Capítulo 9

—¿Y cómo hizo Mo?, el demonio, para apoderarse del cuerpo y del alma de Sabú, el perro —preguntó Queen Elizabeth. Tenía un morrón en la mano.

—Sí, ¿qué hizo con su propio cuerpo? —La señora Rosenschweitzer se sumó a la inquietud, apartando el cuchillo del pepino que estaba pelando—. ¿Lo mezcló con el de Sabú, lo yuxtapuso a él? ¿Se convirtió en su siamés? ¿O lo dejó en algún sitio en estado de animación suspendida, para ir a buscarlo después?

—Bueno, es que los cuerpos de los demonios no son tan sustanciales como los de los perros, o los de la gente —contestó Madama Yizmejiansborough.

—Sustancial o no, me gustaría saber dónde lo puso —insistió Queen Elizabeth.

—Quizá lo cedió en préstamo a alguna otra entidad —sugirió el doctor Buenaventureiffel—, ya que él no lo necesitaba, puesto que entraría en posesión del de Sabú.

—¿A qué entidad? —preguntó la señora Rosenschweitzer—. Y además me gustaría saber si cedió a esta entidad no solo su cuerpo, sino también su alma, ya que él dispondría del alma de Sabú, además de invadir su cuerpo.

—El alma no la podía ceder: la necesitaba, justamente, para tomar posesión del cuerpo de Sabú —enseñó Madama Yizmejiansborough.

—Perfecto —Queen Elizabeth agitó el morrón frente a la nariz de la dueña de casa—, pero ¿y para tomar posesión del alma? ¿Cómo hizo? Porque si para poseer un cuerpo se necesita un alma, supongo que para poseer un alma, se necesita otra cosa.

—Un espíritu, quizá —propuso el doctor.

—No. Alma y espíritu son la misma cosa.

—Bueno, no sé —admitió Madama Yizmejiansborough—. No tengo elementos para explicar eso.

—A mí me gustaría saber qué pasó después con el cuerpo de Mo. Eso me interesa más que averiguar cuánto dinero ganó el gallo Ferramontichelli cuando cantó en el bar del Norte o en la Rodoviaria de Porto Alegre, frente a trece mil personas —dijo la señora Rosenschweitzer.

El receptor de radio del doctor Buenaventureiffel empezó a emitir sus bips.

—Justo ahora. Siempre me pasa lo mismo. Cuando más interesantes se ponen las cosas, me tengo que ir —el doctor vio en el visor del aparato que debía dirigirse de inmediato a cierto hospital.

—No demores, mi bien —le dijo Madama Yizmejiansborough despidiéndolo con un beso en la barbilla.

—Otra cosa que no entiendo en esta historia —dijo Queen Elizabeth, dejando el morrón y abocándose a la segmentación de una cabeza de ajo— es por qué los propietarios de la granja no tomaban cartas en el asunto. Yo, si tuviera un gallo con las habilidades de Ferramontichelli, trataría de sacarle partido. Y si el gallo se negara a cantar, le cortaría el pescuezo —Queen Elizabeth gráfico sus palabras arremetiendo con una cuchilla sobre la cabeza de ajo.

—Quién sabe —dijo Tomasa Rosenschweitzer— si el propietario de la granja no era el mismo Ferramontichelli. Fíjense que Bruce Willis, Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger tienen un restorán, y Alain Delon creo que fabrica jabones, o algo así.

—Sí, y Anthony Quinn es escultor —dijo Madama Yizmejiansborough—, así que ¿por qué Ferramontichelli no podía ser granjero?

—¿Tu nombre de pila es por Anthony Quinn? —preguntó Tomasa a Queen Elizabeth.

—No, es por el grupo Queen, el de Freddie Mercury. Mis padres eran fans.

—¿Y tu apellido, por quién es?

—Por Elizondo.

—Perdone, pero cuando usted nació, el grupo Queen no existía. Ni siquiera existía el rock and roll —señaló Madama Yizmejiansborough.

—Ah, pero mis padres veían el futuro con toda claridad. Dominaban el arte del tarot.

