10. Calle de Lyon

Antes de ir a proponerle mi visión de los hechos al comisario, quería hablar con Julien Montbrison. La reputación del abogado era bien merecida. Era una lumbrera del derecho que en un caso tan peliagudo podía aconsejarme con buen tino. A las siete llamé al timbre de la planta baja de la calle Alfred-Jarry.

El criado, más enfermizo que nunca, hizo muchos aspavientos. Que si el señor todavía estaba acostado, que si no eran horas, etcétera. Por fin accedió a anunciar mi visita.

Volvió con una respuesta favorable (cosa de la que no me cabía duda alguna) y me rogó que entrara en el despacho.

Maté el rato recorriendo distraídamente con la mirada las ilustraciones de Domínguez para los cuentos de Poe y, después, jugando con el contenido de un cenicero. Cuando apareció el rollizo abogado, iba yo por la tercera ocupación: tocarme las narices.

Se había peinado deprisa y corriendo y se había puesto un lujoso batín, en cuyos bolsillos escondía las manos frioleras. Tenía el aspecto azorado del tipo al que se sorprende durmiendo. Me tendió una mano deslumbrante. Debía dormir con sus célebres anillos puestos.

—¿A qué acontecimiento debo el placer de su visita...? ¿Tan temprana...? —añadió en tono de reproche y mirando de soslayo el reloj de pared.

—Perdone que le haya sacado de la cama —dije—. Pero necesito asesoramiento. Dentro de media hora mantendré una conversación con el comisario Bernier. En el transcurso de dicha conversación le confesaré que esta noche pasada he arrojado a un hombre al Ródano.

Dio un respingo y se le cayó el cigarrillo que había encendido nada más levantarse.

—Nada me sorprende de Nestor Burma —dijo entonces—. Pero aun así... ¿Qué cuento es ése?

Le dije que le había encargado a un detective de Lyon escudriñar el pasado de Colomer en dicha ciudad. En la medida de lo posible, por supuesto. Que el muy imbécil debía de haber hablado por los codos y el asunto había llegado a oídos de un cómplice del asesino o del propio asesino, que éste me había tendido una emboscada pero que, como yo estaba menos destartalado de lo que parecía, me había deshecho del apache... que acabó en el agua en mi lugar.

—Perfecto —dijo con una sonrisa macilenta—. Usted, por lo menos, ha conseguido un sucedáneo de café con leche que no tiene nada de ligero. Como desayuno no está nada mal. Pero basta de bromas. Primero, le congratulo por haber escapado al atentado... y después, ¿en qué puedo servirle?

—Pues me puede proporcionar ciertas argucias... propias de su oficio. Me pregunto cómo se tomará mi relato el comisario. Es verdad que me conoce, pero sólo de oídas... y la reputación de un detective privado... bueno...

—En efecto. Pero ¿de verdad quiere informar a ese policía?

—Es indispensable. Verá, el asunto de Bob y el mío están relacionados. Y quiero que se haga justicia a mi asistente.

—Si su agresor y el asesino de Perrache son la misma persona, no se puede hacer gran cosa. Los peces harán las veces de jurado... y la sentencia se ha ejecutado antes de ser dictada.

—Es posible, pero estoy decidido. Si a ese funcionario se le metiera en la cabeza vaya a saber qué, si albergara dudas en cuanto a la legítima defensa, si, en una palabra, surgieran dificultades, usted podría solucionarlas, ¿no es cierto?

—Naturalmente.

Encendió otro cigarrillo y decidimos una especie de plan de campaña. Esperaba no tener que aplicarlo.

Me levanté del sillón.

—¿Quiere que le acompañe a ver a esos caballeros? —propuso Montbrison.

—¿Está loco? ¿Qué pensarían si me viesen llegar provisto de defensor? Seguro que me pondrían enseguida las esposas.

Rió y no insistió. Prometí que le mantendría informado y me fui. Tenía tiempo por delante. En una oficina de correos cercana escribí tres postales interzonales. Luego compré un pedazo de pan y me lo comí en un bar con un café endulzado con mucha sacarina. En un estanco compré un paquete de picadura y llené la pipa al tiempo que me dirigía hacia las oficinas de la policía. El comisario Bernier no ocultó su sorpresa al verme tan temprano.

—¿Se ha traído al asesino? —dijo—. Caray, ¿de dónde ha sacado esos ojos de conejo albino?

Los suyos tenían ojeras, pero me abstuve educadamente de hacérselo notar.

—De ir de parranda con la enfermera. Y si la conociera... Lo mismo da tener ojos de conejo albino que tenerlos de merluza en salsa verde.

—¡Ya! No cabe duda. ¿Y eso es todo lo que tiene que decirme?

