Capítulo 12

—Creo que es en la próxima esquina —dijo Sofía Bermüller de Karategui. Ella y Madama Yizmejiansborough habían recolectado ya una media docena de niños con sus madres, más uno (Sísifo Delveaux-Cifuentes), a quien acompañaba su haya Ulrica, y se dirigían a la residencia Martinu, donde al cuidado de sus tutores vivía Luis, uno de los mejores amigos de Toblerone.

—Si conseguimos a este, creo que serán suficientes —juzgó Madama Yizmejiansborough—. Me preocupa que, si vamos con demasiados niños, la comida no alcance para todos.

—¿Qué comida? —preguntó Toblerone Karategui, que caminaba junto a ella.

—Ninguna, Nené —le contestó su madre.

—Sí, ocho Nenés estaría bien —dijo Ulrica—. Porque nueve ya sería peligroso. Entre los aztecas, al menos, el nueve era número de muerte.

—Pero si vamos con ocho niños, estos ocho más Lilienthal van a sumar nueve —apuntó Madama Yizmejiansborough.

—¿Quién es Lilienthal? —preguntó Betsabé, una de las madres. Sofía se le acercó y, al oído, para que los niños no la oyeran, le recordó que Lilienthal era el homenajeado de la fiesta.

—Está bien, entonces mejor no vamos nada, a buscar a Luis —dijo Ulrica.

—Sí, además yo creo que el señor y la señora Martinu, los tutores de Luis, son de izquierda —dijo Sorela, otra de las madres. Su hijo, Chancristóbal, iba esposado a ella, como medida de precaución ante la eventualidad de que quisiera cruzar solo la calle y un auto lo pisara.

—Bueno, entonces vamos a tomar el ómnibus para el centro —propuso Betsabé.

—Mi primo vive en la otra cuadra —dijo Ulrica—, y tiene una camioneta grande. Yo creo que si le pedimos nos lleva.

Las restantes mujeres estuvieron de acuerdo en explorar esa posibilidad. Ulrica, secundada por Madama Yizmejiansborough, fue a hablar con su primo en nombre de todo el grupo.

—Tengo que pedirte un gran favor —le dijo, cuando él en persona abrió la puerta.

—Claro. Pasá, pasá —dijo él, y reparando en la presencia de Madama Yizmejiansborough, se corrigió—: pasen, pasen. Están en su casa.