«El tarot», pensó Madama Yizmejiansborough, mirando a esa escuálida anciana que con la cuchilla había fraccionado una cabeza de ajo en dos mitades indistinguibles, pese a la asimetría del objeto original. «Esta mujer se asemeja en un todo al arcano número trece», se dijo, «el de la Muerte, el esqueleto que con su guadaña barre las cabezas de sus víctimas».

—Disculpe, Madama Yizmejiansborough —dijo la señora Rosenschweitzer—, ¿tiene alguna balanza que pueda prestarme? Necesito saber exactamente cuánto pesa este pepino.

Madama le trajo la única balanza que había en la casa: la del baño. Y viendo a Tomasa Rosenschweitzer apoderarse de la balanza, sin soltar el cuchillo con el que había pelado el pepino, creyó estar frente al octavo de los arcanos mayores del tarot, el de la Justicia, que sostiene en una mano una balanza y en la otra una espada. Y la peineta que tenía Tomasa en el pelo era la corona, infaltable en todas las representaciones gráficas del arcano.

«La elección que tengo ante mí, entonces», pensó «no debe definirse en función de cuál de estas dos mujeres cocine mejor. Estoy en una encrucijada entre la Muerte y la Justicia. Tengo que meditar sin dilaciones sobre esto, sobre qué significa esta disyuntiva en este preciso momento de mi vida, signado por tantas circunstancias excepcionales, como mi inminente casamiento y la desaparición de Lilienthal, sin mencionar —o mencionando, mejor dicho— lo más importante, mi liberación del yugo de la cocina, mediante contratación de personal para la tarea».

¿Qué representaba la Muerte? Destrucción. Fin. Sí, pero solo quienes desconocían la esencia del tarot podían ver en esto algo negativo. El arcano número trece anunciaba la liquidación del presente, el rompimiento de las cadenas que limitan la vida de una persona a un determinado repertorio de recorridos. La Muerte, en el tarot, significaba la posibilidad de la renovación. Su aparición era el requisito indispensable para tener éxito en las nuevas acciones que se quisieran emprender. En el tarot, la Muerte no era la muerte del postulante (la persona cuyo destino se revela), sino de las malas hierbas que dificultan su crecimiento. Queen Elizabeth, por lo tanto, auspiciaba con su sola presencia un matrimonio feliz y la posibilidad de abandonar el trabajo culinario para dedicarse a cultivar alguno de los talentos que Madama Yizmejiansborough siempre había tenido, pero cuyo ejercicio se había resignado a postergar indefinidamente. Ejemplos: su inclinación al nado sincronizado y su facilidad para aprender cualquier paso de danza.

¿Y la Justicia? La Justicia del tarot era toda virtud. Tenía la capacidad de discernir lo que estaba bien y lo que estaba mal, y con resolución firme e incorruptible se imponía ante el destino del postulante, torciéndolo en la dirección del bien, pero no del bien del postulante, sino del bien en general, independientemente de que esto fuera o no fuera beneficioso para dicho postulante. Pero Madama Yizmejiansborough ¿necesitaba una persona que le dijera todo el tiempo qué estaba bien y qué estaba mal, y cómo obrar en cada momento? No. Madama Yizmejiansborough necesitaba una cocinera, que se dedicara silenciosamente a cocinar, sin interferir en el resto de los asuntos. En otras palabras, contratar a la señora Rosenschweitzer habría de significar la renuncia de Madama Yizmejiansborough a la regencia de los menesteres domésticos de la casa, cuando no también al control de todos sus actos.

La conclusión era clara. Vamoarriba con Queen Elizabeth y a la señora Rosenschweitzer andá que te cure Lola.

—Voy a pedirles que interrumpan su labor —dijo entonces Madama a las dos mujeres—. Tengo algo importante que comunicarles.

—¿Va a ser mamá? —le preguntó Queen Elizabeth, que estaba descarozando las aceitunas—. Perdón, quiero decir si va a volver a ser mamá, o si… va a serlo una vez más.

—No, no es eso. Es que… ya tomé una determinación sobre cuál de las dos va a quedarse con el puesto. Pero antes de revelar cuál se queda y cuál se va, quiero que sepan que las dos son unas excelentes cocineras y que están más que calificadas para obtener el puesto. Solo que la vacante es una sola, así que por una sencilla cuestión de teoría de conjuntos, solo una de ustedes va a poder ocuparla.

