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Dice Dan Kane que la suerte depende de uno mismo, que el destino es cruel si no haces nada para cambiarlo y que la fortuna hay que dirigirla. Así pues, Ryan ha heredado la convicción de que él también sabe lo que está haciendo y de que no puede esperar que nadie más se preocupe por él. Y Dan ha hecho mucho para ayudarlo.

Su relación con Dan empezó hace años. Noche de hogueras, líos entre el humo y Ryan escapándose por piernas; ya no se acuerda de qué había causado el jaleo, pero Dan paró a su lado al volante de un BMW Serie 5 negro.

—¿Tienes problemas, pequeñajo?

Ryan le soltó su «vete a la mierda» estándar y Dan se rio.

—El camello de tres al cuarto —dijo—. Me han hablado mucho de ti. ¿Qué pasa, que no reconoces a tu proveedor?

Dan es el jefe, claro. No especialmente alto pero de espaldas anchas, disimuladas a base de elegir bien la ropa, ojos grises y pelo canoso muy corto, se lo ve indiferente al estrés que provoca hacer negocios en una ciudad dirigida por gente peligrosa. Esto se debe en parte a una manipulación magistral de su consumo de drogas, que le permite adormecerse o reavivarse según le haga falta; las dosis que toma son de una precisión médica. Lo único que tiene fuera de sitio es un labio inferior demasiado grande, que le da pinta de boxeador huraño cada vez que se olvida de pegárselo a los dientes.

Por entonces Dan tenía a su alcance unas pastillas maravillosas y necesitaba compartir las ganancias. Con catorce años, Ryan andaba buscando cualquier sitio que no fuera su casa para pasar la noche y estaba harto de no tener más pasta que la que podía pillar de lo que se sacaba su padre. Vender rulas a un contingente de entusiastas hambrientos de emociones nunca le pareció la actividad destructora de la sociedad de la que tanto les gustaba lamentarse en las noticias vespertinas. De manera que Dan lo acogió.

Ese mismo hecho ya es notable —y otros salvajes lo han comentado—, porque en esa profesión la gente no coge aprendices. ¿Para qué dedicar tiempo y esfuerzo a educar a un rival? Si el cabroncete no te delata a las autoridades, se acabará enfrentando contigo. Los que están destinados a ganar dinero ya aprenden el juego sobre la marcha; no hay mucho espacio para instruir con paciencia a alguien.

Notorio, llamativo. Ryan ha llamado la atención a base de ascender deprisa. La atención de los policías —¿por qué no iba a haber policías?— que saben que la juventud significa fragilidad, que han mandado a Ryan al calabozo, que se meten con él por la calle y lo cachean en público. La de otros salvajes principiantes, los chavales con los que Ryan empezó y que se han quedado estancados en sucias salas de estar, jugando al Battlefield en gayumbos y vendiendo gramos y medios rollos de rulas a clientes esporádicos mientras él subía escalafones y se hacía con empleados propios y con un GTI. La de unos socios que llevan mucho más tiempo en el tajo y que ven cómo Ryan acumula ascensos y se sienten maltratados, y murmuran que es un niño prodigio instruido por su mentor solo para llevarse una bala en su nombre.

Y peor. La de una serie de salvajes profesionales a los que Dan Kane solo puede corretearles detrás. La carrera de Ryan ha despertado el interés de los amos de la ciudad.

Ahora Dan le ha dicho a Ryan que se reúna con él en uno de los muchos pisos a los que tiene acceso, un piso de dos habitaciones deshabitado e impoluto que hay encima de un bar del centro.

Ryan aparca en el muelle del río y se fuma la mayor parte de un porro mientras camina por Oliver Plunkett Street. La noche desciende y, con cada fogonazo ámbar, las farolas resplandecen, los escaparates resplandecen y el pavimento resplandece. Cork sostiene la noche y su gente se estremece y tose bajo su dosel: Ryan siente el contraste entre el cubierto y el raso, las calles abarrotadas que ofrecen refugio de un espacio que da vueltas, y las dos cosas le ponen nervioso. Esquiva a los payasos que se dedican a admirar los jerséis de Navidad de los demás, a las parejas de mediana edad que van a ritmo de caracol, a las chavalas con cara de palo a las que se les iluminan y se les apagan cíclicamente las pantallas de los móviles debajo de la barbilla. Ya va jadeando.

