Capítulo 8
Florizelda abrió con sigilo la puerta de calle. El taxi seguía ahí, pero el taxista no. Había sido asistido, probablemente, por alguno de los vecinos de la cuadra o por algún transeúnte. Quizá en esos momentos estuviese recibiendo atención médica.
Dio una rápida mano de pintura verde al marco y a la puerta, en su faz exterior, claro. Si la tía Tomasa después quería pintarla también del lado de adentro, allá ella. Florizelda no tenía por qué hacer todo el trabajo.
Finalizada la tarea, entró y fue a la cocina. Tenía hambre. Pero, como de costumbre, la alacena estaba cerrada con llave y la heladera tenía puesto el candado. «Maldito estúpido, el de la papelería», se dijo Florizelda, «me retuvo con su charla barata y me perdí la merienda». Pero bueno, quizá después de todo había ganado un cliente. Y cenaría opíparamente en El Águila. ¿Podía su estómago aguantar hasta la noche? No. Además, no era seguro que el tipo se presentara. Había que gestionar algo para lo que quedaba de la tarde. La bolsa vacía no se tiene en pie, afirmaban con razón los avikam de África.
Florizelda se sentó junto al teléfono. Era uno de los viejos aparatos de disco, y por supuesto este se hallaba inmovilizado por un candado, pero ella sabía marcar los números pulsando la horquilla la cantidad de veces requerida por cada cifra (una vez para el uno, dos veces para el dos, tres veces para el tres, cuatro veces para el cuatro, cinco veces para el cinco, etcétera, y diez veces para el cero) a intervalos de tiempo muy breves. El primer número que marcó fue el de Robert, uno de sus más viejos clientes.
—Hola, ¿Robert?
—No. ¿Quién habla? —Era una voz de mujer. Florizelda cortó, y llamó a… a… a… bueno, en verdad no podía tomar una decisión sobre a quién llamar. A Segisberto no porque desde su casamiento no había querido salir más con ella. ¿A Godofreddy? No, se había cambiado quirúrgicamente el sexo. ¿A Dinormah? No, no tenía ganas de hacer cosas de mujeres solas. Acabó resolviendo llamar a… a… ¿a Karlheinz? No, mejor no: la última vez la había tratado mal.
Florizelda llamó a Angelino. En cinco años apenas había salido con él tres o cuatro veces, y además él siempre le pedía rebaja, pero bueno, era una emergencia y había que aceptar cualquier oferta.
—¿Hola?
—Sí, ¿Angelino?
—Sí. Quién habla.
—Soy Ana Laura —Florizelda trabajaba con ese alias—. Quería saber cómo andabas, después de tanto tiempo.
—Ah, ando bien.
—Qué bueno.
—Sí. ¿Precisabas alguna otra cosa?
—Bueno, no sé. Yo tengo el resto de la tarde libre y pensé que de repente vos podías necesitarme. Se me ocurrió de repente, así. Yo soy media telépata. No puedo transmitir mensajes, pero cuando alguien me necesita, de alguna forma recibo la señal en mi cabeza. Qué loco, ¿no?
—Sí, es fascinante. Escúchame, ahora no te puedo atender. Por qué no me dejas tu teléfono, así yo te llamo cuando pueda… necesitarte.
—No tengo teléfono, Angelino. Hace años que lo tengo pedido, pero no hay muchas esperanzas de que me lo coloquen. Si no tenés padrino… te podés morir infiel. Vos sabés mejor que nadie cómo son acá las cosas.
—Sí, pero bueno, en los infortunios resplandece la virtud, dijo Aristóteles.
—En mi caso no sucede así. Bueno, Angelino, qué decís, ¿querés que nos encontremos en el hotel de la otra vez?
—Hoy no puedo, Anita, en serio. Además te digo que… la otra vez yo no me quedé muy conforme.
—¡No me habías dicho nada!
—Te dije, sí. Te dije mil veces que te pusieras de espaldas, y no me hiciste caso. Ahora jodete.
—Mirá, viejo, los malayos tienen un dicho: quien baila mal dice que el piso está mojado.
