Capítulo 3

—¿Y, doctor? Qué tiene —preguntó Nené, sacándose los lentes como si de esa forma fuese a oír mejor; Madama Yizmejiansborough estaba asomada a su hombro, compitiendo con su hija en ansiedad por saber la respuesta del médico.

—No tiene nada —dijo este, y la circunstancia de que en ese momento su traje azul no presentara ninguna arruga, pareció la prueba de que hablaba con la verdad.

—¿Nada? Pero ¿y esas ronchas? ¿Y la fiebre?

Madama Yizmejiansborough apartó a Nené y encaró sin obstáculos al doctor Buenaventureiffel.

—No tiene nada —repitió este— porque yo lo curé. Antes tenía, sí, algo. Pero ahora ya no. Para eso estamos los médicos, ¿no? Para curar a los enfermos.

—Bueno —dijo Nené—, pero ¿qué tenía?

Buenaventureiffel carraspeó.

—Me pregunto —dijo— qué extraña clase de morbosidad puede inducirle a querer saber eso. Su hijo está sano, ahora. ¿No es eso lo que cuenta?

Madama Yizmejiansborough revisó a Lilienthal y comprobó que, en efecto, sus ronchas habían desaparecido y su temperatura se había normalizado.

—Qué curioso —dijo—. Siempre oí decir que las enfermedades vienen a caballo y se van a pie.

—Pues en este caso —contestó el doctor Buenaventureiffel guardando sus herramientas— el que se va a pie soy yo. Siempre que ustedes se ocupen de cubrir mis honorarios, por supuesto.

—¿No tiene auto? —le preguntó Nené, azorada.

—Perdone —el doctor se le acercó, presa de una súbita curiosidad—. Déjeme ver ese ojo. Qué tenemos por acá, ¿un orzuelo?

—¡Te dije, Nené! —protestó Madama Yizmejiansborough—. ¡Te dije que te pasaras un trapito negro!

—Me pasé la franela esa con que vos lustras el bargueño los jueves —alegó ella.

—Esa franela no es negra, pedazo de atolondrada. Es marrón. Marrón claro.

—Estaría muy sucia, entonces.

—Sucias estarán las manos de tu marido, cuando te pega —replicó Madama Yizmejiansborough—. Por eso después te agarras infección.

—Permítame —el doctor examinó más de cerca el ojo de Nené—. Mmm, tiene afectados los folículos sebáceos que… ah, pero espere un momento, esto no es un simple orzuelo, es un quiste de Meibomio. Y por acá también tenemos un signo de Abadie.

—Te estás quedando ciega —dijo a Nené su madre—, estás viendo negro lo que es marrón.

—No hay mucha luz en esta casa —dijo Buenaventureiffel—. De noche todos los gatos son pardos.

—Justamente: pardos —sostuvo Madama Yizmejiansborough—. No negros.

—Bueno —rio el doctor—. Debí haber usado la versión alemana del dicho. Los alemanes dicen «de noche todas las vacas son negras», ¿ustedes sabían que Meibomio era alemán?

—No —dijo Nené, de mal talante—. Pero explíqueme a quién se quiso referir con eso de las vacas.

—Dejemos tranquilas a las vacas, que en la India son sagradas —la retuvo Madama Yizmejiansborough—. ¿Qué decía usted, doctor?, ¿que Meibomio era alemán?

—Meibomio no parece un nombre alemán —dijo Lilienthal, interviniendo por primera vez en la conversación.

—No es un nombre, es un apellido —contestó el doctor—. De todos modos, hoy en día la gente ya no tiene nombres propios del país donde nació. Las corrientes migratorias, el desarrollo de los mass media y los colonialismos culturales acabaron con eso.

—Pero Meibomio vivió en el siglo diecisiete —insistió Lilienthal.

