8. El criado desaparecido

Acostada en la cama blanca de una alegre habitación, con la melena caoba oculta bajo una cofia, Hélène Parry, más blanca que sus propias sábanas, apenas respiraba.

Al contacto de mi mano con la suya, abrió despacio sus grandes ojos nostálgicos y me miró con extrañeza. De mi repertorio de entonaciones, elegí la que más suave me pareció.

—Buenas tardes, señorita Parry —dije—. Un penoso deber nos obliga a importunarla, pero no es posible diferir este interrogatorio. Se trata de vengarla, entiéndame, y de vengar a Bob. Naturalmente, usted le conoció, ¿no? Mucho me extrañaría que nunca le hubiese hablado de mí, su jefe, Nestor Burma.

Cerró los ojos, a modo de asentimiento.

—Estaba usted en la estación —dijo en voz baja.

—Sí. Como usted. ¿Por qué sacó el revólver?

—¿Qué historia es esa? —se enfadó Faroux—. No me había dicho...

—Póngase una mordaza, Florimond. Esta joven no puede concedernos un número ilimitado de horas. ¿Por qué sacó el revólver?

—Por un acto reflejo. Estaba esperando a Bob. Él sabía que yo debía volver aquella noche y me mandó un telegrama diciéndome que le esperara en el andén. Que tenía una sorpresa para mí. Oí que alguien gritaba su nombre. Era usted que le llamaba. Se precipitó hacia... ¡Oh, Dios mío...!

Dorcières dio literalmente un brinco. Le temblaban las manos. Le vibraban las aletas de la nariz. Se inclinó hacia su paciente.

—No está en condiciones de soportar un interrogatorio —dijo en tono sorprendentemente firme.

Me daba perfecta cuenta de ello, pero todavía me quedaban dos preguntas. Lo demás podía esperar.

—Un esfuerzo más, señorita Parry. Y, en primer lugar, no desmiente llamarse Hélène Parry y ser la hija de Georges Parry, ¿verdad?

—No, no lo niego.

—Perfecto. Usted no es responsable de los delitos de su padre. Y ahora, escúcheme con atención y conteste francamente. ¿Vio al hombre que le disparó a Bob?

—Sí.

—¿Era el mismo que ha estado esta noche en la calle de la Estación?

—Sí.

—¿Le conoce?

—Sí.

—¡Dígame cómo se llama! —rugió estúpidamente Faroux, al tiempo que se abalanzaba sobre la muchacha como si fuese a comérsela.

—Modérese un poco —refunfuñó el doctor agarrándole el brazo.

El consejo estaba de más. Hélène Parry balbuceó:

—Se llama... —y se desmayó.

—De momento no se puede hacer otra cosa —dije—. Vayamos a acostarnos. Además, ya sé todo lo que quería saber.

El inspector me miró de soslayo.

—Pues sí que se contenta con poca cosa —profirió.

* * *

Unas horas después, cuando, tras sumirme en profundas reflexiones, había conseguido dormirme, el timbre del teléfono me despertó.

—¡Oiga! ¿Señor Burma? —preguntó una voz cantarina.

—Soy yo.

—Buenos días, amigo mío. Le habla Julien Montbrison.

—¡Qué agradable sorpresa! ¿Ya está en París?

—Sólo por unos días. Al fin conseguí el maldito Ausweis[26] ¿Podemos vernos?

—Depende. Tengo mucho trabajo.

—¡Diantre! —dijo descorazonado—. Y yo que quería encomendarle una misión.

—¿Qué misión?

—Mi criado, que quiso acompañarme a París, ha desaparecido.

—¿Y quiere que lo encuentre?

—Sí.

—¿No se está preocupando por poca cosa? Si está con una rubia o con una pelirroja, ¿cómo se tomarán tanta solicitud?

—No tengo ganas de bromear. Es un buen chico y...

—Bueno. El auricular me daña los oídos. Más vale que venga a contarme todo eso a mi casa. Le invito a una copa.

Mientras esperaba al abogado, llamé a Faroux para que me autorizara a echarle otro vistazo a la casa solitaria de Châtillon. Me dijo que sí.

—Hemos registrado la habitación de la calle Delambre —dijo a continuación—. Filiación confirmada. Varias cartas y postales (no demasiadas) con la fórmula de despedida «Tu padre» y procedentes de La Ferté-Combettes o de Château-du-Loir. El nombre del remitente es «G. Péquet».

—Concluyente, ¿no? Y hablando de falsas identidades, no busque no sé qué tenebrosa maquinación en el hecho de que la hija de nuestro gánster utilizara una. Ya habrá entendido que no aprobaba... la actividad paterna. Prefirió evitarse los posibles comentarios hirientes a que hubiera dado lugar su molesto y legítimo apellido de haberlo mantenido. ¿Algo más?