Mientras Ulrica explicaba a su primo en qué consistía el favor que quería pedirle, Madama Yizmejiansborough se dedicó a observar el interior de la casa. El techo tenía forma de bóveda sexpartita. Una de las paredes de la sala principal estaba revestida de zócalos altos con molduras de diseños afiliados a un estilo intermedio entre el rococó y el rupestre. Algunas de estas molduras mostraban señales de haber sido restauradas, añadiéndose cemento portland donde antes seguramente todo había sido madera, probablemente de roble o de babul. Cerca del cefitro de esta pared había un espejo de marco tallado y dorado, con tres brazos en la parte inferior, dos de los cuales servían de sostén a unas bujías cuya luz reverberaba fantasmagóricamente en el mismo espejo. Y a pocos centímetros del espejo un cortinado de seda rústica escondía probablemente una ventana en forma de arco de medio punto abocinado. El cielorraso de la sala lucía artesones de yeso con incrustaciones de marfil labrado, de color azafrán, pero en un pequeño sector circular de unos cuarenta centímetros de radio había un orificio que dejaba ver parte de una vieja viga de madera revestida con cerámica esmaltada. Otra de las paredes tenía una faja moldurada por debajo de la cual, en una zona, estaba adornada con bajorrelieves representando animales que recordaban a los de los grabados de Athanasius Kirsch. En el resto de la pared, siempre por debajo de la faja moldurada, solo se veía losa. Pero por encima de la faja había numerosos tapices persas con flecos de seda negra y entre ellos, como sapo de otro pozo, un tapiz de Flandes. Frente a este, en la pared opuesta, había una ventana, partida por una columnilla central de bambú, resguardada por una cenefa decorada con arabescos poco agraciados, bajo la cual corría una cortina de tul cuyos bordes ribeteados con bordados de perlas confirmaban, a juicio de Madama Yizmejiansborough, el mal gusto del decorador. En un rincón de la sala había una especie de confesionario, construido con chapa galvanizada. Un poco más allá, un biombo de esteras doradas ocultaba un gran jarrón cingalés de estilo precolombino. En medio de la estancia se erigía una gigantesca estufa a leña embaldosada con mayólica de vivos colores, sobre cuya repisa, además de pequeños hipopótamos, elefantes y borricos de porcelana y algunas de las sorpresitas que venían con los huevos Kinder, había un blasón de fondo escarlata atravesado diagonalmente por una banda dorada, y con una espada plateada cuya punta estaba orientada hacia abajo. Madama Yizmejiansborough reconoció en él al escudo de armas de Francisco de Guerrero, quien fuera conde de Buena vista, en España, a finales del siglo XVII. Atrás, el acceso a la planta alta de la casa estaba dado por una ancha escalera suntuosamente forrada con felpa de color ámbar. Las barandas de mármol soportaban en sus extremos estatuas sintoístas y candelabros de bronce cincelado. Entre la escalera y la estufa había una cómoda de largas patas, decorada con marquetería francesa, y un secreter de caoba. El mobiliario, en general, se adscribía al estilo Biedermeier, aunque había también un sofá de cordobán repujado, dos sillones de brazos amplios, el izquierdo de uno de los cuales estaba unido al derecho del otro como siameses, y no menos de ocho sillas con respaldos calados, que rodeaban una especie de gran mesilla de noche, pero plegable y con reminiscencias florentinas detectables en la curvatura de las patas, que eran de hierro forjado. Sobre esta mesa había un florero con unas hortensias, y una cigarrera abierta, que estaba vacía. Debajo, una descolorida alfombra turca albergaba en el seno de su tupida espesura el precinto de seguridad de una caja de cigarrillos importados quizá de Holanda o Dinamarca. En otro de los rincones había un minúsculo bar con quince o veinte botellas que no estaban dispuestas siguiendo ningún orden especial. Había champaña Dom Perignon, fernet Branca, bitter Cinzano, amarga Vesubio, whisky de centeno y grappa Ancap, además de una botella semivacía de agua mineral no gasificada, pero enriquecida con manganeso. A la izquierda del bar, frente a un taburete de plástico hueco, llenado con aire comprimido, se erguían dos columnas helicoidales puramente decorativas (ya que no llegaban hasta el techo) con plintos reforzados mediante ladrillos refractarios. Y detrás de ellas estaba la biblioteca, donde Madama Yizmejiansborough vio dos ejemplares de «El amor, las mujeres y la muerte», de Arturo Schopenhauer. También estaban «Libro de buen amor», del Arcipreste de Hita, «La mujer rota», de Simone de Beauvoir, «Muerte bajo el mar», de Thomas Muir, «El amor Vizcaíno», de Vélez de Guevara, «Mujeres desaparecidas», de Hugh Pentencost, «Muertos sin sepultura», de Jean-Paul Sartre, «Pasado amor», de Horacio Quiroga, «Demasiadas mujeres», de Rex Stout e «¡Igual sería estar muerto!», también de Rex Stout, entre otros libros. Los cuatro estantes inferiores del mueble estaban ocupados por números ordenados de la revista Para Ti.

—Bueno, sí, las llevo, con mucho gusto —dijo el primo de Ulrica; esta acababa de contarle cuál era el favor que había venido a pedirle—. ¿Me van a convidar con Mirinda?

—¡Pues claro! —Ulrica besó a su primo y fue a buscar a Madama Yizmejiansborough, que se había quedado clavada en el parqué, con la vista fija en la mesilla con patas de hierro forjado—. ¡Vamos, señora, nos vamos todos en la camioneta! Madama Yizmejiansborough miraba el florero con las hortensias, llorando.

—Yo me iba a casar, ¿sabe? —dijo, con la voz de quien aprendió a controlar los espasmos faríngeos producidos por el llanto—. Pero ahora todo cambió, por culpa de estas flores de mierda.

—¡Pero mi buena señora! —El primo de Ulrica se acercó a abrazar a Madama Yizmejiansborough—, ¡las hortensias inhiben el casamiento de su poseedor, no de las visitas! —Y, galantemente añadió—: Y menos, de las visitas que con su gran belleza las hacen palidecer.

—Es inútil que trate de consolarme —se defendió Madama—. Recuerdo perfectamente que usted, cuando nosotras llegamos y nos hizo pasar, nos dijo que estábamos en nuestra casa. Al ser esta nuestra casa, aunque no detentemos ningún derecho sobre ella desde el punto de vista jurídico, padecemos, sí, en cambio, el influjo antimatrimonial de sus hortensias.

—Eso es absurdo —dijo Ulrica—. Ya va a ver que usted y su novio se van a volver a arreglar.

—No estamos peleados, imbécil —le espetó Madama, bufando.

—Mucho mejor, entonces. ¿Ve como no había de qué preocuparse, tontuela? Vamos, Enoch —Ulrica tiró del brazo de su primo—, vamos a llevar a esta buena señora y a los niños a la fiesta.

—¿Me van a convidar con Mirinda? —volvió a preguntar él.

—No veo razón para que no te conviden —contestó Ulrica—, ¿no es verdad, señora?