—Lo que sucede —explicó Madama Yizmejiansborough— es que antes se traducían los nombres y los apellidos, y ahora eso no se hace más. Ese Meibomio debía llamarse Meibom, o algo así. Igual que Tólstoi. Nosotros leemos libros de León Tólstoi, y no de Lev. Oímos hablar permanentemente de Guillermo el Conquistador, pero no vemos películas con Guillermo Herido, sino con William Hurt. No analizamos partidas de ajedrez de Paul, sino de Pablo Morphy. Vemos películas de Chaplín, y no de Chaplin, y vemos y leemos Pinocho, pero no vemos ni leemos Mariposa, sino Papillon. Conocemos a Honorato de Balzac, y no a Honoré, pero no sabemos quién es Manuela, aunque todos vimos Emanuelle. Estamos familiarizados con las teorías ópticas de Rogerio Bacon, y no con las de Roger, pero nos sublevamos si alguien atribuye la teoría de la relatividad a un tal Alberto, y no al viejo Albert (aunque fue el joven quien la formuló). Recitamos todas las noches poesías de Víctor Hugo, y no de Victor Hugo, pero no conocemos a Julia, sino a Yulia Roberts, aunque en nuestros diarios íntimos lo escribamos con jota. Leemos libros de Alejandro Dumas, y no de Alexandre Dumas. Pero no leemos libros de Alejandro Solyenitzin, sino de Alexander Solyenitzin. Nutrimos nuestros espíritus con las ideas de Duns Escoto y Tomás Moro, pero…

—Está bien, abuela —la interrumpió Lilienthal—. Entendemos el concepto.

—En algunos casos, antes era todavía peor —dijo el médico, sin prestar atención al crío—. Fíjese que yo, de joven, no escuchaba música de Piotr Chaikovsky ni de Pedro Chaicovsky, sino de un aborto de la naturaleza llamado Peter Chaikovsky, o Tchaikowsky.

—Es verdad —dijo Nené—. Yo me mato memorizando diálogos de Platón, cuando no tengo la más remota idea de cómo era realmente el nombre de ese anormal. En cambio, si alguien me sale con una cita de Miguel Foucault, le pregunto quién es ese advenedizo que usurpa el apellido de Michel.

—El péndulo de Foucault —dijo Lilienthal, por el puro placer de pronunciar esas palabras.

—Vos callate, no te metas —lo reprimió Nené.

—El nombre de la rosa —dijo Madama Yizmejiansborough, dubitativa—. El nombre de Platón. Nadie sabe, ni puede saber, cuál era el nombre de Platón. Ni el apellido. Fíjate que vos te llamas Nené Falcónica de Stuttgarte, siendo Nené tu nombre y Falcónica de Stuttgarte tu o tus apellidos. Pero Platón, Platón… qué mierda es eso. No es nombre ni apellido.

—Hay otro aspecto del asunto de la traducción de los nombres que me preocupa —el doctor Buenaventureiffel adoptó el semblante de quien vive en el alma profundas congojas—, y es el hecho de que al actor norteamericano Danny Kaye acá siempre se le pronunció el nombre como se pronuncia en Estados Unidos, haciendo sonar la «a» como nuestra «e» en la palabra «peine» (me refiero a la primera «e», que suena distinto que la segunda). Sin embargo, a Danny De Vito no le pronunciamos el Danny de la misma forma. Decimos lisa y llanamente Dani.

—Es cierto —dijo Nené—. Oiga, doctor Buenaventureiffel: mi marido es abogado. Le voy a plantear el asunto. Tal vez él pueda hacer algo al respecto.

—En Birmania se dice —contestó el médico—, y no sin razón, que el médico debe ser viejo pero el abogado debe ser joven. Yo soy viejo. ¿Su marido es joven, señora Falcónica de Stuttgarte?

—Bueno, no sé… ¿en Birmania no son un poco más específicos con respecto a la edad? ¿No dan números?

—No sé. En realidad pasé muy poco tiempo allá. Estaba en tránsito hacia… hacia… —El doctor miró a Lilienthal, que había empezado a conciliar el sueño—. A ver, Nené, a ver si estudiaste geografía. ¿Hacia dónde estaba de paso cuando pasé por Birmania?

Nené, creyéndose interpelada, contestó:

—No sé, yo… tendría que consultar un atlas. Y salió de la habitación de su hijo.

—¿No tiene otros pacientes que atender, doctor? —preguntó a Buenaventureiffel Madama Yizmejiansborough.

—Sí, por supuesto —dijo él—. Disculpe. Ya me iba.

Y salió, también.

—Abuela, contame un cuento —dijo Lilienthal, abriendo apenitas un ojo.