—Eso no tiene nada que ver. Yo no tengo por qué satisfacerte a vos, sos vos la que me tiene que satisfacer a mí. Para eso te pagaba. Y te pagaba bien, pero vos no supiste apreciar eso. La ingratitud es hija de la soberbia, dijo Cervantes. Yo no te había creído soberbia, pero después, con el tiempo, meditando sobre lo nuestro, tuve que convencerme de que eras así. Sos, ¿no?
—Vos sos muy injusto, Angelino. No me estás dando la oportunidad de resarcirme.
—Donde hubiere soberbia habrá afrenta, dijo Salomón en los Proverbios. Yo preferiría no verte más. No quiero líos. Soy de temperamento pacífico, vos me conoces.
—Mirá que los arrebatos de una mujer suponen siempre mucho amor. Eso lo dijo Propercio.
—Sí, pero vos nunca fuiste arrebatada. Al contrario: nunca tenés ganas de nada. Toda tu energía la pones en el cobro. Tu servicio es malo, Ana Laura. Es más, a esta altura estoy dudando de que tu verdadero nombre sea Ana Laura. La Laura de Petrarca era prototipo de virtud y perfección. Y vos, perdóname que te diga, pero… Ah, yo creo que te cuajaría mejor el nombre Lía, que proviene del hebreo y significa «la fatigada», «la cansada». ¿Estás segura de que te llamas Ana Laura? ¿No será que te llamas Ana Lía?
—Me llamo la concha de tu madre —dijo Florizelda, entrando en calor—. Hasta Tito Livio dijo que el error humano es digno de perdón. ¿Y sabés qué dicen los etíopes? Que perdonar es enseñar. ¿Por qué vos no me podés perdonar? ¿Qué mierda te crees que sos?, ¿Dios? Dios no está libre de pecado, mijito, porque creó el mundo. Así dicen en Bulgaria. Además, si vos fueras Dios, me perdonarías: errar es humano, pero perdonar es divino. Pero no: vos no sos capaz de darme una segunda oportunidad. Deberías ver Una segunda oportunidad, con Harrison Ford, a ver si te ablandás un poquito.
—No insistas. Tengo mucho que hacer. Dejame tranquilo.
—Tengo que insistir. El que no llora no mama.
—¿Tanto te interesa, mamármela?
—Callate, sexópata.
—Andá a cagar, puta de mierda. No me llames más —Angelino colgó. ¿Y ahora a quién se podía llamar? Hizo un intento con Frederick, pero nadie contestó. Frederick era medio arisco. Florizelda llamó entonces al número del teléfono celular de Leticiario Cruz, un ejecutivo que un par de veces la había invitado a fiestas de su empresa para animar a los carcamanes de la Impositiva, o a los choferes de los integrantes del directorio (de los miembros del directorio se ocupaban otras chicas mejor calificadas).
—¿Hola?
—Sí, ¿Leticiario?
—Sí, agarrámela con el diario —dijo él, sarcástico.
—¿Cómo andás? Soy Sofía, ¿te acordás de mí? —Con ese tipo de clientes Florizelda prefería usar otro alias.
—Sofía, Sofía… ah, sí. Sofía. Agarrámela por el día.
—Si eso es lo que querés, con mucho gusto —Florizelda oyó ruidos de bocinas en el auricular—. Decime dónde estás, ¿en tu coche?
—Agarrámela por la noche —fue la respuesta.
—Bueno, sí, pero vamos a encontrarnos en algún lado.
—Agarrámela de costado.
—No me jodas, Leticiario. Si querés salir decimeló y arreglamos; y si no querés entonces chau, nos olvidamos de todo.
—Agárramela con el codo —insistió él.
—Callate. Me vas a volver loca.
—Agarrámela con la boca.
—Vamos, no seas guarango —Florizelda dijo esto con simpatía, tratando de crear un clima de cordialidad que alentara al otro a mostrarse más comunicativo.
—Agarrámela por el mango —fue, sin embargo, la respuesta.
—Estás queriendo que te corte.
—Agarrámela por el norte.
