1. Retomando contacto
Alcanzar la puerta de mi domicilio y abrirla no fue tarea fácil. Avisada de la hora exacta de mi regreso por un sexto sentido, la portera me esperaba al pie de la escalera. Me entregó un paquete de cartas que se estaban pudriendo en su garita desde el final de la drôle de guerre[18] y me informó de que había hecho lo necesario en cuanto a la electricidad, el restablecimiento de la línea telefónica, etcétera. Luego me vi obligado a intercambiar las consabidas banalidades sobre el cautiverio. Hecho esto, subí de un brinco las tres plantas.
Retomé el contacto con mi piso mucho más fácilmente de lo que hubiese creído. Me lavé y me afeité, me abracé golosamente a una vieja botella, amiga fiel que me esperaba debajo de la cama desde septiembre de 1939, y utilicé el teléfono.
Mientras marcaba el número pensé en lo agradable que era poder efectuar esa operación sin tener que mostrar la partida de nacimiento. Una voz interrumpió mis pensamientos con un impersonal «¡Diga!».
Contesté que quería hablar con el señor Faroux. Me indicaron que no estaba, que si tenía algún recado para él se encargarían de dárselo. Le rogué a la telefonista que informara al inspector de que Nestor Burma había regresado. Le di mi número de teléfono.
No había dormido durante el viaje. Me acosté.
* * *
A la mañana siguiente compré un montón de periódicos y revistas. Toda clase de ellas: políticas, literarias e incluso de moda y belleza. Tengo cierta debilidad por estas últimas.
Pasé la mañana leyendo mientras esperaba la llamada de Faroux. Llamada que no se produjo.
La lectura de Studio Élégance, Beauté y Monde me informó de que el doctor Hubert Dorcières también había sido liberado. Le habían ahorrado todas las pejigueras administrativas inherentes a la desmovilización del soldado raso y ya llevaba varios días en París. Studio EBM tenía el honor de informar a su elegante clientela de que el eminente cirujano, etcétera. La lujosa revista daba, casualmente, la dirección de Dorcières. Tomé nota. Había perdido la de la mujer de Desiles. Quizás el doctor pudiera recordármela.
Eché un vistazo a la política general, la política local, la guerra, la información referente al estraperlo y los anuncios por palabras, en busca del que espero desde hace veinte años («Don Fulano de Tal, notario de Bouzigues, ruega al señor Burma [Nestor] que se ponga urgentemente en contacto con su notaría en relación con la sucesión de un tío de América»), que por supuesto no encontré, e hice un paquete con todos aquellos papelotes. Eran las doce del mediodía.
Me vestí con uno de mis queridos trajes príncipe de Gales (excéntrico pero sin estridencias), bajé a comer, regresé y abrí el correo atrasado. A las dos sonó el timbre del teléfono. No era Florimond Faroux, sino la voz lejana de Gérard Lafalaise.
—Nuestro amigo ha sufrido un ligero accidente que le mantendrá unos días inmovilizado —dijo—. Le atropelló uno de los escasos coches que todavía circulan.
—¿No me estará tomando el pelo?
—No. Le llamaré en cuanto esté mejor. Mis relaciones me lo permiten... siempre y cuando no sea con demasiada frecuencia.
—Muy bien. Gracias. Así podré reponerme un poco.
No dejé el aparato y llamé a Jefatura.
—Quisiera hablar con el señor Faroux —dije.
Me preguntaron con voz neutra de parte de quién. Di mi nombre. Me rogaron que no colgara. Esperé un minuto y la voz de mi amigo me llegó, sibilante a través de su mostacho.
—Está de suerte —dijo—. Acabo de llegar y estaba a punto de irme otra vez... sin tiempo para llamarle. Sí, sí, me han dado su recado.
—¿Podemos vernos dentro de... pongamos una hora?
—¡Ay! Imposible, amigo mío. No antes de esta noche. Tengo un trabajo de locos. Ni un minuto de descanso. ¿Es algo urgente?
—De usted depende. Espero que haya recibido mi carta sobre la calle de Lyon.
—Sí.
—¿Algo nuevo por ahí?
—Nada. Incluso le diré que...