—Otra cosa curiosa, pero ¿qué no lo es en los asuntos en que anda usted envuelto? Desde que llegó a París, el 14, esta chica pasa todas las noches fuera del hotel y duerme durante el día. ¿Qué puede significar eso?

—Pregúnteselo a ella cuando la vea. ¿Cuándo volverá a interrogarla?

—Más tarde.

—¿Puedo ir? No se lo piense dos horas antes de contestar. De cualquier modo, allí estaré y le costará deshacerse de mí.

No contestó, suspiró y colgó el aparato.

Sólo había tenido el tiempo justo de bañarme cuando sonó el timbre de la puerta. Era el corpulento Montbrison. Una vez instalado a sus anchas, me explicó el asunto.

—Ese criado es una perla, ya se daría usted cuenta en Lyon. Me disgustaría muchísimo que le hubiese ocurrido una desgracia.

—Estas son palabras mayores. Sin duda tendrá usted algún motivo para decirlas, ¿no?

—Sí. Cuando supo que venía a París, se empeñó en acompañarme. Sin avisarme, hizo todos los trámites necesarios para obtener un salvoconducto. A la hora de la partida, me lo enseñó. Aunque un tanto sorprendido por su forma de proceder, accedí a su deseo. Entiéndame, me venía bien. Incluso, y quizá más, cuando viajo aprecio la comodidad.

Expresé mi conformidad con aquel legítimo deseo.

—Ayer le sorprendí casualmente en un café donde conversaba con un hombre de aspecto más que dudoso. Sospechoso es la palabra. Hablaban de un o una tal Jo, no entendí bien. Al verme llegar se separaron y quedaron citados para aquella misma noche en la puerta de Orléans. Desde entonces, no he tenido noticias de Gustave. Ese chaval no es demasiado listo. Temo que se vea envuelto en algún turbio asunto.

—¿Podría describirme al tipo de aspecto dudoso y el nombre del café donde se produjo el encuentro y, si fuera necesario, reconocer a ese hombre?

Contestó que sí a la tercera pregunta, describió al tipo y me dijo el nombre del café. Le prometí que me ocuparía de aquello, pero ¿no sería mejor que avisara a la policía? Lo había hecho, me dijo, pero dos precauciones valen más que una. Además, no ocultó que tenía más confianza en mí que en los caballeros de Jefatura. No hice nada por modificar una opinión tan halagadora.

—Pensando en lo peor —dije a continuación—, tampoco se va a poner de luto por su mucamo. Esta noche doy una fiestecita, aquí mismo, en mi casa. Navidades de guerra. Vendrán algunas chicas guapas. Sólo actrices debutantes. ¿Puedo contar con su presencia?

—¡Cómo no! —exclamó—. Futuras actrices...

El abogado se despidió con una risita significativa. Estaba ya demasiado lejos para llamarle cuando me di cuenta de que, excepto el nombre de pila, no me había dicho gran cosa de la identidad de su criado. Utilicé el teléfono para lanzar las invitaciones a mi seudofestejo navideño y salí de casa. En los bulevares me topé con el comisario Bernier, fascinado por la labia de un buhonero. Después de Marc y de Montbrison, Bernier: decididamente, todo Lyon estaba en París. Dejé caer la mano sobre su hombro con brusquedad.

—¡Documentación, por favor!

Dado el oficio del personaje, el efecto fue hilarante. Se puso pálido y la rojez de su semblante se tornó morada. Al reconocerme, recobró la compostura y me zarandeó el brazo efusivamente.

—Menudas bromas gasta —dijo—. ¿Cómo está? ¿Se va acostumbrando a la vida civil?

—De maravilla. ¿Qué está haciendo por aquí?

—Vacaciones de Navidad.

—¿Está libre esta noche? Organizo una pequeña velada en casa. Le di mi dirección. Hágame el honor de asistir. No venga antes de las once.

—Eso es —dijo—, echaremos una partidita de póquer.

Charlamos un rato en el mostrador de un bar cercano. Las investigaciones para dar con Villebrun habían sido inútiles. No aludió al incidente del agente de patrulla que había visto luces a las dos de la madrugada en el piso de Jalome. Aquel funcionario me pareció aficionado a las soluciones fáciles. Según él, el agente se había equivocado y el asesino era, sin lugar a dudas, Jalome. Yo no tenía intención alguna de sacarle de su error... de momento.

Cuando le dejé, me dirigí a Châtillon. De día, el aspecto de la villa no resultaba más acogedor que por la noche. El policía de guardia trataba de restablecer su circulación gesticulando como un poseso. Informado de mi posible visita, me dejó husmear por toda la casa.