—En otra ocasión, tal vez —dijo Madama Yizmejiansborough. Y también salió. Pero enseguida volvió a entrar, carcomida por el arrepentimiento, y sentándose a los pies de la cama de su nieto, empezó:

—Había una vez un gallo que, descansado en el proverbio afgano según el cual aunque el gallo no cante, la aurora llega, había abandonado el canto. Periódicamente recibía faxes y llamadas telefónicas de su representante proponiéndole contratos para cantar en la Scala de Milán, en la ópera de San Petersburgo o en el Bistro D’Autrefois de Montréal, pero él no quería saber de nada. En vano los diarios publicaban artículos editoriales de añoranza en relación a sus antiguas presentaciones en público, comparándolo ventajosamente con viejas figuras de la ópera internacional como Ferrucio Tagliavini, Helen Jepson y Elizabeth Schwarzkopf, pero no había caso, él se mantenía en sus trece. ¿Y cuáles eran estos trece? Te lo voy a decir. El primero era tener servidos en su mesa todas las mañanas su buen par de huevos fritos (que le eran suministrados por las gallinas, sus compañeras de gallinero, en la granja donde vivía) y sus buenas lonjas de tocino (que le eran suministradas por el único cerdo de la granja, que diariamente se mutilaba en favor suyo). El segundo de estos ítems (ya que no otra cosa eran estos trece de que te hablo) consistía en que durante el resto del día solamente comía gusanos, principalmente anélidos oligoquetos, y solo en períodos de prolongada escasez de estos, se decidía a capturar algún poliqueto. El tercero era que no soportaba a los burócratas, y en tal categoría tenía a Sabú, el perro de la granja, que además estaba celoso de él porque con sus ladridos no había podido conseguir más que una función a porcentaje del borderó en el local de la comisión fomento de un barrio marginal en el poblado más cercano. Y encima había sido tratado con muy duros epítetos en la reseña publicada por un semanario de circulación vecinal, el único medio de prensa que se había dignado cubrir el evento. Bueno, y los otros diez ítems te los quedo debiendo, porque quiero llegar primero a lo medular de esta historia. Como ya te di a entender, el gallo de que te hablo, cuyo nombre era Ferramontichelli, se había dormido sobre sus laureles. Ahora bien, para entender lo que sigue tenés que saber que, así como en Transilvania se usa ajo para espantar a los vampiros, en los valles calchaquíes, para ahuyentar a los demonios y a las brujas, se usa laurel. Y sucedió que un pequeño demonio llamado Mo, habiendo oído habladurías de que Ferramontichelli, nuestro gallo, se había dormido en los laureles, creyó que la oportunidad era propicia para introducirse en la granja y causar estragos. Lo que no tuvo en cuenta fue que quien estaba dormido era el gallo, y no los laureles, por lo cual estos conservaban intacto todo el poder de repulsión hacia su naturaleza demoníaca. Mo, entonces, se vio impedido de acercarse a más de cuatro quilómetros de la granja, que tenía ella misma un radio de doce. Pero hete aquí que Sabú, el perro, tenía la mala costumbre de irse a corretear por granjas, quintas, plantaciones y estancias de los alrededores, y Mo, que había acampado a cuatro quilómetros y dos milímetros del alambrado que delimitaba la granja, no tardó en conocer al dedillo su rutina. Entonces, un día, se abalanzó sobre él y se apoderó de su mente y de su cuerpo. Pero el perro, en vez de volverse malo, como ya era malo, porque desde tiempos inmemoriales lo carcomía la envidia por los triunfos artísticos de Ferramontichelli, se volvió bueno. Porque volver mala una cosa que ya lo es, equivale a volverla buena. Entonces Sabú creó una fundación para ayudar a los niños pobres, y para hacerse de fondos con los que iniciar su noble campaña, organizó una temporada de ópera. Y quiso que Ferramontichelli tuviera los roles estelares. Nuestro gallo, conmovido por la iniciativa del perro, y por el súbito cambio de mentalidad que este había sufrido, aceptó la oferta, y hasta hizo una rebaja del veinte por ciento en su cachet. La temporada fue un éxito, y los críticos de los diarios acogieron con bombos y platillos el regreso de Ferramontichelli a las tablas. La Fundación recaudó muchísimo dinero, parte del cual fue distribuido entre los niños pobres, destinándose el resto a gastos administrativos. Y colorín colorado, este cuento se ha acab…

—¿Qué pasa, mamá, qué es todo este griterío? —dijo intempestivamente Nené, entrando de sopetón al dormitorio de su hijo.