Dan está en plena forma. La tarea que tiene para Ryan es simple y consiste en transferir fondos de una cuenta bancaria a otra. Desde Italia, una voz masculina proporciona a Ryan los detalles relevantes y las instrucciones para ponerlos en práctica. Luego Dan le da un móvil desechable para que Ryan le pueda repetir estos detalles a una voz femenina situada en Irlanda.

Al principio piensa que va a hablar con la novia de Dan, Gina, porque aunque a Dan le gusta rodearse de chavalas —y cautivarlas con cuentos exagerados que abarcan el continente europeo entero hasta que ellas le permiten quitarse el estrés de encima entre sus piernas—, no suele ponerlas a trabajar para él. Pero esta mujer no es Gina, tal como Ryan descubre cuando ella contesta a su tono discreto con voz aburrida. Él modifica la suya a modo de respuesta.

—O sea, ¿estás apuntando esto?

—Me estás dando literalmente un IBAN —dice ella, y él prácticamente puede oír cómo pone los ojos en blanco.

A la mierda, le dice Dan a este pequeño contratiempo; lo ha apuntado, no pasa nada. Los dos bajan al bar y Dan invita a Ryan a una pinta y a un Jameson en un cuartito remodelado y decorado con luces LED y con una colección de artilugios kitsch de mercadillo.

Ryan lleva una temporada sin beber. Fue idea de Karine: si su constitución era débil, él tenía que dejar de ponerla a prueba. Pero ahora se le ocurre que tiene que beber si va a volver al ruedo, de forma que se beberá el veneno, se descubrirá el pecho sobre el altar y desafiará a los dioses para que se lo lleven. Todavía no se ha dejado joder por la bebida. La bebida convirtió en monstruos tanto a su madre como a su padre, y hay veces en que se plantea negarle la posibilidad de convertirlo en monstruo a él también, pero no beber equivale a admitir que estás roto. Y no está listo para eso. Ciertamente, no delante de Dan.

Al cabo de dos pintas y un Jameson, Ryan sale al patio para fumarse un cigarrillo y llamar a Karine. Y para tranquilizarla, porque si hoy va a ser su primer día oficial de vuelta al trabajo, tiene la sensación de que ha ido bien.

Ella oye el jolgorio que lo rodea.

—Por Dios, Ryan, ¿estás de fiesta?

—He terminado de trabajar —le dice él. Está achispado; quiere que ella venga aquí; nada normalizaría la situación tanto como eso. Karine suele animarse a salir los sábados por la noche. Ryan intenta acordarse de cuántos exámenes le quedan—. Me estoy tomando un par de copas con Dan.

—¿Y se lo has dicho?

—¿Si le he dicho qué?

—Ryan, no te hagas el gilipollas. ¡Que has terminado con él!

—No —dice Ryan. Señala al cielo con el cigarrillo y se frota la frente con la yema del pulgar.

—O sea que no lo vas a dejar.

—No es que yo no quiera. Es que él no me va a dejar irme, no funciona así.

—O sea que me estás diciendo que estoy haciendo el tonto, porque en cuanto te metes en esta mierda ya no te dejan salir, o sea que eres una causa perdida, Ryan, y tengo que dejar de intentarlo. ¿No?

—Eso es simplificar las cosas —dice él—. Esto no es tan simple. Yo gano dinero para él, ya sabes… Estas cosas no pueden cambiar de la noche a la mañana.

—Muchas cosas pueden cambiar en una noche, Ryan.

—¿Y eso qué significa, si puede saberse?

—Que hubo una noche hace poco en la que yo pensé que estábamos teniendo una simple pelea y de pronto eras otra persona. —Y le cuelga.

Ryan la vuelve a llamar pero ella no se lo coge. Él deja que salte el buzón de voz.

—Venga, tía. Ya sé lo que te preocupa. Y lo puedo arreglar. Lo que pasa es que entretanto tengo cosas que hacer. Solo hay que tener un poco de paciencia y tal.

Ve que Dan está saliendo por la puerta de atrás del pub, con pinta de estar contento.

—Espérame, Karine, por favor —dice Ryan.

Dan se le acerca con un vaso de tubo en cada mano.