—Es increíble, contigo no se puede tener una conversación como la gente.
—Agarrámela por el frente.
—Leticiario, por favor, ¡no seas tan mersa!
—Agarrámela con fuerza.
—Bueno, Leticiario, ya entendí la idea. Basta.
—Agarrámela por el asta.
—Mientras no me digas a qué hora y en qué lugar querés que te lo haga, todo es en vano.
—Agarrámela con la mano.
—Bueno, ya me cansé.
—Agarrámel…
Florizelda cortó. Era obvio que el «yo» de Leticiario Cruz se encontraba anclado en un punto fijo, y solo podía moverse en círculos que tomaran a ese punto como centro. En otras circunstancias, Florizelda habría intentado ahondar en la problemática psíquica de su cliente, pero ahora lo que urgía era poder sacarle a alguien algún peso, o una invitación a tomar cualquier cosa en un bar. El único de sus clientes que alguna vez la había invitado a tomar algo era aquel leguleyo pedante, ¿cómo se llamaba? Raúl. Sí, Raúl. Florizelda buscó en su agenda y encontró el número.
—Estudio del doctor Stuttgarte —le contestó la voz de barítono lírico frustrado de Raúl.
—Hola Raulito —dijo ella—. ¿Qué pasa que atendés vos el teléfono?, ¿no tenés más secretaria? ¿No precisás una que se te siente en las rodillas?
—¿Quién habla? —dijo él, con hosquedad.
—Soy Marianela, ¿no te acordás de mí? —Para tratar con abogados, Florizelda prefería usar ese alias.
—Ah, Marianela, sí, claro, justamente estaba pensando llamarte en estos días.
—Qué mentiroso. Si nunca te di mi número.
—No hablo de llamarte por teléfono —Stuttgarte habló en tono sobrador pero sin elevar la voz, tratando de ser sensual—. Me refiero a enviarte mensajes telepáticos. Vos me dijiste una vez que tenías habilidades psi.
—Psí, es verdad. Por eso mismo te estoy llamando. Oíme, ¿puede ser ahora, en un rato?
—Bueno, no sé… tengo mucho trabajo, y mi secretaria tuvo que salir.
—Ah, dale —suplicó Florizelda en tono infantil—. Mirá que otro día no puedo, esta semana.
—Está bien. Venite. No, esperá. Esperá un momento —el doctor Stuttgarte dejó el tubo del teléfono sobre el escritorio, porque alguien golpeaba con impaciencia la puerta de su estudio.
Era uno de los guardias de seguridad del edificio.
—Doctor, doctor, se armó lío, abajo, en la vereda —dijo, agitado.
—¿Y a mí qué me importa? —Stuttgarte preguntó esto en el mismo tono seductor que había estado empleando en la conversación telefónica.
—¡A río revuelto, ganancia de pescadores! —El guardia estaba eufórico.
—Andá vos, mijo. Yo no pesco con caña, pesco a otro nivel. Con barcos pesqueros, ¿me entendés lo que te quiero decir?
—Pero doctor, son dos mujeres, que se trenzaron de los pelos. Una es su secretaria. La otra es esa loca que estuvo hoy más temprano, la que lo amenazó con el revólver.
—Y quién va ganando.
—No sé; se juntó mucha gente, alrededor de ellas, y no se puede ver mucho.
—Venga, pase —invitó Stuttgarte—. Capaz que desde la terraza se puede ver mejor.
El guardia entró y el doctor, antes de tomar ubicación en su tertulia alta, fue al teléfono.
—Disculpame, Marianela, pero no voy a poder atenderte. Surgió un problema, acá.
—Bueno, si querés, por una vez, puedo hacer una excepción y decirte la dirección de mi casa, para que vengas.
—No puedo, en serio…
—Dale, no seas aguafiestas. Traete una cervecita y algo de comer, si podés. Mirá, yo vivo en Corolarios cuarenta y cuatro veintisiete. Es una casa de puerta verde.
—Lo lamento, mijita, pero tengo que cortar. No puedo seguir hablando.