—Shhhh —contestó Madama Yizmejiansborough—. Callate. ¿No ves que Lilienthal está a punto de dormirse?

—Si está a punto de dormirse, no entiendo cómo podías estar gritando de esa forma.

—Yo no estaba gritando. Le estaba contando un cuento.

—Sí, pero a los gritos. Los vecinos llamaron para quejarse, mamá.

—Y bueno, no sé —se defendió Madama Yizmejiansborough—. Será que Lilienthal se está quedando sordo.

—Si le hablás a ese volumen, no me extraña. Mamá, ¿no sabés que en los hospitales se pide silencio? Es porque el ruido es perjudicial para los enfermos.

—Yo no hacía ruido, y además Lilienthal no está enfermo. ¿No escuchaste lo que dijo el doctor Buenaventureiffel? Dijo que lo curó.

—Yo, por las dudas, trataría de que no coma cosas pesadas. A propósito, mamá, en vez de estar acá, contando a los gritos esas historias neurasténicas, deberías estar preparando la cena. Yo para mí quisiera una galantina de ave con espárragos gratinados.

—Ya me cansé de cocinar —Madama Yizmejiansborough dijo esto con un nudo en la garganta y un cargamento de lágrimas frescas apostadas en los párpados, esperando la orden de llorar—. No me importa lo que cueste, pero quiero contratar a una cocinera.

—La cocinera debe tener el paladar de su ama, dicen las alemanas —informó Nené, como si hubiese sido un programa de computadora asignado a la tarea de encontrar frases que contuvieran la palabra «cocinera».

—No me importa si tiene paladar de perro de raza o si lo tiene de tortuga elefantina —dijo Madama Yizmejiansborough—, pero quiero una cocinera. Mañana voy a poner un aviso en el diario. Y si Lilienthal se siente mejor, le voy a pedir que me escriba cartelitos para poner en el almacén, en la panadería, en el supermercado, en el…

—Lilienthal no sabe escribir, mamá —la interrumpió Nené.

—Pues ya es hora de que aprenda. Deberías mandarlo a la escuela.

—¿A la escuela? Para qué, ¿para que se agarre piojos?

El timbre sonó estruendosamente, interrumpiendo la discusión. Lilienthal no lo oyó. Ya estaba dormido.

—Andá a abrir —dijo Madama Yizmejiansborough a Nené, pero eso sí lo oyó Lilienthal y, abriendo los ojos, preguntó:

—Quién, ¿yo?

—No, mi cielo. Vos seguí durmiendo —le contestó Madama, y viendo que Nené no mostraba la menor intención de ir a abrir, fue hacia la escalera, a paso de paquidermo. Riiiiiiiiiiiiiiiiiin. El timbre volvió a sonar, a una frecuencia y a un volumen que al oído de Madama Yizmejiansborough competían entre sí a ver cuál era más molesto. Al abrir la puerta, se topó con la rechoncha caripela del doctor Buenaventureiffel.

—Lamento molestarla, señora, pero es que durante mi anterior visita incurrí en una… infeliz omisión: no percibí mis honorarios.

—¿Sus honorarios? ¿Quiere decir que no cobró? ¿Está seguro?

—Completamente, señora —el doctor trató de meter un pie en la casa, pero Madama Yizmejiansborough se lo impidió cortésmente.

—¡Nenéééééé! —llamó—. ¡Nené, necesito que bajes enseguida! ¿No le pagaste sus honorarios al doctor?

—Qué doctooooor —se oyó, confusamente.

—¡El doctor Buenaventurdefranz, o como se llame! ¡Bajá, Nené! ¡El doctor dice que no le pagaste!

—¡Cómo que no le pagué! —dijo Nené, apareciendo a paso lerdo en la escalera.

—Mi hija dice que le pagó —Madama Yizmejiansborough transmitió así el mensaje al médico.

—La señora se confunde, seguramente —dijo el doctor, siempre desde la calle—. Si me permite entrar un momento, creo que vamos a poder aclarar este equívoco.

—¿Nos está acusando de no pagarle, doctor? —le contestó Nené, asomándose a la puerta y a uno de los hombros de su madre—. Le advierto que mi marido es abogado, y puede hacerle pasar un mal rato.

—Señora, por favor, sea razonable. Déjeme entrar y hablemos de esto con serenidad. ¿Sí?