—Sí. He estado pensando en esta frasecita toda la noche. Divertido, ¿no?

—¿Divertido? Querrá decir que tiene gracia. Muchísima gracia. Y además, tiene usted cara de ser tan sincero como una lágrima de cocodrilo. No me haga esperar.

—Anoche iba yo por el puente de La Boucle cuando un tipo se me echó encima con la clara intención de arrojarme al agua. Tenía mucha fuerza pero, a pesar de mi cautiverio, yo era más fuerte que él. Mantuvimos una animada conversación al término de la cual se marchó a nado. Creo que se está entrenando para la Copa de Navidad.

El rostro rojizo del comisario se puso violáceo. Abrió la boca, apretó el puño y empezó a mandar al traste todo lo que se encontraba en la mesa de su escritorio. Era bastante curioso: a cada puñetazo correspondía un taco. Soltó una auténtica retahíla. Cuando se calmó le aflojé mi rollo.

Escuchó en silencio —mientras mudaba de color dos o tres veces más— todo lo que tenía que decirle y no pareció poner en duda ninguna de mis palabras. Aquello funcionaba mejor de lo que hubiese creído. Perfecto.

—Así aprenderá a contratar a detectives privados —se burló cuando acabé de hablar—. Son todos unos...

Calló de súbito.

—No olvide que soy uno de ellos —dije sin levantar la voz.

—Sí. Lo he recordado de repente.

Quiso que le diera detalles. Se los proporcioné gustoso. Es decir, corrí un tupido velo sobre un montón de cosas. No tenía necesidad alguna de enterarse de las preocupaciones sentimentales de la señorita Brel ni de nuestra visita nocturna al domicilio de Paul Carhaix.

El comisario Bernier frunció las cejas.

—¿Y el detective? ¿Es de fiar? ¿No será él el autor del delito?

—He visto a Lafalaise hace un rato. No parecía salir del agua...

—No quise decir eso. Podría ser el instigador.

—No hay grano que moler por ahí, comisario —dije con gran firmeza—. Absolutamente nada. Sólo es un imbécil que se fue de la lengua, aunque no quiera reconocerlo. El orgullo de contarme entre sus clientes le hizo perder de vista sus responsabilidades.

—Ya... Pero no debe dejarse nada de lado... Haré que vigilen a ese pájaro...

Se abalanzó sobre el teléfono y lo acaparó por lo menos un cuarto de hora. Dio órdenes a gritos por todo el edificio. La brigada fluvial y la encargada del control de los hoteles, en particular, fueron objeto de todos sus desvelos. Cuando por fin colgó el aparato, sudaba por todos los poros.

—Esta noche, o mañana a más tardar, habremos atrapado a su tipo —dijo—. Procederemos a un dragado si hace falta, pero a ese tipo quiero verlo de cerca. No ha podido ir demasiado lejos. Le registraremos, encontraremos sus señas, visitaremos su domicilio... Qué idiota ha sido atacándole a usted... Naturalmente, él... o su instigador... tuvo miedo de que descubriese el pastel. En fin, otro caso que sigue su curso y acaba como todos los demás. Vamos a ciegas durante varios días y, de pronto, alguien mete la pata y el caso se resuelve en un plis plas.

A estas horas, si no le hubiera interrumpido, seguiría anticipando acontecimientos.

—¿Qué hay en el informe de la autopsia? —pregunté.

—¡Ja, ja, ja! —rió—. Espere a que le saquemos del agua...

—Le hablo del caso Colomer.

Se puso serio.

—¿No se lo di para que lo leyera? Ya no está aquí. Nada especial. Pistola automática, proyectiles del calibre 32. A su asistente le metieron cinco balazos en la espalda. ¿Lo sabía? A propósito...

—Sí.

—¿Era francés el hombre que le asaltó?

—¿Y su abuela montaba en bici? Perdone, pero olvidé preguntárselo.

—Podía haberse dado cuenta. En general, durante una pelea también se dicen insultos. ¿No tenía ningún acento?

—No me di cuenta. ¿Por qué?

—Por nada. Esos extranjeros...

Empezó a embrollarse en un discurso xenófobo. Volví a interrumpirle:

—¿Alguna idea sobre los nueve billetes que Colomer llevaba encima?

—Ninguna. El letrado Montbrison no sabe más que nosotros al respecto. ¿Le preocupa la importancia de la suma?

—Sí. Bob nuca hubiese podido ahorrar tanto... suponiendo que hubiese querido hacerlo.

—Mi querido Burma —dijo, protector, el comisario—, vivimos una extraña época. En Lyon mismo conozco a algunos ex pelanas que ahora mismo tienen criado con librea... Es un decir...

—¿La receta?

—Mercado negro. ¿Qué le parece?