De aquel lugar desolado me dirigí a la clínica de Dorcières. El cirujano estaba presente. Tenía los rasgos tensos de fatiga. No obstante, me dijo en un tono de singular firmeza:

—Haga lo que quiera, pero no seré cómplice de un asesinato. Cuéntele a quien quiera que les recibí pistola en mano y déle a ese acto la peor interpretación que se le ocurra, me da igual, pero no verá a mi paciente. La breve conversación que mantuvieron con ella la debilitó demasiado. Tendrán que esperar varios días antes de volver a interrogarla.

—Vale. No se lo tome así. Espero que semejante ostracismo no me esté destinado de forma exclusiva. Faroux comparte la misma suerte, ¿no?

—Naturalmente. No quisiera por nada del mundo que esa muchacha... ¡Oh, no! por nada del mundo... Quiero salvarla. ¿Me oye? Vivirá, respondo de ello, vivirá...

Su expresión resuelta mostraba una curiosa exaltación. Le honraba tanta conciencia profesional. Sin embargo, había algo más...

—Bueno —dije—. Como ese polizonte tiene que venir aquí, le esperaré. Así podré estar seguro de que la consigna es tan inflexible para él como para mí. ¿Le importaría darme unas hojas de papel? Acostumbro a escribir un capítulo de mis memorias cada vez que tengo un rato libre.

No escribí mis memorias, sino lo siguiente:

Colomer conoce a H. P. y una amistad, que se convierte en un sentimiento más tierno (véase «Besos» del telegrama), los une. Suponiendo (determinar cuándo empieza a sospechar) que Parry sigue vivo y que H. es su hija, Colomer, para recabar más indicios, no vacila en interceptar la correspondencia de la muchacha, ausente cuando llega el testamento. Colomer lo abre, ve que se confirman sus sospechas y copia el criptograma. ¿Con qué objeto? Por juego; por una especie de deformación profesional; por brillar ante H. si, sólo por su propia inteligencia, consigue descifrar el misterioso documento. (Naturalmente, eso equivaldrá a confesar su conducta poco escrupulosa, pero... el juez de paz Eros lo arreglará todo.) El día en que descifra el acertijo, ya ha vuelto a poner la carta en su sitio, en el domicilio de H. (lo que explica que la encontremos en poder de H.). Su intención es llevar a ésta al 120. Le matan en la estación.

¿Podemos suponer que Colomer advierte que el sobre que contiene la carta no es el inicial? Sí. Porque para que en Perrache le mate el mismo hombre que ha estado registrando el 120, tiene que haberlo descubierto. ¿Cómo? Sabe que se trata de un conocido de H., la única que lógicamente puede estar en posesión del testamento. (Aunque Colomer ignora que ese individuo martirizó a Parry, sabe otras cosas que yo ignoro y que con toda probabilidad le indican la pista que debe seguir.) Como ya hemos visto, puede que el tal X no esté resuelto a liquidar a Colomer. Pero cuando le ve precipitarse hacia mí, no lo duda un instante. Conclusión: X también me conoce.

¿Por qué motivo, una vez descifrado el acertijo, Colomer tiene tanta prisa por llevarse a H.P. a París que le manda un telegrama pidiéndole que le espere en la estación y decide cruzar clandestinamente la línea de demarcación? Respuesta: porque no cree que el hombre de quien sospecha haya encontrado la solución al criptograma. De no ser así, no hubiese enviado la carta. Lo hizo con la intención de seguir a la muchacha, que sí debe de saber de qué se trata. Por lo tanto, si H. P. regresa a Lyon y vuelve a marcharse, estará en peligro. Para protegerla, lo mejor es pedirle que no salga de la estación y convencerla de emprender el viaje a París inmediatamente...

Me interrumpí.

—¿Siempre saca la punta de la lengua cuando le escribe a su dulcinea? —preguntó Faroux.

Doblé las hojas sin mostrarle mi prosa. Le dije que Hélène Parry no recibía visitas. Se enfadó.

—¿Qué le dirá que no sepa ya? —dije—. De todas formas, esta noche, en mi casa, asistiremos al último acto. Durante el simulacro de velada navideña que organizo y a la que le ruego que asista, como regalo de Navidad le entregaré al asesino de Colomer, al verdugo de Parry y al vándalo de la calle de la Estación.

Me miró retorciéndose el bigote.

—Mucha tarea para un solo hombre —se burló.

Pero su mirada indicaba confianza.

* * *

Regresé justo a tiempo de pillar una llamada del excelente Gérard Lafalaise.

—No he permanecido inactivo —me dijo—. Nuestro amigo estuvo en Perrache la noche de autos. Consiguió salvar un control de policía sin demasiado esfuerzo. Los conocía a casi todos y a ninguno de aquellos buenos tipos se le hubiese ocurrido sospechar de él. Creo que eso es todo, ¿no? Mis amigos influyentes empiezan a extrañarse de la frecuencia de mis comunicaciones con la otra zona.

—Feliz Navidad. Déle un beso a Louise Brel de mi parte.