—Eso no fue lo acordado —protestó Queen Elizabeth—. El doctor Buenaventurdefranz fue bien claro cuando dijo que el consejo de familia, reunido en sesión plenaria, sería quien daría el veredicto, basándose en lo que cada una de nosotras preparara para la cena de esta noche.

—Querrás decir el doctor Buenaventureiffel —corrigió la señora Rosenschweitzer—. Además, por lo que he visto, él no es quien toma las decisiones en esta casa. Debemos acatar la resolución de Madama Yizmejiansborough, sin prestar atención a opiniones de terceros.

—Yo creo que debemos contemplar todas las opiniones —insistió Queen Elizabeth—. La opinión de Madama es importante, no digo que no. Es quizá la opinión más importante. Pero no es la única. Hay otras personas en esta casa, que habrán de alimentarse sobre la base de lo que una de nosotras cocine. Yo quiero saber qué piensan esas personas.

—Puede esperarlas en la puerta y preguntárselo cuando salgan o cuando lleguen, pero a usted, en el interior de esta casa, no la quiero ver más —dijo severamente Madama Yizmejiansborough, pero recordando inmediatamente que era a Queen Elizabeth a quien deseaba conservar como cocinera, se corrigió enseguida—, no la quiero ver más encaprichándose de esa forma en un asunto que no es de su competencia.

—¿De otra forma sí la quiere ver en esta casa? —preguntó Tomasa Rosenschweitzer a borde del desconsuelo.

—Sí —dijo escuetamente Madama.

—¿O sea que… que…?

—Sí —repitió Madama.

—¿O sea que… que…? —dijo esta vez Queen Elizabeth.

—Sí.

—Pero cómo —replicó la señora Rosenschweitzer con las manos apoyadas en las caderas, en actitud desafiante—, ¿ella se retoba y usted me echa a mí, en vez de echarla a ella? ¿Así es como responde usted a quienes le son leales?

—Por regla general no, pero en este caso sí —contestó sin mover mucho la boca Madama Yizmejiansborough.

—¿Y puedo saber el motivo de esa actitud? ¿Puedo saber por qué razón se aparta usted en este caso de la regla que sigue habitualmente?

—No —se limitó a decir Madama.

—¿No? ¿No tengo ese derecho? —La señora Rosenschweitzer pareció estar a punto de largar el moco.

—No —le respondió Queen Elizabeth con sequedad.

—Usted cállese —intercedió Madama—. Esta conversación concierne solamente a la señora Rosenschweitzer y a mí.

—Gracias Madama —dijo Tomasa, saliendo de la cocina.

Madama la siguió. Queen Elizabeth también.

—Quiero decirle que a pesar de haber sido tan poco el tiempo que estuve a su servicio —siguió Tomasa, dirigiéndose por supuesto a Madama Yizmejiansborough y haciendo todo lo posible por ignorar a Queen Elizabeth—, llegué a tener mucho aprecio por usted, Madama Yizmejiansborough. El solo hecho de haberla conocido compensa con creces la molestia que me tomé al venir y al trabajar aquí unas horas que jamás me serán pagadas. Además, quiero que sepa que soy buena perdedora. Si por algún factor que no alcanzo a despejar, esta mujer que se hace llamar Queen Elizabeth ha demostrado ser mejor cocinera que yo, soy la primera en aceptarlo y es más, hasta me gustaría pedirle que, ya que sabe tanto, me dé unas clases de cocina.

—Cuando quieras, mijita —dijo Queen Elizabeth abriendo la puerta de calle para hacer salir a Tomasa.

—Lo que me gustaría saber —dijo esta, siempre ignorando a su rival— es si en caso de haber ganado el puesto yo, la otra hubiera procedido en igual forma conmigo. Si me hubiera respetado como yo la respeto. Si se hubiera retirado en paz como yo me retiro, sin hacer escándalos ni buscar revancha.

—Esa es una incógnita que, lamentablemente, jamás se revelará —dijo tristemente Madama Yizmejiansborough.

