4. El fantasma de Jo Tour Eiffel

En el número 40 de la calle de La Monnaie había un hotel de tercera (habitaciones por un mes y por un día) pero limpio, dirigido por una especie de ex boxeador que fumaba en pipa junto al magro fuego de un hogar mientras escuchaba con escepticismo las quejas de un árabe, probable peticionario de un aplazamiento en el pago.

En cuanto se largó el magrebí, me presenté como un pariente de Colomer sumido en un profundo pesar por su repentina e inexplicable muerte. La guerra nos había separado y acababa de llegar yo a Lyon cuando... Y así seguí, soltándole un buen rollo con algún que otro amago de sollozo en el momento adecuado.

El hotelero se creyó lo que quiso. Empezó a soltar el panegírico del difunto. Un hombre amable, limpio y correcto y que pagaba en tiempo y hora. No como aquellos condenados moros, cagüendiez.

—¿Detective, dice? Quizá, puesto que eso pone en los periódicos. En cualquier caso, no lo parecía. Sabía disimular. Después de todo, eso es parte del oficio, ¿no? Ja, ja, ja.

Se echó a reír y calló de pronto, consciente de la indecencia de su hilaridad delante de un pariente compungido.

—¿Y su novia? ¿La había visto hacía poco?

—¿Su novia? ¿Tenía novia?

—Una chica excelente que se volverá loca cuando lo sepa, si es que no lo sabe ya. Vivía en Marsella, pero dejó la ciudad hace algún tiempo. Creí que se habría reunido con Robert. Mire, aquí tengo una foto. ¿No la ha visto nunca?

—Nunca... ¡Vaya! ¡Es una chica guapísima!

—Y que lo diga. Pobre Robert.

Hablé de la hermana. Había venido a verle últimamente, ¿verdad? ¿No? Ah, pues debía de confundirme. Habría ido a ver a su otro hermano. Sí, sí, era una familia muy numerosa. Le hice unas preguntas más, totalmente carentes de interés. Las respuestas fueron del mismo calibre y no me enteré de nada nuevo. Desde el... la... el suceso (sollozo), ¿había llegado alguna carta? No, señor. El señor Colomer recibía poco correo. Alguna postal interzonal de sus padres, de vez en cuando.

Dejé el hotel y crucé el Saona. En el palacio de justicia pregunté por el comisario Bernier. Justamente estaba allí. Me recibió en un despacho oscuro.

—Buenos días —dijo alegremente—. ¡Qué bien! ¿Ya se ha repuesto? ¿Cómo está? ¡Ostras, qué elegante viene! No le estrecho mucho la mano, no vaya a ser que se la disloque.

—No tema, no tema —le contesté—. Estoy completamente repuesto. El cuerpo tiene aguante. ¿Por dónde andan del caso?

Me acercó una silla coja (la que debían de usar para los interrogatorios difíciles), me propuso un Gauloise, ofrecimiento que decliné (prefiero la pipa) y prendió su cigarrillo y mi pipa con un encendedor miserable.

—¿Puedo serle sincero, verdad? —dijo a continuación, como si me considerase lo bastante ingenuo como para creerle—. Pues mire, estamos completamente in albis. Perdóneme por no haberle mantenido informado, pero es que trabajo no nos falta. Su colaborador era endiabladamente reservado. No hemos descubierto gran cosa sobre él. En cuanto a Villebrun, el salteador de bancos, se fue efectivamente de Nîmes más o menos en la fecha que usted dijo, pero le hemos perdido el rastro. Sin embargo, hemos tenido noticia de la presencia por estos pagos de uno de sus ex cómplices. Pero no fue él quien mató a Colomer. Tiene una coartada.

—¡Bah! Las coartadas...

—Ésta es sólida. Unas diez horas antes del crimen le detuvieron mientras intentaba robar un bolso.

—Claro, si es así...

—Le interrogamos, naturalmente. Pretende que no ha oído hablar de su jefe desde que le condenaron. Intentamos comprobarlo.

Tiró la colilla en dirección a la estufa de carbón.

—Por cierto —siguió tras una pausa—, ya sabemos a qué iba Colomer a la estación cuando le ocurrió lo que le ocurrió.

—¡Ah...!

—Se disponía a escapar a la zona ocupada.

—¿Escapar? ¡Qué curiosa forma de hablar...! Escapar, como usted dice, es algo que sólo...

—Mantengo la palabra —me interrumpió—. Es la más adecuada. Todo apunta a que se trataba de un viaje precipitado. ¿Miedo, quizás? No informó al hotelero de su marcha, no llevaba equipaje... ¿Usted vio que llevara maletas?

—No, es cierto.