—No —dijo Madama Yizmejiansborough, y trató de cerrar la puerta.

Pero el médico interpuso su paraguas entre esta y el marco, diciendo:

—No solamente me olvidé de cobrar. También me faltó darles ciertas recomendaciones útiles para preservar la buena salud de este chico, ¿cómo era que se llamaba?…

Viendo que, ante esto, Madama Yizmejiansborough iba a ceder, Nené le dijo:

—No abras, mamá, este tipo está bluffeando.

—Recuerden que, entre todos los médicos a que ustedes recurrieron, yo fui el único capaz de lograr una mejoría inmediata en… Little… Lilith… ¿cómo era el nombre de este chico?

—Se llama Lilienthal —dijo enérgicamente Madama Yizmejiansborough, abriendo la puerta apenas unos grados—. No le diga Lilith. Lilith es otra cosa.

—Es el nombre de una deidad antigua: la diosa de la luna nueva —explicó Nené.

—Era un personaje similar a lo que, en las películas de suspenso de hoy en día, se suele llamar «viuda negra» —siguió Madama Yizmejiansborough—. Un personaje funesto, sin lugar a dudas, pero de sexo femenino. Y Lilienthal es varón, no sé si usted lo habrá notado cuando lo examinó.

—Sí, lo noté —Buenaventureiffel hizo un nuevo intento por ganar terreno sobre el marco de la puerta—. Escuchen, me interesa ese personaje mítico del que me hablan. ¿Qué les parece si me invitan a una taza de té, y me cuentan más sobre eso?

—Si realmente le interesa Lilith, podrá escucharnos hablar de eso sin moverse de ahí —dijo Nené.

—Lilith es una de esas antiguas diosas que después, con distintos nombres, aparecen en varias religiones —retomó su madre.

—También aparece a veces en forma de lechuza —dijo Nené—, y trae mal agüero. Fíjese usted qué curioso, que esta creencia la tenían tanto los antiguos sumerios como muchos pueblos indígenas de América del Sur.

—¿De veras? —El doctor logró dar a la puerta un empujón decisivo y entró en la casa, pero fingiendo no darse cuenta de eso, y aparentando tener el cien por ciento de su atención dedicada al tema de la diosa Lilith—. ¡No puedo creerlo!

—Pues sí —dijo con cierta inquietud Madama Yizmejiansborough—. Y no se olvide de que cuando suena el río es porque agua trae. Lilith vive y lucha, eso es un hecho. Hace poco, sin ir más lejos, un cliente de mi yerno asesinó a su abuela por mandato directo de esa deidad, que se le apareció en forma de… de búho, creo.

—No fue así, mamá —repuso Nené—. Era una lechuza, además ella no ordenó a Zinoviev-Algarrobo que cometiera el asesinato. Simplemente, con su presencia, generó un clima de desgracia que a la postre desembocó en…

—Mi yerno, el doctor Raúl Stuttgarte —dijo con el pecho henchido de orgullo Madama Yizmejiansborough—, demostró ante la Suprema Corte que su cliente no era imputable de delito.

—¿Qué es eso que tienen ahí? —El doctor Buenaventureiffel se acercó, sin pedir permiso, ni pedir perdón por cambiar el tema de la conversación, a una mesita de la sala de estar sobre la que, junto a una tosca lámpara comprada en la feria artesanal del barrio o ganada en alguna kermesse a beneficio de los niños pobres de San Menecucho, había una gran lata cilíndrica, de colores llamativos.

—Son galletas importadas de Dinamarca —dijo Nené, pero no invitó al doctor a comerlas.

—Muy bien, voy a llevármelas —dijo Buenaventureiffel, abriendo la lata para comprobar que tuviera suficientes galletas—. Esto debe cubrir más o menos… la cuarta o más bien la quinta parte de mis honorarios. Déjenme ver qué más me puedo llevar. ¿Tienen alguna sugerencia para darme?

—Esas galletas son para Lilienthal. Déjelas ahí —le ordenó Madama Yizmejiansborough.

—No es conveniente que ese chico coma esto, en su estado.

—¡Pero si usted dijo que lo curó!

—Sí, pero hay que tomar ciertas precauciones, para que acabe bien su convalecencia.

—Doctor Buenaventureiffel —lo amenazó Nené— deje esa lata donde estaba, o llamo a la policía.