—Tenemos cosas fantásticas por delante. Y a nuestras espaldas. —Y mira por encima del hombro al resto de fumadores. Hay tipos desperdigados por todo el patio, sosteniendo vasos de pinta que refractan la luz como si fueran farolillos, pero sobre todo hay chicas, unas dos docenas, con las piernas desnudas, vestidos de color claro y pelo liso y reluciente. Ryan intercambia una mirada con una morena de pestañas postizas y labios de color cereza. Ella le sonríe. Él aparta la vista.

En la otra punta del patio, Dan hace unas rayas encima de la mesa, tapándolas con el brazo. En cuanto las tiene hechas, las señala y Ryan sabe que no es tanto un gesto amable como una prueba; que si él quiere insistir en que está recuperado, entonces Dan va a esperar que lo demuestre, que se meta una raya y demuestre que está en condiciones. Ryan no quiere aceptarla. Ya está al borde de la borrachera y con ella puede llegar el pánico: la desintegración, un enredo de extremidades, espasmos pulmonares, lágrimas. Entre la espada y la pared, piensa, y se acuerda de los camorristi y de las peculiaridades manifiestas del idioma napolitano.

Se mete la raya. Se concentra en no perder los papeles.

Cosas fantásticas, le explica Dan. Lo que le interesa no es solo el dinero, sino los subproductos del dinero. Quiere autonomía para sí mismo. Le repite que no está interesado en rendir tributo a los barones del robo. Lleva demasiado tiempo llevando ofrendas a tipos como Jimmy Phelan, cuya única ventaja es que se hizo mayor una década antes que Ryan. La cocaína lo espolea; pronuncia su sermón mirando fijamente a Ryan a los ojos. Oh, van a prosperar, van a dominar el negocio en la ciudad, y aunque solo los mejores de los mejores conocerán sus nombres, todo el mundo va a conocer íntimamente su producto. Empresarios, actores, papás amos de casa, modelos.

—Mira a tu alrededor —dice Dan—, a toda esta buena gente, con sus licenciaturas y sus carreras y sus hábitos y sus medios y con todas las cosas malas que esperan que nadie vea que hacen. Todos quieren colocarse, y pronto todos querrán lo nuestro. Mira a todas esas tías. Ya casi lo están pidiendo.

»El hecho de que un tipo como yo llegue adonde ha llegado —continúa— es una cuestión de pelotas, y de paciencia, y de saber, de saber que vas a llegar, joder. Y de rodearse de la gente correcta —añade, generoso—. ¿Cómo harías eso tú, Ryan? ¿Cómo te rodearías de los chavales correctos para que te hagan los trabajos que quieres? —Pero no espera respuesta, y Ryan ha oído otras versiones de este mismo discurso—. No es una cuestión de suerte —continúa Dan, dando golpecitos con los dedos sobre la mesa, retorciendo el labio inferior, ajustando una y otra vez su campo de visión por encima del hombro de Ryan—. Es una cuestión de ser capaz de ver las cualidades que quieres y luego tener capacidad para esculpirlas. Yo nunca me equivoco con el carácter de las personas.

Ahueca su mano en torno al lado izquierdo del cuello de Ryan.

—Durante todo este tiempo que te has pasado recuperándote de tus rollos, yo no he dudado de ti ni un momento, Ryan.

Dan no duda de Ryan porque Dan no sabe que Ryan ha estado haciéndole favores a Jimmy Phelan.

Es un recuerdo que Ryan no puede arriesgarse a revivir. Si rememora cualquier cosa de sus inconvenientes vacaciones, o del día en que perdió los papeles con su novia, lo aplastará la culpa de la traición. Se acuerda de su padre, solo un momento, y eso ya casi le resulta demasiado.

Dan le abre la palma de la mano a Ryan a la fuerza. Le pone unas cuantas pastillas que tienen estampada una forma curvada con las dos puntas afiladas.

—Un fénix —le dice—. Nunca llegaste a probarlo.

Ryan cierra la mano en torno a la muestra y se la aprieta contra la palma. Dan le vuelve a poner la mano en el cuello. Frente con frente, Ryan cierra los ojos. Dan flexiona los dedos.

—Es de putísima madre tenerte de vuelta, pequeñajo —le dice.


