Capítulo 10

Hacía diez minutos que Tomasa Rosenschweitzer estaba buscando la puerta de su casa, y no la encontraba. Cinco veces había recorrido la cuadra en uno y otro sentido, y la casa no se dejaba ver. Pero era en esa cuadra: diez años de haber vivido ahí daban a la señora Rosenschweitzer una total certeza en lo concerniente a ese punto. Además, en la cuadra no había ningún buraco no faltaba ninguna casa. Tenía que ser una de esas. Había otra posibilidad: que ella se hubiera vuelto loca, y que tuviera recuerdos de cosas que jamás habían sucedido. Si su casa no estaba en esa cuadra, entonces quizá ella no fuera Tomasa Rosenschweitzer. Pero —razonó—, aunque ella no fuera Tomasa Rosenschweitzer, Tomasa Rosenschweitzer vivía en esa cuadra, y en una casa que por el momento no se estaba dejando ver. O sea que la hipótesis de no ser Tomasa Rosenschweitzer no le ayudaba a dar ningún paso hacia la solución del problema. Era mejor seguir pensando, como antes, que ella era Tomasa Rosenschweitzer, nomás.

—Soy Tomasa Rosenschweitzer —se dijo en voz alta, para partir, como Descartes, de un hecho claro y distinto, del que tuviera una certeza absoluta, como para edificar sobre él un edificio de informaciones bien fundadas.

En esas cavilaciones estaba cuando un taxi que venía por la calzada se detuvo junto a ella; el chofer le dijo:

—Perdone, señora. Señora Rosenschweitzer, ¿verdad? Disculpe, es que no pude evitar oír lo que usted acaba de decir.

—Sí, soy Tomasa Rosenschweitzer —dijo Tomasa, algo sorprendida debido a que los taxistas de su ciudad solían ser bastante esquivos, y no consideraban a los peatones más que como potenciales depredadores del tapizado de sus coches—. En qué puedo servirle.

—Estoy buscando una casa de puerta blanca, que vi hoy en esta cuadra, y no la encuentro. Ya pasé como diez veces por acá, y no soy capaz de verla. No sé qué me pasa, me taré, o algo así, pero bueno, el hecho es que hoy, más temprano, vi esa casa y ahora no la veo. Y al verla a usted, me pareció que podría ayudarme, si es de por acá. Y aunque no sea, quién sabe, capaz que también, ¿no? Yo cuando tengo problemas siempre hago lo que los escritores norteamericanos dicen que dicen los franceses: cherchez la femme.

—Es extraño —dijo Tomasa—. Yo me encuentro en la misma situación que usted, ¿sabe? No encuentro esa casa de puerta blanca. Ya caminé como diez veces esta cuadra. Quien no tiene cabeza debe tener pies, dicen en Grecia. Es increíble, es increíble que me cueste tanto trabajo dar con mi propia casa.

—¿La suya? —El taxista estacionó su vehículo—. Pero entonces yo… voy a su casa.

—Si me dice por qué asunto es, le agradezco.

—Busquemos primero la casa, ¿no le parece? —El taxista bajó y tomó a Tomasa del brazo—. Porque si después resulta que la casa no existe, todo cuanto podría yo decirle ahora sería al pedo.

—Sí, pero el esfuerzo de encontrar la casa para usted también va a ser al pedo, porque si no me dice para qué la está buscando, yo no lo voy a dejar entrar —replicó ella con simpatía.

—Está bien: digamos que voy a su casa para… cobrar una deuda.

—Mmm, ¿sabe lo qué decían en mi pueblo? —Un movimiento casual de los ojos de Tomasa generó en ella un reconocimiento súbito de cierta casa, como que era la suya, pero para ocultar el dato al taxista, apartó rápidamente la vista del punto en cuestión. Cuando volvió a apuntar en esa dirección, vio que se había equivocado: la puerta de esa casa era verde, y no blanca, como la de la suya.