—Si hace eso, voy a presentar cargos contra usted, por negarse a pagar mis honorarios.

—Sus honorarios ya le fueron pagos. Retírese —lo instó Madama Yizmejiansborough.

—Si eso fuera cierto, ustedes deberían tener un recibo firmado por mí. ¿Por qué no me lo muestran?

—Porque no nos viene en gana —contestó Nené—. No necesitamos recibo. Nos basta con el recuerdo de haberle pagado. Todavía está fresco en nuestra memoria.

—Señora, es evidente que usted se encuentra padeciendo un delirio vesánico retrospectivo. Permítame dispensarle la atención médica pertinente al caso —Buenaventureiffel se acercó a Nené y pretendió agarrarla de un brazo. Madama Yizmejiansborough se le fue encima y le clavó las uñas en el cuero cabelludo. El doctor le pegó en la cara con la lata de galletas y, soltando a Nené, huyó de la casa.

—Se llevó la lata, nomás —dijo descorazonada Madama Yizmejiansborough.

—Sí, pero dejó su paraguas —Nené señaló el adminículo, que el doctor había apoyado contra la mesita de la sala de estar, en el momento de apoderarse de la lata.

—Sí. Es extraño. ¿Qué habrá querido decimos con eso? Bueno, no importa. Voy a subir. Tengo que terminar de contarle el cuento a Lilienthal.

Madama Yizmejiansborough fue hacia la escalera y empezó a subir despacio, ayudándose con la baranda.

—¿Vas a empezar a gritar otra vez? No, mamá —Nené fue tras ella—. Además el cuento ya lo terminaste. Todo el barrio oyó que dijiste «y colorín colorado…».

—Sí, pero Lilienthal no escuchó el final. Se había dormido, pobrecito. La enfermedad lo hizo consumir muchas energías.

—Y bueno, déjalo que duerma.

—No es bueno que duerma sin conocer el final de la historia. Puede tener pesadillas. La historia termina bien, pero por el medio hay muchas… intrigas, que si te quedas con eso solo, puede ser… perjudicial, para la mentalidad de un niño pequeño. Es la historia del gallo Ferramontichelli. Yo te la contaba cuando eras chica, ¿no te acordás?

—Escuché algo ahora, cuando se la contabas a Lilienthal, pero no, la verdad que no me acuerdo de qué se trata.

—El gallo no quería cantar más.

—Esa parte la escuché. Era por culpa de un proverbio afgano, ¿no?

—Sí —dijo Madama Yizmejiansborough, complacida—, un proverbio según el cual aunque el gallo no cante, la aurora llega. Y el gallo quiso comprobarlo. Por eso dejó de cantar.

—¿Y? ¿Llegó la aurora?

—No. No llegó. Nadie entendía nada, y los astrónomos no eran capaces de explicar qué pasaba.

—Y qué pasaba —preguntó Nené.

—Eso mismo se preguntaba el gallo. Y lo primero que se le ocurrió fue que los afganos eran unos mentirosos. Así que sacó un pasaje de avión a Kabul.

—Pero nunca llegó, ¿verdad?

—Llegó, sí. Llegó. Y al primer tipo que vio, le preguntó «¿Y, viejo? Dejé de cantar. ¿Dónde está el sol?». Y el tipo le dijo «Olvídate del sol, chico. Tú debes cantar, no hacer preguntas filosóficas. Yo te ofrezco una gira de treinta recitales, no solo aquí, sino también en Mazar-i-Sharif, en Kandahar y también fuera de nuestro país, en la Scala de Milán, en la ópera de San Petersburgo y en el Bistro D’Autrefois de Montréal».

—Nadie es profeta en su tierra —dijo Nené—. El gallo debió emigrar, para poder triunfar.

—Ferramontichelli no quería triunfar. El solo quería que en su granja volviera a salir el sol. Se lo pedían las gallinas, se lo pedía la cabra, se lo pedían los chanchos.

—Él quería la chancha y los cinco reales. Quería sol, pero sin ganárselo con el sudor de su canto —Nené empezó a sulfurarse—. En otras palabras, era un vividor. Y no me gusta que le inculques esa clase de arquetipos a Lilienthal. Ya mismo voy a explicarle que no tiene que seguir el ejemplo de ese gallo buscavidas —subió rápidamente por la escalera. En ese momento la puerta de calle se abrió y Madama Yizmejiansborough, mirando hacia allí, vio constituirse una especie de arco voltaico con la forma del doctor Buenaventureiffel.

