle mencionado dónde vive. Hay que añadir esa información a la lista de cosas que le debió de decir a esa desconocida descarada y que ahora ella está intentando venderle otra vez envueltas en mentiras.
—Tu madre —dice ella, mientras cruzan el puente— ¿daba clases?
—Solo a mí. Lo intentó con mis hermanos y con mi hermana, pero a ninguno le gustaba tocar.
—Así que eras el favorito de mamá, ¿verdad?
—No pude serlo porque ella no era una mamá.
—¿Qué era entonces, una mamma? Qué lástima que ya no esté para verte…
Por un momento de furia él piensa que ella va a decir «metido en el crimen organizado», pero lo que dice es:
—… saliendo con novias. ¿Las mammas italianas se meten mucho en esas cosas?
—¿Estás hablando de la chica que estaba conmigo anoche? No es mi novia.
—Ah, pero hay otra que sí lo es.
Quizá el matiz estaba presente en la forma hosca en que él la ha corregido. Se paran en un semáforo. Maureen lo mira, pero él mantiene la vista al frente. Las luces artificiales superponen patrones sobre el negro; más densos al nivel de sus ojos y más dispersos por encima, como las últimas boyas antes de entrar en mar abierto.
—A mi madre —dice con voz inexpresiva— le habría importado una mierda. No era un estereotipo.
Maureen suelta una risilla.
—¿No es un rollo italiano lo de tener dos novias? Supongo que eso explicaría lo de los vaqueros.
—Ni siquiera son ajustados, son… —Recobra el juicio y se calla.
Ella gorjea encantada, como un canario que acaba de verse reflejado en un espejo colgante.
—Estás cagándola —le dice él.
—Uy, lo tengo claro.
Al cabo de diez minutos paran en la entrada para coches de una casa no adosada en mitad de una finca bien cuidada. La casa está a oscuras salvo por un resplandor en la entrada y por las luces de Navidad que enmarcan las ventanas de la planta baja y envuelven el pulcro abeto que hay en mitad del jardín.
—No hay nadie en casa —dice Maureen.
A Ryan no le hace ninguna gracia oír eso. No quiere tener que volver con el coche al centro de la ciudad. Tiene dos canciones que terminar, una novia a la que aplacar y otra cuya fotografía necesita elogiar.
—Entonces, ¿necesitas volver? —dice, con un bufido, y Maureen se gira con expresión ligeramente irritada y le dice:
—¿Después de hacerte conducir hasta aquí? Tengo llave. Vamos.
—¿Vamos adónde?
—Es la casa de mi nuera.
—¿Y qué?
Maureen sale del coche y se queda junto a la puerta del copiloto, arreglándose el abrigo. Ryan no se mueve de su sitio. Ella se agacha para quedarse mirándolo por la ventanilla.
—Vamos —le dice, con la voz amortiguada.
Ryan abre la ventanilla.
—Te estoy preguntando adónde vamos. —Él da por sentado que ella cree haberse hecho amiga de un maleante y que se da la coincidencia de que tiene entre manos una fechoría demasiado pecaminosa para un solo par de manos.
Maureen niega con la cabeza como si ya hubiera explicado el plan dos veces.
—Es la casa de mi nuera —dice—. La madre de mis nietos, ¿lo entiendes?
Por fin Ryan lo entiende.
—No estarás hablando todavía del piano, ¿verdad?
—Tengo que oírte tocar —le dice ella.
—¿Quieres que fuerce la puerta de la casa de tu nuera para tocarte el piano?
—Por supuesto que no. Tengo llave. Joder, para ser músico estás sordo como una tapia.
—No pienso entrar en casa de unos desconocidos con una tía a la que acabo de conocer para darle un puto recital. ¿Estás colocada o qué?
—Deirdre y los niños están pasando el Año Nuevo en España —dice ella—. Y mi hijo ya no vive aquí, ella lo echó. Así que no habrá nadie para criticarte más que yo.
—¿Criticarme? ¿Qué te crees, que eres Simon Cowell o algo así?
—Pues sí —dice Maureen—. Eso mismo. —Se gira y echa a andar hacia la puerta de la casa. Ryan se queda sentado en el coche negando con la cabeza y mirando la espalda que se aleja; por fin sale del coche y la sigue.
El pasillo es de madera de colores vivos y tiene unas paredes blancas salvo por dos pinturas a juego de un color apagado que gotea sobre otro color. Maureen abre la puerta que hay a la izquierda —«Aquí»— y le indica con un gesto breve de la muñeca el piano vertical que hay en la esquina.
La tapa del teclado está bajada, el acabado de ébano abrillantado y alguien le ha puesto encima un cuenco de cristal lleno de guijarros azules y grises. El taburete ha sido retapizado a juego con la gama de colores de la habitación. Es de color crema, igual que el sofá y que los sillones.
Ryan levanta la tapa del teclado.
Han pasado cinco años pero el único cambio es que lo han abrillantado y le han cambiado alguna que otra tecla.
—Es mi piano.
¿Eh?, dice una voz detrás de él.
Ryan intenta repetir lo que ha dicho pero no le sale. Piensa que debe de estar equivocándose. Piensa que el gentil caos de la velada le está haciendo mentirse a sí mismo. Pero la verdad le hace cerrar los puños y le revuelve el estómago.
Puede ver hasta el último arañazo y desconchón, sin más tratamiento ni camuflaje que un poco de limpiador Pledge.
—Es mi puto piano.
Se sienta pesadamente en el taburete.
—Es el piano de mi nuera, Deirdre —dice Maureen en voz baja.
Ryan se gira para mirarle la cara. No está sonriendo, pero su expresión es afable. Sus mejillas parecen más rollizas. El pelo se le riza por encima del cuello del abrigo.