—Sin embargo, si esperan que yo me vaya así nomás, están muy equivocadas —contraatacó ahora Tomasa Rosenschweitzer, mirando a Queen Elizabeth con ojos hirvientes de lágrimas de odio—. No, Madama Yizmejiansborough, yo no me voy a ir tan fácilmente. No voy a regalarle a usted y a su doctorzucho de morondanga una tarde de mi vida. Yo no soy como el cerdo ese de la granja de Ferramontichelli, que se mutilaba a sí mismo para darle tocino al gallo de sus amores. No. Qué esperanza. Yo tan mosquita muerta no soy. A mí me habrán jodido muchas veces en mi vida, pero ahora ya no me joden más. El que quiera celeste, que le cueste. Y le advierto que retiro todo lo que dije sobre lo bueno que había sido compartir este rato con usted, y esa idiotez de que el haberla conocido compensaba con creces la molestia que me tomé al venir. No compensa un carajo. Yo quise comportarme con educación, pero ahora veo que los alemanes tienen razón al decir que no se puede construir nada con pétalos de rosa.

—Pero señora Rosenschweitzer —trató de calmarla Madama Yizmejiansborough—, usted sabía que las dos no se podían quedar. No se puede conformar a todo el mundo. Los chinos tienen un dicho muy ilustrativo a este respecto: el campesino pide lluvia, el viajero buen tiempo, y los dioses dudan.

—Y los bambara, del África central, dicen «la palabra del poderoso es la verdad».

—No se puede confiar mucho en lo que dicen los bambara —intervino Queen Elizabeth—, porque ellos consideran que la palabra es una especie de degradación del silencio primordial, que es perfecto.

—Ya lo ve, señora Rosenschweitzer —confirmó Madama—, su argumento no sirve. Tendrá que irse sin chistar.

—No chistaré, pero voy a hacerle notar una cosa —dijo Tomasa—: al echarme, incurre usted en una acción tamásica.

—Es cierto —reflexionó Queen Elizabeth—. Según el Bhagavad Gita, las acciones realizadas sin haberse sopesado debidamente sus consecuencias, y sin fijarse en el mal causado al prójimo, son tamásicas.

—¿Y ahora tú te pones de parte de ella, Queenie? —le preguntó desagradablemente sorprendida Madama Yizmejiansborough.

—No. Vamos a entendernos —se explicó ella—. Yo creo que usted tomó la decisión correcta, Madama Yizmejiansborough, al quedarse conmigo y despedir a esta. Pero estoy de acuerdo con Tomasa en que su acción es tamásica, porque su decisión no fue el resultado de un análisis maduro, sino simplemente una manera de salir del paso gastando la menor cantidad posible de energía. Porque usted no tuvo tiempo de darse cuenta qué tanto mejor cocino yo que ella. Tiene una vaga idea, sí, pero cree que la distancia que nos separa, culinariamente hablando, es mucho más pequeña que lo que es en verdad. ¿Cómo podría graficarlo…? ¿Conoce usted el Gran Cañón del Colorado, Madama Yizmejiansborough?

—No.

—¿El puente de San Francisco?

—No, tampoco.

—¿Hong Kong?

—No, y no comprendo adónde quiere llegar —dijo con impaciencia Madama Yizmejiansborough.

—Bueno, en realidad no es importante —Queen Elizabeth se encogió de hombros—. Porque justificada o no, su decisión fue la correcta, y ahora yo me quedo en esta casa y Tomasa Rosenschweitzer se va. ¿No es así, Madama Yizmejiansborough?

—Sí, creo que sí —dijo ella a media máquina. Y de haber enarbolado en ese momento Madama Yizmejiansborough una bandera, lo habría hecho a media asta.

—Está bien: me voy —dijo la señora Rosenschweitzer en clave de orgullo—. Pero antes quisiera decirle, Madama Yizmejiansborough, que no será muy conveniente para usted casarse con ese doctor Buenaventureiffel. Ya de por sí, casarse con un médico implica renunciar a la privacidad del organismo. No es bueno que el marido de una sepa en todo momento qué está pasando en su hígado o en su hipófisis. Pero además, el doctor Buenaventureiffel es… medio bandido.

—El doctor Buenaventureiffel —la corrigió Queen Elizabeth— es una excelente persona, además de ser un profesional dedicado y competente.