—Esperá, Raúl… —dijo Florizelda.
—No, no, no puedo seguir hablando. Como dicen los armenios, no se apagan los incendios con saliva.
—Sin embargo la saliva es el arma principal de los abogados.
—¡Doctor, doctor! —gritó el guardia desde la terraza—. ¡No se pierda esto! ¡La loca le arrancó la pollera a su secretaria!
—Te corto, Marianela —dijo Stuttgarte al teléfono, pero antes de pasar del dicho al hecho oyó que Florizelda le contestaba:
—Dale, no seas malo, venite. Si no, yo voy para allá. En quince minutos estoy ahí.
—¡No, carajo, no vayas a venir! Ya te dije que estoy en problemas. Llámame la semana que viene.
—La semana que viene te va a salir más caro. Esta semana estoy de franquicias. Así que si no querés que yo vaya, venite vos. Te repito mi dirección. ¿Tenés para anotar?
—¡Doctor! —volvió a vociferar el guardia—. ¡Su secretaria sacó la artillería pesada! ¡Le está lanzando a la loca proyectiles!
Stuttgarte dejó el teléfono y corrió a la terraza. Abajo había varios círculos concéntricos formados por decenas de transeúntes curiosos. Y en el interior del círculo más pequeño (y, por consiguiente, también de los demás) las dos mujeres combatían heroicamente. La señora Kalchakinsky, descalza, descargaba una lluvia de puntapiés sobre Sergueisha. Esta, en ropa interior, contraatacaba lanzando dardos, de los que el doctor le había ordenado comprar, y que por lo visto había obtenido.
Sonó el timbre del estudio.
—¿Qué pasa? —protestó Stuttgarte—. ¿Por qué no llamaron por el interno? ¿No hay nadie de ustedes vigilando ahí abajo? ¿Y dejaron la puerta abierta?
—Disculpe, doctor —el guardia abandonó la terraza—. Soy yo quien debería estar ahí. Lo que pasa que como usted, tan amablemente, me invitó a…
Stuttgarte lo llevó del brazo hasta la puerta.
El guardia se fue por las escaleras. Y el hombre que había tocado el timbre dijo:
—Perdón, ¿alguno de ustedes es el doctor Stuttgarte?
Era un anciano de pequeña estatura, cabello negro peinado a la gomina, y vestía una T-shirt estampada con la leyenda «University of Gualeguaychú».
—Para servirlo. Adelante, señor —invitó Stuttgarte, obsequioso.
—Sí, gracias —dijo el anciano, tomando asiento en un sillón del recibidor—. Yo a usted lo vi en el juicio de mi nieto, pero a mi edad, sabe, no tenemos buena memoria para las caras.
—A la mía tampoco, por lo visto —contestó Stuttgarte—; yo no sé quién es usted. No lo recuerdo.
—Quién sabe; puede que, entonces, pese a las apariencias, tengamos la misma edad.
—Puede que sí, puede que no. Ni siquiera el Registro Civil puede decirlo. Los únicos que a ciencia cierta lo saben son nuestros padres, ¿no le parece?
—Sí, pero los míos murieron hace tiempo.
—Los míos también, no se preocupe.
—¿En qué fecha, murieron?
—Bueno, si mal no recuerdo… —El doctor rebuscó el dato en su memoria, aunque con cierta disposición de ánimo reticente a comunicárselo al anciano—… creo que fue el dieciséis de marzo de mil novecientos ochenta y…
—No le pedía tanta precisión, hombre —lo interrumpió el otro—. Con decir que fue el dieciséis de marzo era suficiente.
—Como guste, señor. Bueno, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Mire, doctor —el anciano levantó del piso un maletín que traía, y lo puso sobre sus rodillas—, yo me llamo Zinoviev-Lagardera. Soy el abuelo del hombre que usted defendió, acusado de asesinar a mi esposa.
—Su nieto, entonces.
—Sí. Zinoviev-Algarrobo es mi nieto. Y está libre gracias a la brillante disertación que usted dirigió al jurado sobre el tema de las lechuzas. Muy pocos abogados tienen tanta versación en ornitología.