—¿Deirdre qué más?
—Se llama Deirdre Allen.
—Pues tiene mi puto piano.
—Es una ciudad pequeña.
Él se levanta de un salto.
—¿Cómo has sabido que era el mío?
Maureen levanta la vista hasta el techo. Se pone a hablar. Abre las manos y empieza a farfullar con voz contrita.
Ryan no espera a oírlo. Sale a toda prisa al camino de entrada, se abre paso hasta su coche y ve su piano llegando en furgoneta a este jardín, ve cómo lo meten de cualquier modo por el umbral y lo dejan torcido en el pasillo mientras una zorra estirada dicta dónde hay que ponerlo para que sirva de soporte a su puto jarro de putos guijarros.
Le viene a la cabeza el día en que se llevaron el piano de su madre. Le vienen lágrimas a los ojos.
Las horas siguientes son un revuelo de furia y dolor. Y las horas que siguen a las siguientes las pasa sobre todo durmiendo; se despierta en más de una ocasión, estresado incluso en los espacios que habita su mente inconsciente. Se levanta a media mañana y se queda sentado, primero furioso y después triste; decide acudir a su padre.
Se dedica a evitar la cuestión un rato, porque tanto a Ryan como a Tony se les da bien evitar las cosas. Nunca dicen nada salvo por medio de encogimientos de hombros y de los nudillos. De forma que, cuando Ryan le dice: «¿Te acuerdas de a quién le vendiste mi piano?», aun así está omitiendo montañas enteras: ¿te acuerdas de a quién le vendiste el piano de mi madre? ¿Y por qué te cabreó tanto que yo me quedara hecho polvo de perderlo?
Tony no se acuerda. Fue hace mucho tiempo. A una mujer, sí, era una mujer seguro.
—¿Pero por qué me lo preguntas ahora, chaval?
—No sé. Quizá querría recuperarlo.
A Tony no le gusta esto. De pronto le parece que el sentimentalismo es un privilegio de ricos. Tose, se cruza de brazos y mira a su hijo con expresión sombría, como si esta conversación lo pusiera enfermo.
—Era el piano de mi madre —dice Ryan—. Es más importante para mí que nada más en este puto planeta.
—Sí, era el piano de tu madre. —A Tony le cuesta horrores admitir algo tan simple; se le arrugan las comisuras de la boca—. ¿Y qué? No lo compramos hasta que compramos la casa. Antes su piano era el de la casa de sus padres en Nápoles. Y antes había tenido otro distinto. No tiene sentido gastar tiempo y energía en encontrar algo tan…
¿Fundamentalmente inservible?, es lo que Ryan cree que va a decir. A Tony lo está mortificando el interrogatorio; no le gusta que le recuerden cómo le cortó las manos a su hijo. Ryan le podría preguntar: ¿te dice algo el nombre Deirdre Allen?, pero no se lo pregunta. La mala memoria de su padre lo termina cansando y sabe que no va a poder aguantar veinte minutos más de sus temblores y sus balbuceos.
Además, haber dormido tan mal ha dejado a Ryan casi convencido de que todo lo de anoche fueron imaginaciones suyas. No hay garantía de que pudiera distinguir dos pianos U3 ni aunque los tuviera uno al lado del otro, no digamos ya con media década de separación. Y, en cualquier caso, fue una velada extraña.
De forma que va a disculparse.
Maureen suelta un suspiro cálido cuando le abre la puerta y se hace a un lado para dejarle entrar.
—No me voy a quedar —dice Ryan—. Solo quería… Te debo una disculpa.
—Ah, ¿sí?
—Por largarme de golpe así. Y dejarte en Glanmire.
Ella vuelve a suspirar.
—Estás hecho un blando —le dice.
—No es que sea un blando. Es que… —Se gira hacia el jardín y encuentra el resto de la mentira entre los arbustos—. Me educaron bien.
—No, eres un blando. Y en tu ambiente eso es un problema tremendo.
—Escucha —dice Ryan. No tiene tiempo para dar comidilla a charlatanes. Tiene planes para acomodarse en el jolgorio posnavideño, centrado en cuestiones como el dolor de su jefe y el dolor de su novia. Exnovia. Novia—. El piano de mi madre significaba mucho para mí. Así que quizá reaccioné de forma exagerada cuando vi el de tu nuera. Es el mismo modelo. Pero no puede ser el mismo…
—Puede serlo —dice ella—. No creo que haya tantos en Cork.
—Pero bueno, mira… —Se saca el teléfono del bolsillo y se dedica a pasar pantallas—. Aunque lo sea, ¿qué importa? Solo he venido a pedir perdón por ser un capullo. Y soy consciente de que te portaste bien conmigo cuando me encontraste, así que gracias. Supongo que nunca conseguiré hacerte admitir que eras la compañera de bingo de mi abuela o lo que seas, así que felicidades por mantener el misterio. Y, bueno, ya sabes… Nos veremos por ahí.
Ryan se da la vuelta y Maureen le dice:
—Deirdre no vuelve hasta el 10, o sea que si quieres echar otro vistazo dímelo.
—No, gracias. —Él levanta la mano, mantiene la vista pegada a la pantalla y se aleja por el camino.
—Te veré cuando estés preparado para hablar —lo llama ella—. Ya sabes dónde encontrarme.
Ryan vuelve a levantar la mano y una vez dentro del coche piensa: Mira, tía, no estoy para medias verdades ni para cuentos chinos. Conduce hasta casa. Pone agua a hervir para el té. Se sienta en el sofá. Y sabe que va a volver, y lucha contra ese convencimiento, y se insulta a sí mismo por quererlo.