—Se me van las dos —dijo entonces Madama Yizmejiansborough, empujando a las dos cocineras hacia la puerta.

—¿Qué?

—¿Qué?

—Sí, se me van las dos a cagar —repitió (en forma ampliada) Madama Yizmejiansborough, con voz potente, y no menos potencia en los brazos, para empujar a las dos mujeres.

—¡Pero Madama Yizmejiansborough!

—¿Qué?

—Usted había tomado una decisión, ¿no lo recuerda? —preguntó Queen Elizabeth con el rostro invadido por la congoja.

—Madama Yizmejiansborough es quien manda acá —dijo la señora Rosenschweitzer—. Ella tiene toda la autoridad que se necesita para revocar cualquiera de sus decisiones. Madama Yizmejiansborough es el jefe, no sé cuándo vas a terminar de asumirlo.

—Todo jefe recibe consejos de un imbécil, dice la gente del pueblo mongo, en África. Además, una persona que cambia constantemente de parecer no es digna de mi confianza —sentenció Queen Elizabeth.

—Perfecto. Entonces no tendrá inconveniente en retirarse —le contestó Madama Yizmejiansborough, ahora de buen talante.

—Usted ahora me pide que me retire, pero ¿cómo sé que dentro de cinco minutos no me va a suplicar que regrese? No me dé su palabra: eso ya no vale, para mí.

—Entonces lo lamento, pero voy a tener que tomar medidas de fuerza —Madama Yizmejiansborough, que ya había abierto la puerta, expulsó a Queen Elizabeth a la calle de un puntapié o, más exactamente, de una patada en el culo—. Y vos te me vas también —dijo a la señora Rosenschweitzer, tomándola por una oreja y rematándola con una coz lanzada por su otra pierna.

Hecho esto, cerró la puerta con llave y fue a descansar sobre un sillón. No había disfrutado ni dos minutos de la paz del hogar, cuando sonó el timbre. Al ir a abrir, se encontró nada menos que con la señora Tomasa Rosenschweitzer:

—No entiendo cómo tiene el tupé de volver acá —le ladró.

—No necesita seguir fingiendo, Madama Yizmejiansborough —contestó sonriente Tomasa—. Queen Elizabeth ya se fue a tomar el ómnibus. Sé que todo fue un truco para no decir delante de ella que me prefería a mí, ¿no es así? Yo me di cuenta, me di cuenta enseguida: usted quiso aparentar que iba a darnos un trato igualitario a Queen Elizabeth y a mí. Pero como dicen los alemanes, quien busca igualdad, que vaya al cementerio, ¿no, Madama Yizmejiansborough?

—No —dijo Madama, y dio un portazo cuya onda expansiva hizo trastabillar y caer a la señora Rosenschweitzer.

Pocos minutos después, el timbre volvió a sonar. Esta vez, se trataba de Queen Elizabeth.

—Me tiré las cartas —dijo— y comprobé que usted cometió un error, Madama Yizmejiansborough. Yo debería estar trabajando aquí. Tanto el tarot de Marsella como el de Bolonia así lo prescriben. El de Venecia ni le digo, y el de Gebelin es absolutamente categórico.

—Me chupa un huevo —Madama dio otro portazo y Queen Elizabeth recibió el impacto no ya de la onda expansiva, sino de la propia puerta, en plena nariz.

Desalentada por tener que volver a encargarse de la cocina, aunque contenta por haberse librado de aquellas dos energúmenas, Madama Yizmejiansborough se dispuso a preparar para la cena langostas a la Termidor, goulash, suflé de camarón a la Shangri-la y pastel de puré de castañas con crema de menta. Pero no había hecho más que abrir la puerta de la heladera, cuando el timbre volvió a sonar. Hecha una furia, Madama fue a abrir la puerta y pegó un grito que salió no solamente de su boca, sino también de su nariz y de sus orejas:

—¡Se me van las dos a la c…!