—No. Qué decían en su pueblo —contestó con impaciencia el taxista. Hacía no menos de tres minutos que esperaba de Tomasa la parte que faltaba en la expresión de su pensamiento.

—¡Ah, perdón! —dijo ella—. Pues decían «acuéstate sin cena, amanecerás sin deuda».

—Sí, carajo —el taxista acababa de comprender que sus tres minutos de espera no habían sido premiados con ninguna información que pudiera considerarse de valor—, pero yo vine a cobrar una deuda, no a pagar.

—El dicho no especifica si la deuda que se vence con el amanecer es la que uno tiene, o la que otros tienen con uno —explicó Tomasa, en un tono que hubiera sido el adecuado para dirigirse a un grupo de alumnos de primer grado en una escuela para retrasados mentales—. Yo, que usted, haría lo que el dicho prescribe, y vería qué pasa mañana al amanecer. Y mire que la que le está recomendando privarse de cenar no es cualquier verdura: yo soy cocinera. Sé muy bien de qué le hablo. Al decir cena no le estoy hablando de un choripán, o de una hamburguesa con soretitos fritos. Le hablo de choucroute garnie, por ejemplo. O de lomo grillé calvados, o de fricassée de paloma, o de patas de cordero á la Blanquette, o á la Rouennaise. No sé si soy clara.

—Perfectamente —dijo el taxista—, pero ahora quisiera que nos dedicáramos a…

—Y así como le hablo con propiedad sobre lo de la cena —lo interrumpió la señora Rosenschweitzer—, también puedo hablarle de la otra cara del asunto: el amanecer. Conozco una historia muy instructiva sobre el tema. Me parece oportuno contársela.

—Preferiría que fuera en otra oportunidad —dijo el taxista, y se acercó a una de las casa de la cuadra, con la intención de tocar el timbre y preguntar por la casita de puerta blanca. Pero Tomasa Rosenschweitzer lo agarró del brazo, lo atrajo hacia sí, y le dijo:

—Había una vez un gallo que, descansado en el proverbio afgano según el cual aunque el gallo no cante, la aurora llega, había abandonado el canto. Periódicamente recibía faxes y llamadas telefónicas de su representante proponiéndole contratos para cantar en el teatro Avenida de Buenos Aires, en el pub Satchmo de Lima o en el Cilindro Municipal de Montevideo, pero él no quería saber de nada.

—Es una pena, verdaderamente, que desaprovechara esas oportunidades —dijo el taxista, y trató de librarse de la señora Rosenschweitzer. Pero ella lo retuvo clavándole las uñas en el antebrazo, y siguió con la historia—: En vano los diarios publicaban artículos editoriales de añoranza en relación a sus antiguas presentaciones en público, comparándolo ventajosamente con viejas figuras no solo de la lírica, sino también del mambo y del chamamé, como Pérez Prado y Ramona Galarza. Pero no había caso, él no quería aflojar. No sé si temía que todos descubrieran su verdadera naturaleza de corral, por aquello de «por el canto se conoce el pájaro», o si quería hacer suyo aquel proverbio que dice «cada gallo canta en su muladar». El hecho es que Ferramontichelli (que así se llamaba nuestro gallo) se mantenía incólume, pese a los beneficios que le habría reportado seguir cantando, ya que como dice alguna gente, «quien canta, sus males espanta».

—Señora, le voy a agradecer si me suelta —pidió gentilmente el taxista.

—Ferramontichelli, en vez de optar por la disipada vida del artista —siguió la señora Rosenschweitzer, más incólume que el gallo—, prefirió la paz de la faena campestre, con la diaria ración de huevos que le servían sus compañeras las gallinas, con las lonjas de tocino que de mil amores le daba el cerdo de la granja, y los anélidos oligoquetos que él mismo extraía de la pródiga tierra. Usted qué cree, señor taxista: ¿era acertada la elección del gallo? Yo creo que sí. Mientras no haya escasez, para mí es cien veces preferible una vida modesta pero tranquila, que tener grandes riquezas pero vivir en medio del estrés de las orquestas sinfónicas o de las guitarras eléctricas. Usted qué dice.