Cork es una ciudad pequeña de ciento veinte mil almas. Las vidas de sus residentes siempre se están pisando las unas a las otras, de forma que no tiene nada de raro que Ryan comparta pasado con gente cuyas fechorías son mucho más oscuras que las suyas. No tiene nada de raro que Jimmy «J. P.» Phelan, la más exitosa de las equivocaciones de esta ciudad, creciera con Tony Cusack, ni que la conexión familiar durara hasta que el hijo de Tony tuviera edad de resultar útil. No tiene nada de raro, por tanto, que Phelan intentara enrolar a Ryan, cuya condición de pupilo de Dan ya era notoria. Y tampoco tiene nada de raro que Ryan se postrara ante el hombre cuya palabra era sacrosanta en las calles, sobre todo teniendo en cuenta que el castigo por no hacerlo era quedarse huérfano.

Hace seis meses, Ryan Cusack le hizo un favor a Jimmy Phelan.

Había una chica. Georgie. De unos veinticinco años, con los huesos sujetos en su sitio por un vestido de furcia. Ryan había sido su camello cuando ella tenía quince o dieciséis; tenía el pelo muy negro y era una chavala nerviosa y propensa a las risitas, demasiado frágil para manejar a forajidos adultos. Fuera cual fuera el agravio que le había hecho a Jimmy Phelan, era lo bastante importante como para requerir su defunción: un día de lluvia Phelan entró chapoteando en casa de Tony y le pidió a este, que vivía perpetuamente chapoteando en alcohol, que se encargara de la tarea, pero como Tony era débil, el trabajo recayó en su primogénito. Ryan se llevó a la chavala a su cuchitril para hacer el trabajo. Actuando en nombre de su padre, y bajo el control del hombre más beligerante que había conocido nunca, no había sitio para el error, pero Ryan fracasó y fracasó gloriosamente. En vez de cargarse a la chavala, la metió en un avión y le dijo que se largara y no volviera nunca; pero no podía confiar en que ella obedeciera. De hecho, ni siquiera le había pedido su palabra de honor.

Pero así es como funciona la ciudad.

Están los tipos de arriba, y conocer sus nombres es una maldición. Villanos en su mayoría, aunque a veces ocultos bajo una capa de virtud: oficiales de la policía, agentes de aduanas. Ryan no sabe quiénes son, pero sabe que están ahí. En alguna parte se está llevando a cabo un círculo de favores, un círculo infinito, y Ryan lo sabe porque de vez en cuando araña una porción de sus ganancias o bien se encuentra en la mierda cuando las cosas no salen como a ellos les gustan. Y así es como funciona el mundo, sospecha; da igual que seas una estrella del rock, un pringado que trabaja en McDonald’s o un camello de nivel medio.

Y así es como funciona también Ryan. Aceptó la misión que le había encargado Phelan porque no era lo bastante grande para negarse. Y le ocultó la misión a Dan porque, para Dan, Phelan es tan opresor como el comisario de la Policía; Phelan reprime las actividades de Dan, coarta sus iniciativas comerciales y se adhiere demasiado estrictamente a unas ideas arcaicas sobre el territorio. Jimmy Phelan nunca ha sido confidente ni amigo de Ryan, pero Dan no va a distinguir entre confidente, amigo o tirano; no le va a importar cómo se llegó a la traición, solo que se produjo.

Pero mira, se dice Ryan a sí mismo, si sentirme culpable va a hacer que me traicione a mí mismo, entonces tengo que dejar de sentirme culpable. A fin de cuentas, así es como funciona la ciudad. Y tampoco es que la relación entre ambos se haya definido siempre por el respeto y la fraternidad: Ryan le ha aguantado muchas cosas a Dan. Bofetadas, por ejemplo, lecciones administradas en el cogote o en el mentón, en pubs, en pasillos o en solares. Órdenes maleducadas transmitidas a ladridos y exhibiciones abusivas de superioridad. Ryan siempre se lo ha aguantado todo, y hasta cuando todo era una mierda, esa mierda siempre era un simple medio para alcanzar un fin. Lo que cuenta es el dinero y lo que cuenta es ir ascendiendo. Ryan no va a ser nunca uno de esos vejestorios hechos polvo que te encuentras los martes por la noche en el Holyhill Inn, con los dos brazos tatuados y acompañado de una vieja tuerta con el puto pelo cardado.