En ese momento de la frase Madama Yizmejiansborough se detuvo. Mujer de reflejos rápidos pese a la cantidad de colesterol que portaba en varios de sus noventa y cinco quilos de peso, acababa de darse cuenta de que quien había tocado el timbre no era ni Queen Elizabeth ni Tomasa Rosenschweitzer. Había dos personas allí: un niño y una mujer. Esta mujer era considerablemente más delgada que Tomasa Rosenschweitzer, y al menos cincuenta años más joven que Queen Elizabeth. Lo mismo, y con más razón todavía, podía decirse del niño.

—Perdonen, creí que se trataba de… —empezó a tratar de disculparse Madama, notando por los rostros de sus visitantes que estos se hallaban momentáneamente impedidos de hablar, debido a la impresión causada por su grito—, bah, no tiene importancia. Pasen, pasen, por favor.

Madama Yizmejiansborough había reconocido al niño: era Toblerone Karategui, el compañerito de juegos de Lilienthal. Estaba impecablemente vestido y peinado a la gomina. Y la mujer debía ser su haya; al menos, esta fue la primera impresión que dio a Madama. La segunda, que fue una impresión auditiva, la hizo cambiar de idea.

—No sé si se acuerda de mí, soy la señora de Karategui, vivo acá a la vuelta —le estaba diciendo la mujer—. Su hijo, o su yerno, no sé muy bien, disculpe, estuvo hace un rato en casa —acercando ahora su boca a la oreja derecha de Madama Yizmejiansborough, susurró—: para invitar a Tobi a la fiesta sorpresa de Lilienthal.

—¿Fiesta sorpresa? ¿Lilienthal? —Madama logró apenas recordar que la última noticia que tenía de Lilienthal era la de su desaparición.

—No lo diga tan fuerte —siguió susurrando Sofía Bermüller de Karategui—. La fiesta sorpresa es para los invitados, no para Lilienthal. Tobito no sabe nada, todavía.

—Pero Lilienthal no está acá —Madama trató de hablar bajo. Él desapareció hace rato.

—Claro, su yerno me dijo que la fiesta era en un local del centro. Yo venía a preguntarle si sabe dónde es, para llevar a mi hijo. Y todas mis amigas también van a estar encantadas de llevar a los suyos. Ya hablé con ellas.

—¡Ah, pero entonces… Lilito debe estar allí! —Madama Yizmejiansborough, eufórica, pidió a Sofía Bermüller de Karategui que la disculpara un momento y subió precipitadamente la escalera. Entró al cuarto de Nené, y sacudió a esta en la cama:

—¡Nené, Nené! ¡Ya sé dónde está tu hijo!

Nené, entre sueños, dijo algo acerca de cierta aria de ópera que el gallo Ferramontichelli había interpretado en Hannover, y de la actitud negativa que Sabú, el perro de la granja, había tenido ante la ovación cerrada con que el público había reaccionado.

—¡Despertate, idiota, te estoy diciendo que apareció tu hijo! —Madama pellizcó a Nené en tantos puntos de su piel, que pareció estar dictando un curso ultrarrápido de acupuntura.

—¿Eh? ¿Qué hijo? —Nené, aún con los ojos cerrados, soñó que el gallo Ferramontichelli andaba por la calle con un pollito de la mano.

Madama Yizmejiansborough tomó una medida más drástica para despertarla: le escupió en la cara. Así, logró su objetivo, y pudo informar a Nené de la situación:

—Aguilerio le organizó a Lilienthal una fiesta sorpresa. El muy pícaro no nos dijo nada a nosotras, pero Lilito debía saberlo desde hace días. Y Aguilerio hace un rato vino a buscarlo, para llevarlo a la fiesta, que debe ser en la papelería. Pero estoy segura de que Lilito, impaciente como es, se le adelantó. Debe estar allá. Me pregunto adónde habrá encargado tu hermano la bebida y la comida. Me extraña, que no me haya pedido ayuda.

—Bueno —dijo Nené—. ¿Vos te animás a ir a buscar a Lilienthal, cuando termine la fiesta?

Madama Yizmejiansborough salió del cuarto y bajó las escaleras.

—Vamos —dijo a la señora Karategui—. Vamos a buscar a los hijos de sus amigas. Yo los acompaño a la fiesta.

—¿Fiesta? —preguntó Toblerone, entusiasmado—. ¿Qué fiesta?

—Ninguna, Nené —le contestó su madre, y los tres salieron de la casa.