—Yo creo que usted tiene razón —condescendió el taxista.

—Entonces ¿va a hacer lo que le digo? ¿Se va a acostar sin cenar, esta noche, tranquilito?

—Sí. Se lo prometo —hubo una ligera merma en la intensidad de la presión en su brazo, y el taxista la aprovechó para zafarse, aún a costa de dejar algunos jirones de su piel en las uñas de la señora Rosenschweitzer—. Pero ahora tengo que seguir buscando la casa de puerta blanca.

—¿No le interesa saber qué fue del gallo?

—No. Su historia es demasiado larga. ¿Nunca oyó decir que la oración breve sube al cielo?

—Sí. Pero también oí decir «padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre», y todo eso, que para su información también dice «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores».

—No sé por qué le preocupa tanto esa deuda —dijo el taxista—, si la que me debe no es usted.

—Ah, ¿no soy yo? Perdone —la señora Rosenschweitzer rio entrecortadamente—, le juro que pensé que usted, además de ser taxista, era cobrador de la mutual médica, o de la inmobiliaria, o de la luz, o de… en fin, por desgracia mis finanzas no anduvieron bien en los últimos tiempos y estoy un poco… atrasada en varios de mis compromisos mensuales.

—Bueno, ya que ahora dejó de preocuparle el tema, porque no le concierne, supongo que no tendrá inconvenientes en ayudarme a encontrar su casa.

—No, no tengo —la señora Rosenschweitzer suspiró—. Pero no se si la voy a poder encontrar. Anoche soñé con un cielo. Quizá eso signifique que esta noche voy a dormir a la intemperie.

—¿Con un cielo, soñó? ¡Pero no, mija! —El taxista emitió dos carcajadas bien impostadas—. ¡Soñar con cielo significa casamiento!

—¿De veras? ¿Y casamiento de quién?, ¿de la que sueña?

—No sé, no sabría decirle. Puede ser de la que sueña, o de algún talabartero marroquí, o de una bailarina filipina, yo qué sé. O puede ser el casamiento de su hermana gemela usted tiene una hermana gemela, ¿no es verdad?

—No. De dónde sacó eso.

—Porque su nombre, Tomasa, es el femenino de Tomás, que en sirio quiere decir hermano gemelo.

—Pero entonces debería haberme preguntado si tengo un hermano gemelo, no si tengo una hermana gemela.

—Pero usted no se llama Tomás, se llama Tomasa.

—Sí, pero el femenino es para mí, no para mi hermano gemelo, ¿entiende?

—¿Entonces usted sí tiene un hermano gemelo?

—No, idiota —dijo Tomasa—, le estaba hablando hipotéticamente.

—Tené cuidado con cómo me hablas, vieja de mierda —el taxista levantó la mano para golpear a Tomasa, pero al ver pasar a una transeúnte, se contuvo.

—No veo qué tiene de malo el hablar hipotéticamente —replicó ella.

—No me refiero a eso. Me refiero a lo de «idiota» —el taxista siguió mirando a la transeúnte, una bella adolescente apenas vestida con un short y un corpiño de malla de baño.

—Tiene razón —concedió la señora Rosenschweitzer—. En vez de «idiota», tendría que haberlo llamado «viejo verde».

Al pronunciar la palabra «verde», recordó de pronto que Florizelda, unas horas antes, le había preguntado por la pintura verde, y había manifestado el extraño impulso de pintar la puerta de calle.

Así que, menos de un minuto después, Tomasa Rosenschweitzer estaba abriendo la cerradura de la puerta de su casa, ya perfectamente identificada. La secundaba, por supuesto, el taxista.

—¡Ah, ya sé, ya sé cuál es el casamiento que mi sueño de anoche preconiza: el de Madama Yizmejiansborough con el doctor Buenaventureiffel! —dijo Tomasa antes de entrar.