El pub va a cerrar y todavía quedan horas de noche por matar. Dan está haciendo equilibrios sobre la cuerda floja que separa la borrachera de la lucidez. Ryan es más torpe sobre esa cuerda; le ha perdido un poco el tranquillo a estas cosas, pero Dan está de tan buen humor que o bien no se da cuenta o bien no le importa.

—Vamos a ver cómo está el resto de la ciudad —dice Dan, y elige un club llamado Room.

Seis semanas encerrado en su habitación y a Ryan le toca terminar en un local llamado Room. La fea coincidencia no ayuda precisamente a ponerlo de buen humor. El local está bastante muerto, pero la música de baile a todo volumen hace de suplemento de las pastillas, o de la coca, o del subidón artificial que sea que ha empujado a la clientela a la pista de baile. Ryan quiere un whisky doble. Quiere tomarse dos rulas juntas.

—Este bar se ha ido al carajo —dice Dan, aunque dice lo mismo de todos los locales, la señal más clara de que un hombre ya tiene treinta y muchos años—. Pídeme una ginebra —dice, y se va por detrás de la cabina del DJ para salir al balcón, la zona VIP, un espacio que usan matones de mediana edad para impresionar a chicas hipócritas con zapatos incómodos.

Ryan se dirige a la barra. Está de camarera Rachel. Hace un par de años Ryan tuvo un rollo de una noche con ella. Fue un momento en que estaba cabreado con Karine —dolido y medio loco por el tema—, y hubo una fiesta en una casa y, en fin, son cosas que pasan.

Hey, Ryan, dicen los labios de ella.

Él se lleva una ginebra, un Jameson y la sonrisa de Rachel al balcón, donde Dan ya ha encontrado a tres chicas a las que engatusar con sus fantasmadas. Ryan le da su copa. Hay veces en que Dan se contenta con tener su compañía durante los preliminares; cuando ya ha decidido qué chica le gusta más y necesita a alguien que le distraiga a las amigas. Ahora parece ni fijarse en Ryan, de manera que Ryan camina hasta la barandilla, contempla la pista de baile y le vienen ganas de apoyar la cabeza sobre el acero bruñido, cerrar los ojos y dejarse caer hacia delante. De saltar la barandilla.

Pero en ese momento ve que está cruzando la pista de baile Colm McArdle, promotor, mánager y maestro de ceremonias en general provisto de la estatura necesaria para ello, metro noventa, espaldas bien anchas y mejillas bien sonrosadas. Colm levanta los brazos, apunta con las manos en dirección a Ryan y le hace con los dedos lo que él denomina la señal de los cuernos, aunque Ryan, que tiene sangre napolitana, la conoce como algo completamente distinto. Colm va moviendo la cabeza al compás de la música mientras se abre paso por entre la multitud.

—Pero mira a quién tenemos aquí —grita en cuanto llega al balcón. Con un deje de Belfast en la última palabra—. ¿Has estado una temporada en Inglaterra o algo así?

—No —dice Ryan, y aunque le conviene dejar claro que su desaparición no ha tenido nada que ver con las autoridades, no añade ningún detalle; ¿qué detalles dar del vacío?

—Pensaba que te habrías ido a Londres. O a Ámsterdam. Me dijeron que estabas escurriendo el bulto.

Ryan sonríe y vuelve a decir que no con la cabeza, y Colm es lo bastante listo como para cambiar de tema.

—Tengo una pequeña propuesta para ti —le dice.

Cruza los brazos sobre la barandilla junto a Ryan y los dos echan un vistazo a las cincuenta personas más o menos que hay en la pista de baile.

—Menudo antro de mierda —dice Colm.

La gélida luz azul del balcón le resalta el pelo rubio y les da un resplandor extraterrestre a sus pestañas incoloras.

—Becarias muertas de hambre bailando una música que al DJ le trae sin cuidado —dice—. Bebiendo jarras de meados y husmeando a ver si encuentran a algún pringado con más farlopa que sesos del que colgarse. La movida se muere delante de todos y no hay nadie que tenga recursos para salvarla.