Madama Yizmejiansborough abrió la puerta y fue al encuentro del resto del grupo, Ulrica y su primo, por supuesto, la siguieron, tomados de la mano, como sus respectivos padres les habían enseñado cuando eran pequeños.

—¿Cabremos todos en la camioneta? —preguntó Betsabé, una vez enterada de la buena disposición de Enoch.

—Aunque haya espacio para todos —dijo Minchuca, otra de las madres, cuyo hijo Indalecio se había dormido sobre el césped que había al frente de la casa—, me pregunto si la camioneta va a poder soportar el peso de dieciocho personas.

—Puede estar tranquila de que sí —le dijo Enoch, abriendo todas las puertas del vehículo—. Esta camioneta, si usted se fija bien, tiene cinco ruedas. Aguanta cualquier cosa.

—No veo qué ventaja puede significar esa rueda adicional —dijo Sísifo Delveaux-Cifuentes; su voz habría sido la apropiada para un niño tres o cuatro años menor que él.

—Desde el punto de vista estrictamente físico no significa mucho —contestó Enoch, dirigiéndose no solo a Delveaux-Cifuentes, sino también a todos los demás—, pero lo que sucede es que, por principio general, todos los vehículos dotados de cuatro ruedas están condenados a ver interrumpida su marcha cuando menos lo esperan, porque el cuatro, en el tarot egipcio, está asociado al arcano treinta y uno, que es el de los impedimentos. Puedo asegurarles que si todos los autos tuvieran cinco ruedas como mi camioneta, los talleres mecánicos de este país no trabajarían ni la mitad de lo que trabajan. Tres ruedas también sería mejor que cuatro, pero ahí se presentan problemas de estabilidad, y además el número tres, en el tarot egipcio, está asociado al arcano número treinta, el del intercambio, que por lo general auspicia discusiones interminables, sin solución. Si ustedes consultan las estadísticas, van a ver que esos tipos que tienen triciclos a motor, siempre que chocan o son chocados, se bajan y se ponen a discutir con el otro conductor hasta que terminan a los tortazos y son detenidos por la policía. No hay caso: el número ideal es cinco. El seis y el siete teóricamente son mejores, claro, porque uno va acompañado del amor duradero, y el otro de longevidad, pero…

—El siete es el número perfecto —lo interrumpió Sorela—. Fíjese que siete son los pecados capitales, siete son los colores fundamentales, siete son las notas musicales, son siete también las maravillas del mundo, nuestro cuerpo tiene siete plexos vitales, y en nuestra ciudad son siete los canales de televisión.

—Sí, también está la Danza de los Siete Velos y Blancanieves y los Siete Enanitos —repuso Enoch—, pero mantener seis o siete ruedas ya implica un presupuesto demasiado elevado. Para eso, te comprás un camión. Yo creo, vuelvo a repetir, que mi camionetita, con sus cinco ruedas, como los cinco dedos de un ejecutante virtuoso, tañe en perfecta armonía las cuerdas del arpa universal.

—No es verdad —dijo Madama Yizmejiansborough—. El arcano treinta y dos, que es el padrino del número cinco en su tarot, es el de la Magnificencia, que debe entenderse como ostentación, como pedantería. Es por eso por lo que usted tiene cinco ruedas en su camioneta: porque es un creído.

—Si piensa eso, entonces no se suba —le ladró Ulrica, desaforada.

—No, no, que suba, que suba, nomás —dijo Enoch, edulcorando artificialmente su voz—. Voy a demostrarle a esta buena señora que no soy rencoroso.

—Lo cortés no quita lo valiente —intervino Betsabé—, así como lo no rencoroso no quita lo pedante.

—Sí —dijo Sofía Bermüller de Karategui—. Además, si Madama Yizmejiansborough no viene con nosotros, nadie va a poder ir a la fiesta, porque la da su hijo, en honor a su nieto.

—¡Miren! —exclamó Toblerone, mirando una de las ruedas de la camioneta—, ¡está pinchada!

—¡Esta también! —dijo Chancristóbal, arrastrando a su madre, esposada a él, hasta otra de las ruedas, cuya llanta distaba del piso menos de lo que medía el espesor del neumático.

—¡Con razón estábamos discutiendo tanto! —dijo Ulrica cambiando su mueca de enojo por una expresión beatífica y radiante— ¡la camioneta está sostenida por tres ruedas!

—¡A poner las gomas de auxilio! —Arengó Minchuca, pero lejos de obrar en concordancia con su pregón, se acercó al lugar del césped donde dormía Indalecio y empezó a sacudir a este para despertarlo, al tiempo que le decía—: ¡Dale, vamos, Indalecio! ¡Dale que nos vamos, necio!