—Si usted lo dice… —aceptó el taxista, absolutamente incapacitado de poner en tela de juicio una afirmación como esa.

Florizelda estaba hablando por teléfono, pero al oír la puerta, colgó.

—¿Todavía estás acá? ¿No era que tenías una sesión de fotos? —le preguntó su tía, entrando.

—Sí, ya me iba, justamente —Florizelda recogió su cartera, se la puso al hombro y fue hacia la puerta, donde la detuvo el taxista.

—Pará un poquito, mijita: vos me debés algo.

—Tía —dijo ella, retrocediendo hasta la posición de la señora Rosenschweitzer—, ¿quién es este señor?, ¿vos sabés de qué me está hablando?

—Sí, de tu deuda —se limitó a responder Tomasa.

—¿Qué deuda?

—Ah, no sé, esas son cosas tuyas.

—Yo no conozco a este tipo. Nunca lo vi.

—Sin embargo —señaló Tomasa con perspicacia— él sabía que la puerta de esta casa antes era blanca. Así que no se cayó de la palmera. Viene por un motivo justificado, seguramente. Algo le habrás comprado, vos, y no se lo pagaste.

—Exactamente —corroboró el taxista—. La señorita sabe muy bien qué fue lo que no me pagó, y en qué moneda me prometió que me lo iba a pagar. Hubiera venido más temprano, a cobrar, pero tuve que ir a un servicio médico de emergencia, ¿sabés? —Acercándose a Florizelda, pretendió atraparla, pero ella lo esquivó.

—Epa, no sea toquetero —le dijo Tomasa.

—Solo estoy haciéndome de lo que es mío. Vamos, mija, no le saques el culo a la jeringa —el taxista empezó a sacarse el pantalón.

—Me parece que me perdí algo importante. No entiendo lo que está pasando acá, ¿podrías explicármelo? —preguntó a Florizelda su tía.

—Me comprometí a reforzarle a este señor los dobladillos del pantalón —dijo ella—, a cambio de un viaje en taxi que no le pude pagar porque no tenía cambio.

—Te voy a dar, dobladillos —dijo el taxista—. Vení, vamos al cuarto.

Capturando un brazo de Florizelda, la llevó a donde acababa de anunciar que la llevaría.

—Esta chica no sabe coser —le advirtió la señora Rosenschweitzer—. Ella es modelo, lo único que sabe es posar para que le saquen fotos o caminar por una pasarela.

El taxista pasó por alto la advertencia y cerró la puerta del dormitorio, arrojando a Florizelda sobre una de las camas. En ese momento sonó el timbre. Tomasa fue a abrir, y se encontró con un hombre que traía una botella de cerveza y un paquete envuelto en papel con el nombre y el logotipo de un bar cercano.

—¿Está Marianela? —preguntó este señor.

Antes de que la señora Rosenschweitzer tuviera tiempo de contestar, Florizelda salió del cuarto hecha un bólido. Estaba casi desnuda, y la perseguía el taxista, que también lo estaba.

—Ya voy, Raúl, ya voy, esperame —gritó ella.

—Qué es esto —dijo la señora Rosenschweitzer, mirando la desnudez del taxista.

—Mi calzoncillo también estaba descosido —explicó él.

Florizelda arrancó la cortina de una de las ventanas y salió a la calle arrastrando con ella al visitante, que era, naturalmente, el doctor Raúl Stuttgarte. Envolviéndose en la cortina, Florizelda le dijo:

—No nos vamos a poder quedar en mi casa. La cosa está muy complicada. Llévame a un hotel. Qué trajiste en ese paquete, ¿sandwiches? —Y mientras corría (inútilmente, porque por alguna razón el taxista no había salido a perseguirla) con Stuttgarte, destapó con los dientes la botella de cerveza que este traía y se bebió la mitad de un solo trago.