Le pregunta a Ryan si se acuerda de cuando ir de clubes era lo único que importaba, de cuando se pasaban la semana entera esperando el fin de semana para ponerse hasta el culo y sentir que formaban parte de algo. Tratándose de un chaval de veinticinco años, es una nostalgia tan ferviente como sospechosa. Ryan le dice que se acuerda, aunque no es verdad. La movida se ahogó en su propio vómito mucho antes de legalizarse. Y mucho antes de que Colm fuera mayor de edad.

—Se gana dinero —dice Colm—. Los DJ empiezan a cobrar una millonada solo por aparecer una hora un viernes por la noche, como si fuera algo noble obligar a una panda de idiotas a bailar con trance malo. Así pues, ¿para qué vas a apoquinar doscientos euros para subvencionar… —arruga la nariz— EDM de mierda cuando puedes juntar a tus colegas, pinchar la misma mierda que escuchabas hace dos años y ponerte ciego en la comodidad de tu casa? Entretanto yo me paso el rato intentando convencer a mis jefes de que pongan suficiente pasta encima de la mesa para contratar a unos cuantos nombres decentes y lo único que consigo es que se me pongan bordes y me digan que no están las cosas para correr riesgos. ¡No están las cosas para riesgos! Claro, claro, cómo no. Así que estoy montando mi propio club, para los que todavía queremos flipar con la música sin bebidas a precio de oro ni DJ ultramegahípsters.

Se yergue del todo. Tamborilea con las palmas de las manos en la barandilla y se da la vuelta para mirar a Dan.

—Voy a buscarle una copa —dice, y se aleja otra vez, y Ryan aprovecha para tragarse la primera de las pastillas que le ha dado Dan y luego, mientras Colm regresa, la segunda. Ryan sabe que no debería estar saliendo de fiesta con su estado de ánimo, pero no le queda otro remedio, primero por una cuestión de deber y también por las sustancias que ya tiene en el cuerpo. Tiene una necesidad perentoria de satisfacción, o bien, si no de satisfacción, de alguna clase de oleada de olvido. Quiere un respiro de la ansiedad que le produce la resaca que ya está fermentando.

Colm le entrega a Dan la copa a la que le ha invitado y este le da una palmada ausente en el brazo.

Colm regresa con Ryan y le dice solemnemente:

—¿Cuento contigo?

—¿Conmigo?

—Que si cuento contigo. Para mi plan.

—Yo no sé nada de montar clubes, colega.

—He oído tus remezclas. Eres mejor de lo que crees. Venga, estoy a cientos de millas de mi ciudad y tú eres mi pequeño genio local.

Se encienden los haces del LED. Los rayos atraviesan la oscuridad y se activa la luz estroboscópica. Los movimientos de los bailarines se vuelven espasmódicos y el DJ introduce una pausa enorme, rollo DJ Tiësto, ideada para tocar las narices al máximo a un personal que no tiene ni idea de cómo parar.

—Vale, voy a ser sincero contigo —dice Colm—. He invertido miles de euros de mi bolsillo en este proyecto. He encontrado local, he conseguido licencia, todo está listo. Pero el tío que tenía que ser mi socio se me ha largado, y tengo que admitirlo, estoy en apuros, Cusack.

—¿Por qué se ha largado?

—Ha emigrado, el muy hijo de puta.

Debajo de ellos, los bailarines levantan las muñecas por encima de las cabezas y las luces se mueven de un lado a otro.

—Pero ¿qué crees que puedo hacer por ti? —dice Ryan.

—Necesito a alguien que esté conmigo en esto, y tú tienes el talento y los contactos. Sé que parece que tengo mucha jeta, vale, pero hace semanas que pasó el momento de la diplomacia. Y, de verdad, aunque el otro tío no se hubiera largado a Canadá, yo te habría pedido igualmente que pincharas unas cuantas noches. Si te hubiera visto en las últimas semanas, te habría estado comiendo la oreja con esto.

—¿Has oído hablar de las cooperativas de crédito, Colm?

—Escucha, todo pasa por una razón —dice Colm—. Creo que esta es la forma en que tenía que pasar desde el principio. No busco un crédito, busco cómplices.

—Lo que buscas es a alguien que te presente —dice Ryan.

Los dos miran cómo Dan se camela a su público.

—Sí, bueno, no se te escapa nada —dijo Colm.