—Entonces está bien. Puedo esperar. Aprovecharé para ir al cine. Quedemos para luego, ¿quiere? A las nueve en mi casa, por ejemplo. Es un lugar discreto. ¿Vale? Sí, hay calefacción. Un radiador eléctrico que enchufo en el contador del vecino.
—De acuerdo. Al parecer, su cautiverio le ha transformado. Está usted muy charlatán.
—¿Yo? Venga ya. En cualquier caso, dentro de poco el comisario Bernier no opinará igual.
—¿El comisario Bernier? ¿Quién es?
—Un colega suyo de Lyon que envidia la suerte de los parados. Está haciendo todo lo que puede para conseguir que le jubilen prematuramente.
—¿Y usted le deja en la estacada?
—Vaya que sí. Ya sabe que odio a los policías.
—Creo que más vale que cuelgue, ¿no? —dijo bromeando—. Si uno de mis superiores sorprendiera esta conversación... Hasta luego.
—Hasta luego, hombre prudente.
Tenía la tarde libre. Aproveché para hacer varias visitas a los domicilios de mis antiguos agentes. De ese modo me enteré de que Roger Zavater también estaba prisionero; de que Jules Leblanc, menos afortunado, había muerto; y, por último, de que Louis Reboul, a medio camino entre aquellos dos valientes, perdió el brazo derecho durante las primeras escaramuzas de la drôle de guerre, en una refriega de francotiradores en la Línea Maginot.
Volvimos a vernos emocionados. No le hablé de la muerte de Bob Colomer, dejando el tema de conversación para otro día, y me despedí del mutilado, no sin antes haberle prometido que le encargaría algún trabajillo si se presentaba la ocasión.
A dos pasos, en un cine de sesión continua, daban Tempestad con Michèle Hogan. Entré. Mucho daño no podía hacerme.
—Hola, amigo mío —le dije a Florimond Faroux en cuanto puso su calzado reglamentario en la alfombra del recibidor—. Ya sé que fuera hace frío, que no hay demasiado carbón para calentarse y que hemos perdido la guerra. Adelantándome a sus preguntas y para evitar conversaciones ociosas, le diré que estuve prisionero en Sandbostel, donde hice una cura de patatas. No era peor que la cárcel de la Santé. Y hablando de salud, espero que la suya sea tan buena como la mía. ¿Le parece bien así? Bien. Entonces, siéntese y eche un trago a este tintorro.
El inspector Florimond Faroux de la policía judicial iba camino de los cuarenta más deprisa de lo que nunca había ido en pos de los ladrones, que no era poco decir. De complexión atlética, bastante alto y huesudo, lucía un bigote gris que había dado lugar a que sus colegas más jóvenes le apodaran «el abuelo». En cualquier estación del año llevaba un sombrero de color chocolate que le sentaba... que daba miedo. Nunca había sabido adaptarse a mi sentido del humor. Lo cual no le impedía aderezar nuestras conversaciones con fugaces carcajadas, siempre a contratiempo, pese a que pretendían hacerles eco a mis gracias. No obstante, era un buen tipo, solícito y paternal... como un abuelo, vaya.
Escuchó mi retahíla de lugares comunes con gesto de desaprobación, se encogió de hombros significativamente, se sentó, se quitó el sombrero, lo dejó en una silla y mojó el bigote en el vaso de vino.
—Y ahora —dije, una vez llena y encendida la pipa—, cuénteme qué ha estado haciendo para mí.
Tosió.
—Cuando se trabaja con usted —dijo—, hay que aprender a no extrañarse de las indicaciones más extravagantes. Pero... hombre de Dios, su antigua secretaria...
—¿Qué pasa con mi antigua secretaria? Es una mujer como cualquier otra. Puede descarriarse de la noche a la mañana.
—Ya. Bueno. Claro. Pero eso no quita que me parezca un poco fuerte.
—Espero que no se haya agarrado a esa opinión para no actuar...
Levantó una mano en señal de protesta.
—He hecho un vago informe —dijo—. Bastante escueto.
Hizo una incursión en su amplio bolsillo y sacó dos hojas mecanografiadas. Las leí con creciente exasperación.