—Nada.

Me levanté, dejé indicaciones para que supieran dónde encontrarme en caso de que hubiese alguna novedad, le prometí al comisario reservarle en breve una de mis veladas para organizar una partidita de póquer (juego al que parecía aficionado), y me retiré.

La biblioteca cercana me vio subir por su glacial escalera de mármol. Al tiempo que consultaba la bibliografía proporcionada la víspera por Marc Covet, abrí la puerta de la silenciosa sala de lectura. Un funcionario de mirada torva me entregó los libros que le pedí. Empecé por el adecuado.

Orígenes de la novela negra en Francia, de Maurice Ache, se abrió él solo por la página que buscaba. El lector anterior había olvidado allí un papel. Con el corazón desbocado, reconocí la letra de Colomer.

«Viniendo del Lión —leí—, después de haber hallado al divino e infernal marqués, es el libro más prodijioso de su obra.»

Comprobé que Bob, que escribía «del» en lugar de «de», «Lión» en lugar de «Lyon» y «prodijioso» en lugar de «prodigioso», había heredado la ortografía de su parentela. Le conocía el defecto. En aquel caso, servía para autenticar su escrito.

Robert Colomer había venido a buscar, entre las obras sobre el divino marqués, la solución al acertijo. Y la halló. Conmocionado por el hallazgo, había olvidado el texto entre las páginas del libro.

La había encontrado.

Una uña, que imaginé febril y triunfante, había hecho una señal en el margen frente a la frase:

... Sin equivalente en ninguna otra literatura, precediendo cuatro años a la publicación de la primera novela de Ann Radcliffe y once a la del célebre Monje de Lewis, esta OBRA PRODIGIOSA...

Se trataba de Las 120 jornadas de Sodoma del Marqués de Sade.

120... El número de una casa.

¿De qué calle? ¿De la Estación?

No, de la Estación no. El telegrama de Florimond Faroux era terminante: el 120 de la calle de la Estación no existe. Entonces, ¿qué?

Volví al criptograma.

—... Viniendo del Lión...

Las palabras Estación y Lyon me bailaban por la mente. Mi inconsciente las hermanaba. Y, de pronto, me pregunté si realmente se trataba de la calle de la Estación o de la calle de (la Estación de) Lyon.

Entonces, dejando de lado el misterioso empeño de los dos moribundos en pronunciar una fórmula secreta en lugar de una información concreta, empezó a hacerse la luz.

La calle de Lyon... Yo conocía a alguien que vivía en la calle de Lyon. Una persona de la que, desde mi regreso, pensaba que algún día debería ocuparme. Esa persona no vivía en el 120, sino en el 60, como por casualidad la mitad de 120. (Lo que me llevó a dividir por dos la cifra 120 fue la dualidad de la personalidad del marqués, que era a la vez divino e infernal, es decir, ateniéndonos a una interpretación primaria, bueno y malo, mitad lo uno y mitad lo otro, mitad y mitad.)

Este razonamiento no era tan gratuito como en principio podría parecer. Correspondía a mi necesidad latente de encontrar en aquel rompecabezas un lugar para Hélène Chatelain, mi ex secretaria, sobre cuyas andanzas le había preguntado a Marc Covet y a la que, con razón o sin ella, suponía involucrada si no en la muerte de Colomer, por lo menos en el misterio en cuyo engranaje mi asistente había hallado su dramático fin.

Porque no podía olvidar que si, en el momento de morir, dos hombres habían pronunciado la misma enigmática dirección, uno de ellos, el primero, el amnésico del Stalag, había dicho antes un nombre de mujer: Hélène.

Claro que mi ex secretaria no podía pretender llevar aquel nombre en exclusiva, y a decir verdad, debo confesar que no se me pasó por la mente ni un segundo, tras la estremecedora muerte del prisionero número 60202, que mi colaboradora pudiera conocerle. Pero después se había producido el asesinato de Colomer... Colomer, que conocía tanto a Hélène como el número 120 de la calle de la Estación. Todas estas coincidencias eran cuando menos curiosas y justificaban mi interpretación de que calle de la Estación, 120 era lo mismo que calle de Lyon, 60, interpretación que no era ni gratuita ni excesivamente sutil, sino la más económica, la que mejor corroboraba mis sospechas.

Bastante conmocionado, dejé mis estudios sadianos, sin omitir apropiarme del papel olvidado por Colomer. En un café, le escribí otra carta a Florimond Faroux. La misiva salió aquella misma tarde gracias a uno de aquellos providenciales periodistas que iban y venían sin parar. Cifrada como la anterior, decía:

Recibido telegrama. Gracias. Vigile y siga a mi ex secretaria Hélène Chatelain con domicilio en calle de Lyon, 60.