—¡Mi paraguas! —rugía como trueno—. ¡Dejé acá mi paraguas!

—Devuelva la lata, doctor, y tendrá su paraguas. Ah, y acuérdese de que en la lata había cincuenta y tres galletas. Que no falte ni una sola —le contestó tranquilamente Madama.

Nené, mientras tanto, había llegado al dormitorio de Lilienthal, y lo había encontrado mirando los dibujos que había en los márgenes de un viejo diccionario enciclopédico ilustrado.

—Lilienthal, oíme bien lo que te voy a decir: no quiero que en la vida sigas el ejemplo del gallo Ferramontichelli. ¿Está claro?

—Sí, mamá. Te lo prometo. Nunca dejaré de cantar —dijo el niño, y a renglón seguido, a voz en cuello, se puso a cantar lo que recordaba del aria Cortigiani, vilrazza dannata, de la ópera Rigoletto, de Verdi.

—Callate —le dijo Nené—. Eso lo cantaba el gallo. No quiero que lo imites.

—Pero él un día dejó de cantar, y yo voy a seguir mientras pueda. ¡Nunca dejaré de cantar! He ahí la diferencia entre el temperamento pusilánime de un cagón como Ferramontichelli y el enérgico tesón de un chico quizá no tan dotado naturalmente para el canto, pero cuyo espíritu de perseverancia lo habrá de conducir seguramente a la larga a resultados más exitosos. ¡Mientras viva, seguiré cantando!

Y hecha esta exposición de motivos, Lilienthal retomó su precaria, aunque esforzada, interpretación del aria de Verdi.

—¡Qué es esto! —dijo a gritos Madama Yizmejiansborough, entrando al cuarto—. ¡Me acusabas a mí de gritar, y ahora estás desafiando no solamente la resistencia de tus cuerdas vocales, sino también la de los cimientos de esta casa!

Nené, entendiendo que su madre se había dirigido a ella, respondió:

—¡Mamá, ¿estás sorda?! ¡Es Lilienthal, el que canta, no yo!

—¡No trates de involucrar a tu hijo, loca! ¿Cómo podés derivar a un inocente la responsabilidad de tus faltas?

—¡Pero mamá, mirá! ¿No ves que es él? —Nené dirigió su vista a la cama del niño. Estaba vacía.

—¿Qué es esto? —dijo—. Lilienthal, dónde estás.

—No está —dijo Madama Yizmejiansborough barriendo la pieza con sus ojos.

—Se debe haber escondido debajo de la cama, este picaruelo —Nené se agachó a mirar, pero Lilienthal no estaba ahí.

—Fíjate en el ropero —dijo Madama, pero se puso a revisar el mueble ella misma, sin hallar al niño.

—Es increíble —dijo Nené—. Hasta que vos entraste, estaba acá. Estaba cantando.

—A mí me parecía que era tu voz.

—Bueno, no vamos a discutir eso ahora. Qué pasó con el doctor Buenaventureiffel. Qué quería.

—¡¿Qué carajo importa ahora el doctor Buenaventureiffel?! ¡Ocúpate de encontrar a tu hijo, caramba!

—¡No entiendo dónde puede estar! ¡Estaba acá, en la cama! ¿Vos no lo viste salir del cuarto?

—No, ya te dije.

—Entonces tiene que estar acá.

—Sí, pero no está. ¿No ves, que no está?

El doctor entró al dormitorio. Con una mano sostenía su paraguas de colores de sombrilla, y bajo el brazo correspondiente a la otra mano, tenía la lata de galletas de Dinamarca.

—Ahora, si tienen a bien regularizar mis honorarios, me retiro.

—Si nos disculpa, en este momento estamos en otra cosa —le dijo amablemente Madama Yizmejiansborough.

—No me importa en qué estén —persistió él—. Quiero que me paguen ya —sacó una galleta de la lata y se la metió en la boca.

—Doctor, perdimos a mi hijo, ¿usted no lo vio, allá abajo?

—Perdone, pero no tengo tiempo de jugar a las escondidas. Quiero mi dinero.

—Págale, mamá. Así se deja de joder.

—¡Cómo! —exclamó Madama Yizmejiansborough—. ¿No era que ya le habías pagado?