Una de las chicas de Dan rompe filas y se aposenta en uno de los sillones de cuero del balcón, y Ryan aprovecha ese momento de desorden para volver a entrar. Se planta al lado de Dan, se acerca a él y le dice:

—McArdle te quiere consultar una cosa. —Y aunque no pueden oír lo que Ryan y Dan están diciendo, las chicas, achispadas y efervescentes, parecen interesadas en la dinámica entre ambos.

La propuesta de Colm es breve. Ryan no oye los detalles. Por mucho que hayan tenido la conversación sobre el talento y la genialidad, la propuesta no es cosa de él. A Dan le interesará o no; le preguntará su opinión a Ryan o no.

Y por fin lo siente en el fondo de la cabeza. Las pastillas le están subiendo.

Colm está contando algo con los dedos para Dan y Dan está diciendo que sí con la cabeza.

Ryan parpadea. Nota que se le despegan las pestañas de la piel. Se le relaja la garganta. Las pupilas se le inundan. La euforia le sube del suelo a los tobillos, a los muslos, a la entrepierna, al vientre y a los hombros. Dan agarra del hombro a Colm y se gira otra vez hacia las chicas. Colm, sonriente, hace girar una muñeca al ritmo de la música. Ryan mastica las notas y las obliga a bajar, como si lo pudieran amarrar, como si la música pudiera conseguir que dejara de girar de regreso a la oscuridad. Le alarma lo rápido que le está subiendo. Esto va más allá de la euforia; esto es una pérdida salvaje de perspectiva y de parámetros.

—Estás colocado, ¿verdad? —le brama Colm al oído.

Ryan se pasa una mano por la boca y se agarra el mentón.

—Tiene buena pinta —continúa Colm—. Lo de Dan, digo. Aunque lo que te ha dejado así también tiene buena pinta. Lo comento, nada más.

—Voy a salir a fumar —dice Ryan.

—Vale, voy contigo —dice Colm, y al parecer va con él. Ryan ha perdido la capacidad de fijarse. Se encuentra a sí mismo en la zona de fumadores, peleándose con la llama del encendedor; encuentra a una chica frotándole la espalda; se encuentra con que un segurata le dice que se vaya a beber agua; se encuentra a sí mismo convencido de que se va a morir; está impresionable e indefenso; solo le preocupa la falta de forma de esta experiencia—. Te estaba buscando Dan —dice Colm en un momento dado; la pista de baile se está vaciando; hay gente yendo a buscar sus abrigos pisoteados. Ryan está en un reservado de un rincón con todas las luces encendidas y una botella de cerveza en la mano.

—Espero que ahora llegue la fiesta —está diciendo Rachel; Ryan tiene la mano en la de ella, en su regazo.

Una vuelta en taxi, durante la cual Ryan cierra los ojos y Rachel le apoya la cabeza en el pecho; a él no le puede importar; no siente que su cuerpo sea suyo. Luego una fiesta, o alguna reunión siniestra. Ryan nunca ha estado tan perdido.

—No sé qué estoy haciendo mal —dice Rachel.

—¿Qué? —dice él.

Están en un cuarto de baño, muy pegados el uno al otro. Ryan le aparta la mano y se vuelve a abotonar los vaqueros.

—Mierda —dice él; se mira al espejo de encima del lavabo y le parece que todo está perfilado por una línea plateada muy fina.

—Podemos ir a mi casa —dice Rachel.

—Tengo que irme —le dice Ryan.

—Vale, déjame que coja mi abrigo.

Pero él no la espera. Se marcha, agarrándose el mentón y frotándose el muslo con la palma de la otra mano.

Llega al puente peatonal que hay al final de Bachelor’s Quay, donde el río se retuerce para recorrer su tramo final por el corazón de una ciudad empapada, todavía entrando y saliendo de la realidad, como si aquí el aire tuviera poco oxígeno y él se pudiera trasladar desde un Cork en el que tiene que hacer frente a camorristi y rutas de tráfico de drogas hasta un Cork que no está ahí, una ausencia de Cork.

Se sube al parapeto de acero del puente peatonal. Camina despacio hasta su punto medio y se queda de pie con las puntas de los pies sobresaliendo por encima de las aguas crecidas de diciembre. Detrás de él están la noche, los edificios vacíos y las casas adosadas en ruinas y el silencio de los que sueñan y de los borrachos perdidos. Delante de él, las luces del centro, lo bastante lejos como para que si hubiera alguien despierto y deambulando por allí no lo pudiera ver a él, una sombra sobre el acero.