—Me gusta documentarme bien, antes de presentar mis defensas.
—Sin embargo —el anciano abrió el maletín— debo decirle que en este caso su documentación fue deficiente. Mire —sacando unas fotografías del maletín, las extendió hacia Stuttgarte.
—Sí. Ya veo. Son fotos de lechuzas. Y qué hay con eso.
—Esas son las lechuzas que habitan mi vecindario. Pertenecen todas a la misma especie, denominada surnia ulula.
—Sí, ¿y?
—La surnia ulula, o lechuza gavilana, no genera mal agüero. El mal agüero deviene de la presencia de otras variedades, como la asio flammeus, o la tyto alba. Pero la surnia ulula, ¡es incapaz de influir negativamente sobre la vida de una mosca!
—¿Está seguro de que estas son surnia ulula?
—Sí. Se ve clarito en esta foto —el anciano se levantó para señalar unas líneas oscuras que cruzaban la zona ventral en la lechuza de una de las fotografías—. Además, este animal es de costumbres diurnas, y mi mujer fue asesinada de noche.
—Bueno, está bien, admitámoslo —dijo Stuttgarte devolviendo las fotos—. Pero el jurado ya se expidió. Su nieto fue encontrado inocente.
—Sí, pero el fiscal va a apelar el fallo, gracias a estas pruebas.
—Perfecto. Pero no entiendo para qué viene usted a decirme esto a mí. El poner al enemigo sobre aviso de lo que uno va a hacer no es muy buena táctica de combate.
—Habría una manera de evitar ese combate —el anciano volvió a sentarse, y cruzó las piernas a la manera de una diva del cine norteamericano de los primeros años cincuenta.
—No me interesa evitarlo —contestó el doctor—. Si Zinoviev-Algarrobo vuelve a contratarme, voy a cobrar nuevos honorarios.
—Sí, pero va a perder el caso, y eso a la postre le va a sacar clientes. Toda la fama que adquirió logrando exculpar a mi nieto, se le va a volver en contra.
—¿Y qué me sugiere usted?
—Mire, doctor. Yo soy un hombre mayor, y no dispongo de recursos. Nunca en mi vida trabajé, así que no tengo ni una jubilación mensual que me ayude a pagar la cuenta del bar. En casa la que trabajaba era mi mujer. Así que pensé que yo podría convencer al fiscal de que no haga la apelación, a cambio de que usted… me… ayude un poquito.
—¿Qué tan poquito?
—Bueno, no sé… eso depende de cuán sensible pueda ser usted hacia las penurias de la tercera edad.
—Está bien. Voy a considerar el asunto. Deme unos días para pensarlo. Yo… no estoy tan seguro de perder, si tiene lugar la apelación. Porque su nieto fue encontrado inocente, sí, pero no se olvide de que recibió igual un escarmiento. El presidente del jurado le dio un buen tirón de orejas.
—Sí, ya sé. La oreja izquierda, pocos días después, la perdió. Por eso ahora Garrí se cree pintor. Me está llenando la casa de óleos, telas, pasteles, temperas y todas esas cosas.
—Bueno, yo voy a estudiar la situación y luego le comunico lo que resuelva.
—La apelación es mañana, así que usted vea —el anciano se levantó y fue hacia la puerta—. Veo que no hay clientes esperándolo —dijo—. Qué pena. Pero usted goza de buen prestigio. Seguramente, a la larga o a la corta, los clientes van a aparecer. A menos, claro, que su prestigio decaiga.
Al salir el anciano, Stuttgarte volvió a la terraza. Abajo, la calle estaba tranquila. No había rastros de la feroz pelea acontecida minutos antes.
Esperó unos instantes, para evitar encontrarse con Zinoviev-Lagardera, y subió al ascensor. En la planta baja, el guardia de seguridad estaba sentado leyendo una revista.
—¿Qué pasó? ¿Cómo terminó la pelea? —le preguntó el doctor.
—Llegó la policía. Se las llevaron a las dos. Y a algunos de los que miraban también, para que testifiquen.