—¡Claro que le pagué! Pero tenemos que encontrar a Lilienthal.

—¿Lo tiene usted, doctor? ¿Lo secuestró, lo tiene como rehén? —Madama lanzó un zarpazo a la cara del doctor. Sonó el timbre. Nené se catapultó escaleras abajo, gritando:

—¡Debe ser él, debe ser él!

Pero no era Lilienthal. Era la señora Kalchakinsky. Judith Kalchakinsky.

—Ahora no te puedo atender —le dijo Nené—. Perdí a mi hijo.

—¿Qué? ¿Murió?

—No, se me perdió. No sé dónde está.

—Ah, no importa, ya va a aparecer —la señora Kalchakinsky se abrió paso y entró a la casa—. Escúchame, Nené. Me fue mal. Fallé. No pude escarmentar a Raúl.

—¿Raúl? ¿Lo llamas Raúl? ¿Desde cuándo tenés tanta confianza con él?

—No tengo confianza, tarada. Lo detesto, por lo que te hizo. Pero todo falló, por culpa de Sergueisha, que entró al estudio en mal momento.

—Mal momento por qué. Qué estabas haciendo, con mi marido.

—Le estaba dando un buen susto. Pero al entrar Sergueisha, Ra… él me desarmó y… vino a detenerme un guardia del edificio. Por suerte pude seducirlo, y me dejó libre.

—¿Qué le hiciste?

—No importa. Escúchame: ya reporté el incidente al consejo. Esta noche va a haber reunión. Tenés que ir.

—No puedo —dijo Nené—. Tengo que encontrar a mi hijo.

—Mientras sigas sujeta de esa forma a los valores familiares, Raúl te va a seguir pegando. Tenés que establecer tus prioridades —la señora Kalchakinsky se acercó a la mesita de la sala de estar—. ¿No quedan más galletas? —preguntó.

—Disculpame, Judith, pero ¿por qué no te vas? No puedo hablar contigo ahora. Tengo que resolver el tema de mi hijo.

—No tenés por qué resolverlo sola. Hay una institución que te respalda, no te olvides.

—La Liga no se ocupa de esas cosas.

El doctor Buenaventureiffel y Madama Yizmejiansborough entraron a la sala de estar.

—No entiendo —decía el médico—. ¿Cómo ese proverbio de Afganistán podía haber llegado a oídos de ese gallo?

—Porque Sabú, el perro de la granja, era un afgano. ¿Conoce esa raza? Ningún perro tiene tanta elegancia y tan buen humor como un afgano —le contestó Madama.

—Sí, pero ese Sabú, por lo que usted decía, era bastante cascarrabias… —Buenaventureiffel depositó la lata de galletas sobre la mesita.

—Mamá, ¿qué pasa? —dijo Nené—, ¿apareció Lilienthal?

—No, pero por suerte el doctor y yo zanjamos la cuestión de… de los honorarios.

Judith Kalchakinsky fue hacia la lata y se sirvió una galleta.

—Ah, qué pocas que quedan —dijo.

—Mamá —siguió Nené—, no entiendo cómo podés estarle contando al doctor la historia de Ferramontichelli, en la situación en que estamos.

—Estaba visto que algo así iba a pasar, cuando tu hermano volcó la sal —le contestó Madama Yizmejiansborough.

—Hablando de sal, perdonen una pregunta —dijo la señora Kalchakinsky—, pero estas galletas ¿son dulces o saladas? Es extraño, pero no me puedo dar cuenta…

—¿Puedo pedirle que abra la boca? —El doctor se le acercó y le miró la lengua y los dientes—. Mmmm, tiene manchas en algunos dientes, ¿usted toma clorhoxidina?

—Que yo sepa, no.

—Perdone, doctor —dijo Nené—, pero voy a pedirle que se lleve a su paciente a su consultorio. De lo contrario voy a cobrarle alquiler por el uso profesional de esta sala.

—Madama Yizmejiansborough y yo ya arreglamos cuentas —dijo Buenaventureiffel, guiñando un ojo a Madama—. ¿No es cierto, Maddie?

—Sí —dijo ella, y mirando el gran reloj de péndulo que había en un rincón de la sala, exclamó—: ¡madre mía, la hora que es! Tengo que empezar ya mismo a cocinar. Si no, no vamos a cenar ni a las cuatro de la mañana.