Y ya es bastante malo que esté aquí. Ya es bastante malo que la oscuridad que lo venció en el fin de semana de Halloween haya sobrevivido al invierno, haya sobrevivido a la pacificación de su novia, al humo del cannabis y a su propia pérdida de paciencia. Ya es bastante malo que el producto que él mismo vende lo haya cogido por sorpresa. Pero es que ahora además está cantando, como si tuviera algo por lo que cantar.

Un popurrí al azar: Patrick Wolfe, Sam Cooke, Murder by Death, Joe Goddard. La mente le va dando tumbos, igual que su centro de gravedad. Si me caigo, piensa, terminaré muy mojado.

O muy muerto, y esa es la disyuntiva que lo detiene. Es muy buen nadador, de manera que si se cae al río y vuelve a salir dando brazadas al estilo crol, lo peor que puede pasarle es regresar a casa empapado y cambiar el colocón por una neumonía. Y eso no le apetece nada. Le apetece mudar de piel, dejar atrás su pasado; que lo encuentren por la mañana, apoyado en el parapeto, en paz y convertido en un colgajo, y digan: «Oh, pobre Ryan. Pero siempre estuvo perdiendo trozos de sí mismo, ¿no?».

El aire tiene dientes y él no siente los pies. Cierra los puños y se los mete en las mangas de la chaqueta. Está cantando. Por lo bajo o a pleno pulmón; no lo sabe.

—¿Se puede saber que estás haciendo?

Ryan gira la cabeza. Hay alguien detrás de él, una mujer, y no está hecha de whisky y sustancias químicas, ni tampoco parece venir de donde el aire no tiene oxígeno. Se le ocurre pedirle a la mujer que lo demuestre, pero la lengua se le pega al velo del paladar y al mover la mandíbula para despegarla pierde el equilibrio y hay un momento en que el acero tiembla y el estómago le sube volando hasta la garganta y por fin se cae de espaldas en el puente, golpeándose la cabeza y haciendo que la noche se ponga a dar vueltas.

La mujer se planta a su lado y frunce el ceño.

Ryan se incorpora hasta sentarse contra el parapeto, tan deprisa que se vuelve a golpear la cabeza y la mujer suspira y repite.

—¿Se puede saber que estás haciendo?

Él se obliga a ponerse vertical, raspándose los omóplatos contra el enrejado del parapeto, y esa mujer que está vagando por las calles de la ciudad en mitad de la noche frunce tanto el ceño que las cejas le aplastan los ojos.

—¿Y bien?

—¿Y bien qué?

—Que si se puede saber qué haces.

—Nada.

Ella suelta un ronquido de burla.

—Ah, claro. En qué gran época vivimos cuando te encuentras a jovenzuelos poniéndole ojitos al Lee de madrugada. Sin hacer nada. ¿Qué diría tu madre?

A Ryan no le parece muy probable que a su madre le vaya a apetecer conversar después de una década muerta. Empieza a decirle a la mujer que no está balanceándose ahí por su madre pero luego se distrae pensando que sí que está ahí por su madre, porque es para eso para lo que están las madres, y se queda con la boca abierta en mitad de la frase y menea la mandíbula y se acuerda de callarse, habida cuenta de que está con la mierda hasta el cuello.

—¿Cómo te llamas? —le dice la mujer.

En tiempos Ryan tuvo un buen portafolio de identidades falsas, construido antes de que la policía empezara a reconocerlo y de que los asistentes sociales tiraran la toalla con él, pero le duele demasiado la cabeza para acordarse de ninguna.

—Ryan —dice, por tanto, y ella espera a que él le añada el «Cusack».

—¿Y qué demonios te propones, Ryan Cusack?

La mujer tiene una voz mordida por miles de cigarrillos y una cara que da la impresión de que una mano enorme le hubiera empezado por la frente y se la hubiera barrido toda hacia abajo. Abuelita, qué dientes tan grandes tienes.

Confía de verdad en no haber dicho esto último en voz alta.

Pero puede que lo haya dicho. Ella tuerce el gesto.

—Venga, vamos —le dice la mujer.

Y echa a andar.