—De modo que iba sin equipaje, no disponía de salvoconducto y llevaba la cartera bien provista. En nuestra primera entrevista le dije que llevaba varios miles de francos... Nueve mil, exactamente. La crisis de la vivienda, que es particularmente aguda en esta ciudad desde el aluvión de «replegados», obligó a Colomer a instalarse en un hotelucho de tercera categoría situado en una calle un poco especial, en la que quizá no fuera muy indicado pasear llevando tanto dinero. De modo que lo depositó en la caja fuerte de una personalidad, la cual, en cuanto supo del drama, enseguida se dio a conocer. Se trata del letrado Montbrison...

—¿Quiere decir el abogado? ¿Don Julien Montbrison?

—El mismo. ¿Le conoce?

—Un poco. Pero ignoraba que estuviese en Lyon.

—Menudo detective está usted hecho —se burló—. Vive en Lyon desde hace varios años.

—Mi oficio no consiste en seguir a los abogados cuando se desplazan —le contesté—. ¿Podría darme su dirección?

—Por supuesto.

Hojeó el legajo de las declaraciones.

—Calle Alfred-Jarry, número 26 —anunció.

—Gracias. Me siento un tanto aislado en esta ciudad. Iré a verle. Supongo que sigue teniendo una buena bodega de vinos, ¿no?

—No sabría decirle, señor Burma —dijo con un tono de «incorruptible ofendido».

—Perdone —me burlé—. ¿Qué decía?

—¿Sobre qué?

—La declaración del abogado Montbrison...

—¡Ah, sí! Pues bien, es bastante instructiva. El abogado nos dijo que su amigo Bob había ido a verle la noche misma en que fue asesinado y se había llevado el dinero. A las once.

—Vaya hora para retirar fondos.

—Justamente. Eso prueba las prisas de Colomer y su inmediata necesidad de dinero. Para cruzar rápidamente la línea de demarcación, enseguida se lo demuestro. Montbrison asistía a una fiesta. A su regreso, Colomer le estaba esperando. Antes de eso (y lo hemos comprobado), la víctima había recorrido todos los lugares donde hubiera podido encontrar al abogado. Todos menos el acertado, claro, como siempre. Harto de dar tumbos, fue a esperarle a su casa. Según el abogado, parecía estar muy nervioso. A las preguntas de Montbrison, preocupado ante su nerviosismo, dio la callada por respuesta. Se limitó a reclamarle el depósito hasta el último céntimo, sin más explicaciones. No habló de viajes ni nada. Pero, claro, tenía efectivamente intención de irse de la ciudad. Yo incluso diría, teniendo en cuenta su comportamiento, de huir de esta ciudad. Algún peligro, del que no tuvo noticia hasta última hora de la tarde (acudió por primera vez al domicilio de Montbrison hacia las siete), le amenazaba. Y no sólo huir de la ciudad, sino también de esta zona. Por eso recuperó el dinero: para financiar el cruce clandestino de la línea de demarcación. Recién salido de su Stalag quizá usted no lo sepa, pero se necesita mucha pasta para esa operación. Suposiciones, dirá usted. No. La prueba de sus intenciones la descubrimos en el forro de su abrigo, donde se había deslizado por un roto del bolsillo. Y consiste en dos billetes de ida a la aldea de Saint-Deniaud, un lugarejo cerca de Paray-le-Monial. También llamado El Coladero. No hace falta que le diga por qué.

—Entiendo. ¿Ha dicho dos billetes?

—Sí. ¿Le sugiere eso algo?

—No, pero es raro.

—No crea. Los dos billetes, de los que sólo uno estaba taladrado, se compraron con pocos minutos de intervalo. Es probable que Colomer metiera el primero en el bolsillo cuyo defecto ignoraba (el roto es muy pequeño y queda escondido) antes de dirigirse a los andenes. Una vez allí, lo buscaría en vano. Pensando que lo había perdido (y no le pareció imposible en vista de su nerviosismo), volvió a la taquilla a por otro, que mantuvo en la mano hasta que el revisor se lo taladró; luego lo puso en el mismo bolsillo, desde donde fue a parar al mismo sitio que el otro. Es la única explicación... a menos que quiera pensar que tenía un compañero de viaje y que éste fue quien lo mató.

—Es poco probable. Si Bob tenía tanto miedo como dice, no hubiese optado por huir junto con el responsable de su temor. En cualquier caso, no hubiese llevado la amabilidad y la chaladura hasta pagar el billete de su asesino. Naturalmente, ustedes recogerían las huellas dactilares...

—Sí. Son las de Colomer.

—En resumidas cuentas, ¿qué nos dicen todas estas constataciones?

—No hay que dejar nada de lado —dijo, sentencioso, a modo de respuesta.

—Cierto. En virtud de tan excelente principio, ¿me permite echar un vistazo a los papeles que llevaba Colomer? Yo estaba más familiarizado con él que usted, y...

—... Y es posible que un objeto, poco instructivo para mí, acaso le proporcione algún indicio.

—Exacto.