Aquel «vago» informe era muy preciso. Dos días siguiéndola y Hélène Chatelain no daba pie a la más mínima crítica. Todo lo que hacía era normal. Salía de su casa a las ocho y media de la mañana, iba directamente a la agencia de prensa Lectout, salía a la hora de comer, iba al restaurante, volvía al trabajo a las dos, terminaba a las seis y regresaba a casa. De la investigación de Faroux se desprendía que no salía de noche, excepto el jueves, en que tocaba cine. Pasaba el sábado por la tarde y por la noche y el domingo en casa de su madre. No había desaparecido en ningún momento desde su regreso del éxodo.
¿Había seguido una pista equivocada?
No había que desdeñar ningún detalle, como acostumbraba a decir, pontificando, mi amigo el comisario Bernier, él que, precisamente, hacía caso omiso de tantas cosas, motivo por el cual yo había hecho vigilar a Hélène Chatelain.
Y aquellos policías, que en todo caso conocían bien su oficio, a quienes no se les escapaba ninguna actitud ambigua, desconfiados por profesión y por su propia naturaleza, ¿venían a decirme ahora que el comportamiento de la chica no se prestaba a ningún equívoco? Era para desanimarse... o bien Hélène era más lista de lo que nunca hubiese podido pensar. Me prometí a mí mismo tener una charla con ella.
Faroux me sacó del ensimismamiento al preguntarme si me encontraba bien y si había que mantener la vigilancia. Contesté que sí a las dos preguntas.
Le puse delante de los ojos la fotografía del amnésico.
—¿Conoce por casualidad a este tipo? —le pregunté.
Ver la ficha con el número sobre el pecho del hombre le dio risa.
—¡Ja, ja, ja! ¿También allá tenían un servicio antropométrico?
—Algún día le diré todo lo que teníamos allá. Se quedará de piedra. Mientras tanto, dígame, ¿qué piensa de este retrato?
Me devolvió la foto.
—Nada.
—¿No le ha visto nunca antes?
—No.
No insistí y le tendí el segundo documento.
—Esto son las huellas de los diez dedos de un individuo. Quisiera que mirase en el fichero por si ya figuran en él.
—¿Es el mismo?
—¿El mismo qué?
—El mismo individuo. El del retrato con la ficha.
—No —le dije por mi enfermiza necesidad de mentir—. Es otro. Y es algo muy serio. Me gustaría tener la respuesta cuanto antes.
—Santo Dios —gimió mientras doblaba cuidadosamente la hoja con las huellas dactilares y la deslizaba en su billetero—, santo Dios, siempre tiene prisa. Haré lo que pueda. Ahora mismo estamos de trabajo hasta la coronilla...
—Nadie le pide que proceda usted mismo a la identificación. Con que no le diga al funcionario del servicio quién le ha dado esta ficha, me basta. Otra cosa...
Abrí un cajón y saqué un Parabellum, bello como un ángel.
—Necesito un permiso para llevar encima este utensilio. Aquí solito tiene miedo. Sólo se siente seguro en mi bolsillo.
—Bueno.
—Y también quisiera un permiso para circular de noche. Podría necesitarlo.
—¿Eso es todo?
—Sí. Ya se puede marchar.
—Iba a pedirle venia para hacerlo —dijo, sirviéndose más vino—. Se está haciendo tarde.
Apuró el vaso de un trago y se enjugó el bigote. Hizo un gesto para levantarse y paró en seco.
—Quería preguntarle, Burma... El comisario Bernier de quién me habló hace un rato, ¿es el comisario Armand Bernier?
—Es posible. Nunca he sabido su nombre de pila. Pero Armand le sienta como un guante.
Faroux me hizo una descripción detallada que hacía honor a su competencia profesional.
—Eso es —aprobé—. Además tiene la tez rojiza, es elegante (cuando se quita la gabardina) y mete la pata todo lo que puede y más.
Faroux se echó a reír.
—¡Armand Bernier! Le conocí hace años, cuando él estaba en París...
Con la esperanza de tirarme de la lengua, me estuvo hablando del comisario un cuarto de hora largo.