El comisario se levantó, descolgó el teléfono interior y dio una orden breve. Después colgó el aparato y prosiguió:

—¿Qué impresión le dio su colaborador durante su rápida entrevista? —me preguntó de sopetón.

—No parecía que estuviese fuera de sí pero, ahora, pensándolo mejor, había algo raro. Como si, en efecto, tuviese miedo. Y como si mi presencia hubiese representado cierto alivio.

—¿Qué le dijo?

—Que se alegraba de verme. Eso es todo. Tiene razón, comisario. Quizá no fuese la simple satisfacción de verme en libertad lo que le hacía hablar así.

Llamaron a la puerta. Era un policía uniformado que traía el contenido de los bolsillos de mi ex agente.

Miré por encima los documentos de identidad, su tarjeta de la agencia, la cartilla de racionamiento y un montón de papelotes sin interés. No vi por ningún lado la más mínima alusión al número 120 de la calle de la Estación. Examiné los dos billetes de tren. Sólo uno estaba perforado. Había algunas postales interzonales, enviadas todas ellas por los padres de Bob. No habían dejado la periferia de París y se quejaban de lo duros que eran los tiempos con una ortografía balbuciente:

«Fortunadamente —decía la más reciente—, que tu padre a encontrao trabajo de vigilante de noche en la sociedá nónima de distribución de aguas. Estamo todos bien...» Etcétera.

Aquellas epístolas me recordaron que cuando regresara a París tendría que ir a dar el pésame a aquellos pobres viejos. Un mal rollo.

Anoté la dirección: Villa Iris, calle Raoul-Ubac, Châtillon.

—¿Ha encontrado algo? —preguntó Bernier con ojos brillantes.

Le dije por qué tomaba nota de las señas. Se le apagó el brillo ocular.

—Qué se le va a hacer —refunfuñó poniendo el dedo sobre una decena de hojas que amarilleaban—. Esto tal vez nos serviría si el tipo no estuviera muerto.

—¿Colomer?

—No. El tipo al que se refiere esto. Son recortes de prensa. Tratan de Georges Parry, el célebre ladrón internacional de perlas. Ya sabe... Jo Tour Eiffel.

Claro que sabía. Había tenido el honor de tenderle a Parry (que, aficionado a los juegos de palabras, adivinanzas, crucigramas, trabalenguas y demás diversiones infantiloides, al pie de sus cartas estampaba como firma una torre Eiffel) una encerrona en la que me dio el gustazo de caer, por muy hábil que hubiera sido. Pero aquel gánster elegante y culto, especializado en robos de perlas y asaltos a joyerías, no permaneció demasiado tiempo entre rejas. A su extraordinario método para robar se sumaba la peculiar capacidad de atravesar paredes. No se podía tachar de negligencia a la administración penitenciaria francesa. En cualquier parte, ya fuera en Londres, Berlín, Viena o Nueva York, Jo Tour Eiffel se había evadido de la misma manera. Era un as en su terreno. Murió en Inglaterra a principios de 1938. Su cadáver, medio comido por los cangrejos, fue descubierto en una playa de Cornualles, donde, entre robos y con un nombre falso, se tomaba unas vacaciones. Se ahogó mientras se estaba bañando. Los joyeros respiraron aliviados y la policía del mundo entero también.

¿Qué había llevado a Colomer a documentarse sobre aquellos casos pasados de moda? Leí minuciosamente los artículos publicados en aquella época en la prensa local.

—¿Le abre nuevos horizontes? —preguntó el comisario, mientras yo plegaba las hojas.

—Ninguno. En cualquier caso, el culpable no es Jo Tour Eiffel —contesté mientras daba golpecitos a la foto del gánster que ilustraba uno de los recortes.

—¡Je, je, je! Nunca se sabe —sonrió—. En una ciudad de espiritistas, teosóficos y otros mercaderes de fantasías como Lyon, ¿acaso sería tan extraordinaria la intervención de un fantasma?

Empezaba a hacerse tarde. Abandoné la renqueante silla.

—Antes de venir a verle me he pasado por la calle de La Monnaie —dije—. Para husmear un poco la atmósfera. No he descubierto nada especial, y hubiese podido ocultarle esta gestión sin importancia si no estuviese casi seguro de que el hotelero le informará de ello. No se entusiasme detrás de una pista falsa. Me he presentado como un pariente de Bob y he hablado a troche y moche de su novia, de su hermana, de su tía, del sarampión que tuvo de pequeño, etcétera. Sin resultados tangibles, como le decía. El patrón habla mucho para no decir nada y, de hecho, me ha dado la impresión de no saber gran cosa...

—Se lo agradezco —articuló el comisario mientras me acompañaba a la salida—. Más vale que no haya mentirijillas entre nosotros.

Hice un compungido gesto de asentimiento. Pero mientras bajaba por la húmeda escalera me entraron unas discretas ganas de reír.